3

Una noche, mientras curioseaba yo bajo el rótulo de OPORTUNIDADES, vi en la pared un tosco agujero por el que asomaba una gruesa cañería negra. Ésta iba arrastrándose por el suelo hasta introducirse en la pared de enfrente, bajo el rótulo de SERVICIOS. En aquella pared no había estanterías, sólo una puerta, siempre cerrada. Metí la nariz en el agujero y olfateé. Olía a ratas. La cañería penetraba en la pared y luego torcía hacia arriba. Era un tubo muy grueso, pero no llenaba del todo el orificio que habían hecho para instalarla, y el material de obra que la rodeaba era áspero e irregular. Era yo muy curioso en aquellos tiempos, y el olor resultaba tranquilizador, aunque no fuera exactamente igual que el olor a rata a que estaba acostumbrado. Resultaba más triste.

Apoyando la espalda contra la cañería, coloqué los pies en el interior del agujero y me puse a trepar, utilizando los salientes del material como puntos de apoyo. Fue una subida bastante fácil. En lo alto, en un nivel que correspondía al zócalo del primer piso, el túnel se ramificaba. Un camino seguía hacia arriba —con la cañería—, otros partían a derecha e izquierda, a lo largo de la pared, entre los listones de yeso y la obra exterior. Aquella noche fui hacia la izquierda. La noche siguiente fui hacia la derecha. Y al cabo de una semana tenía en la cabeza un mapa completo del sistema. El edificio estaba veteado de túneles, una auténtica colmena, una madriguera retorcida y entrelazada. Si no tuviera tantísima prisa —prácticamente, ya no queda tiempo—, ahora podría embarcarme en una interminable descripción de la red de túneles, resultado, evidentemente, del trabajo conjunto de miles de ratas muy anteriores a mi época, generaciones de ratas hincando sus incisivos para arrancar pedacitos de obra, y todo para que yo, Firmin, un día, pudiese desplazarme sin que nadie me viera por el edificio entero. Podría cansarle a usted los tímpanos hablándole de conductos, tolvas, bancadas y grietas, explicándole la diferencia entre arco abocinado y arco capialzado; y, si aún siguiera despierto, podría dormirlo a fuerza de hoyos perpendiculares, niveladoras, cacillos, cañas de comunicación y yacentes. Si disfruta usted con este tipo de descripciones, más le valdrá comprarse un manual de minería.

Al principio, detrás de cada esquina esperaba tropezarme con otras ratas, las constructoras de esta cavernosa ciudad, pero nunca ocurrió. Terminé por considerarlas «de otros tiempos». Tampoco encontré comida, jamás. Y tal vez fuera ésa la razón de que allí no quedara ni una sola rata. Antes de la librería, puede que en este local hubiera una tienda de ultramarinos o una panadería. Ahora, para comer, lo único que había era papel. Y, sin embargo, mi paciente exploración, noche tras noche, de lo que parecían ser kilómetros y kilómetros de túneles, acabó reportándome gratificaciones que para mí aventajaban en mucho a cualquier manjar. Tenga usted presente que estos conductos de dentro de las paredes estaban en la más completa oscuridad. Poseo una excelente visión nocturna, pero aquí tenía que apañármelas con el olfato y el tacto. Era una tarea lenta y aburrida, y hubieron de transcurrir varios días hasta que vine a caer en una tolva que conducía directamente al techo del sector principal de la tienda. El edificio, como tantos otros de esta parte de la ciudad, era muy viejo, sin aislamiento de techos, y el espacio entre cada par de vigas formaba una amplia cámara abierta, increíblemente cálida y llena de polvo. Mis tenaces antepasados habían roído agujeros circulares en las vigas, y gracias a tales agujeros podía yo trepar malamente de cámara en cámara. Iba abriéndome camino en dirección al exterior, explorando detenidamente cada cámara, con los pies y con la nariz, antes de pasar a la siguiente, cuando topé con algo tan inesperado que me hizo brincar sobre las patas traseras. Tras más de una semana de buscar a tientas en noches oscuras como la pez, aquí, de pronto, había rayos de luz que salían del suelo, procedentes de la planta de abajo, es decir, de la tienda. En un momento dado, tiempo atrás, alguien —no una rata— había abierto en el techo un agujero de buen tamaño, redondo, para instalar una lámpara, y ésta la habían colocado ligeramente descentrada, dejando en el borde una estrecha rendija en forma de arco. Por esa ranura pude mirar, con mucho cuidado, y la planta inferior se me ofreció a la vista.

