Abrí los ojos al oír un golpe repentino en la puerta y me incorporé de un salto, desorientada. Los rayos del sol entraban a raudales por la ventana de la habitación, anunciando la llegada del mediodía. Tenía la piel empapada en sudor y las sábanas enredadas entre las piernas. Una botella vacía yacía volcada en la mesita de noche.
Rebusqué ansiosa en mi memoria.
Después de destapar la botella, arrojar el tapón al suelo y acabarme toda la dosis de hechicería diabólica de un solo trago, me costó Dios y ayuda llegar a mi dormitorio: boqueé asaltada por las náuseas, con la sensación de que iba a ahogarme; el líquido me obstruía la garganta, pero sabía que cuanto más deprisa me lo acabara, antes pasaría el mal rato. Una oleada de adrenalina azotó mi cuerpo disparando todos mis sentidos a niveles indescriptibles. Me entraron unas ganas irrefrenables de salir afuera y poner mi organismo al límite, corriendo, saltando y esquivando cualquier obstáculo a mi paso. Como volar, pero mejor.
Y entonces, con la misma rapidez con que habían llegado esas ansias, me vine abajo. Ni siquiera recordaba haberme desplomado encima de la cama.
—¡Despierta, dormilona! —gritó mi madre desde el otro lado de la puerta—. Ya sé que es fin de semana, pero si sigues así te vas a pasar todo el día durmiendo. Ya son más de las once.
¿Las once? ¿Había estado inconsciente cuatro horas?
—Ahora mismo bajo —respondí. Tenía temblores por todo el cuerpo, probablemente como consecuencia de la hechicería diabólica. Había consumido demasiada, y demasiado deprisa. Eso explicaba que hubiera estado inconsciente durante horas y también la extraña sensación nerviosa que palpitaba en mi interior.
No podía creer que le hubiera robado esa botella a Dante. Y aún menos que me la hubiera bebido. Estaba avergonzada de mí misma. Tenía que encontrar un modo de arreglarlo, pero no se me ocurría por dónde empezar. ¿Cómo podía decírselo a Dante? Estaba convencido de que yo era tan débil como un humano y el hecho de que no fuera capaz de controlar mis deseos demostraba que tenía razón.
Debería haberle pedido permiso. Pero lo más curioso del caso es que me había divertido robársela. Había sido emocionante hacer algo malo y salirme con la mía, como también lo había sido darme el capricho de tomarme esa dosis de hechicería diabólica, de bebérmela toda sin darme siquiera un respiro, resistiéndome a racionarla.
¿Cómo era posible que tuviera esos horribles pensamientos? ¿Cómo era posible que me hubiera dejado llevar de ese modo? No era propio de mí.
Me juré que nunca volvería a tocar la hechicería diabólica, enterré la botella en el fondo de la papelera y traté de borrar el incidente de mi cabeza.
Di por sentado que a esas horas desayunaría a solas, pero me encontré a Marcie instalada a la mesa de la cocina, tachando números de teléfono de una lista.
—Me he pasado toda la mañana invitando a gente a la fiesta de Halloween —me explicó—. Ya sabes, eres libre de colaborar cuando quieras.
—Creía que ibas a mandar invitaciones.
—No hay tiempo. La fiesta es el jueves.
—Pero al día siguiente tenemos clase… ¿Por qué no el viernes?
—Hay fútbol. —Al parecer la perplejidad se reflejó en mi cara, porque Marcie me aclaró—: Todos mis amigos estarán en el partido: unos en el campo y los demás en las gradas, animando. Además, no juegan en casa, así que no les podemos invitar para que vengan después del partido.
—¿Y el sábado? —pregunté, sin acabarme de creer que fuéramos a celebrar una fiesta en medio de la semana. Mi madre no iba a consentirlo. Claro que últimamente Marcie la convencía de cualquier cosa.
—El sábado es el aniversario de mis padres. No es día para celebrarla —concluyó con resolución. Me alargó la lista de los números—. Hasta ahora lo he hecho todo yo sola y estoy empezando a ponerme de los nervios.
—No quiero tener nada que ver con la fiesta —le recordé.
