El derrocador de reyes

Los conspiradores, una figura pálida y otra oscura, se reunieron en el silencio de la armería del segundo nivel de la Gran Pirámide, entre hileras de lanzas, haces de flechas y paredes llenas de trofeos de batallas olvidadas.

—Esta noche —informó Skahaz mo Kandaq. Bajo la capucha de su capa de retales asomaba un rostro broncíneo de murciélago chupasangres—. Mis hombres estarán en sus puestos. La contraseña es Groleo.

«Sí, es lo apropiado».

—Groleo. Sí, lo que le hicieron… ¿Estabais presente en la audiencia?

—Un guardia más entre cuarenta; todos deseando que aquel tabardo vacío sentado en el trono diese la orden, para poder despedazar a Barbasangre y a los demás. ¿Os parece que los yunkios habrían osado entregarle a Daenerys la cabeza de un rehén?

«No», pensó Selmy.

—Hizdahr parecía consternado.

—Pura comedia. Le devolvieron ilesos a sus parientes de Loraq, ya lo visteis. Los yunkios representaron una farsa, y el noble Hizdahr era el titiritero mayor. Yurkhaz zo Yunkaz no fue nunca el problema; los demás esclavistas también habrían pisoteado con gusto al viejo idiota. Solo se trataba de darle un pretexto a Hizdahr para que matara a los dragones.

—¿Se atrevería?

—Se atrevió a matar a su reina. ¿Por qué no a sus animales de compañía? Si no intervenimos, Hizdahr fingirá dudar durante un tiempo para demostrar su renuencia y dar a los sabios amos la oportunidad de librarlo del cuervo de tormenta y el jinete de sangre; entonces actuará. Antes de que llegue la flota de Volantis, los dragones tienen que estar muertos.

«No es de extrañar». Todo encajaba, pero a Barristan Selmy seguía sin gustarle aquello.

—No lo conseguirán. —Su reina era la Madre de Dragones; no permitiría que sus hijos sufriesen ningún daño—. A la hora del lobo. En lo más oscuro de la noche, cuando todo el mundo duerme. —Había oído por primera vez aquellas palabras a Tywin Lannister, ante la muralla del Valle Oscuro.

«Me dio un día para ir a buscar a Aerys. Me dijo que, si al alba del día siguiente no había regresado con el rey, tomaría la ciudad a fuego y acero. Era la hora del lobo cuando entré, y la hora del lobo cuando salimos».

—Gusano Gris y los Inmaculados cerrarán y atrancarán las puertas cuando despunte el día.

—Lo mejor sería atacar con la primera luz —señaló Skahaz—. Salir en estampida, atravesar las líneas de asedio y aplastar a los yunkios cuando aún intenten despertarse.

—No. —Ya lo habían discutido—. Existe un armisticio, firmado y sellado por su alteza la reina. No seremos nosotros quienes lo rompamos. Cuando tengamos a Hizdahr, formaremos un consejo que gobierne en su lugar y exigiremos que los yunkios devuelvan a los rehenes y retiren los ejércitos. Si se niegan, y solo si se niegan, los informaremos de que se ha roto el tratado y les presentaremos batalla. Vuestro plan es deshonroso.

—Y el vuestro es estúpido —replicó el Cabeza Afeitada—. El momento es propicio; nuestros libertos están listos y hambrientos.

Era cierto, y Selmy lo sabía. Tanto Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres, como Mollono Yos Dob, de los Escudos Fornidos, estaban deseando entrar en combate, resueltos a demostrar su valía y lavar con una marea de sangre yunkia todas las afrentas que habían sufrido. Solo Marselen, de los Hombres de la Madre, compartía las dudas de ser Barristan.

—Ya lo hemos hablado, y accedisteis a hacerlo a mi manera.

—Eso fue antes de que trajesen la cabeza de Groleo —refunfuñó Skahaz—. Los esclavistas carecen de honor.

—Nosotros no —contestó ser Barristan.

—Como queráis —accedió el Cabeza Afeitada después de murmurar algo en ghiscario—. Pero me parece a mí que nos arrepentiremos de vuestro honor trasnochado antes de que acabe la partida. ¿Qué pasa con los guardias de Hizdahr?

—Su alteza aposta a dos hombres para que velen su sueño; uno en la puerta de su dormitorio y el otro dentro, en una alcoba contigua. Esta noche les toca a Khrazz y Piel de Acero.

—Khrazz —rezongó el Cabeza Afeitada—. Eso no me gusta.

—No es necesario derramar sangre —aseguró ser Barristan—. Mi intención es hablar con Hizdahr; si comprende que no deseamos matarlo, tal vez ordene a sus guardias que se rindan.

—¿Y si no? Hizdahr no debe escapar.