Directamente debajo de mí había una mesa grande, repleta de objetos, y una silla con un cojín rojo. Eran la mesa y la silla de Norman, o iban a serlo. Aún no conocía a Norman —tendría que pasar algún tiempo antes de que dejara de ser simplemente el Dueño de la Mesa—, pero el amontonamiento de cosas encima del escritorio, el pincho de acero en que se ensartaba, casi hasta arriba, un montón de papeles andrajosos, los brazos resplandecientes de la silla y, por supuesto, el cojín rojo con su depresión central ahormada a las nalgas, poseían un aura de seriedad y dignidad que, teniendo en cuenta mis antecedentes, me pareció perfectamente irresistible.

Aquella rendija del techo en forma de c de «confidencial» se convirtió en uno de mis sitios preferidos. Era una ventana al mundo de los humanos, mi primera ventana. En ese sentido, venía a ser lo mismo que un libro: por ella podía asomarme a mundos que no eran míos. Le puse por nombre el Globo, porque así me sentía mirando hacia abajo, como si flotara sobre la habitación en la barquilla de un aeróstato. Unos días más tarde descubrí un segundo sitio, también muy bueno, en el otro extremo del techo, en el sentido del callejón. Era un agujero dentado que quedaba en la escayola, por donde una partición improvisada llegaba al techo. Por ese agujero bajaba yo hasta situarme encima de una de las vidrieras altas en que Norman guardaba los libros raros, y desde allí se disfrutaba de una magnífica vista de la sala principal de la tienda, incluida la puerta de la calle y la mesa y la silla de Norman. Le puse el Balcón. (Hoy, las palabras balcón y balón, ambas oxítonas, han quedado fusionadas hasta formar una especie de cuna, o un triste barquito. A veces me subo al barco y me dejo ir a la deriva. O me acuesto en la cuna y me mezo y me chupo un dedo del pie.) Más tarde supe que esta sala, que en aquel momento se me antojó un verdadero océano de vastedad, era de hecho una pequeña parte del negocio. Norman poseía toda una sucesión de salas. En un momento dado, mucho antes de mi época, había comprado los dos locales contiguos a la librería original y había practicado aperturas en las paredes aledañas. Los accesos eran bastante estrechos; tanto, que las personas tenían que ir pasando por turnos y ponerse de lado y frotarse las panzas. Pero por ahí se llegaba a todas las secciones, una tras otra, y todas estaban también llenas de libros. A veces pensaba que todas esas salas conectadas mediante pequeñas puertas eran algo que bien pudiera haber construido una rata gigante, y disfrutaba pensándolo, hasta que Norman me falló.

A veces los libros estaban bien colocados, bajo sus rótulos correspondientes, pero otras veces se encontraban por ahí, desperdigados, en cualquier sitio. Cuando empecé a comprender mejor a las personas, caí en la cuenta de que ese increíble desorden era una de las cosas que la gente apreciaba en Libros Pembroke. No venían sólo a comprar un libro, soltar la pasta y darse el piro. Se quedaban un buen rato. Ellos lo llamaban mirar, pero más bien parecía que estaban excavando una mina. Me sorprendía que no trajesen palas. Cavaban en busca de tesoros con las manos desnudas, hundiendo a veces los brazos hasta las axilas, y cuando extraían alguna pepita literaria de algún montón de escoria, se sentían muchísimo más felices que si hubieran llegado y hubiesen comprado directamente el libro. En ese sentido, comprar en Pembroke era como leer: nunca sabe uno con qué va a encontrarse en la página siguiente —la estantería, el montón, la caja siguientes—, y eso constituía una parte importante del placer. Y eso constituía una parte importante del placer de los túneles, también: nunca sabía uno qué aguardaba a la vuelta de la esquina, al final del conducto siguiente.

