Año 997 d.C.
Mundus senescit
Acoro con los salvajes gritos de los atacantes, las llamas que envolvían la abadía crepitaban ferozmente y se alzaban hacia un cielo sin luna, iluminando el bosque cercano. El techo del establo se derrumbó con estrépito, al igual que la bóveda de la iglesia recién saqueada. Las oscuras sombras que rodeaban el monasterio aullaron de nuevo y, unas a pie y otras a caballo, se alejaron hacia el pueblo que dormía aguardando la llegada del alba.
Oculta por la sombra de los frondosos árboles, una figura corría por el bosque, jadeante, tropezando, buscando un refugio. Dio un traspié y cayó sobre la húmeda hierba. Rodó hasta un espeso matorral y se ocultó allí, sollozando. Sólo cuando las voces se apagaron se atrevió, prudentemente escondido y sin asomarse demasiado, a volver la vista atrás para contemplar los restos de lo que había sido su hogar en los últimos años. Temblando, vio cómo el fuego se consumía lentamente.
Sintió que lo atenazaba el desaliento; pero, a pesar de su juventud, a pesar de su fragilidad, a pesar de su miedo, no dejó ni por un momento de estrechar contra su pecho un preciado códice que había logrado rescatar de las llamas.
En su mente seguía resonando una terrible frase: Mundi termino appropinquante… Sus labios formaron las palabras de una plegaria, pero su garganta no emitió ningún sonido.
Mundi termino appropinquante…
Michel
En la plaza se había formado un pequeño grupo de gente que iba aumentando lentamente, atraído por una sólida y potente voz que recitaba un largo cantar. Sentado en los escalones de piedra de la iglesia, perdido en sus pensamientos, un jovencísimo monje parecía ser el único en no sentir interés por la historia que se relataba un poco más allá. Su hábito negro indicaba que pertenecía a uno de los muchos monasterios que la orden de Cluny tenía sembrados por Normandía y Francia.
Una muchacha que pasaba se le quedó mirando y, compadecida, se detuvo junto a él.
—¿Qué te sucede, hermano? —preguntó—. Pareces preocupado.
El chico alzó la mirada y sonrió. Estaba pálido, y sus ropas no lograban disimular su extrema delgadez.
—¿Has oído hablar del monasterio de Saint Paul? —le preguntó a la aldeana.
Ella ladeó la cabeza, tratando de pensar.
—¿El que está junto a las montañas, cerca del bosque?
—Estaba, querrás decir. La semana pasada sufrimos un ataque. No dejaron piedra sobre piedra.
En el rostro de la joven se formó un rictus de rabia e indignación.
—Húngaros —dijo. Más bien escupió la palabra—. No sabía que habían llegado tan lejos. Nada detiene a esos salvajes.
El monje guardó silencio. La muchacha lo miró fijamente.
—¿Te has quedado sin hogar? No te preocupes. El abad de Saint Patrice te acogerá. ¿Es eso lo que te trae por aquí?
El monje negó con la cabeza y sonrió con cierta condescendencia.
—No; voy muy lejos. Busco un lugar llamado la Ciudad Dorada.
La muchacha se encogió de hombros.
—Nunca la he oído nombrar.
El monje no pareció sorprendido. No había esperado ni por un momento que ella lo conociera.
—Tú debes de haber leído muchísimos libros —añadió la aldeana, que seguramente no sabía leer—. ¿No sabes dónde está?
El muchacho desvió la mirada.
—No creo que sea algo que esté escrito en los libros —dijo.
—Entonces pregúntale a él —replicó la chica, señalando con el mentón al grupo del fondo de la plaza—. Es un juglar muy famoso. Ha viajado por todo el mundo, y conoce muchísimas historias —le brillaban los ojos de admiración—. Si se trata de una leyenda, seguro que la sabe.
El monje no respondió. Para una muchacha humilde como ella, un juglar debía de ser todo un héroe. Él, por su parte, abrigaba bastantes dudas acerca de los conocimientos de un simple narrador de cuentos ambulante. Pero no dijo nada, ni siquiera cuando la chica se despidió deseándole suerte. Se limitó a dedicarle una sonrisa.
Se quedó inmóvil un rato, mientras la voz del juglar, relatando las hazañas de algún héroe carolingio, seguía resonando por la plaza.
La norma de su orden le advertía de los peligros de relacionarse con gente de aquella clase. Los juglares no solían ser tipos de fiar; contaban historias y recitaban poemas, pero también divulgaban canciones obscenas, estafaban y robaban si tenían ocasión. Eran, además, vagabundos, individuos errantes de dudosa moralidad.
Torció el gesto. Podía ser muy famoso, podía actuar en las cortes de los príncipes y tener a las muchachas encandiladas; pero seguía siendo un juglar.
Por otro lado, el secreto que él se había llevado consigo en su huida del monasterio era una carga demasiado pesada como para portarla solo. Y cualquier abad le diría lo que le había dicho su superior unas semanas atrás: «Olvídate de esas tonterías, jovencito. Ofenden a Dios».
Lo único que podía hacer era continuar él solo. Sin embargo, el mundo era grande, y no sabía por dónde empezar. Quizá debería encontrar a un caballero que lo escoltara; pero todos los caballeros tenían cosas mejores que hacer.
Oyó vítores y aplausos: el juglar había terminado su actuación, y agradecía los donativos que recogía un enorme perrazo que se paseaba entre el público con un platillo en la boca. El muchacho pudo vislumbrar al recitador entre la gente, porque era muy alto. Se trataba de un hombre joven, de rasgos afilados y mirada sagaz. Los cabellos castaños le enmarcaban el rostro, y le caían sobre los hombros formando ondas. No parecía haberse afeitado en varios días.
El monje se sorprendió a sí mismo considerando muy seriamente la sugerencia de la aldeana. Después de meditarlo unos instantes, se encogió de hombros. «Bueno», se dijo. «Este hombre está acostumbrado a contar historias extraordinarias. Una más no le sorprenderá».
Se levantó, resuelto a acercarse y preguntarle por la Ciudad Dorada. Se aproximó al juglar mientras éste recogía sus cosas, llamaba al perro con un silbido y se cargaba su instrumento a la espalda.
Tres chicas le salieron al paso al narrador de historias, reprimiendo risitas y dándose codazos disimulados, en busca de una mirada, una sonrisa, un gesto amable de aquel hombre que sabía tantas cosas. Pero el juglar las despidió con una frase seca, y ellas se alejaron decepcionadas.
El monje lo observó con curiosidad. El hombre de las historias poseía una extraña calma y dignidad que lo hacían completamente diferente a otros juglares que entretenían a su público haciendo payasadas. Lo vio acariciar a su perro con una expresión seria y pensativa, y, seguidamente, alzar la mirada hacia él. Los ojos del juglar se clavaron en el monje y lo estudiaron de la cabeza a los pies. El muchacho se sintió molesto, y enrojeció intensamente.
—¿Qué miras? —protestó.
—A ti —replicó el otro sin alterarse—. Hace rato que me estás observando. ¿Te parece mal que actúe tan cerca de la iglesia? Eres demasiado joven para meterte en esas cosas. Además, tengo permiso del párroco.
El monje enrojeció aún más.
—No se trata de eso —dijo—. Me gustaría preguntarte algo. Dicen que has visitado muchos lugares y conoces gran cantidad de historias.
El hombre le dirigió una mirada inquisitiva.
—Tengo cierta prisa, amigo. Pretendo llegar a Louviers antes del anochecer, así que no pienso recitarte un cantar entero. Ya he terminado mi trabajo aquí.
—Seré breve. ¿Sabes dónde está la Ciudad Dorada?
El juglar lo observó con curiosidad.
—Hay muchas ciudades doradas en muchas historias. Conozco varios sitios que podrían llamarse así.
El chico pareció desanimarse.
—Entiendo —dijo—. Gracias, de todas formas.
Se volvió para marcharse, pero el juglar se sintió intrigado.
—¿Para qué quieres saberlo? —le preguntó—. ¿Y por qué me preguntas a mí? Seguramente el abad de tu monasterio podrá informarte mejor que yo.
El monje dio media vuelta y lo miró con fijeza.
—Está muerto —dijo—. Todos están muertos.
El narrador de historias comprendió.
—Vienes de Saint Paul. He oído hablar de lo que pasó allí. No sabía que hubiera habido supervivientes.
El chico le dirigió una mirada inexpresiva.
—Pero debes seguir adelante —prosiguió el juglar—. Todos pasamos por un mal trago. Todos tenemos que madurar algún día. Tú no eres especial por eso.
El monje se quedó boquiabierto. Iba a replicar algo, pero el otro continuó:
—Yo era un chiquillo mucho más joven que tú cuando el señor feudal de mi tierra arrasó mi aldea y mató a mi familia. Debía de tener cinco o seis años, pero aquel día la infancia se acabó para mí —hablaba con voz fría y desapasionada, como si ya nada pudiera herirle, como si hubiera perdido la capacidad de sentirse impresionado—. Tuve que echarme a los caminos y a veces pasé hambre y frío, y corrí peligro; pero no me fue tan mal. En cambio tú, muchacho, encontrarás refugio en cualquier monasterio. Allí te escucharán.
—Nadie me escuchará en ningún monasterio —dijo el monje a media voz—. Y ni siquiera voy a intentarlo. Tengo que ir a la Ciudad Dorada y el tiempo se acaba.
El juglar lo miró extrañado y pensativo. Su perro lanzó un corto ladrido.
—Dices cosas muy raras, chico. O estás loco o tienes una historia interesante que contar. Si me lo explicas, tal vez pueda encontrar alguna pista sobre esa Ciudad Dorada.
El muchacho no respondió. Parecía dudar.
—Bueno, está bien —concluyó el juglar encogiéndose de hombros—. No tengo todo el día y no puedo esperar a que te decidas. Que tengas suerte, chico.
Dio media vuelta y echó a andar por la plaza.
—¡Eh, espera!
El monje corrió tras él.
—Puedo acompañarte un trecho —dijo—. Hasta el próximo pueblo. Te contaré lo que sé, y quizá puedas ayudarme… si es cierto lo que dicen de ti.
—La gente habla mucho. Nunca me paro a escuchar lo que se dice de mí. ¿Cómo te llamas?
—Michel —contestó el monje, agradecido—. Michel dÉvreux.
El juglar asintió.
—Yo soy Mattius —dijo solamente.
El joven religioso había olvidado sus prejuicios. Mientras caminaba junto al alto juglar por una vereda flanqueada de abedules se preguntó por un momento qué le había impresionado tanto de aquel hombre como para pedirle su atención y su compañía. «El mundo está loco», se dijo.
—¿Y bien? —preguntó Mattius al cabo de un rato.
—Yo nací en una familia pobre; éramos ocho hermanos, y yo era el más débil. Suponía una carga para mi familia y, además, me sentía atraído por la vida religiosa y la austeridad y espiritualidad de los monjes de Cluny. Por eso mis padres me ingresaron muy joven en un monasterio que dependía de la orden. Eso fue hace ocho años, cuando yo tenía seis. Allí aprendí latín y muchas otras cosas, pero, como lo que realmente me gustaba eran los libros, y tenía buena letra, pronto me pusieron a trabajar como amanuense.
»La verdadera historia comienza hace unas semanas, cuando tuve que copiar en el scriptorium un libro muy especial. ¿Has oído hablar del Apocalipsis?
—¿El Apocalipsis? El párroco de mi aldea nos contaba cosas cuando éramos niños, para asustarnos. Sobre terribles catástrofes que sacudirán el mundo cuando esté próximo el día del Juicio.
—Hambres, plagas, guerras y epidemias —asintió Michel; hablaba con cierta dificultad, porque le costaba seguir el ritmo del juglar, y comenzaba a cansarse—. El mundo envejece y, por tanto, ha de morir. El final del reinado de Cristo sobre la Tierra se acerca. El fin del mundo, según el Apocalipsis, ocurrirá un milenio después del año del nacimiento de nuestro Señor. Exactamente dentro de tres años.
Mattius se le quedó mirando.
—¿Y eso es todo? ¿Vas a decirme que el fin del mundo se acerca y debemos expiar nuestros pecados?
—No, por supuesto que no —jadeó Michel—. A pesar de lo que diga el Apocalipsis, ningún mortal puede poner fecha al día final. Eso lo sabe cualquier religioso —hizo una pausa, para recuperar el aliento—. Oye, ¿te importaría que paráramos un momento? Vas demasiado deprisa para mí. Además, quiero enseñarte algo.
Se detuvieron junto a una fuente para descansar. Michel metió la cabeza bajo el chorro que brotaba de entre las rocas y la sacó completamente empapada. Mattius esperaba con cierta impaciencia.
El muchacho alcanzó su zurrón y extrajo un enorme libro de su interior. El juglar se acercó y lo observó con un extraño brillo en los ojos.
—Ese códice debe de valer una fortuna —comentó.
