Capítulo

2

Al cabo de media hora, aparcaba en el sendero de casa. Vivo con mi madre en una típica granja de Maine: con su pintura blanca, sus persianas azules y su eterno manto de niebla. En esa época del año, los árboles eran una explosión de rojos y dorados y el aire olía a pino, madera quemada y hojas mojadas. Subí a toda prisa las escaleras del porche, donde cinco imponentes calabazas vigilaban como centinelas, y entré en casa.

—¡Ya estoy aquí! —le grité a mi madre al ver encendida la luz del salón. Dejé las llaves en el mueble del recibidor y me fui a saludarla.

Mi madre dobló el borde de la página que estaba leyendo, se levantó y me rodeó con sus brazos.

—¿Cómo te lo has pasado esta noche?

—He acabado con todas mis reservas de energía. —Señalé las escaleras y añadí—: Si consigo llegar a la cama, será solo gracias al poder mental.

—Mientras estabas fuera, ha venido un hombre preguntando por ti.

—¿Qué hombre? —le pedí frunciendo el ceño.

—No ha querido darme su nombre, ni tampoco decirme de qué te conocía —prosiguió mi madre—. ¿Debería preocuparme?

—¿Qué aspecto tenía?

—Cara redonda, piel colorada y cabello rubio.

Era él. El hombre que tenía un asunto pendiente con Patch. Forcé una sonrisa.

—Ah, ya sé. Es un vendedor. No para de insistir para que me comprometa a hacerme las fotos de final de curso en su estudio. Lo siguiente que querrá será encargarse de las invitaciones de mi graduación. ¿Sería muy terrible si hoy me meto en la cama sin lavarme la cara? Ahora mismo no creo que aguante despierta ni un minuto más.

Mi madre me besó en la frente.

—Buenas noches.

Subí a mi habitación, cerré la puerta y me desplomé sobre la cama. La música de La Bolsa del Diablo aún retumbaba en alguna parte de mi cabeza, pero estaba demasiado cansada como para que me importara. Cuando ya tenía los ojos medio cerrados, me acordé de la ventana. Con un gruñido, me levanté tambaleándome y quité el pestillo. Patch ya podría entrar, pero le deseaba suerte: no sería nada fácil mantenerme despierta el tiempo suficiente como para mantener una conversación.

Me tapé con el cubrecama, sentí la suave y dichosa llamada de un sueño, y me dejé llevar…

Y entonces el colchón se hundió bajo el peso de otro cuerpo.

—No sé por qué te gusta tanto esta cama —protestó Patch—: Es 30 centímetros demasiado corta y 121 centímetros demasiado estrecha, y encima le pones estas sábanas púrpura. La mía, en cambio…

Abrí un ojo y lo vi echado junto a mí, con las manos debajo de la nuca. Sus ojos oscuros estaban clavados en los míos, y despedía un olor a limpio que me resultaba muy sexy. Pero sobre todo sentía el calor de su cuerpo en contacto con el mío. A pesar de mis mejores intenciones, tenerlo tan cerca no me ayudaba nada a conciliar el sueño.

—Vamos —le dije—. Sé perfectamente que te trae sin cuidado que mi cama no sea del todo cómoda. Tú estarías satisfecho con un colchón de ladrillos.

Uno de los inconvenientes de que Patch fuera un ángel caído era que no podía experimentar sensaciones físicas. No sentía dolor, pero tampoco placer. Así que cuando le besaba, él solo lo percibía a nivel emocional. Traté de convencerme de que no tenía importancia, pero lo cierto era que deseaba que el contacto de mis labios lo hiciera temblar de la cabeza a los pies.

Me besó delicadamente en la boca.

—¿De qué querías hablar?

Ya no me acordaba. Algo sobre Dante, creía. Tanto daba: fuera lo que fuera, ya no me parecía importante. De hecho, no me interesaba hablar de nada. Me apretujé contra él, y cuando Patch me acarició el brazo desnudo con la mano, una cálida sensación me recorrió todo el cuerpo, hasta las puntas de los dedos de los pies.

