El grifo redivivo

Envió por delante a los arqueros.

Balaq el Negro tenía el mando de mil hombres armados con arcos. De joven, Jon Connington sentía hacia los arqueros el mismo desdén que la mayoría de los caballeros, pero el exilio le había enseñado mucho. A su manera, la flecha era tan mortífera como la espada, así que le había insistido a Harry Strickland Sintierra para que dividiera la compañía de Balaq en diez centurias y enviara una en cada barco para el largo viaje.

Seis de aquellos barcos habían conseguido permanecer juntos lo suficiente para descargar a sus pasajeros en las costas del cabo de la Ira. Los volantinos les aseguraban que los otros cuatro se habían retrasado y no tardarían en llegar, pero Grif pensaba que también podían haberse hundido, o haber tomado tierra en otro lugar. De momento, la compañía contaba con seiscientos arcos. Para aquello, le habría bastado con doscientos.

—Seguro que intentan mandar cuervos —dijo a Balaq el Negro—. Esta es la torre del maestre. —La señaló en el mapa que había dibujado en el barro del campamento—. Hay que vigilarla y abatir cualquier pájaro que salga del castillo.

—Se hará —replicó el isleño del verano.

Un tercio de los hombres de Balaq usaba ballestas; otro tercio, los arcos de doble curva, de cuerno y tendón, típicos de oriente. Pero los mejores eran los arcos largos de tejo que preferían los arqueros de sangre ponienti, y entre ellos, los más codiciados eran los grandes arcos de aurocorazón que usaban Balaq y sus cincuenta isleños del verano. Las únicas flechas que llegaban más lejos que las de un arco de aurocorazón eran las de un arco de huesodragón. Pero independientemente de su arma, todos los arqueros de Balaq eran veteranos con ojos de águila que ya habían demostrado su valía en un centenar de batallas, ataques y escaramuzas. Volvieron a demostrarla en el Nido del Grifo.

El castillo se alzaba en el cabo de la Ira, un grupo de riscos elevados de piedra rojiza rodeados por tres lados por las aguas agitadas de la bahía de los Naufragios. En la única vía de acceso había una torre de entrada, frente a la cual se encontraba el risco alargado y yermo que los Connington llamaban el Gaznate del Grifo. Si se arriesgaban a pasar por allí, correría sangre, porque el puente natural estaba expuesto a los ataques de las lanzas, piedras y flechas de los defensores situados en las dos torres redondas que flanqueaban en la entrada principal del castillo. Y cuando llegaran a aquellas puertas, les echarían aceite hirviendo desde dentro. Grif daba por hecho que perderían un centenar de hombres, tal vez más.

Perdieron cuatro.

Se había permitido que el bosque engullera los prados que llegaban a la torre de entrada, de modo que a Franklyn Flores le bastó con camuflarse en la maleza para presentarse con sus hombres a veinte pasos de las puertas, antes de salir de entre los árboles con el ariete que habían preparado en el campamento. El crujido de la madera contra la madera hizo que dos hombres se asomaran a las almenas; los arqueros de Balaq el Negro los derribaron antes de que tuvieran tiempo de frotarse los ojos somnolientos. Resultó que la puerta estaba cerrada, pero no atrancada, y cedió al segundo golpe, de manera que los hombres de ser Franklyn ya habían recorrido medio Gaznate antes de que el cuerno de guerra diera la señal de alarma en el castillo.

El primer cuervo salió de la torre cuando los arpeos ya pasaban sobre el muro exterior, seguido por el segundo momentos más tarde. Ningún pájaro llegó a volar cien pasos antes de que lo abatieran las flechas. Un guardia volcó un cubo de aceite sobre los primeros hombres que llegaron ante las puertas, pero como no había tenido tiempo de calentarlo, el recipiente causó más daño que el contenido. Pronto se oyó la canción de las espadas en media docena de lugares a lo largo de las almenas. Los hombres de la Compañía Dorada se encaramaron a los adarves al grito de «¡Un grifo! ¡Un grifo!», el grito de batalla ancestral de la casa Connington, lo que sin duda confundió aún más a los defensores.

Todo terminó en cuestión de minutos. Grif recorrió el Gaznate a lomos de un corcel blanco, al lado de Harry Strickland Sintierra. Cuando se aproximaba, un tercer cuervo salió volando de la torre del maestre, pero lo abatió Balaq el Negro en persona.