Michel se sobresaltó y lo miró. En su interior renacía la desconfianza, y Mattius se dio cuenta.
—No te lo voy a robar —dijo—. Me gustan los libros, y ése está miniado, además. Es una joya.
El joven monje no respondió. Buscaba algo entre las páginas del códice. Mientras pasaba hojas, Mattius contemplaba las ilustraciones con seriedad.
—Son terribles —comentó.
—Son imágenes del fin del mundo —Michel detuvo su búsqueda para enseñárselas con más calma—. Este libro es una copia de una obra que escribió cierto monje español, llamado Beato de Liébana, hace más de doscientos años. Son unos comentarios al Apocalipsis. Me lo dieron para que lo copiara.
—¿Y tú sabes pintar cosas así? —preguntó Mattius, señalando las miniaturas.
Michel enrojeció.
—No, en realidad… todavía no. Yo sólo copio las letras. Son otros los que reproducen las ilustraciones. Pero el libro no es lo más importante —reanudó su busca entre las páginas del volumen, hasta encontrar un legajo de hojas sueltas—. Ajá, aquí está. Esto es lo que quería enseñarte.
Le tendió los pergaminos a Mattius, que les echó un vistazo rápido y volvió a clavar su mirada en él.
—¿Qué pasa? Ah, perdona. No sabes leer, ¿no es eso? Trae, yo te lo leeré.
—Sé leer —replicó Mattius con cierta guasa—, pero sólo romance. Nadie me ha enseñado latín.
—Ah… perdona —Michel enrojeció—. Te lo explicaré. Hace aproximadamente cuarenta años, un viejo ermitaño, Bernardo de Turingia, se presentó ante una asamblea de barones y les dijo que Dios le había revelado, por medio de una serie de visiones, que el mundo se acabaría en el año mil.
—No es la primera vez que oigo cosas de ese tipo. Es una extraña obsesión que les ha dado a algunos últimamente. ¿Y qué más?
—Por supuesto, no le creyeron. Pero describió sus visiones en esta serie de pergaminos que yo encontré en el códice. Tengo razones para creer que estas revelaciones son auténticas.
—¿Qué razones?
—Entre otras cosas, predijo la fecha exacta de la muerte del rey franco Hugo Capeto. Día, mes y año. No me fue difícil averiguarla, porque falleció el año pasado. Bernardo de Turingia acertó de pleno, y no tenía modo de saberlo; murió más de treinta años antes que el monarca.
—Como no sé latín, no puedo comprobar que me dices la verdad. De todas formas, aun en el caso de que el mundo se fuera a acabar en el año mil, ¿qué tiene que ver eso con tu Ciudad Dorada?
—Ten paciencia; ahora te lo explicaré. Según el ermitaño, la Rueda del Tiempo se sustenta sobre tres ejes, tres amuletos de gran poder: el Eje del Pasado, el Eje del Presente y el Eje del Futuro. Cada mil años alguien los reúne para invocar al Espíritu del Tiempo y darle razones para que juzgue a la humanidad digna de vivir mil años más. Bernardo no está seguro, pero cree que el último pudo ser Jesús de Nazaret.
—Un monje de Cluny declarando que Jesucristo salvó al mundo mediante tres amuletos, pero sólo por un milenio —comentó el juglar, asombrado—. Muchacho, tú no estás bien de la cabeza.
Michel pareció incómodo.
—Yo no digo que eso fuera así, y el anciano que escribió estos pergaminos tampoco lo sabía seguro, eran sólo conjeturas. De todas formas, yo no comparto su teoría.
—Entonces quieres invocar a ese… Espíritu para que el hombre viva mil años más —resumió Mattius—. ¿Y tienes esos ejes en tu poder?
—De eso se trata: están repartidos por toda Europa. Bernardo los vio en sueños, vio los lugares donde se guardan, pero eran sitios que él no conocía y que nunca había visitado. Describe uno de ellos como una gran Ciudad Dorada, símbolo del poder terrenal, con un magnífico palacio. Por eso la estoy buscando.
—Es decir, que allí se encuentra una de esas joyas y tú has partido para buscarla. Con esos datos no irás muy lejos, chico.
—No tengo otra opción —replicó Michel muy serio—. Se nos acaba el tiempo. Hay que encontrar los ejes antes del fin del milenio, e invocar al Espíritu del Tiempo. Si no lo hacemos, la Rueda se detendrá y todo habrá terminado.
Mattius se encogió de hombros.
—¿No dice la Iglesia que Jesucristo volverá para juzgarnos a todos? ¿Qué más da que sea antes o después?
—Importa porque sólo hemos empezado a cambiar el mundo. Los seres humanos no hemos asimilado todavía la doctrina divina y no hemos tenido tiempo de hacer todo lo que Cristo nos enseñó.
—Pues yo diría que mil años son muchos años —observó el juglar.
Michel se apartó de él, molesto. Cerró el libro y lo guardó en su morral.
—Seguiré yo solo —dijo fríamente—, si no crees que haya cosas en el mundo que merezcan ser salvadas.
—Me parece que te precipitas, amigo. ¿Qué dicen tus superiores a esto?
—Nadie puede creer en serio la profecía del fin del mundo. El abad de Saint Paul me dijo que lo mejor que podía hacer era celebrar con alegría el milenio del nacimiento de nuestro salvador. El fin del mundo, me dijo, no puede llegar aún, porque la Iglesia no está del todo establecida y la paz no ha llegado al mundo.
»Yo le repliqué que por eso necesitábamos más tiempo. Mil años más y el hombre habrá alcanzado la perfección espiritual, estoy seguro. Pero todavía no estamos preparados para el final de los tiempos.
—¿Y qué contestó a eso?
—Que eran pamplinas y que me quitara aquellas cosas de la cabeza.
—Ahora comprendo por qué me has contado todo esto a mí. Pero, suponiendo que eso sea cierto, ¿por qué crees que la humanidad merece seguir viviendo? Tú te has criado en un monasterio. No sabes nada del mundo real. No has visto a la gente morir de hambre, trabajar de sol a sol para alimentar a sus hijos y luchar para que sobrevivan al próximo invierno. No has visto la miseria de los apestados, el miedo ante un ataque vikingo en las costas de la Normandía. No has visto cómo dejan los señores los pueblos por donde pasan si los campesinos no pagan lo que dicen ellos que se les debe. ¿Y qué hacen los poderosos? El Imperio y el Papado se pelean por el poder mientras el pueblo muere de hambre. El rey de Francia se halla al borde de la excomunión y la Iglesia está escindida. Los españoles luchan contra el islam, que avanza cada vez más. ¿Para qué prolongar el sufrimiento, la miseria, la enfermedad y el hambre? El mundo está viejo, dices. Déjalo morir.
—Pero… pero… ¿tú no quieres seguir viviendo?
—Tengo la conciencia bien limpia y no temo por mí. He viajado mucho, amigo; he visto muchas cosas. Siento tener que abrirte los ojos, pero la vida no es como te la pintan en los libros, tan hermosa como para que valga la pena conservarla mil años más. Lo siento. Es cuanto puedo decirte. Y ahora, adiós; tengo prisa.
Volvió a cargarse el macuto al hombro.
—¡Espera! —lo detuvo Michel—. Al menos dime si conoces la Ciudad Dorada. Un lugar grandioso lleno de riquezas, sede del poder terrenal y perecedero.
Mattius lo meditó un momento.
—Puede ser cualquier gran ciudad —dijo—. Pero, con esa descripción, yo apostaría por Aquisgrán.
—¿Aquisgrán?
—En francés, Aix-la-Chapelle. La residencia del emperador Otón III.
—¿Tú has estado alguna vez allí?
—No —admitió el juglar—. Pero tenía pensado visitarla algún día.
—¿Quieres acompañarme?
Mattius sonrió.
—¿En serio piensas ir? Estás más loco de lo que yo creía. Se tarda tres meses de aquí a Aquisgrán… cuatro en invierno. Cinco, con tu ritmo —añadió con cierto tono burlón—. Y eso si no te encuentras con problemas en el camino.
Michel no respondió, pero se le quedó mirando con expectación.
—A ver si te enteras, chico —dijo el juglar, algo molesto—. Yo viajo solo. Aunque quisiera ir a Aquisgrán, no permitiría que me acompañaras. Serías una carga.
Michel se encogió de hombros.
—Como quieras. Entonces iré solo.
Cogió su macuto y se lo cargó a la espalda resueltamente.
—Encantado de conocerte, Mattius —dijo con gravedad—. Espero que volvamos a encontrarnos…
—… antes de que se acabe el mundo —completó el juglar con malicia.
Michel ignoró el comentario sarcástico. Se despidió con un gesto y echó a andar por la vereda. Mattius se quedó parado, mirándole, mientras su perro ladraba al ver cómo el muchacho se alejaba.
—¡Espera! —lo llamó el juglar.
Michel se volvió.
—Has de ir hacia el norte —gruñó Mattius—. Nunca llegarás a Aquisgrán por ahí. Bueno —añadió—, dejémoslo en que nunca llegarás a Aquisgrán y punto.
—Pues yo voy a intentarlo.
—No sé qué os enseñan en el monasterio, sinceramente —masculló Mattius—. Por lo visto, eso del ora et labora no va contigo. ¡Espera!
El muchacho seguía caminando. El juglar soltó una maldición por lo bajo y corrió para alcanzarlo.
—Me sentiré culpable si luego te pasa algo —explicó—. Al menos supongo que sabrás hablar germánico.
—No —confesó Michel—. ¿No es parecido al francés?
—Dios mío, chico —murmuró el juglar—, eres hombre muerto. Lo mejor que puedes hacer es buscar un monasterio y quedarte allí tranquilamente esperando el fin del mundo.
—Sabes que no lo haré —replicó Michel suavemente—. Iré a Aquisgrán, con o sin ti.
—Está bien —suspiró Mattius—, supongo que me da igual un sitio que otro, y no conozco muchas baladas alemanas. Será una buena ocasión para aprender.
Michel sonrió.
—Fabuloso —dijo.
Por descontado, no llegaron a Louviers antes del anochecer, y tuvieron que detenerse en una fonda por el camino; faltaba poco para la primavera, pero aún hacía frío, y no era aconsejable dormir al raso.
Mattius pronto descubrió lo delicado que era el monje, poco habituado a las caminatas duras, y se vio obligado a adaptar su ritmo al del muchacho, con el consiguiente retraso. «Por lo menos no se queja mucho», pensaba.
Era cierto. Michel era poco dado a protestas y lloriqueos; más bien solía permanecer en silencio, perdido en sus pensamientos, mientras caminaba. Y en los descansos se dedicaba a estudiar su libro con gesto serio y grave, mordisqueando un pedazo de pan o una manzana, balanceándose hacia delante y hacia atrás, pálido y ausente.
—Eres un tipo raro —le dijo Mattius un día—. A veces me da la sensación de que vienes de otro mundo.
Michel sólo sonrió y sacudió la cabeza. Él no lo sabía, pero los últimos acontecimientos y la certeza de que el mundo se iba a acabar habían madurado mucho su carácter. Estudiaba una y otra vez los pergaminos y simplemente pensaba. Le daba muchas vueltas a todo cuanto sabía sobre la predicción del año mil, y repasaba cientos de veces los apuntes de Bernardo de Turingia sobre la Ciudad Dorada y el lugar donde se hallaba el Eje del Presente, aunque sabía que aún tardarían mucho en llegar. Quizá tuvieran suerte y lograran alcanzar Aquisgrán antes del fin del verano.
Mientras, seguían su camino hacia el norte. Michel pronto comprobó que era cierto todo lo que se decía de su acompañante. Raro era el pueblo donde no había llegado la fama de Mattius el juglar. Gracias a sus historias y romances no solían tener problemas para encontrar alojamiento y comida. El muchacho llegó a descubrir con sorpresa que no sólo aldeanos y burgueses lo recibían con alegría: Mattius era requerido incluso en castillos y monasterios, aunque por norma general nunca aceptaba tales invitaciones.
—¿Por qué nunca actúas para caballeros? —le preguntó Michel un día que rechazó la llamada de un conde que quería que cantara en la boda de su hijo—. Podrías ser rico.
Mattius sonrió.
—Dicen que en Occitania hay una extraña clase de poetas que cantan a las damas y viven en palacios —dijo—. Si yo fuera de castillo en castillo terminaría por quedarme de sirviente de algún noble y acabaría siendo como ellos. Y, sinceramente, no es vida para mí. Necesito viajar de un lado para otro. Además… —se puso serio—, ellos no necesitan de mí. Hay muchos juglares famosos cantando sus hazañas. Es necesario que siga habiendo por los caminos gente como yo que lleve un poco de alegría a los más humildes.
Michel no comprendió muy bien esto último, pero no preguntó más.
