Capítulo

20

Llegó el jueves por la noche y, con él, la completa transformación de la granja. Guirnaldas de hojas secas escarlata, dorado y naranja colgaban de los aleros, y manojos de tallos de maíz enmarcaban la puerta. Al parecer, Marcie había acabado con las existencias de calabazas de todo el condado de Maine: las había dispuesto a lo largo del camino de la entrada, en la acera y en cada centímetro cuadrado del porche. Había vaciado algunas para que hicieran las veces de faroles y sus caras espeluznantes brillaban titilantes a la luz de las velas. Mi parte más vengativa se moría por preguntarle si una tienda de manualidades había descargado todo su material en nuestro jardín, pero lo cierto era que Marcie había hecho un buen trabajo.

Dentro, sonaba una música fantasmal. Había calaveras, murciélagos, telarañas y fantasmas esparcidos por encima de todos los muebles. Marcie había alquilado una máquina de humo, como si no tuviéramos bastante con la niebla que planeaba sobre nuestro jardín.

Yo iba cargada con las bolsas de las compras de última hora, así que me fui directa a la cocina.

—¡Ya estoy de vuelta! —grité—. Vasos de plástico, una bolsa de anillos adornados con arañas, dos bolsas de hielo, y más confeti en forma de calavera: todo lo que me habéis pedido. La soda está en el maletero. ¿Algún voluntario para ayudarme a traerla?

Marcie entró contoneándose en la cocina y yo me quedé con la boca abierta. Llevaba un sujetador de vinilo negro y unos leggings a juego. Nada más. Se le marcaban todas las costillas y tenía las piernas delgadas como palillos.

—Pon la soda en la nevera, el hielo en el congelador, y esparce el confeti por encima de la mesa del comedor, pero que no caiga en la comida. Por ahora ya está todo. Quédate por aquí por si necesito algo más. Yo tengo que acabar de disfrazarme.

—Ah, qué alivio. Por un momento, he creído que no te ibas a poner nada más —dije, señalando el diminuto sostén.

Marcie bajó la mirada.

—Y así es. Soy Catwoman. Solo tengo que pegarme las orejas de terciopelo negro a la cinta para el pelo.

—¿Piensas ir a la fiesta en sostén? ¿Y ya está?

—Y una cinta para el pelo.

Vaya, la cosa se ponía interesante. Estaba impaciente por oír los comentarios de Vee.

—¿Y quién es Batman?

—Robert Boxler.

—¿Significa eso que Scott se ha rajado? —Era una pregunta retórica. Solo para chincharla un poco.

Marcie levantó ligeramente los hombros con presunción.

—¿Qué Scott? —preguntó, y se encaramó escaleras arriba.

—¡Ha preferido a Vee antes que a ti! —grité triunfalmente mientras se alejaba.

—Me da lo mismo —repuso con voz cantarina—. Probablemente lo has engatusado tú. Todo el mundo sabe que hace todo lo que le dices. ¿Podrías meter la soda en la nevera antes de que cambiemos de siglo?

Le saqué la lengua, aun sabiendo que no me estaba mirando.

—¡Yo también tengo que vestirme, ¿sabes?!

A eso de las siete, llegaron los primeros invitados. Romeo y Julieta, Cleopatra y Marco Antonio, Elvis y Priscilla. Incluso el frasco de ketchup y la mostaza entraron por la puerta de casa. Dejé que Marcie hiciera el papel de anfitriona y me quedé deambulando por la cocina, llenándome el plato de huevos rellenos, salchichas mini y maíz azucarado. Había estado tan ocupada con los encargos de última hora de Marcie que no había tenido tiempo de cenar. Además, cuando me tomaba la nueva fórmula de hechicería diabólica que me había dado Dante, no me apetecía comer nada durante unas cuantas horas.

Había conseguido arreglármelas para racionármela y aún me quedaba bastante para unos cuantos días. Los sudores nocturnos, los dolores de cabeza y la extraña sensación de hormigueo que me habían asaltado en los momentos más inesperados cuando había empezado a tomar esa nueva fórmula habían desaparecido. Estaba segura de que esto significaba que los peligros de la adicción habían pasado y que había aprendido a tomar hechicería diabólica de forma segura. La moderación era la clave. Puede que Blakely hubiera querido convertirme en una adicta, pero yo tenía la suficiente fortaleza como para trazar mis propios límites.

