En un mar negro, bajo una luna de plata, la Flota de Hierro cayó sobre su presa.
La avistaron en los estrechos que separaban la isla de los Cedros de las colinas rocosas de la costa astapori, tal como había predicho Morroqo, el sacerdote negro.
—¡Ghiscarios! —gritó Longwater Pyke desde la cofa.
En el castillo de proa, Victarion Greyjoy observaba la vela del barco; se iba haciendo más grande. No tardaría en oír el movimiento rítmico de los remos y divisar a la luz de la luna la larga estela blanca que dejaba a su paso, como una cicatriz que cruzara el mar.
«No es un navío de guerra —advirtió—. Es una galera mercante, de las grandes». Sería un buen trofeo. Hizo una seña a sus capitanes para que empezara la persecución. Abordarían el barco y se harían con él.
Para entonces, el capitán de la galera ya se había apercibido del peligro. Viró al oeste, poniendo proa a la isla de los Cedros, quizá buscando refugio en alguna cala oculta o con la esperanza de arrastrar a sus perseguidores contra las rocas dentadas que sobresalían a lo largo de la costa noreste, pero transportaba mucha carga, y los hijos del hierro tenían el viento a favor. El Dolor y el Victoria de Hierro interceptaron a su presa, mientras que el veloz Gavilán y el ágil Danzarín del Dedo se dispusieron tras ella. Ni siquiera entonces arrió sus estandartes el capitán ghiscario. Cuando el Lamento se situó a la altura del trofeo, raspándole el casco de babor y destrozándole los remos, los dos navíos se encontraban ya tan cerca de las ruinas malditas de Gohzai que les llegaba el parloteo de los monos, mientras la primera luz del alba se derramaba sobre las pirámides derruidas de la ciudad.
Amanecer Ghiscario: así se llamaba su trofeo, según le dijo a Victarion el capitán de la galera cuando lo llevaron encadenado ante él. Había partido del Nuevo Ghis y volvía por Yunkai después de comerciar en Meereen. No hablaba ninguna lengua civilizada, solo el ghiscario: gutural, todo gruñidos y silbidos; era el idioma más espantoso que Victarion Greyjoy hubiera oído jamás. Morroqo tradujo las palabras del capitán a la lengua común de Poniente. Según afirmaba, la guerra por Meereen ya tenía un vencedor. La reina dragón había muerto, y un noble ghiscario llamado Hizdahr gobernaba la ciudad.
Victarion hizo que le arrancaran la lengua por mentiroso. Morroqo le había asegurado que Daenerys Targaryen seguía con vida. R’hllor, su dios rojo, se la había mostrado en sus llamas sagradas. El capitán del hierro no toleraba las mentiras, de modo que ordenó que ataran de pies y manos al capitán ghiscario y lo arrojasen por la borda como sacrificio al Dios Ahogado.
—Tu dios rojo recibirá lo suyo —le prometió a Morroqo—, pero los mares son el dominio del Dios Ahogado.
—No hay más dioses que R’hllor y el Otro, aquel cuyo nombre no se debe pronunciar.
Toda la indumentaria del sacerdote brujo era negra, salvo por los detalles de hilo dorado en el cuello, las mangas y el dobladillo. No había tela roja a bordo del Victoria de Hierro, pero no resultaba apropiado que Morroqo siguiera luciendo los harapos estropeados por la sal que llevaba cuando el Cobaya lo rescató del mar, así que Victarion ordenó a Tom Tidewood que le confeccionara ropa nueva con lo que tuviera a mano, e incluso ofreció algunas de sus túnicas para tal fin. Eran doradas y negras, pues el escudo de la casa Greyjoy mostraba un kraken dorado sobre campo de sable, y los estandartes y las velas de sus barcos tenían los mismos colores. Las túnicas escarlata de los sacerdotes rojos resultaban chocantes para los hijos del hierro, pero Victarion albergaba la esperanza de que sus hombres tolerasen mejor a Morroqo cuando luciese los colores de los Greyjoy.