—¿Cuándo podré ver esos movimientos de baile tuyos? —preguntó—. Nunca hemos ido a bailar juntos a La Bolsa del Diablo.

—No te has perdido demasiado. Esta noche me han dicho que el baile no es lo mío.

—Vee debería ser más amable contigo —murmuró, besándome el oído.

—Vee no es la autora de la frase. Me lo ha dicho Dante Matterazzi —confesé distraídamente, dejando que los besos de Patch me llevaran a un lugar feliz en el que uno podía olvidarse de andar siempre con pies de plomo.

—¿Dante? —repitió Patch con un tinte desagradable en la voz.

Mierda.

—¿No te había dicho que Dante estaba allí? —pregunté.

Patch también había conocido a Dante esa misma mañana y, durante toda la reunión, temí que alguno de los dos se abalanzara sobre el otro y acabaran llegando a las manos. Huelga decir que no fue amor a primera vista. A Patch no le gustó un pelo la actitud de Dante, que se comportara como si fuera mi consejero político y me empujara a dirigir la guerra con los ángeles caídos. Y Dante… bueno, Dante no soportaba a los ángeles caídos por principio.

Patch me miró fríamente.

—¿Qué quería?

—Ah, ahora recuerdo de qué quería hablarte. —Apreté los puños—. Dante está tratando de presentarme positivamente ante la raza de los Nefilim. Ahora soy su líder. El problema es que no confían en mí. No me conocen. Y la misión de Dante es conseguir que esto cambie.

—Dime algo que no sepa.

—Dante cree que sería una buena idea que… que saliera con él. Pero ¡no te preocupes! —me apresuré a añadir—. Es todo teatro. Se trata de que los Nefilim piensen que su líder está cualificado. Tenemos que acabar con esos rumores de que estoy saliendo con un ángel caído. Nada demuestra mayor solidaridad con tu pueblo que emparejarte con uno de sus miembros, ¿sabes? Es para tener buena prensa. Puede que incluso nos llamen Norante. O Danta. ¿Te gusta cómo suena? —le pregunté tratando de quitarle hierro al asunto.

Patch me miró con expresión sombría.

—En realidad no me gusta nada cómo suena.

—Si te sirve de consuelo, te diré que no puedo soportarle. ¡Tranquilo!

—Mi novia quiere salir con otro tío, pero tengo que estar tranquilo.

—Es solo para guardar las apariencias. Míralo por el lado bueno…

Patch se echó a reír, pero la tensión se palpaba en el ambiente.

—¿Es que hay un lado bueno?

—Será solo en Jeshván. Hank consiguió que todos los Nefilim esperen emocionados este momento. Les prometió la salvación y aún creen que pueden conseguirla. Cuando llegue el mes del Jeshván y acabe ocurriendo lo de siempre, se darán cuenta de que todo era un castillo de naipes y, poco a poco, las aguas volverán a su cauce. Hasta entonces, mientras los ánimos sigan caldeados y los sueños y las esperanzas Nefilim dependan de la falsa creencia de que yo puedo liberarlos de los ángeles caídos, hay que tenerlos contentos.

—¿No se te ha ocurrido pensar que pueden acabar culpándote cuando no consigan la salvación que tanto esperaban? Hank hizo muchas promesas y, cuando no se cumplan, nadie le señalará a él. Ahora la líder eres tú: tú eres el rostro de su campaña, Ángel —dijo solemnemente.

Hice una mueca de desdén. Pero sí, sí lo había pensado. Más veces de las que estaba dispuesta a admitir.

La noche anterior, los arcángeles me habían ofrecido un trato. Me habían prometido que me concederían el poder de matar a Hank, si sofocaba el alzamiento de los Nefilim. Al principio, no había considerado aceptarlo, pero Hank me obligó a hacerlo: trató de quemar la pluma de Patch para mandarlo así al infierno. Así que le disparé.