Los efectos de la hechicería eran increíbles. Nunca me había sentido tan superior, ni mental ni físicamente. Sabía que algún día tendría que dejar de tomarla, pero con el estrés y los peligros del mes de Jeshván, y una guerra a la vista, me alegraba de haber sido precavida. Si me atacaba otro soldado Nefil descontento, esta vez estaría preparada.

Después de dar buena cuenta de los aperitivos y el Sprite con que Marcie había llenado un caldero negro, me abrí paso entre los invitados, impaciente por ver si Vee y Scott ya habían llegado. El salón estaba a media luz, todo el mundo iba disfrazado y me costó lo mío reconocer algunos rostros entre tanta gente. Además, le había echado un vistazo a la lista de invitados y prácticamente todos eran amigos de Marcie.

—Me gusta tu disfraz, Nora. Pero ¡no pareces un demonio!

Miré de soslayo a Morticia Addams. Entorné los ojos, confundida, y sonreí.

—Ah, eh, Bailey. Casi no te había reconocido con esa peluca negra.

Bailey se sentaba a mi lado en clase de Matemáticas y éramos amigas desde secundaria. Recogí del suelo la cola de demonio para evitar que el chico que tenía detrás volviera a pisármela, y dije:

—Gracias por venir.

—¿Has terminado los deberes de Mates? Hoy no he entendido ni torta de lo que ha tratado de explicarnos el señor Huron. Cada vez que empezaba a resolver un problema en la pizarra, se detenía, borraba todo lo que había hecho y vuelta a empezar. Me parece que no sabe por dónde navega.

—Sí, bueno, supongo que voy a dedicarle unas horas mañana.

Su mirada se iluminó.

—¿Qué tal si nos encontramos en la biblioteca y los hacemos juntas?

—Es que le he prometido a mi madre que limpiaría el sótano después de clase —dije como pretexto. La verdad era que últimamente los deberes del instituto habían bajado varios puntos en mi lista de prioridades. Era difícil preocuparse de los estudios sabiendo que el inquietante alto el fuego entre los ángeles caídos y los Nefilim podía levantarse en cualquier momento. Los ángeles caídos estaban tramando algo y yo habría dado lo que fuera por descubrir qué era.

—Bueno… Tal vez en otra ocasión —repuso Bailey, claramente decepcionada.

—¿Has visto a Vee?

—Aún no. ¿De qué vendrá disfrazada?

—De cuidadora de niños. Su pareja es Michael Myers, el de Halloween —le expliqué—. Si la ves, dile que la estoy buscando.

Cuando me disponía a cruzar el salón, me tropecé con Marcie y su cita, Robert Boxler.

—¿Falta algo de comida? —me preguntó Marcie con autoridad.

—De eso se encarga mi madre.

—¿Qué tal la música?

—Derrick Coleman es el disk-jockey.

—¿Y los invitados? ¿Se lo están pasando bien?

—Justo acabo de hacer una ronda. —O más o menos.

Marcie me miró con expresión crítica.

—¿Dónde está tu cita?

—¿Y eso qué más da?

—He oído que estabas saliendo con un chico nuevo, y que no va al instituto. ¿Quién es?

—¿Y se puede saber dónde lo has oído? —Supuse que el rumor sobre mi relación con Dante había empezado a correr.

—¿Y eso qué más da? —repitió con malicia. Arrugó la nariz despectivamente y añadió—: ¿Se puede saber de qué vas disfrazada?

—De diablo —dijo Robert—. Horquillas con tridentes, cuernos y un vestido rojo de vampiresa.

—Y no te olvides de las botas de combate negras —apunté enseñándoselas. Tenía que agradecerle a Vee que me las hubiera prestado, así como los cordones rojos.

—Eso ya lo veo —replicó Marcie—. Pero el tema de la fiesta son parejas famosas. Y el diablo no va con nadie.

