Libro II: El Eje del Futuro

Año 998 d.C.

Ruinis crescentibus

La posada de Alfredo El Buey —llamado así debido a su gran masa muscular— estaba situada en una céntrica calle de la ciudad de Astorga, en León. Michel, Mattius y su perro habían llegado el día anterior, a tiempo para unirse a la celebración de una fiesta local. Mattius había recitado con gran éxito un cantar de gesta relacionado con cierto héroe castellano llamado Fernán González. El juglar dominaba el idioma del lugar con fluidez, y Michel podía enorgullecerse de haberlo aprendido bastante bien en el tiempo que llevaban de viaje por tierras hispánicas.

La caminata había sido en ocasiones entretenida, en ocasiones muy dura. Habían atravesado tramos muy difíciles, y viajar por Occitania en invierno no había sido agradable, obligados a detener la marcha constantemente por culpa de las nevadas. Les había costado medio año llegar a los Pirineos, pero, una vez allí, como era pleno invierno, habían tenido que esperar al deshielo para cruzar la cordillera. Ahora el tiempo acompañaba y el viaje era más sencillo. Llevaban cerca de dos meses de viaje por el Camino, y estaba ya entrando el verano. Habían elegido la ruta más al norte, para sortear el posible peligro de las incursiones musulmanas, y ello les había permitido visitar parajes naturales de una belleza inusitada: verdes campos, bosques recubiertos de helechos, impetuosos torrentes y crestas de jóvenes montañas se habían mostrado ante sus ojos. La hospitalidad de la gente hispánica seguía siendo proverbial, sobre todo en el Camino, donde, por lo visto, se decía que traía mala suerte no acoger a un peregrino. Habían conseguido otro caballo en Occitania y ello había hecho más fácil y rápido el viaje, aunque los auténticos peregrinos, los que iban a pie, los miraban con una ligera mueca de reprobación.

Quedaban pocas jornadas para alcanzar Santiago. Corría el rumor de que Al-Mansur había llegado ya allí con sus huestes unos meses antes, pero Michel dudaba de que fuera cierto. Compostela era un lugar sagrado y, además, la gente seguía acudiendo a adorar el sepulcro del Apóstol. En el improbable caso de que el islam hubiera alcanzado la ciudad, los restos del santo no seguirían allí.

Tumbado sobre el jergón en la posada, Michel vio a través del ventanuco cómo nacían las luces del alba de un nuevo día.

La noche anterior, la fiesta había proseguido en la taberna hasta mucho después del anochecer. Incluso Mattius se había dejado llevar por la alegría de la celebración; sólo Michel había permanecido aparte, serio.

Se levantó lentamente. Habían tenido suerte con la posada; a pesar de que en los últimos tiempos había gente que daba crédito a la profecía del Apocalipsis sobre el año mil y seguía el Camino para ganarse el perdón divino, los rumores sobre un ataque musulmán a Santiago habían reducido la afluencia de peregrinos, y solía haber sitio para dormir.

Se lavó la cara con el agua de la palangana y volvió a ponerse el hábito, ya bastante gastado y raído. El perro, encantado de que alguien se hubiera puesto en movimiento por fin, se le metía entre las piernas. Michel dirigió una mirada a su dueño, que no había hecho el menor movimiento, y suspiró. Mattius seguía durmiendo la borrachera. El muchacho se preguntó si debía despertarlo. Si lo hacía, probablemente el juglar no le pondría muy buena cara. Si lo dejaba dormir, despertaría para la hora de comer.

Ya estaba pensando qué podría hacer todo aquel tiempo, cuando Sirius decidió por él; con un gozoso ladrido, se tiró sobre el dormido Mattius.

El juglar lanzó una exclamación ahogada, gruñó algo y trató de sacarse de encima al animal a base de manotazos. El perro los esquivó todos, creyendo que era un juego. Finalmente, Mattius se incorporó, pálido y ojeroso, y con aspecto de estar sufriendo una terrible resaca.

—Buenos días —saludó Michel.

Mattius contestó con un gruñido. Se frotó la frente, emitió un bajo gemido y miró a su alrededor.

—Eh —dijo—. ¿Estás recogiendo ya? ¿Pretendes que nos marchemos tan temprano?

—Siempre lo hemos hecho.

—Bueno, pero…

No llegó a terminar la frase. Sabía que Michel tenía razón. Habían perdido un tiempo precioso en los Pirineos, esperando la llegada de la primavera para que los pasos estuvieran transitables. Ahora procuraban no retrasarse más.

Se levantó cuando Michel salía de la habitación.

—Te espero abajo.

Mattius asintió.

Bajó las escaleras un poco más tarde, aferrándose bien a la barandilla. El posadero le dirigió una mirada seria.

—Estoy bien —dijo el juglar, haciendo un gesto despreocupado.

—No se trata de eso, amigo —replicó Alfredo El Buey—. Tengo que hablar contigo.

Mattius se le acercó, intrigado.

—Anoche, mientras tú cantabas y vociferabas bebiendo un vaso de cerveza tras otro, se me acercó un tipo y empezó a hacerme preguntas sobre ti y ese monje.

Mattius era todo oídos.

—¿Qué clase de preguntas?

—Al principio, las típicas: si erais peregrinos, si ibais a Santiago… después quiso saber si viajabais solos y si teníais algún tipo de arma.

—¿Crees que tiene intención de robarnos?

—Me extrañaría mucho. Iba bien vestido. Me dijo que estabais fuera de la ley y que os perseguía, pero, sinceramente, creo que mentía. Ese monje es incapaz de matar una mosca, y tú no pareces un ladrón. En realidad fue él quien me dio mala espina. Un tipo grande, con una espesa barba de color castaño. Castellano, por el acento. Diría que es un caballero, pero no muy importante. ¿Por casualidad alguno de vuestros caballos es suyo?

—No tengo ni la más remota idea de quién puede ser, y los caballos vienen de lejos, así que no creo que tenga nada que ver con ellos.

Alfredo El Buey asintió, ceñudo.

—De todas formas, tened cuidado con él.

—Lo haremos. Muchas gracias por la advertencia.

—De nada, hombre. Contigo aquí hice anoche un buen negocio. Hubo mucha gente que se quedó sólo por oírte cantar. En cambio, ese otro hombre me pareció bastante desagradable.

Mattius reiteró sus agradecimientos y salió de la posada, pensativo.

Fuera, Michel ya había preparado los caballos y los abrevaba en la fuente de la plaza. Mattius sonrió a pesar del dolor de cabeza y de las preocupantes noticias. El joven monje aprendía rápido, y no parecía en absoluto aquel muchacho temeroso que había recogido en Normandía. De todas formas, decidió no contarle, por el momento, lo que Alfredo El Buey le había dicho.

Astorga despertaba con los primeros rayos de la aurora. Un día más, las mujeres salían de sus casas para llenar el cántaro de agua. Un joven de la edad de Michel conducía un rebaño de vacas por las calles de la población. A cambio de unas monedas, les dio a cada uno un tazón de leche fresca, llamándoles «señores». Mattius hizo una mueca. El tratamiento se debía a que ellos llevaban caballo y el muchacho iba a pie, pero no terminaba de acostumbrarse. Si no hubieran tenido tanta prisa, le habría regalado los animales, o los habría vendido en la primera feria que hubiera encontrado. Al fin y al cabo, no le habían costado nada; uno se lo habían robado a un caballero en Caudry, y el otro lo habían encontrado vagando por el bosque, escapado quizá de las caballerizas de algún monasterio en llamas.

Mattius se encogió de hombros y espoleó a su montura. Aquél había sido un formidable golpe de suerte. «Dios nos ayuda», había dicho Michel. Mattius no había respondido. Desde el principio se había preguntado qué papel jugaba Dios en todo aquello.

Salieron de nuevo al Camino. Tardarían aún una semana en llegar a Santiago, pero el paisaje era cada vez más bello y salvaje. Mattius apartó las preocupaciones de su mente y decidió disfrutar del viaje.

En los días siguientes, el juglar empezó a tener la desagradable sensación de que alguien iba tras ellos. No se lo dijo a Michel para no alarmarlo, porque, además, no sabía si realmente lo presentía o se trataba sólo de temores nacidos de las advertencias de Alfredo El Buey.

Tampoco sabía quién podría ir tras ellos, ni por qué. «Si fueran ladrones, ya nos habrían tendido alguna emboscada», pensaba con inquietud; pero la idea de que la cofradía los seguía desde Aquisgrán era demasiado descabellada. Habían salido de la capital del Imperio rápidamente, sin hacer muchas paradas, hasta que el invierno los había obligado a retrasar la marcha. Habían estado mucho tiempo parados al pie de los Pirineos. Ciertamente, podrían haberlos alcanzado. Pero, según Alfredo El Buey, el hombre que los seguía era castellano. Resultaba difícil creer que la Cofradía de los Tres Ojos hubiera sobrepasado los límites de Aquisgrán y tuviera seguidores más allá de los Pirineos.

Pero, en el caso de que así fuera, Mattius y Michel les habían robado el Eje del Presente. Si de veras había miembros de la Cofradía de los Tres Ojos en la península, tenían bastantes motivos para interceptarlos.

Entonces, ¿por qué no los habían atacado en la posada? Claro, se dijo Mattius con una sonrisa. El perro. Probablemente no querían enfrentarse a otro fracaso como el de Aquisgrán.

Por más vueltas que le daba a la cabeza, no conseguía terminar de entender qué estaba pasando. Pero, por si acaso, decidió actuar con cautela.

Pese a que el juglar se guardó sus sospechas para sí, Michel intuyó que sucedía algo. No andaban excesivamente bien de dinero y, aun así, Mattius insistía en pernoctar en las aldeas en lugar de hacerlo en el bosque. Hacía mucho que no dormían a cielo abierto. El muchacho se abstuvo de preguntar, pero adivinó que corrían algún tipo de peligro, y redobló sus precauciones.

Así, una noche sorprendió a Mattius diciendo:

—Ese hombre de allí viene siguiéndonos desde Astorga.

Le indicó con una mirada disimulada un individuo fornido que acababa de entrar en la taberna. Lucía una tupida barba de color castaño, y sus penetrantes ojos negros, que recorrían la estancia con un brillo inquisidor, se detuvieron en ellos un brevísimo instante; si los había reconocido, no lo demostró.

Mattius no recordaba haberle visto nunca.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Estaba en la posada de Alfredo El Buey la noche de la fiesta. Aunque probablemente no lo recuerdes. No se puede decir que estuvieras en muy buenas condiciones…

Mattius no se inmutó ante el tono de reproche.

—Hay muchos peregrinos que siguen la misma ruta que nosotros.

—Pero suelen viajar en grupos. A éste no lo he vuelto a ver desde Astorga, y es obvio que ha seguido nuestro mismo camino. ¿Por qué se ocultaba de nosotros?

Mattius volvió a mirar. Fue entonces cuando descubrió que el recién llegado se ajustaba a la descripción que le había dado el posadero de Astorga.

—Puede que tengas razón… —su mirada se cruzó entonces con unos ojos verdes que llevaban un buen rato clavados en él—. Oye, Michel, ¿no te parece que la criada también mira mucho para acá?

—Te mira a ti, Mattius. ¿Qué tiene de especial? Sabes que es lo habitual. Llamas la atención entre las mujeres.

Mattius negó con la cabeza. Estaba acostumbrado a que las mozas le miraran, pero los ojos de aquélla parecían estar estudiándolo, no admirándolo. Tenía cierta expresión pensativa y calculadora, y el juglar se sintió incómodo.

—Me da mala espina.

Como si lo hubiera oído, la muchacha dejó su puesto junto a la barra y se acercó a ellos.

Lucía

—Buenas noches —dijo en castellano, aunque con un fuerte acento gallego—. Me han dicho que eres juglar.

Mattius la miró. Tendría unos diecisiete años. El cabello castaño le enmarcaba un rostro travieso en el que brillaban unos profundos ojos verdes con una chispa de malicia.

Se sentó junto a ellos tras comprobar que el posadero estaba entretenido hablando con el recién llegado y no la miraba.

—Me han dicho que eres muy bueno en tu oficio; que te has hecho famoso en tu tierra.

—Eso dicen —respondió Mattius con cierta cautela.

La muchacha le miró a los ojos.

—Llévame contigo —le pidió—. Quiero aprender tu oficio. Quiero ser juglaresa.

Michel se quedó boquiabierto ante semejante descaro. En una mujer, aquél era el colmo de la desvergüenza.

Incluso Mattius se había quedado pasmado. Cuando se recuperó de la sorpresa, su semblante adquirió una seriedad severa.

—¿Qué va a decir tu padre? —preguntó, señalando al posadero con el mentón.

—Ése no es mi padre —dijo ella con cierta aversión—. Sólo mi padrastro.

—Pero, aun así…

—Escucha —la chica apoyó una mano sobre el brazo de Mattius, con urgencia—. Tengo que marcharme de aquí. Muy lejos. Cuanto antes. Han concertado mi boda sin mi consentimiento. Quieren casarme con un hombre al que yo no amo.

Michel se imaginó al punto un aldeano cruel y despótico.

—No es asunto mío —dijo Mattius cuando el monje empezaba a compadecerla.

Michel, sin embargo, le preguntó más detalles sobre su prometido. Quedó sorprendido cuando ella les contó que se trataba de un noble, no muy importante pero apuesto, valiente y bien parecido, que se había encaprichado con ella.

—¿Y qué problema hay?

—¡Pues que no le amo! ¿No te parece bastante? —La muchacha dirigió una mirada colérica a Michel.

—Está enamorada de otro —explicó Mattius con calma—. Suele pasar.

—No estoy enamorada de otro. Simplemente no me quiero casar.

—¿Y por qué no entras en algún convento? Será una vida mejor que la de juglaresa, te lo aseguro.

Las uñas de la joven se clavaron dolorosamente en el brazo de Mattius.

—Todos sois iguales —siseó.

Se apartó bruscamente de la mesa.

—Por cierto —añadió en voz baja—. Yo de vosotros vigilaría al tipo que acaba de entrar. No os quitaba ojo mientras hablaba con el posadero.

Mattius, que apuraba su jarro de cerveza, se sobresaltó; parte del líquido le cayó sobre la ropa. La joven le arrojó un trapo para que se limpiara.

El juglar se volvió hacia ella, ceñudo, pero ya se alejaba hacia la barra.

—¿Crees que sabrá algo? —preguntó Michel, inquieto.

—No. Simplemente tiene buen ojo y una lengua muy afilada.