—Ni un mensaje más —dijo a Franklyn Flores en el patio.

Lo siguiente en salir volando por la ventana de la torre fue el maestre, que agitaba tanto los brazos que casi parecía un pájaro más.

Aquello puso fin a cualquier resistencia, y los guardias que quedaban depusieron las armas. De esa manera, Jon Connington recuperó el Nido del Grifo y volvió a ser su señor.

—Ser Franklyn —ordenó—, id al torreón principal y a las cocinas, y que salga todo el mundo. Malo, lo mismo con la torre del maestre y la armería. Ser Brendel, los establos, el septo y los barracones. Quiero que todos salgan al patio y que no haya ninguna matanza. No olvidéis mirar bajo el altar de la Madre; hay una escalera oculta que lleva a un refugio secreto. Hay otra bajo la torre noroeste; esa baja hasta el mar. ¡Que no escape nadie!

—Nadie escapará, mi señor —prometió Franklyn Flores.

Connington esperó a que se alejaran y llamó al Mediomaestre.

—Haldon, hazte cargo de los pájaros. Esta noche tendré que enviar mensajes.

—Espero que nos hayan dejado algún cuervo.

Hasta Harry Strickland se había quedado impresionado por la rapidez de su victoria.

—No esperaba que fuera tan fácil —comentó el capitán general mientras entraban en el salón principal para ver el Trono del Grifo, de madera tallada chapada de oro, donde se habían sentado y habían gobernado cincuenta generaciones de la familia Connington.

—Ya vendrá lo difícil. Por ahora hemos ido cogiéndolos por sorpresa, pero eso se acabará más tarde o más temprano, aunque Balaq el Negro acabe con el último cuervo del reino.

Strickland examinó los tapices descoloridos de las paredes, las ventanas de medio punto con sus vidrieras de miles de rombos rojos y blancos, y las astilleras de lanzas, espadas y martillos de guerra.

—Pues que vengan. Podemos defender este lugar contra un ejército que supere veinte veces en número al nuestro; solo hacen falta suficientes provisiones. También dijisteis que se podía entrar y salir por mar, ¿verdad?

—Sí, hay una cala oculta bajo el risco, que aparece con la marea baja. —Pero Connington no tenía la menor intención de dejar «que vengan». El Nido del Grifo era fuerte, pero pequeño, y mientras estuvieran allí, ellos también parecerían pequeños. Cerca había otro castillo mucho más grande e inexpugnable. «Si lo tomamos, el reino se tambaleará»—. Disculpadme un momento, capitán general. Mi señor padre está enterrado bajo el septo, y hace ya demasiados años que no rezo por él.

—Por supuesto, mi señor.

Pero, cuando se separaron, Jon Connington no fue al septo, sino que se encaminó hacia el tejado de la torre este, la más alta del Nido del Grifo. Mientras subía, recordó las veces que había realizado aquel ascenso, un centenar con su señor padre, que gustaba de contemplar desde allí el bosque, los riscos y el mar, sabiendo que todo lo que veía pertenecía a la casa Connington; y una vez, una tan solo, con el príncipe Rhaegar Targaryen, cuando volvía de Dorne, se alojó allí, junto con su escolta, durante quince días.

«Qué joven era entonces, y yo era más joven aún. Unos críos, los dos. —En el banquete de bienvenida, el príncipe tocó para ellos con su arpa de cuerdas de plata—. Una canción de amor desdichado —recordó Jon Connington—. Cuando acabó, no había en la sala una mujer con los ojos secos». Los hombres, en cambio, no lloraron, y menos su padre, que solo sentía amor por las tierras. Lord Armond Connington se pasó toda la velada tratando de atraer al príncipe a su bando en la disputa que mantenía con lord Morrigen.

La puerta que daba al tejado de la torre estaba tan atascada que era obvio que no se había abierto en muchos años. Tuvo que apoyar el hombro y empujar con todas sus fuerzas para hacerla ceder, pero cuando finalmente consiguió salir a las almenas, el paisaje era tan embriagador como recordaba: el risco, con sus rocas esculpidas por el viento; el mar, que rompía rugiente contra la base del castillo, como una bestia incansable; leguas y leguas de cielo y nubes; el bosque, con sus colores otoñales.