—No escapará. —Selmy no temía a Khrazz, y mucho menos a Piel de Acero; no eran más que luchadores de las arenas de combate. Como guardianes, los antiguos esclavos de la temible colección de los reñideros de Hizdahr resultaban mediocres en el mejor de los casos. Eran veloces, fuertes y fieros, y poseían cierta habilidad con las armas, pero los juegos sangrientos no los preparaban para defender a un rey. En los reñideros, sus adversarios entraban anunciados por cuernos y trompetas y, tras la batalla, los vencedores podían vendarse las heridas y tomar la leche de amapola para aliviar el dolor; sabían que la amenaza ya había pasado, y que eran libres para beber y hartarse de banquetes y putas hasta el siguiente combate. Sin embargo, para un caballero de la Guardia Real, la batalla no conocía fin; las amenazas llegaban de todas partes y de ninguna, en cualquier momento del día o de la noche, y no había trompetas que anunciasen al enemigo: vasallos, criados, amigos, hermanos, hijos y hasta esposas podían ocultar un cuchillo bajo la capa y el asesinato en el corazón. Por cada hora de lucha, un caballero de la Guardia Real pasaba otras diez mil vigilando, a la espera, oculto y silencioso entre las sombras. Los combatientes del rey Hizdahr empezaban a aburrirse e impacientarse con sus nuevas obligaciones, y los hombres aburridos eran descuidados, de reacciones lentas.

—Yo me ocuparé de Khrazz —aseguró ser Barristan—. Procurad tan solo que no tenga que enfrentarme además a ninguna bestia de bronce.

—No temáis. Marghaz estará cargado de cadenas antes de que pueda causar problemas. Las Bestias de Bronce son mías, ya os lo dije.

—¿De verdad tenéis hombres entre los yunkios?

—Espías y soplones. Reznak tiene más.

«Reznak no es de fiar. Su olor es demasiado agradable, y su presencia, demasiado repugnante».

—Alguien tiene que liberar a los rehenes. Si no conseguimos recuperarlos, los yunkios los usarán contra nosotros.

—Qué fácil es hablar de rescates. —Skahaz resopló por la nariz de la máscara—. Lo difícil es llevarlos a cabo. Si los esclavistas quieren amenazar, que amenacen.

—¿Y si no se limitan a eso?

—¿Tanto los echaríais de menos, viejo? Son un esclavo, un salvaje y un mercenario.

«Héroe, Jhogo y Daario».

—Jhogo es jinete de sangre de la reina, sangre de su sangre; atravesaron juntos el desierto rojo. Héroe es el segundo al mando después de Gusano Gris. —Y Daario… «Ella ama a Daario». Lo había visto en sus ojos cuando lo miraba; lo había oído en su voz cuando hablaba de él—. Daario es vanidoso e imprudente, pero su alteza lo aprecia. Debemos rescatarlo antes de que sus Cuervos de Tormenta decidan encargarse. No es imposible; cierta vez rescaté al padre de la reina, sano y salvo, del Valle Oscuro, donde estaba cautivo de un señor rebelde, pero…

—No podéis pasar desapercibido entre los yunkios. A estas alturas, todos conocen vuestro rostro.

«Podría ocultarlo, igual que tú», pensó Selmy, aunque sabía que el Cabeza Afeitada tenía razón. Hacía una eternidad de lo del Valle Oscuro; ya estaba mayor para semejantes heroicidades.

—Entonces debemos hallar otra manera; otro rescatador; alguien que no les resulte conocido, que pase inadvertido en el campamento yunkio…

—Daario os llama «ser Abuelo» —le recordó Skahaz—. Mejor no digo cómo me llama a mí. Si vos y yo fuésemos los rehenes, ¿arriesgaría el pellejo por nosotros?

«No lo creo».

—Tal vez.

—Tal vez nos mease encima si estuviéramos quemándonos, pero no esperéis más ayuda de él. Que los Cuervos de Tormenta nombren otro capitán que sepa cuál es su lugar. Si la reina no regresa, habrá un mercenario menos en el mundo. ¿Quién lo lamentará?

—¿Y cuando regrese?

—Llorará, se mesará los cabellos y maldecirá a los yunkios, no a nosotros. No tendremos las manos manchadas de sangre. Podréis consolarla contándole alguna anécdota de tiempos pasados, de esas que le gustan. Pobre Daario, su valiente capitán. Nunca lo olvidará, no… Sin embargo, si muere, mejor para todos, ¿verdad? Incluso para Daenerys.

«Mejor para Daenerys y para Poniente. —La que amaba al capitán era la muchacha que llevaba dentro Daenerys Targaryen, no la reina. El príncipe Rhaegar amó a lady Lyanna y miles de personas murieron por ello; Daemon Fuegoscuro amó a la primera Daenerys y se alzó en rebelión cuando se la negaron; Aceroamargo y Cuervo de Sangre amaron a Shiera Estrellademar, y los Siete Reinos sangraron; el Príncipe de las Libélulas amaba tanto a Jenny de Piedrasviejas que renunció a la corona, y Poniente pagó la dote de la novia en cadáveres. Los tres hijos del quinto Aegon se habían casado por amor, contraviniendo los deseos de su padre, y puesto que el extravagante monarca también había seguido el dictado de su corazón para elegir reina, les permitió dar rienda suelta a sus caprichos, y los que podrían haber sido amigos leales se convirtieron en enemigos acérrimos. Siguieron traiciones y tumultos, igual que la noche sigue al día, y todo culminó en Refugio Estival con hechicería, fuego y dolor—. Su amor por Daario es veneno; un veneno más lento que el de las langostas, pero al cabo, igual de mortífero».

—También están Jhogo y Héroe —repuso ser Barristan—, ambos muy valiosos para su alteza.

—Nosotros también tenemos rehenes —le recordó Skahaz el Cabeza Afeitada—. Si los esclavistas matan a uno de los nuestros, mataremos a uno de los suyos.