El muchacho se aproximó un poco más a él para decirle en voz baja:

—Piensas que puede tratarse de la cofradía, ¿verdad?

Mattius, tras dirigirle una mirada iracunda a la chica —que le respondió desde la barra con un gesto burlón—, siguió con los ojos al hombre de la barba castaña, que subía las escaleras hacia el piso superior, hasta que lo perdió de vista. Después se volvió hacia Michel, dubitativo.

—No soy tonto, Mattius. Sé que algo no marcha bien.

El juglar se mordió el labio inferior, pensativo. Entonces le contó a Michel lo que Alfredo El Buey le había dicho en Astorga acerca de aquel hombre.

—Esta posada no es segura —concluyó en voz baja—. Y la chica no me inspira confianza.

—Pero puede que sepa algo acerca del hombre que nos sigue.

La muchacha se acercó de nuevo, para limpiar la mesa. Mattius la llamó:

—Oye…

—Lucía.

—Oye, Lucía. Has dicho que ese hombre nos vigilaba. ¿Le conoces?

—No. Nunca le había visto por aquí, pero se aloja en esta misma posada. Según le ha dicho a mi padrastro, venía a encontrarse aquí con alguien. Tened cuidado.

Michel pareció considerablemente alarmado ante aquella noticia, y dirigió a Mattius una mirada de urgencia. El juglar asintió casi imperceptiblemente, pero Lucía lo notó.

—No os aconsejo partir antes del amanecer.

Mattius le disparó una mirada irritada.

—¿Qué te hace pensar…?

—¿Por qué no deberíamos salir de noche? —quiso saber Michel, curioso.

La chica echó un rápido vistazo a su padrastro.

—Hay luna llena —explicó, bajando la voz—. Las meigas preparan un aquelarre.

—¿Meigas… aquelarre…?

—Una reunión de brujas —tradujo Mattius.

Michel pareció aliviado.

—No creo en esas cosas. Sólo son supersticiones.

La joven se encogió de hombros.

—Peor para ti. Yo ya te lo he advertido.

—Mala juglaresa ibas a ser tú si temes incluso a las brujas —comentó Mattius—. No llegarías muy lejos.

Lucía iba a contestar, airada, pero la reclamaron en otra mesa y tuvo que marcharse.

Michel no preguntó nada, pero conocía suficientemente bien a Mattius como para saber que, con brujas o sin ellas, se marcharían de la aldea en cuanto todo estuviera tranquilo, antes de dar ocasión al que los seguía de iniciar un ataque.

Pese a ello, Mattius se quedó con los parroquianos hasta muy tarde, relatando historias, cantando canciones y contando chistes, para no despertar sospechas. A nadie le resultó extraño, sin embargo, que Michel se retirara pronto a dormir.

Lo despertó Mattius unas horas más tarde, sacudiéndolo sin contemplaciones. Sin una palabra, cogieron las cosas y salieron en silencio de la posada, aprovechando la clara luz de la luna llena que se filtraba por las ventanas.

Fuera, Mattius notó la ausencia del perro.

—Michel —susurró—, ¿has visto a Sirius?

—¿Tu perro? —respondió el monje en el mismo tono—. No, no lo he visto desde que me fui a dormir. Estaba contigo.

El juglar se esforzó en hacer memoria. Sirius se había quedado dormido junto a la chimenea, y él no había querido despertarlo. Había tenido intención de recogerlo al bajar, pero el perro ya no estaba allí.

—Lo habrán llevado a cualquier otra parte —murmuró—. Tengo que encontrarlo.

Michel lo detuvo.

—Espera. Despertarás a todo el mundo. Podemos recogerlo cuando volvamos; además, sin él iremos mucho más deprisa. Avanzaremos al galope.

Mattius no respondió, pero pareció resignarse a aceptar la propuesta de Michel. Si alguien los pillaba saliendo en plena noche como si fueran ladrones, tendrían que dar muchas explicaciones. Sin su perro se sentía vulnerable, pero no tenían otra salida.

Montaron en los caballos y los hicieron avanzar en silencio por las calles.

A pesar de sus precauciones, tres personas los vieron salir de la posada y escapar de la aldea a galope tendido.

El Camino discurría por un húmedo bosque de helechos y altísimas coníferas. Una fantasmal bruma, que la luz de la luna no lograba disipar, se enredaba en los troncos de los árboles y entre las patas de los caballos.

Michel sintió un escalofrío y recordó el aviso de la muchacha. Llevaban ya tiempo oyendo historias sobre brujas, o meigas, que poseían extraordinarios poderes, heredados de unos antepasados celtas que habían morado hacía mucho tiempo en aquellas mágicas tierras. Apartó sin embargo aquellos pensamientos de su mente. La gente del lugar era amable y hospitalaria, y no parecía tener de ningún modo tratos con el demonio. Eran sólo cuentos de viejas.

Siguieron cabalgando sin cruzar una palabra. Michel perdió la noción del tiempo. El camino seguía dando vueltas y revueltas entre unos árboles que parecían cada vez más altos. Miró a Mattius, que iba delante, pero éste no parecía tener intención de detenerse. Michel se preguntó si se debía al hombre que los seguía o a las advertencias de la chica de la posada. No pudo adivinarlo. El juglar era un tipo bastante escéptico, pero vivía en constante contacto con la naturaleza y sus fuerzas ocultas, de modo que había aprendido a respetarlas.

Súbitamente, el caballo de Mattius se detuvo, y Michel tuvo que reaccionar deprisa para no chocar contra él.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó medio adormilado.

Mattius no respondió. Michel echó un vistazo a su alrededor.

El camino acababa allí. Los árboles se cerraban ante ellos impidiéndoles el paso.

—¿Cómo puede ser? —murmuró—. ¡Sabemos que éste era el camino correcto!

Mattius se hacía la misma pregunta.

Un soplo de viento frío les heló los huesos. El juglar se sintió inquieto de pronto, presa de un miedo irracional.

—¡Volvamos! —le dijo a Michel.

Antes de que éste respondiera nada, Mattius ya había hecho dar media vuelta a su caballo, y el de Michel lo siguió, pero ninguno de los dos animales avanzó un paso. Más bien se revolvieron, nerviosos.

Frente a ellos, cortándoles el paso, había dos figuras femeninas, vestidas de negro y gris, con los cabellos flotando en torno a ellas como mecidos por una brisa fantasmal.

Mattius se volvió hacia todos los lados. Más mujeres, cerca de una docena, salieron de entre las sombras, rodeándolos. Algunas eran viejas encorvadas; otras, apenas adolescentes. Pero todas ellas inspiraban una extraña sensación que ponía la carne de gallina: la impresión de que, con un solo gesto, podrían invocar al viento para mandarlos a los dos volando sobre las copas de los árboles.

Una de las brujas hizo un movimiento con la mano. Los caballos se encabritaron, y Mattius perdió el control del suyo. Antes de caer al suelo tuvo una fugaz visión del caballo de Michel escapando al galope, llevando al aterrorizado monje fuertemente aferrado a las riendas.

Después, todo se oscureció.

Lo siguiente que recordaría Mattius serían unos dedos ganchudos arrastrándole a través del bosque, los helechos azotándole la cara, el rocío empapándole las ropas… y las voces de las meigas hablando un idioma extraño, que mezclaba el gallego con palabras que Mattius no había oído nunca.

Cuando por fin abrió los ojos, se vio atado de pies y manos junto a un conjunto de rocas alargadas que formaban un curioso monumento cubierto de una escritura que el juglar no conocía, y que el musgo y los líquenes comenzaban a emborronar. Frente a él ardía una enorme hoguera, y a su alrededor, las meigas hablaban en susurros excitados.

Buscó a Michel con la mirada, pero no lo vio. Reprimió una sonrisa. ¿Sería que el chico había logrado escapar, al fin y al cabo?

Las brujas guardaron silencio de pronto, y Mattius se esforzó en escudriñar entre las sombras, para ver si averiguaba qué estaba pasando.

Pronto lo descubrió: un hombre se abría paso entre sus captoras, y Mattius lo reconoció como el individuo de la posada, aquel contra el cual le habían advertido Lucía y Alfredo El Buey. Cerró los ojos. Aquello era de locos. ¿Sería posible que estuviera aliado con las meigas para capturarlos? ¿Por qué?

El desconocido se detuvo junto al fuego y miró a Mattius como si fuera un piojo.

—Por fin vamos a recuperar lo que nos pertenece —dijo en castellano, y las sospechas del juglar se vieron confirmadas.

No vio necesidad de responder. El eje lo tenía Michel, que, por lo visto, había conseguido huir.

El hombre pareció haberle leído el pensamiento, porque una sombra de sospecha le cruzó el rostro, y se volvió a las meigas:

—¡Vosotras! ¿Dónde está el otro, el monje?

Las brujas hablaron entre ellas en rápidos siseos. La que parecía ser la cabecilla, una mujer de mediana edad, largos cabellos pelirrojos y expresión taimada, respondió por todas, en un castellano vacilante:

—No lo sabemos, señor. Se ha escapado. De todas formas, era apenas un niño, no muy fuerte. Hemos supuesto que el tesoro lo guardaría el hombre alto.

El otro frunció el ceño y se acercó a Mattius con la manifiesta intención de registrarle. El juglar, aún inmovilizado, se debatió todo lo que pudo y llegó a morderle el brazo. El hombre retiró la mano, furioso.

Mattius decidió hacer como si no entendiera qué estaba pasando.

—Si pretendéis robarme, señor, perdéis el tiempo —dijo—. Esa mujer se equivoca, no guardo ningún tesoro. Soy sólo un pobre juglar.

—Conque un pobre juglar, ¿eh? ¿Y no sabes lo peligroso que es viajar de noche?

Mattius se quedó sin habla, pero se rehízo rápidamente:

—El muchacho que me acompañaba tenía prisa por llegar a Santiago para ofrecer sus votos al Apóstol. No quise dejarlo solo.

—¿No sabes que Santiago fue atacada por los moros? Son malos tiempos para peregrinar, amigo.

—Señor, dejadme marchar —insistió Mattius—. Soy un pobre juglar peregrino. No tengo nada. No sé por qué os molestáis.

Los labios del desconocido esbozaron una torcida sonrisa.

—Yo creo que sí lo sabes. Me llamo García Núñez. Soy maestre de la Cofradía de los Tres Ojos. Me han encargado la misión de recuperar cierto… objeto que tú y tu amigo robasteis de la iglesia palatina de Aquisgrán hace varios meses. Sé muy bien quién eres, y sé que no me he equivocado de persona, así que no trates de engañarme. No te servirá de nada.

Había sido un buen intento, se dijo Mattius. García se quedó observándole, como para decidir qué hacer con él.

—Mátale —sugirió la portavoz de las meigas—. Está indefenso.

—No. Si no es él quien tiene el eje, por lo menos podrá decirnos dónde está. De todas formas, podríais ayudarme a mantenerlo quieto.

—Por supuesto.

Las meigas comenzaron entonces a entonar un curioso cántico. Mattius no entendió lo que decían, pero no le gustó.

El cofrade se aproximó de nuevo para registrarle. Mattius quiso volver a resistirse, pero descubrió que ahora ya no podía; por alguna razón, su cuerpo estaba inmovilizado. Una ola de terror helado le recorrió por dentro cuando fue consciente de que le habían sometido a algún tipo de hechizo. Esta vez no pudo hacer nada para evitar la inspección.

García torció el gesto al comprobar que Mattius no llevaba encima lo que estaba buscando; lo cual no impidió que se quedara, sin ningún escrúpulo, con el escaso dinero del juglar.

—El muchacho —masculló—. El joven monje es quien tiene el eje.

Mattius se sonrió para sí. El castellano descubrió la sonrisa y le propinó un puntapié. El juglar gimió, pero seguía riéndose por dentro. En aquellos momentos Michel debía de estar ya muy, muy lejos…

De pronto se le ocurrió la alarmante idea de que su amigo podría cometer la estupidez de volver a rescatarlo… y se le borró la sonrisa. Consideró la posibilidad, y maldijo a Michel para sus adentros, ya completamente convencido de que, impulsado por sus sentimientos de lealtad, el monje sería incapaz de abandonarlo allí. Rezó fervientemente para que el muchacho hubiera actuado razonablemente.

De pronto se le ocurrió la alarmante idea de que su amigo podría cometer la estupidez de volver a rescatarlo… y se le borró la sonrisa. Consideró la posibilidad, y maldijo a Michel para sus adentros, ya completamente convencido de que, impulsado por sus sentimientos de lealtad, el monje sería incapaz de abandonarlo allí. Rezó fervientemente para que el muchacho hubiera actuado razonablemente.

Oculto tras unos enormes helechos, Michel observaba la escena con preocupación. Tal y como Mattius temía, había decidido que no se marcharía sin él.

Había escapado de las brujas fortuitamente. Su caballo se había encabritado, rompiendo el cerco y huyendo al galope. El monje se había aferrado a su montura con una fuerza, nacida del miedo y la desesperación, que ni él mismo habría creído poseer. No obstante, un poco más lejos, había perdido el equilibrio y caído como un fardo sobre los helechos que crecían junto al camino. El caballo se había perdido al galope en la oscuridad.

Si las meigas no se habían dado cuenta de que Michel las seguía era, probablemente, porque estaban demasiado concentradas con su presa. Habían atacado al más fuerte, dando por sentado que debía de ser éste quien guardaba el eje. Aquel error suponía que Mattius y Michel aún tenían una oportunidad.

Pero primero había que rescatar al juglar.

El escondite de Michel estaba lo suficientemente lejos como para que las brujas no lo descubrieran, pero también lo suficientemente cerca como para que el muchacho escuchara lo que decían. Así había oído toda la conversación entre Mattius y García Núñez. Y así oyó cómo éste daba a las meigas órdenes de peinar el bosque y capturarlo costara lo que costase.

El miedo le acuchilló las entrañas, y forzó a su mente a trabajar desesperadamente en busca de un buen plan de rescate.

Descubrió entonces que, de pronto, las meigas parecían inquietas. Lanzaban furtivas miradas a las sombras del bosque, y susurraban entre ellas, temerosas. García les preguntó qué pasaba. Michel también se sentía intrigado.

Una mano se posó sobre su hombro, y le hizo dar un respingo. Se contuvo para no gritar.

—No te preocupes —dijo una voz suave—. Vamos a ayudarte.

Unos metros más allá, Mattius escuchaba atentamente la conversación de sus captores. Por algún motivo, las meigas estaban nerviosas, y se negaban a separarse unas de otras y a alejarse del monumento de piedra. García hacía esfuerzos por razonar con ellas, pero se ponía furioso por momentos.