Hank estaba muerto, y los arcángeles esperaban que convenciera a los Nefilim de que no fueran a la guerra.

Y aquí era donde se complicaba la cosa. Hacía solo unas horas, le había disparado a Hank y le había jurado que dirigiría el ejército de los Nefilim. Romper ese juramento significaría mi muerte y la de mi madre.

¿Cómo cumplir la promesa que les había hecho a los arcángeles y al mismo tiempo respetar el juramento que le había hecho a Hank? Solo veía una posibilidad: dirigiría el ejército de Hank… hacia la paz. Probablemente no era lo que tenía en mente cuando me había obligado a hacer el juramento, pero ya no estaba ahí para discutir los detalles. Sin embargo, dándole la espalda a la rebelión, también consentía que los Nefilim siguieran esclavizados por los ángeles caídos. No parecía muy correcto, pero la vida estaba llena de decisiones difíciles. Ya había tenido la oportunidad de aprenderlo. En esos momentos, me interesaba más tener contentos a los arcángeles que a los Nefilim.

—¿Qué sabemos sobre mi juramento? —le pregunté a Patch—. Dante ha dicho que entraba en vigor con la muerte de Hank, pero ¿quién decide si lo he cumplido o no? ¿Quién dictamina qué puedo y qué no puedo hacer de acuerdo con lo que juré? Por ejemplo, le estoy haciendo confidencias a un ángel caído, los enemigos jurados de los Nefilim. ¿No me condenará ese juramento a muerte por traición?

—El juramento que hiciste no puede ser más vago. Por suerte —dijo Patch manifiestamente aliviado.

Vale, el juramento había sido vago. Y conciso. «Si mueres, Hank, yo lideraré tu ejército». Ni una palabra más.

—Mientras sigas en el poder como líder de los Nefilim, creo que estarás respetando el juramento —dijo Patch—. Nunca le dijiste a Hank que irías a la guerra.

—En otras palabras: el plan es evitar la guerra y mantener a los arcángeles satisfechos.

Patch dejó escapar un suspiro, casi para sí.

—Hay cosas que nunca cambian.

—Después del mes de Jeshván, después de que los Nefilim renuncien a la libertad y los arcángeles sonrían de satisfacción, podremos dejar todo esto atrás. —Le besé—. Entonces solo estaremos tú y yo.

Patch soltó un gruñido.

—Estoy impaciente.

—Ah, por cierto —le dije, ansiosa por abandonar el tema de la guerra—, esta noche se me ha acercado un hombre. Un hombre que quiere hablar contigo.

Patch asintió con la cabeza.

—Pepper Friberg.

—¿Tiene ese Pepper la cara redonda como una pelota?

Asintió otra vez.

—Me persigue porque cree que no he cumplido un acuerdo que teníamos. No quiere hablar conmigo, lo que quiere es encadenarme en el infierno y molerme a palos.

—¿Me equivoco o la cosa es seria?

—Pepper Friberg es un arcángel, pero juega a dos bandas. Lleva una doble vida: la mitad del tiempo vive como arcángel, y la otra mitad, como humano. Hasta ahora, ha disfrutado de lo mejor de ambos mundos. Tiene el poder de los arcángeles, pero no siempre lo usa para bien cuando se deja tentar por los vicios humanos.

Así que Pepper era un arcángel. Por eso no había logrado identificarlo: no tenía mucha experiencia tratando con arcángeles.

Patch prosiguió:

—Alguien descubrió su doble juego y al parecer empezaron a hacerle chantaje. Si Pepper no paga pronto, sus vacaciones en la Tierra se convertirán en algo mucho más permanente. Los arcángeles le arrebatarán sus poderes y le cortarán las alas si descubren lo que ha estado haciendo. Acabará atrapado aquí para siempre.

Las piezas encajaban a la perfección.

—Y él cree que el que le chantajea eres tú.