De entrada, ser Barristan no entendió a quién se refería, hasta que lo comprendió de repente.

—¿Los coperos de la reina?

—Los rehenes —corrigió Skahaz mo Kandaq—. Grazhar y Qezza son de la sangre de la gracia verde. Mezzara es una Merreq; Kezmya, una Pahl; Azzak, una Ghazeen. Bhakaz es un Loraq, pariente del mismísimo Hizdahr. Todos son hijos de las pirámides, retoños de los grandes amos: Zhak, Quazzar, Uhlez, Hazkar, Dhazak, Yherizan.

—Chicas inocentes y muchachos de mirada cándida. —Ser Barristan había llegado a conocerlos a todos desde que entraran al servicio de la reina: Grazhar, con sus sueños de gloria; la tímida Mezzara; el perezoso Miklaz; la bonita y presumida Kezmya; Qezza, con sus ojos tiernos y su voz de ángel; Dhazzar, que gustaba de bailar, y los demás—. Son niños.

—Son hijos de la Arpía; la sangre se paga con sangre.

—Lo mismo dijo el yunkio que trajo la cabeza de Groleo.

—Tenía razón.

—No lo permitiré.

—¿De qué sirven los rehenes si son intocables?

—Quizá podamos ofrecer a tres niños a cambio de Daario, Héroe y Jhogo —concedió ser Barristan—. Su alteza…

—No está. A vos y a mí nos corresponde hacer lo necesario. Sabéis que tengo razón.

—El príncipe Rhaegar tenía dos hijos —señaló ser Barristan—. Rhaenys era una niña, y Aegon, un bebé. Cuando Tywin Lannister tomó Desembarco del Rey, sus hombres los mataron a los dos; presentó los cadáveres ensangrentados, envueltos en capas carmesí, como regalo para el nuevo rey.

«¿Y qué dijo Robert al verlos? ¿Acaso sonrió? —Barristan Selmy había sufrido graves heridas en el Tridente, de modo que no tuvo que presenciar el regalo de lord Tywin, pero a veces se lo preguntaba—. Si lo hubiera visto sonreír ante los cadáveres de los hijos de Rhaegar, ningún ejército me habría impedido que lo matara».

—No estoy dispuesto a consentir el infanticidio. Aceptadlo, o no contéis conmigo.

—Sois un viejo testarudo —dijo Skahaz con una risita—. Esos muchachos de mirada cándida crecerán y se convertirán en hijos de la Arpía; matadlos ahora, o tendréis que matarlos entonces.

—A los hombres se los mata por el mal que han consumado, no por el que tal vez perpetren algún día.

—Pues que así sea —gruñó el Cabeza Afeitada mientras inspeccionaba un hacha que había descolgado de la pared—. Ni Hizdahr ni los rehenes sufrirán daño alguno. ¿Satisfecho, ser Abuelo?

«Nada de esto me satisface».

—Tendrá que bastarme. Recordad: a la hora del lobo.

—No lo olvidaré. —Aunque la boca de bronce del murciélago permanecía inmóvil, ser Barristan intuía la sonrisa tras la máscara—, Kandaq lleva largo tiempo esperando esta noche.

«Eso es lo que me da miedo. —Si el rey Hizdahr era inocente, estarían cometiendo traición. Aunque ¿cómo podía ser inocente? Selmy lo había oído instar a Daenerys a probar las langostas envenenadas y gritar a sus hombres que matasen al dragón—. Si no intervenimos, Hizdahr matará a los dragones y abrirá las puertas a los enemigos de la reina. No tenemos elección». Pero, por muchas vueltas que le diese, el anciano caballero no veía honor en lo que hacían.

El resto del día transcurrió a paso de tortuga.

Ser Barristan sabía que el rey Hizdahr se había reunido con Reznak mo Reznak, Marghaz zo Loraq, Galazza Galare y el resto de los consejeros meereenos para decidir la mejor respuesta a las exigencias de Yunkai…, pero él ya no formaba parte del consejo ni tenía rey al que guardar.

Dedicó la mayor parte de la mañana a recorrer la pirámide de arriba abajo para cerciorarse de que todos los centinelas estaban en sus puestos; la tarde la pasó con los huérfanos; incluso blandió personalmente la espada y el escudo para que los chicos mayores tuvieran un rival de nivel. Algunos se habían entrenado para combatir en los reñideros, hasta que Daenerys Targaryen conquistó Meereen y los liberó de las cadenas; ya estaban bien acostumbrados a la espada, la lanza y el hacha antes de que ser Barristan se hiciese cargo de ellos. Unos cuantos bien podían estar preparados. «El primero, el chico de las Islas del Basilisco. Tumco Lho. —Negro como tinta de maestre, rápido y fuerte, poseedor de un don innato para la espada; el mejor que había visto desde Jaime Lannister—. Larraq también. El Azote. —Pese a que ser Barristan no aprobaba su estilo de lucha, tenía una habilidad indudable. Larraq debería trabajar durante años hasta llegar a dominar las armas caballerescas: la espada, la lanza y la maza; pero no había quien le plantase cara con el látigo y el tridente. El anciano caballero le había advertido de que el látigo le resultaría inútil contra un adversario con armadura… hasta que lo vio emplearlo: Larraq lo enroscaba en torno a las piernas de sus contrincantes y los derribaba de un tirón—. Aún no es muy caballeresco, pero sí es un luchador fiero».