Ni siquiera durante aquellas primeras semanas de embriagadoras incursiones llegué a descuidar mi aprendizaje. Nunca me adentraba en los túneles sin haber pasado antes unas cuantas horas leyendo. Y con tremendo provecho. Pronto fui capaz de comprender incluso las novelas consideradas más difíciles, sobre todo rusas y francesas, e iba haciendo progresos en las obras más sencillas de la filosofía y la administración de empresas. Comprendo ahora con toda claridad, merced a mis investigaciones posteriores, que tales hazañas eran posibles, en términos orgánicos, sólo porque se estaba produciendo un crecimiento sostenido de mis lóbulos, el occipital y los temporales, acompañado —sigamos con las conjeturas— de un tremendo abultamiento de las circunvoluciones angulares. Razonando hacia atrás, de efecto a causa, me considero autorizado a suponer que mi cráneo también esconde bajo su humilde aspecto exterior una excepcional elongación lateral del área de Wernicke, deformación que normalmente se asocia a la precocidad verbal, pero que también se halla presente —he de reconocerlo— en algunas raras formas de cretinismo. Este crecimiento insólito lo atribuyo a estímulos medioambientales, aunque la dieta alimenticia, qué duda cabe, también debió de hallarse entre las causas. Hubo, sin embargo, un desdichado efecto lateral, porque la cabeza me creció de tal modo, que me costaba trabajo mantenerla erguida. Ya ve usted: la musculatura cerebral no venía acompañada de su correspondiente robustez corporal. Seguía siendo angustiosamente chaparrito. Era una piltrafa, un infusorio.

En psiquiatría es casi un axioma que la combinación de la precocidad intelectual con la debilidad física puede dar lugar a muchos rasgos de carácter muy desagradables: avaricia, manías de grandeza y masturbación obsesiva, por nombrar sólo algunos. Y, de hecho, si me he pasado la vida tratando de evitar a ciertos pretendidos expertos (me refiero a los psiquiatras) es porque los tales poseen —adquirida en los manuales más rudimentarios— una visión preconcebida de las profundidades de mi carácter. Se trata de una aversión muy natural, creo, teniendo en cuenta que entre los restantes efectos lamentables de mi dolencia hay uno que nunca deja de manifestarse: la necesidad casi patológica de esconderme o, si ello no fuera posible, de llevar máscara.

La combinación de cabeza gorda y miembros flojos me forzó a adoptar unos andares muy ponderosos, que en un período posterior de mi vida llegaron a parecerme propios de alguien muy metódico y muy digno, pero que en los primeros tiempos se me antojaban una manifestación más de mi rareza. No podía evitar que se me bambolease la enorme cabeza al andar, o que su movimiento fuera muy pesado, lo cual me confería un aspecto bastante bovino. Y, además, yendo tan cargado de frente como iba, tenía una fuerte tendencia a caerme de bruces, para gran jolgorio de los demás.

Semejante pesadez, tan grotesca en una criatura de mi tamaño, fue especialmente desdichada en este período, cuando acababa de entrar en una fase de mi vida que requería la máxima ligereza. Aunque nada en el comportamiento de mis hermanos hiciera pensar que sus cerebros pudieran estar expandiéndose, sus aparatos masticatorios sí que habían experimentado un considerable desarrollo, como atestiguan los muchos y muy dolorosos mordiscos que recibí. Yo masticaba papel, ellos me masticaban a mí. Era una asimetría bastante molesta. Todos estábamos ya preparados para comer cosas sólidas. De hecho, estábamos preparados para renunciar a la vida familiar, y mamá acabó percatándose de ello, entre sus vapores etílicos. Nuestros relampagueantes incisivos tenían que parecerle verdaderos destellos de luz al fondo del largo túnel maternal. Atraída por esta luz, se puso a la tarea de enseñarnos a salir adelante sin ella y así poder dejarnos solos y largarse y reanudar su vida de juerguista.

