Nunca me había creído que Dabria tuviera realmente el don de ver el futuro —al menos desde que la habían echado del cielo—, pero últimamente estaba consiguiendo que cambiara de opinión. Al cabo de exactamente un par de minutos, la puerta del garaje de Patch se abrió con un rumor y él no tardó en aparecer en lo alto de las escaleras. Se lo veía algo castigado (tenía el rostro marcado por el cansancio y la mirada apagada) y no parecía que encontrarnos a Dabria y a mí plantadas una frente a la otra en medio de su salón ayudara a mejorar su humor.
Nos dedicó una mirada oscura y calculadora.
—Esto no puede ser bueno…
—Deja que hable yo primero —empezó a decir Dabria, respirando con agitación.
—Ni lo sueñes —atajé yo. Miré a Patch directamente a los ojos, dejando a Dabria fuera de la conversación—. ¡Te ha besado! Y Dante, que, por cierto, te ha estado siguiendo, captó ese beso con su cámara. Imagínate mi sorpresa cuando he visto la foto esta misma noche. ¿Pensabas decirme algo?
—Ya le he contado que fui yo quien te besó y que tú te me quitaste de encima —protestó Dabria casi chillando.
—Pero ¿todavía no te has ido? —le espeté a Dabria—. Esto es entre Patch y yo. ¡Lárgate ya!
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Patch dirigiéndose a Dabria en un tono más duro.
—Me… me he colado en tu casa —balbució—. Estaba asustada. No podía dormir. No puedo dejar de pensar en Hanoth y los demás Nefilim.
—¡Venga ya! —exclamé yo. Miré a Patch buscando su apoyo, esperando que no se dejara engañar por ese numerito de damisela indefensa. Dabria había acudido a su casa con la esperanza de recibir un tipo de consuelo muy distinto, y yo no lo aprobaba. Ni por asomo.
—Vuelve a tu escondite —le ordenó Patch—. Si te quedas allí, estarás a salvo. —A pesar del cansancio, imprimió cierta dureza en sus palabras—. Es la última vez que te repito que te mantengas apartada.
—¿Durante cuánto tiempo? —gimoteó Dabria—. Me siento muy sola. En esa casa todos son humanos. Me miran como si fuese un bicho raro. —Le imploraba con la mirada—. Patch, yo puedo ayudarte. Esta vez no cometeré ningún error. Si dejas que me quede aquí…
—¡Vete! —le ordenó Patch con rudeza—. Ya has causado bastantes problemas. Con Nora y con los Nefilim a los que seguiste. Ignoramos qué conclusiones habrán sacado, pero una cosa está clara: ahora saben que vas detrás de Blakely. Y, a menos que sean estúpidos, ya se habrán figurado que has descubierto por qué Blakely es tan importante para su operación y qué hace en ese laboratorio, esté donde esté. No me sorprendería que hayan trasladado todas las instalaciones. Así que estamos como al principio: ni nos hemos acercado a Blakely ni hemos dado un solo paso para destruir la hechicería diabólica —añadió Patch con frustración.
—Yo solo pretendía ayudar —susurró Dabria con los labios temblorosos. Le dedicó a Patch una última mirada de cordero degollado, y se marchó.
Patch y yo nos quedamos solos. Vino hacia mí sin titubear, a pesar de que mi expresión no debía de ser precisamente amable. Apoyó la frente en la mía y cerró los ojos, dejando escapar un suspiro, lento y profundo, como si una fuerza invisible lo atormentara.
—Lo siento —dijo en un susurro claramente arrepentido.
Estuve a punto de responderle: «¿Sientes lo del beso o solo que lo haya descubierto?», pero conseguí tragarme esas palabras de amargura. Estaba cansada de andar arrastrando mi propio peso invisible: los celos y la duda.