—Estás molesta porque no tienes pareja.
Tenía razón. No sabía con quién iba a ir. Había pensado llevar a Patch, pero eso significaba perdonarlo por haberse reunido con Blakely la noche anterior. El recuerdo de lo que había ocurrido me asaltó de pronto. Entre que la noche anterior me había quedado dormida, esa mañana había entrenado con Dante y luego había estado varias horas inconsciente, se me había pasado por alto comprobar si tenía mensajes en el móvil.
Alguien llamó al timbre.
—¡Ya voy yo! —exclamó Marcie saltando de la silla.
Me entraron ganas de gritarle: «¡Deja ya de actuar como si vivieras aquí!», pero me limité a salir de la cocina y subir los escalones de dos en dos, impaciente por refugiarme en mi habitación. Fui directa al bolso que tenía colgado de la puerta del armario y saqué el móvil.
Inspiré profundamente. Ningún mensaje. No sabía lo que significaba, ni tampoco si debía preocuparme. ¿Y si Patch había caído en una trampa? Claro que tal vez no daba señales de vida porque la noche anterior habíamos discutido. Cuando me enfadaba, necesitaba espacio, y Patch lo sabía.
Le escribí un mensaje escueto. ¿PODEMOS HABLAR?
De pronto, oí que Marcie discutía con alguien en el vestíbulo.
—Te he dicho que iré a buscarla. Tú espérate aquí. ¡No puedes presentarte en casa de los demás sin que te hayan invitado!
—¿Y eso quién lo dice? —replicó Vee, y la oí subir con paso firme las escaleras.
Me las encontré a las dos en el pasillo, justo delante de la puerta de mi habitación.
—¿Qué pasa?
—La gorda de tu amiga se ha colado sin que nadie la hubiera invitado —protestó Marcie.
—Esta esmirriada se comporta como si fuese la dueña de la casa —me dijo Vee—. ¿Se puede saber qué está haciendo aquí?
—Ahora vivo aquí —replicó Marcie.
Vee soltó una carcajada.
—Esa sí que es buena —exclamó señalando a Marcie con el dedo.
Marcie levantó la barbilla con orgullo y repitió desafiante:
—Vivo aquí. Adelante, pregúntaselo a Nora.
Vee me miró.
—Es solo por un tiempo —expliqué con un suspiro.
Vee se echó hacia atrás, como si un puño invisible le hubiera golpeado en las narices.
—¿Marcie? ¿Viviendo aquí? ¿Soy la única que se da cuenta de que esto es de locos?
—Fue idea de mi madre —le expliqué.
—Fue idea mía, y de mi madre —puntualizó Marcie—, pero la señora Grey estuvo de acuerdo en que sería lo mejor.
Antes de que Vee tuviera tiempo de hacer otra pregunta, le di un golpecito con el codo en el costado y me la llevé a mi habitación. Marcie hizo ademán de acompañarnos, pero yo le cerré la puerta en las narices. Ponía todo mi empeño en ser amable con ella, pero dejar que participara en una conversación privada con Vee ya era ir demasiado lejos.
—¿Puedes explicarme por qué está aquí? —preguntó Vee sin molestarse a bajar la voz.
—Es una larga historia. La verdad es que… no sé qué hace aquí.
Vale, tal vez era una respuesta evasiva, pero también era sincera. No tenía la menor idea de qué demonios estaba haciendo Marcie en nuestra casa. Mi madre había sido la amante de Hank, yo era el producto de su amor, y parecía razonable que Marcie no quisiera saber nada de nosotras.
—Perfecto: ahora ya lo entiendo todo —ironizó Vee.
Tenía que encontrar el modo de distraerla.
—Marcie va a dar una fiesta en la granja. Hay que venir con pareja y disfraz. El tema es: parejas famosas de la historia.
—¿Y? —dijo Vee sin un ápice de entusiasmo.
—Marcie piensa ir con Scott.
Vee entornó los ojos.
—¡Y un cuerno! —rezongó.
—Ya se lo ha pedido, pero Scott no parece estar muy por la labor —añadí para tranquilizarla.
Vee hizo chasquear los nudillos.