Pero sus esperanzas demostraron ser vanas. Vestido de negro de pies a cabeza y con la máscara de llamas rojas y anaranjadas tatuada, el sacerdote resultaba aún más siniestro. La tripulación lo rehuía cuando caminaba por cubierta, y los hombres escupían cuando su sombra los rozaba por casualidad. Incluso el Cobaya, que había rescatado al sacerdote rojo, presionaba a Victarion para que se lo ofreciese al Dios Ahogado.
Pero Morroqo, a diferencia de los hombres del hierro, conocía aquellas costas extrañas, así como los secretos de los dragones.
«Ojo de Cuervo se rodea de hechiceros; ¿por qué voy a ser menos?». Su brujo negro era más poderoso que los tres de Euron juntos, incluso aunque los metiese en un caldero y los fundiese para convertirlos en uno. El Pelomojado no estaría de acuerdo, pero Aeron y sus beaterías estaban muy lejos de allí. Victarion apretó el puño de la mano quemada.
—Amanecer Ghiscario no es nombre digno de un barco de la Flota de Hierro. Por ti, hechicero, lo rebautizaré Cólera del Dios Rojo.
—Como diga el capitán. —El hechicero inclinó la cabeza, y la Flota de Hierro volvió a contar con cuarenta y cinco barcos.
Al día siguiente los sorprendió una borrasca. Morroqo también lo había predicho. Cuando escampó, descubrieron que tres barcos habían desaparecido. Victarion no tenía forma de saber si habían naufragado o encallado, o si el viento los había alejado de su ruta.
—Saben adonde nos dirigimos —dijo a su tripulación—. Si se mantienen a flote, volveremos a reunirnos. —No tenía tiempo para esperar a los rezagados; su futura esposa se encontraba rodeada de enemigos.
«La mujer más bella del mundo necesita mi hacha con urgencia».
Además, Morroqo le aseguró que los tres barcos seguían a flote. Todas las noches, el sacerdote brujo encendía una hoguera en el castillo de proa del Victoria de Hierro y caminaba alrededor de las llamas, entonando oraciones. El fuego arrancaba a su piel negra un brillo de ónice pulido y, en ocasiones, Victarion habría jurado que las llamas que tenía tatuadas también bailaban, retorciéndose y enroscándose, fundiéndose entre sí, mientras sus colores cambiaban con cada movimiento de la cabeza del sacerdote.
—El sacerdote negro está invocando demonios para que vengan a por nosotros —comentó un remero. Cuando Victarion se enteró, hizo que lo azotaran cruelmente hasta dejarlo en carne viva de los hombros a las nalgas.
—Vuestras ovejas descarriadas volverán al redil frente a la costa de la isla llamada Yaros —le dijo Morroqo.
—Reza para que sea así, sacerdote —replicó el capitán—. Si no, puede que seas el próximo en probar el látigo.
El mar relucía azul y verde, y el sol brillaba deslumbrante desde un cielo azul y despejado, cuando la Flota de Hierro se hizo con su segundo trofeo, al noroeste de Astapor.
En aquella ocasión se trataba de una coca myriense, la Paloma, que iba de camino a Yunkai pasando por el Nuevo Ghis cargada de alfombras, vinos verdes dulces y encaje de Myr. El capitán poseía un ojo myriense que hacía que las cosas lejanas parecieran estar más cerca; se trataba de dos lentes de vidrio encajadas en una serie de tubos de latón dispuestos ingeniosamente, de forma que cada sección se podía introducir en la siguiente, hasta que el ojo quedaba del largo de una daga. Victarion reclamó aquel tesoro para sí, rebautizó la coca como Alcaudón y decretó que se retendría a la tripulación para exigir su rescate. No eran esclavos ni esclavistas, sino myrienses libres y marineros curtidos. Los hombres como aquellos valían su peso en oro. La Paloma había partido de Myr, así que no les aportó ninguna novedad sobre Meereen ni sobre Daenerys, únicamente noticias trasnochadas sobre los jinetes dothrakis que seguían el curso del Rhoyne, la Compañía Dorada, que se había puesto en marcha, y otras cosas que Victarion ya sabía.
—¿Qué ves? —preguntó aquella noche a su sacerdote negro, que contemplaba la hoguera nocturna—. ¿Qué nos espera mañana? ¿Más lluvias? —Le parecía que olía a lluvia.