El remordimiento de Patch era tan intenso que casi podía tocarlo. Dabria me caía mal y no confiaba en ella, pero no podía culpar a Patch por querer salvarle el culo. Era mejor persona de lo que él mismo creía. Sospechaba que, solo unos años atrás, un Patch muy distinto habría respondido de otro modo a la misma situación. Le estaba dando a Dabria una segunda oportunidad: algo por lo que él luchaba a diario.
—Yo también lo siento —susurré contra su pecho. Sus brazos fornidos me estrecharon en un abrazo—. He visto las fotos, y nunca me había sentido tan triste y asustada. La idea de perderte era… inimaginable. Estaba tan enfadada con ella. Aún lo estoy. Te besó cuando no debería haberlo hecho. Y, por lo que sé, volverá a intentarlo.
—No lo hará, porque voy a dejarle muy claro cómo deben ser las cosas entre nosotros a partir de ahora. Ha cruzado una línea, y conseguiré que se lo piense dos veces antes de caer en el mismo error —dijo Patch con decisión. Me cogió por la barbilla y me besó; y, sin apartar sus labios de los míos, añadió—: No esperaba que vinieses a verme, pero ya que estás aquí, no tengo intención de dejarte marchar.
De pronto, la culpa me asaltó como una ola de calor inesperada y desagradable. No podía estar cerca de Patch sin que mis mentiras se interpusieran entre nosotros. Le había mentido acerca de la hechicería diabólica. Y seguía mintiéndole. ¿Cómo había sido capaz? La vergüenza se estaba cociendo en mi interior, en un caldo de asco y repugnancia. Quería confesárselo todo, pero ¿por dónde empezar? Qué negligente había sido al permitir que las mentiras se me escaparan de las manos. Había perdido el control.
Despegué los labios para contarle la verdad, pero de pronto tuve la sensación de que unas manos heladas se deslizaban por mi cuello y lo estrechaban con fuerza. No podía hablar. Apenas podía respirar. Se me taponó el esófago, como las primeras veces que había tomado hechicería diabólica. Una voz extraña se filtró en mis pensamientos y razonó conmigo.
«Si le digo la verdad a Patch, nunca volverá a confiar en mí. No me lo perdonará. Lo único que conseguiré es hacerlo sufrir. Solo tengo que dejar pasar el mes de Jeshván, y luego ya no volveré a tomar hechicería diabólica. Solo un poco más. Solo unas cuantas mentiras más».
Las manos frías se relajaron y yo respiré, temblorosa.
—¿Una noche difícil? —le pregunté a Patch, impaciente por cambiar de tema: lo que fuera con tal de olvidarme de mis mentiras.
Soltó un suspiro.
—No he avanzado ni un paso en mi búsqueda del auténtico chantajista de Pepper. Sigo pensando que debe de tratarse de alguien a quien ya he investigado, pero tal vez me equivoque. Puede que sea otra persona. Alguien a quien no conozco. He ido tras todas las pistas. Por lo que sé, todo el mundo está limpio.
—¿Podría ser que Pepper se lo estuviera inventando todo? Tal vez en realidad no lo estén chantajeando. —Era la primera vez que había considerado esa posibilidad. Hasta entonces me había creído su historia, pero lo cierto era que Pepper no era precisamente digno de confianza.
Patch frunció el ceño.
—Es posible, pero no lo creo. ¿Por qué molestarse en inventarse una historia tan complicada?
—Porque necesita una excusa para encerrarte en el infierno —sugerí yo planteándomelo por primera vez—. ¿Y si los arcángeles lo han empujado a hacerlo? Dijo que estaba aquí en la Tierra porque le habían asignado una misión. Al principio no le creí, pero ¿y si es cierto? ¿Y si los arcángeles le encargaron que te encadenara en el infierno? Todo el mundo sabe que es eso lo que quieren.
—Legalmente, necesitarían una razón para hacerlo. —Patch se acarició la barbilla con actitud pensativa—. A no ser que estén tan ansiosos que ya no se molesten en actuar según las leyes. No me extrañaría que hubiera varias manzanas podridas entre los arcángeles, pero dudo de que toda la población arcángel esté corrompida.
