Allá en el mundo, fuera de mi adorada librería, era cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda. Todo, en el exterior, estaba pensado para infligirnos un daño mortal, siempre. Nuestras posibilidades de cumplir el primer año de vida eran prácticamente nulas. De hecho, bien podía declarársenos muertos, en aplicación de las estadísticas. No era que yo lo supiese seguro en aquel momento, pero lo intuía, con esa especie de espantoso presentimiento que a veces asalta a quienes van a bordo de un barco a punto de naufragar. Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe. No hay nada como una imaginación vívida para desvitalizarle a uno el valor. Leí el diario de Anna Frank, me convertí en Anna Frank. Los demás, en cambio, tenían sus momentos de gran terror, se escondían por los rincones, sudaban de miedo, pero tan pronto como pasaba el peligro ya era como si nunca hubiese existido, y seguían triscando por ahí, tan contentos. Tan contentos, hasta que alguien los aplastaba o los envenenaba o les rompía el cuello con una barra de hierro. Yo, por mi parte, he vivido más que todos ellos y, a cambio, he muerto mil muertes distintas. Me he movido por la existencia dejando en pos un rastro de miedo, como un caracol. Cuando muera de verdad, será un aburrimiento.
Una noche, poco después de aquella vuelta de orientación por la plaza, mamá subió a la calle, como de costumbre, y nunca más volvió. La vi un par de veces durante los meses siguientes, pasando el rato con las ramerillas en la trasera de Joe and Nemo. Luego desapareció sin dejar rastro. Y ése fue el final de nuestra pequeña familia. A raíz de ello, no hubo noche en que no se ausentara alguno, hasta que al final sólo quedábamos Luweena, Shunt y yo. Y luego ellos también se largaron. Les costaba creer que yo tuviera intención de quedarme. Me consideraban un loco inofensivo. No les parecía nada bien lo que estaba haciendo. La librería, a fin de cuentas, era un sitio de mala muerte, que mamá se había visto obligada a elegir por razones de urgencia. A pesar de nuestras diferencias, el último día fue casi conmovedor. Luweena me dio un abrazo, y Shunt, avergonzado, me aplicó un puñetacito en el hombro. Estaban ya desapareciendo por debajo de la puerta cuando les grité: «¡Adiós, soplapollas; adiós, estúpidos infrahumanos!». Los insulté de mala manera, y luego me sentí estupendamente.
Me mudé a un sitito que me había acondicionado en el techo de la tienda, a mitad de camino entre el Globo y el Balcón, desde donde podía mantenerme al tanto de todo mientras proseguía mis estudios nocturnos en el sótano, devorando un libro detrás de otro, aunque ya no literalmente. Bueno, esto último no es del todo cierto. Instalado como estaba, cada noche, en los misteriosos intersticios que separan la lectura del almuerzo, había descubierto una notable relación, una especie de armonía preestablecida, entre el sabor y la calidad literaria del libro. Para averiguar si algo era digno de leerse, sólo tenía que mordisquear una parte de la zona impresa. Aprendí a utilizar la anteportada a tal propósito, dejando así el texto intacto. «Lo que bien se come, bien se lee», pasó a ser mi lema.
De vez en cuando, para dar alivio a mis sufridos ojos, hacía espeleología por los conductos y estancias secretas de mis antepasados remotos, y allí, una noche, mientras me arrastraba por detrás del zócalo, tropecé con un dique de yeso caído, una barrera que anteriormente había considerado parte de la pared, pero que, según comprobaba ahora, era de hecho un túnel obstruido. Los fragmentos que lo atascaban eran bastante grandes y angulosos y formaban un conjunto muy tupido, de manera que me costó mucho esfuerzo y mucho tiempo despejar el camino hasta dejar al descubierto un nuevo túnel. Era una apertura limpia, casi redonda, que atravesaba el zócalo e iba a dar directamente a la zona principal del almacén. Por astucia, o quizá por mera suerte, los industriosos antepasados la habían practicado justo detrás de una caja fuerte de hierro, lugar que resultaba prácticamente invisible desde la tienda. El Balcón y el Globo, con todo lo valiosos que eran, venían a resultar simples miraderos, observatorios colgados como nidos de águila sobre el ajetreo mercantil, y no me habían ofrecido verdadero acceso a la tienda y su inabarcable tesoro de libros nuevos. Con lo que me pareció un fino sentido de la ironía más intencionada, le puse por nombre el Cubil de la Rata. También podría haberlo llamado la Puerta del Cielo.