Pronto aprendió que, pese a haberse quedado sin hogar muy joven, Mattius era un juglar por vocación y no por necesidad. Le apasionaban las historias, tanto escucharlas como relatarlas, y tenía una memoria prodigiosa en la que almacenaba cientos, quizá miles, de cantares, poemas, cuentos, romances, relatos y canciones en varios idiomas. Tenía un estilo especial, fruto de su aguda inteligencia y su gran personalidad, que lo distinguía de aquéllos que basaban sus actuaciones en piruetas y payasadas, e incluso de otros cantores de historias como él. Era realmente bueno en su oficio, y además se sentía a gusto con su trabajo; eso lo hacía diferente.
Con todo, poseía un carácter oscuro y cerrado. No tenía muchos amigos, y parecía que le molestaba la gente si se le acercaba demasiado. Fuera de actuaciones, era hermético y poco hablador; y a veces era mejor así, porque si abría la boca a menudo se mostraba mordaz y sarcástico.
Ésta era la otra cara del famoso juglar por quien suspiraban las jovencitas y a quien los nobles reclamaban para sus fiestas y celebraciones.
Por el momento, parecía que la compañía de Michel le era bastante soportable; el muchacho se alegraba por ello, pero, por si acaso, procuraba no molestar demasiado.
En realidad, le había caído en gracia a Mattius, que lo había «adoptado», por así decirlo, al igual que había hecho tiempo atrás con el enorme perro lobo que lo acompañaba a todas partes. «Es un niño todavía», se decía el juglar. «Lo llevaré a Aquisgrán para que vea que no hay nada allí y entonces lo dejaré en alguna abadía para que se hagan cargo de él». Mattius tenía la sensación de que si lo dejaba solo no llegaría muy lejos… aunque quizá lo subestimaba.
Abril entraba con fuerza cuando se adentraron en la región de la Picardía tras atravesar el Sena. Poco a poco la vida errante y las caminatas al aire libre fueron fortaleciendo a Michel, aunque seguía estando muy delgado. El oficio de juglar no daba para grandes excesos gastronómicos —menos ahora, que había que partir por tres—, pero tampoco se pasaba hambre, por lo que Mattius dedujo que Michel era delgado por constitución.
Pronto, sin embargo, empezaron a tener problemas. Atravesaban una región azotada por la sequía y el hambre. La hierba amarilleaba incluso en aquella época del año, los bosques parecían cansados y los árboles elevaban sus ramas al cielo suplicando lluvia. Las cosechas se agostaban, y la primavera avanzaba sin dejar caer una gota de agua; pronto cedería el paso al implacable verano y habría menos posibilidades de que lloviera. «El mundo envejece», se decía Michel con tristeza.
Aunque quisieran, los campesinos no tenían con qué pagar las historias de Mattius. A menudo éste actuaba gratis, sin importarle no recoger nada a cambio. En alguna ocasión se habían jugado el cuello cazando furtivamente en la reserva de algún señor.
Michel se preguntaba de qué podían valerle todos sus conocimientos para comer en el mundo real. Estaba viviendo del trabajo de Mattius y, ahora que la comida escaseaba, empezaba a sentirse culpable.
Un día, el monje notó que se desviaban hacia el oeste, y se lo dijo a su compañero.
—Lo sé —respondió el juglar—. Corren malos tiempos y debemos parar en un sitio mejor antes de seguir para Aquisgrán.
—¿Un sitio mejor? —repitió Michel, pero Mattius sonrió enigmáticamente.
Dos días después llegaban a la gran ciudad de Amiens.
Michel era un joven provinciano y jamás había estado en una gran ciudad. Lo miraba todo entre curioso y amedrentado, siempre detrás de Mattius, procurando no perderlo de vista, y procurando no pensar en aquel penetrante olor que lo mareaba y que, según el juglar, era propio de todas las grandes ciudades.
Era día de mercado; tras las murallas que protegían Amiens de cualquier agresión exterior, campesinos, burgueses, artesanos y mercaderes se habían reunido en la plaza en busca de un trueque ventajoso. La sequía era la causante de que los productos expuestos fueran escasos y de baja calidad; pero, aun así, el lugar estaba lleno de gente.
—Todos en busca de una oportunidad —murmuró Mattius al ver una familia que pedía limosna para subsistir hasta que llegaran las lluvias.
A Michel se le iban los ojos detrás de la comida de los puestos, pero procuraba no entretenerse para no perder de vista al juglar, que se abría paso rápidamente hacia un espacio libre en los escalones que llevaban a la iglesia.
—Oye… —dijo Michel al ver que el juglar se detenía y sacaba su laúd—. ¿Vas a actuar aquí?
—¿Qué prefieres que recite? —le preguntó Mattius—. ¿El Cantar de Carlomagno o el de Roland?
—Carlomagno está bien. Pero, escucha…
Mattius no lo escuchó. Empezó a dar voces para anunciar su presencia, y varios curiosos se acercaron a oírle recitar.
Michel se apartó un poco. Una sesión de juglaría podría durar entre dos y tres horas. Suponía que con aquello recogerían algo de comida para la cena, pero, aun así, no creía que Mattius hubiera acudido a Amiens sólo para actuar. De todas formas no le quedaba más remedio que contener su curiosidad y esperar a que el juglar acabara su trabajo.
Se sentó por allí cerca para escuchar por enésima vez el Cantar de Carlomagno. Mattius sabía infinidad de poemas épicos, pero la gente parecía disfrutar oyendo siempre los mismos, los dos o tres que conocían porque otros juglares los habían cantado antes que él. Un juglar se debe a su público, de modo que Mattius simplemente recitaba lo que sabía que iba a tener éxito.
Michel no permaneció mucho tiempo allí. Cuando parecía claro que Mattius iba a recitar el poema entero, se dijo que era mejor dar una vuelta por el mercado, sin alejarse demasiado. Volvería antes de que el juglar acabara.
Aferró bien su zurrón y se perdió entre la gente.
Deambuló durante más de una hora por el mercado y sus alrededores, y pronto descubrió lo frustrante que era ver tanta comida y no poder cogerla simplemente alargando la mano; pero él no tenía nada que dar a cambio. No pensaba deshacerse de su valioso códice, y de todas formas no se lo iban a aceptar. Los libros eran tan raros que la gente de a pie generalmente no sabía qué hacer con ellos.
Se resignó y decidió regresar a los escalones de la iglesia, donde Mattius probablemente ya estaba acabando de relatar las hazañas de Carlomagno.
—¡Hermano!
Michel se volvió. Una figura encorvada, envuelta en una capa raída, se apoyaba contra la pared en un rincón en penumbra.
—Una limosna, hermano —murmuró el mendigo—. No tengo casa, ni familia, ni amigos…
Michel se apiadó de él y se acercó, rebuscando en su zurrón por si le quedaba algún mendrugo de pan para darle. Pero cuando vio el rostro del desconocido a la luz retrocedió, asustado: su piel parecía descomponerse y caerse a pedazos. No tenía nariz.
—¡Hermano! —suplicó el mendigo.
Michel se alejó unos pasos, mientras su corazón luchaba entre la repugnancia y la compasión. Una voz lo rescató:
—Lo siento, amigo, tenemos prisa.
Michel sintió que lo agarraban del brazo y lo sacaban a rastras de la boca del callejón.
—La próxima vez no tendrás tanta suerte —le advirtió Mattius.
Al monje no se le había ocurrido ni por un momento que hubiera corrido peligro.
—¿Por qué? ¿Iba a robarme?
El juglar negó con la cabeza.
—No lo creo. Era un pobre diablo, pero has de tener cuidado con la gente de aquí. Las ciudades suelen ser foco de enfermedades y epidemias, y nunca se sabe cuáles son contagiosas, y cuáles no.
—¿Quieres decir que debía alejarme de aquel hombre porque estaba enfermo?
La voz de Michel tenía cierto tono de indignación, y Mattius lo miró con seriedad.
—Si quieres ayudar a la gente, ocúpate de los vivos —dijo—. Ese mendigo estaba virtualmente muerto. Acercándote a él sólo habrías logrado enfermar tú también. Si de veras Dios te ha elegido para ayudar a los más débiles, no conseguirás nada quitándote de en medio tan pronto.
El muchacho no respondió, pero su expresión era pesarosa. Tenía buenas intenciones, se dijo el juglar, pero a veces la vida no era tan sencilla. Mucha gente había empezado con buenas intenciones y había terminado comprendiendo que lo mejor que podía hacer uno era preocuparse de sí mismo y tratar de ganar en la lucha por la supervivencia. Michel también lo aprendería.
—Yo creía que en la ciudad se vivía mejor —reflexionó el chico al cabo de un rato—. ¿Por qué hay más enfermedades aquí?
—No lo sé, pero es así, supongo que porque la gente vive más junta.
Michel se dio cuenta entonces de que hacía rato que habían abandonado la plaza, y caminaban por una calle estrecha y retorcida.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
—A ver a un amigo.
Michel iba a preguntar más, pero Mattius le puso en las manos un pedazo de queso:
—Ten, come.
Y sus tripas comenzaron a sonar reclamando aquello que olía tan bien. Le hincó el diente al queso y eso lo mantuvo ocupado hasta que llegaron a una casa baja y oscura. Sin embargo, Michel notó que era de piedra y no de madera. Quienquiera que viviera allí no andaba falto de recursos. Mattius llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.
—¡Noticias de todas partes! —anunció el juglar.
Hubo un breve silencio.
—¿Mattius? —dijo la voz, y la puerta se abrió con un chirrido. Por la rendija asomó el rostro de un viejo barbudo de ojillos inquisitivos.
—¡Caramba, eres tú! ¡Cuánto tiempo! Pasa, anda —se fijó entonces en Michel—. ¡Traes compañía! Me extraña mucho en ti.
—Es inofensivo —respondió Mattius—. Estaba un poco perdido y decidí acompañarlo. ¿Podemos pasar?
El viejo frunció el ceño al ver los hábitos de Michel.
—Un monje negro —murmuró—. Está bien, pero sólo porque eres tú.
La puerta se abrió del todo. Fue entonces cuando Michel descubrió un grabado en la tosca madera: una estrella de David. Sobresaltado, tiró a Mattius de la manga.
—¿Qué pasa?
Michel no quería ser descortés, de modo que procuró hablar de forma que el judío no lo escuchara:
—Es que no sé si debo entrar ahí —confesó en voz baja.
—¡Tonterías!
Mattius lo agarró sin contemplaciones y lo metió dentro. El monje estaba demasiado débil para resistirse y, además, su compañero le había dado a lo largo del viaje bastantes motivos para confiar en él, de modo que no protestó.
Entraron en una habitación no muy grande, con una especie de mostrador al fondo. En los estantes de las paredes se apiñaban objetos diversos, algunos tan curiosos que Michel no sabía para qué servían. En la chimenea brillaban los restos de un fuego. Al fondo, una escalera llevaba a la parte de arriba, la vivienda propiamente dicha.
El viejo había vuelto a colocarse tras el mostrador. Frente a él, sentado en un taburete, había un hombre de cabello cano y semblante dulce.
—Pasad, no os quedéis en la puerta —los invitó el judío—. Mattius, éste es mi amigo Teófilo. Creo que no os conocéis. Es griego.
Teófilo se levantó para saludar a Mattius.
—Soy Mattius el juglar —se presentó éste—. Y… mi amigo, Michel.
—Encantado —dijo el griego; hablaba un francés de acento musical.
—¿Qué te trae por aquí, Mattius? —preguntó el judío—. Cuando adoptaste a ese perro te dije: lo próximo será una mujer; pero lo que no esperaba era que trajeras un jovencito.
Michel enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Es él lo que me trae por aquí —replicó el juglar sin inmutarse—. Va hacia Aquisgrán y, la primera vez que lo vi, pensé que solo no llegaría muy lejos.
—De modo que repostas aquí antes de iniciar un largo viaje.
—Eres un lince, Isaac —respondió Mattius con una carcajada—. De todas formas, mis motivos no son sólo materiales. También pasaba a saludar a un viejo amigo.
El judío tosió.
—Eso siempre se agradece. Y dime, ¿de dónde vienes esta vez?
—De Normandía.
—La tierra de los vikingos franceses. ¿Y qué se cuenta por allá?
—Nada bueno. Los campesinos se sublevaron contra sus señores a finales del invierno. Fue un levantamiento terrible.
—¿Y qué pasó?
—¿Qué iba a pasar? Los machacaron: una auténtica masacre.
—¿Y qué dice el rey de Francia?
—El rey de Francia tiene sus propios problemas: se dice que el Papado va a excomulgarle por esa boda tan extraña… A nadie en Roma le pareció bien que se divorciara de su primera mujer.
—El mundo está loco —comentó el judío—. Problemas por todas partes y a la Iglesia cristiana le preocupa un matrimonio.
—Tiene que haber un motivo político. Una alianza, o algo así. Siempre los hay.
Michel bajó la cabeza. Debía decir algo. Al fin y al cabo, pertenecía a la Iglesia, y se sentía incómodo con los dos hombres hablando de aquella forma. Sin embargo, permaneció callado.