Y justo entonces Patch apareció en la puerta. Tuve que mirar un par de veces para asegurarme de que era realmente él. No esperaba verlo en la fiesta. No habíamos hecho las paces después de nuestra pelea, y yo había sido demasiado orgullosa como para dar el primer paso; incluso había llegado al extremo de encerrar el móvil en un cajón cada vez que me entraban ganas de llamarlo para disculparme, y eso que la idea de que no volver a saber de él me resultaba cada vez más insoportable. Cuando lo vi, todo ese orgullo quedó desbandado por una profunda sensación de alivio. No soportaba las peleas, y aún menos no tenerlo cerca. Si él estaba listo para arreglar la situación, yo también.

No pude contener la sonrisa al ver su disfraz: tejanos negros, camiseta negra, y una máscara negra que solo desvelaba su mirada fría y calculadora.

—Ahí llega mi cita —dije—. Con el retraso justo.

Marcie y Robert se volvieron. Patch me saludó discretamente con la mano y le entregó la chaqueta de piel a una pobre estudiante de primer curso que Marcie había reclutado para que se ocupase de los abrigos. El precio que algunas chicas estaban dispuestas a pagar para asistir a una fiesta de los cursos superiores era de vergüenza.

—No es justo —dijo Robert quitándose la máscara de Batman—. Ese tío no se ha disfrazado.

—Quéjate tanto como quieras, pero no le llames tío —le dije a Robert, regalándole a Patch una sonrisa mientras le veía acercarse.

—¿Lo conozco? —preguntó Marcie—. ¿De qué se supone que va vestido?

—Es un ángel —expliqué—. Un ángel caído.

—¡Los ángeles caídos no tienen ese aspecto! —protestó Marcie.

«Eso demuestra lo poco que sabes», pensé en cuanto Patch me pasó el brazo por encima del hombro y me besó delicadamente en los labios.

«Te he echado de menos», me susurró mentalmente.

«Lo mismo digo. No volvamos a pelearnos, ¿vale? ¿Crees que podemos olvidarnos de esta discusión?»

«¿Qué discusión? Dime, ¿cómo va la fiesta?», quiso saber.

«De momento aún no me han entrado unas ganas irrefrenables de arrojarme desde lo alto del tejado».

«Me alegro de oírlo».

—Hola —le dijo Marcie a Patch, con un tono claramente insinuante que me hizo dudar de que su cita aún siguiera allí.

—Hola —repuso Patch, y enfatizó su saludo con una breve inclinación de cabeza.

—¿Nos conocemos? —preguntó ella inclinando la cabeza con curiosidad—. ¿Vas a nuestro instituto?

—No —se limitó a responder Patch.

—Entonces, ¿de qué conoces a Nora?

—Todo el mundo conoce a Nora —dijo amablemente.

—Te presento a mi cita, Robert Boxler —presumió Marcie con aire de superioridad—. Juega de quarterback en el equipo de fútbol americano del instituto.

—Impresionante —repuso Patch con el tono de educación justo para parecer interesado—. ¿Cómo está yendo la temporada, Robert?

—Hemos tenido un par de partidos malos, pero no es nada que no podamos superar.

Marcie lo interrumpió, dándole unas palmaditas de consuelo en la espalda.

—¿A qué gimnasio vas? —le preguntó Robert a Patch contemplando su cuerpo con admiración. Y envidia.

—Últimamente no he tenido demasiado tiempo de hacer ejercicio.

—Caray, pues tienes un aspecto estupendo, tío. Si algún día te apetece que hagamos pesas juntos, avísame.

—Buena suerte con lo que queda de temporada —le deseó Patch, dándole uno de esos complicados estrechones de manos que todos los chicos parecen conocer por instinto.

Patch y yo nos adentramos en la casa, recorriendo pasillos y habitaciones en busca de un rincón apartado. Al final me metió en el baño, cerró la puerta de una patada y pasó el pestillo. Me acorraló contra la pared y acarició una de mis orejas de diablo, con los ojos negros de deseo.

—Bonito disfraz —dijo.

—Lo mismo digo. Está claro que te has roto la cabeza con el tuyo.

Las comisuras de sus labios evidenciaron una sonrisa.

—Si no te gusta, puedes quitármelo.

Tamborileé los dedos en la barbilla, con aire pensativo.

—Creo que es la mejor propuesta que me han hecho esta noche.

—Mis ofrecimientos son siempre los mejores, Ángel.

—Antes de que la fiesta empezase, Marcie me ha pedido que le acordonara los pantalones de Catwoman por detrás. —Elevé una mano y la otra como si estuviera sopesando algo—. No es fácil saber con cuál de las dos propuestas quedarse.