—Cielos grises y vendavales —respondió Morroqo—. Nada de lluvia. Por detrás vienen los tigres. Por delante, vuestro dragón os aguarda.
«Vuestro dragón». A Victarion le gustó cómo sonaba.
—Dime algo que no sepa, sacerdote.
—El capitán ordena y yo obedezco —dijo Morroqo. La tripulación lo llamaba la Llama Negra; era el nombre que le había puesto Steffar el Tartamudo, porque no conseguía pronunciar «Morroqo». Lo llamasen como lo llamasen, el sacerdote tenía poderes—. Aquí, la línea de la costa va de este a oeste. Cuando gire hacia el norte os encontraréis dos liebres más. Veloces, con muchas patas.
Y así fue. En aquella ocasión las presas resultaron ser dos galeras alargadas, elegantes y veloces. Ralf el Cojo fue el primero en avistarlas, pero pronto dejaron atrás al Pesar y al Vana Esperanza, así que Victarion envió tras ellas el Ala de Hierro, el Gavilán y el Beso del Kraken, sus tres barcos más rápidos. La persecución duró gran parte del día, pero al final, las galeras fueron abordadas y conquistadas, tras combates breves pero enconados. Victarion se enteró de que viajaban sin carga, rumbo al Nuevo Ghis, con el fin de aprovisionarse de suministros y armas para las legiones ghiscarias acampadas frente a Meereen… y para llevar a guerrear a nuevos legionarios que reemplazaran a los caídos.
—¿Caídos en combate? —preguntó Victarion. Las tripulaciones de las galeras lo negaron: las muertes se debían a un brote de colerina sangrienta. La yegua clara, la llamaban. Y al igual que el capitán del Amanecer Ghiscario, los capitanes de las galeras insistieron en mentir y afirmaron que Daenerys Targaryen había muerto.
—Dadle un beso de mi parte en el infierno en que os la encontréis —les dijo Victarion. Pidió su hacha y los decapitó allí mismo. Después ejecutó también al resto de la tripulación, salvo a los esclavos encadenados a los remos. Victarion en persona rompió las cadenas y les anunció que, desde aquel momento, eran libres y que tendrían el privilegio de remar para la Flota de Hierro, un honor con el que soñaba todo muchacho de las Islas del Hierro.
—La reina dragón libera esclavos y lo mismo hago yo —proclamó.
A las galeras las rebautizó como Fantasma y Espectro.
—Porque pretendo volver y aterrorizar a esos yunkios —le dijo aquella noche a la mujer de piel oscura, después de utilizarla para su placer. Ya estaban cerca, más cerca cada día—. Caeremos sobre ellos como un relámpago —dijo mientras le pellizcaba un pecho. ¿Sería eso lo que sentía su hermano Aeron cuando le hablaba el Dios Ahogado? Casi le parecía oír la voz del Dios emergiendo de las profundidades del mar. «Me servirás bien, capitán —susurraban las olas—. Para eso te creé».
Pero también alimentaba al dios rojo, el dios del fuego de Morroqo. El brazo que le había curado el sacerdote tenía un aspecto grotesco, como una corteza dura y quebradiza desde el codo hasta la punta de los dedos. A veces, cuando cerraba el puño, la piel se partía y humeaba, pero el brazo de Victarion tenía más fuerza que nunca.
—Dos dioses son mejores que uno —le comentó a la mujer de piel oscura—. Ningún enemigo es rival para dos dioses. —Después, la tumbó sobre la espalda y volvió a poseerla.
Cuando los acantilados de Yaros aparecieron por las amuras de babor, Victarion se encontró con sus tres barcos perdidos esperándolo, tal como prometió Morroqo. Le entregó un torque de oro a modo de recompensa.