—Me pregunto qué es lo que pasa últimamente —concluyó Isaac—. Todo son malas noticias. Nada funciona como debería.
—Nuestro amigo tiene una teoría sobre ello —anunció Mattius, señalando a Michel—. Dice que se acerca el Apocalipsis.
Michel volvió a enrojecer, pero Isaac y Teófilo lo miraban con curiosidad. Mattius refirió punto por punto las teorías de Bernardo de Turingia y el motivo del viaje a Aquisgrán. El joven religioso continuó con la cabeza baja, pensando que se burlaba de él.
—No es la primera vez que oigo algo parecido —dijo el griego, pensativo—. Puede que haya algo cierto en esa teoría tuya del milenio, o el chiliasme, como se dice en mi idioma. En todas partes hay leyendas que dividen el mundo en edades; no sólo el cristianismo habla de milenios.
—¿Entonces realmente crees que puede ser cierto lo que dice este chico? —quiso saber el juglar.
—No sé; pero me viene a la memoria una antigua leyenda griega que habla de los tres ojos de Cronos, el dios del Tiempo. El ojo del Presente, el ojo del Pasado y el ojo del Futuro.
—¿Cronos, has dicho? Me encantan las historias antiguas. Cuéntame más.
—Se dice que durante la Primera Edad, la llamada Edad de Oro, Urano gobernaba como rey de los dioses. Cuando Cronos, su hijo, lo destronó, iniciando la Edad de Plata, se aseguró el puesto comiéndose a todos los hijos que nacían de su esposa, Rea. Pero uno escapó. Se llamaba Zeus. Los temores de Cronos eran fundados, porque su hijo luchó contra él y lo derrotó, inaugurando la Edad de Bronce. Fue en esta batalla cuando Cronos perdió sus tres ojos. La leyenda asegura que el día del chiliasme, cada mil años contando a partir de la fecha de su derrota, el dios del Tiempo recupera los tres ojos y echa un vistazo al mundo. Si en una de esas miradas descubriera que los hombres han descendido hasta una Edad de Barro, su furia asolaría la tierra, y volvería la era de los titanes.
—Interesante —comentó Mattius.
Teófilo se encogió de hombros.
—Es una leyenda poco conocida, incluso en Grecia. Pero tiene algo en común con la teoría del monje. Isaac negó con la cabeza.
—Ningún mortal podría detener el fin del mundo, jovencito —le dijo a Michel—. Ni siquiera con tres joyas mágicas.
—No se trata de detener el fin del mundo —respondió Michel con suavidad—. Sólo de aplazarlo. Este mundo sólo es un paso hacia otro mejor, donde se nos juzga de acuerdo con nuestros actos aquí. Pero si llegara ahora mismo el día del Juicio, la humanidad, en masa se condenaría.
—¿Tú crees? —preguntó Mattius, divertido.
Michel simuló no hacerle caso.
—Necesitamos más tiempo para aprender, para evolucionar. Para que la paz y el amor lleguen al mundo, para que llegue el día en que todos los hombres seamos hermanos. Estoy seguro de que la humanidad puede conseguirlo, y que mil años más bastarían.
En aquel momento llamaron a la puerta.
—No debes de estar bien de la cabeza, jovencito —dijo Isaac, levantándose para abrir—. Y te vas a meter en problemas por creer en esas cosas.
Salió de la habitación. Michel dirigió su mirada a Teófilo.
—¿Tú me crees? —preguntó.
—Siempre he pensado que tan necio es el hombre excesivamente crédulo como el que peca de escéptico —respondió el griego—. Puede que tengas razón o puede que no. Pero no sería prudente rechazarlo de plano antes de comprobarlo.
El judío entraba de nuevo, seguido por una mujer que venía a empeñar un par de botas. Hubo un silencio mientras ellos cerraban el trato.
—De todas formas —dijo entonces Mattius a Michel—, aunque tuvieras razón y el fin del mundo se acercara, no puedes estar seguro de que pudieras evitarlo con esas tres joyas que buscas.
Al oír esto, la mujer que había entrado se sobresaltó y se puso blanca como la cera. El juglar lo notó.
—¿Te encuentras bien, hermana?
Ella murmuró algo apresuradamente, cerró el trato con Isaac, recogió su dinero y salió con cierta precipitación.
—¿Sabrá algo sobre tu historia, Michel? —murmuró Mattius.
Michel cruzó una breve mirada con él; se levantó rápidamente y corrió hacia la puerta. Pero cuando se asomó fuera, por más que miró no vio ya a la mujer; se había esfumado.
Volvió con los otros.
—Una forma muy extraña de proceder —estaba diciendo Isaac—. Yo creo que la historia del fin del mundo no le era desconocida.
Mattius miró fijamente al monje, que volvió a sentarse sobre la estera.
—Esto empieza a ponerse misterioso, amigo —le dijo—. Lo has conseguido: has captado todo mi interés.
—No juegues con fuego, Mattius —le advirtió Isaac señalándole con un dedo ganchudo—. El mundo no está como para hacer de héroe.
—De cualquier modo, este chico piensa llegar hasta Aquisgrán y no voy a dejarlo solo —declaró el juglar—, y menos con los tiempos que corren. De forma que, en cuanto nos aprovisionemos de todo lo necesario, partiremos para allá. ¿Algún consejo?
Isaac movió la cabeza negativamente.
—Nunca he estado tan al norte, así que me temo que esta vez no voy a serte de gran ayuda. No conozco ninguna sede del gremio en Aquisgrán. Sólo sé decirte que es la capital del imperio germánico: una gran ciudad. Y muy bien fortificada, imagino, y vigilada por la guardia del emperador. Procura no meterte en líos.
—Lo haré —prometió Mattius—. ¿Algo más?
—No dejes de visitar la Capilla Real —aconsejó Teófilo—. Cuentan que es una auténtica maravilla, incluso trajeron mármoles de Italia para construirla. Dicen que allí está enterrado Carlomagno.
—El corazón de la Ciudad Dorada —murmuró Michel—. Es allí donde está el Eje del Presente.
—No es por desilusionarte, amigo —dijo Mattius—, pero ¿sabes qué aspecto tiene ese eje?
Michel no respondió, pero sacó el legajo de las profecías de Bernardo de Turingia y les mostró uno de los pergaminos.
Mattius, Isaac y Teófilo se echaron hacia delante para verlo mejor a la débil luz del candil.
Se trataba del dibujo de tres extraños amuletos con forma de ojo. En su centro, a imitación de una pupila, había una piedra preciosa.
—Los Ejes de la Rueda del Tiempo —murmuró Michel—. Bien podrían ser también los Ojos de Cronos.
—¿Y si la Ciudad Dorada no es Aquisgrán? —preguntó el griego—. Podría ser cualquier gran ciudad. Roma, Jerusalén, Constantinopla, Alejandría.
—No; ahora estoy seguro de que vamos por buen camino. Bernardo describe una gran capilla junto a un palacio. El eje está prendido en el pecho de un hombre que duerme. Así lo contempló él en sus visiones.
—Un montón de desvaríos de un viejo loco —refunfuñó Isaac—. Aunque seas cristiano y te creas poseedor de la verdad, ni siquiera tú puedes jugar con las cosas de Dios.
—Correremos el riesgo —filosofó Mattius—. Ahora, es preciso que recojamos lo necesario para el viaje y salgamos de inmediato.
—Está anocheciendo. ¿Piensas salir de noche de Amiens? Hacia el norte es todo bosque, ya lo sabes. Está plagado de proscritos y ladrones.
Mattius pareció dudar.
—Si partís mañana temprano podréis llegar a Péronne antes del anochecer —añadió el judío.
—¿Quieres que pasemos por Péronne? —adivinó el juglar.
—Tengo familia allí. Si les llevas un paquete de mi parte y me relatas algunas historias esta noche, puedo financiar parte de tu viaje a Aquisgrán.
Mattius sonrió.
—Me alegro de que nos entendamos tan bien —dijo.
Michel simplemente se dejó llevar. Al abad de su monasterio no le habría gustado saber que dormía en casa de un hereje, pero el chico no lo consideraba importante si lo comparaba con la inminente llegada del fin del mundo.
Con todo, aquella noche, echado sobre un jergón en casa del judío Isaac de Amiens, Michel no podía dormir. Pensar que por primera vez tenía una pista sólida a la cual agarrarse lo ponía nervioso. Cuanto más vueltas a la cabeza le daba, más convencido quedaba de que los pergaminos se referían a Aquisgrán.
Sin embargo, se obligó a sí mismo a no confiarse. El mundo era grande y, aunque encontraran el Eje del Presente en Aquisgrán, aún quedaban dos más que podían estar ocultos en lugares tan remotos que se necesitaran varios años para alcanzarlos. Era una búsqueda más bien desesperada, pero Michel sabía que no tenía otra opción.
Aún resonaban en sus oídos las palabras del judío: «Ni siquiera tú puedes jugar con las cosas de Dios». Michel comprendía su punto de vista, pero no lo compartía. Estaba seguro de que las visiones de Bernardo de Turingia eran una última oportunidad que Dios les daba a los hombres para que evitaran el fin del mundo. Cuanto más lo pensaba, más obvio le parecía que no era casualidad que él fuera el único superviviente de la masacre del monasterio. «Podría haber sido cualquier otro», se decía. «Un caballero, un guerrero, un aventurero. Pero no, yo encontré esos pergaminos y escapé de los húngaros. Y tengo que seguir adelante».
Este convencimiento era lo único que le quedaba ahora que sus bases ideológicas se estaban desmoronando una tras otra. Pero no era una idea tranquilizadora; cuanto más pensaba en ello, más le atenazaba el desaliento. «Podrías haber elegido a cualquier otro», dijo en silencio, mirando a las alturas. «¿Por qué yo?».
No escuchó la respuesta, pero creyó encontrarla dentro de su corazón. Su empresa no era imposible, aunque sí muy difícil. Si había sido él el destinatario de las profecías de Bernardo de Turingia era porque existía alguna posibilidad, por mínima que fuera, de que lograse reunir los tres ejes e invocar al Espíritu del Tiempo.
Ya más sereno, y con una leve sonrisa de confianza en los labios, Michel se quedó dormido.
A la mañana siguiente se levantaron poco antes del alba, recogieron sus escasas pertenencias y se despidieron de Isaac.
—He oído decir —les contó el judío—, que en Caudry van a poder celebrar este año su Fiesta de la Primavera, porque se ha pactado una Paz de Dios. Es dentro de cinco días; si llegáis a tiempo puede ser una buena oportunidad para ti, Mattius.
El juglar asintió, sonriendo. Le gustaban las fiestas campesinas, especialmente las mayadas que se celebraban en primavera. Por lo que él sabía, en Caudry habían tenido problemas en los últimos años debido a las pillerías de los caballeros del señor del lugar. Pero la Paz de Dios, un compromiso entre el obispo y el señor feudal, garantizaría la tranquilidad al menos durante aquel día.
—Fantástico —dijo—. Nos pasaremos por allí.
Partieron de Amiens al rayar el alba, con las bolsas considerablemente más surtidas que antes. Mattius dudaba de que con el ritmo de Michel lograran alcanzar Péronne al anochecer, pero el joven religioso se portó bien, y llegaron apenas dos horas después de que oscureciera.
Pernoctaron en casa de los parientes de Isaac. El paquete del judío contenía joyas de gran valor que enviaba a sus familiares más pobres, y Michel quedó asombrado. «Si yo fuera un judío», pensó, «nunca confiaría cosas tan valiosas a un juglar ambulante». Pero seguidamente se dio cuenta de que la cosa cambiaba cuando ese juglar era Mattius, lo bastante honrado como para que Isaac supiera que podía poner aquellas joyas en sus manos.
Mattius pareció leer en la mente del muchacho, porque le dedicó una serena sonrisa. Michel empezaba a pensar que había sido injusto con él simplemente por ser un juglar. Cuanto más tiempo pasaba con él, menos comprendía que su oficio estuviera tan mal visto. Comenzaba a descubrir que las cosas no eran exactamente como se las habían contado en el monasterio.
Dos días más tarde llegaron a Caudry, a tiempo para la Fiesta de la Primavera.
La aldea se había engalanado para la ocasión. Las muchachas vestían sus mejores trajes y en la plaza principal se había formado un pequeño mercado; la noticia de que Caudry celebraba su mayada con garantías había atraído a los pequeños comerciantes y vendedores de la zona, y tampoco los granjeros y agricultores habían dejado pasar la ocasión. Un grupo de saltimbanquis actuaba en una esquina, pero Mattius comprobó, satisfecho, que no había ningún otro juglar.
Se presentó pues ante el hombre principal de Caudry, habló con él y pronto se corrió la voz de que un juglar muy famoso iba a realizar una actuación especial en honor de los habitantes de la aldea.
La noticia fue acogida con alegría. La actuación de Mattius completaría los bailes y la música, los concursos, las canciones y las risas.