Aquél era un dato interesante. Mattius aguzó el oído para averiguar más cosas. Se enteró así de que aquel grupo de meigas estaba actuando a espaldas del resto de sus compañeras al aliarse con la cofradía. Pero de alguna forma creían que habían sido descubiertas. Mattius sólo pudo captar algunas palabras sueltas en el inquieto siseo de las mujeres. Fue suficiente.

—Ellas… muy cerca…

—Sentimos…

—… en el viento…

—… Nos escuchan…

García estaba empezando a perder la paciencia.

—Fiona, ¿qué significa esto?

La portavoz de las brujas se plantó frente a él y le sostuvo la mirada, desafiante. Sus rizos rojos destellaban como llamas a la luz de la hoguera.

—La Hermandad del Bosque nos ha descubierto. Alguien las ha avisado. Nunca debimos unirnos a vosotros. Ahora ellas están aquí, y nosotras seremos castigadas.

El resto de las brujas gimieron.

—¿Qué es eso de la Hermandad del Bosque? —García estaba desconcertado—. ¿Qué tontería es ésa?

—La Madre lo sabe todo. Nunca debimos actuar a sus espaldas. Impartirá justicia, y tú tampoco te librarás de ella.

García no pareció sentirse impresionado.

—¡Escuchadme bien! —bramó—. Vosotras habéis hecho un pacto con la cofradía y ahora no podéis volveros atrás. ¿Qué es lo que queréis? ¿Más dinero? ¡Por el Último Día, no pienso…!

Su perorata se vio interrumpida por el potente ulular de una lechuza. Las meigas parecían aterrorizadas. El maestre de la Cofradía de los Tres Ojos echó una mirada circular. Su rostro mostró primero sorpresa, después respeto y, finalmente, auténtico pavor.

Mattius miró a su alrededor, sintiendo que se le ponía la piel de gallina.

Las ramas de los árboles acogían a docenas de pequeñas criaturas cuyos ojos relucían fantásticamente en la oscuridad; y aquellos pares de ojos brillantes estaban clavados en García y las meigas que los acompañaban.

El maestre temblaba visiblemente, pero se irguió, reprimiendo su miedo, para enfrentarse a aquella mirada múltiple.

—¡En el nombre del Milenio, marchaos de aquí! —gritó—. ¡Estos asuntos no os conciernen!

La respuesta que obtuvo fue un coro de voces de lechuzas que ululaban con el viento.

—¡Marchaos! —repitió García, y desenvainó su espada.

El cántico de las lechuzas subió de tono. Una inmensa ave plateada, de grandes ojos brillantes, bajó planeando desde la oscuridad y se posó sobre el monumento de piedra. Mattius intentó darse la vuelta para poder verla.

—Fiona —dijo la lechuza suavemente, con una voz profunda y modulada—. ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué te han ofrecido estos adoradores de Satanás? ¿Dinero, riquezas, poder?

Mattius reprimió un grito de terror inspirado por el hecho de oír hablar a un animal. «O es un truco, o es cosa del diablo», se dijo. «O una espantosa pesadilla».

Los ojos de la meiga pelirroja estaban llenos de lágrimas.

—¿No te bastaba con el bosque, con la voz de los árboles, con el susurro del viento y la energía de la tierra? —prosiguió la lechuza—. ¿Conoces algún tesoro mejor que el secreto de la vida?

Fiona cayó de rodillas, sollozando.

—Perdóname, Madre. Yo… no sabía lo que hacía.

Las otras meigas se sumaron a su disculpa. Las lechuzas cantaron más alto.

García vio que el asunto se le había escapado de las manos. Con un grito, se lanzó, espada en alto, hacia el ave plateada del monumento de piedra.

No llegó a tocarla. De las sombras surgió, gruñendo, una enorme bestia peluda que saltó hacia él y lo derribó. Las lechuzas de los árboles alzaron el vuelo y, abandonando las ramas, se abatieron sobre el maestre.

Todo esto sucedió en menos del tiempo de tres respiraciones. Mattius no pudo reaccionar, pero dio un respingo cuando sintió a alguien tras él.

—Silencio —dijo la voz de Michel—. Voy a liberarte.

El juglar estuvo a punto de soltar una carcajada histérica, de puro nerviosismo. Miró hacia el monumento de piedra, pero la lechuza parlante ya no estaba. Vio entonces que las brujas habían descubierto su huida, y que Fiona los miraba fijamente. Pero nadie parecía tener intención de detenerlos.

Mattius parpadeó. Nada de aquello parecía real. Las lechuzas abandonaron el cuerpo exánime de García en el suelo, junto a la hoguera, pero el juglar no sabría decir si estaba muerto o no.

Reconoció entonces al animal que lo había atacado: era su propio perro.

—¡Sirius! —lo llamó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—¡Vámonos! —urgió Michel—. ¡No sabemos si ese hombre estaba acompañado!

Mattius recordó que la muchacha de la posada le había dicho que García había acudido allí para encontrarse con alguien, y consideró que el consejo de Michel era muy prudente. Lo siguió pues a través del bosque, alejándose cada vez más de aquel lugar que le ponía los pelos de punta.

Se detuvieron a bastante distancia del claro. Entonces Mattius sintió una presencia tras él, y se volvió rápidamente, estremeciéndose. De las sombras del bosque había surgido una mujer anciana, que llevaba una capa gris y un tocado de plumas de lechuza. Su cuerpo emanaba un levísimo resplandor plateado, y el juglar adivinó que era una meiga de gran poder, quizá la que había invocado a la lechuza del monumento de piedra.

—¿Estáis bien los dos, Michel? —preguntó la mujer al muchacho, muy seria.

—¿Qué… qué…? —soltó el juglar.

—Ahora eres tú el que cacarea —comentó Michel, con una sonrisa, pero mostrándose algo incómodo—. Mira, ésta es Isabel, la Madre de la Hermandad del Bosque. La más poderosa de todas las meigas.

Mattius sintió un nuevo escalofrío cuando se le ocurrió la idea de que la lechuza parlante quizá no era un animal hechizado; quizá era aquella mujer, que se había transformado en ave.

Otra sombra surgió del bosque y se colocó junto a la meiga en silencio. Mattius la observó con suspicacia a la luz de la luna. Era un muchacho delgado, quizá de la edad de Michel.

—Ésta es mi nieta —explicó Isabel, al darse cuenta de su recelo.

—¿Nieta? —repitió Mattius, y estudió al desconocido con más atención—. ¡Que me aspen…! —exclamó al reconocer a Lucía—. ¡Eres tú!

La joven se había vestido de hombre y se había recortado el pelo. Si uno no se fijaba mucho en ella, podría tomarla por un chico como Michel.

—¿Qué haces aquí? —gruñó, más que dijo, Mattius.

—Salvarte el pellejo, juglar —respondió ella secamente—. Te dije que tuvieras cuidado con las brujas.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza; ahora había otras cosas más urgentes que averiguar.

—¿La Hermandad del Bosque está de nuestra parte? —preguntó, aún receloso.

—Lo está, aunque no lo merecéis —dijo Lucía con cierta ironía—. He intercedido por vosotros.

Mattius no sabía si alegrarse o preocuparse. Aún recordaba perfectamente que la chica tenía motivos para estar enfadada con ellos.

—Sabemos cuál es vuestra misión —dijo Isabel—. Tenéis la bendición de la hermandad, y Fiona y las suyas no volverán a molestaros. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de la cofradía.

Lucía susurró algo al oído de su abuela; en la frente de la meiga apareció una arruga de preocupación.

—García se nos ha escapado —dijo.

—¿Qué… cómo? —profirió Mattius—. ¡Parecía atrapado!

—Lo hemos dejado completamente inconsciente en el claro; sabíamos que no se levantaría, de modo que hemos decidido encargarnos de las meigas que os habían atacado; Lucía acaba de volver de allí, y García ya no está. Alguien debe de haberle rescatado, alguien lo bastante despiadado como para no sentir el más mínimo temor ante el poder de las meigas.

Mattius no dijo nada, pero tomó nota mentalmente de las advertencias de la mujer. Acarició a su perro, abatido. Michel le miró y sintió lástima por él. No estaba preparado para todo aquello.

—Si salís al amanecer, llegaréis a Santiago en un par de días —apuntó la Madre de la Hermandad del Bosque—. Quizá queráis descansar un poco antes.

Michel echó una mirada crítica al cielo y suspiró. Ya empezaba a clarear. No habría tiempo para descansar.

—Alégrate, Mattius —dijo—. La hermandad ha recuperado nuestros caballos.

—Si nos damos prisa, podremos estar en Portomarín al anochecer —añadió Lucía.

Mattius reaccionó.

—¿«Podremos»? —repitió—. ¿Quién te ha invitado a ti?

—¿Quién te ha rescatado a ti, eh?

—Nadie te lo ha pedido —rezongó Mattius; luego, recordando que estaba ante la abuela de la chica, una abuela que podía hacer cosas tales como transformarse en lechuza, añadió en un tono más suave—: Mira, no estamos en un viaje de placer. Va a ser muy peligroso —se encogió de hombros—. Además, no es nada fácil ser juglaresa, y la vida errante no es segura para una chica.

—Yo puedo hacerlo —aseguró Lucía, resentida.

—¿No tienes que seguir los pasos de tu abuela en la Hermandad del Bosque?

—No tengo que hacerlo si no quiero. Llevadme con vosotros, por favor. No puedo volver atrás.

Mattius dudaba.

—No pienso ponerte en peligro —dijo al fin—. La cofradía no va a darse por vencida. Si simplemente fuera un juglar errante, quizá permitiría que me acompañaras. Pero tengo algo que hacer, algo muy importante y muy peligroso —hizo una pausa—. Aunque, si las cosas salen bien, puedo volver a buscarte cuando todo acabe.

Ella lo miró fijamente. Después interrogó a su abuela con los ojos.

—Arreglaremos lo de tu boda —le prometió ésta—, si estás dispuesta a esperar a que el juglar regrese.

—¿Volverás? —insistió Lucía, clavando en Mattius sus ojos verdes.

—Volveré. Lo prometo.

El tono de su voz era sincero. Michel sonrió.

—Lástima, venías muy dispuesta —comentó, refiriéndose a su ropa y al corte de pelo.

—Otra vez será.

Mattius recordaría toda su vida la imagen de la vieja meiga y la muchacha internándose en el bosque, envueltas en la neblina de la aurora. Lo sentía por ella, pero no pensaba volver. Había visto pocas juglaresas a lo largo de su vida. La mayor parte de ellas complementaban sus actuaciones con otras actividades muy poco honorables, pero eso era algo que, probablemente, la joven no sabía. Si se hacía juglaresa, la gente tendería a identificarla con una prostituta. Y, si no era buena contando historias, seguramente terminaría como tal.

Encontraron sus caballos al borde del camino, pastando tranquilamente, y reanudaron la marcha. Ninguno de los dos dijo nada hasta que se detuvieron a mediodía para comer.

—¿Volverás? —preguntó Michel.

La respuesta de Mattius fue rápida y concisa:

—No. Yo trabajo solo.

Michel asintió.

—Lo suponía.

Mattius no vio la necesidad de explicar sus motivos.

Dos días después llegaban a Santiago.

No necesitaron acercarse mucho para comprobar que los rumores eran ciertos: la ciudad no era más que un montón de negras ruinas.

—Dios santo —musitó Michel cuando los restos de Santiago fueron visibles bajo la pálida luz de la tarde.

Mattius asintió. Ya se lo esperaba. A diferencia de Michel, él sí había dado crédito a los cantores de noticias. Sabía que solían tener razón.

—Santiago… —murmuró Michel, blanco como la cera—. Los restos del Apóstol… —suspiró, y se volvió hacia Mattius—. Es otra señal más. El fin del mundo está próximo.

El juglar no dijo nada. Espoleó su caballo, y Michel lo siguió con el corazón encogido.

Entraron en Santiago cuando ya anochecía, cruzando la nueva muralla, presumiblemente más alta que la anterior. Las sombras de las ruinas cubrían las calles, y Michel sintió miedo. Sin embargo, Mattius parecía saber exactamente adónde se dirigía.

—Espero que la casa siga en pie —lo oyó murmurar Michel para sus adentros.

Después de atravesar las afueras de la ciudad, Mattius se detuvo ante una casa de piedra de dos pisos, una vivienda de lujo dados los tiempos que corrían. Las llamas parecían haber alcanzado sólo su parte trasera; Michel observó que el dueño había iniciado las obras para reconstruirla, y se había dejado las herramientas fuera, aguardando al día para reanudar el trabajo.

Mattius llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.

—La voz que viene y va —respondió Mattius lo que parecía ser una contraseña.

La puerta se abrió. Un hombre ya entrado en años, calvo y fornido, los invitó a pasar.

—¡Mattius! —exclamó al reconocerlo bajo la luz interior—. Hacía tiempo que no venías por aquí. ¿Qué se te ofrece?

—Busco alojamiento e información. Vengo con un amigo.

—¡Oh! —exclamó el hombre al ver a Michel—. Está bien, supongo que tendrás tus razones. Pasad, no os quedéis en la puerta.

Michel entró y se acercó tímidamente al fuego. Aunque era verano, los había sorprendido un chaparrón poco antes de llegar a Santiago y aún tenía los hábitos húmedos.

—Sentaos —dijo el anfitrión—. Le diré a mi mujer que prepare algo más de sopa.

Se acomodaron sobre sendos escabeles, mientras el hombre salía de la habitación. Michel no preguntó nada, pero Mattius le explicó:

—Estás en casa de Martín, maestro del gremio de juglares.

—¿Gremio…? —repitió Michel; la palabra era nueva para él, pese a todo el tiempo que llevaba de viaje.

—Sí, hombre. En las ciudades, desde hace cierto tiempo, los artesanos de un mismo oficio se reúnen en gremios; es algo parecido a las cofradías, pero con un enfoque más laboral que religioso.

Michel asintió, recordando que, en las ciudades que había visitado, las tiendas de un mismo oficio estaban agrupadas en una misma calle, pero le costaba trabajo imaginar cómo podía un juglar tener un establecimiento. Mattius adivinó sus pensamientos y sonrió.

—Los juglares viajamos mucho —dijo—. Algunos deciden asentarse, y se retiran. Muchos fundan una sede del gremio en la ciudad donde han decidido vivir.

—¿Quieres decir…?