A raíz de este descubrimiento, me dediqué casi por entero a los libros de arriba, mejores que los del sótano. Salas y más salas repletas de libros. Los había encuadernados en cuero, con ribetes de oro, pero el caso era que a mí me gustaban más los de bolsillo, sobre todo los de New Directions, con sus cubiertas en blanco y negro, y también los muy serios y muy austeros de Scribner. Si fuera un ser humano y me dedicase a leer en los parques, ésos son los libros que siempre llevaría conmigo. El sótano me había venido muy bien, pero era arriba donde me sentía florecer. Se me agudizó el intelecto, más que los dientes. Al poco tiempo ya era capaz de terminarme un libro de cuatrocientas páginas en una hora, o de tragarme a Spinoza entero en un solo día. A veces miraba a mi alrededor y me estremecía de gozo. No me entraba en la cabeza que algo así me hubiera sido otorgado. A veces pensaba que podía ser parte de algún designio secreto. Me preguntaba: «¿Será posible que, a pesar de mi dudoso aspecto, yo tenga un Destino?». Y con ello me refería a la clase de cosa que la gente tiene en los relatos, donde los hechos de la vida, por agitados y revueltos que discurran, al final se resuelven en una especie de pauta. Las vidas, en los relatos, tienen sentido y dirección. Incluso vidas totalmente desprovistas de sentido, como la de Lenny en De ratones y hombres, llegan a adquirir, por su lugar en el relato, al menos la dignidad y el significado de ser unas Vidas Estúpidas y Desprovistas de Sentido, el consuelo de ser un ejemplo de algo. En la vida real, ni eso consigue uno.
Nunca he tenido mucha valentía física, ni de ninguna otra clase, y siempre me ha costado mucho trabajo afrontar la vacua estupidez de una vida corriente, sin relato, de modo que muy pronto di en confortarme con la ridícula idea de que poseía un Destino. Y comencé a viajar, en el espacio y en el tiempo, por medio de los libros, buscándolo. Me dejé caer por el Londres de Daniel Defoe, en su visita guiada de la peste. Oí la campana que acompañaba la petición de «Traed a vuestros muertos» y olí el humo de los cadáveres ardiendo. Sigo teniéndolo en las fosas nasales. Las personas morían como ratas por todo Londres —de hecho, también morían las ratas, igual que las personas—. Tras dos horas de esto, me hacía falta un cambio de escenario, de modo que me trasladé a la China y subí por un empinado sendero, entre bambúes y cipreses, para sentarme un rato ante la puerta abierta de una pequeña choza de montaña con el viejo Tu Fu. Contemplando en silencio la blanca neblina que ascendía del valle, escuchando soplar el viento entre las cortinas de juncos y también los débiles ecos de las distantes campanas del templo, ambos estábamos «solos con diez mil cosas». Más tarde me desplacé a Inglaterra —brincando por encima de los océanos, los continentes y los siglos con la misma facilidad con que se sube uno al bordillo de una acera—, donde hice una pequeña fogata junto a un camino de carretas, para que la pobre Tess, abocada a la perdición, condenada a recolectar nabos en un campo desolado, bajo el azote del viento, pudiera calentarse las agrietadas manos. Ya había leído dos veces su vida, de cabo a rabo —ya conocía su Destino—, y aparté la cara para esconder mis lágrimas. Luego viajé con Marlow a bordo de un vapor trapajoso, río arriba, en África, buscando a un hombre llamado Kurtz. Lo encontramos. ¡Más nos habría valido no haberlo encontrado! E hice presentaciones. Puse a Baudelaire en la balsa con Huck y Jim. Le vino estupendamente bien. Y en ciertas ocasiones les aligeré las penas a los tristes. Hice que Keats se casara con Fanny antes de morirse. No pude salvarle la vida, pero tendría usted que haberlos visto en la noche de bodas, en una pensión barata de Roma. Para ellos era un sitio de cuento de hadas. Hice que mis sueños entraran en los libros, y a veces me volvía a soñar dentro de los libros. Tomé a Natasha Rostova por la cintura mínima, noté el peso de su mano en mi hombro, y bailamos, como flotando en las oleadas del vals, y cruzamos el reluciente parqué del salón hasta salir al jardín, con sus farolillos de papel, mientras los bizarros tenientes de la Guardia Imperial se atusaban furiosamente el bigote.