—Si Pepper trabaja por una pequeña facción de arcángeles y los demás descubren el juego sucio, los jefes de Pepper tienen la tapadera perfecta: pueden alegar que se ha convertido en un criminal. Le arrancarán las alas antes de que pueda testificar y quedarán a salvo. A mí no me parece tan rocambolesco. De hecho, sería el crimen perfecto.
Patch se me quedó mirando. La plausibilidad de mi teoría se posaba sobre nosotros como una niebla fría.
—Crees que un grupo corrupto de arcángeles le ha encargado a Pepper la misión de que se deshaga de mí para siempre —dijo lentamente, al cabo.
—¿Conocías a Pepper antes de que te echaran del cielo? ¿Cómo era?
Patch sacudió la cabeza.
—Lo conocía, pero no demasiado bien. Había oído hablar de él. Tenía fama de ser un liberal, especialmente permisivo con las cuestiones sociales. No me sorprende que cayera en el juego… Pero, si no me equivoco, estuvo involucrado en mi juicio. Debió de ser de los que votaron para que se me eliminara; es extraño, porque no coincide con la fama que tenía.
—¿Crees que podríamos atrapar a Pepper para descubrir a los arcángeles? Tal vez su doble vida fuera parte de la tapadera… y haya acabado disfrutando de sus días en la Tierra más de lo que debería. Quizá presionándolo lo bastante, acabe hablando. Si nos dice qué grupo secreto de arcángeles le encomendó que te mandara al infierno, al menos sabremos a quién nos enfrentamos.
Una sonrisita inquietante se dibujó en los labios de Patch.
—Creo que ha llegado la hora de encontrar a Pepper.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo. Pero actuarás desde el otro lado de la barrera. No quiero que te acerques a él. De momento, deberíamos dar por sentado que lo único que quiere es encadenarte en el infierno.
Patch frunció el ceño.
—¿Qué propones, Ángel?
—Yo me reuniré con Pepper y me llevaré a Scott conmigo. Ni se te ocurra discutir conmigo —le advertí antes de que pudiera oponerse a la idea—. Tú te has llevado a Dabria para que te respalde más veces de las que quiero recordar. Me juraste que no era más que un movimiento táctico. Bien, pues ahora me ha llegado el turno a mí. Me llevaré a Scott y punto. Por lo que sabemos, Pepper no tiene preparado un billete de ida al infierno a nombre de Scott.
Patch frunció los labios y su mirada se ensombreció; casi percibía sus objeciones a través de su piel. A Patch no le caía bien Scott, pero sabía que no podía jugar esa carta: hacerlo lo convertiría en un hipócrita.
—Vas a necesitar un plan a toda prueba —dijo por fin—. No consentiré perderte de vista si cabe la posibilidad de que las cosas salgan mal.
Siempre cabía la posibilidad de que las cosas salieran mal. Si algo había aprendido desde que estaba con Patch, era precisamente eso. Patch también lo sabía, y me pregunté si contaba con ello para disuadirme de que fuera a por Pepper. De pronto me sentí como Cenicienta: no podía ir al baile por un pequeño tecnicismo.
—Scott es más fuerte de lo que tú crees —aseguré—. No permitirá que me ocurra nada malo. Me aseguraré de que comprenda que debe mantener en secreto que tú y yo aún estamos juntos.
Los ojos de Patch hervían.
—Y yo me aseguraré de que entienda que si te tocan aunque solo sea un cabello, se las verá conmigo. Si tiene dos dedos de frente, se tomará esta amenaza en serio.
Forcé una sonrisa.
—Entonces todo arreglado. Lo único que necesitamos es un plan.
El día siguiente era sábado. Ya entrada la tarde, después de decirle a mi madre que pasaría el fin de semana en casa de Vee y que el lunes iríamos juntas al instituto, Scott y yo nos dirigimos a La Bolsa del Diablo. No nos interesaba ni la música ni las bebidas, sino el sótano del local. Había oído rumores acerca de ese subterráneo, un refugio floreciente para el juego, pero nunca había puesto los pies allí. Estaba convencida de que Pepper no podía decir lo mismo. Patch nos había facilitado una lista de los antros favoritos de Pepper, y yo esperaba que Scott y yo tuviéramos suerte en nuestro primer intento.