—Nuestro gremio no se reduce a una ciudad, sino que se extiende por casi toda Europa. La mayoría de los auténticos juglares narradores de historias pertenecen a él; así nos aseguramos ayuda, protección y amigos en la mayor parte de las ciudades importantes. Contamos nuestras noticias y las historias que hayamos podido aprender, y así todos nos beneficiamos de la información. Obtenemos también techo y comida.

—Ya entiendo. Como las posadas para peregrinos a lo largo del Camino.

—Algo así. Las sedes del gremio nos permiten descansar de nuestra peregrinación por el mundo.

—¿Y este Martín fue…?

—Un juglar. Endiabladamente bueno, además. Amasó una fortuna con lo que nobles y príncipes le daban por relatar sus hazañas, y tuvo la prudencia de retirarse a tiempo, antes de que la memoria comenzara a fallarle. Fue uno de los mejores y recorrió casi todo el mundo. Por eso es ahora uno de los maestros del gremio, aunque haya abandonado la vida errante.

Michel sacudió la cabeza.

—Una organización extraña, la vuestra. Nunca había oído nombrarla.

—Eso es porque la gente suele menospreciar a los juglares. Pero nuestro oficio tiene sus riesgos, y debemos hermanarnos para recorrer los caminos de una forma un poco más segura.

Martín entró de nuevo en la habitación, seguido de su mujer, que traía dos cuencos de sopa. Mattius y Michel los aceptaron, agradecidos. Su anfitrión los observó con gesto grave mientras ellos daban buena cuenta de la cena.

—Compostela ha cambiado mucho últimamente —comentó Mattius entre cucharada y cucharada—. ¿Qué ha pasado?

El rostro de Martín se ensombreció.

—Los moros vinieron y nos cogieron por sorpresa. No eran muchos, pero los guiaba Al-Mansur; no los vimos hasta que los tuvimos encima. Arrasaron la ciudad. Todo. La basílica también. Murió mucha gente.

Michel dejó la cuchara. De pronto, ya no tenía ganas de comer.

—Pero la gente sigue peregrinando hasta aquí —observó Mattius—. Y el anuncio de que Santiago ha sido saqueada ya corre por todo el Camino.

—Entonces es que no has escuchado las noticias con atención, amigo. Los moros lo destruyeron todo excepto el sepulcro del Apóstol. Santiago sigue intacto.

Michel dejó caer la cuchara, estupefacto.

—¿Quieres decir… que Al-Mansur respetó sus restos? ¿Que no profanó el sepulcro?

Mattius le dirigió una sonrisa cansada.

—Quizá sí haya esperanza, al fin y al cabo. Ha sido un acto muy noble por su parte.

—¿Nobleza… un infiel? No, ha de haber una explicación.

—No la hay —dijo Martín—. Estamos en guerra y es lógico que se ataquen ciudades. Pero nadie elige nacer en un bando o en otro, y hay gente noble también entre los que sirven a la media luna. Al-Mansur es un gran general. Más de un rey cristiano habría querido tenerlo a sus órdenes.

Michel sacudió la cabeza. Era un planteamiento demasiado novedoso para él. No sabía que Martín había viajado por la España musulmana cuando aún era un juglar activo.

—Fue duro, pero tenemos que seguir adelante —prosiguió el maestro de los juglares—. Los trabajos de reconstrucción han ido lentos por culpa de las lluvias; ésa es la razón por la cual la ciudad aún presenta un aspecto tan desolador. Pero ahora que llega el verano, esperamos poder levantar muchas más casas.

Hubo un breve silencio. Entonces Mattius dijo, cambiando de tema:

—Buscamos el fin del mundo. ¿Adónde debemos ir?

—Bueno, todos sabemos que el mundo se acaba en las costas occidentales de esta tierra —repuso Martín con sorpresa—. Pero esas costas son muy largas. ¿Qué es exactamente lo que estás buscando?

—Una ermita —respondió Michel—. En el lugar donde el mundo se acaba.

—Joven, hay cientos de ermitas desperdigadas por las costas de Galicia.

Mattius vio que Martín fruncía el ceño, y le dijo:

—Creo que tengo una historia que contarte, maestro. Te interesará. Es audaz y original. Y lo más sorprendente —dirigió una mirada a Michel— es que, por lo que estoy comprobando, es cierta.

El monje no dijo nada, ni tampoco despegó los labios mientras Mattius relataba a su anfitrión todas sus aventuras desde que había encontrado, en una pequeña aldea normanda, a un muchacho huido de un monasterio, que predicaba que el fin del mundo estaba próximo.

Michel pronto se quedó dormido, allí mismo, sobre la alfombra, mientras la voz de Mattius seguía resonando en sus oídos.

Se despertó a la mañana siguiente en una cama del piso superior. Parpadeó bajo la luz del día, y se levantó de un salto. Estaba solo en la habitación, pero más allá había otra cama deshecha. Escuchó con atención y oyó las voces de Mattius y Martín en el piso de abajo.

Se asomó a la ventana, para contemplar por primera vez Santiago a la luz del día.

Lo que vio no era muy alentador. Gran parte de la ciudad estaba en ruinas. Las paredes seguían ennegrecidas, y las afueras estaban llenas de precarias viviendas improvisadas, donde familias que lo habían perdido todo luchaban por sobrevivir un día más.

Pero, por encima de todo aquello, por encima de la destrucción y las ruinas, la gente estaba trabajando codo con codo para levantar de nuevo todo lo que los atacantes se habían llevado por delante, para construir nuevas casas, nuevas iglesias, nuevas vidas. Compostela bullía de actividad. Observando atentamente, descubrió la ilusión con que todos colaboraban en los trabajos de reconstrucción, y supuso que, cuando terminaran, la ciudad sería mucho mejor y más bella que antes.

—¿Qué tal si echamos una mano?

Michel dio un respingo. Mattius había entrado silenciosamente y estaba justo junto a él. No lo había oído llegar.

—¿Cuánto tiempo llevan trabajando? —preguntó.

—Prácticamente desde el desastre: varios meses. Es una tarea dura, y aquí llueve mucho, lo que retrasa considerablemente las obras, pero van recogiendo sus frutos, ¿no te parece?

Señaló con un gesto un sector en el que Michel no había reparado antes: casas nuevas, recién construidas y ya habitadas.

Michel no dijo nada.

—¿Tienes idea de lo que vas a hacer ahora? —preguntó Mattius suavemente.

—No. No sé si seguir hasta la costa o descansar aquí unos días, preguntar a la gente…

Ahora fue Mattius quien calló.

—De paso —prosiguió Michel—, quizá podamos ayudar en la reconstrucción, ¿no te parece?

Mattius sonrió.

Los días se convirtieron en semanas. Michel y el juglar compaginaban la ayuda que prestaban en las obras con los trabajos de investigación. No descubrieron rastro de la cofradía en Santiago, lo cual les permitía un pequeño respiro. Sin embargo, esto inquietaba a Michel; si estuvieran cerca de su objetivo, seguramente ellos ya les habrían salido al paso.

Aun así, retrasaba el día de su partida hacia la costa, porque no se veía con ánimos de recorrer los acantilados galaicos en busca de una ermita sin una referencia más clara. Además, se sentía a gusto en Compostela. No estaban de más unos brazos extra, y a Michel le agradaba sentirse útil. El trabajo físico le fortalecía y apartaba de su mente los malos pensamientos.

Así, las semanas se convirtieron en dos meses. Cuando finalizaba el verano, Michel recordó, alarmado, que el año mil estaba cada vez más cerca, y decidió partir cuanto antes. Pero Mattius le dio la noticia de que en breve se celebraría una gran feria en honor del Apóstol. Acudiría mucha gente. Ello ayudaría a relanzar la maltrecha economía de la ciudad… y, además, podría ser fuente de información, porque también acudirían pescadores de las rías a vender su género.

Michel capituló, y decidió esperar un poco más. De todas formas, volver a internarse en el bosque galaico no le atraía lo más mínimo, pese a la promesa de Isabel de que las meigas no les harían daño.

Los días pasaron velozmente, y por fin llegó la feria.

Martín despertó a Michel al amanecer, y el muchacho se levantó de un salto. Sin apenas desayunar, salió corriendo a la plaza, y se quedó sin respiración.

Aquello era impresionante. Siempre venían peregrinos y mercaderes a Santiago, pero aquel día había muchos más. A pesar de lo temprano de la hora, los vendedores estaban ya montando los puestos y extendiendo el género sobre las tablas. Verduras, frutas, pescado, cacharros de barro, ganado, objetos de caña y cuerda trenzada, dulces artesanales…: aquel día, todo podía comprarse y venderse en Santiago.

—Buenos días —saludó Mattius, que estaba sentado junto a la puerta, afinando su laúd; se había puesto sus mejores galas—. Hoy será un gran día. Vamos a recoger mucho dinero.

Michel sonrió y se sentó junto a él. Los dos amigos conversaron tranquilamente mientras el mercado se animaba. Apenas una hora después, aquello era ya un hervidero de gente, y el muchacho no pudo quedarse allí un momento más.

Sonriendo, Mattius lo vio perderse entre la multitud. Un año antes no le habría permitido alejarse, pero el chico estaba creciendo y aprendiendo a cuidar de sí mismo. Ya no necesitaba que tuvieran un ojo puesto en él.

Michel caminaba por el mercado, dejándose llevar de un lado para otro.

Agricultores, ganaderos y comerciantes de toda Galicia y parte de León y Navarra habían acudido a la feria. Aquel día podía comprarse desde una lechuga hasta un hermoso caballo alazán. Los vendedores llenaban el aire con sus ofertas en un intento de atraerse clientes. Los compostelanos, al igual que Michel, paseaban por el mercado mirándolo todo, aunque no compraran nada.

El monje se recordó a sí mismo que debía pasar más tarde a rezar ante el sepulcro del Apóstol. Pese a que la basílica había quedado destruida en la incursión de Al-Mansur, estaba proyectándose un edificio mucho mayor; por el momento, los restos sagrados reposaban en una pequeña capilla improvisada, adonde podían acudir devotos y peregrinos. Michel solía hacerlo todos los días, y todos los días rezaba pidiendo una señal que lo ayudara a continuar su búsqueda.

Había preguntado a los pescadores que venían de las rías, pero se había encontrado con el problema de que no entendían castellano. Sólo hablaban gallego, y Michel no dominaba el idioma aún. De todas formas, a pesar de sus esfuerzos y de que lograba hacerse entender, no consiguió ninguna información útil. La mayoría de ellos venían de la costa norte; el camino que llevaba hacia el oeste no era seguro desde el ataque a Santiago.

Se obligó a tener paciencia. Al atardecer, todos los juglares que hubieran acudido a la ciudad se reunirían en casa de Martín para cambiar impresiones; entonces podrían preguntarles si conocían alguna historia que les diera una pista. En cualquier caso, Michel ya había decidido que partirían al día siguiente. La estremecedora experiencia con las meigas había hecho que se sintiera muy seguro tras las murallas de una ciudad, pero era perfectamente consciente de que el verano se acababa y pronto volverían las lluvias. El viaje sería entonces mucho más difícil, sobre todo ahora que ya no seguirían el Camino.

Estaba entretenido observando unos pergaminos que había traído un mercader del sur cuando lo sobresaltó una mano que tocaba su hombro. Se volvió. Detrás había una muchacha un poco mayor que él, de cabello corto y centelleantes ojos verdes.

—¡Lucía! —exclamó Michel al reconocerla—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces tú por aquí?

—De compras, supongo —repuso ella; parecía contenta de verle—. Mi abuela y yo no podíamos dejar pasar esta oportunidad.

—¿Tu abuela? ¿Dónde está?

—Imagino que intercambiando hierbajos con otras meigas. Cuéntame, ¿qué haces tú aquí? Suponía que tú y tu amigo el juglar estaríais ya muy lejos. Como teníais tanta prisa…

Michel captó la indirecta y enrojeció.

—En realidad no nos hemos movido de Santiago en todo el verano. Después de lo que nos pasó aquella noche, no tenemos muchas ganas de volver a internarnos en el bosque. Además, íbamos detrás de algo y le hemos perdido la pista. Algo… hum… muy importante.

—Apuesto a que lo es. La última vez que os vi estabais en un buen lío.

Michel recordó que ella era la nieta de la más anciana de las meigas. Se preguntó qué sabría acerca de los tres ejes.

—No voy a hacerte preguntas —dijo Lucía, adivinando sus pensamientos—. Mi abuela me dijo que lo que estabais buscando era importante para todo el mundo. Que podríais impedir una catástrofe.

Michel asintió. Era obvio que Isabel lo sabía, pero no había querido asustarla con detalles.

—¿Y tu pelo? —le preguntó para cambiar de tema—. Sé que te lo cortaste para venir con nosotros, pero de eso hace ya tiempo, ¿no?

Lucía sacudió sus mechones.

—Bueno, en realidad a mi padrastro no le gustó mi idea de salir de noche y vestirme de chico. Así que, para darme una lección, me rapó el pelo completamente.

Sus mejillas enrojecieron de indignación. Michel se la imaginó en aquel trance y la compadeció. Las burlas de los muchachos, las miradas y comentarios de las mujeres del pueblo…

—¿Y tu prometido, qué dice?

—Ya no es mi prometido. Se enamoró de otra —sonrió con un brillo travieso en los ojos—. Preparamos un filtro de amor y se lo pusimos en la bebida. Una bonita forma de librarse de una boda indeseada, ¿no?

Michel se sobresaltó. Había creído que aquellas cosas sólo pasaban en los cantares de amor, pero no en la realidad. Volvió a cambiar de tema, algo incómodo.

—¿Habéis venido solas tu abuela y tú?

—Sí. Mi padrastro no quería dejarme venir, así que me he escapado. Me espera una buena paliza cuando vuelva, pero habrá valido la pena. He visto actuar a tu amigo y a algún otro juglar más en la plaza mayor. Es la única forma que tengo de aprender. Sólo por eso aguantaría una paliza diaria.

Michel la miró horrorizado.

—Deberías escaparte —le dijo.

—¿Adónde iría? En casa de mi abuela no hay sitio para mí. Y nadie quiere llevarme consigo. Soy una gran responsabilidad —añadió con cierto sarcasmo.

Michel volvió a enrojecer. Quiso repetirle las razones que había aducido Mattius para abandonarla, pero ahora ya no le parecían tan sensatas.

—Bueno, me alegro de haberte visto —concluyó Lucía—. Que tengas mucha suerte, y hasta pronto.