Michel lo observaba todo algo apartado. Nunca había asistido a una fiesta campesina. Su vida antes del monasterio se difuminaba en la bruma de borrosos recuerdos de infancia. Y, desde luego, en Saint Paul nunca había visto nada semejante.
Había estado conversando con el párroco del lugar, el padre Pierre, pero éste pronto tuvo que marcharse a atender otros asuntos. Michel se quedó solo en un rincón, consciente de que estaba algo fuera de lugar, mirando con interés las carreras, los juegos y las distintas competiciones entre muchachos.
Pronto empezó el baile, y el joven monje pretendió seguir al margen. Pero en las fiestas de Caudry, o bailaban todos o no bailaba ninguno, así que no pudo pasar inadvertido más tiempo. Un grupo de maliciosas muchachas lo sacó a rastras a bailar. Los demás lo recibieron a carcajadas, con una estruendosa alegría.
Michel se puso colorado, pero una de las jóvenes le enseñó a bailar al ritmo de la música.
—Es sencillo —le dijo—. Déjate llevar.
Bailaban en círculos, cambiando de lugar constantemente. Al principio Michel se equivocaba con los turnos y se sintió un poco torpe, pero sus nuevos amigos le animaban y pronto estuvo bailando como el que más, riendo y saltando, y disfrutando de la fiesta.
—¡No pareces un monje de Cluny, amigo! —exclamó Mattius una vez que pasó cerca de él.
Michel volvió a enrojecer, pero no dejó de bailar.
La fiesta se prolongó hasta caída la tarde. Entonces todos se reunieron en torno a Mattius.
El juglar apuró un vaso de vino para aclararse la garganta y cogió el laúd. Sabía que iba a ser una sesión larga, pero no le importaba. Estaba ebrio de alegría, la gente reía y por un día no había miedo ni preocupaciones. «Si el mundo se acabara y yo pudiera salvar algo», se dijo, «salvaría las mayadas y las fiestas de la cosecha. Y la alegría en los ojos de la gente. Y la risa de los niños».
Se detuvo, perplejo. «Es ese condenado muchacho», pensó. «Ya empiezo a creer esa tontería sobre el fin del mundo».
Días como aquél resquebrajaban su dura capa de escepticismo. Días como aquél le hacían pensar que valía la pena seguir viviendo, a pesar del hambre y la guerra, a pesar de las epidemias y del odio… a pesar de la época que le había tocado vivir.
Volvió a la realidad para descubrir que la gente lo observaba expectante. Rasgueó el laúd y comenzó su cantar.
Michel se sentía también feliz como nunca. Le habría gustado deshacerse de su hábito y ser un aldeano más, pero, aunque hubiera roto tantas reglas, por dentro seguía sintiéndose monje cluniacense, y lo sería hasta su muerte. «Y, de todas formas, para esta gente no todos los días son como hoy», se recordó. Una sombra de tristeza pasó por su rostro al recordar la miseria que había visto en su viaje, el miedo, las injusticias, el hambre.
Buscó en su interior, y encontró su fe intacta, como cuando había abandonado el monasterio. «Seguro que hay una explicación para todo esto», pensó. «Sólo soy un mortal y no puedo alcanzar a comprenderlo. Eso es todo».
Se preguntó entonces si sería justo que intentara aplazar el fin del mundo.
Miró a su alrededor. La voz de Mattius transportaba a aquella gente humilde hacia otros mundos, otras eras, donde los héroes impartían justicia, donde todo acababa bien, donde no se pasaba hambre y siempre había alguien para vengar los agravios.
«Quizá éste sea el mundo del futuro», se dijo Michel, confiado. «Si nos dan otra oportunidad, cambiaremos la Tierra».
El cantar seguía sonando. Todos estaban atentos porque ahora venía un momento de gran intensidad dramática: el héroe había sido retado por su enemigo y acababa de aceptar el desafío. Mattius hizo una brevísima pausa; una nota quedó temblando en su laúd.
Entonces se oyó un estrépito lejano de cascos de caballo acercándose a una velocidad de vértigo.
Todos volvieron la cabeza. Algunos se levantaron como movidos por un resorte. En los rostros de muchos de ellos se reflejaban el miedo y la incertidumbre. El hechizo se había roto.
Como surgidos de las entrañas de una pesadilla, un grupo de hombres armados irrumpió en las calles de Caudry. Bajo los yelmos se adivinaban los ojos centelleantes, y sus poderosos brazos blandían espadas o mazas. Los enormes caballos atronaban el suelo con sus cascos, y resoplaban por el esfuerzo, tensando sus músculos bajo la piel cubierta de sudor.
Todo fue muy rápido. En un instante, todos corrían a ocultarse. Había gritos de pánico, gente que tropezaba y se volvía a levantar, hombres valientes que intentaban hacer frente a los invasores con herramientas o toscas armas improvisadas a partir de instrumentos domésticos…
Y entonces olieron el humo y vieron el fuego: los caballeros habían arrimado teas encendidas a los techos de paja y madera de las casas. Caudry ardía.
Los momentos siguientes fueron terriblemente confusos. Alguien gritó:
—¡El cielo os castigará por haber roto la Paz de Dios!
Su voz se ahogó.
Michel sintió que tiraban de él y, sin saber muy bien cómo, se encontró de pronto oculto en un granero. Mattius estaba junto a él, mostrando una expresión pétrea. Toda su alegría y su amabilidad habían desaparecido mientras observaba lo que sucedía en el exterior a través de una rendija en la pared de madera.
Pronto los caballeros se encontraron solos en la plaza. Incluso los vendedores habían abandonado sus puestos, ahora envueltos en llamas, donde se quemaba lo poco que habían logrado reunir aquel invierno. Los atacantes habían apresado a dos muchachas que sollozaban y pataleaban, aunque sabían muy bien que todo era inútil. Una de ellas era la que había enseñado a bailar a Michel.
Cuando éste lo vio, quiso salir en su ayuda, pero los guerreros ya se alejaban con las jóvenes. El muchacho apretó los puños de rabia. Mattius lo miró.
—¿Todavía quieres salvar el mundo, chico? —murmuró—. ¿Salvar el mundo para que todo siga así?
—¿Por qué lo han hecho? —preguntó Michel, con los ojos llenos de lágrimas de impotencia.
Mattius se encogió de hombros.
—Se aburrían.
—No entiendo cómo alguien puede ser así. Debe de ser obra del diablo.
El juglar le dirigió una breve mirada.
—¿Sabías que el abad de tu monasterio era un gran amigo del señor de Caudry? —dijo solamente.
Michel se sintió desfallecer, y se apoyó contra la pared del granero.
—En el fondo todos sabían que una paz firmada sobre un trozo de papel no iba a cambiar nada —añadió Mattius—. Los campesinos no saben leer. Y los hombres del señor de Caudry, tampoco.
—¡Escucha! —lo interrumpió Michel, aguzando el oído—. ¡Vuelven!
En realidad se trataba de un caballero rezagado que recorría las calles prendiendo fuego a todo lo inflamable. Los cascos del caballo sonaban peligrosamente cerca, y la puerta del granero se abrió de súbito para dar paso a un guerrero que cabalgaba portando una antorcha. Mattius y Michel quedaron agazapados tras la puerta. El corazón del joven monje latía tan fuerte que tenía la sensación de que el caballero podía escucharlo. Todo le daba vueltas. Sintió que se mareaba, afirmó bien los pies y echó un vistazo.
Ahogó un grito a tiempo.
El atacante se inclinaba sobre su caballo para prender fuego a un montón de heno. Mattius se acercaba por detrás con un enorme rastrillo en las manos. La semioscuridad jugaba de su parte.
Hubo un golpe seco, y el hombre cayó de su montura. La tea encendida inflamó el heno con un chasquido.
Mattius retuvo al caballo por las riendas.
—¡Date prisa! —apremió a Michel—. ¡No tenemos todo el día!
Michel obedeció, y ambos montaron con dificultad sobre el animal, que caracoleaba nervioso con la vista fija en el fuego. Mattius lo controlaba a duras penas.
—¿Y el perro? —jadeó el monje, recordando que no estaba en el granero con ellos.
—Nos alcanzará.
Mattius puso el caballo al galope y Michel se aferró con fuerza a su cintura para no caerse. Salieron del granero en llamas y galoparon a través de las calles de la aldea, entre una multitud de campesinos que intentaba inútilmente salvar lo poco que quedaba de sus hogares.
Abandonaron Caudry a galope tendido, sin mirar atrás.
Michel guardaría pocos recuerdos de aquel viaje en la oscuridad, aferrado al caballo que guiaba Mattius, alejándose de aquella aldea donde había pasado tan buenos momentos. Nunca supo si el juglar había matado al caballero o lo había dejado inconsciente dentro del granero en llamas; ni tampoco llegó a entender por qué aquel grupo de hombres armados había acabado tan trágicamente con la alegría de un pueblo que sólo quería olvidar un año de hambre y sequía.
En el monasterio le habían enseñado que los caballeros estaban en el mundo para luchar contra los infieles y proteger a los débiles, a los campesinos que trabajaban para ellos porque ellos los defendían. Los caballeros eran los bellatores, por quienes los religiosos debían rezar, y que usaban armas para defender la fe de Cristo.
Era evidente que de la teoría a la práctica había un abismo. Él siempre había creído que aquellas cosas, injusticias como la de Caudry, sólo las cometían los bárbaros, salvajes incivilizados como los que habían incendiado su monasterio. Pero los caballeros eran cristianos y habían sido bendecidos por la Iglesia.
«Es cierto», pensó. «El mundo se acaba. El reinado del Anticristo se acerca».
Y se desmayó.
A partir de allí, el viaje fue para él una sucesión de escenas confusas y borrosas. Recordaba vagamente imágenes de Mattius dándole de comer como si fuera un bebé. Pueblos, campos y bosques se sucedían en su mente como si fuesen todos iguales pero a la vez diferentes, sin que llegara a distinguir los paisajes que veía de los que soñaba, imaginaba o recordaba.
Aquella situación se prolongó durante un periodo indefinido de tiempo, hasta que un día lo despejó del todo un buen jarro de agua fría que alguien le volcó sobre la cabeza, dejándolo completamente empapado.
—Ya está bien de dormir, amigo —se oyó la voz inconfundible de Mattius—. Mi paciencia tiene un límite.
Michel sacudió la cabeza. Le castañeteaban los dientes. Hasta entonces no se había dado cuenta del frío que hacía, anormal para aquella época del año.
Lo primero que vio cuando miró a su alrededor fue el perro lobo de Mattius, y se preguntó cómo había llegado hasta allí. Le vino a la memoria una breve imagen del animal corriendo tras el caballo, y Mattius aminorando la marcha para que los alcanzara; pero no habría sabido decir si lo había visto con la mirada de sus ojos o la de su mente.
Lo siguiente que vio fue a Mattius plantado frente a él con los brazos en jarras. Junto al juglar pastaba tranquilamente el caballo que le habían robado al caballero.
—¿Qué… ha pasado? —balbuceó Michel, haciendo un esfuerzo por incorporarse.
La expresión de Mattius se dulcificó.
—Ya te dije que nunca deberías haber salido del monasterio, chico. Sabía que no resistirías mucho tiempo la dura realidad.
Michel se levantó tambaleándose. Se apoyó en el tronco de un árbol y miró al juglar a los ojos.
—Resistiré —dijo—. Tengo que hacerlo.
Mattius exhaló un suspiro.
—¿Todavía piensas en salvar el mundo? ¿Cuándo escarmentarás?
Michel no respondió. Echó un vistazo a su alrededor. Se hallaban en un claro dentro de un espeso bosque de coníferas.
—¿Dónde estamos? —quiso saber.
—En tierras germanas. Has dormido muchos días —añadió el juglar al ver la expresión de asombro de Michel—. En dos jornadas llegaremos a Aquisgrán, así que creí necesario despertarte.
—Sí, claro —murmuró el muchacho, aún algo aturdido—. En marcha, pues.
La Germania era una tierra boscosa de caminos estrechos, donde los campesinos cultivaban las pocas tierras arrancadas a las anchas extensiones de coníferas. Michel descubrió pronto que la lengua germánica no se parecía en nada al francés, y se sintió muy perdido cada vez que Mattius se dirigía a alguien habiéndola con fluidez.
—¿Cuántos idiomas conoces? —quiso saber el monje un día.
—Éste, el francés, el occitano, el castellano, el griego, el galaico, el toscano… —enumeró el juglar—. Y alguno más que me dejo, seguramente. Chapurreo un poco el turco y el árabe. Pero no sé latín —sonrió—. Curioso, ¿eh? El latín, esa lengua que se habla en todas partes y en ninguna.
Michel se sintió impresionado, y desde aquel día puso todo su empeño en aprender aquella lengua.