—Las tierras de tu padre son hermosas —había dicho el príncipe Rhaegar allí, en el mismo lugar donde se encontraba Jon Connington en aquel momento.

—Algún día serán mías —respondió el niño que había sido.

«Como si con eso fuera a impresionar a un príncipe, al heredero de todo el Reino, desde el Rejo hasta el Muro».

El Nido del Grifo le perteneció, pero tan solo unos pocos años. Desde aquel lugar, Jon Connington había gobernado sobre tierras que se extendían a lo largo de leguas y leguas hacia el oeste, el norte y el sur, igual que su padre y el padre de su padre. Pero ni su padre ni el padre de su padre habían perdido jamás sus dominios, y él sí.

«Subí demasiado, amé con demasiada pasión, fui demasiado osado. Intenté alcanzar una estrella, no llegué y caí».

Tras la batalla de las Campanas, cuando Aerys Targaryen, en un demencial ataque de ingratitud y desconfianza, lo desposeyó de todos sus títulos y lo mandó al exilio, las tierras y el señorío permanecieron en manos de la familia Connington y pasaron a su primo ser Ronald, a quien Jon había nombrado castellano cuando se marchó a Desembarco del Rey para acompañar al príncipe Rhaegar. Más tarde, tras la guerra, Robert Baratheon había terminado de destruir a los grifos. A su primo Ronald se le permitió conservar el castillo y la cabeza, pero no el señorío, y desde entonces no era más que el caballero del Nido del Grifo; también le arrebataron nueve décimas partes de sus tierras para distribuirlas entre los señores vecinos que habían apoyado a Robert.

Ronald Connington había muerto años atrás, y el actual caballero del Nido del Grifo, su hijo Ronnet, había partido a la guerra en las tierras de los ríos, según se decía. Mejor que mejor. Jon Connington sabía que la gente luchaba por aquello que creía suyo, aunque lo hubiera obtenido mediante el robo, y lo último que deseaba era celebrar su regreso matando a la sangre de su sangre. El padre de Ronnet el Rojo se había apresurado a aprovecharse de la caída en desgracia de su señor primo, pero por aquel entonces, Ronnet no era más que un niño. Jon Connington ya ni siquiera detestaba al difunto ser Ronald tanto como antaño. Al fin y al cabo, él había tenido la culpa. Él era quien lo había perdido todo en Septo de Piedra, por su arrogancia.

Jon Connington sabía que Robert Baratheon, solo y herido, se escondía en la ciudad, y sabía también que la cabeza de Robert en la punta de una lanza habría zanjado la rebelión de inmediato. Era joven y altanero, ¿cómo no iba a serlo? El rey Aerys lo había nombrado mano y había puesto un ejército a sus órdenes, y él estaba decidido a demostrar que era digno de aquella confianza y del afecto de Rhaegar. Él en persona mataría al rebelde, y todas las historias de los Siete Reinos hablarían de él.

De modo que avanzó hacia Septo de Piedra, cercó la ciudad y ordenó un registro. Sus caballeros fueron casa por casa, derribaron todas las puertas, registraron todas las bodegas e incluso recorrieron a gatas las cloacas, pero Robert los eludió. Los habitantes lo apoyaban y lo pasaban de un escondrijo a otro, siempre un paso por delante de los hombres del rey. La ciudad entera era un nido de traidores. Al final, el usurpador acabó escondido en un burdel. ¿Qué rey se escondería tras faldas de mujeres? Pero mientras proseguía la búsqueda, Eddard Stark y Hoster Tully llegaron a Septo de Piedra con un ejército rebelde. Luego llegaron las campanas y la batalla, y Robert salió del burdel con una espada en la mano y estuvo a punto de matar a Jon en los peldaños del antiguo septo que daba nombre a la ciudad.

Después de aquello, Jon Connington se dijo durante muchos años que no había sido culpa suya, que había hecho todo lo humanamente posible. Registró cada agujero de cada choza, ofreció indultos y recompensas, colgó a rehenes en jaulas y juró que no les daría comida ni bebida hasta que le entregaran a Robert. No sirvió de nada.

—Ni Tywin Lannister en persona habría podido hacer más —le insistió una noche a Corazón Negro durante su primer año de exilio.