Había llegado el momento de tomar una decisión: podía arriesgarse por los estrechos o hacer que la Flota de Hierro rodease la isla. El recuerdo de Isla Bella seguía flagelando la memoria del capitán del hierro. Stannis Baratheon había descendido a la vez desde el norte y el sur sobre la Flota de Hierro, mientras esta se encontraba atrapada en el canal que separaba la isla del continente. Aquella fue la derrota más abrumadora que Victarion había sufrido jamás. Pero tardarían días en rodear Yaros, y el tiempo apremiaba. Con Yunkai tan cerca, quizá resultase dura la travesía de los estrechos, pero no esperaba encontrarse con navíos de guerra yunkios hasta estar más cerca de Meereen.
«¿Qué haría Ojo de Cuervo?». Meditó sobre aquello durante un rato; después hizo una seña a sus capitanes.
—Cruzaremos los estrechos.
Consiguieron tres trofeos más antes de que Yaros desapareciera tras sus popas. Una gran galeaza fue presa del Cobaya y el Dolor, y una galera mercante cayó en manos de Manfiryd Merlyn y su Milano. Las bodegas estaban repletas de mercancía: vinos, sedas, especias, maderas extrañas y perfumes aún más extraños, pero el auténtico botín eran los propios barcos. Ese mismo día, el Siete Cráneos y el Perdición de la Esclavitud apresaron un queche pesquero. Era un trasto pequeño, lento y sucio que ni merecía la pena abordar. Victarion se mostró contrariado al enterarse de que habían sido necesarios dos barcos para reducir a los pescadores, pero gracias a ellos se enteró de que el dragón negro había regresado.
—La reina de plata se ha ido —le dijo el capitán del queche—. Se marchó volando sobre su dragón, más allá del mar dothraki.
—¿Dónde está ese mar dothraki? —exigió saber—. Lo atravesaré con mi Flota de Hierro y encontraré a la reina donde quiera que se encuentre.
—Eso sí que me gustaría verlo —rio el pescador—. El mar dothraki es de hierba, idiota.
No debería haber dicho aquello. Victarion lo cogió por el cuello con la mano quemada, lo levantó a pulso, lo empotró contra el mástil y apretó hasta que el rostro del yunkio se puso tan negro como los dedos que se le hundían en la carne. Pataleó y se debatió durante unos instantes, tratando en vano de librarse de la presa del capitán.
—Nadie llama idiota a Victarion Greyjoy y vive para alardear de ello.
Cuando abrió la mano, el cuerpo inerte del hombre se desplomó en la cubierta. Longwater Pyke y Tom Tidewood lo lanzaron por la borda: una ofrenda más para el Dios Ahogado.
—Vuestro Dios Ahogado es un demonio —dijo Morroqo después—. No es más que un siervo del Otro, el dios oscuro, aquel cuyo nombre no se debe pronunciar.
—Cuidado, sacerdote —le advirtió Victarion—. En este barco hay hombres devotos que te arrancarían la lengua por proferir semejantes blasfemias. Tu dios rojo tendrá lo que merece, lo juro. Mi palabra es hierro; pregunta a cualquiera de mis hombres.
—No será necesario. —El sacerdote negro inclinó la cabeza—. El Señor de Luz me ha mostrado vuestra valía, lord capitán. Todas las noches atisbo en mis fuegos la gloria que os aguarda.
Aquellas palabras complacieron enormemente a Victarion Greyjoy, tal como le contó aquella noche a la mujer de piel oscura.
—Mi hermano Balon era un gran hombre —dijo—, pero yo conseguiré lo que él no logró. Las Islas del Hierro serán libres de nuevo, y reinstauraremos las antiguas costumbres. Ni siquiera Dagon lo consiguió.
Aunque ya habían pasado casi cien años desde que Dagon Greyjoy ocupara el Trono de Piedramar, los hijos del hierro seguían relatando anécdotas sobre sus incursiones y sus batallas. En la época de Dagon, el Trono de Hierro estaba ocupado por un rey débil que tenía sus legañosos ojos puestos al otro lado del mar Angosto, donde bastardos y exiliados planeaban una rebelión. Así, lord Dagon partió de Pyke para hacer suyo el mar del Ocaso.
—Se enfrentó al león en su propio terreno y le anudó la cola al lobo huargo, mas ni siquiera Dagon pudo derrotar a los dragones. Pero yo haré mía a la reina dragón. Compartirá mi lecho y me dará muchos y poderosos hijos.
