El cambiacapas

Los primeros copos llegaron perezosos cuando el sol se ponía ya por el oeste. Cuando caía la noche nevaba tanto que no se veía salir la luna, oculta tras una cortina blanca.

—Los dioses del norte han desencadenado su cólera sobre lord Stannis —anunció Roose Bolton a la mañana siguiente a los hombres que se habían congregado en el salón principal de Invernalia para desayunar—. Aquí es un forastero, y los antiguos dioses no le perdonarán la vida.

Sus hombres lanzaron rugidos de aprobación y golpearon con los puños los largos tablones que les servían de mesa. Invernalia era un montón de ruinas, pero sus muros de granito seguían protegiéndolos de los rigores del viento y la nieve. Tenían suficientes provisiones, bebida en abundancia, hogueras junto a las que calentarse cuando no estaban de guardia, un lugar donde secar la ropa y rincones acogedores para dormir. Lord Bolton había aportado leña suficiente para alimentar el fuego medio año, por lo que siempre reinaba un agradable calor en el salón principal. Stannis no contaba con nada de eso.

Theon Greyjoy no se unió al coro de aclamaciones, y no dejó de advertir que también se abstuvieron los Frey.

«Ellos también son forasteros —pensó al mirar a ser Aenys Frey y a ser Hosteen, su hermanastro. Los Frey, nacidos y criados en las tierras de los ríos, no habían visto nunca tanta nieve—. El norte ya se ha llevado a tres de los suyos». Recordaba bien a los hombres que Ramsay había buscado en vano, desaparecidos entre Puerto Blanco y Fuerte Túmulo.

Lord Wyman Manderly se encontraba en el estrado, entre dos de sus caballeros de Puerto Blanco, atiborrándose de gachas, aunque no parecían gustarle ni la mitad que las tartas de cerdo del banquete nupcial. Cerca de allí, el manco Harwood Stout conversaba en voz baja con el escuálido Umber Mataputas.

Había una hilera de calderos de cobre, y Theon se puso a la cola para que le sirvieran gachas en un cuenco de madera. Advirtió que los señores y caballeros tenían leche, miel y hasta un poco de mantequilla para aderezar su ración, pero a él no le ofrecieron. Su reinado como príncipe de Invernalia había sido muy breve. Ya había desempeñado su papel en aquella pantomima al llevar a la falsa Arya al matrimonio, y Roose Bolton ya no lo quería para nada más.

—El primer invierno del que tengo memoria, nevó tanto que la nieve me cubría hasta la cabeza —comentó un hombre de los Hornwood en la cola, por delante de él.

—Sí, pero es que entonces no levantabas ni dos palmos del suelo —replicó un jinete de los Riachuelos.

La noche anterior, ante la imposibilidad de dormir, Theon había pensado en escapar, en escabullirse mientras Ramsay y su señor padre estaban concentrados en otros asuntos. Pero todas las puertas del castillo estaban cerradas, atrancadas y bien vigiladas; nadie podía entrar ni salir sin permiso de lord Bolton. Además, aunque hubiera encontrado alguna salida secreta, no se habría fiado. No se olvidaba de Kyra con sus llaves. Y en caso de que pudiera salir, ¿adónde iría? Su padre había muerto, sus tíos no lo querían para nada, ya no podía ir a Pyke… Lo más parecido a un hogar que le quedaba era aquello, el esqueleto de Invernalia.

«Las ruinas de un hombre, las ruinas de un castillo. Este es mi lugar».

Aún estaba a la cola de las gachas cuando Ramsay llegó al Salón como una exhalación, seguido por los bribones del bastardo, y pidió música a gritos. Abel se frotó los ojos para despejarse, cogió el laúd y atacó «La mujer del dorniense», mientras una de sus lavanderas marcaba el ritmo con el tambor. Pero el bardo cambió la letra, y en lugar de hablar de hacer suya a la esposa de un dorniense, se refirió a la hija de un norteño.

«Eso puede costarle la lengua —pensó Theon mientras le llenaban el cuenco—. No es más que un bardo. Lord Ramsay podría desollarle las dos manos y nadie diría nada». Pero lord Bolton sonrió al oír la letra, Ramsay se carcajeó, y los demás comprendieron que tenían permiso para reírse ellos también. A Polla Amarilla le hizo tanta gracia que se le salió el vino por la nariz.