—Habrá que echar mano de los recursos de Vee antes de que sea demasiado tarde.
Mi móvil me avisó de que había recibido un mensaje. TENGO EL ANTÍDOTO. TENEMOS QUE VERNOS, había escrito Patch.
Al parecer estaba bien. Sentí que mis hombros se relajaban.
Me metí el teléfono en el bolsillo discretamente y le dije a Vee:
—Mi madre quiere que vaya a la tintorería y devuelva un par de libros a la biblioteca, pero puedo pasarme más tarde por tu casa.
—Y así planeamos juntas cómo le robo a Scott a esa zorra —decidió Vee.
Le di a mi amiga cinco minutos de ventaja, y luego arranqué el Volkswagen y salí marcha atrás del camino de la entrada.
AHORA MISMO SALGO DE LA GRANJA, le escribí a Patch. ¿DÓNDE ESTÁS?
VOY PARA CASA, respondió.
NOS VEMOS ALLÍ.
Emprendí el camino hacia la Bahía de Casco tan concentrada en lo que iba a decirle a Patch que apenas me fijé en la belleza del paisaje otoñal: el azul intenso del agua bajo los rayos del sol y las nubes de espuma blanca que levantaban las olas al estrellarse contra los escarpados acantilados. Aparqué a una distancia prudencial de la casa de Patch y entré. Él aún no había llegado y aproveché para salir al balcón y poner en orden mis pensamientos.
El ambiente era frío y soplaba una brisa fresca y salada que me puso la carne de gallina. Deseé que me calmara el ánimo, que aliviara esa persistente sensación de traición que me atormentaba. Era consciente de que Patch había pensado en todo momento en mi seguridad, y me conmovía que se preocupara tanto por mí, pero, aunque no quería parecer desagradecida y me daba perfecta cuenta de lo afortunada que era por tener a mi lado a alguien capaz de hacer cualquier cosa por mí, un trato era un trato. Habíamos acordado que seríamos un equipo, y Patch había traicionado mi confianza.
Oí la puerta del garaje y el ronroneo del motor de la moto de Patch, y no tardé en verlo aparecer por la puerta del salón. Mantuvo las distancias, pero no me apartó ni por un momento los ojos de encima. Llevaba el pelo algo revuelto y una barba incipiente, e iba con la misma ropa que el día anterior: era evidente que había estado fuera toda la noche.
—¿Una noche difícil? —le pregunté.
—Tenía mucho en lo que pensar.
—¿Cómo está Blakely? —inquirí lo bastante indignada como para dejarle claro que ni le había perdonado ni me había olvidado de lo ocurrido.
—Juró que dejaría en paz nuestra relación. —Una pausa—. Y me entregó el antídoto.
—Ya me lo has dicho en tu mensaje.
Patch dejó escapar un suspiro y se mesó el pelo.
—Entonces, ¿va a ser siempre así? Entiendo que estés enfadada, pero ¿no puedes ponerte en mi lugar por un momento? ¿No puedes tratar de ver las cosas desde mi perspectiva? Blakely me dijo que fuera solo, y no sabía cómo podía reaccionar si me presentaba allí contigo. No es que me niegue a correr riesgos, pero sí cuando está cantado que llevo las de perder. Esta vez Blakely tenía la sartén por el mango.
—Pero me prometiste que éramos un equipo.
—Y también juré que haría todo lo que estuviera en mi mano para protegerte. Solo quiero lo mejor para ti. Es así de simple, Ángel.
—No puedes ir a la tuya y luego decir que lo has hecho todo para protegerme.
—Para mí es más importante que estés a salvo que tu voluntad. No quiero que nos peleemos, pero si te empeñas en verme como el malo, ¡qué le voy a hacer! Lo prefiero a tener que perderte —dijo encogiéndose de hombros.
Su arrogancia me dejó sin aliento.
—¿Es así como te sientes? —le dije entornando los ojos.
—Ya sabes que no te he mentido nunca, especialmente cuando se trata de mis sentimientos por ti.
—Déjalo. Me marcho —atajé cogiendo el bolso que había dejado en el sofá.