Larraq y Turneo eran los mejores. Después iba el lhazareeno al que los chicos llamaban Cordero Rojo, aunque por el momento solo contaba con fiereza; le faltaba técnica. Quizá también los hermanos, tres ghiscarios de baja cuna a los que su padre había esclavizado para pagar sus deudas. Con ellos ya eran seis.

«Seis de veintisiete. —Aunque Selmy habría preferido tener más, no era mal comienzo. Casi todos los demás eran menores y estaban más familiarizados con los telares, los arados y los orinales que con la espada y el escudo, pero trabajaban con ahínco y aprendían deprisa. Unos pocos años como escuderos, y tal vez contase con otros seis caballeros que ofrecer a su reina. En cuanto a los que nunca llegarían a un nivel aceptable… Bueno, no todos los muchachos estaban destinados a ser caballeros—. El reino también necesita cereros, posaderos y armeros». Aquello se aplicaba tanto a Meereen como a Poniente.

Mientras observaba la instrucción, ser Barristan sopesó la posibilidad de armar caballeros a Turneo y a Larraq en aquel preciso momento, y quizá también a Cordero Rojo. Solo un caballero podía investir a otro, y si se torcían los planes de aquella noche, podía amanecer muerto o encerrado en una mazmorra, y ¿quién armaría a sus escuderos? Por otro lado, la reputación de un caballero joven derivaba, al menos en parte, del honor del hombre que le hubiese conferido ese título. Los chicos no ganarían nada si obtenían las espuelas de un traidor, y hasta era posible que acabasen haciéndole compañía en la celda.

«Merecen algo mejor —decidió ser Barristan—. Más vale una vida larga como escudero que una vida corta como caballero mancillado».

Cuando la tarde daba ya paso a la noche, les pidió que depusieran los escudos y las espadas y se acercasen, y les habló de lo que significaba ser caballero.

—Es el código de caballería, no la espada, lo que hace a un caballero —explicó—. Sin honor, en nada se distingue de un vulgar asesino. Más vale morir con honor que vivir sin él. —Le pareció que los chicos lo miraban con extrañeza, pero algún día lo entenderían.

Más tarde, en la cúspide de la pirámide, ser Barristan encontró a Missandei entre pilas de libros y pergaminos, entregada a la lectura.

—Quédate aquí esta noche, niña. Pase lo que pase, no importa lo que veas u oigas, no abandones los aposentos de la reina.

—Una os oye —repuso la muchacha—. Si pudiera preguntar…

—Mejor que no. —Ser Barristan se dirigió, a solas, a la terraza ajardinada.

«No estoy hecho para esto —reflexionó al contemplar la ciudad que se extendía a sus pies. Una por una, las pirámides despertaban; antorchas y faroles cobraban vida y parpadeaban al tiempo que las sombras se congregaban abajo, en las calles—. Conspiraciones, ardides, susurros y mentiras; un secreto dentro de otro, y de algún modo he pasado a formar parte de eso. —A esas alturas ya debería haberse acostumbrado. La Fortaleza Roja también tenía sus secretos—. Incluso Rhaegar. —El príncipe de Rocadragón nunca había confiado en él del mismo modo que en Arthur Dayne, como quedó demostrado en Harrenhal—. El año de la falsa primavera».

El recuerdo seguía evocándole un regusto amargo. El viejo lord Whent había anunciado el torneo poco después de una visita de su hermano ser Oswell Whent, de la Guardia Real. Con Varys susurrándole al oído, el rey Aerys se convenció de que su hijo conspiraba para destronarlo y el torneo de Harrenhal no era sino una estratagema, un pretexto para que Rhaegar pudiese reunirse con todos los grandes señores que acudieran. Aerys, que no había puesto un pie fuera de la Fortaleza Roja desde los sucesos del Valle Oscuro, anunció inesperadamente que acompañaría al príncipe Rhaegar a Harrenhal. A partir de entonces, todo marchó mal.

«Si hubiera sido mejor caballero… Si hubiese desmontado al príncipe en la última lid, igual que desmonté a tantos otros, me habría correspondido a mí nombrar a la reina del amor y la belleza…».

Rhaegar había elegido a Lyanna Stark de Invernalia. Barristan Selmy habría hecho una elección diferente. No la reina, que no se hallaba presente, ni Elia de Dorne, aunque era buena y amable, y aunque habría evitado mucha guerra y congoja. Habría elegido a una joven doncella recién llegada a la corte hacía poco, una dama de compañía de Elia… Comparada con Ashara Dayne, la princesa dorniense parecía una criada de las cocinas.

Incluso después de tantos años, ser Barristan seguía recordando la sonrisa de Ashara, el sonido de su risa. Solo tenía que cerrar los ojos para verla: el largo pelo moreno que le caía por los hombros, aquellos ojos violeta tan cautivadores… Daenerys tenía los mismos ojos. A veces, cuando la reina lo miraba, sentía que estaba ante la hija de Ashara…

Sin embargo, la hija de Ashara nació muerta, y su hermosa dama se arrojó desde una torre poco después, loca de dolor por la hija que había perdido y, tal vez, también por el hombre que la había deshonrado en Harrenhal. Murió sin saber que ser Barristan la amaba.