El viaje por tierras germánicas fue algo más relajado que la etapa anterior, porque tenían un caballo. Michel observó que la gente los miraba de otra forma cuando entraban en un pueblo montados sobre él. Descubrió entonces que en el mundo existía una división tajante entre los que llevaban caballo y los que iban a pie, y sintió tristeza. Los caballeros eran suficientemente fuertes como para ir caminando; en cambio, había ancianos que no podían casi andar, y la mayoría no tenía dinero ni nada que dar a cambio de una yunta de bueyes que tiraran de un carro de madera.
Se iniciaba ya el verano cuando divisaron por primera vez a lo lejos los tejados de Aquisgrán, la Ciudad Dorada.
Michel sintió un nudo en la garganta. Aquisgrán…
Aquisgrán la Grande, Aquisgrán la Bella, la joya del Imperio, refugiada tras una imponente muralla que la protegía de todo aquél que quisiera dañarla y profanar la gran capilla donde descansaban los restos del inmortal Carlomagno.
—Nunca pensaste que llegarías tan lejos, ¿eh? —murmuró Mattius—. Me debes una. Bueno —reflexionó—, en realidad me debes varias.
Michel no respondió. Se sentía deslumbrado ante la visión de la capital del Imperio. Mattius le hizo volver a la realidad y comenzaron a descender por la ladera.
Una vez traspasaron las enormes murallas, Michel se dio cuenta de que Aquisgrán no difería mucho de Amiens y otras grandes ciudades. Parecía más grande y próspera, y poseía muchos palacios y casas de piedra, pero también había una gran cantidad de chozas adosadas a sus muros, viviendas de campesinos muy pobres que habían abandonado sus tierras secas para ir a la ciudad en busca de una oportunidad. Eran hombres desesperados, pero todos habían acudido a acogerse bajo la sombra del gran palacio que se alzaba en el centro de la urbe observando impasible el paso del tiempo, rodeado de casas que parecían rendirle pleitesía; encerrado entre murallas se elevaba hacia el cielo desafiando a todos los palacios de la Tierra.
—El símbolo del poder terrenal —murmuró Michel, mientras contemplaba boquiabierto las almenas del palacio coronado por el sol poniente.
—Date prisa, chico —lo urgió Mattius—. Hemos de buscar un lugar donde dormir.
Recorrieron las calles de Aquisgrán sin mirar demasiado a su alrededor, pues ya oscurecía, y era conveniente estar bajo techo cuando llegara la noche, sobre todo si uno se encontraba en una ciudad extraña. Por fin entraron en una posada de la que salía un delicioso olor a cerdo asado.
No había mucha gente en el interior. Michel se sentó en un rincón de la sala mientras Mattius negociaba con el posadero una noche de alojamiento con cena incluida a cambio de una actuación. Michel no dudaba de la capacidad de persuasión del juglar, pero le inquietaba un poco el hecho de entender sólo palabras sueltas de lo que se decía.
Sintió de pronto que alguien lo miraba fijamente y se dio la vuelta con cautela. Un grupo de hombres en una mesa al fondo lo observaban y hablaban entre ellos en susurros. Michel se sintió incómodo, y buscó a Mattius con la mirada, pero éste estaba ocupado acondicionando con el posadero un lugar para su actuación.
Michel se aproximó a ellos. Mattius reparó en él y le sonrió. Parecía estar de buen humor.
—Todo arreglado, chico. Esta noche dormimos aquí y mañana podrás iniciar tus pesquisas por la ciudad.
El posadero les dirigió una mirada curiosa y le dijo algo a Mattius que Michel no entendió. El juglar asintió y respondió algo.
—Dice que hacemos una extraña pareja —dijo—. Que no es habitual ver en Germania a un monje acompañado por un juglar. Yo le he dicho que en Francia tampoco.
El posadero movió la cabeza y añadió algo mientras se alejaba.
—Tienes razón, amigo —murmuró Mattius para sí mismo—. Son tiempos extraños.
Mattius
Cogió su laúd y llamó a voces a los presentes para hacerles ver que había un juglar en la sala. Michel se sentó cerca. Sabía que no habría cena hasta que el juglar terminara su trabajo; si lograba atraer más clientes al local, el dueño sabría recompensarlo.
De modo que puso todo su empeño en tratar de comprender las baladas que cantaba; reconoció una versión del Cantar de Carlomagno en lengua germánica y, para su sorpresa, escuchó a continuación un cantar sobre cierto héroe germánico llamado Sigfrido, que Mattius había aprendido el día anterior en boca de otro juglar. Michel no podía estar seguro de que su amigo lo reprodujera con fidelidad porque no conocía muy bien el idioma, pero por la música habría asegurado que era el mismo. «Sólo lo ha escuchado una vez», se dijo. «¿Será cosa del diablo?».
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una salva de aplausos: Mattius había terminado, y Michel lo agradeció, porque se moría de hambre.
Poco después atacaban un plato de cerdo asado.
—¿Cómo has hecho para aprender tan rápido la Balada de Sigfrido? —preguntó Michel entre bocado y bocado—. He reconocido la música; tengo buen oído, pero, por lo visto, no tan buena memoria como tú.
—Eso es secreto profesional —replicó el juglar frunciendo el ceño—. Y tú no…
Se interrumpió al ver que un hombre fornido, con ropas de caballero y francos ojos azules se acercaba a ellos. El perro levantó la cabeza del pedazo de carne que estaba devorando a los pies de Mattius y dirigió al extraño una mirada cautelosa.
—Buenas noches —les dijo éste en francés—. Me han dicho que venís de Francia. Me llamo Jacques de Belin, natural de Aquitania. Hace tiempo que no salgo de territorio germano; ¿qué se cuenta por mi tierra?
Mattius sonrió. Dar noticias era parte de su trabajo.
—Del ducado de Aquitania poco sé, amigo. Y del resto sólo traigo malas noticias, por todas partes.
El aquitanio se sentó junto a ellos con gesto grave.
—Malos tiempos —declaró cuando el juglar terminó de contarle las nuevas—. No sé qué pasa últimamente.
—Mundus senescit —murmuró Michel para sí mismo.
Jacques de Belin lo miró fijamente.
—¿Qué causa lleva a un joven monje a acompañar a un juglar trotamundos? Además eres de la orden de Cluny; te reconozco por los hábitos negros.
—Y vos sois caballero —indicó Michel sagazmente—. ¿Compartís mesa con un joven monje de Cluny que acompaña a un juglar trotamundos?
Jacques soltó una carcajada.
—Tienes razón —asintió—. Pero he de decir que yo he viajado mucho, y tengo una especial predilección por los juglares, sobre todo por los que cantan relatos de héroes. Tu interpretación de la Balada de Sigfrido ha sido magnífica —le dijo a Mattius.
Michel le dirigió al juglar una mirada de circunstancias, y éste se encogió de hombros.
—También yo he viajado mucho —le dijo al aquitanio, ignorando al monje—. ¿Por casualidad sois caballero del emperador?
—Digamos que le debo homenaje, pero no pertenezco a su guardia privada.
—¿No rendisteis homenaje al duque de Aquitania? —preguntó Michel—. No entiendo mucho de estas cosas, pero…
—Él me armó caballero, y sí, le rendí homenaje hace mucho tiempo. Pero soy un segundón y tuve que dejar la casa de mi padre, el señor de Belin, en busca de fortuna. Corrí medio mundo y acabé aquí, sirviendo en la casa del emperador, esperando algún matrimonio ventajoso. Pero ya no soy tan joven —añadió riendo, señalando las canas que blanqueaban sus sienes—, y las doncellas también escasean. Y a vosotros ¿qué os trae por aquí?
—Encontré a este muchacho en Normandía completamente perdido —explicó Mattius—. Los húngaros prendieron fuego a su monasterio, pero él sólo tenía una obsesión: llegar hasta Aquisgrán.
—Quiero ver la tumba de Carlomagno —declaró Michel—. Me han dicho que está aquí.
El juglar lo miró sorprendido. Aquello era nuevo para él.
También el caballero parecía intrigado.
—Eso dicen, en efecto —replicó—. Pero son rumores. Nadie ha encontrado nunca los restos de Carlomagno. El emperador los ha buscado por todas partes.
—Entonces por lo menos me gustaría visitar la capilla palatina. He venido desde muy lejos sólo para ver tal maravilla.
Mattius se preguntó qué habría de verdad y qué de mentira en las palabras del monje. Por su expresión, parecía que Jacques de Belin también se lo preguntaba.
—Siento decepcionarte, muchacho, pero la capilla no se puede visitar. Forma parte del palacio del emperador, y él no permite extraños en su casa.
Michel palideció.
—Pero eso no puede ser. Hablaré con el emperador, si es necesario, pero tengo que entrar ahí.
—Te será difícil. El emperador está de viaje. Ha ido a Roma para ver al Papa.
Michel enterró la cara entre las manos.
—¿Cuándo volverá? —quiso saber Mattius.
—Cualquiera sabe. Desde que hizo elegir a Gregorio V como nuevo Papa, las cosas en Roma no marchan como él quisiera. No es fácil que los romanos acepten a un germano como Sumo Pontífice. Lo consideran un bárbaro.
—¿Qué queréis decir con que «hizo elegir»? —preguntó Michel.
—Hombre, todos saben que Otón III influyó notablemente en la elección del nuevo Papa. ¿No dicen que el emperador es el brazo armado de Dios? Pues entonces él se considera ejecutor de la voluntad divina, y con derecho para elegir un Papa.
—¡Jesús, cómo está el mundo! —exclamó Michel.
—He oído decir que el emperador es apenas un adolescente —apuntó Mattius.
—Diecisiete años —confirmó Jacques—. Cumplió la mayoría de edad el año pasado.
—¡Jesús! —repitió Michel.
—Tu amigo parece dudar de la capacidad de Otón III como emperador —le dijo Jacques al juglar.
Mattius no respondió. Parecía estar pensando en otra cosa. Miraba de reojo a un rincón de la sala.
—¿Conocéis a esos tipos del fondo? —susurró—. Me da la sensación de que nos vigilan.
Jacques se volvió con disimulo. Michel también miró hacia allá y el corazón le dio un vuelco: eran los mismos que los observaban al principio de la velada, mientras Mattius conversaba con el posadero.
—Llevan controlándonos desde que hemos entrado, Mattius —murmuró—. Me dan mala espina.
—Los conozco —dijo el aquitanio volviéndose hacia Mattius y Michel—. De vista nada más. Pertenecen a una extraña cofradía que predica la llegada del Anticristo para el fin del milenio.
Michel dio un respingo y se puso blanco como la cera. Dirigió una mirada de urgencia a Mattius, pero éste hizo como que no lo había visto.
—¿Y las autoridades eclesiásticas no han hecho nada? —preguntó con calma al caballero, que fruncía el ceño ante la agitación de Michel.
—¿Qué van a hacer? ¿Excomulgarlos? A esa gente le da igual. Además, no hablan mucho, y nadie ha logrado averiguar si están con el diablo o contra él. Los tratan de locos, pero yo no me fiaría de ellos. Se hacen llamar la Cofradía de los Tres Ojos, o algo así.
Michel temblaba violentamente, pero Mattius conservaba un aire tranquilo.
—¿Qué te pasa, muchacho? —inquirió el aquitanio—. ¿Ya habías oído hablar de ellos?
—A veces le dan ataques —replicó Mattius con calma—. No sabemos por qué.
Su aspecto despreocupado no logró engañar a Jacques.
—Vosotros sabéis algo sobre esa gente —dijo, y su voz adquiría un tono peligroso—. Si traman algo contra el emperador o cualquier persona de esta ciudad, mi deber es averiguarlo e impedirlo. Si me ocultáis información, os la sacaré a la fuerza.
Ninguno de los dos pareció sentirse impresionado por su amenaza. Tenían otras cosas en la cabeza.
—Es necesario que entremos en la capilla como sea —urgió Michel, mirando a Mattius.
Éste había abandonado su expresión calmosa y ahora parecía profundamente preocupado, pero no por las palabras del caballero, sino porque su instinto le decía que no hacía falta fingir, que podían confiar en él.
—Esto está dejando de ser un juego —musitó el juglar.
El aquitanio se dio cuenta de que pasaba algo grave, y los miró con seriedad. Mattius le dirigió una mirada dubitativa. Estaba acostumbrado a relatar historias increíbles, pero nunca había esperado que nadie le creyera. Esta vez era muy diferente.
—Podemos contaros lo que sabemos —dijo con prudencia—, pero lo más seguro es que nos toméis por locos. Yo mismo no creí a Michel la primera vez.
Dado que el monje no parecía estar en condiciones de hablar, fue Mattius quien tomó la palabra y le relató a Jacques de Belin todo cuanto sabían sobre el fin del milenio.
—Yo creía que esos pergaminos eran desvaríos de un chiflado —concluyó—, pero parece ser que hay más gente que conoce las profecías. No me extrañaría que la mujer que entró en casa de mi amigo Isaac en Amiens tuviera algo que ver con esa cofradía.