—En eso te equivocas —replicó Myles Toyne—. Lord Tywin no se habría molestado en buscar a Robert. Habría quemado la ciudad con todo el mundo dentro: hombres, niños, bebés, nobles, santos septones, cerdos, putas, ratas y rebeldes. No habría dejado a uno con vida. Luego, cuando el fuego se hubiera apagado y solo quedaran cenizas y brasas, habría mandado a sus hombres a buscar los huesos de Robert Baratheon. Y al final, cuando hubieran llegado Stark y Tully, les habría ofrecido el indulto real y los dos lo habrían aceptado para luego volver a casa con el rabo entre las piernas.

«Estaba en lo cierto —reflexionó Jon Connington, apoyado en las almenas de sus antepasados—. Yo quería la gloria de matar a Robert en combate singular, y no que se me recordara como a un carnicero. Y por eso, Robert se me escapó y detuvo a Rhaegar en el Tridente».

—Le fallé al padre, pero no fallaré al hijo —murmuró.

Cuando Connington volvió abajo, sus hombres ya habían agrupado en el patio a la guarnición del castillo y a los aldeanos supervivientes. Era cierto que ser Ronnet había partido al norte con Jaime Lannister, pero aún quedaban grifos en el Nido: entre los prisioneros estaban Raymund, el hermano pequeño de Ronnet; su hermana Alynne, y Ronald Tormenta, su hijo bastardo, un muchacho de pelo rojo como las llamas; todos ellos rehenes muy útiles si Ronnet el Rojo volvía y trataba de recuperar el castillo que había robado su padre. Connington ordenó que los confinaran en la torre oeste y apostaran guardias en la puerta. Al oírlo, la chica se echó a llorar, y el bastardo intentó morder al lancero que tenía más cerca.

—Parad los dos —espetó—. No os pasará nada, a menos que Ronnet el Rojo resulte ser un perfecto idiota.

De todos los prisioneros, solo unos pocos vivían allí cuando Jon Connington era el señor del castillo: un viejo sargento tuerto; un par de lavanderas; un encargado de caballerizas que era mozo de cuadra en tiempos de la Rebelión de Robert; el cocinero, que había engordado monstruosamente, y el maestro armero. Grif había vuelto a dejarse barba durante el viaje, por primera vez en muchos años, y para su sorpresa, le había salido casi toda roja, aunque había cenizas en medio del fuego. Ataviado con la larga túnica roja y blanca que lucía los dos grifos enfrentados de su casa bordados, parecía el mismo señor que fuera amigo y compañero del príncipe Rhaegar, solo que más viejo y curtido. Pero los habitantes del Nido del Grifo seguían mirándolo sin identificarlo.

—Algunos ya me conocéis —les dijo—. Los demás aprenderéis pronto. Soy vuestro señor legítimo y he vuelto del exilio. Mis enemigos os habrán dicho que estoy muerto. Como podéis ver, es mentira. Servidme con la misma lealtad con que habéis servido a mi primo, y no os pasará nada.

Fue pidiéndoles uno a uno que se adelantaran, les preguntó cómo se llamaban y les ordenó que se arrodillaran para jurarle lealtad. Todo transcurrió muy deprisa. Solo habían sobrevivido al ataque cuatro soldados de la guarnición, el viejo sargento y tres muchachos, y todos depositaron la espada a sus pies. Nadie se negó. Nadie murió.

Aquella noche, los vencedores celebraron un banquete en el que devoraron carne asada y pescado fresco, todo regado con los excelentes tintos de las bodegas del castillo. Jon Connington presidió desde el Trono del Grifo y compartió la mesa con Harry Strickland Sintierra, Balaq el Negro, Franklyn Flores y los tres jóvenes grifos que había tomado prisioneros. Los niños eran sangre de su sangre y quería conocerlos mejor, pero cuando el joven bastardo le anunció que su padre iba a matarlo, decidió que ya los había conocido lo suficiente, ordenó que los llevaran de nuevo a sus celdas y abandonó el banquete.

Haldon Mediomaestre no había acudido. Jon fue a buscarlo a la torre del maestre, donde lo encontró encorvado ante un montón de pergaminos y rodeado de mapas extendidos.

—¿Qué buscáis? ¿El paradero del resto de la compañía?

—Ya me gustaría que estuviera en mi mano, mi señor.