Patch se arrancó la máscara y me acercó los labios al cuello mientras me apartaba delicadamente los cabellos del hombro. Olía irresistiblemente bien y sentía su calidez y su fuerza muy cerca de mí. Y entonces los latidos de mi corazón se aceleraron acuciados por la culpa. Le había mentido. No podía olvidarlo. Cerré los ojos y dejé que su boca se encontrara con la mía, tratando de perderme en ese momento. Pero, entretanto, las mentiras retumbaban una y otra vez en el interior de mi cabeza. Había tomado hechicería diabólica y lo había sometido a un truco psicológico. Y aún seguía tomándola.

—El problema de este disfraz es que no oculta demasiado bien tu identidad —le dije escabulléndome—. Y se suponía que no debíamos dejar que nos vieran en público, ¿te acuerdas?

—Solo pensaba quedarme unos minutos. No podía faltar a la fiesta de mi chica —murmuró, y volvió a inclinar la cabeza para besarme una vez más.

—Vee aún no ha llegado —lo interrumpí—. La he llamado a su móvil… y al de Scott. Y en ambos casos ha saltado el contestador. ¿Debería preocuparme?

—Tal vez no quieran que se los moleste —me susurró al oído con una voz profunda y áspera mientras me subía ligeramente el vestido. Me acarició el muslo desnudo con el pulgar y la calidez de su tacto pudo más que mi mala conciencia. Un cosquilleo me recorrió de arriba abajo. Cerré los ojos de nuevo, esta vez involuntariamente. Todos mis músculos se relajaron y mi respiración empezó a agitarse: Patch sabía exactamente qué botones tocar.

Me levantó del suelo para depositarme encima del lavabo, con las manos extendidas sobre mis caderas. Me invadió una oleada de calor e incluso perdí ligeramente el sentido de la realidad, pero puedo asegurar que, cuando Patch fundió sus labios con los míos, saltaron chispas. La pasión de su boca me abrasó. Nunca me cansaba de esa sensación vibrante, líquida y embriagadora que me embargaba cuando estaba junto a él. Por muchas veces que nos besáramos, que nos tocáramos, que flirteáramos, esa sensación no se apagaba; todo lo contrario: se intensificaba. Deseaba a Patch apasionadamente, y no podía confiar en mí cuando eso ocurría.

No sé cuánto tiempo llevaba abierta la puerta del baño cuando caí en la cuenta. Aparté mis labios de Patch, sin dar crédito. Mi madre estaba de pie en el quicio de la puerta, entre las sombras, murmurando no sé qué acerca de que ese pestillo siempre había cerrado mal, de que hacía siglos que quería arreglarlo. Sus ojos debieron de acostumbrarse a la penumbra, porque se detuvo con una disculpa y se quedó en silencio.

Estaba blanca como el papel… y luego su rostro empezó a teñirse de un rojo intenso y violento. Nunca había visto esa mirada iracunda en sus ojos.

—¡Fuera! —tronó extendiendo el índice hacia la puerta con vehemencia—. Fuera de mi casa ahora mismo, y que no se te ocurra ponerle las manos encima a mi hija nunca más —le siseó a Patch, completamente lívida.

Bajé del lavamanos de un salto.

—Mamá…

—¡Y a ti no quiero ni oírte! —me espetó—. Me habías dicho que habías cortado, que esta cosa que tenéis entre los dos se había acabado. ¡Me has mentido!

—Puedo explicarlo —empecé a decirle, pero ya se había vuelto hacia Patch.

—¿Es eso lo que haces? ¿Seducir a las jovencitas en su propia casa cuando sus madres no están más que a unos pasos de distancia? ¡Debería darte vergüenza!

Patch me cogió de la mano y me la estrechó con fuerza.

—Todo lo contrario, Blythe. Su hija lo es todo para mí. Absolutamente todo. La quiero: tan sencillo como esto.

Habló con calma y aplomo, pero tenía la mandíbula rígida como una roca.

—¡Le has destrozado la vida! En cuanto te conoció, todo empezó a irle mal. Puedes negarlo tanto como quieras, pero sé que estuviste involucrado en su secuestro. ¡Fuera de mi casa! —gruñó.