—¡Espera! —la detuvo Michel; había tenido una idea—. ¿Todavía quieres ser juglaresa?

Ella se volvió, interesada. Michel no sabía si aquello era correcto, pero debía intentarlo.

—Entonces no deberías preguntar a Mattius, sino al maestro del gremio de juglares. Él te puede informar.

A Martín no le pareció una buena idea que una mujer quisiera ser juglar.

—Bueno, no se trata sólo de bailar, cantar cuatro canciones y enseñar un poco el escote… —gruñó, pero se interrumpió al ver que la muchacha montaba en cólera—. Está bien, está bien, veo que vas en serio. Mira, para ser juglar tienes que tener buena memoria y una gran capacidad de improvisación.

—Una memoria prodigiosa —apostilló Michel—. He visto a Mattius recitar cantares larguísimos después de haberlos oído una sola vez.

Martín se echó a reír.

—Eso no es exactamente así —dijo—. Si prestas atención, te darás cuenta de que cada vez que recita un mismo poema lo hace de formas diferentes. Casi todos los cantares tienen una rima sencilla y muchas expresiones y fragmentos que se repiten. En la mayor parte de ellos hay batallas, por ejemplo, y a veces un trozo de un cantar sirve para otro. Si no te acuerdas de lo que sigue, metes algunas frases-comodín que se ajusten a la rima y ya está…

—¿Frases-comodín…? —repitió Michel.

—Frases típicas de los cantares —explicó Lucía, que empezaba a comprender—. Es cierto, hay cosas que se repiten en todos, pero nos gustan, porque ya las conocemos. Sabemos que es un cantar de los nuestros porque todos se parecen, aunque cuenten historias distintas.

—Eso es —aprobó Martín—. Lo primero es conocer la historia que relatas, aprender la música y el ritmo y, a partir de ahí, intentas recordar la letra, y, si te quedas en blanco, te lo inventas, sin ningún reparo. Los mejores juglares —como Mattius— lo hacen con tanta naturalidad que uno no se da cuenta de que están improvisando. Están tan habituados a los métodos y trucos juglarescos que no les cuesta trabajo reconstruir un cantar. Los otros necesitan, efectivamente, aprendérselo de memoria.

—Sé lo que quieres decir —asintió Lucía—. Yo he aprendido algunos cantares —sus mejillas se tiñeron de color—. A veces no recuerdo una parte y entonces simplemente improviso, digo algo que rime y que quede bien ahí. Pero siempre me había parecido que era como hacer trampa.

Martín volvió a reír.

—No; es parte del arte juglaresco. ¿Dices que te has aprendido algunos cantares? Me gustaría oírlos.

Lucía enrojeció de nuevo y pidió un instrumento. No sabía tocar el rabel ni el laúd, pero, según dijo, le daba bien a la pandereta. Martín se la facilitó.

Michel miró al maestro y adivinó sus pensamientos. Era insólito que una mujer pretendiese ser juglar y, encima, de los auténticos, de los del gremio. Martín tenía intención de escucharla y mandarla a casa diciendo que no servía.

Sin embargo, la muchacha interpretó bastante aceptablemente un breve cantar sobre los infantes de Lara. Tenía una voz bonita y cristalina, y mucha gracia de movimientos. Además, era evidente que había observado atentamente a los juglares que pasaban por su pueblo, pues imitaba sus gestos con objeto de darle dramatismo a la narración, bastante afortunadamente. Alguna vez se quedó en blanco, pero lo subsanó tras una breve vacilación, bien saltándose lo que seguía, bien añadiendo alguna cosa que no desentonara mucho.

Cuando finalizó, aún colorada, miró a Martín tímidamente, esperando su aprobación.

El maestro no sabía qué hacer. La muchacha tenía talento, aunque era evidente que necesitaba más ensayos e instrucción. Se resistía a admitir que una mujer pudiera hacer aquel trabajo mejor que muchos novatos que se le habían presentado y —lo más sorprendente— sin incitar al público con movimientos provocativos, como solían hacer la mayor parte de juglaresas.

—A mí me ha gustado —se atrevió a decir Michel—. Para ser principiante no está mal.

Martín le disparó una mirada enojada y el monje enmudeció.

—No, no ha estado mal —reconoció el maestro a regañadientes—. Pero tendrías que trabajar mucho, aprender idiomas, viajar…; conlleva sus riesgos.

—Lo sé —dijo ella—. Y creo que vale la pena.

—Necesitarías un maestro, alguien que te enseñara todo lo que aún no sabes. Y no sé si algún juglar estaría dispuesto a llevarte consigo… sin una compensación.

Lucía se puso como la grana al entender la insinuación, pero hubo de reconocer que Martín tenía razón. Una mujer no debía viajar sola, y no se podía pedir a un juglar que fuera muy galante con ella. En aquellos tiempos, ni siquiera los caballeros respetaban a las doncellas.

—Dios se equivocó conmigo —musitó—. Debería haber nacido hombre.

—No digas eso —intervino Michel—. No todos los juglares son así. Estoy seguro de que, si viajaras con alguien como Mattius, no te pondría una mano encima.

—Pero Mattius nunca me llevará con él.

—Bueno, quizá no —admitió Michel, algo incómodo—. Pero debe de haber otros como él.

—O puedes quedarte aquí —intervino una voz femenina desde la puerta—. Estoy segura de que a mi marido no le importará ayudar a una joven con talento.

—¡María! —casi gritó el maestro de los juglares—. Pero ¿qué estás diciendo?

La mujer se había apoyado en el marco de la puerta y le miraba, ceñuda, con una sartén en la mano.

—¿Y por qué no? ¡Has admitido a muchachos que cantaban mucho peor que ella, sólo por el hecho de ser hombres! Sí, no pongas esa cara. Sabes que tengo razón. Cuando Mattius y Michel se vayan quedará sitio de sobra para ella.

—En realidad pensábamos marcharnos mañana —intervino Michel.

—¿En serio? —Martín le miró con interés—. ¿Ya has averiguado lo que querías?

—No, pero no tenemos mucho más tiempo, y ya nos hemos retrasado bastante. Además, nos queda un trecho de bosque para atravesar hasta la costa, y será mejor que lo hagamos antes de que vuelvan las lluvias.

—¿Hacia dónde vais? —quiso saber Lucía.

—Buscamos una ermita en la costa. En el fin del mundo.

Los ojos de la joven despidieron una centelleante alegría.

—Yo sé dónde está.

Martín casi se cayó de la silla.

—¡Caramba, muchacha! Sabemos que deseas ir con ellos, pero no es necesario que mientas.

—No miento. Mi padre era pescador en las rías. Conozco la costa y sus poblados.

—¿Y cómo fuiste a parar a aquella posada? —quiso saber Michel, intrigado.

—El mar se llevó a mi padre cuando yo tenía doce años, y mi madre y yo tuvimos que marcharnos. Volvimos al pueblo donde ella nació, y se casó de nuevo, con el animal que ya conoces. Echábamos de menos el mar, pero por lo menos teníamos a mi abuela cerca. Cuando mi madre murió intentando dar a luz a un medio hermano mío que nunca nació, decidí que algún día me marcharía lejos, y volvería a ver el mar.

—Entonces conoces el lugar… ¡Magnífico!

—¿El qué es magnífico? —preguntó Mattius, entrando por la puerta principal—. ¡Vaya, otra vez tú! —añadió al ver a Lucía—. ¿Por qué será que no me sorprende?

Michel le explicó lo que había pasado.

—La chica es buena, Mattius —añadió Martín—. Podría ingresar en el gremio, pero necesitaría un tutor que le enseñara todo lo que necesita saber, y luego la presentara a la asociación.

Mattius gruñó algo. No se le negaba nada al maestro del gremio de juglares.

—Mi vida ya es precaria —dijo Lucía suavemente—. Mi padrastro me pega, y a veces paso hambre. Cualquier día los moros pueden asaltar mi aldea, al igual que han atacado Santiago, y llevarme prisionera…

—Haremos una cosa —dijo Mattius—. Lo hablaremos esta noche en la reunión. Decidiremos entre todos.

Pero en el fondo ya sabía que la opinión del maestro pesaría más que la suya.

Apenas unas horas más tarde, la casa de Martín bullía de vida. Habían acudido cinco o seis juglares, pero armaban más ruido que veinte. Con sus ropas de colores y sus instrumentos musicales recorrían el salón saludándose unos a otros, presentando sus respetos al maestro y relatando sus últimas hazañas. Mattius se había unido a ellos, con una serena sonrisa en los labios.

En un rincón, Lucía lo observaba todo sin que los juglares repararan en ella. «Me habrán tomado por una criada», pensó, alicaída.

Era muy consciente de lo atrevido de sus deseos, y de los peligros que la vida juglaresca entrañaba para una mujer. Sabía que, a lo largo de la reunión, Martín expondría ante los juglares su extraña petición. Sólo de pensarlo se ponía nerviosa.

Como si se hubiera dado cuenta de lo perdida que se sentía, Michel fue a sentarse a su lado para darle conversación.

—Hola —le dijo—. Estás muy sola; ¿y tu abuela?

—Ha vuelto a la aldea. Dice que sabe que estaré bien.

—¿Y cómo puede saberlo?

—Tiene sus métodos.

—¿Y ella? ¿Estará bien?

—Por supuesto. El bosque es su hogar. Nadie puede hacerle daño allí.

Michel recordó a las meigas transformadas en lechuzas y se estremeció. La expresión de Lucía se dulcificó.

—Para ti debe de ser difícil aceptarlo —comentó—. Habrás recibido una sólida formación religiosa, ¿no? Y en los monasterios suelen olvidar que existen poderes que ellos no pueden controlar.

—¿Qué poderes? ¿Acaso las meigas invocáis al demonio?

—¡Oh, no, Dios nos libre! Tomamos nuestro poder del mundo. De la tierra. De los árboles. Y todo ello lo ha creado el Todopoderoso, ¿no?

—Pero hay meigas, como Fiona, que colaboran con la cofradía.

—También hay reyes malvados, y se supone que su linaje ha sido bendecido por la Iglesia. Algunas meigas, al igual que algunos reyes y nobles, e incluso Papas y obispos, hacen mal uso de un poder que se les ha entregado para hacer el bien. Pero todos somos humanos, y eso no puede evitarse.

Michel meditó aquellas palabras y las encontró muy sabias. Sin embargo, no estaba del todo de acuerdo con ella: quizá sí hubiera algo que pudiera hacerse.

—El hombre puede aprender —musitó—. Si todos supieran…

La llegada de un sonriente Mattius interrumpió sus pensamientos.

—¡Ah, estáis aquí! Muchacha, si te aceptan en el gremio serás avalada por algunos de los juglares más famosos. ¿Ves ése de la barba negra que no para de reírse? Es nada menos que Cercamón, juglar de juglares; incluso las damas de noble cuna suspiran por él, y hasta los reyes y príncipes le piden que amenice sus fiestas con sus relatos de batalla. Oirás a muchos que se hacen llamar Cercamón, porque es un nombre común entre juglares, pero sólo éste es el auténtico. Los demás son burdas imitaciones.

»Aquél de allá, el que va vestido de verde, es Orazio el Genovés, famoso no sólo por sus historias, sino también —bajó un poco la voz— debido a las juergas que se corre cuando tiene algo de dinero en el bolsillo. De todas formas, una cosa es segura: no podríais encontrar un compañero de viaje más alegre.

»El rubio de aspecto melancólico es Franz de Bohemia, el más tierno cantor de poemas y desgarradoras historias de amor imposible… Sinceramente, ése no es mi estilo, pero he de reconocer que, dentro de su especialidad, él es el mejor.

»El resto son juglares locales. Aquél de las campanillas prefiere los gestos a la voz. Le he visto actuar esta mañana, y es un gran actor de teatro. Al otro no lo conozco.

Lucía los observaba con ojos brillantes. Mattius se dio cuenta.

—De verdad, me gustaría que algún día llegases a ser como ellos —le dijo con sinceridad—, pero debes reconocer que lo tienes mucho más difícil que ninguno de los varones que se han presentado hasta ahora. La juglaría no es oficio decoroso para una mujer.

—Pero yo soy buena. Martín lo ha dicho.

—En tal caso, puede que tengas una oportunidad. Venid, la reunión va a empezar.

Los juglares se habían sentado en torno al maestro del gremio. Michel y Lucía estaban de más, y algunos les dirigían miradas interrogantes o poco amistosas. Mattius no se inmutó, y Martín no hizo nada por echar a los intrusos, de modo que nadie se atrevió a expresar en voz alta su desacuerdo.

Tras una breve oración a Santiago, que les permitía reunirse aquel día, los juglares comenzaron, por turno, a relatar las noticias que traían de todas partes del mundo conocido.

Así, Michel se enteró de que las relaciones del rey Roberto con Roma no habían mejorado; de que había guerra entre Bizancio y el zar de Rusia; de que el islam avanzaba cada vez más; de que las Treguas de Dios no se respetaban; de que las enfermedades, el hambre, la violencia y el miedo sacudían la Tierra.

El monje se entristeció. Pero lo que más le impresionó fue saber que, en aquel momento, la Iglesia tenía dos Papas.

—El arzobispo de Plasencia se ha hecho elegir Papa —explicó Orazio el Genovés—, porque nunca estuvo de acuerdo con la elección de Gregorio V, primo del emperador. Ahora, la Iglesia está dividida.

«La Iglesia está dividida», pensó Michel horrorizado. Podía sentir las miradas de los juglares a sus hábitos de monje. «Y mientras, los vikingos siguen atacando las costas francesas y luchando por conquistar las islas Británicas. Los moros llegan al mismísimo Santiago, se rompen las Treguas de Dios, la gente pasa hambre… efectivamente, éste es el fin del mundo».

Los juglares habían terminado de contar noticias. Guiados por Martín, comenzaron a recitar cantares y relatos que habían aprendido recientemente.

Michel y Lucía nunca habían visto nada semejante. El espectáculo de los juglares ampliando su repertorio, preguntándose unos a otros acerca de tal o cual canción o leyenda, escuchando con atención para memorizar letras ritmos, melodías…, era impresionante.

Siempre se había menospreciado el oficio de juglar. Se decía que el juglar lo era por rebeldía o necesidad. Antes de conocer a Mattius, a Michel no podía pasarle por la cabeza la idea de que hubiera juglares por vocación.

Así pasaron algunas horas. Ya era noche cerrada cuando María trajo la cena para todos y se tomaron un descanso.

—Esto es sorprendente —le dijo Michel a Martín—. Alguien debería ponerlo todo por escrito.