«¿Cómo iba a saberlo? —Era un caballero de la Guardia Real que había jurado celibato; hablarle de sus sentimientos no habría traído nada bueno—. Tampoco el silencio tuvo mejores consecuencias. Si hubiese desmontado a Rhaegar y coronado a Ashara reina del amor y la belleza, ¿se habría fijado en mí y no en Stark?». Nunca lo sabría, pero de todos sus fracasos, ninguno lo obsesionaba tanto como aquel.

El cielo estaba encapotado, y el aire, cargado, bochornoso y opresivo, pero transportaba algo que le daba escalofríos.

«Lluvia —pensó—. Se acerca una tormenta. Si no esta noche, mañana. —Ser Barristan se preguntó si viviría para verla—. Si Hizdahr tiene su propia Araña, ya puedo darme por muerto». Si llegaba el caso, tenía intención de morir como había vivido, con la espada larga en la mano.

Cuando las últimas luces desaparecieron por occidente, más allá de las velas de los barcos que navegaban por la bahía de los Esclavos, ser Barristan regresó al interior, llamó a unos criados y les pidió que le calentasen agua para el baño. El entrenamiento con los escuderos en plena tarde lo había dejado sucio y sudoroso.

Cuando llegó el agua, solo estaba templada, pero Selmy se demoró en el baño hasta después de que se hubiera enfriado, restregándose la piel hasta quedarse en carne viva. Tan limpio como podía estar, se incorporó, se secó y se vistió con sus prendas blancas: medias, ropa interior, túnica de seda y jubón acolchado, todo recién lavado y blanqueado. Se puso encima la indumentaria de caballero que le había regalado la reina como muestra de aprecio. La cota era de malla dorada, delicadamente labrada, con anillas tan finas y flexibles como el cuero de calidad; la armadura esmaltada, dura como el hielo y resplandeciente como la nieve recién caída. Se colgó el puñal a un lado y la espada larga al otro, en un cinto de cuero blanco con hebilla de oro. Por último se ciñó la larga capa blanca en torno a los hombros. El yelmo lo dejó en el gancho; la estrecha rendija de los ojos le limitaba el campo de visión, y necesitaba ver lo que se avecinaba. De noche, los pasillos de la pirámide estaban a oscuras, y los enemigos podían llegar de cualquier lado. Además, pese a que las ornamentadas alas de dragón que lo adornaban ofrecían un espléndido aspecto, brindaban un blanco fácil para espadas y hachas; las reservaría para el torneo siguiente, si los Siete tenían a bien concedérselo.

Armado y protegido, el anciano caballero esperó sentado en la penumbra de su pequeña cámara, contigua a los aposentos de la reina. En la oscuridad, ante su rostro desfilaron los semblantes de todos los reyes a los que había servido y fallado, y los de todos los hermanos que habían servido a su lado en la Guardia Real. Se preguntó cuántos habrían hecho lo que él se disponía a acometer.

«Algunos, sin duda; pero no todos. Muchos no habrían dudado en ajusticiar al Cabeza Afeitada por traidor. —Se puso a llover. Ser Barristan permaneció sentado en la sombra, escuchando—. Suena como las lágrimas. Suena como si llorasen los reyes muertos».

Había llegado la hora.

La Gran Pirámide de Meereen se había construido a imagen de la Gran Pirámide de Ghis, cuyas ruinas colosales había visitado Lomas Pasolargo. Al igual que su vetusta predecesora, cuyas salas de mármol rojo se habían convertido en guarida de arañas y murciélagos, la pirámide de Meereen tenía treinta y tres niveles, un número consagrado por algún motivo a los dioses de Ghis. Ser Barristan emprendió el largo descenso en solitario, con la capa blanca ondeando tras él. No usó la grandiosa escalinata de mármol veteado, sino la escalera de servicio estrecha, empinada y recta que ocultaban en su interior los gruesos muros de ladrillo.

Doce niveles más abajo lo esperaba el Cabeza Afeitada, con las toscas facciones todavía ocultas tras la máscara de murciélago chupasangre que llevaba por la mañana. Lo acompañaban seis bestias de bronce, todos con máscaras de insecto idénticas.

«Langostas», observó Selmy.

—Groleo —dijo.

—Groleo —respondió una langosta.

—Tengo más langostas, si hacen falta —ofreció Skahaz.

—Con seis bastará. ¿Qué pasa con los hombres de las puertas?

—Son de los míos; no os darán ningún problema.

—No derraméis sangre a menos que sea necesario. —Ser Barristan aferró el brazo del Cabeza Afeitada—. Mañana convocaremos un consejo y explicaremos a la ciudad qué hemos hecho y por qué.

—Como digáis. Que la suerte os acompañe, viejo.

Se fueron por caminos separados. Las bestias de bronce siguieron a ser Barristan escaleras abajo.

Los aposentos del rey estaban enterrados en el mismísimo corazón de la pirámide, en los niveles decimosexto y decimoséptimo. Cuando Selmy llegó a su altura, encontró las puertas cerradas con cadenas, y a dos bestias de bronce de guardia. Bajo las capuchas de retales, una era una rata, y la otra, un toro.

—Groleo —silabeó ser Barristan.