Me aferré a la mano de Patch con todas mis fuerzas mientras le murmuraba mentalmente: «Lo siento, lo siento mucho». Me había pasado todo el verano en un lugar remoto, retenida en contra de mi voluntad en una cabaña. Hank Millar había sido el responsable de mi encierro, pero mi madre no lo sabía. Su mente había encerrado tras un muro los buenos recuerdos de Hank y había desechado todos los demás. Le eché la culpa a Hank, y también a la hechicería diabólica. Mi madre se había convencido de que Patch había sido el responsable de mi secuestro, y para ella eso era tan cierto como que el sol salía cada mañana.

—Debería irme ya —me dijo Patch, estrechándome ligeramente la mano para tranquilizarme. «Te llamo luego», añadió en la intimidad de sus pensamientos.

—Eso creo yo —espetó mi madre, levantando los hombros mientras se esforzaba por inspirar profundamente.

Se hizo a un lado para permitir que Patch saliera del baño, pero cerró la puerta antes de que yo tuviera tiempo de escapar.

—Estás castigada —me informó con frialdad—. Disfruta de la fiesta mientras dure, porque será el último acontecimiento social al que acudas en mucho, mucho tiempo.

—¿No vas siquiera a dejar que me explique? —repliqué a gritos, disgustada por el modo en que había tratado a Patch.

—Antes necesito calmarme un poco. Te aconsejo por tu bien que me dejes respirar un rato. Puede que mañana ya esté más de humor para hablar de esto, pero ahora mismo es lo último que quiero. Me mentiste. Actuaste a mis espaldas. Y, lo que es peor, he tenido que verte medio desnuda con él en nuestro baño. ¡Nuestro baño! Solo persigue una cosa, Nora, y la conseguirá en cuanto le des la oportunidad. No tiene nada de romántico perder la virginidad en un váter.

—No estaba… No estábamos… ¿Mi virginidad? —Sacudí la cabeza e hice un gesto de fastidio con la mano—. Olvídalo. Tienes razón: no te interesa saber nada. Nunca te ha interesado. Especialmente cuando se trata de Patch.

—¿Va todo bien?

Mi madre y yo nos volvimos y nos encontramos a Marcie de pie delante de la puerta. Sostenía un caldero vacío en las manos, y levantó los hombros en señal de disculpa.

—Siento interrumpir, pero nos hemos quedado sin ojos de monstruo, es decir, granos de uva pelados.

Mi madre se apartó un mechón de pelo de la cara, tratando de recuperar la compostura.

—Nora y yo ya habíamos terminado. Me escaparé un momento a la tienda con el coche. ¿Necesitamos algo más?

—Nachos y queso fundido —añadió Marcie con su vocecita de ratoncito tímido, como si no soportara aprovecharse de la amabilidad de mi madre—. Pero no se preocupe. No tiene importancia. Solo quedan patatas fritas, y los nachos con queso fundido son mis preferidos, pero de verdad… no importa. —Un suspiro levísimo se escapó entre sus labios.

—Muy bien. Entonces uva, nachos y queso fundido. ¿Algo más? —preguntó mi madre.

Marcie rodeó el caldero con ambos brazos y repuso, radiante:

—No. Nada más.

Mi madre se sacó las llaves del bolsillo y se alejó por el pasillo, sin abandonar ni por un momento su actitud rígida y envarada. Marcie, sin embargo, se quedó allí.

—Siempre puedes someterla a un truco psicológico… Ya sabes, para hacerle creer que Patch no ha estado nunca en tu casa.

Le clavé una mirada gélida.

—¿Exactamente cuánto llevas aquí?

—Lo suficiente como para saber que no me gustaría estar en tu piel.

—No pienso hacerle ningún truco psicológico a mi madre.

—Si quieres, puedo hablar con ella.

Solté una carcajada.

—¿Tú? A mi madre le importa un comino lo que pienses, Marcie. Si ha dejado que te mudaras con nosotras ha sido solo por el sentido de la hospitalidad. Y probablemente para demostrarle algo a tu madre. La única razón por la que estás viviendo bajo nuestro techo es que así puede restregárselo a tu mamá por las narices: en su momento era la mejor amante y ahora es la mejor madre.

Fue un comentario horrible. En mi cabeza había sonado mejor, pero Marcie no me dio la oportunidad de suavizarlo.