Diez mil hombres habían zarpado de Volon Therys con sus armas, sus caballos y sus elefantes. De momento, ni la mitad había atracado en Poniente, en el lugar de desembarco acordado, un tramo de costa desierta que daba paso a la selva. Jon Connington conocía bien aquellas tierras, pues habían sido suyas.

Unos años antes no se habría atrevido a atracar en el cabo de la Ira; los señores de la tormenta eran muy leales a la casa Baratheon y al rey Robert. Pero todo había cambiado con la muerte de Robert y de su hermano Renly. Stannis era tan brusco y frío que habría inspirado poca lealtad, por no mencionar que estaba a medio mundo de distancia, y la casa Lannister no había hecho gran cosa por ganarse el afecto de las tierras de la tormenta. Además, a Jon Connington no le faltaban amigos allí.

«Los señores más entrados en años me recordarán, y sus hijos habrán oído hablar de mí. Todo el mundo sabe de Rhaegar y de cómo a su hijo le estamparon la cabeza contra una pared».

Por suerte, su barco había sido de los primeros en tomar tierra, con lo que les bastó con levantar un campamento, reunir a los hombres a medida que iban llegando a la orilla y moverse con rapidez para que los señores de la zona no se percataran del peligro. Allí era donde la Compañía Dorada había demostrado su temple. En ningún momento se vieron entorpecidos por el caos que habría surgido inevitablemente con un ejército improvisado de caballeros y levas locales; aquellos hombres eran los herederos de Aceroamargo y habían mamado disciplina.

—Mañana a estas horas deberíamos tener tres castillos —les dijo. Los hombres que habían tomado el Nido del Grifo eran una cuarta parte de su ejército. Ser Tristan Ríos había partido al mismo tiempo que él en dirección al Nido del Cuervo, a la residencia de la casa Morrigen, mientras que Laswell Peake avanzó hacia Aguasmil, la fortaleza de los Wylde, con un ejército comparable a los otros dos. Los demás se habían quedado en el campamento para montar guardia y proteger al príncipe, bajo el mando del jefe de cuentas de la compañía, el volantino Gorys Edoryen. Era de suponer que su número iría en aumento, ya que cada día llegaba algún barco—. Pero seguimos contando con pocos caballos.

—Y no tenemos elefantes —le recordó el Mediomaestre. Ni una de las grandes cocas que transportaban aquellos animales había tocado tierra. Las habían visto por última vez en Lys, antes de la tormenta que había dispersado la mitad de la flota—. En Poniente podemos conseguir más caballos, pero los elefantes…

—No importa. —Las enormes bestias habrían sido muy útiles en una batalla campal, sin duda, pero aún faltaba bastante para que tuvieran las fuerzas necesarias para enfrentarse al enemigo en el campo de batalla—. ¿Os dicen algo útil esos pergaminos?

—Desde luego, desde luego. —Haldon le dedicó una sonrisa con los labios apretados—. A los Lannister no les cuesta nada ganarse enemigos, pero conservar a los amigos no se les da tan bien. A juzgar por lo que he leído, su alianza con los Tyrell se está desmoronando. La reina Cersei y la reina Margaery se pelean por el pequeño rey como dos perras por un hueso de pollo, y se ha acusado a las dos de traición y libertinaje. Mace Tyrell ha abandonado el asedio de Bastión de Tormentas para volver a Desembarco del Rey a salvar a su hija, y solo ha dejado un ejército simbólico para mantener a los hombres de Stannis encerrados en su castillo.

—Seguid. —Connington tomó asiento.

—En el norte, los Lannister dependen de los Bolton, y en las tierras de los ríos, de los Frey. Son dos casas con un largo historial de crueldad y traiciones. Lord Stannis Baratheon sigue en rebeldía, y los hijos del hierro han elegido a otro rey en las islas. El Valle no se menciona en ningún momento, lo que parece indicar que los Arryn no han tomado partido.

—¿Y Dorne? —El Valle estaba muy lejos; Dorne estaba cerca.

—El hijo pequeño del príncipe Doran está prometido a Myrcella Baratheon, lo que parece indicar que los dornienses apoyan a la casa Lannister, pero tienen un ejército apostado en el Sendahueso y otro en el Paso del Príncipe, a la espera.

—A la espera. —Frunció el ceño—. A la espera ¿de qué? —Sin Daenerys ni los dragones, todas sus esperanzas dependían de Dorne—. Escribid a Lanza del Sol. Hay que informar a Doran Martell de que el hijo de su hermana sigue con vida y ha vuelto para recuperar el trono de su padre.

