A la mañana siguiente, solo llevaba unas zapatillas deportivas, unos shorts y una camiseta de tirantes cuando me encontré con Patch en una zona de la costa particularmente enriscada. Ya era lunes, el día límite de Pepper. Y también había clase en el instituto. Pero no podía preocuparme por ninguna de esas dos cosas: primero el entreno, luego el estrés.
Me había vendado las manos, convencida de que los entrenamientos de Dante serían un paseo al lado de los de Patch. Llevaba el pelo recogido en una trenza y tenía el estómago vacío, salvo por el vaso de agua que me había bebido antes de salir. No había ingerido hechicería diabólica desde el viernes, y lo notaba: tenía un dolor de cabeza de las dimensiones de Nebraska y perdía la visión cuando me volvía demasiado deprisa. Además, un hambre incontrolable me arañaba por dentro. El dolor era tan intenso que casi no podía respirar.
Tal como le había prometido a Patch, me había tomado el antídoto el sábado por la noche, después de confesarle mi adicción, pero al parecer la medicación tardaba un poco en hacer su efecto. Probablemente no ayudaba que me hubiera metido litros de hechicería diabólica en el organismo durante la semana anterior.
Patch llevaba tejanos negros y una camiseta a juego que se le ajustaba al cuerpo. Me puso una mano en cada hombro y, de pie frente a mí, me dijo:
—¿Estás lista?
A pesar de mi humor sombrío, le sonreí e hice sonar mis nudillos.
—¿Lista para ponerle las manos encima al guapo de mi novio? Oh, sí, para esto siempre estoy lista.
Se rio con la mirada.
—Trataré de controlar por dónde te agarro, pero con la excitación de la lucha, vete a saber lo que puede pasar —añadí.
Patch me sonrió.
—Suena prometedor.
—Muy bien, entrenador. Vamos a ello.
Y, a continuación, Patch adquirió una expresión grave y profesional.
—Tú nunca has hecho esgrima, y Dante, en cambio, debe de llevar años entrenándose en esta disciplina. Es tan viejo como lo sería Napoleón y probablemente nació con una espada en la mano. Tu mejor baza será despojarle del arma enseguida y emprender una lucha cuerpo a cuerpo.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
Patch recogió dos palos del suelo: los había cortado aproximadamente a la medida de una espada estándar y los había depositado junto a sus pies. Lanzó uno en el aire y yo lo pillé al vuelo.
—Desenvaina la espada antes de empezar a luchar. Se tarda más en desenvainar que en recibir una estocada.
Retiré la espada de la vaina invisible que llevaba sujeta a la cadera y la blandí dispuesta a empezar.
—Mantén los pies separados en todo momento, al nivel de los hombros —me indicó Patch involucrándome en un quite lento y relajado—. No queremos que pierdas el equilibrio y acabes dando un traspié. No juntes nunca los pies y mantén siempre la espada cerca de tu cuerpo. Cuanto más te inclines o te estires hacia delante, más fácil le resultará a Dante hacerte caer.
Estuvimos trabajando los movimientos de los pies y el equilibrio durante unos minutos, haciendo chocar nuestras espadas improvisadas acompañados por el rumor de la marea baja.
—No pierdas de vista los movimientos de Dante ni por un momento —me aconsejó Patch—. Si te fijas bien, enseguida descubrirás el patrón por el que se rige y podrás predecir en qué momento se dispondrá a atacarte. Cuando lo haga, lanza un ataque preventivo.
—Vale, pero necesitaré que me enseñes cómo.
Patch adelantó el pie rápidamente, meneó la espada con gracia y la descargó contra la mía. El golpe fue tan contundente que noté la vibración de la espada en mis manos, incapaz de seguir sosteniéndola en alto. Antes de que pudiera recuperarme, le asestó un segundo golpe y lanzó mi espada al aire, arrebatándomela de las manos.
La recogí del suelo, me pasé el brazo por la frente y dije:
—No tengo fuerza suficiente. No voy a poder hacerlo.
—Sí que podrás, cuando lo hayas debilitado. El duelo será mañana al alba. Según la tradición, se celebrará al aire libre, en algún lugar alejado. La idea es que obligues a Dante a situarse de tal modo que el sol acabe dándole en los ojos. De todas formas, aunque consiguiera invertir las posiciones, es lo bastante alto como para servirte de protección contra la luz del sol. Aprovéchate de su altura. Es más alto que tú y eso te deja sus piernas al alcance. Un golpe seco en cualquiera de las rodillas lo desestabilizará. En cuanto pierda el equilibrio, despójale de la espada.
Entonces reproduje el movimiento que Patch acababa de enseñarme y le hice perder la estabilidad asestándole primero un golpe en la rótula y, a continuación, una rápida descarga de envites. No conseguí arrebatarle la espada, pero sí le planté la punta de la mía en medio del torso. Si podía hacerle lo mismo a Dante, tendría el duelo ganado.
—Muy bien —dijo Patch—. Dudo de que el duelo dure más de treinta segundos. Cada movimiento es crucial. Sé cauta y sensata. No permitas que Dante te incite a cometer una imprudencia. Esquivar los golpes será tu mayor defensa, especialmente en un espacio abierto. Dispondrás de campo suficiente para evitar los envites de su espada: solo tienes que apartarte ágilmente de su camino.
—Dante sabe que es un millón de veces mejor que yo —advertí arqueando las cejas—. ¿Algún sabio consejo para superar una falta total de confianza en uno mismo?
—Convertiremos el miedo en tu estrategia. Finge estar más asustada de lo que estás en realidad, para que Dante tenga una falsa sensación de superioridad y se confíe. La arrogancia puede ser letal. —Levantó levemente las comisuras de sus labios—. Pero como si no hubiera sido yo quien te ha dicho esto.