El aquitanio los miró fijamente, para decidir si le estaban tomando el pelo o no. Mattius sostenía su mirada con seriedad, pero Jacques se recordó a sí mismo que el juglar sabía fingir muy bien. En cambio, el muchacho estaba alterado y muy asustado. No parecía simular nada ni pretender engañarle. Ésa era la única conclusión a la que podía llegar.
—Una historia extraña, la vuestra —dijo finalmente—. No puedo creeros, pero tampoco me estáis mintiendo. La única forma de averiguarlo es ver si hay algo en esa capilla o no; quizá pueda hacer algo por vosotros. ¿Os alojáis aquí? En ese caso, mañana temprano pasaré a buscaros. Tal vez podamos entrar en la capilla, ahora que el emperador no está y se ha llevado a toda su guardia consigo.
Michel estalló en una salva de agradecimientos apresurados. El caballero se levantó sonriendo, pero aún con el ceño levemente fruncido.
—Nos veremos mañana, amigos —dijo, rascando las orejas al perro—. Y tened cuidado.
Mattius y Michel se despidieron de él y subieron a acostarse.
—¿No deberíamos hacer turnos de guardia? —preguntó Michel, inquieto.
—Sirius cuidará de los dos —replicó Mattius, señalando al perro.
Michel asintió, más tranquilo. El animal parecía más grande y terrible a la vacilante luz de la lámpara.
El muchacho se acostó en su jergón y no tardó mucho en dormirse, a pesar de la excitación que le producía encontrarse en Aquisgrán por fin. En la otra cama, Mattius no fue tan afortunado. No paraba de darle vueltas a la nueva información sobre la cofradía. Todavía no se atrevía a plantearse en serio la teoría del fin del mundo pero, por lo visto, había más gente además de Michel que sí lo hacía. Y eso podía llegar a ser peligroso, aunque no sabía en qué sentido.
Michel se despertó de madrugada sobresaltado; en su confusión, distinguió los ladridos del perro, y se incorporó, parpadeando. A la tenue luz de la luna que entraba por la ventana distinguió cuatro sombras: tres, humanas que forcejeaban entre sí; la cuarta era la del perro, que saltaba de un lado para otro, intentando morder algún miembro.
—¿Mattius? —murmuró el muchacho.
Oyó un grito de dolor, pasos apresurados… todo fue muy confuso hasta que la puerta se abrió y entraron el posadero, armado con un bastón, y su mujer, que portaba una vela cuya luz bañó el cuarto, descubriendo a Michel una escena terrible.
Los extraños eran dos de los hombres que los habían vigilado disimuladamente durante la cena. Uno de ellos se retorcía de dolor en el suelo, mientras el perro le mordía una pierna bañada en sangre. El otro forcejeaba con Mattius.
Con la llegada del posadero todos se detuvieron un brevísimo instante, pero, inmediatamente, el que no estaba herido echó a correr, lo apartó de un empujón y salió huyendo. El primero en reaccionar fue el perro, que, sabiendo que su víctima no se iba a levantar, la abandonó en el suelo para ir en pos del fugitivo. Sus ladridos atronaron toda la posada.
—¿Qué… qué…? —balbuceó Michel.
Mattius se secó el sudor de la frente y dio una rápida explicación a los dueños de la casa. La posadera ahogó una exclamación consternada mientras su marido, rezongando por lo bajo, asestó un estacazo al atacante herido, como para rematarlo. La posadera le entregó la vela y salió apresuradamente del cuarto.
—Mattius, ¿qué pasa? —preguntó Michel, muy nervioso.
El juglar se volvió hacia él.
—Menos mal que dormías como un bendito —comentó—. Han intentado matarnos.
—¿Qué… qué…? —repitió Michel, blanco como la cera.
—Deja ya de cacarear. Como no haya nada en la capilla voy a ser yo el que te mate.
La mujer volvió con una soga, y Mattius y el posadero ataron de pies y manos al herido, que gemía débilmente.
Michel no entendió gran parte del interrogatorio, pero Mattius le explicó después que aquellos hombres intentaban impedir que reunieran los tres ejes y evitaran el fin del mundo. El reinado del Anticristo estaba cerca, y era él quien debía recoger los ejes en el día de su advenimiento.
El posadero estaba consternado. Mattius rió y le dijo que se las estaban viendo con un pobre chiflado. Esta explicación pareció convencerle y aliviarle considerablemente.
Se llevaron al cofrade casi a rastras y lo dejaron atado en el trastero para llevarlo al día siguiente a las autoridades. Con todo, y a pesar del regreso del perro minutos más tarde, visiblemente satisfecho con un jirón de las calzas del fugitivo entre los dientes, Michel no pudo pegar ojo en toda la noche.
Se levantó al alba, pálido, ojeroso y entumecido, y despertó a Mattius de un sueño nervioso y poco reparador. Cuando bajaron a desayunar, el posadero los recibió hablando con excitación: de alguna manera, el prisionero se había escapado.
—Dice que es cosa del diablo —tradujo Mattius—, porque estaba muy bien atado, y la puerta ha permanecido atrancada toda la noche.
Michel palideció. Mattius lo notó.
—¿No lo creerás en serio?
—No sé, Mattius. Esa gente adora al Anticristo. Quién sabe si él no los ayuda.
Mattius se quedó mirándolo, pensativo, pero no dijo nada.
Terminaban el tazón de leche cuando entró Jacques de Belin. Atropelladamente, Michel le contó todo lo sucedido la noche anterior. Por el rostro del caballero cruzó una sombra de preocupación.
—Os habéis metido en un buen lío —les dijo—. Por alguna razón habéis entrado en su territorio, y parece que eso no les gusta.
—Pues yo no voy a echarme atrás —replicó Mattius en tono sombrío—. Esto ya se ha convertido en un asunto personal.
Jacques asintió. Estaba de acuerdo con él.
Salieron de la posada y se encaminaron hacia el palacio.
—He hablado con el capellán —les contó el aquitanio—. Le he dicho que el joven monje tenía una promesa que cumplir. Le dejará entrar en la capilla por unos minutos. Pero a ti…
—Creo que Michel no me necesita para encontrar lo que busca —lo tranquilizó Mattius—. No necesito entrar yo también. Sin embargo, temo que los de la cofradía intenten atacarlo otra vez. Me haríais un gran favor si vos lo acompañarais.
—No tengo ningún inconveniente.
Entraron en el recinto del palacio, compuesto por distintos edificios: viviendas para criados, caballerizas, almacenes, cocinas…, y se dirigieron hacia la construcción principal. No llamaban mucho la atención, porque iban acompañados por el caballero Jacques de Belin. De todas formas, el emperador estaba ausente, todo se veía muy tranquilo y la vigilancia era mínima y relajada.
Entraron en el palacio propiamente dicho. Atravesaron amplias salas y largos pasillos hasta salir de nuevo al exterior. Pasado un pequeño jardín, adornado con varias piezas artísticas traídas de distintos reinos, había un pórtico, y tras él estaba la iglesia palatina.
—Es altísima —comentó Michel, mirando boquiabierto hacia arriba.
—Pues espera a ver el interior.
Se acercaron a la puerta. El caballero llamó enérgicamente, mientras Michel examinaba un adorno con forma de cabeza de león esculpido en la puerta. Mattius se le quedó mirando. El muchacho fruncía el ceño y asentía para sí mismo, casi como si lo hubiera reconocido. El juglar decidió no preguntar.
El capellán les abrió minutos después. Mantuvo una corta conversación con Jacques mientras estudiaba a Michel de arriba abajo. El chico se removió, incómodo, pero procuró no perder su sonrisa cortés.
Finalmente, el sacerdote hizo una seña a Michel para que entrara con él.
—Sirius y yo esperaremos aquí fuera —dijo el juglar, y el caballero asintió y fue tras ellos.
La puerta se cerró.
—Bueno —dijo Mattius, rascando las orejas del perro—. Al menos la hemos visto por fuera.
Dentro, Michel no paraba de mirar a todas partes.
La capilla palatina tenía forma octogonal, y estaba cubierta por una alta cúpula. Los suelos de mármol, las paredes doradas, los arcos y los mosaicos relucían con un brillo propio, poderoso y desafiante.
—Qué maravilla —murmuró.
El capellán adivinó lo que había dicho y sonrió con orgullo, aunque miraba a Michel con cierto desprecio. El muchacho se preguntó por qué.
De pronto reparó en el tema que representaban los mosaicos: el Apocalipsis. Se lo indicó a Jacques de Belin con un gesto. El caballero asintió gravemente.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Los pergaminos dicen que el Eje del Presente está custodiado por un hombre que tuvo el poder en una mano y la sabiduría en la otra. El ermitaño lo vio habitando en algún lugar de esta capilla, durmiendo. Siempre durmiendo.
—¿Durmiendo…? —Jacques estaba estupefacto—. Eso es absurdo. Y nadie habita en esta capilla, a no ser… —se quedó parado un momento, sin acabar de creerlo—. ¿Carlomagno? ¿Pretendes mirar en la sepultura de Carlomagno? No estás bien de la cabeza, muchacho. Ni siquiera sabemos dónde está.
—¿Tampoco lo sabe el capellán? —insistió Michel, y se volvió para preguntárselo, pero se encontró con que ya no estaba allí.
—¡Qué extraño! —murmuró el caballero, y lo llamó.
Su voz se perdió retumbando por las paredes. Nadie respondió.
—No es normal —dijo—. No puede habernos dejado solos aquí. Voy a ver si ha subido al piso de arriba.
Se alejó en busca del capellán, mientras Michel seguía examinando los mosaicos.
Imágenes terribles. Monstruos, dragones y los cuatro jinetes que portaban los males del mundo para extenderlos en mayor proporción. Dolor, ruina y muerte.
Michel se estremeció. Cuando miró a su alrededor, Jacques ya se había marchado. Se encogió de hombros. Ahora tenía mayor libertad para buscar la tumba de Carlomagno.
Mientras, Jacques recorría la iglesia. Subió la escalera de caracol hasta el nivel superior y buscó por allí, pero no había ni rastro del capellán. Entonces tuvo una súbita sospecha y miró hacia abajo desde la barandilla. No vio a Michel en el lugar donde lo había dejado. Imaginó que estaría por el deambulatorio, y volvió sobre sus pasos para reunirse con él.
El joven monje había descubierto una cabeza de león esculpida en bronce en la pared, como la de la puerta, y la examinaba atentamente. No tenía ninguna función aparente y no había ninguna otra cerca, por lo que no armonizaba con el conjunto. Colocó la mano sobre ella. No tenía mucho relieve y era más o menos igual de grande que su palma extendida. Los pergaminos de Bernardo de Turingia describían algo semejante.
De pronto sintió una respiración tras él y se le puso la piel de gallina. Se apartó instintivamente.
Por la capilla palatina resonó un grito.
Mattius, desde el exterior, lo oyó. Su perro ladró y arañó la puerta con las patas delanteras.
—El chico tiene problemas —murmuró, y sacó una pequeña daga de su morral para forzar la cerradura.
No tardó mucho. Cuando entró no se detuvo para contemplar la maravilla arquitectónica carolingia.
—¡Michel! —gritó, y el eco le devolvió el nombre de su amigo multiplicado varias veces.
Nadie le contestó, pero él siguió a Sirius, que parecía saber muy bien adónde iba. El eco de sus ladridos le hacía parecer una jauría entera corriendo por la iglesia palatina de Aquisgrán.
Mattius pronto lo perdió de vista. Se guió por sus ladridos y se reunió con Michel y Jacques de Belin un poco más allá. Junto a ellos, en un charco de sangre, en el suelo, yacía el capellán.
—¿Qué ha pasado?
—Me ha atacado —respondió Michel, señalando al sacerdote—. Con un puñal, a traición y por la espalda.
—He llegado justo a tiempo para salvarlo —gruñó el caballero; fue entonces cuando Mattius descubrió que tenía la espada bañada en sangre.
—¿Habéis matado a un sacerdote en una iglesia? —el juglar no se lo creía—. ¡Eso es profanación!
—Profanación era lo que hacía él aquí —replicó el aquitanio, malhumorado—. Era un adorador del diablo.
Levantó la manga del hábito del capellán con la punta de la espada. Mattius vio que llevaba un círculo con tres ojos tatuado en la piel del brazo.
—Dejadme adivinar: el símbolo de la cofradía.
—Es un asunto grave —dijo el caballero—. Hasta el mismísimo capellán de este santo lugar pertenece a esa secta. No sé cómo…
Se interrumpió cuando un chirrido resonó por la sala. Michel se apartó de un salto: había estado manipulando el adorno de bronce con forma de cabeza de león.
Una losa se abrió en el suelo, dejando libre el paso hacia una especie de catacumba a la que se accedía por una estrecha escalera. Un fuerte olor a cerrado inundó la capilla.
—¿Qué es eso? —preguntó Mattius.
—No podría asegurarlo —respondió Michel—, pero diría que es la tumba de Carlomagno.