—Como digáis, mi señor. —El Mediomaestre echó una ojeada a otro pergamino—. No podríamos haber llegado en mejor momento. Tenemos amigos y aliados en potencia por todas partes.

—Pero no tenemos dragones —señaló Jon Connington—, así que necesitamos tener algo que ofrecerles para atraerlos a nuestra causa.

—Los incentivos tradicionales son el oro y las tierras.

—Ojalá tuviéramos lo uno o lo otro. Con promesas de oro y tierras convenceremos a algunos, pero Strickland y sus hombres querrán ser los primeros en elegir para quedarse con los mejores terrenos y castillos, los que pertenecieron a sus antepasados antes del exilio. No.

—Mi señor tiene algo más que ofrecer —señaló Haldon Mediomaestre—. La mano del príncipe Aegon: una alianza por matrimonio para atraer a alguna gran casa.

«Una esposa para nuestro amado príncipe. —Jon Connington recordaba demasiado bien la boda del príncipe Rhaegar—. Elia nunca fue digna de él. Ya era frágil y enfermiza, y el parto la debilitó más aún». Tras el nacimiento de la princesa Rhaenys, Elia tuvo que permanecer en cama medio año, y el parto del príncipe Aegon estuvo a punto de matarla. Los maestres comunicaron después al príncipe Rhaegar que no podría volver a concebir.

—Aún es posible que Daenerys Targaryen vuelva algún día —respondió al Mediomaestre—. Aegon debe estar libre para casarse con ella.

—Mi señor sabe qué es lo más adecuado. Pero entonces tenemos que sopesar la posibilidad de ofrecer una recompensa inferior a nuestros posibles amigos.

—¿Por ejemplo?

—Vos. No tenéis esposa. Un gran señor, todavía viril, sin más herederos que esos primos a los que acabamos de desposeer, hijo de una antigua casa, con un buen castillo y muchas tierras fértiles que sin duda le serán devueltas con creces por un rey agradecido en cuanto triunfemos. Tenéis fama de buen guerrero, y como mano del rey Aegon, hablaréis por él y gobernaréis el reino. En mi opinión, más de un señor ambicioso querrá casar a su hija con vos. Tal vez hasta el príncipe de Dorne.

La respuesta de Jon Connington fue una mirada larga y fría. A veces, el Mediomaestre le resultaba tan irritante como aquel enano.

—No. —«La muerte me sube por el brazo. Nadie debe saberlo, y menos una esposa». Se puso en pie—. Escribid la carta para el príncipe Doran.

—Como mi señor ordene.

Aquella noche, Jon Connington durmió en las habitaciones del señor, en la cama que había sido de su padre, bajo un polvoriento dosel de terciopelo rojo y blanco. Al amanecer lo despertaron la lluvia y el golpe tímido en la puerta de un criado deseoso de averiguar qué le gustaba desayunar a su nuevo señor.

—Huevos duros, pan frito y judías. Y una jarra de vino. El peor que haya en la bodega.

—¿El…? ¿El peor, mi señor?

—Ya me has oído.

Cuando le llevaron la comida y el vino, atrancó la puerta, vertió en una palangana el contenido de la jarra e introdujo la mano. Lady Lemore le había prescrito al enano un tratamiento a base de baños y cataplasmas de vinagre para tratar la psoriagrís en caso de que la hubiera contraído, pero si pedía una jarra de vinagre cada mañana, acabaría por delatarse. Tendría que conformarse con vino, y no tenía sentido desperdiciar una buena cosecha. Ya tenía negras todas las uñas menos la del pulgar. En el dedo corazón, el gris pasaba del segundo nudillo.

«Tendría que cortármelos —pensó—, pero ¿cómo iba a explicar la falta de los dedos? —No podía permitir que se conociera su enfermedad. Era extraño, pero los hombres que iban alegres a la batalla y arriesgaban la vida para rescatar a un compañero abandonarían sin pensarlo a ese mismo compañero si supieran que estaba aquejado de psoriagrís—. Debería haber dejado ahogarse al puto enano».