—Hace un tiempo que me olí lo que estaba haciendo. Accedí a mantener el secreto y, a cambio, estuvo de acuerdo en permitirme consultar una copia del Libro de Enoch. No cumplió su promesa, de modo que parece razonable que crea que quiero castigarle por ello. Pero me temo que no ha sido lo bastante cuidadoso y hay otro ángel caído que trata de beneficiarse de sus fechorías.

—¿Se lo has dicho a Pepper?

Patch me sonrió.

—Estoy en ello, pero no parece que tenga muchas ganas de conversar.

—Ha dicho que, si hacía falta, reduciría el Delphic a cenizas para hacerte salir de tu guarida.

Sabía que los arcángeles no se atrevían a poner los pies en el parque de atracciones Delphic: no se sentían muy seguros en un lugar diseñado y poblado casi exclusivamente por ángeles caídos, así que la amenaza tenía sentido.

—Tiene mucho que perder y está empezando a desesperarse. Tal vez debería desaparecer.

—¿Desaparecer?

—Esconderme. No asomar la cabeza durante un tiempo.

Me incorporé apoyándome en un codo y lo miré fijamente.

—¿Y cómo encajo yo en eso?

—Él cree que eres el único camino para acceder a mí. Se pegará a ti como el velcro. Ha aparcado al otro lado de la calle mientras hablábamos; está vigilando mi coche. —Patch me acarició la mejilla con el pulgar y añadió—: Es bueno, pero no lo bastante como para impedirme pasar un buen rato con mi novia.

—Prométeme que siempre le llevarás la delantera.

La idea de que Pepper le echara el guante a Patch y lo mandara de cabeza al infierno no me dejaba muy buen cuerpo, la verdad.

Patch introdujo el dedo en mi escote y tiró de mi camiseta para besarme.

—No te preocupes, Ángel. Llevo tiempo escabulléndome de él.

Cuando me desperté, el otro lado de la cama estaba frío. Sonreí al recordar que me había quedado dormida acurrucada en los brazos de Patch, disfrutando del momento sin preocuparme de que Pepper Friberg, alias señor Arcángel con un Oscuro Secreto, se hubiera pasado la noche delante de mi casa, jugando a los espías.

Mis pensamientos retrocedieron todo un año, hasta mi segundo curso. Por aquel entonces aún no había besado a un chico como era debido y no podía ni imaginarme lo que me deparaba la vida. Patch significaba para mí más de lo que podía expresar con palabras. Su amor y su confianza habían aliviado esa sensación de angustia que me atenazaba desde que me había visto obligada a tomar difíciles decisiones. Cuando la duda y los remordimientos se instalaban insidiosamente en mi consciencia, me bastaba con pensar en Patch. No siempre tenía la certeza de haber tomado la decisión correcta, pero una cosa sí estaba clara: no me había equivocado al elegir a Patch. Nunca le traicionaría. Nunca.

Al mediodía, Vee me llamó por teléfono.

—¿Qué te parece si tú y yo nos vamos a correr un rato? —me propuso—. Me acabo de comprar unas zapatillas deportivas nuevas y necesito probarlas ahora mismo.

—Vee, tengo los pies llenos de ampollas de tanto bailar. Y, otra cosa: ¿desde cuándo te gusta correr?

—Es evidente que me sobran unos kilos —arguyó—. Vale, tengo los huesos grandes, pero eso no es excusa para dejar que los michelines me ganen la partida. Ahí fuera me está esperando un chico llamado Scott Parnell y si perdiendo unos kilos voy a tener el valor de ir tras él, entonces eso es exactamente lo que voy a hacer. Me gustaría que Scott me mirara como Patch te mira a ti. Hasta ahora nunca me había tomado en serio lo de los regímenes y el ejercicio, pero me he propuesto empezar de cero. Desde hoy, me encanta el deporte; es más, a partir de ahora, será mi mejor amigo.

—Ah, ¿sí? ¿Y yo qué?