—¡Eh, espera! —Mattius lo retuvo por los hábitos cuando ya bajaba las escaleras—. ¿Y para qué quieres entrar ahí?
—Cree que dentro puede estar lo que anda buscando —explicó Jacques.
Mattius se quedó pensativo.
—¿En serio? Pues en cualquier caso necesitarás una luz, ¿no?
Michel se detuvo en mitad de la escalera cuando, efectivamente, la oscuridad ya era impenetrable. Volvió a subir.
Mattius revolvía en su macuto en busca de un cabo de tea que siempre llevaba encima, por si acaso. Cuando lo encontró, Michel le ayudó a encenderlo con ayuda de un pedernal.
El caballero los miraba boquiabierto.
—Estáis locos.
—No lo creo —replicó el juglar—. Eso de ahí abajo debe de ser condenadamente importante si hay alguien dispuesto a matar y a morir por ello.
El aquitanio consideró la respuesta mientras Michel y Mattius bajaban la escalera.
—¡Esperad! —dijo, y fue tras ellos—. No quiero perdérmelo.
Llegaron a una cripta húmeda y pequeña. Un único sarcófago ocupaba su centro.
—Demasiado limpio para llevar tanto tiempo cerrado —observó el juglar—. Sospecho que ese sacerdote conocía ya la existencia de este lugar.
Michel se acercó a ver lo que decían las letras doradas de la tapa de mármol:
—Carolus Magnus Imperator —leyó—. Hemos dado en el clavo.
Mattius se acercó, intimidado. Ahora Michel era el valiente y él el que dudaba.
—¿Qué haces? —exclamó Jacques viendo que el monje pretendía levantar la tapa—. ¡Ese hombre lleva por lo menos trescientos años muerto!
—Ciento ochenta y tres, para ser exactos —replicó Michel sin inmutarse.
—¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez el eje no sigue ahí? —dijo Mattius suavemente—. Los de la cofradía conocen este sitio.
—En tal caso no habrían intentado evitar que entráramos —razonó Michel—. Anda, échame una mano.
Mattius se sentía como hechizado. Ayudó al muchacho con la pesada losa sin decir una palabra.
El caballero dio un paso atrás.
—Esto es una profanación —dijo—. Al emperador no le va a gustar.
La tapa se movió unos centímetros. Mattius y Michel insistieron.
—¡Dejadlo ya, os lo ordeno! —aulló Jacques; quiso acercarse a ellos, pero el perro le vio las intenciones y se interpuso, gruñendo por lo bajo.
El caballero se llevó la mano a la empuñadura de la espada; el animal gruñó con más fuerza y el hombre se vio obligado a apartarla del arma.
—¡Ya! —dijo Michel.
Aunaron esfuerzos y dieron un último empujón. La losa se deslizó del todo.
—¡Qué horror! —exclamó Jacques de Belin, espantado.
Pero en los rostros de Mattius y Michel no había asco, sino asombro y temor.
—Está vivo —musitó el monje, muerto de miedo.
Jacques se acercó a mirar, y se le cortó la respiración.
Carlomagno reposaba intacto en su sepultura, como si no hubieran pasado los años por él, como si simplemente estuviera durmiendo o inconsciente, y conservaba el porte regio incluso en aquella situación. Su rostro no presentaba ningún rictus de dolor, sino una serena calma. Sobre su pecho descansaba una cruz de oro que sujetaba con las dos manos. La barba castaña seguía cuidadosamente peinada; una fina diadema de oro y piedras preciosas ceñía su frente.
Mattius se atrevió a tocarle el cuello por si le encontraba pulso. Lo hizo cautelosamente, como si temiera que el cuerpo fuera a abrir de pronto los ojos y lo maldijera por profanar su tumba. Michel dio un paso atrás. Hubo un pesado silencio que al joven monje se le hizo eterno. El corazón les latía a los tres con fuerza.
Pero Carlomagno no despertó.
—Está muerto —concluyó el juglar.
—Entonces es un milagro —declaró el caballero, santiguándose.
—O quizá éste no sea Carlomagno.
—No puede ser. Nadie ha entrado aquí en mucho tiempo.
—¿Ni siquiera ese capellán?
—Mirad —intervino Michel—. Lo hemos encontrado. Lleva puesto el Eje del Presente.
Los dos se inclinaron de nuevo sobre el sepulcro para ver lo que señalaba el monje: prendida en los caros ropajes del emperador había una joya de oro con forma de ojo, forjada en una finísima filigrana. En el centro, a modo de pupila, relucía una piedra de un color tan extraño que ninguno de los tres habría podido identificarlo. Mattius se dijo que seguramente se debía al efecto de la luz sobre la antorcha. De todas formas, a él le parecía que presentaba cierto tono rojizo.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Habrá que quitárselo —dijo Michel, pero no se movió.
—No podemos saquear el cuerpo del emperador —replicó el aquitanio con un temor respetuoso—, o su espíritu nos perseguirá durante el resto de nuestras vidas.
—Pero el eje no le pertenece. Es preciso que lo cojamos, porque debemos reunirlos todos cuanto antes.
Antes de que Jacques pudiera decir nada, Michel alargó la mano y cogió el eje, lanzó un grito de dolor y retiró el brazo.
—¿Qué ha pasado?
—Es la piedra —murmuró el monje, frotándose la mano magullada—. Está ardiendo.
Mattius también había palidecido bajo la luz de la antorcha. Sirius gruñía por lo bajo, inquieto.
—Pero esta vez no la tocaré —añadió Michel.
Alargó de nuevo la mano y cogió la joya por el engarce dorado. Se desprendió con facilidad.
Mattius se sacó rápidamente del cinto un saquillo vacío. Michel introdujo dentro el Eje del Presente.
—Aún tenemos tiempo —murmuró.
—Éste es el día más increíble de toda mi vida —musitó Jacques, pasmado.
Mattius volvió a la realidad.
—Ya tenemos lo que querías, chico. Ahora, más vale que salgamos de aquí antes de que alguien nos encuentre.
Caminó hacia la losa de mármol para tapar el sepulcro, pero oyó un chasquido tras él y se volvió.
Michel emitió un grito de horror. Jacques retrocedió unos pasos, pálido como un muerto. Mattius miró qué pasaba y se sintió desfallecer. Tuvo que apoyarse en la húmeda pared de piedra, y casi dejó caer la tea.
El cuerpo del emperador Carlomagno se estaba descomponiendo a una velocidad vertiginosa, como si todos los años que no habían pasado por él desde su muerte lo atacaran ahora sucediéndose en unos breves segundos. Era un espectáculo espantoso y grotesco, y Michel sintió náuseas. Dio media vuelta y cerró los ojos para no mirar.
Cuando los abrió y se atrevió a echar un vistazo, los restos de Carlomagno se reducían a unos tristes huesos vestidos con jirones de ropas polvorientas. Lo único que no había cambiado eran las joyas, la diadema y la cruz de oro.
—¿Quién dijo que la riqueza es efímera? —musitó Mattius.
Jacques se apoyó en la pared, esforzándose por no vomitar.
—Era el eje lo que lo mantenía intacto —dijo Michel—. Su poder es inmenso.
—En tal caso —dijo el caballero—, quizá no debería custodiarlo alguien tan joven como tú.
—No estoy de acuerdo —discrepó Mattius—. No conozco a nadie mejor que Michel. Cualquier otro querría aprovecharse del poder de esa… de esa cosa. Él sólo habla de salvar el mundo.
El caballero aquitanio no respondió. Probablemente pensaba que, si discutía con Mattius, tendría que arrebatarle el eje. Y no le hacía ninguna gracia la idea de tocarlo.
—Vámonos de aquí —dijo el juglar—. Me estoy poniendo enfermo.
Jacques no podía estar más de acuerdo en este punto, de modo que le ayudó a colocar la tapa en su sitio. Entre los dos cubrieron de nuevo los restos del inmortal Carlomagno.
Salieron de la cripta en silencio. Una vez fuera, sin una palabra, Michel volvió a girar la cabeza de león de bronce. La losa volvió a su sitio con un chirrido.
Michel, Jacques y Mattius cruzaron una mirada. Nadie dijo nada, pero todos tenían un mismo pensamiento: salir de allí cuanto antes.
Michel evitó mirar el cuerpo del capellán, que aún yacía junto a la losa. Tampoco miró de nuevo los mosaicos que adornaban la capilla. Sólo se sintió mejor cuando salió al aire libre y pudo respirar profundamente. Parecía que sus compañeros, incluido el perro, agradecían también el cambio de ambiente.
—No tardarán en encontrarlo —dijo entonces Mattius, refiriéndose al capellán—. Debemos marcharnos cuanto antes.
A Michel le pareció una idea magnífica, pero el aquitanio no se movió.
—Marchaos vosotros —dijo—. Yo me quedo.
Mattius se volvió hacia él.
—¿Vos no vais a acompañarnos?
—Alguien debe explicar lo que ha pasado, y a mí me creerán. No les hablaré de vosotros. Simplemente les diré que el capellán pertenecía a esa extraña secta, y que lo pillé a punto de saquear la tumba de Carlomagno. Me atacó y yo sólo me defendí.
—¿Vais a mentir por nosotros?
—La verdad resulta más increíble que la mentira. Si lo que dicen esos pergaminos es cierto —y hasta ahora no han dicho nada que no lo fuera—, es mejor ocultar a Otón la existencia del eje. Es muy ambicioso.
—¿Nos encubriréis, entonces?
—No veo por qué no. Además, hemos encontrado la tumba de Carlomagno. El joven emperador llevaba meses buscándola. Cuando regrese de Roma le mostraré el lugar, y seguro que me recompensará…
—… con un matrimonio ventajoso —completó el juglar con una media sonrisa—. Mucha suerte, pues. Os agradezco todo lo que habéis hecho por nosotros. Sois un buen hombre.
El caballero lo miró sorprendido; no era habitual que un plebeyo osara juzgar a un noble de aquella forma. Pero Mattius no se estaba burlando.
—Viniendo de él es todo un halago —explicó Michel—. No suele confiar en la gente.
—Eres muy peculiar —comentó el aquitanio, pero Mattius se limitó a encogerse de hombros.
Se despidieron de Jacques de Belin con un extraño peso en el corazón. Ni siquiera Mattius pensaba volver a Aquisgrán. La experiencia de la cripta había sido demasiado turbadora como para que quisiera recordarla.
Ninguno de los dos pronunció palabra mientras caminaban por las calles de la ciudad de vuelta a la posada. Finalmente, Mattius rompió el silencio.
—Hasta ahora todo lo que decía tu ermitaño ha resultado cierto —dijo—. Estoy empezando a creer que realmente el mundo se acabará en el año mil.
—Y la idea es aterradora, ¿verdad?
El juglar miró a Michel fijamente. Sí, estaba asustado, pero no lo dijo. De todas formas el muchacho sabía cómo se sentía; él había pasado ya por ello.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Michel suspiró.
—Según los pergaminos, he de seguir el camino de las estrellas hasta el fin del mundo. Me temo que no sé lo que significa.
—¿El camino de las estrellas, has dicho? ¿Qué más sabes?
—Bernardo de Turingia vio a mucha gente recorrer ese sendero. Todos con una extraña ilusión en el corazón. Muchas generaciones, una detrás de otra. Se guiaban por las estrellas. Iban hacia un lugar sagrado, y sus almas estaban llenas de esperanza.
—Hay una ruta de peregrinos que recorre el norte de la península Ibérica hasta Santiago de Compostela. Quizá sea eso lo que buscas.
—¡Santiago de Compostela! —repitió Michel—. ¿Es allí donde está enterrado el Apóstol?
—Eso dicen. Es un viaje muy largo, chico. ¿Estás seguro de que quieres ir?
Michel asintió solemnemente.
—Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer? Ya has visto que hasta los caballeros lo consideran una tarea inmensa. De todas formas, Mattius, no tienes por qué acompañarme si no quieres. Puedo seguir yo solo.
—No. No puedes. No sabes lo que estás diciendo.
Michel se le quedó mirando.
—¿Tienes intención de acompañarme? Tú mismo has dicho que es un viaje muy largo.
Mattius se detuvo en medio de la calle para plantearse en serio la posibilidad de ir con Michel hasta Santiago.
—No pasa nada —dijo el monje suavemente—. Sé desenvolverme mejor que cuando te conocí.
Mattius lo miró de nuevo. Michel había madurado, era cierto, y le sostenía la mirada con una seriedad de adulto. El viaje le había fortalecido y ya no parecía tan niño.
Pero Santiago estaba lejos. Muy lejos. El invierno lo sorprendería antes de que alcanzara los Pirineos. Y, por lo que Mattius sabía, el islam llegaba cada vez más al norte en sus incursiones por tierras cristianas.
—Caramba, chico —murmuró—. Son malos tiempos para viajar solo.
Michel sonrió, conteniendo un grito de alegría.