Seguí a Scott hasta el bar, tratando de parecer tanto sofisticada como cándida. Él mascaba chicle, y habría jurado que estaba más relajado y seguro de sí mismo que nunca. Yo, en cambio, no paraba de sudar: lo que habría dado para pegarme otra ducha.
Me había alisado un poco el cabello para conseguir un look más discreto y maduro. Luego me maquillé los ojos con un perfilador líquido, me pinté los labios, me puse unos tacones de medio palmo y un bolso de última moda que me había prestado Marcie, y, de pronto, como por arte de magia, me había hecho cinco años mayor.
Dada la complexión musculada e intimidante de Scott, era poco probable que nadie se atreviera a darle una paliza. Llevaba unos pequeños aros de plata en las orejas y, aunque se había cortado el pelo muy corto, se las arregló para tener un aspecto duro y al mismo tiempo atractivo. Scott y yo no éramos más que amigos, pero no se me pasaba por alto lo que Vee había visto en él. Lo cogí del brazo, como si fuera su novia, y él le hizo señas al barman para que nos atendiera.
—Buscamos a Storky —le dijo Scott inclinándose para no tener que levantar la voz.
El barman, un hombre al que no había visto nunca, nos observó con perspicacia. Nuestras miradas se encontraron, y yo traté de mantenerme impasible. «No te pongas nerviosa —me dije a mí misma—. Y, hagas lo que hagas, que no parezca que tienes algo que ocultar».
—¿Quién lo busca? —preguntó bruscamente al cabo.
—Hemos oído que hoy se juega con apuestas altas —repuso Scott, enseñándole el fajo de billetes de cien que llevaba en la cartera.
El barman se encogió de hombros y siguió limpiando la barra.
—No sé de qué me hablas.
Scott depositó uno de los billetes en la barra y, cubriéndolo con la mano, se lo acercó al barman.
—Es una lástima. ¿Estás seguro de que no quieres pensarlo mejor?
El barman miró el billete de cien dólares y dijo:
—¿No te había visto ya por aquí?
—Toco el bajo en el grupo Serpentine. Pero, aparte de dominar el bajo, domino también las cartas: he jugado de Portland a Boston pasando por todas las ciudades de en medio.
—¡Exacto, ahora caigo! —exclamó el barman asintiendo con la cabeza—. Yo había trabajado por las noches en el Z Pool Hall de Springvale.
—Qué buenos ratos pasé en ese local —dijo Scott sin titubear—. Gané mucha pasta. Y perdí aún más —añadió con una risita, como si compartiera una broma privada con el barman.
El hombre colocó la mano junto a la de Scott y, después de mirar a un lado y al otro, se metió el billete en el bolsillo.
—Primero tengo que cachearos —nos dijo—. No se permiten las armas abajo.
—Ningún problema —repuso Scott, con soltura.
Me puse a sudar aún más. Patch nos había advertido de que buscarían pistolas, navajas y cualquier objeto punzante que fuera susceptible de usarse como arma. Así que no nos quedó más remedio que ser creativos. El cinturón que Scott llevaba puesto, y que quedaba oculto bajo su camiseta, era en realidad un látigo encantado con hechicería diabólica. Scott me había jurado y perjurado que no tomaba hechicería diabólica, y que nunca había oído hablar de la superbebida, pero supuse que podíamos utilizar de todos modos el látigo encantado que un día se le había antojado coger del coche de Dante. El cinturón improvisado despedía un sospechoso resplandor azul, pero mientras el barman no le levantase a Scott la camiseta estaríamos a salvo.