—Tú misma. Pero no voy a dejarte salir hasta que te hayas tomado el antídoto.
Y entonces plantó la espalda en la puerta de la entrada y se cruzó de brazos.
—Nada nos dice que en lugar de un antídoto no sea veneno —observé mirándolo fijamente a los ojos.
Patch sacudió la cabeza.
—Dabria lo analizó. Está limpio.
Apreté los dientes. Después de eso, controlarme resultaba ya una tarea imposible.
—Fuiste con Dabria, ¿verdad? Supongo que ahora formas equipo con ella —le espeté.
—Se quedó lo bastante lejos de Blakely como para no levantar la liebre y lo bastante cerca como para poder leer fragmentos de su futuro. No había nada que indicara que Blakely nos la estuviera pegando. Jugó limpio, Ángel; el antídoto está bien.
—¿Por qué no tratas tú de ver las cosas desde mi punto de vista? —le dije fuera de mí—. ¡Tengo que aguantar pacientemente que mi novio decida trabajar codo con codo con una ex novia que aún está colgada por él!
Patch seguía mirándome con su expresión mesurada.
—Y yo estoy enamorado de ti. Aunque a veces seas irracional, celosa y testaruda. Dabria tiene bastante más experiencia que tú a la hora de detectar trucos psicológicos y luchar con Nefilim en general. Tarde o temprano tendrás que empezar a confiar en mí. No nos sobran los aliados, y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Mientras Dabria esté dispuesta a colaborar, pienso contar con ella.
Apreté tanto los puños que las uñas casi me atravesaron la piel.
—En otras palabras: no soy lo bastante buena para ser tu compañera de equipo. A diferencia de Dabria, ¡no tengo poderes especiales!
—Eso no es verdad. Ya lo hemos hablado un montón de veces: si le ocurriera algo a Dabria, podría soportarlo. En cambio, si se tratara de ti…
—Sí, claro, los hechos hablan por sí solos.
Estaba dolida, y enfadada, y dispuesta a demostrarle a Patch que me estaba subestimando, y todo eso me empujó a hacer la siguiente alarmante declaración:
—Voy a dirigir a los Nefilim para que empiecen una guerra contra los ángeles caídos. Es lo correcto. Ya me encargaré de los arcángeles más tarde. Puedo vivir acobardada por el miedo o tratar de superarlo y hacer lo que creo que es mejor para los Nefilim. No quiero que ningún otro Nefil jure lealtad… nunca más. Ya lo he decidido, así que no trates de convencerme de lo contrario —le solté con contundencia.
Los ojos negros de Patch siguieron mirándome, pero él no dijo una palabra.
—Hace ya un tiempo que me siento así —añadí, incómoda por su silencio y ansiosa por argumentar mi punto de vista—. No pienso permitir que los ángeles caídos sigan aprovechándose de los Nefilim.
—¿Estamos hablando de los ángeles caídos y los Nefilim o de ti y de mí? —preguntó Patch al cabo con voz sosegada.
—Estoy cansada de defenderme. Ayer un grupo de ángeles caídos me persiguió. Fue la gota que colmó el vaso. Los ángeles caídos tienen que saber que estamos hartos de su actitud avasalladora. Ya nos han acosado bastante. ¿Y los arcángeles? No creo que les importe un comino. Si no fuera así, haría siglos que habrían intervenido y habrían acabado con la hechicería diabólica. Tenemos que asumir que saben perfectamente lo que ocurre y simplemente se limitan a mirar hacia otro lado.
—¿Tiene Dante algo que ver con esta decisión? —preguntó Patch sin perder ni por un momento la serenidad.
Me irritó que me hiciera esa pregunta.
—Soy el jefe del ejército de los Nefilim y las decisiones las tomo yo.
Esperaba que su siguiente pregunta fuera: «¿Dónde nos deja todo esto a ti y a mí?», de modo que las palabras que me dedicó me pillaron por sorpresa.