A la caída de la noche, la Flota de Hierro contaba con sesenta barcos.
Las velas extrañas se volvieron cada vez más frecuentes al norte de Yaros. Se encontraban muy cerca de Yunkai, y la costa que se extendía entre la Ciudad Amarilla y Meereen estaría rebosante de mercaderes y barcos de provisiones yendo y viniendo, así que Victarion dirigió la Flota de Hierro hacia aguas más profundas, para impedir que la avistaran desde tierra. Incluso allí se toparían con otros navíos.
—No dejéis que se escapen y alerten a nuestros enemigos —ordenó el capitán del hierro. Ninguno escapó.
El mar estaba verde, y el cielo, gris, la mañana en que el Dolor y el Moza Guerrera capturaron una galera esclavista procedente de Yunkai, que se dirigía al norte de la Ciudad Amarilla. En sus bodegas se apiñaban veinte muchachos perfumados y ochenta muchachas, todos destinados a las casas de placer de Lys. A la tripulación ni se le había pasado por la cabeza que se encontraría con semejante amenaza en sus propias aguas, y los hijos del hierro tuvieron pocas dificultades para hacerse con el barco, al que llamaron Doncella Dispuesta.
Victarion pasó por la espada a los esclavistas y envió a sus hombres a las bodegas para que desencadenaran a los remeros.
—Ahora remáis para mí. Remad con fuerza y prosperaréis. —A las chicas las repartió entre sus capitanes—. Los lysenos os habrían convertido en putas —les dijo—, pero nosotros os hemos salvado. Ahora solo tendréis que servir a un hombre, no a muchos. Aquellas que satisfagan a sus capitanes serán tomadas como esposas de sal, todo un honor.
A los chicos perfumados los cargó de cadenas y los arrojó al mar. Eran criaturas antinaturales, y el barco olió mejor una vez purgado de su presencia.
Victarion reclamó para sí a las siete muchachas más apetecibles. Una tenía el pelo cobrizo y las tetas pecosas; otra estaba totalmente afeitada; otra tenía el pelo castaño y los ojos marrones, y era tímida como un ratón; otra tenía los pechos más grandes que hubiera visto nunca. La quinta era una cosita menuda, de cabello negro liso, piel dorada y ojos ambarinos. La sexta era blanca como la leche, y llevaba anillos dorados en los pezones y los labios del sexo. La séptima era negra cual tinta de calamar. Los esclavistas de Yunkai las habían instruido en el camino de los siete suspiros, pero Victarion no las quería para eso. La mujer de piel oscura le bastaba para satisfacer sus apetitos hasta que llegara a Meereen y reclamara a su reina. Ningún hombre necesitaba velas cuando el sol lo aguardaba.
Cambió el nombre de la galera por Grito del Esclavista, y así, la Flota de Hierro pasó a contar con sesenta y un navíos.
—Cada barco que capturamos nos hace más fuertes —anunció Victarion a los hijos del hierro—, pero las cosas se pondrán más difíciles a partir de ahora. Es probable que mañana o pasado nos encontremos con barcos de guerra. Estamos entrando en aguas de Meereen, donde aguardan las flotas de nuestros enemigos. Nos enfrentaremos a barcos de las tres ciudades esclavistas; también de Tolos, de Elyria, del Nuevo Ghis e incluso de Qarth. —Tuvo la precaución de no mencionar las galeras verdes de la Antigua Volantis, que seguramente cruzaban el golfo de las Penas en aquellos momentos—. Esos esclavistas no son nada para nosotros. Ya habéis visto como huyen cuando nos ven; ya habéis oído como chillan cuando los pasamos por la espada. Cada uno de vosotros vale por veinte de ellos, porque solo nosotros estamos hechos de hierro. Recordad esto en cuanto volvamos a divisar las velas de algún esclavista: no deis cuartel ni lo esperéis. ¿Qué necesidad tenemos de clemencia? Somos los hijos del hierro, y dos dioses nos protegen. Nos apoderaremos de sus barcos, aplastaremos sus esperanzas y teñiremos de sangre su bahía.