—En cuanto haya perdido peso, volverás a ser mi chica número uno. Pararé en cuanto haya adelgazado diez kilos. Por cierto, no te olvides de coger la cinta para el pelo. Con la humedad se te encrespa que da miedo.

Colgué el auricular, me puse una camiseta de tirantes, luego una sudadera, y me calcé las zapatillas deportivas.

Vee pasó a recogerme a la hora en punto. Y enseguida quedó claro que no íbamos de camino a la pista del instituto. Mi amiga condujo su Neon de color púrpura a través de la ciudad, en la dirección opuesta a la escuela, canturreando para sí.

—¿Se puede saber adónde vamos? —le pregunté.

—He pensado que podríamos correr por la montaña. Nos vendrá bien para los glúteos.

Rompió en Deacon Road y de pronto lo vi claro.

—Un momento: Scott vive en Deacon Road.

—Ahora que lo dices, es verdad.

—¿Vamos a correr por delante de su casa? ¿No te parece un comportamiento un poco… cómo decirlo… acosador?

—Es un modo muy feo de plantearlo, Nora. ¿Por qué no verlo como una motivación? Echarle el ojo a la presa.

—¿Y si nos ve?

—Somos amigas suyas. Si Scott nos ve, probablemente vendrá a saludarnos. Y sería una grosería no dedicarle un par de minutos de nuestro tiempo.

—En otras palabras: que el objetivo no es correr, sino ligar.

Vee meneó la cabeza.

—No tiene gracia.

Enfiló por Deacon, una calle serpenteante con vistas espectaculares que estaba bordeada por espesos setos. En un par de semanas, estarían todos cubiertos de nieve.

Scott vivía con su madre, Lynn Parnell, en el complejo de apartamentos que vimos aparecer al doblar la siguiente curva. Al terminar el verano, Scott se había mudado a un escondrijo: había desertado del ejército Nefilim de Hank Millar, y la Mano Negra lo había buscado incansablemente con la esperanza de que sirviera de ejemplo. En cuanto maté a Hank, Scott pudo volver a casa.

Una valla de cemento rodeaba la propiedad; probablemente el objetivo del cercado había sido la privacidad, pero el resultado era algo angustiante. Vee giró y enfiló el camino de la entrada; de pronto me vinieron a la memoria los días en que mi amiga me había ayudado a colarme en el dormitorio de Scott, cuando pensaba que era un inútil que siempre se metía en líos. ¡Vaya, cómo habían cambiado las cosas! Vee aparcó cerca de las pistas de tenis. Hacía siglos que habían desaparecido las redes y alguien se había dedicado a decorar el césped con grafitis.

Salimos del coche y estuvimos un par de minutos haciendo estiramientos.

Al rato, me dijo:

—No me deja muy tranquila perder de vista el coche durante demasiado rato en este vecindario. Quizá lo mejor será correr por el complejo de apartamentos. Así podré tener vigilado a mi niño.

—Claro… Y también será más probable que Scott nos vea.

Vee llevaba unos pantalones de chándal rosa con la palabra «Diva» estampada en el trasero en letras doradas, y una chaqueta de lana rosa. Además, se había puesto sus pendientes de brillantes y una sortija con un rubí, iba perfectamente maquillada y olía a Pure Poison de Dior. Lo normal cuando una sale a hacer footing por las mañanas.

Nos pusimos en marcha y empezamos a correr sin prisas por el descuidado sendero que rodeaba el complejo. El sol ya brillaba con fuerza y, al cabo de unas pocas zancadas, tuve que desabrocharme la chaqueta y atármela a la cintura. Vee fue directa hacia uno de los bancos de madera que había en el camino y se desplomó en él, jadeando.

—Debemos de haber hecho unos ocho kilómetros —dijo sin aliento.

Me volví para echarle un vistazo al sendero. Por supuesto… siete kilómetros más, siete kilómetros menos.