—Si lo que quieres es hacerme sentir mal, te diré una cosa: no va a funcionar. No vas a aguarme la fiesta —me dijo, pero me pareció que le temblaba el labio. Inspiró discretamente para serenarse.

De pronto, como si nada hubiera ocurrido, exclamó empleando un tono extrañamente festivo.

—Bueno, ya es hora de jugar a «Pesca una cita».

—¿Pesca una qué?

—Es como el típico juego «morder la manzana», solo que en cada manzana está oculto el nombre de algún asistente a la fiesta. El nombre que saques será tu próxima cita a ciegas. Jugamos cada año en mi fiesta de Halloween.

Fruncí el ceño. No me había hablado de ese juego hasta entonces.

—Suena un poco cutre…

—Es una cita a ciegas, Nora. Y, ya que estarás castigada para siempre jamás, ¿qué puedes perder?

Me condujo hasta la cocina, donde un montón de manzanas rojas y verdes flotaban en una cuba llena de agua.

—¡Eh, atención todo el mundo! —gritó Marcie tratando de hacerse oír por encima de la música—. Ha llegado la hora de jugar a «Pesca una cita». La primera en empezar será Nora Grey.

Un aplauso estalló en la cocina, acompañado por varios silbidos y gritos de ánimo. Me quedé allí de pie, moviendo los labios sin emitir ni una sola palabra mientras mis pensamientos le dedicaban a Marcie una retahíla de improperios.

—¡Me temo que no soy la persona más indicada! —grité con la esperanza de que se me oyera a pesar del alboroto—. ¿No puedo pasar?

—¡Para nada! —Marcie me asestó un empujón a modo de broma, pero lo hizo con tanta contundencia que acabé arrodillada delante de la cuba de manzanas.

Le dediqué una mirada cargada de indignación.

«Esta me la pagarás», le dije.

—Échate el cabello hacia atrás. Sería muy desagradable encontrarse pelos flotando en el agua —instruyó.

La multitud coincidió y soltó un colectivo «Buuu».

—Las manzanas rojas corresponden a los nombres de los chicos —añadió Marcie—. Y las verdes, a los de las chicas.

«¡Genial! Acabemos con esto de una vez», me dije a mí misma. Tampoco tenía nada que perder: estaría castigada a partir de la mañana siguiente. En mi futuro no habría citas a ciegas, con o sin juego.

Sumergí la cara en el agua. Mi nariz fue chocando con una manzana tras otra, pero no conseguía hincar los dientes en ninguna. Levanté la cabeza para tomar aire, y gritos y silbidos de burla me asaltaron los oídos.

—Dadme un respiro —exigí—. Llevo muchos años sin hacer esto, desde que tenía cinco. ¡Lo cual dice mucho de este juego! —añadí.

—¡Nora no tiene una cita a ciegas desde que tenía cinco años! —gritó Marcie, tergiversando mis palabras y agregando su propio comentario.

—Tú serás la próxima —le advertí a Marcie fulminándola con la mirada, aún de rodillas.

—Eso si hay un siguiente. Me parece que estarás toda la noche con la cara metida entre manzanas —repuso con un tono dulzón, y toda la multitud se rio con ganas.

Volví a meter la cabeza en el agua, golpeando las manzanas con los dientes. El agua asomaba por el borde de la cuba y mojaba la parte delantera de mi disfraz de diablo. Estuve a punto de agarrar una manzana con las manos y metérmela en la boca, pero pensé que Marcie probablemente lo desaprobaría. No estaba de humor para intentarlo de nuevo. Justo cuando me disponía a sacar la cabeza para tomar aire una vez más, mis incisivos atraparon una manzana de un rojo intenso.

Saqué la cabeza de la cuba y me sacudí el agua de los cabellos como buenamente pude, mientras los demás gritaban y aplaudían, alborozados. Le lancé la manzana a Marcie y cogí una toalla para secarme la cara.

—Y el afortunado que tendrá una cita con nuestra rata mojada es… —Marcie extrajo un tubo sellado del interior de la manzana. Desenrolló el papel que había en el tubo, y arrugó la nariz—. ¿Baruch? ¿Solo Baruch? —Lo pronunció como si se hubiera escrito «Bar-uich»—. ¿Lo he pronunciado bien? —le preguntó a la audiencia.