Un enorme clamor acogió sus palabras. El capitán asintió, con semblante adusto; y luego mandó subir a cubierta a las siete muchachas que había seleccionado, las más hermosas que habían encontrado a bordo de la Doncella Dispuesta. Las besó a todas en las mejillas y les dijo que les esperaba un gran honor, aunque no entendieron ni palabra. Después ordenó que las subieran al queche pesquero que habían capturado, soltaran las amarras y le prendieran fuego.
—Con esta ofrenda de belleza e inocencia honramos a ambos dioses —proclamó mientras los barcos de guerra de la Flota de Hierro pasaban remando junto al queche en llamas—. Que estas jóvenes renazcan en la luz, libres de toda mácula de lujuria terrenal, o que desciendan a las acuosas estancias del Dios Ahogado para disfrutar de festines, bailes y risas hasta que se sequen los mares.
Casi al final, antes de que el mar se tragara el queche humeante, a Victarion Greyjoy le pareció que los gritos de las siete muchachas se convertían en una canción de gozo y dicha. Entonces se levantó un fuerte viento, un viento que hinchó las velas y los empujó velozmente hacia el noreste y luego de nuevo hacia el norte, rumbo a Meereen y a sus pirámides de ladrillos multicolores.
«Vuelo hacia ti sobre las alas de una canción, Daenerys», pensó el capitán del hierro.
Aquella noche pidió por primera vez que le llevaran el cuerno para dragones que había encontrado Ojo de Cuervo en las humeantes tierras baldías de la gran Valyria. Era un objeto retorcido, de dos varas de largo, de un color negro lustroso, adornado con bandas de acero valyrio oscuro y oro bruñido.
«El cuerno infernal de Ojo de Cuervo». Victarion lo recorrió con los dedos. Era tan cálido y suave como las caderas de la mujer de piel oscura, y brillaba tanto que veía el reflejo distorsionado de sus facciones en las negras profundidades. Las bandas que lo rodeaban tenían grabados extraños símbolos arcanos. Morroqo los llamaba glifos valyrios, pero eso era todo lo que sabía Victarion.
—¿Qué pone aquí?
—Muchas cosas. —El sacerdote negro señaló una banda dorada—. Este es el nombre del cuerno: «Yo soy Atadragones». ¿Habéis escuchado su sonido en alguna ocasión?
—Una vez. —Un mestizo de su hermano había hecho sonar el cuerno infernal durante la asamblea de sucesión, en Viejo Wyk. Era un hombre monstruosamente grande de cabeza rapada, y se adornaba los musculosos brazos con brazaletes de oro, azabache y jade; también lucía un enorme halcón tatuado en el pecho—. El sonido que emitió…, no sé cómo explicarlo…, quemaba. Era como si me ardieran los huesos, como si me quemaran la carne desde dentro. Esos símbolos brillaron, primero como fuego rojo y después como fuego blanco, y dolía hasta mirarlos. Parecía que aquel sonido no iba a cesar jamás; era como una especie de aullido sin fin, como mil gritos fundidos en uno.
—¿Qué le ocurrió al hombre que sopló el cuerno?
—Murió. Los labios se le llenaron de ampollas. Su ave también sangraba. —El capitán se golpeó el pecho—. El halcón que llevaba aquí. Todas las plumas supuraban sangre. Me dijeron que el hombre estaba completamente quemado por dentro, pero puede que fuera un cuento.
—Era la verdad. —Morroqo dio la vuelta al cuerno infernal para examinar las extrañas letras que reptaban a lo largo de la segunda banda dorada—. Aquí lo pone: «Ningún mortal me hará sonar y seguirá con vida».
«Los regalos de Euron siempre están envenenados». Victarion caviló con amargura sobre la traición entre hermanos.
—Ojo de Cuervo me juró que este cuerno sometería a los dragones a mi voluntad, pero ¿de qué me sirve si el precio es la muerte?
—Vuestro hermano no hizo sonar el cuerno personalmente. No lo hagáis vos. —Morroqo señaló la banda de acero—. Aquí pone: «Sangre por fuego, fuego por sangre». Da igual quién sople el cuerno; los dragones acudirán a su dueño. Debéis hacerlo vuestro. Con sangre.