Más tarde, otra vez con su indumentaria y sus guantes, Connington inspeccionó el castillo y llamó a Harry Strickland Sintierra y a sus capitanes para celebrar un consejo de guerra. Fueron nueve los que se reunieron en la sala: Connington, Strickland, Haldon Mediomaestre, Balaq el Negro, ser Franklyn Flores, Malo Jayn, ser Brendel Byme, Dick Cole y Lymond Pease. El Mediomaestre era portador de buenas nuevas.

—Hemos recibido noticias de Marq Mandrake. Los volantinos lo dejaron en la costa, en lo que resultó ser Estermont, con casi quinientos hombres. Ha tomado Piedraverde.

Estermont era una isla cercana al cabo de la Ira que en ningún momento había figurado entre sus objetivos.

—Los puñeteros volantinos tienen tantas ganas de deshacerse de nosotros que nos sueltan en la primera playa que ven —comentó Franklyn Flores—. Seguro que tenemos a los muchachos dispersos por medio Peldaños de Piedra.

—Con mis elefantes —agregó Harry Strickland, desolado. Harry Strickland echaba de menos sinceramente a sus animales.

—Mandrake no llevaba arqueros —señaló Lymond Pease—. ¿Sabemos si Piedraverde mandó algún cuervo antes de caer?

—Es de suponer —dijo Jon Connington—. Pero ¿qué mensaje podían transportar? Un relato inconexo sobre unos atacantes llegados por mar, en el peor de los casos. —Antes de zarpar de Volon Therys había dado a sus capitanes instrucciones de no exhibir estandarte alguno durante los primeros ataques: ni el dragón de tres cabezas del príncipe Aegon, ni sus grifos, ni las calaveras doradas de la compañía. Era mejor que los Lannister sospecharan de Stannis Baratheon, de los piratas de los Peldaños de Piedra, de los forajidos del bosque o de quien les diera la gana. Cuanto más tardara en reaccionar el Trono de Hierro, más tiempo tendrían ellos para congregar a sus hombres y atraer aliados para su causa—. En Estermont tiene que haber barcos; es una isla. Haldon, enviad un mensaje a Mandrake. Decidle que deje allí una guarnición y que venga, con el resto de sus hombres y con los prisioneros nobles que haya tomado.

—A vuestras órdenes, mi señor. Resulta que la casa Estermont tiene lazos de sangre con los dos reyes, así que serán buenos rehenes.

—Y pagarán buenos rescates por ellos —añadió alegre Harry Strickland.

—También deberíamos traer al príncipe Aegon —anunció lord Jon—. Estará mucho más seguro tras los muros del Nido del Grifo que en el campamento.

—Mandaré un jinete con el mensaje, pero al chico no le hará gracia eso de estar a salvo, os lo digo yo —apuntó Franklyn Flores—. Quiere ir adonde esté la acción.

«Como todos a su edad», recordó lord Jon.

—¿Ha llegado ya la hora de levantar su estandarte? —quiso saber Pease.

—No, aún no. Que en Desembarco crean que no es más que un señor exiliado que vuelve con unas cuantas espadas mercenarias para recuperar su derecho de nacimiento. No es desacostumbrado; hasta escribiré al rey Tommen para decírselo, y le pediré el indulto y la devolución de tierras y títulos. Así los tendremos entretenidos durante un tiempo, que aprovecharemos para ponernos en contacto en secreto con nuestros posibles aliados de las tierras de la tormenta y el Dominio. Y los de Dorne. —Aquel era un paso crucial. Otros señores menores podrían unirse a su causa por temor a las represalias o con la esperanza de conseguir algo, pero el único que tenía poder para plantar cara a la casa Lannister y a sus aliados era el príncipe de Dorne—. Necesitamos a Doran Martell por encima de todo.

—Pues no lo veo nada claro —replicó Strickland—. El dorniense tiene miedo hasta de su sombra. No es lo que se dice un tipo osado.

«Más o menos como tú».

—El príncipe Doran es hombre cauteloso, sí, y no se nos unirá a menos que esté convencido de que vamos a ganar. Por tanto, para convencerlo tenemos que hacer una demostración de fuerza.

—Si Peake y Ríos consiguen sus objetivos, tendremos controlado casi todo el cabo de la Ira —replicó Strickland—. Cuatro castillos en cuatro días es un muy buen comienzo, pero todavía faltan la mitad de los hombres. Tenemos que esperarlos. También nos faltan caballos, y no tenemos elefantes. En mi opinión, debemos aguardar, hacer acopio de fuerzas, ganarnos a algún que otro señor menor, dar tiempo a que Lysono Maar envíe espías para averiguar lo que pueda sobre nuestros enemigos…

Connington lanzó una mirada gélida al regordete capitán general.