Nos invitó a pasar detrás de la barra, nos colocamos tras un biombo y nos pidió que alzáramos los brazos. Empezó conmigo, y el cacheo fue breve y precipitado. El barman se dispuso entonces a cachear a Scott: le pasó la mano entre las piernas y comprobó que no llevara nada debajo de los brazos ni en la espalda. Detrás de la barra la luz era muy tenue y, a pesar de que la camiseta de Scott era de un algodón bastante grueso, me pareció adivinar el resplandor del látigo a través de la tela. El barman también lo vio. Frunció el ceño, y se dispuso a levantar la prenda.
Me apresuré a fingir que se me caía el bolso a sus pies, y varios billetes de cien dólares quedaron esparcidos por el suelo. En un abrir y cerrar de ojos, la atención del barman se centró en el dinero.
—¡Uy! —dije, fabricando una sonrisa coqueta mientras recogía los billetes y los devolvía dentro del bolso—. ¡Será mejor me lo gaste antes de que lo pierda! ¿Listo para jugar, cariño?
«¿Cariño? —repitió Scott mentalmente—. Me gusta». Me sonrió y se inclinó hacia mí para besarme impetuosamente en la boca. Me pilló tan por sorpresa que me quedé paralizada al sentir el tacto de sus labios.
«Relájate —me aconsejó—. Ya casi estamos dentro».
Asentí discretamente con la cabeza.
—Esta noche vas a ganar mucha pasta, cariño; lo presiento —canturreé.
El barman abrió una enorme puerta de acero y yo me cogí de la mano de Scott y me sumergí con él en la oscuridad. Los dos bajamos juntos una escalera que olía a moho y a agua estancada. En cuanto llegamos al final, recorrimos un pasillo con varios recodos hasta que llegamos a un espacio abierto pobremente decorado en el que había varias mesas de póquer. Encima de cada mesa colgaba una lámpara rústica de cristal grueso que arrojaba una luz muy débil. Ni música, ni copas, ni siquiera un triste recibimiento.
Una de las mesas estaba ocupada: tenía cuatro jugadores y Pepper era uno de ellos. Nos daba la espalda y no se volvió cuando nos acercamos. No era de extrañar. Los demás jugadores tampoco nos habían visto. Estaban totalmente concentrados en las cartas que sostenían en las manos. Las fichas de póquer se apilaban en varias torres en el centro de la mesa. No tenía ni idea de cuánto dinero estaba en juego, pero algo me decía que los que perdieran lo sentirían, y mucho.
—Buscamos a Pepper Friberg —anunció Scott. Lo dijo con suavidad, pero, al cruzarse de brazos, sus músculos transmitieron un mensaje muy distinto.
—Lo siento, cariño, pero mi carné de baile está lleno esta noche —le soltó Pepper con cinismo, concentrado en la mano que le había tocado.
Lo estudié con detenimiento, y pensé que estaba demasiado absorto en el juego como para que se tratase de una tapadera. De hecho, ni siquiera se había fijado en que yo era la acompañante de Scott.
Scott cogió una silla de una mesa cercana y la plantó justo a la derecha de Pepper.
—En realidad el baile se me da fatal. Será mejor que baile usted con… Nora Grey.
Entonces reaccionó. Depositó las cartas sobre la mesa, boca abajo, y volvió su cuerpo orondo para mirarme.
—Hola, Pepper. Cuánto tiempo —le saludé—. La última vez que nos vimos trataste de secuestrarme, ¿recuerdas?
—El secuestro es una ofensa federal para los residentes de la Tierra —intervino Scott—. Algo me dice que en el cielo tampoco está bien visto.
—Baja la voz —gruñó Pepper, mirando nervioso a los demás jugadores.
Yo levanté las cejas y me dirigí directamente a los pensamientos de Pepper. «¿No les has dicho a tus amigos humanos quién eres realmente? No creo que les guste demasiado saber que tus habilidades con el póquer tienen más que ver con el control mental que con la suerte o la capacidad personal».
—Salgamos a hablar fuera —decidió Pepper, retirándose del juego.