El maestro se sintió ofendido.

—¿Por escrito? ¿Por qué? ¿No te fías de nuestra memoria?

—No, no quería decir eso. Pero debería conservarse para… para cuando vosotros ya no estéis. Puede que otros no tengan tan buena memoria.

—No es buena idea. Un cantar está para ser cantado. Si lo escribes, la gente que lo lea en un futuro no conocerá la música, los gestos, la actuación… Un cantar no es sólo la letra. Poner por escrito algo que circula por el aire es como encerrar un pájaro silvestre en una jaula.

Michel no estaba de acuerdo.

—Pero alguien tuvo que escribir el cantar antes de que los juglares lo recitaran. ¿Quién fue el primero?

—Eso no importa. La gente quiere escuchar el poema, no saber quién lo escribió. Y ten por seguro que un juglar sólo conserva un manuscrito hasta que se lo ha aprendido de memoria.

—Pero sería más fiel al original si permaneciera escrito.

—¿Fiel? Los cantares son como gotas de agua. Cambian según la forma del recipiente. No importa el recipiente; el cantar seguirá siendo en esencia el mismo, aunque cada juglar lo recite de manera diferente. Ninguna de las versiones es la verdadera, y todas lo son.

Esto dejó muy confundido a Michel.

—Pero tuvo que haber un original…

—Mira, chico —cortó Martín, que empezaba a perder la paciencia—. No hay ningún amanuense dispuesto a copiar la mitad de las historias que conocen los hombres que están hoy aquí reunidos. Y no existe suficiente pergamino, papel ni vitela en toda Europa para escribir todo lo que sabemos en el gremio de juglares.

Michel enmudeció. Aunque la afirmación del maestro le parecía un tanto exagerada, tenía razón en cuanto a que los manuscritos eran un bien sumamente escaso. Los sabios sólo prestaban atención a los cantares cuando éstos relataban acontecimientos históricos importantes; entonces, si no existía otra fuente, los incorporaban a sus crónicas.

Mattius había oído por casualidad parte de la conversación y sonrió. Martín y Michel pertenecían a dos culturas distintas. El joven monje había crecido entre libros; el veterano juglar, aunque sabía leer, prefería confiar más en su oído y en su memoria que en la palabra escrita.

Después de cenar, el maestro del gremio de juglares los reunió a todos de nuevo en torno a sí y les anunció que la joven Lucía quería entrar en la sociedad. Nadie le contradijo, pero a los labios de los juglares asomó una sonrisilla escéptica.

Lucía decidió no hacerles caso. Consciente de lo que aquellos hombres pensaban, se plantó frente a ellos con su pandereta y recitó un poema sobre la leyenda de la batalla de Clavijo, en la que —se decía— Santiago Matamoros había aparecido a lomos de un caballo blanco para ayudar a los cristianos en la lucha contra el infiel. Concluyó su actuación con un elocuente grito:

—¡Santiago y cierra España!

Y esperó, conteniendo el aliento. Estaba segura de haberlo hecho bastante bien; su voz había vibrado en los momentos cumbre y apenas se había quedado en blanco.

Pero la expresión de los juglares no había cambiado.

—Has desafinado en la parte final —comentó Cercamón.

—Y has perdido el ritmo varias veces —añadió otro juglar, cuyo nombre ignoraba Lucía.

—Gesticulas poco.

—Y no cambias la voz cuando hablan distintos personajes.

—Decididamente —concluyó Franz de Bohemia, encogiéndose de hombros—, la voz de una mujer no es apropiada para un cantar épico. Mejor dedícate a las baladas de amor.

Lucía no sabía si llorar de frustración o estallar de indignación.

—Pues a mí me ha gustado —dijo entonces Mattius suavemente—. Para ser una novata no recita mal.

Todos enmudecieron y lo miraron, pasmados.

—¿Es esta joven protegida tuya? —inquirió Orazio el Genovés; era una forma suave de preguntar si mantenía una relación sentimental con ella.

Lucía enrojeció. Iba a decirle cuatro cosas, pero Mattius se le adelantó:

—Es la tercera vez que veo a esta chica en toda mi vida —respondió con calma—. Me salvó la vida en una ocasión y ya aquella noche me dijo que quería ser juglaresa. No la escuché entonces ni pensaba hablar en su favor, hasta que la he oído cantar hoy. Amigos, tenéis que reconocer que hemos oído cosas mucho peores.

—¡Hum! —dijo Orazio, rascándose la barba—. Tienes razón… ¿Le has advertido que muchas empiezan como ella y terminan de prostitutas?

—¡Yo no pienso…! —empezó Lucía, pero el juglar la interrumpió con un gesto:

—Eso dicen todas, muchacha. Pero son tiempos difíciles, y una mujer está mucho más segura si tiene un techo sobre su cabeza.

—Aunque si eres buena y sabes cómo hacerte respetar, quizá tengas una oportunidad —añadió Cercamón.

—Necesitaría un buen maestro —admitió Lucía; evitó mirar a Mattius, pero éste se sintió aludido de todas formas.

Los juglares dirigieron entonces su mirada a Martín, para que decidiera.

El maestro había estado considerando la situación.

—Yo la admitiría como aprendiz —dijo finalmente—, si hay alguien dispuesto a enseñarle y ser su maestro y mentor. Cuando la joven esté preparada, habrá de volver aquí y la examinaremos de nuevo para aceptarla como miembro de pleno derecho. Merece al menos esa oportunidad. ¿Alguien la adopta como aprendiz?

Nadie dijo nada, pero Mattius asintió con la cabeza.

—Yo lo haré —dijo, con un suspiro resignado—. Ya sabéis lo poco que me gusta la compañía, pero, gracias a mi amigo el monje, ya me voy acostumbrando a ella. Además, la muchacha me salvó la vida. Si sigue empeñada en ser juglaresa a pesar de nuestras advertencias, creo que lo menos que puedo hacer es guiarla y protegerla.

Martín asintió, mientras Lucía se contenía para no dar un grito de alegría.

—Me parece justo. ¿Alguien tiene algo que objetar?

Nadie dijo nada.

—Entonces —concluyó el maestro—, la joven Lucía queda admitida como aprendiz en el gremio de juglares. Aprenderá de Mattius el arte juglaresco hasta que esté preparada para presentarse aquí otra vez.

Los juglares se miraron unos a otros, por si alguien tenía alguna cosa que añadir. Mattius hizo una seña a Martín con la cabeza.

—Una última cuestión —dijo el anfitrión—. Mattius se encuentra en unas circunstancias muy peculiares y tiene una extraña historia que contaros.

Mattius vio que la atención de sus compañeros se centraba en él y relató una vez más todo lo que le había ocurrido desde el año anterior.

No le interrumpieron en ningún momento. Cuando acabó, las reacciones fueron diversas. Orazio el Genovés cruzó los brazos con escepticismo. Otros, como Franz de Bohemia, se sintieron intimidados ante las visiones apocalípticas que había descrito Mattius. Y Cercamón se mostró vivamente interesado por el Eje del Presente, y le pidió a Michel que se lo enseñara.

La joya circuló por toda la habitación; los juglares se guardaron mucho de tocar la piedra tras las advertencias del muchacho y cogieron el eje por el engarce.

—He oído hablar de esa cofradía —dijo entonces Cercamón—. Aunque su sede esté en Aquisgrán, tienen seguidores en muchos sitios. Pero son discretos; si el Papado no tuviera tantos problemas, ya los habría excomulgado por herejes. Se dice que adoran al diablo y que van predicando el fin del mundo.

—¿Qué pides, Mattius? —preguntó Orazio—. ¿Que os acompañemos para que os podáis proteger mejor de esa gente?

—En realidad no. Sólo quería escuchar vuestra opinión. No se me había pasado por la cabeza la idea de que vinierais conmigo. Llamaríamos mucho la atención.

—O no. No tiene nada de extraordinario que una compañía de juglares viaje de pueblo en pueblo. Yo iría contigo si me lo pidieras.

Mattius le dirigió una mirada dubitativa.

—Yo también quiero acompañaros —dijo Cercamón.

Martín sondeó al resto de juglares, pero todos bajaron los ojos ante su mirada. Sólo Orazio y Cercamón parecían resueltos a seguir adelante con su decisión.

Mattius consultó a Michel con la mirada. Éste se encogió de hombros. Los dos juglares eran altos y fuertes.

—El problema es que, después de la ermita —dijo Michel—, no sabemos adónde tendremos que ir a buscar el Eje del Pasado. A menos que alguien sepa qué es el Círculo de Piedra y dónde se encuentra.

Los juglares se miraron unos a otros, interrogantes. Nadie había oído nunca hablar de algo semejante.

—Nosotros te acompañaremos hasta donde podamos —afirmó Cercamón, y Orazio asintió para corroborarlo.

—Muy bien —decidió Mattius—. Partiremos mañana, pues.

Lucía observaba la escena con cierta preocupación. María, la esposa de Martín, creyó adivinar sus pensamientos.

—Te tratarán bien —le dijo en voz baja—. Ahora eres miembro del gremio. Estos hombres tienen un curioso sentido del honor. Sólo son fieles a sí mismos… y al gremio.

Lucía intentó sonreír. En aquella habitación no sólo se trataba su futuro y seguridad. Por primera vez oía íntegra la historia de Mattius y Michel, y acababa de enterarse de que, por lo que parecía, faltaba poco más de un año para la llegada del fin del mundo. No era una noticia tranquilizadora, pero a María no parecía preocuparle. Era una mujer sencilla que, como esposa de un ex juglar, había oído cientos de historias sorprendentes.

Cuando Mattius salió de la casa al día siguiente, estaba lloviendo.

El juglar se estiró bajo el umbral. Michel estaba desayunando aún, y Cercamón había ido a arrancar a Orazio de debajo de las sábanas; como de costumbre, el Genovés había prolongado su velada en la taberna más cercana. Mattius sonrió, contemplando la lluvia. Cercamón tardaría bastante en conseguir que Orazio se pusiera en pie.

Protegido por la cornisa, avanzó hacia el establo, pegado a la fachada de la casa. Se detuvo un momento en la puerta, al ver que había alguien junto a sus caballos: un muchacho delgado que estaba terminando de ajustar las alforjas al lomo del animal. Debía de ser un sirviente de Martín, pero Mattius no recordaba que los tuviera. Entonces el joven se volvió hacia él y Mattius se sintió estúpido. No era la primera vez que cometía aquel error. Estaba demasiado acostumbrado a ver a las mujeres con faldas.

—Sólo hay dos caballos, y seremos cinco personas —explicó Lucía con una sonrisa; parecía encontrarse muy cómoda con ropas masculinas—. Se me ha ocurrido que podemos usarlos como bestias de carga.

—Yo no suelo llevar mucho equipaje.

—Será necesaria comida para varios días. La vía del sur no es segura desde que la tomaron los moros, así que iremos por el norte y tendremos que atravesar una zona de bosque muy cerrado. No hay caminos, sólo senderos muy estrechos. Y nada de aldeas hasta llegar al mar.

—Pero habrá animales, ¿no? Ya cazaremos algo.

Ella sonrió, pero negó con la cabeza.

—Yo no te aconsejaría abandonar el sendero. Puede que te descuides y no puedas volver a encontrarlo.

Mattius no respondió. Salió del establo sin una palabra.

En la puerta de la casa esperaban ya Cercamón, Michel, Orazio —bostezando ruidosamente— y Sirius.

Martín salió a despedirlos. Mattius no creía mucho en las bendiciones, pero aceptó humilde y agradecido la del maestro del gremio de juglares.

—Tened cuidado, hijos míos. Y que Dios y Santiago os acompañen.

Los juglares y el monje asintieron. Lucía ya sacaba los caballos del establo.

Los ojos de Martín despidieron un destello luminoso.

—Y cuando volváis —concluyó—, pasad por aquí para contarme todo lo que hayáis visto.

Cercamón sonrió.

—Lo haremos, maestro —dijo—. Y lo contaremos en cantares.

Salieron de Santiago con una fina lluvia calándoles los huesos. Lucía iba a la cabeza, seria, decidida, avanzando por un sendero comido por helechos y matojos de un verde brillante. Michel y los juglares la seguían. Mattius y Orazio guiaban un caballo cada uno.

Pronto la marcha tuvo que hacerse más lenta. La lluvia arreció, las piedras del camino estaban resbaladizas y los cascos de los caballos tropezaban y avanzaban con dificultad. Un poco más allá, frente a ellos, un bosque impenetrable les cerraba el paso. No era un panorama alentador, pero Lucía seguía adelante, y los demás, para no ser menos, le iban a la zaga sin el menor comentario.

Penetraron en una zona prácticamente virgen. Los árboles se elevaban altísimos y los helechos invadían con frecuencia el estrecho sendero que los guiaba. Cuando llovía, el bosque parecía más salvaje, oscuro y amenazador; pero cuando lucía el sol se llenaba de sombras y claroscuros, y los sonidos de animales no identificados desde la espesura les ponían los pelos de punta.

Ninguno lograba dormir bien por las noches, pese a que Sirius estaba de guardia. Ni aun en los días más secos dejaba el suelo de estar húmedo, y resultaba difícil encontrar, en aquel bosque tan cerrado, un sitio lo bastante amplio como para poder estirar las piernas al tumbarse.

Los cinco compañeros no hablaban mucho entre ellos. Si alguien iniciaba una conversación, invariablemente ésta derivaba hacia el peligro de un ataque moro, la dureza de la marcha o —lo que era peor— el Apocalipsis que se acercaba. Incluso el infatigable Orazio, que hablaba por los codos al salir de Santiago, había perdido las ganas de hacer comentarios.

Avanzaban lentamente y el bosque les parecía siempre igual, de modo que pronto perdieron la cuenta de los días que llevaban de camino, aunque no llegara a una semana. Pero un día la espesura pareció despejarse un poco, y el sendero se abrió ante ellos: llegaban a la orilla de un río. Más allá, al otro lado, el bosque se hacía más claro.

—¡Menos mal! —estalló Orazio—. Me sentiré mucho mejor en cuanto crucemos este río.

Lucía se volvió hacia él y le indicó silencio.

—Ahora es cuando más peligro hay —dijo en un susurro—. Los moros no suelen adentrarse en un bosque como éste; pero nada les impide acercarse a la costa.

Mattius estaba estudiando el río con aire crítico. Michel se hallaba junto a él.

—¿Sabes nadar? —le preguntó el juglar al muchacho.