Se ríe usted. Y con razón. Antaño fui —a pesar de mi desagradable facha— un romántico irrecuperable, es decir, la más ridícula de las criaturas. Y humanista también, igualmente irrecuperable. Y, sin embargo, a pesar —¿o a causa?— de tamaños defectos, llegué a conocer a muchísimas personas fabulosas y no pocos genios, en el transcurso de mis primeros años de aprendizaje. Podía pegar la hebra con cualquiera de los Grandes. Dostoyevski y Strindberg, por ejemplo. Enseguida me di cuenta de que eran igual de sufridores que yo, igual de histéricos. Y de ellos aprendí una lección muy valiosa: por pequeño que seas, nada te impide estar tan loco como el que más.
Y no tienes que creerte los relatos para que te gusten. Me gustan todos. Me encanta la progresión del planteamiento, del desarrollo y del desenlace. Me encantan la lenta acumulación de significados, los brumosos paisajes de la imaginación, los recorridos laberínticos, las laderas boscosas, los reflejos en los estanques, los giros trágicos y los deslices cómicos. La única literatura que no soporto es la de ratas, incluidos los ratones. Me carga el Rata de El viento en los sauces, tan bondadoso y tan bueno. A Mickey Mouse y Stuart Little me dan ganas de mearles en la boca. Van por ahí arrastrando los pies, afables, primorosos, se me hincan en el gaznate como espinas de pescado.
Y ahora, al final de todas las cosas, ya no consigo creerme que muchas personas reales tienen un Destino; y estoy seguro de que las ratas no, en ningún caso.
A pesar de mi inteligencia, de mi tacto, de la delicadeza y exquisitez de mis sentimientos, de mi creciente erudición, seguía siendo una criatura de grandes incapacidades. Leer es una cosa, hablar es otra, y no me refiero a hablar en público. No quiero decir que padeciera ninguna fobia social, aunque, de hecho, tal fuera el caso. No: me refiero a la propia articulación vocal, de la que no era capaz. Mi locuacidad rayaba en la charlatanería, pero estaba condenado al silencio. Vamos, que no tenía voz. Todas esas frases tan bellas que me revoloteaban por la mente como mariposas, de hecho estaban presas en una jaula de la que nunca lograrían evadirse. Todas esas palabras bellas que, una vez bien especiadas, hacía sonar en el silencio asfixiado de mi cabeza eran tan inútiles como los miles, quizá millones, de palabras que había arrancado de los libros para zampármelas, los fragmentos inconexos de novelas enteras, comedias, poemas épicos, diarios íntimos y confesiones escandalosas: todas por el desagüe, mudas, inútiles, desperdiciadas. El problema es fisiológico: no tengo las cuerdas vocales adecuadas. Pasaba horas declamando versos de Shakespeare. Nunca iba más allá de unas pocas variantes ininteligibles del chillido básico. Ahí tenemos a Hamlet, empuñando la daga: chillido chillido chillido. (Y ahí tenemos a Firmin aguantando la bronca del público, que le arroja los cojines de las butacas.) Me sale mejor el fragmento en que Macbeth dice eso de que la vida es un cuento narrado por un idiota, que nada significa: hay que reconocer que en ese texto quedan muy propios unos cuantos chillidos bien colocados. ¡Ay, qué payaso! Me río para no llorar —otra cosa que, claro está, tampoco puedo hacer—. Ni reír tampoco, ya que estamos, salvo dentro de la cabeza, donde hace más daño que las propias lágrimas.
Fue durante mi época de exploración por los túneles —seguía siendo muy joven, estaba recién graduado en clásicos infantiles y mi concepción del mundo era francamente inestable— cuando me vi en un espejo por primera vez. En la puerta sobre cuyo dintel ponía SERVICIOS había un cartel escrito a mano donde se pedía CIERRE LA PUERTA, POR FAVOR. Y la gente cumplía. Entre el ruido del agua corriendo y el ruido de pasos en la escalera siempre se interponía el clic prohibitorio del pestillo. Estaba yo en un rincón —detrás del calentador de agua— el día en que se produjo el silencio, más estrepitoso que todos los clics juntos, entre la descarga y las pisadas. De inmediato comprendí lo que había ocurrido, y aquella tarde, nada más cerrar la librería, me dirigí hacia el parpadeo. La puerta sobre cuyo dintel ponía SERVICIOS permanecía abierta, y había luz en el cuartito de dentro, la más brillante que jamás habría podido imaginar. Al principio quedé deslumbrado y también presa del asombro ante las figuras de porcelana que allí dentro había. Se parecían muchísimo a los altares que había visto en La Biblia ilustrada para niños, y di por supuesto que iba a entrar en un templo. Las suaves superficies blancas y los accesorios de plata resplandeciente me parecieron solemnísimos. (A esa edad aún me costaba trabajo distinguir entre solemne e higiénico.) Primero exploré el borde de un cuenco oval a medio llenar de agua, con la parte de dentro salpicada de manchas marrones, y luego probé un bocadito de un papel blanco y suave que había al lado, colgando de la pared: sabía a Emily Post[2]. Desde el borde de la taza pude brincar al altar más alto, que resultó ser otro cuenco también oval, pero vacío, con un orificio circular, de borde plateado, en el fondo. Encima, ligeramente inclinado hacia delante, había un espejo de marco metálico en el que se proyectaban inclinadas de modo ilógico las paredes de detrás de mí. A pesar del escaso desarrollo de mi intelecto en aquel entonces, comprendí de inmediato cómo funcionaba aquello. Permanecí erguido sobre las patas traseras en el borde exterior del cuenco, y estirando el cuerpo todo lo que pude logré verme claramente por primera vez. Por supuesto que había visto a los demás miembros de mi familia, y realmente tendría que haber deducido cómo era yo, viéndolos a ellos. Y, sin embargo, éramos tan distintos, en tantos y tan importantes aspectos, que había dado por sentado —porque quise creerlo, ahora lo comprendo— que también en lo físico diferiríamos.