—Quiero que estés a mi lado, Nora. Estar contigo es mi primera prioridad. He luchado contra los Nefilim durante mucho tiempo, y eso me ha dejado señales que desearía poder borrar. La decepción, las intrigas, incluso la fuerza bruta. Hay días en los que desearía poder retroceder en el tiempo y tomar otro camino. No quiero que a ti te ocurra lo mismo. Necesito saber que eres físicamente lo bastante fuerte, pero también que estás realmente convencida.
Me tocó la frente con delicadeza, y luego me acarició la mejilla y me abrazó el rostro con la palma de la mano.
—¿De verdad sabes en lo que te estás metiendo?
Me eché hacia atrás, aunque no con la contundencia que me había propuesto.
—Si dejaras de preocuparte por mí, te darías cuenta de que estoy preparada para esto.
Pensé en los entrenamientos que había hecho con Dante, en lo dotada que estaba para los trucos psicológicos. Patch no tenía ni idea de lo lejos que había llegado. Era más fuerte, más rápida y más poderosa de lo que nunca habría creído posible. Y, después de todo por lo que había pasado en los últimos meses, conocía bien cómo era su mundo. Nuestro mundo. Sabía perfectamente a lo que me enfrentaba, aunque a Patch no le gustara.
—Puede que me hayas impedido estar presente en tu encuentro con Blakely, pero no conseguirás evitar la guerra —advertí. Estábamos al borde de un conflicto peligroso y letal. Y no pensaba ni minimizarlo ni mirar hacia otro lado. Estaba lista para luchar. Por la libertad de los Nefilim… y por la mía.
—Una cosa es decir que se está preparado —opinó Patch con voz pausada—, y otra muy distinta empezar una guerra y vivirla de primera mano. Admiro tu valentía, Ángel, pero te seré muy sincero: creo que estás tomando una decisión sin haber considerado todas las consecuencias.
—¿Crees que no lo he pensado a fondo? Soy la persona que tiene que dirigir el ejército de Hank. Me he pasado noches enteras sin dormir dándole vueltas a todo esto.
—Eres el jefe del ejército, de acuerdo. Pero nadie ha dicho nada acerca de luchar. Puedes cumplir tu juramento y quedarte al margen de los peligros de la guerra. Delegar las tareas más arriesgadas. Para eso está el ejército. Y para eso estoy yo.
Esa discusión estaba empezando a sacarme de quicio.
—Patch, no puedes pasarte la vida protegiéndome. Te lo agradezco, de verdad, pero ahora soy una Nefil. Soy inmortal y ya no necesito tu protección. Soy el objetivo de los ángeles caídos, los arcángeles y otros Nefilim, y no puedo hacer nada para evitarlo. Salvo aprender a luchar.
Patch tenía la mirada clara y me hablaba con ponderación, pero me pareció percibir una cierta tristeza bajo su fría superficie.
—Eres una chica fuerte, y eres mía. Pero la fortaleza no siempre va de la mano de la fuerza bruta. No tienes por qué dar palizas para ser una luchadora. La violencia y la fuerza no son conceptos equivalentes. Dirigir tu ejército, por ejemplo. La guerra no va a solucionar nada; solo servirá para separar nuestros dos mundos, y causará bajas, entre ellas los humanos. No hay nada heroico en esta guerra. Nos conducirá a un grado de destrucción que ni tú ni yo habremos visto nunca.
Tragué saliva. ¿Por qué tenía que hacer Patch siempre lo mismo? ¿Decirme cosas que solo servían para confundirme? ¿Era eso lo que realmente pensaba o solo trataba de barrerme del campo de batalla? Quería confiar en sus intenciones. La violencia no siempre era el medio adecuado. De hecho, prácticamente nunca lo era. Eso lo sabía. Pero también comprendía el punto de vista de Dante. Tenía que luchar. Actuar como una cobarde solo me serviría para colgarme una enorme diana en la espalda. Tenía que demostrar que era fuerte y que estaba dispuesta a vengarme. Era muy probable que en el futuro cercano la fuerza física contara más que la fortaleza de carácter.
Me llevé los dedos a los tímpanos, tratando de ahuyentar esa angustia que palpitaba en mi interior como un dolor mortecino.