—Quizá deberíamos asomar un momento la cabeza por la ventana —sugirió Vee—. Es domingo. Tal vez se haya quedado dormido y necesite que alguien le despierte con delicadeza.

—Scott vive en el tercer piso. A no ser que lleves una escalera de diez metros metida en el maletero del coche, creo que habrá que descartar lo de mirar por la ventana.

—Podríamos probar algo más directo, como llamar a la puerta.

Justo entonces un Plymouth Barracuda naranja de los setenta entró en el recinto a toda velocidad y fue a aparcar bajo el cobertizo. Al cabo de un instante, Scott salió ágilmente del coche. Como casi todos los hombres Nefilim, Scott tiene el cuerpo de un asiduo a las salas de musculación y es más alto de lo habitual: pasa de los dos metros. Lleva el pelo más corto que los presidiarios y es guapo, uno de esos guapos más bien duros. Esa mañana llevaba unos shorts de jugar al baloncesto y una camiseta a la que le habían arrancado las mangas.

Vee se abanicó con la mano.

—¡La madre!

Levanté el brazo tratando de llamar la atención de Scott y, cuando estaba a punto de gritar su nombre, la puerta del pasajero de su coche se abrió y vi aparecer a Dante.

—¡Mira! —exclamó Vee—. Es Dante. Genial: ellos son dos y nosotras también. Sabía que esto del ejercicio me gustaría.

—De pronto me han entrado ganas de seguir corriendo —murmuré.

Y no parar hasta estar a unos cuantos kilómetros de Dante: no me apetecía seguir con la conversación de la noche anterior. Y tampoco estaba de humor para aguantar a Vee haciendo de casamentera. Se le daba demasiado bien.

—Ya es tarde para eso: nos han visto —dijo Vee agitando el brazo como si fuera un helicóptero.

Tenía razón: Scott y Dante estaban apoyados en el Barracuda sonriéndonos.

—¿Me estás persiguiendo, Grey? —gritó Scott.

—Todo tuyo —le dije a Vee—. Yo voy a seguir corriendo.

—¿Y qué me dices de Dante? No le gustará quedarse colgado —arguyó.

—Créeme, le vendrá bien.

—¿Por qué tantas prisas, Grey? —gritó Scott, y entonces vi horrorizada que ambos echaban a correr hacia nosotras.

—Me estoy entrenando —repuse—. Tengo intención de… de participar en la carrera de atletismo.

—Esa carrera no se celebra hasta primavera —me recordó Vee.

Mierda.

—Oh, oh… Me están bajando las pulsaciones —le grité a Scott, y eché a correr en dirección contraria.

Oí que Scott apretaba el paso tras de mí. Al cabo de un minuto, me cogió por el tirante de la camiseta y tiró de él con aire juguetón.

—¿Quieres decirme de qué va todo esto?

—¿A ti que te parece? —repliqué volviéndome hacia él.

—Me parece que tú y Vee habéis empleado el pretexto del footing para venir a verme.

—Buen trabajo: eres un as —repuse dándole una palmadita en el hombro.

—Entonces, ¿por qué sales corriendo? Y ¿por qué huele Vee como una fábrica de perfume?

Me quedé en silencio, esperando a que él mismo encontrara la respuesta.

—Ah —dijo al fin.

—Yo ya no tengo nada que hacer aquí —concluí extendiendo las manos.

—No te lo tomes a mal, pero no creo que esté preparado para pasar todo el día con Vee. Es bastante… intensa.

Cuando me disponía a decirle que aprendería a apreciarla, Dante se detuvo junto a mí.

—¿Puedo hablar contigo? —me preguntó.

—Vaya por Dios —murmuré entre dientes.

—¡Hora de irse! —exclamó Scott, y se marchó a la carrera dejándome sola con Dante.

Me cayó el alma a los pies.