Éste palideció. Lucía les dirigió una sonrisa.

—Lo siento, es temporada de lluvias —dijo—. El río está muy crecido.

Michel recordó de pronto algunas zonas que había visitado, donde la sequía se había llevado las cosechas y las vidas de los niños. Lucía malinterpretó su aire de tristeza.

—No te preocupes, hay un puente algo más al sur —le informó—, aunque supondrá desviarnos un poco.

La marcha continuó por la ribera del río hacia el sur, hasta que tropezaron con un antiquísimo puente de piedra. Una vez al otro lado, avanzaron con más cautela. Los árboles ya no abundaban tanto, y podían ser presa fácil de los enemigos.

—Aunque no es posible que Al-Mansur siga por aquí —dijo Lucía—, sí es probable que haya dejado algún destacamento. Estamos muy al norte, pero no lo bastante todavía. Esto es aún territorio fronterizo. Hasta aquí ha llegado el islam.

Al caer la tarde comenzaron a notar la fresca brisa marina. Lucía señaló unas lomas en el horizonte.

—Allá detrás se ocultan los acantilados. Contra ellos baten las olas del mar Océano.

Pronto abandonaron el abrigo protector de los árboles. El camino siguió a través de un campo de hierba brillante hasta avanzar, serpenteando, entre dos altas colinas.

Ya atardecía cuando Sirius se detuvo y olfateó el aire.

—Esperad —dijo Mattius, parándose junto a él—. No sigáis por ahí.

Los otros se volvieron hacia ellos, interrogantes. Mattius parecía inquieto. El perro gruñía por lo bajo, con la piel del lomo erizada.

Sirius no se preocupa por nada —dijo Mattius, receloso—. Mucho me temo que no nos aguarde nada agradable ahí delante.

Cercamón miró a su alrededor. Estaban en un punto en que el sendero se estrechaba entre las dos lomas, y torcía hacia la derecha un poco más adelante.

—Éste es un sitio perfecto para una emboscada —asintió—. Mejor será que volvamos atrás.

Iban a hacerlo cuando unas figuras altas les salieron al paso. Tras ellos, más hombres les cerraron el camino. Estaban atrapados.

Eran un grupo de diez. Algunos iban a pie y otros a caballo, pero todos llevaban las holgadas ropas flotando al viento y las cimitarras colgadas al costado. Los miraban con unos ojos negros y penetrantes brillando en sus rostros de piel oscura. Sobre ellos ondeaba una bandera con el emblema de la media luna.

—Estamos perdidos —musitó Michel.

Sirius se lanzó sobre el moro más adelantado, ladrando y gruñendo, pero éste lo rechazó de un estacazo. El animal gimió, reculó un poco y se volvió de nuevo hacia el hombre, dispuesto a repetir el ataque. Mattius lo llamó a su lado, porque sabía que no tenía la más mínima oportunidad contra diez hombres armados, pero el perro no le obedeció y cargó de nuevo contra el moro. Un segundo garrotazo lo puso fuera de combate definitivamente.

—¡Sirius! —gritó Mattius y corrió hacia él.

Los moros no se lo impidieron. Tras ver que su perro no estaba muerto, sino sólo inconsciente, Mattius miró a su alrededor. Pese a la resistencia de Orazio y Cercamón, los moros los reducían y ataban a todos, para desvalijarlos.

Estaban prisioneros. Mientras otro de los sarracenos le amarraba las manos a la espalda, Mattius decidió que era inútil resistirse. Los pusieron a todos juntos para vigilarlos mejor.

—¿Nos matarán? —susurró Michel al oído de Mattius.

Éste no respondió. Estaba más pendiente de Lucía, que hacía todo lo posible para disimular su condición de mujer, tapándose el rostro con las greñas sucias de su cabello castaño. Con suerte, los moros no repararían en ella y la tomarían por un muchacho. En ciertas circunstancias, para una doncella cristiana era mejor morir que ser enviada al serrallo de algún noble granadino o cordobés.

Cercamón dio un breve codazo a Mattius. Ambos entendían un poco de árabe. Era importante saber qué opinaban los moros de ellos.

Sus captores examinaban las pertenencias de los viajeros. Presentaron ante el que parecía ser el jefe un confuso montón de laúdes, rabeles, zanfonas y panderetas. Cuando éste se inclinó y tomó entre las manos uno de los rabeles como si fuera un tesoro, Mattius adivinó que habían tenido suerte: era aficionado a la música. Pero él no sabía nada de la música árabe, y dudaba de que Cercamón conociera mucho más.

Los moros conversaban entre ellos. El capitán asintió, pensativo. Sus ojos se detuvieron en el monje y sus labios se curvaron en una extraña sonrisa. Mattius reprimió una maldición. Llevaba más de un año tratando de convencer a Michel de que cambiara sus gastados hábitos por algo que llamara un poco menos la atención, pero no había tenido éxito.

A una seña de su cabecilla, varios de los guerreros agarraron al monje y lo desvalijaron. El muchacho apenas trató de resistirse: estaba aterrado.

Los moros depositaron ante su jefe el zurrón de Michel. Dentro estaba la copia del códice de Beato de Liébana, los manuscritos de Bernardo de Turingia y el saquillo con el Eje del Presente.

El moro examinó el libro y frunció el ceño ante las impactantes ilustraciones sobre el Apocalipsis. Mattius sintió cómo todo su cuerpo entraba en tensión cuando tomó el saquillo, y dirigió una mirada a Michel; éste, sin embargo, observaba al moro con expectación, como si aguardara que pasara algo. «Probablemente», se dijo Mattius, «está esperando que arda en llamas por atreverse, siendo infiel, a tocar un objeto tan sagrado».

Pero el moro no ardió en llamas, aunque sí se quemó la piel al coger la piedra, exactamente como le había sucedido a Michel en la cripta de Carlomagno. Sin embargo, en lugar de arrojar el eje contra las piedras del camino, el infiel lo cogió con más cuidado, procurando no tocar la gema, y la examinó con una mezcla de curiosidad, suspicacia y temor reverente. Alzó entonces el eje hacia el sol y miró a través de él.

Y todos vieron con asombro cómo su rostro se transfiguraba en una expresión de asombro y espanto. Gritó algo y dejó caer el eje. Su semblante duro e impenetrable, curtido por el sol, por el viento, por la lluvia y por mil penalidades, estaba pálido como la cera.

Mattius se preguntó qué había visto aquel hombre a través del Eje del Presente. Por los gestos de sus captores, estaba claro que ellos también se lo estaban preguntando.

El capitán se inclinó de nuevo y recogió el amuleto con sumo cuidado. Después se acercó a Michel, lo alzó frente a él y le dijo algo que el muchacho no entendió, y que Mattius no llegó a oír. Y depositó el eje en el suelo, a sus pies.

Con una inclinación de cabeza y un curioso saludo, el moro se separó de Michel y se dirigió a sus hombres, dándoles unas órdenes que Mattius identificó como de retirada. Ellos mostraron sorpresa, pero no discutieron.

Momentos después, se alejaban hacia el sur, y pronto los perdieron de vista.

Nadie dijo nada hasta que el ruido de los cascos se apagó. Entonces, Orazio reaccionó.

—Oye, Cercamón, no te quedes ahí pasmado. Llevo una daga en mi bota. A ver si puedes alcanzarla. Esos hijos de Satanás podrían habernos liberado, por lo menos.

Cercamón no se movió, pero Mattius se apresuró a aproximarse al genovés y tratar de recuperar el puñal. Una vez hecho, lo sujetó ente las manos para que Orazio frotara las cuerdas contra su filo. Estaban espalda contra espalda, en una posición más bien incómoda, pero no se dieron por vencidos, y finalmente lograron soltar las cuerdas. Momentos después, todos estuvieron libres.

—No puedo creer que no se hayan llevado nada —comentó Lucía, con un silbido de admiración, mientras examinaba las alforjas—. Ni siquiera han cogido nuestros caballos. ¿Habrá visto el moro algo que no hayamos visto ninguno de nosotros?

Al punto, Michel cogió el eje y miró a través de él, como había hecho el capitán musulmán. Sólo vio un sol de un curioso color púrpura.

—Dicen que ellos pueden ver las cosas de distinto modo que nosotros —musitó Cercamón, todavía pálido.

Mattius le miró, y se preguntó qué podía haberle impresionado tanto. Entonces recordó que él había estado junto a Michel cuando el musulmán le había hablado.

El monje pareció tener la misma idea.

—¿Has entendido lo que me ha dicho el moro, Cercamón? —preguntó.

El juglar asintió.

—Dijo que poseías la mirada de Alá y que Alá te acompañaría para que realizases tu misión.

Michel se sintió tan impresionado que ni siquiera frunció el ceño al oír mencionar el nombre de Alá.

Todavía sin acabar de creerse su buena suerte, volvieron a cargar los caballos y siguieron adelante.

Anochecía ya cuando el mar se abrió ante ellos en un espectáculo sorprendente: la desembocadura del río se ensanchaba de tal forma que el océano parecía querer penetrar en ella; agua salada y agua dulce se fundían en un abrazo.

—Una ría —dijo Lucía, al ver que todos se paraban a mirarla—. ¿Nunca habéis visto ninguna?

Junto a la desembocadura del río había un pequeño pueblo de pescadores. Un sendero estrecho y retorcido que bordeaba la ría llevaba directamente a él.

—No tiene murallas —observó Michel, mientras avanzaba por la vereda con cierta dificultad—. Los moros estaban muy cerca. ¿Cómo se defienden?

—No creo que necesiten defenderse —respondió Cercamón—. Un pequeño pueblo pesquero no interesa a nadie. No tienen nada que robar ahí. Las conquistas se hacen por ciudades.

—Pero en tiempos de necesidad no se libra nadie —añadió Mattius—, y seguro que sufren de vez en cuando algún ataque vikingo. No me extrañaría que esa gente viviera con el miedo en el cuerpo. No les vendrá mal una compañía de juglares que amenice las veladas.

En la aldea los acogieron amablemente. Era un lugar tan apartado que sólo hablaban gallego. Lucía les preguntó por su situación exacta, y asintió tras las indicaciones.

—Lo que yo me imaginaba —les dijo a sus compañeros—. La senda a través del bosque no era recta. Aún nos quedan uno o dos días de camino hacia el norte.

Se alojaron aquella noche en una pequeña posada y actuaron para prácticamente todos los habitantes del pueblo, reunidos en la plaza. Por turnos, los tres juglares contaron historias y recitaron cantares.

Lucía permanecía sentada junto a un abrevadero de piedra, observando detenidamente a Orazio, que estaba actuando en aquellos momentos. El genovés sólo conocía una balada en gallego y a menudo pronunciaba mal alguna palabra, pero se desenvolvía bastante bien.

De pronto, la joven sintió que una mano le aferraba el hombro.

—No dejes de mirarle —dijo la voz de Mattius tras ella—. Estudia todos sus movimientos. Verás que su acento gallego no es muy bueno, pero lo disimula con el tono de la canción. ¿Conoces lo que está recitando?

—Sí… Pero yo no lo he aprendido exactamente igual.

—Eso es. Cada romance, cada poema, cada canción cambia según el intérprete. Y otra cosa: la vez que te vi actuar estabas muy rígida. ¿Ves a Orazio? Tienes que llegar a alcanzar esa soltura de movimientos. ¿Has entendido?

Lucía asintió.

—Formidable. Demuéstramelo. Cuando acabe Orazio entras tú.

La joven se volvió hacia él sorprendida, pero el juglar ya se alejaba hacia Cercamón, que contemplaba la actuación en pie junto a la puerta de la posada, con la espalda apoyada en la pared de piedra. Lucía vio cómo los dos conversaban entre ellos y los ojos de Cercamón se clavaban en ella.

El genovés acabó su actuación con una airosa reverencia. A Lucía le gustó el gesto, y tomó nota mentalmente para ensayar algo parecido. Cercamón salió entonces a escena y, cuando se acallaron los aplausos, anunció en gallego que en aquella compañía de juglares extranjeros había uno que pertenecía a aquella tierra y que sabría interpretar mejor que nadie las baladas galaicas. Señaló a Lucía con un gesto grandilocuente, y la muchacha enrojeció cuando sintió todas las miradas clavadas en ella. Pero percibió también la de Mattius dándole ánimos.

Respiró profundamente. No era una audiencia muy amplia ni exquisita. Probablemente a su tutor le había parecido fabuloso para empezar.

Haciendo de tripas corazón, con una amplia sonrisa y las mejillas aún arreboladas, salió al centro de la plaza y saludó con bastante gracia. Alguien gritó por el fondo que se pusiera una falda y enseñara las piernas, pero ella no hizo caso. Echó mano a su memoria en busca de los cantares y baladas en gallego que conocía, y eligió una muy sencilla, pero muy tierna, sobre un caballero que entraba en un bosque encantado y debía liberar a una doncella. La había escuchado en su niñez y le traía recuerdos de tiempos mejores, de forma que la interpretó con soltura y emotividad, casi olvidándose del público que la observaba.

Cuando finalizó, se inclinó ante el auditorio con las mejillas ardiendo. La recibió una salva de aplausos, y nadie se atrevió a hacer el menor comentario a su condición de mujer.

Lucía dio las gracias y miró a Mattius, que le indicó con gestos que continuara con otra cosa.

Lucía no tenía preparado nada más. Conocía muy pocos poemas en gallego, aparte de cantarcillos de muchachas enamoradas que se lamentaban de la ausencia del amigo. Recordó entonces una historia que había oído alguna vez, en alguna parte, acerca de un muchacho raptado por los vikingos junto al mar. El joven había llegado a ser un gran guerrero vikingo, pero a su vez iba extendiendo el cristianismo entre sus nuevos compañeros. Lucía podía reproducir la música y recordaba el argumento, pero no estaba segura de poder reinventarse la letra sobre la marcha.

Tragó saliva y comenzó a relatar la historia. Era obvio que no dominaba el tema, y se sintió desfallecer al advertir que los pescadores estaban extremadamente serios. «No les está gustando», pensó ella, pero siguió cantando.

Por suerte, era un poema muy breve. Cuando acabó, aún le temblaban las piernas.

Sin embargo, su actuación fue acogida con una extraordinaria ovación, aunque los rostros del público seguían sin sonreír.

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Orazio a Mattius, pero éste se encogió de hombros.

Lucía corrió hacia ellos.

—¿Lo he hecho bien? —jadeó—. ¿Por qué me habéis hecho cantar dos veces seguidas?