—Como quieras —accedió Scott cogiéndolo del hombro para ayudarle a levantarse.
En cuanto llegamos al callejón trasero de La Bolsa del Diablo, le dije:
—Te lo vamos a poner fácil, Pepper. Aunque me ha encantado que me utilizases para llegar hasta Patch, estoy lista para pasar página. Pero solo si descubro quién es la persona que te está chantajeando de verdad —le dije para probarlo. Pretendía exponerle mi teoría: que estaba haciendo de chico de los recados para un grupo secreto de arcángeles y que necesitaba una excusa pasable para mandar a Patch al infierno. Pero tampoco quería arriesgarme innecesariamente, así que decidí esperar y ver cómo reaccionaba.
Pepper me miró entornando los ojos con aire malhumorado y escéptico.
—¿De qué va todo esto?
—Aquí es donde entramos nosotros —dijo Scott—. Estamos motivados para encontrar a tu chantajista.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Pepper estrechando aún más la mirada.
—Piensa en mí como la bomba de relojería que tienes instalada bajo el culo. Si no tomas una decisión que respete los términos de Nora, yo te ayudaré a cambiar de opinión. —Scott empezó a remangarse.
—¿Me estás amenazando? —graznó Pepper, sin dar crédito.
—Ahí van mis condiciones —dije—. Encontraremos a tu chantajista y te lo entregaremos. Lo que queremos a cambio es muy sencillo: que hagas el juramento de que dejarás en paz a Patch. —Y clavé un mondadientes afilado en la palma carnosa de la mano Pepper. Como el barman me había cacheado, era lo único que tenía a mano—. Un poco de sangre y un par de palabras entusiastas bastarán.
Si conseguía que hiciera ese juramento, tendría que presentarse ante los arcángeles con el rabo entre las piernas y confesar que había fracasado. Si se negaba, mi teoría ganaba más peso.
—Los arcángeles no hacen juramentos de sangre —repuso Pepper en tono burlón.
«Nos vamos acercando», pensé.
—¿Pero sí mandan al infierno a ángeles caídos con los que han tenido problemas? —preguntó Scott con sorna.
Pepper nos miraba como si nos hubiéramos vuelto locos.
—¿Estáis desvariando?
—¿Qué se siente siendo el peón de los arcángeles? —le pregunté.
—¿Qué te han ofrecido a cambio? —quiso saber Scott.
—Los arcángeles no están aquí —le recordé—. Estás solo. ¿De verdad quieres ir a por Patch sin refuerzos?
«Vamos, Pepper —pensé—. Dime lo que quiero saber: que esa rocambolesca historia sobre el chantaje es una excusa para cumplir con la misión que te ha encomendado ese grupo corrupto de arcángeles, es decir, deshacerte de Patch».
La expresión de desconcierto de Pepper se agudizó y yo interrumpí su silencio:
—Vas a hacer ese juramento ahora mismo, Pepper.
Scott y yo nos acercamos aún más a él.
—¡No! ¡Nada de juramentos! —gritó Pepper—. Pero voy a dejar a Patch en paz… ¡Lo prometo!
—Ojalá pudiera confiar en que vas a cumplir tu palabra —repuse yo—. El problema es que no creo que seas un tipo sincero, ¿sabes? De hecho, creo que toda esta historia del chantaje es un embuste.
Pepper abrió los ojos de par en par, como si de pronto hubiera comprendido. Resopló, algo aturdido, y su rostro empezó a congestionarse.
—A ver si lo he entendido. ¿Creéis que persigo a Patch por haberme hecho chantaje? —chilló al cabo.
—Sí —repuso Scott—. Eso es lo que creemos.
—¿Y por eso se ha negado a reunirse conmigo? ¿Porque cree que le voy a encadenar en el infierno? ¡Pero si ni siquiera lo he amenazado! —gritó Pepper, con la cara cada vez más encarnada—. ¡Quería ofrecerle un trabajo! ¡Es lo que he intentado desde un principio!