Nuestra educación fue sencilla y práctica. Íbamos en turnos de a dos siguiendo a mamá en sus correteos por la parte de arriba, y lo que se esperaba era que aprendiéramos observando su técnica. Se había acabado lo de mamar y trincar por la vía fácil: nos tocaba, de ahora en adelante, enfrentarnos a un modo de vida enteramente nuevo. Los antropólogos consideran que la caza y la recolección constituyen la fase más primitiva de la civilización, pero ni a eso llegábamos nosotros. Lo nuestro era gorronear y vivir sobre el terreno. Una actividad casi totalmente nocturna. Las posiciones básicas eran encogerse, pegarse al suelo y agazaparse. Los movimientos de apoyo eran arrastrarse, correr y salir pitando. Cuando llegó mi turno, me tocó con Luweena. Me alegró que así fuera, porque esta hermana siempre me había tratado con indiferencia, sin ofrecerme mordiscos ni vapulearme, lo cual era muy de agradecer, teniendo en cuenta su constitución atlética y el hecho de que una vez, en el transcurso de una riña tumultuaria, le había dado un mordisco a Shunt en una oreja y se la había arrancado casi entera. Siempre me había llamado la atención —con desmayo— su tamaño, pero aquella noche, en el momento mismo de ponernos en marcha, fue la primera vez que me fijaba en lo peluda que se había puesto por detrás. No sólo los dientes le crecían. Preocupado como estaba con mis exploraciones, me había pasado inadvertido este nuevo cambio, pero, ahora, la visión de sus peludas posaderas balanceándose delante de mí contribuía enormemente a distraerme, y de pronto experimenté una violenta cólera contra ella.

Con mamá en cabeza, nos colamos por la rendija inferior de la puerta de la bodega y salimos al mundo. Yo iba en la idea de que estaba mejor preparado que los demás para lo que nos esperaba en el exterior. A fin de cuentas, era yo quien se había pasado un montón de horas sentado en el Balcón, mirando por el escaparate frontal de la tienda, que daba a la calle. Algo del mundo había visto por ese ventanal: gente y coches pasando y una parte del edificio de enfrente. Una vez vi a un policía montado a caballo, y otra vez llovió. Pero al poner pie en la calle nocturna detrás de Luweena y de mamá comprendí de inmediato que mi imagen del mundo, limitada y rectangular, apenas si se parecía en nada a la enormidad de la cosa en sí. Me sentí como un humano poniendo pie en la superficie de Júpiter. Pusimos pie en un duro desierto negro. La farola que colgaba directamente sobre nuestras cabezas era un sol en un cielo negro. De alguna parte, quizá de la propia farola, llegaba un chillido débil y muy agudo que hacía daño en los oídos y que a la larga resultaba enloquecedor en su persistencia. A ambos lados, edificios de cuatro plantas, cayéndose a trozos, se alzaban como las paredes de un ancho cañón. Ya en ese primitivo estadio de mi aprendizaje había leído lo suficiente como para formular «ancho cañón de soledad». Lo formulé y me dio un escalofrío. De vez en cuando pasaba un coche con los ojos llameantes, y el suelo del desierto trepidaba. Hacía mucho frío, y algo parecido a un peine helado nos pasaba por el pellejo. Era el viento. Luweena, menos experimentada que yo, tendría que haber estado aún más sorprendida. Tendría que haberse arrugado o, por lo menos, que haberse quedado con la boca abierta de puro asombro, o anonadada de alguna manera, pero quien se quedó pasmado fui yo, al ver que iba olisqueando el aire y trotando detrás de mamá como si andar por Júpiter le pareciera algo completamente normal. En lo que a mí respecta, aún estaba al cobijo de mi relativa ignorancia, y sólo una vaga inquietud me carcomía los márgenes de la mente.