Me llevé la espada de palo a los hombros, como si fuera un bate de béisbol.
—Así que, básicamente, el plan es despojarlo de la espada, darle una estocada fatal y reclamar mi puesto legítimo como jefa de los Nefilim.
Asintió con la cabeza.
—Así de sencillo. Unas diez horas más de entreno y te habrás convertido en una profesional.
—Si esto va a durar diez horas, necesitaré algún incentivo para mantener la motivación.
Patch me rodeó el cuello con el brazo y me plantó un beso en los labios.
—Cada vez que me arrebates la espada, te deberé un beso. ¿Qué te parece?
Me mordí el labio para no reírme.
—Me parece muy roñica.
Patch levantó las cejas varias veces.
—Vaya, sí que vas lanzada. Dos besos por cada espada que me robes. ¿Alguna objeción?
Lo miré con mi expresión más inocente.
—En absoluto.
Patch y yo no dejamos de entrenar hasta que se puso el sol. Destrozamos cinco pares de espadas y solo nos detuvimos para comer y para que me diera mis merecidos besos de recompensa (algunos de los cuales duraron lo bastante como para captar la atención de los vagabundos de la playa y de algún que otro corredor). Estoy convencida de que parecíamos un par de locos, saltando por encima de las rocas escarpadas mientras agitábamos nuestras espadas de madera con el ímpetu suficiente como para hacernos magulladuras e incluso causarnos hemorragias internas. Por suerte, mi rápida capacidad de curación permitió que ni siquiera las heridas más graves interfirieran en el entrenamiento.
A la caída de la tarde, estábamos empapados en sudor y yo era incapaz de dar un paso. En menos de doce horas, me enfrentaría a Dante en un duelo de verdad. Las espadas no serían de palo, sino de acero y estarían lo bastante afiladas como para cercenarnos los miembros. El pensamiento me puso la piel de gallina.
—Bueno, lo has conseguido —le dije a Patch—. Estoy más preparada que nunca: soy un monstruo de la esgrima. Deberías haber sido mi entrenador personal desde el principio.
Una sonrisa canalla le iluminó el rostro.
—No es suficiente para Patch.
—Mmm —coincidí, mirándolo de arriba abajo con coquetería.
—¿Por qué no vas a mi casa a pegarte una ducha mientras yo compro algo de comida en el Borderline? —me sugirió mientras nos encaramábamos por las rocas camino del parking.
Lo dijo de pasada, pero al oírlo no pude evitar mirarle a los ojos. Patch trabajaba de ayudante de camarero en el Borderline la primera vez que lo vi. Y ahora no podía pasar por delante de ese restaurante sin pensar en él. Me emocioné al ver que se acordaba y que el Borderline le traía también buenos recuerdos. Me obligué a apartar de mi mente el duelo del día siguiente y las remotas posibilidades de éxito de Pepper; esa noche quería disfrutar de la compañía de Patch sin preocuparme de lo que sería de mí, de nosotros, si Dante vencía en ese dichoso enfrentamiento.
—¿Puedo sugerir que traigas tacos? —le pedí con dulzura al recordar la primera vez que Patch me enseñó a prepararlos.
—Me has leído el pensamiento, Ángel.
Entré en casa de Patch. Una vez en el baño, me quité la ropa y me deshice la trenza. Patch tenía un cuarto de baño espléndido: baldosas azules y toallas negras, una bañera en el centro en la que cabríamos los dos tranquilamente, y jabón con aroma de vainilla y canela.
Me metí en la ducha y dejé que el agua me masajeara la piel. Me imaginé a Patch de pie allí mismo, con los brazos apoyados en las baldosas mientras el agua le recorría la espalda. Visualicé las gotas de agua sobre su piel y a él secándose con las mismas toallas con que iba a envolver mi cuerpo. Pensé en su cama, que estaba solo a unos pasos, y en las sábanas, que debían de haber conservado su olor…
Y entonces una sombra fugaz se reflejó en el espejo del cuarto de baño.
La puerta estaba ligeramente abierta y dejaba pasar la luz del dormitorio. Contuve el aliento, a la espera de que apareciera otra sombra o pasara el tiempo suficiente como para darme cuenta de que me había imaginado la primera. Estaba en casa de Patch. Nadie conocía su escondrijo. Ni Dante ni Pepper. Y había sido precavida: no me habían seguido hasta allí.
Otra nube oscura atravesó el espejo. El ambiente estaba cargado de energía sobrenatural.
Cerré el grifo, me anudé una toalla por debajo de los hombros, y miré a un lado y a otro en busca de un arma: podía elegir entre un rollo de papel higiénico o un frasco de jabón.
Canturreé entre dientes. No había necesidad de que el intruso supiera que lo había descubierto. Lo sentí acercarse a la puerta del baño, y su poder electrificó todos mis sentidos: tenía el vello de los brazos completamente erizado, en guardia, como banderillas. Seguí canturreando. Con el rabillo del ojo, vi que el pomo de la puerta se movía. Ya me había cansado de esperar.
Hice acopio de todas mis fuerzas y arrojé mis pies desnudos contra la puerta soltando un gruñido. La puerta se partió y arrancó las bisagras al ceder bajo mi peso e impactar con quien estuviera detrás. Me abalancé hacia la entrada con los puños en alto, lista para pelear.
El hombre que yacía en el suelo se quedó hecho un ovillo para protegerse.
—¡No! —graznó—. ¡No me hagas daño!
Bajé los puños poco a poco e incliné la cabeza ligeramente para verlo mejor.
—¿Blakely?