No hubo respuesta. La gente había empezado a dispersarse en cuanto el espectáculo había terminado. Estaba agradecida de que ese Baruch fuese un nombre erróneo. O eso, o el elegido estaba muy avergonzado de que le hubiese tocado una cita conmigo.

Marcie me miró desde arriba, como si esperara que admitiera que conocía a ese chico.

—¿No es uno de tus amigos? —le pregunté mientras me secaba las puntas de los cabellos con la toalla.

—No. Creía que era uno de los tuyos.

Cuando empezaba a preguntarme si todo ese lío no sería otra de las jugarretas de Marcie, las luces de la casa titilaron. Una vez, dos veces, y a la tercera se apagaron por completo. La música calló y se impuso un silencio inquietante. Hubo un momento de confusión suspendida, pero enseguida empezaron los gritos. Al principio confusos y descoordinados, y luego con una escalofriante nota de terror. Y lo que vino después fue el inconfundible ruido sordo de los cuerpos al impactar contra las paredes del salón.

—¡Nora! —chilló Marcie—. ¿Qué demonios pasa?

No tuve oportunidad de responder. Una fuerza invisible me arrolló de repente obligándome a dar un paso atrás y paralizándome. Sentí que una energía helada me subía por el cuerpo. En el aire crepitaba el poder de múltiples ángeles caídos. Su aparición repentina en la granja era tan palpable como una ráfaga de viento ártico. No sabía cuántos había, ni tampoco qué querían, pero percibía sus movimientos: se estaban adentrando en la casa, dispersándose por todas las habitaciones.

—Nora, Nora. Sal y ven a jugar —canturreó una voz de hombre. Era extrañamente aguda y no me resultaba nada familiar.

Inspiré discretamente dos veces. Al menos ya sabía detrás de qué iban.

—Te encontraré, cariño, cachorrito mío —siguió cantando dulcemente, helándome la sangre.

Estaba cerca, muy cerca. Me arrastré sigilosamente con la intención de esconderme detrás del sofá, pero alguien se me había adelantado.

—¿Nora? ¿Eres tú? ¿Qué pasa? —me preguntó Andy Smith. Se sentaba dos filas por detrás de mí en clase de Matemáticas y era el novio de Addyson, una amiga de Marcie. Notaba el calor que desprendía su sudor.

—Silencio —le dije.

—Si no vienes tú, tendré que ir a buscarte —siguió cantando el ángel caído.

Su poder mental me atravesó la cabeza con la eficacia del filo de un cuchillo al rojo vivo. Solté un suspiro ahogado cuando le sentí rastreando mi mente, investigando cada rincón, analizando mis pensamientos para descubrir dónde me escondía. Levanté un muro tras otro para detenerlo, pero él los fue echando abajo como si hubieran sido de arena. Traté de recordar todos los mecanismos de defensa que Dante me había enseñado, pero el ángel caído se movía demasiado deprisa. Siempre iba dos (peligrosos) pasos por delante. Ningún ángel caído había causado ese efecto en mí. Solo había un modo de describirlo: proyectaba toda su energía mental a través de una lente de aumento que amplificaba sus efectos.

De pronto, un brillo naranja iluminó mi mente como una llamarada y una ráfaga de energía irrefrenable me atravesó la piel. Tuve la sensación de que el calor que desprendía me derretía la ropa. Las llamas devoraban la tela, abrasándome la piel, consumiéndome lentamente. Víctima de una agonía indescriptible, me contraje hasta quedar hecha un ovillo. Encajé la cabeza entre las rodillas y apreté los dientes con fuerza para no gritar. El fuego no era real. Tenía que ser un truco psicológico. Pero me costaba creerlo. El calor era tan abrasador que estaba casi segura de que ese ángel caído me había prendido fuego de verdad.

—¡Basta! —bramé finalmente mientras salía de mi escondrijo retorciéndome por el suelo: habría hecho lo que fuera para sofocar las llamas que estaban devorando mis carnes.

En un instante, el calor abrasador cesó, aunque no había notado el agua que probablemente había ayudado a extinguir las llamas. Me quedé echada sobre la espalda, con el rostro bañado en sudor. Respirar me resultaba muy doloroso.