Íbamos en fila, deprisa y manteniéndonos tan cerca de los edificios como nos resultaba posible, primero Cornhill arriba y luego por un callejón angosto. Yo iba el último. El callejón estaba oscuro y olía igual que debajo del rótulo de SERVICIOS, pero más fuerte. Tenía que haber algún tipo de comida por ahí, porque oí que Luweena y mamá masticaban algo en la oscuridad, por delante de mí. No me guardaron nada, y lo único que me encontré al llegar fue un trozo de lechuga. Sabía igual que Jane Eyre. Siguiendo el callejón desembocamos en la calle Hanover, directamente enfrente del brillante resplandor del teatro del Casino. En la prominente marquesina, unas luces amarillas que corrían sin parar trazaban las palabras CHICAS, CHICAS, CHICAS y LO MEJOR DE BOSTON. Bajo la marquesina, a ambos lados de la taquilla acristalada, había fotos tamaño natural y en blanco y negro de personas que ya entonces había aprendido a identificar como mujeres guapas. No llevaban ropa alguna, salvo zapatos de tacón alto en los pies y tiaras de diamantes en el pelo, con dos rectángulos negros tapándoles los pechos y la parte alta de los muslos. Una era rubia y la otra morena. Ambas tenían un pie levantado. Capturadas por la cámara en pleno baile, flotaban en un movimiento sin terminar: el obturador las había cercenado del tiempo, como una guillotina. Mamá y Luweena no les prestaron la menor atención. Lo que hicieron fue encaminarse directamente a la puerta del teatro donde ponía SALIDA y, una vez allí, arrojarse a comer a dos carrillos de un montón de palomitas de maíz que se le habían caído a alguien. Saltaba a la vista que Luweena poseía un talento natural para gorronear y vivir sobre el terreno. Ni siquiera intenté unirme a ellas, esta vez. Me quedé ahí parado, mirando los carteles, con una pata en el aire. A pesar de mis muchas lecturas, incluida mi digestión de El amante de Lady Chatterley, sólo poseía una leve noción intelectual de este aspecto del mundo. De hecho, nunca antes había experimentado nada parecido. Ahora, echando la vista atrás, comprendo que el momento en que me quedé mirando a aquellas dos criaturas casi desnudas y angelicales constituyó lo que los biógrafos llaman un punto crucial. Haré yo lo mismo y diré que el 26 de noviembre de 1960, delante del teatro Casino, en una calle lateral, no lejos de la plaza Scollay de Boston, cambió el sentido de mi vida. Pero, claro, yo entonces no lo supe. Por no saber, en aquel momento ni siquiera sabía que estaba en Boston.

Una vez que Luweena y mamá se trajelaron todas las palomitas, seguimos por la calle Hanover, arrastrándonos por la cuneta hasta llegar a la plaza casi desierta. La plaza era, como gustaba de decir la gente, un sumidero, y de hecho el asfalto húmedo brillaba bajo las farolas como si fuese agua. Una mujer, seguida de cerca por un hombre, pasó sin vernos. Andaban con rapidez y acabaron desapareciendo por una puerta que había bajo el rótulo de HABITACIONES. Nunca olvidaré el ruido que hacían en la acera los zapatos de la mujer. Nos acurrucamos en una boca de alcantarilla hasta que la puerta se cerró tras ellos. Luego, en pos de mamá, cruzamos la vasta extensión de la plaza, corriendo todo lo deprisa que nos fue posible o, digamos, todo lo deprisa que mamá podía. En aquellos tiempos, Luweena y yo aún éramos ligeros de pies. Nada más llegar a la acera opuesta, mamá encontró un charco de cerveza, y Luweena y ella se negaron a seguir adelante mientras no hubieron lamido hasta la última gota. En aquel momento, la ansiedad ya se había trasladado de los márgenes de mi mente al mismísimo centro, y el miedo me daba tiritones. «Al diablo la comida», pensé. Lo que quería era salir corriendo y no parar hasta encontrarme en casa, sano y salvo, en la librería, pero me aterrorizaba la perspectiva de alejarme de mamá. Lo que más miedo me daba eran los camiones tronitonantes que de vez en cuando pasaban por nuestro lado y cuyos faros proyectaban enormes sombras en las paredes, aunque mamá ni siquiera levantaba la cabeza, y Luweena, al cabo de un rato, tampoco. Y seguimos calle abajo. Pasamos por delante de los apagados ventanales del viejo caserón gótico del Old Howard, que en tiempos fue un famoso teatro, pero que llevaba años cerrado. Allí vivían muchísimas ratas de clase baja. Era, nos dijo mamá, un sitio estupendo para que te mataran. Al final, tras haber lamido no pocos charcos de la acera, encontramos algo de comer —perros calientes, encurtidos, rosquillas, ketchup, mostaza— en los grandes cubos de basura de detrás de Joe and Nemo. Había otras ratas por ahí, pero nos mantuvimos alejados de ellas. No somos una especie muy aficionada a estrechar lazos. Luego pasamos por delante del Red Hat Bar, y más charcos. Casi todos eran de orina, pero también los había de alcohol, en cantidad suficiente como para mantener ocupada a mamá, y a Luweena también. Malos genes, supongo. Y ambas se fueron volviendo cada vez más imprudentes en el camino de regreso a casa, hasta el punto de recorrer la calle Cambridge caminando por mitad de la acera, y cantando. No yo, sin embargo. Yo iba pegado a las paredes, o por la cuneta, haciendo como que no las conocía de nada. De hecho, mantenía las distancias con la esperanza de que si alguna gran calamidad les caía del cielo y les aplastaba la cabeza, a mí no me ocurriera nada.