A fin de cuentas, verme por primera vez no fue en absoluto como ver a otra rata cualquiera. La experiencia fue mucho más personal y mucho más dolorosa, también. Contemplar las formas, nada bonitas, de Shunt o Peewee siempre me había resultado bastante fácil, pero estar ahí mirando mi propio aspecto, similar al de ellos, era un horror. Me di cuenta, por supuesto, de que la intensidad del dolor guardaba una proporción exacta con lo enorme de mi vanidad, pero ese pensamiento sólo contribuyó a empeorar las cosas. No sólo feo, sino también vanidoso, con lo cual añadíamos el ridículo al total de mis talentos. Ahí estaba yo, ligeramente ladeado, en irrefutable detalle: bajito, ancho de cintura, peludo y sin barbilla. Firmin el Peludo[3]. Ridículo. La barbilla, su ausencia, era lo que más daño me hacía. Parecía señalar —aunque, de hecho, semejante nulidad era incapaz de algo tan atrevido como señalar— una crasa falta de fibra moral. Y pensé que los ojos oscuros y protuberantes me conferían una nauseabunda pinta de sapo. Era, en pocas palabras, un rostro taimado y falto de honradez, indigno de confianza; el rostro de un personaje verdaderamente bajuno. Firmin el Sabandija[4]. Pero los detalles —cero barbilla, nariz puntiaguda, dientes amarillentos, etcétera— carecían en sí de importancia, comparados con la impresión general de fealdad. Incluso en aquel momento, cuando mi idea de la belleza no iba más allá de las ilustraciones de Tenniel para Alicia, supe que eso era ser feo. Y el contraste, la infranqueable y descorazonadora distancia, se fue agrandando más adelante, cuando fui consciente de la existencia de criaturas verdaderamente bellas, como Ginger, Fred, Rita, Gary, Ava y todas las Beldades. No era tolerable.
A partir de ese momento, puse todo de mi parte para no verme reflejado nunca, en ningún sitio. Resultaba fácil mantenerse apartado de los espejos, pero las ventanas y los tapacubos de los coches eran otro cantar. Cada vez que captaba una visión de mí mismo en una superficie así me quedaba instantáneamente horrorizado, como si hubiera visto un monstruo. Claro está que enseguida me daba cuenta de que el monstruo era yo, y solamente yo, otra vez, y no tengo palabras para describir la pena que aquello me causaba. De modo que se me ocurrió un pequeño truco mental: cuando esto sucedía, en lugar de decir «soy yo» y estallar en sollozos, decía «es él» y salía corriendo.
En aquellos primeros tiempos, y sobre todo cuando ya pude acceder a la planta principal, quemaba la vela por ambos cabos a la vez, y, salvo cuando el hambre me obligaba a arrojarme al arroyo en busca de algo que roer, utilizaba la mayor parte de las horas nocturnas en mis lecturas y mis recorridos por la librería, mientras que las horas del día las pasaba en su mayor parte pegado al Globo o al Balcón, no fuera a perderme algo de lo que ocurría en la librería. En dos ocasiones me sucedió que, de puro cansancio, quedé dormido encima de un libro, y ambas veces me desperté del susto, al oír la llave en la cerradura de la puerta principal —Norman abría la tienda—, para tirarme de cabeza al Cubil de la Rata en un santiamén. Y en otra ocasión, dando cabezadas en mi puesto de vigía, casi me caigo del Globo.