—Ahora mismo no quiero hablar de esto. Necesito… un poco de tranquilidad, ¿vale? He tenido una mañana horrible; me lo plantearé todo de nuevo en cuanto me encuentre mejor.
Patch no parecía muy convencido, pero no dijo nada más sobre el tema.
—Te llamo luego —suspiré, fatigada.
Se sacó un frasco que contenía un líquido lechoso del bolsillo y me lo entregó.
—El antídoto.
Había estado tan metida en nuestra discusión que me había olvidado por completo de eso. Lo inspeccioné con desconfianza.
—Me las arreglé para que Blakely me contara que el cuchillo con el que te apuñaló es el prototipo más poderoso que ha desarrollado hasta ahora. Introduce en tu organismo veinte veces más de hechicería diabólica que la bebida que te dio Dante. Por eso necesitas el antídoto. De lo contrario, caerás irremediablemente en la adicción. En dosis muy altas, algunos prototipos de hechicería diabólica pueden corromperte por dentro. Acaban derritiéndote el cerebro como cualquier otra droga letal.
Las palabras de Patch me habían pillado desprevenida. ¿Era Blakely el responsable de la necesidad imperiosa de ingerir hechicería diabólica con la que me había levantado esa misma mañana?
Al pensar que cada día me despertaría dominada por esas ansias, una intensa sensación de vergüenza me recorrió las venas. No me había dado cuenta de lo mucho que estaba en juego. De pronto, sin esperarlo, le agradecí a Patch que hubiera conseguido ese antídoto. Habría hecho cualquier cosa por no volver a sentir esa necesidad irrefrenable de nuevo.
Destapé el frasco.
—¿Hay algo que deba saber antes de tomarme esto? —pregunté acercándomelo a la nariz. No olía a nada.
—No funciona si tu cuerpo ha recibido alguna dosis de hechicería diabólica en las últimas veinticuatro horas, pero en tu caso no es ningún problema: ya ha pasado más de un día desde que Blakely te apuñaló —dijo Patch.
Cuando ya tenía el frasco a apenas un par de centímetros de los labios, me detuve en seco. Esa mañana me había bebido una botella entera de hechicería diabólica. Si me tomaba el antídoto, no me serviría de nada: seguiría siendo adicta.
—Tápate la nariz y tómatelo de un solo trago. No creo que sepa peor que la hechicería diabólica —opinó Patch.
Quería contarle que le había robado esa botella a Dante. Quería explicar lo que me había ocurrido. No me culparía. El responsable era Blakely. Era la hechicería diabólica. Me había tragado toda la botella sin poder evitarlo: estaba cegada por las ansias de consumirla.
Despegué los labios para confesarlo todo, pero algo me detuvo. Una voz lejana y lúgubre me susurró desde mi interior que no quería librarme de la hechicería diabólica. Aún no. No quería perder la posibilidad de acceder al poder y la fuerza que proporcionaba, especialmente cuando estábamos al borde de la guerra. Debía tener esos poderes a mi alcance, por si acaso. No se trataba de la hechicería diabólica, sino de protegerme a mí misma.
Las ansias volvieron, recorriendo mi piel de arriba abajo, humedeciéndome la boca, haciéndome tiritar de hambre. Traté de apartar esas sensaciones y me sentí orgullosa cuando lo conseguí. No volvería a cometer el mismo error que esa mañana: solo robaría una dosis de hechicería diabólica cuando tuviera una necesidad imperiosa. Y siempre llevaría el antídoto encima para poder acabar con esa dependencia cuando quisiera. Lo haría a mi manera. Podía elegir. Lo tenía todo bajo control.
Y entonces hice algo de lo que nunca me habría creído capaz. El impulso se filtró en mi conciencia y actué sin pensar. Miré a Patch a los ojos durante solo instante, invoqué toda mi energía mental y, después de sentirla moviéndose dentro de mí como una fuerza natural desatada y poderosa, engañé a su mente para que creyera que me había tomado el antídoto.
«Nora se lo ha bebido —le susurré mentalmente plantando entre sus recuerdos una imagen que corroboraba mi mentira—, hasta la última gota».
Luego me metí el frasco en el bolsillo. No necesité más que unos segundos.