Estoy tratando de contarle a usted la verdadera historia de mi vida y, créame, no es nada fácil. Ya me había leído gran parte de los libros de debajo del rótulo de FICCIÓN cuando empecé a barruntar lo que significaba tal palabra y la razón de que algunos libros estuvieran ahí colocados, debajo de ella. Hasta entonces había creído estar leyendo la historia del mundo. Aún hoy tengo que esforzarme constantemente en no olvidar —dándome golpes en la cabeza, a veces, a tal efecto— que Eisenhower es un personaje real y Oliver Twist, no. Perdido en el mundo: Epistemología y terror. Repasando ahora mi relato de la primera salida con mamá y Luweena al territorio salvaje de más allá de nuestro sótano, de nuevo he pasado por alto un pequeño incidente. Fue, en mi opinión, algo completamente trivial, pero no quiero que me lo eche usted en cara luego, si sale a relucir. Ya lo estoy imaginando, dando vueltas en su sillón giratorio y soltando alaridos de gozo. Y, además, no fue exactamente un incidente, fue más bien una provocación, o, digamos, un intento de provocación, por parte del peludo trasero de Luweena.

Mientras la seguía por el callejón, el trasero, como ya he mencionado, subía y bajaba delante de mis narices. Arriba, abajo. Y lo más ridículo era que Luweena se empeñaba en llevar la cola en un ángulo también estimulante, un ángulo que no sería injusto calificar de descocado. Descocado y provocativo. Mientras nos arrastrábamos en fila india por el callejón, su trasero ocupaba por completo mi campo de visión, invadiendo mi consciencia e impidiéndome pensar en ninguna otra cosa, ni siquiera en la comida o el peligro. Y luego, claro, estaba el olor. No puedo esperar, imagino, que usted comprenda este aspecto de la cuestión, el irresistible poder de aquella fragancia. Me tenía a punto de lanzarme sobre ella como un loco. Sentía que la entrepierna me impulsaba hacia delante. Me imaginé saltando sobre Luweena desde detrás e hincándole los incisivos en el pellejo del cuello mientras ella arqueaba su largo y musculoso lomo, alzaba el culo al aire y, con un chillido de deliciosa agonía, se entregaba a mí. Fue horrible. Pero también, afortunadamente, muy corto. Estábamos ya llegando al final del callejón, acercándonos a las luces de la calle Hanover. Pasó rugiendo un camión y mi súbito apasionamiento, con lo fuerte que era, se desvaneció en el estrépito. Nada había ocurrido. Y nada ocurriría, porque en aquel momento nos encontrábamos ya a sólo unos pocos metros y minutos de aquel punto crucial en que me quedé parado en la acera, con una pata levantada, mirando a aquellos ángeles. Voy a abrirle mi corazón: el impulso de violar a mi hermana en un callejón fue el último momento de deseo sexual normal y corriente que he experimentado en mi vida. Aquella noche, al salir, yo era, a pesar de mi inteligencia, un macho bastante común. Al volver ya estaba muy adelantado el proceso por el que me transformaría en un pervertido, en un fenómeno de feria.