«Este hombre no es Corazón Negro; no es Aceroamargo; no es Maelys. Esperará a que los siete infiernos se congelen antes que arriesgarse a que le salga otra ampolla».

—No hemos atravesado medio mundo para sentarnos a esperar.

—Nuestra ventaja estriba en un ataque rápido y eficaz, antes de que en Desembarco del Rey se sepa quiénes somos. Mi intención es tomar Bastión de Tormentas, una fortaleza casi inexpugnable y la única que le queda a Stannis Baratheon en el sur. Cuando esté en nuestro poder, será un fuerte al que podemos retirarnos en caso de necesidad, por no mencionar que con su toma demostraremos nuestro poderío.

Los capitanes de la Compañía Dorada cruzaron miradas.

—Si los defensores de Bastión de Tormentas aún siguen siendo leales a Stannis, le estaríamos arrebatando el castillo a él, no a los Lannister —objetó Brendel Byme—. ¿Por qué no hacemos causa común con él contra los leones?

—Stannis es hermano de Robert; es de la misma calaña que acabó con la casa Targaryen —le recordó Jon Connington—. Más aún, está a mil leguas de aquí, en la otra punta del reino, con el parco ejército que le queda. Tardaría medio año simplemente en llegar, y tiene bien poco que ofrecernos.

—Supongamos que Bastión de Tormentas es tan inexpugnable como decís. ¿Cómo pensáis tomarlo?

—Con astucia.

—Deberíamos esperar. —Harry Strickland Sintierra insistía en demostrar su oposición diametral.

—Y esperaremos. —Jon Connington se levantó—. Diez días, ni uno más. Es lo que tardaremos en prepararnos. El undécimo día por la mañana cabalgaremos hacia Bastión de Tormentas.

El príncipe se reunió con ellos cuatro días después, a la cabeza de una columna de cien jinetes, seguidos por tres parsimoniosos elefantes. Lady Lemore iba con él, ataviada una vez más con una túnica de septa. Los precedía ser Rolly Campodepatos con una capa nívea ondeando a la espalda.

«Es un buen hombre, íntegro y leal —pensó Connington al verlo desmontar—, pero no es adecuado para la Guardia Real». Había hecho lo imposible por disuadir al príncipe de que otorgara la capa a Pato, insistiendo en que debería reservar aquel honor para guerreros de más renombre cuya lealtad daría lustre a su causa, y para los hijos menores de grandes señores cuyo apoyo pudieran necesitar, pero el muchacho se mostró firme.

—Pato daría la vida por mí si hiciera falta —fue su respuesta—. Eso es lo único que pido a mi Guardia Real. —El Matarreyes era un guerrero de renombre, y también hijo de un gran señor.

«Al menos logré persuadirlo para que dejara vacantes los otros seis puestos; de lo contrario, Pato ya llevaría seis patitos detrás, a cual menos adecuado».

—Acompañad a su alteza a mis habitaciones —ordenó—. Que venga enseguida.

Pero el príncipe Aegon Targaryen no era ni mucho menos tan sumiso como Grif el Joven, y transcurrió casi una hora antes de que se presentara, acompañado por Pato.

—Me gusta mucho vuestro castillo, lord Connington —comentó.

«“Las tierras de tu padre son hermosas”. Eso me dijo, y el viento le acariciaba el pelo de plata, y tenía los ojos violeta oscuro, más oscuro que los de este chico».

—A mí también, alteza. Sentaos, os lo ruego. Ser Rolly, podéis retiraros por ahora.

—No. Quiero que Pato se quede. —El príncipe se sentó—. Hemos estado hablando con Flores y Strickland, y dicen que tenéis intención de asaltar Bastión de Tormentas.

Jon Connington no dejó que la ira asomara a su rostro.

—Supongo que Harry Strickland intentó convenceros para que lo retrasáramos.

—Pues sí —convino el príncipe—, pero no lo logró. Harry es más miedoso que una vieja, ¿eh? Tenéis razón, mi señor. Quiero que sigan adelante los planes para ese ataque; con un solo cambio: yo iré al frente.