—Groleo —respondió el toro—. La tercera sala por la derecha. —La rata soltó la cadena, y ser Barristan y su escolta cruzaron la puerta, que daba a un estrecho pasillo de servicio de ladrillos rojos y negros, iluminado con antorchas. Sus pasos despertaron ecos mientras atravesaban dos salas y llegaban a la tercera, a la derecha.

Frente a las puertas de madera noble tallada que daban a las estancias del rey aguardaba Piel de Acero, un luchador joven de los reñideros que aún no había alcanzado la categoría superior. Tenía la frente y las mejillas surcadas de intrincados tatuajes en verde y negro, antiguos símbolos de hechicería valyria que supuestamente conferirían a su carne y a su piel la dureza del metal. Marcas similares le cubrían el pecho y los brazos, aunque estaba por ver si detendrían una espada o un hacha. Incluso sin los tatuajes, Piel de Acero habría tenido un aspecto imponente: un joven esbelto y nervudo que le sacaba casi un palmo a ser Barristan.

—¿Quién vive? —dijo, y blandió el hacha larga a los lados para impedirles el paso. Cuando vio a ser Barristan seguido por las langostas de bronce, la bajó—. El viejo.

—Necesito hablar con el rey, con su venia.

—¿A esta hora tan tardía?

—Es tarde, pero apremia la necesidad.

—Le preguntaré. —Piel de Acero llamó a la puerta del dormitorio real con el asta del hacha. Se abrió una mirilla y apareció un ojo infantil; una voz de niño habló desde el otro lado, y Piel de Acero respondió; ser Barristan oyó el sonido que hacían al retirar una barra pesada, y se abrió la puerta.

—Solo vos —ordenó Piel de Acero—. Las bestias aguardarán aquí.

—Como digáis. —Ser Barristan hizo un gesto de asentimiento y una langosta se lo devolvió. Selmy cruzó la puerta, solo.

Oscuras y sin ventanas, rodeadas por todos lados de muros de ladrillo de tres varas de grosor, las estancias donde se había instalado el rey eran amplias y lujosas. Los altos techos descansaban sobre grandes vigas de roble negro, y el suelo estaba cubierto de alfombras de seda de Qarth. En las paredes, antiguos tapices muy descoloridos, de valor incalculable, mostraban la gloria del Antiguo Imperio de Ghis. El más grande representaba a los últimos supervivientes de un ejército valyrio derrotado, sometidos al yugo y encadenados. Dos amantes tallados en sándalo, pulidos y aceitados, custodiaban el arco que conducía a la alcoba real. A ser Barristan le parecieron de mal gusto, aunque sin duda pretendían resultar excitantes.

«Cuanto antes salgamos de este lugar, mejor».

La única luz provenía de un brasero de hierro. Junto a él aguardaban Draqaz y Qezza, dos coperas de la reina.

—Miklaz ha ido a despertar al rey —anunció Qezza—. ¿Queréis que os traigamos vino?

—No, gracias.

—Podéis sentaros —ofreció Draqaz al tiempo que señalaba un banco.

—Prefiero quedarme de pie. —Oía voces a través del arco que daba al dormitorio; una era la del rey.

Pasó un buen rato antes de que el rey Hizdahr zo Loraq, decimocuarto de su noble nombre, apareciese bostezando y anudándose el fajín que cerraba la túnica de satén verde, lujosamente adornada con perlas e hilo de plata. No llevaba nada debajo; buena señal: los hombres desnudos se sentían indefensos y menos inclinados a actos de heroísmo suicida.

Ser Barristan vislumbró a una mujer que los observaba a través del arco, detrás de una cortina de gasa. También estaba desnuda; los pliegues de seda no llegaban a ocultarle los pechos y caderas.

—Ser Barristan —Hizdahr bostezó de nuevo—, ¿qué hora es? ¿Tenemos noticias de mi dulce reina?

—Ninguna, alteza.

—Magnificencia, por favor —repuso Hizdahr con un suspiro—. Aunque, a esta hora, somnolencia sería más apropiado. —El rey se acercó al aparador para servirse una copa de vino, pero en la jarra solo quedaba una gota. Una sombra de contrariedad le cruzó la cara—. Miklaz, vino. Ahora mismo.

—A la orden, adoración.

—Que te acompañe Draqaz. Una jarra de dorado del Rejo y otra de ese tinto dulce; nada de vuestros meados amarillentos, gracias. Y la próxima vez que me encuentre la jarra vacía, puede que tenga que usar la vara con esas mejillas tan sonrosadas que tienes. —El chico salió corriendo, y el rey se dirigió de nuevo a Selmy—. He soñado que encontrabais a Daenerys.

—Los sueños pueden ser engañosos, alteza.

—Esplendor, por favor. ¿Qué os trae ante mí a estas horas? ¿Hay problemas en la ciudad?

—La ciudad está en calma.

—¿Ah, sí? —Hizdahr parecía confuso—. ¿A qué habéis venido?

—A haceros una pregunta, magnificencia. ¿Sois la Arpía?

—¿Os presentáis en mi dormitorio en plena noche para preguntarme eso? ¿Estáis loco? —La copa le resbaló de entre los dedos, rebotó en la alfombra y salió rodando. Hizdahr pareció darse cuenta en ese momento de que ser Barristan llevaba cota de malla y armadura—. ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Cómo os atrevéis…?