—¿Puedes correr y hablar al mismo tiempo? —le pregunté a Dante: prefería no tener que mirarle a los ojos mientras me exponía sus planes sobre nuestro noviazgo improvisado. Además, con mi actitud dejaba bien claro que no me apetecía lo más mínimo mantener esa conversación.

A modo de respuesta, Dante apretó el paso y se puso a correr junto a mí.

—Me alegro de verte haciendo footing —dijo.

—Y ¿se puede saber por qué? —quise saber, jadeante, mientras me apartaba del rostro sudoroso un mechón de pelo suelto—. ¿Disfrutas viéndome hecha un desastre?

—Eso, por un lado, y, por el otro, porque entrenar te irá de maravilla para lo que te tengo reservado.

—¿Lo que me tienes reservado? ¿Por qué me da que sería mejor no oírlo?

—Puede que ahora seas una Nefil, Nora, pero estás en desventaja. A diferencia de los Nefilim que han sido concebidos naturalmente, no cuentas con la baza de pesar más que los humanos y no tienes ni nuestra fuerza ni nuestra resistencia física.

—Soy mucho más fuerte de lo que crees —protesté.

—Eres más fuerte que antes, pero no tanto como las mujeres Nefilim. Tienes el mismo cuerpo de humana de siempre y, aunque antes te bastaba y te sobraba, ahora no te vale para competir. Tu complexión es demasiado débil. Comparada conmigo, eres increíblemente baja. Y tu tono muscular es patético.

—¡Qué halagador!

—En lugar de decirte lo que te conviene, podría limitarme a regalarte los oídos, pero ¿es eso lo que haría un amigo?

—¿Por qué consideras necesario hablarme de todo esto?

—No estás preparada para luchar. No aguantarías ni un segundo si tuvieras que enfrentarte a un ángel caído. Tan simple como eso.

—No acabo de entenderte… ¿Por qué iba a tener que luchar? Creí que ayer lo había dejado claro: no va a haber guerra. Pienso conducir a los Nefilim a la paz.

Y, de paso, quitarme a los arcángeles de encima. Patch y yo habíamos coincidido en que era preferible tener como enemigo a todo el pueblo Nefil que a los todopoderosos arcángeles. Era evidente que Dante quería ir a la guerra, pero nosotros no estábamos de acuerdo. Y, como líder del ejército de los Nefilim, yo tenía la última palabra. Dante trataba de llevarme siempre a su terreno, y eso no me gustaba un pelo.

Se detuvo y me agarró de la cintura para mirarme directamente a los ojos.

—No podrás controlar todo lo que ocurra de ahora en adelante —me susurró, y, de pronto, un presentimiento me heló las entrañas, como si me hubiera tragado un cubito de hielo—. Ya sé que crees que puedes valerte sola, pero le prometí a Hank que cuidaría de ti. Deja que te diga una cosa. Si estalla la guerra, o una simple revuelta, no lo resistirás. Al menos no en tu estado físico actual. Si te ocurre algo y no puedes seguir liderando el ejército, habrás roto el juramento, y ya sabes lo que eso significa.

Claro que lo sabía: iría de cabeza a la tumba. Y arrastraría a mi madre conmigo.

—Quiero enseñarte todo lo necesario para que puedas enfrentarte a una batalla, solo como precaución —dijo Dante—. Es todo lo que pretendía decir.

Tragué saliva.

—Crees que si me pongo en tus manos, llegará el día en que seré lo bastante fuerte para valerme por mí misma.

Y, por supuesto, enfrentarme a los ángeles caídos. Pero ¿qué había de los arcángeles? Les había prometido que sofocaría la rebelión, y entrenarme para la batalla no parecía el camino para conseguirlo.

—Creo que vale la pena probarlo.

Con solo pensar en la guerra, mi estómago se convirtió en un manojo de nervios; pero no quería que Dante me viera asustada: ya me consideraba incapaz de valerme por mí misma.

—Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Eres mi pseudonovio o mi entrenador personal?

Esbozó una sonrisa y concluyó:

—Ambas cosas.