—Todo el mundo fuera —ordenó el ángel caído.

Casi me había olvidado de que había más gente en la habitación. Nunca olvidarían lo que había ocurrido. No podrían. ¿Comprendían realmente lo que estaba pasando? ¿Eran conscientes de que no se trataba de un montaje para la fiesta? Recé para que alguien pudiera ir a buscar ayuda. Pero la granja estaba muy apartada, y tardarían demasiado en llegar hasta allí.

Además, la única persona que podía ayudar era Patch, y no tenía modo de avisarlo.

Piernas y pies se arrastraron por el suelo, camino de la salida. Andy Smith salió de detrás del sofá y avanzó frenéticamente hacia la puerta.

Yo levanté la cabeza lo justo para echarle un vistazo al ángel caído. Estaba muy oscuro, pero distinguí una silueta altísima, medio desnuda y esquelética. Y un par de ojos brillantes y despiadados.

El ángel caído del pecho desnudo al que había visto en La Bolsa del Diablo y en el bosque me miró. Sus jeroglíficos deformes parecían agitarse y contraerse bajo su piel, como si estuvieran sujetos a hilos invisibles. En realidad, estaba segura de que se movían al ritmo de su respiración. No podía apartar los ojos de esa pequeña herida abierta que tenía en el pecho.

—Soy Baruch. —Había pronunciado «Bareuk».

Me arrastré hasta el rincón del salón contrayendo el rostro de dolor.

—Ha empezado el mes de Jeshván, y aún no tengo Nefil vasallo —dijo. Hablaba en un tono distendido, pero no había brillo alguno en sus ojos. Ni brillo ni calidez.

Después del exceso de adrenalina, sentía las piernas pesadas y temblorosas. No tenía muchas opciones. No era lo bastante fuerte como para tumbarlo y darme a la fuga, y tampoco podía luchar con él: si lo intentaba, avisaría a sus compinches, y tendría que enfrentarme a un montón de ángeles caídos yo sola. Maldije a mi madre por haber echado a Patch de allí. Lo necesitaba. No podía encargarme de esa situación yo sola. Si Patch estuviera allí, sabría exactamente qué hacer.

Baruch se pasó la lengua por detrás del labio.

—El jefe del ejército de la Mano Negra… ¿Qué voy a hacer con ella?

Se sumergió en mis pensamientos. Había percibido sus intenciones, pero no tenía poder para pararle los pies. Estaba demasiado exhausta para luchar. Y, de pronto, me sorprendí a mí misma gateando obedientemente hacia él y echándome a sus pies como un perro. Me asestó una patada en la espalda, observándome con su mirada predadora. Quería negociar con él, pero tenía los dientes completamente cerrados, como si me hubieran cosido los maxilares.

«No puedes llevarme la contraria —le susurró hipnóticamente a mi mente—. No puedes rechazarme. Tienes que obedecer todas mis órdenes».

Traté de impedir la entrada de sus palabras, pero no lo conseguí. En cuanto lograra sabotear su control, podría luchar contra él. Era la única posibilidad.

—¿Qué tal es eso de ser una Nefil neófita? —murmuró con su voz fría y desdeñosa—. El mundo no es lugar para un Nefil sin dueño. Yo te protegeré de los demás ángeles caídos, Nora. De ahora en adelante, me perteneces.

—Yo no pertenezco a nadie —repliqué. Conseguir hacer oír mis palabras me supuso un esfuerzo agotador.

Suspiró, lenta y deliberadamente, y el aire se escapó entre sus dientes con un siseo amenazador.

—Te voy a destrozar, cachorrita mía. Espera y verás —gruñó.

Lo miré con franqueza.

—Has cometido un gran error presentándote aquí esta noche, Baruch. Has cometido un error muy grave viniendo a por mí.

Sonrió, y vi brillar el blanco de sus dientes.

—Esto será divertido. —Dio un paso hacia mí; todo su cuerpo rezumaba poder.

Era casi tan fuerte como Patch, solo que en él percibí un aspecto sanguinario del que Patch carecía. No sabía cuánto hacía que lo habían expulsado del cielo, pero no me cabía duda de que Baruch estaba encantado de haberse pasado al bando del diablo.

—Haz tu juramento de lealtad, Nora Grey —me ordenó.