—¿El veneno fue cosa vuestra, magnificencia?

—¿Las langostas? —El rey retrocedió un paso—. Fue… Fue el dorniense; Quentyn, el supuesto príncipe. Si no me creéis, preguntad a Reznak.

—¿Tenéis pruebas? ¿Las tiene Reznak?

—No: de lo contrario, los habría prendido. Debería hacerlo de todos modos; Marghaz les arrancará la confesión, estoy seguro. Esos dornienses son todos unos envenenadores; dice Reznak que adoran a las serpientes.

—Se las comen —corrigió ser Barristan—. Eran vuestro reñidero, vuestro palco, vuestros asientos. Cojines mullidos, vino dulce, higos, melones y langostas con miel: todo provenía de vos. Incitabais a su alteza a probar las langostas, pero no las tocasteis.

—Es que… Es que no me sienta bien el picante. Era mi esposa, mi reina. ¿Por qué iba a querer envenenarla?

«“Era”. La da por muerta».

—Solo vuestra magnificencia conoce la respuesta. Tal vez desearais poner a otra en su lugar. —Señaló con la cabeza a la joven que atisbaba tímidamente desde el dormitorio—. Puede que a esa mujer.

—¿A esa? —El rey lanzó una mirada rápida a su alrededor—. No es nadie. Una esclava de cama. —Levantó las manos—. No, no quería decir eso; esclava no, liberta. Entrenada para el placer. Hasta los reyes tenemos necesidades. No os preocupéis por ella. Lo importante es que yo nunca haría daño a Daenerys. Nunca.

—Oí como insistíais para que probase las langostas.

—Pensé que le gustarían. —Hizdahr retrocedió otro paso—. Dulces y picantes a la vez.

—Dulces, picantes y envenenadas. En el reñidero oí con mis propios oídos como ordenabais a los hombres que matasen a Drogon. A gritos.

—Esa bestia devoró a Barsena. Los dragones se alimentan de carne humana. —Hizdahr se humedeció los labios—. Lo habíamos visto asesinar, quemar…

—A hombres que pretendían hacer daño a vuestra reina. Hijos de la Arpía, sin duda. Vuestros amigos.

—No eran mis amigos.

—Eso decís, pero os obedecieron cuando ordenasteis que dejaran de matar. ¿Por qué os hacen caso, si no sois uno de ellos? —Hizdahr hizo un gesto de negación, pero no respondió—. Decidme la verdad —insistió ser Barristan—, ¿alguna vez la quisisteis, siquiera un poco? ¿O solo deseabais la corona?

—¿Desear? ¿Os atrevéis a hablarme de deseo? —La cólera desfiguró el rostro del rey—. Deseaba la corona, sí, pero ni la mitad de lo que ella deseaba a ese mercenario. A lo mejor fue su preciado capitán quien trató de envenenarla, por haberlo dejado de lado. Y si yo también hubiese comido las langostas, tanto mejor para él.

—Daario es un asesino, pero no un envenenador. —Ser Barristan se aproximó al rey—. ¿Sois la Arpía? —Se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. Decidme la verdad, y os prometo una muerte rápida y limpia.

—Dais mucho por sentado —replicó Hizdahr—. Me he cansado de vuestras preguntas y de vos. Quedáis dispensado de mi servicio; abandonad Meereen de inmediato y os perdonaré la vida.

—Si no sois la Arpía, decidme su nombre. —Ser Barristan desenvainó la espada; el borde afilado reflejó la luz del brasero y se convirtió en una línea de fuego anaranjado.

—¡Khrazz! —gritó Hizdahr, y retrocedió a trompicones hacia la alcoba—. ¡Khrazz! ¡Khrazz!

Ser Barristan oyó una puerta que se abría, a su izquierda. Se volvió a tiempo para ver a Khrazz, que salía de detrás de un tapiz. Se movía lentamente, todavía aturdido por el sueño, pero llevaba en la mano su arma favorita: un arakh dothraki, largo y curvado. Una espada para rajar, para provocar cortes y tajos profundos a lomos de un caballo; una hoja asesina contra enemigos medio desnudos, en el campo de batalla o las arenas de combate. Sin embargo, en aquel espacio cerrado, la longitud del arakh sería una desventaja, y Barristan Selmy estaba protegido con acero.

—He venido a por Hizdahr —le advirtió el caballero—. Deponed el arma y manteneos al margen, y no sufriréis ningún daño.

—Voy a comerme tu corazón, viejo —dijo Khrazz con una risotada. Los dos medían lo mismo, pero Khrazz pesaba dos arrobas más y tenía cuarenta años menos. Tenía la piel pálida y los ojos mortecinos, y su pelo era una hirsuta cresta rojinegra que iba de la frente a la nuca.

—Venid, pues —invitó Barristan el Bravo. Khrazz obedeció.

«Para esto he nacido —pensó Selmy. Por primera vez en aquel día, se sentía seguro—. El baile, la melodiosa canción del acero, la espada en la mano y el enemigo ante mí».

El luchador de las arenas era rápido como el rayo, más que nadie a quien se hubiera enfrentado ser Barristan. Manejado por sus grandes manos, el arakh se convirtió en un borrón sibilante, una tormenta de acero que parecía atacar al anciano caballero desde tres direcciones a la vez. Casi todos los tajos iban dirigidos a la cabeza. Khrazz no era ningún idiota; sin yelmo, el punto débil de Selmy quedaba por encima del cuello.