Desde el Globo, unas semanas antes, atisbé a Norman por primera vez. No completo, sin embargo: sólo la brillante cúpula de su cabeza y la parte de arriba de sus hombros y brazos. Tampoco era Norman, todavía, sino sólo el Dueño de la Mesa. Me había llevado mucho tiempo reunir el valor suficiente para mirar desde el Balcón en horas laborables. Pero al cabo lo logré, una mañana temprano. Como de abajo no me llegaba ningún ruido, aparte del quejumbroso rechinar de la silla y algún crujido de papeles, situé un ojo cauteloso al borde de la Grieta Confidencial y lo vi sentado a su mesa. Con los codos en los brazos de su silla, estaba leyendo un periódico. Mi sorprendente capacidad de visión me permitía leer el periódico a mí también, pero en aquel momento me interesaba más leer lo que ponía en la monda cabeza de Norman. Mi vida ha estado marcada por una serie de extraordinarias coincidencias —que durante mucho tiempo tomé por señales de que poseía un Destino— y ocurrió que justo antes de mirarle la cabeza a Norman por primera vez había aprendido unas cuantas cosas sobre las técnicas de lectura del cráneo.
La semana antes había estado trabajando bajo el rótulo de LIBROS RAROS Y PRIMERAS EDICIONES, y precisamente había pasado parte de la noche inclinado sobre Anatomía y fisiología del sistema nervioso en general y del cerebro en particular, un revolucionario trabajo sobre la frenología, obra de Franz Joseph Gall. A pesar del escepticismo que en principio me suscitaba la idea de que el carácter de una persona pudiera conocerse por los salientes y entrantes de su cráneo, una palpación sistemática de mi propia testa peluda —sirviéndome de una de las patas delanteras— había revelado la presencia de grandes protuberancias (rayanas en la deformación) precisamente donde tenían que estar. El abultamiento de mi frente —una prominencia en forma de verruga que suelo frotarme en los momentos de perplejidad— es indicativo, según Gall, de un prodigioso talento lingüístico, en tanto que los caballones bien intencionados pero incompetentes que tengo debajo de los ojos son seña de un elevado temperamento «espiritual». También me descubrí en la base del cráneo unos bultos que delataban «adherencia» y «disposición amatoria», indicando la existencia —y ¿cómo voy a negarla?— de una «tendencia a establecer fuertes lazos con otras personas» y «una proclividad a la concupiscencia y al apetito carnal». Por último, dicho sea únicamente para mostrar que también un cráneo es capaz de cierta ironía, llevo en las sienes unas pequeñas pero inconfundibles arrugas cuyo origen está en el impulso hacia fuera de la irreprimible Esperanza.
Mirando desde lo alto del Balcón, cartografié los valles y colinas de la cocorota de Norman. Allí puestas, con toda claridad, estaban las señas de la inteligencia, espiritualidad, energía mental, firmeza y —eso era lo mejor de todo— un altozano de regular tamaño que indicaba «filoprogenetismo», definido por Gall en los términos siguientes: «sentimiento especial que nos empuja a cuidar de nuestros vástagos desamparados y darles sustento». El descubrimiento de la naturaleza auténtica del Dueño de la Mesa me llenó de contento: por primera vez en mi vida, no me sentía solo en el mundo. Aquello generó en mí una sensación de seguridad y también —como habría dicho el propio Gall— un fuerte sentimiento de «adherencia». Me enamoré en aquel mismo instante.
En este punto creo percibir sonidos de impaciencia, un cambio de posición de la silla por el que se intenta hacerme comprender algo, un marcado resoplido. La visión de mi felicidad lo lleva a usted, supongo, a subrayarme la dolorosa obviedad y a preguntarse en voz alta si nunca se me pasó por la cabeza que quizá no encajase del todo en la categoría de «vástagos desamparados». La breve respuesta es: nunca. Echando la vista atrás, ahora comprendo que toda la casi tragedia, que seguidamente pasaré a contar, fue causada por el simple hecho de que la cabeza de Norman no careciera totalmente de pelo. Mi investigación de su carácter, aunque diligente, se vio estorbada por sendos brotes de rizos oscuros y poco aseados que le cubrían las sienes. Si hubiera podido encaramármele al hombro y palparle las sienes con las patas delanteras, no me cabe duda alguna de lo que habría encontrado: unas arrugas en forma de media luna por encima de las orejas, indicativas de «destructividad», reforzada y confirmada ésta por un par de bultos cuneiformes indicativos de «secretismo». Pero todo eso aguardaba en el futuro. Por el momento, será apropiado colocar un rótulo bajo el retrato de Norman que hay en su mesa: PRIMER HUMANO QUE F. AMÓ NUNCA.