—Porque no conocemos más historias en gallego —confesó Orazio con una mueca—. Se nos había acabado el repertorio.

Un pescador se aproximó a ellos con lágrimas en los ojos y le dio las gracias a Lucía efusivamente. Hablaba deprisa y los juglares no entendían qué pasaba. Cuando la muchacha se volvió hacia ellos, estaba pálida y ya no sonreía.

—La historia del joven raptado por los vikingos… —dijo.

—¿Qué?

—Sucedió aquí. Este hombre era su hermano.

Los demás quedaron sorprendidos. Mattius sonrió con orgullo. Esas cosas sólo podían hacerlas los juglares.

—Has estado magnífica —le dijo a Lucía—. Sólo te falta un poco más de práctica y, por supuesto, aprender muchos cantares.

—¿Muchos? ¿Como cuántos?

—Tantos como tu mente sea capaz de retener.

Al día siguiente, muy temprano, salieron del pueblo y prosiguieron su viaje hacia el norte. Dos días más tarde llegaron a un pequeño poblado pesquero dispuesto en la parte sur de un cabo que se proyectaba hacia el océano. Aquella situación resguardaba al pueblo de las grandes olas que batían los acantilados al otro lado de la estrecha lengua de tierra.

—Esto es Fisterra —anunció Lucía—. En castellano lo llaman Finisterre.

Michel se sobresaltó, se puso pálido y empezó a balbucear algo.

—¿Qué pasa? —interrogó Mattius, ceñudo.

—Yo… este… —comenzó a enrojecer—. Creo que interpreté mal el pergamino. Decía Finís Terrae. Creí que se refería al fin del mundo. No imaginé que podía haber un pueblo con ese nombre. Si hubiera sido más perspicaz, podríamos haber llegado aquí hace meses.

Finis Terrae —dijo Cercamón, pensativo—. El lugar donde la tierra se acaba. ¿Por qué se llama así?

—Es la punta más occidental de la península, y dicen que del mundo —explicó Lucía—. Más allá no hay nada.

—Chica lista —comentó Mattius—. Lo has adivinado antes que cualquiera de nosotros. ¿Estás segura de que aquí hay una ermita?

—Creo recordar que sí. Más allá, en el extremo del cabo. En lo alto de un acantilado.

—Hay tiempo para ir a la ermita antes del anochecer —dijo Cercamón estudiando la posición del sol—. Luego, cuando hayamos cogido esa… cosa, pasaremos por el pueblo, a ver qué nos dan por una buena actuación.

Todos estuvieron conformes, y siguieron adelante, hacia la punta del cabo. Atravesaron el pueblo y mucha gente los vio; dijeron que iban a visitar la ermita y que volverían para actuar por la noche. La noticia causó un gran revuelo. No eran muchas las visitas que solía recibir aquel rincón tan apartado del mundo.

El sol empezaba a declinar cuando alcanzaron la ermita, una antiquísima construcción de piedra cubierta de musgo y liquen.

—Debería estar aquí —susurró Michel—. Si me he equivocado, ya no sabré dónde buscar.

Entraron en la ermita, baja, pequeña y oscura. Dentro, un leve rayo de luz penetraba tímidamente a través de una estrecha ventana. Al fondo había una figurilla de barro que representaba a una Virgen; a sus pies, un ramillete de flores ya marchitas era todo lo que quedaba de una plegaria ofrecida por alguna chiquilla del lugar.

—Os espero fuera —dijo entonces Lucía; su voz sonaba algo ahogada—. No me gusta sentirme encerrada.

Nadie le respondió, pero ella salió de todas formas.

Michel avanzó y se arrodilló frente a la Virgen, con respeto. Cerró los ojos y elevó una oración silenciosa. Tras él, los tres juglares y el perro guardaban un silencio sobrecogido.

Apenas unos instantes después, Michel se incorporó y se aproximó a la estatuilla. Con gesto grave, la tomó entre sus manos y la depositó en el suelo. Levantó entonces la parte superior del pedestal de piedra: estaba hueco. Dentro había un pequeño paquete. Michel lo cogió con un escalofrío y lo desenvolvió. Alzó el objeto hacia el rayo de luz.

—Es el Eje del Futuro —musitó.

Mattius exhaló un suspiro de alivio.

—Salgamos de aquí… —empezó, pero entonces el perro comenzó a gruñir, mirando hacia la estrecha entrada de la ermita.

—¿Moros otra vez? —murmuró Orazio.

—No —dijo Mattius, sombrío—. Me temo que es algo peor. Coged vuestras armas, si es que lleváis. Tú, Michel, quédate aquí dentro. Intentaremos protegerte.

Sirius lanzó un potente ladrido y se precipitó hacia el exterior.

Fuera, Lucía había dado la vuelta al edificio y descendido un poco por el acantilado. De pie sobre la roca, contemplaba el mar insondable y la línea donde el mundo se acababa. Recordó las leyendas que se contaban acerca de los terribles monstruos marinos que habitaban allí, y se estremeció.

Cerró los ojos. Sintió el viento azotándole el rostro y sacudiéndole los cabellos, y oyó el bramido de las olas al chocar contra la escollera.

Y entonces, de pronto, vio en su mente una imagen perdida en la bruma de los siglos: un grupo de enormes piedras verticales, como las que había visto alguna vez en olvidados rincones del bosque galaico. Pero estas rocas, en lugar de erguirse solitarias, o en grupos de tres o cuatro, sostenían piedras horizontales y formaban un gran círculo.

Lucía abrió los ojos, sobresaltada. Nunca había visto un círculo de piedras como el de aquella imagen, pero parecía tan vivido como un recuerdo, y le resultaba poderosamente familiar. Sacudió la cabeza. A veces tenía visiones de ese tipo. Eran parte de los poderes heredados de su abuela. No sabía qué significaba la visión, pero era casi seguro que entre Michel y Mattius sabrían interpretarla.

Sonrió, satisfecha. Por fin parecía que las cosas empezaban a funcionar.

Los juglares habían salido del edificio y no vieron a Lucía, que estaba al otro lado, pero se tropezaron con un viejo conocido esperándolos fuera.

—García —dijo Mattius—. Qué desagradable sorpresa.

El maestre de la Cofradía de los Tres Ojos sonrió. Esta vez no llevaba meigas consigo, sino un grupo de hombres armados.

—Me temo que vais a tener que dejar el eje donde lo habéis encontrado. Y, por descontado, nos encargaremos de que el otro amuleto vuelva a su lugar.

Mattius iba a decir algo, pero García hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se lanzaron sobre los juglares. Orazio había sacado su daga, Cercamón enarbolaba su bordón y Mattius tenía a su perro. Sin embargo, sus oponentes eran más y, aunque lucharon, nada podían hacer. Mattius vio, en un segundo, a Orazio cayendo inconsciente tras un golpe en la cabeza; a Sirius desangrándose en el suelo después de haber dejado fuera de combate a un par de hombres; y deseó no haber visto el filo de una espada hundiéndose en el pecho de Cercamón, que se desplomó sin un gemido.

Se dio la vuelta un brevísimo momento para ver si podía coger el bordón de su amigo, pero algo silbó junto a su oído, sintió un golpe en la sien y todo se oscureció. Oyó varias voces entre las brumas.

—Señor, dentro de la ermita no hay nadie.

—¿Cómo…? ¿Y el monje?

Una autoritaria voz femenina intervino en la conversación:

—¡Dejadlos marchar!

—¡Pero…! —protestó García.

El último pensamiento de Mattius fue para Michel: si no estaba en la ermita, ¿dónde se había metido?

Un extraño cántico fue lo primero que le recibió cuando recobró la consciencia. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos, pero la luz brillante era tan hiriente que le obligó a tenerlos cerrados. El cántico cesó.

—No te muevas —dijo suavemente la voz de Lucía—. Tienes un feo corte en la cabeza.

Poco a poco fue recuperándose, y por fin pudo abrir los ojos.

Se hallaba en un cuartito de una humilde casa de pescadores, tendido sobre un jergón de paja. Cerca de él, Orazio yacía, pálido pero sonriente, con una aparatosa venda en la cabeza y el brazo en cabestrillo.

—Buenos días —saludó el genovés—. ¿Cómo te encuentras?

Mattius iba a decir algo, pero no pudo. Percibió un movimiento junto a su cabecera y se giró un poco, justo para ver a Lucía machacando algo en un mortero. La muchacha se volvió hacia él y le sonrió.

—No te muevas —repitió—. Puede que esto te escueza un poco.

Le estaba cambiando las vendas. Extendió sobre la gasa la sustancia del mortero y se la aplicó a la herida entonando su extraño cántico en el lenguaje de las meigas, aquella curiosa mezcla de gallego y palabras desconocidas. Inmediatamente, Mattius dio un respingo.

—Ya te lo he dicho, escuece. Pero no te preocupes: se te pasará.

—Hazle caso, Mattius —dijo Orazio—. Estabas fatal cuando salimos de la ermita. Yo te di por muerto, pero Lucía ha conseguido salvarte, y también a ese perro tuyo.

—¿Y Cercamón?

El rostro de Orazio se ensombreció.

—Más vale que descanses, amigo. Ya hablaremos cuando estés bien.

Mattius no tenía intención de hacerle caso, pero su cabeza no resistió mucho más. Cayó en un profundo sueño.

Pasaron tres semanas antes de que Mattius estuviera en condiciones de levantarse y de intentar averiguar qué había pasado. Una vez lo hizo, las noticias no resultaron reconfortantes.

—Lo oí todo desde el interior de la ermita —explicó Michel—. No tenía mucho tiempo, así que intenté escapar por la ventana, y lo conseguí, aunque salí lleno de arañazos y por poco me quedo ahí atascado. Trepé hasta el tejado y me escondí tras el pedestal de la cruz de la fachada frontal. Vi cómo esa gente os golpeaba, pero no pude hacer nada. Entonces alguien les dijo que se detuvieran.

—¿Una mujer? —interrumpió Mattius.

Michel frunció el ceño.

—No lo sé. En ese momento agaché la cabeza porque me pareció que miraban hacia arriba, así que no pude ver nada más.

Mattius dirigió una mirada a Lucía, que se encogió de hombros.

—Yo no vi nada —dijo—. Estaba escondida tras la fachada de la iglesia. Sólo salí cuando oí que todos se habían marchado.

—Ni siquiera me buscaron —concluyó Michel, desconcertado—. Lucía vio la situación y se fue corriendo a buscar plantas para curaros —hizo una pausa, y luego prosiguió en voz más baja—. Para Cercamón ya era demasiado tarde.

Mattius cerró los ojos. No le habían dicho nada hasta aquel momento, pero ya se lo había imaginado desde el principio, aunque su corazón no hubiera querido aceptarlo.

—Os llevamos al pueblo sobre los caballos —prosiguió Lucía—. Me temo que los pescadores se quedaron sin su representación, pero son buena gente, y nos han alojado todo este tiempo. Yo he actuado para ellos un par de veces. La familia que vive aquí nos ha cedido su pajar a cambio de la fórmula de mi medicina para cicatrizar las heridas —sonrió tristemente—. Es un conocimiento muy útil hoy en día.

—Desde luego —concedió Mattius con gravedad.

Hubo un largo silencio. Entonces, Orazio dijo:

—Hemos enterrado a Cercamón en la punta del cabo, junto a la ermita. Allí donde la tierra se acaba. El juglar más viajero del gremio no podía descansar en otro lugar.

Mattius no respondió.

Tardó un par de semanas más en estar totalmente a punto. Entre Orazio, Lucía y él hicieron una actuación en la plaza de la aldea para agradecer el cobijo que les habían prestado. Sus recitados fueron buenos, pero ya no había alegría en sus voces.

—De modo que ya tenemos dos ejes —le dijo Mattius a Michel la mañana siguiente; era la primera vez que hablaban de ello desde la noticia de la muerte de Cercamón—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé —confesó el muchacho, abatido—. Lucía dice que ha visto el Círculo de Piedra en sueños. Un monumento enorme, hecho de grandes piedras verticales que sostienen otras horizontales. Dice que está al otro lado del mar.

—¿Al otro lado del mar? Todos lo saben, Michel. No hay nada. A no ser…

—¿Qué?

—A no ser que se refiera a las grandes islas del norte. La Bretaña.

—¡La Bretaña! —repitió Michel—. ¿Qué sabes de ese sitio?

—Que es más oscuro y salvaje que cualquiera de los lugares que hemos visitado. Dicen que la parte sur está civilizada y cristianizada, pero deben luchar constantemente contra los vikingos que los atacan y que han conquistado gran parte del reino. La Bretaña es el lugar de donde vienen los antepasados de Lucía: los celtas.

Michel no dijo nada durante un rato, meditando la información. Luego murmuró:

—¿Y tú qué opinas? ¿Debemos ir o no?

—¿Siguiendo un sueño? No sé, Michel. ¿Qué dicen tus pergaminos?

—Hablan del Círculo de Piedra donde todos los ejes se hacen uno. En un país brumoso y desconocido, donde sólo los valientes se adentran.

Mattius asintió.

Lo hablaron con Lucía y Orazio, y discutieron mucho. Por más que aventuraron teorías, no lograban entender por qué los de la cofradía les habían dejado marchar, y eso quizá los inquietaba más que decidir el siguiente paso a seguir.

—Si vamos a ir a la Bretaña —dijo Mattius—, deberíamos pasar por La Coruña. Es el puerto importante más cercano de aquí. No estoy muy seguro de que haya muchos barcos que se dirijan allí, pero no cuesta nada probar, ¿no os parece?

Orazio dudaba.

—Mirad, yo soy sólo un pobre juglar, no un héroe. Puedo acompañaros por toda la tierra, pero los barcos no me inspiran confianza, y menos por el mar Atlántico. Como buen genovés, aceptaría una travesía por el Mediterráneo, donde no hay vikingos y las tormentas no son tan duras. Pero ir a Bretaña con los tiempos que corren me parece una empresa demasiado arriesgada para mí.

Mattius clavó sus ojos en él. Orazio desvió la mirada.

—Está bien, amigo mío. No te pediré que nos acompañes. Tampoco a mí me gustan los barcos. Pero ven con nosotros a La Corana. Sólo preguntaremos, nadie dice que vayamos a tomar una decisión ya.

Orazio estuvo de acuerdo.

Partieron al día siguiente, nada más salir el sol. Pasaron por la ermita para despedirse, por última vez, de Cercamón.

Los dos juglares, el monje y la muchacha rezaron junto a la tumba donde su amigo descansaba, arrullado por el sonido de las olas mecidas por el viento.