Bloqueó las acometidas con calma, deteniendo y desviando cada tajo con la espada larga, y las hojas resonaron una y otra vez. Ser Barristan cedió terreno. Vio de reojo que los coperos observaban con los ojos tan grandes y blancos como huevos de gallina. Khrazz maldijo y convirtió un golpe alto en otro bajo, con lo que consiguió esquivar la espada del veterano caballero, solo para arañar inútilmente una canillera de acero blanco. Selmy respondió con un tajo que acertó al luchador de las arenas en el hombro, desgarró la fina camisa de dormir y mordió la carne. La túnica amarilla se fue tornando rosada, y luego, roja.

—Solo los cobardes se visten de hierro —declaró Khrazz mientras describía un círculo. En los reñideros, nadie llevaba armadura; lo que el público pedía eran sangre, muerte, desmembramientos y gritos de agonía: la música de las arenas escarlata.

—Este cobarde está a punto de mataros —respondió ser Barristan al tiempo que giraba con él. Aquel hombre no era un caballero, pero su coraje lo hacía merecedor de cierta deferencia. En sus ojos, ser Barristan leía duda, confusión y un miedo incipiente: no sabía combatir contra un hombre con armadura. El luchador de las arenas reanudó el ataque mientras profería un grito, como si el sonido pudiese acabar con un enemigo que se resistía al acero. El arakh golpeó bajo, luego alto, y bajo de nuevo.

Selmy bloqueó los golpes que iban dirigidos a la cabeza y dejó que la armadura se encargase del resto mientras, con la espada, le rajó la mejilla al luchador de la oreja a la boca y le trazó un corte rojo y descarnado a lo largo del pecho. Aunque de las heridas de Khrazz manaba sangre, solo habían conseguido enfurecerlo; cogió el brasero con la mano libre y lo lanzó contra los pies de Selmy, esparciendo una lluvia de ascuas y carbón recalentado que ser Barristan esquivó de un salto. Khrazz le lanzó un golpe al brazo y acertó, pero el arakh solo consiguió descascarillar el esmalte endurecido antes de chocar con el acero.

—En el reñidero te habrías quedado sin brazo, viejo.

—No estamos en las arenas de combate.

—¡Quítate esa armadura!

—No es tarde para que depongáis el acero. Rendíos.

—¡Muere! —escupió Khrazz. Pero cuando levantó el arakh, la punta se enganchó en un tapiz. Esa era la oportunidad que esperaba ser Barristan: de un tajo, le abrió el vientre al luchador y rechazó el arakh que había liberado de un tirón. A continuación acabó con él de una rápida estocada al corazón, mientras las entrañas se le salían del cuerpo como un nido de anguilas aceitosas.

Las alfombras de seda del rey habían quedado llenas de sangre y vísceras. Selmy retrocedió un paso; la espada que llevaba en la mano estaba teñida de rojo hasta la mitad. Las alfombras comenzaban a humear aquí y allá, donde habían caído las brasas dispersas.

—No temas —dijo al oír los sollozos de la pobre Qezza—. No voy a hacerte daño, pequeña. Solo he venido a por el rey.

Limpió la espada en una cortina y entró en la alcoba, donde Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su noble nombre, gimoteaba escondido tras un tapiz.

—Por favor —le rogó—, no quiero morir.

—Pocos hombres lo desean, pero todos mueren. —Ser Barristan enfundó la espada y ayudó a Hizdahr a incorporarse—. Venid, os escoltaré a una celda. —A aquellas alturas, las bestias de bronce ya habrían desarmado a Piel de Acero—. Os mantendremos prisionero hasta el regreso de la reina; si no hay pruebas contra vos, os doy mi palabra de caballero de que no sufriréis daño alguno. —Tomó al rey del brazo y lo sacó de la habitación. Se sentía extrañamente aturdido, como borracho.

«Fui miembro de la Guardia Real. ¿En qué me he convertido ahora?».

Miklaz y Draqaz, que habían regresado con el vino de Hizdahr, se quedaron ante la puerta abierta, sosteniendo las jarras contra el pecho y mirando el cadáver de Khrazz con los ojos muy abiertos. Qezza seguía llorando, y Jezhene había ido a consolarla; abrazada a la pequeña, le acariciaba el pelo. Detrás de ellas, otros coperos los observaban.

—Adoración —titubeó Miklaz—, el noble Reznak mo Reznak me pide que os diga que vayáis inmediatamente. —El chico se dirigía al rey como si ser Barristan no estuviese allí, como si no hubiese un muerto despatarrado en la alfombra y la sangre que le había dado vida no se extendiera en un charco rojo por la seda.

«Se suponía que Skahaz iba a tomar a Reznak bajo custodia hasta que estuviésemos seguros de su lealtad. ¿Algo habrá salido mal?».

—¿Qué vaya adonde? —preguntó ser Barristan al chico—. ¿Adónde quiere el senescal que vaya su alteza?

—Afuera. —Miklaz pareció verlo por primera vez—. Afuera, a la t-t-terraza. A ver…

—A ver ¿qué?

—D-d-dragones. Los dragones están sueltos.

«Que los Siete nos amparen», pensó el anciano caballero.