—¿Un trabajo? —preguntamos Scott y yo al unísono. Y nos apresuramos a intercambiar una mirada de escepticismo.
—¿Es eso cierto? —insistí—. ¿Simplemente tienes un trabajo para Patch? ¿No hay nada más?
—Sí, sí, un trabajo —rezongó Pepper—. ¿Qué creíais? Caray, menudo desastre. Nada ha ido como debería.
—¿Y en qué consiste ese trabajo? —le pregunté.
—¡A ti te lo voy a contar! Si me hubieras ayudado a ponerme en contacto con Patch a tiempo, no estaría metido en este lío. Todo esto es por tu culpa. Mi ofrecimiento es para Patch, solo para él.
—A ver si me aclaro —dije—. ¿No crees que sea Patch quien te ha estado chantajeando?
—¿Por qué iba a pensar eso? ¡Sé perfectamente quién es el chantajista! —repuso, exasperado.
—¿Sabes quién es el chantajista? —repitió Scott.
Pepper me clavó una mirada de desprecio.
—Aparta a este Nefil de mi vista. ¿Que si sé quién me chantajea? —gruñó con impaciencia—. ¡Pues claro! ¡Se supone que tengo que reunirme con él esta noche! Y nunca adivinaríais quién es.
—¿Quién? —pregunté yo.
—¡Ja! Sería fantástico que pudiera decíroslo, ¿verdad? El problema es que mi chantajista me hizo jurar que no revelaría su identidad. No os molestéis en intentarlo: mis labios están sellados, literalmente. Me ha dicho que me llamaría para comunicarme el lugar del encuentro veinte minutos antes de la hora de la reunión. Si no se me ocurre pronto una solución a todo este desastre, los arcángeles empezarán a sospechar —añadió retorciéndose las manos. Me di cuenta de que su expresión viró enseguida hacia el miedo al mencionar a los demás arcángeles.
Traté de no inmutarme. No era ese el paso que había creído que daría Pepper. Me pregunté si no sería una táctica para quitarnos del medio… o hacernos caer en una trampa. Pero las gotas de sudor que descubrí en sus cejas y la mirada desesperada de sus ojos parecían genuinas. Quería que todo aquello terminara tanto como yo.
—Mi chantajista quiere que encante objetos empleando los poderes del cielo que todos los arcángeles poseemos. —Pepper se pasó un pañuelo por la frente empapada—. Por eso me está chantajeando.
—¿Qué objetos? —quise saber.
Pepper sacudió la cabeza.
—Los traerá cuando nos encontremos. Dice que si los encanto de acuerdo con sus instrucciones, me dejará en paz. Pero no lo entiende. Aunque encante esos objetos, los poderes del cielo solo pueden emplearse para el bien. No sé qué ideas aviesas tiene en mente, pero no funcionarán.
—En cualquier caso, ¿estás considerando la posibilidad de hacerlo? —le pregunté en tono reprobatorio.
—¡Tengo que quitármelo de encima! Los arcángeles no pueden enterarse de todo lo que he estado haciendo. Me fulminarán. Me arrancarán las alas y todo se habrá acabado.
—Necesitamos un plan —dijo Scott—. Veinte minutos entre la llamada y el encuentro no nos deja mucho margen de maniobra.
—Cuando llame el chantajista, dile que te encontrarás con él —le indiqué a Pepper—. Si te exige que vayas solo, dile que lo harás. Trata de sonar tan complaciente y cooperador como sea posible, sin pasarte.
—¿Y luego qué? —preguntó Pepper levantando los hombros como si quisiera airearse las axilas. Traté de no mirarlo. Nunca habría imaginado que el primer arcángel al que conocería sería una rata llorona y cobarde. Nada que ver con los arcángeles de mis sueños: poderosos, brillantes, omniscientes y, lo que era más importante, ejemplares.
Miré a Pepper a los ojos.
—Entonces Scott y yo iremos allí, reduciremos al chantajista y te lo entregaremos.