Lady Arya no se encontraba presente para compartir la diversión: no había salido de sus habitaciones desde la noche de bodas. Alyn el Amargo andaba diciendo que Ramsay tenía a su esposa encadenada desnuda a un poste de la cama, pero Theon sabía que no eran más que rumores. No había ninguna cadena, al menos visible; solo una pareja de guardias ante la puerta, para evitar que la niña saliera. «Y solo se desnuda para bañarse».

Cosa que, por cierto, hacía casi todas las noches. Lord Ramsay quería una esposa bien limpia.

—La pobre no tiene doncellas —le había dicho a Theon—, así que tendrá que conformarse contigo, Hediondo. Estoy pensando en ponerte un vestido… —Se echó a reír—. Puede que te lo ponga, pero tendrás que suplicarme. Por ahora te conformarás con atenderla mientras se baña; no quiero que acabe oliendo igual que tú.

Así que, cada vez que Ramsay quería acostarse con su mujer, Theon tenía que pedir unas cuantas criadas a lady Walda o lady Austin e ir a buscar agua caliente a las cocinas. Arya no hablaba con ellas, pero era imposible que no le vieran las magulladuras.

«La culpa es suya; no lo ha complacido».

—Solo tienes que ser Arya —le había explicado en cierta ocasión mientras la metía en el agua—. Lord Ramsay no quiere hacerte daño. Solo nos hace daño cuando…, cuando nos olvidamos. A mí no me ha cortado nunca sin motivo.

—Theon… —susurró, llorosa.

—Hediondo. —La agarró por el brazo y la sacudió—. Aquí soy Hediondo. Tienes que recordarlo, Arya. —Pero aquella chica no era una verdadera Stark, sino la mocosa de un mayordomo.

«Jeyne, se llama Jeyne. ¿Por qué espera de mí que la rescate? —Quizá Theon Greyjoy habría tratado de ayudarla, pero era un hijo del hierro, mucho más valiente que Hediondo—. Hediondo, Hediondo, rima con verriondo».

Ramsay tenía un juguete nuevo para divertirse, un juguete con tetas y coño, pero las lágrimas de Jeyne no tardarían en saberle sosas y querría recuperar a su Hediondo.

«Me desollará poco a poco. Cuando acabe con los dedos seguirá con las manos, y luego, lo mismo en los pies. Pero no me los cortará hasta que se lo suplique, cuando me duela tanto que le ruegue un poco de alivio. —Para Hediondo no habría baños de agua caliente: volvería a revolcarse en la mierda y tenía prohibido lavarse. La ropa que llevaba se convertiría en harapos malolientes, que tendría que llevar hasta que se le pudrieran encima. Su máxima esperanza era que lo devolvieran a las perreras, para estar con las chicas de Ramsay—. Kyra —recordó—. A la perra nueva le ha puesto Kyra».

Se llevó el cuenco al fondo del salón y se sentó en un banco vacío, apartado de la antorcha más cercana. De día o de noche, los bancos de los criados estaban como mínimo medio llenos de hombres que bebían, jugaban a los dados, charlaban o dormían vestidos en los rincones más tranquilos. Sus sargentos los despertaban a patadas cuando les llegaba el turno de arrebujarse de nuevo en sus capas para patrullar la muralla. Pero ni uno de los presentes deseaba la compañía de Theon Cambiacapas, y a él tampoco le entusiasmaba la de ellos.

Las gachas estaban grises y aguadas; apartó el cuenco a la tercera cucharada y las dejó para que se convirtieran en una pasta sólida. En la mesa contigua, unos hombres discutían sobre la tormenta y se hacían cábalas sobre cuánto duraría la nevada.

—Todo el día y toda la noche, y puede que más —insistió un arquero corpulento de barba negra con el hacha de los Cerwyn bordada en el pecho.

Los más ancianos hablaban de nevadas que habían vivido en los inviernos de su juventud, comparada con las cuales aquella no era nada. Los ribereños estaban horrorizados.

«A las espadas sureñas no les gustan la nieve ni el frío». A medida que iban entrando en la estancia, los hombres se acuclillaban junto a las hogueras o se frotaban las manos sobre los braseros mientras sus capas chorreaban colgadas de los clavos, junto a la puerta. El aire estaba cargado y lleno de humo, y ya se había formado una costra en la superficie de las gachas cuando Theon oyó una voz femenina a su lado.

—Theon Greyjoy.

«Me llamo Hediondo», estuvo a punto de responder.

—¿Qué quieres?

Se sentó junto a él, en el banco, a horcajadas, y se apartó de los ojos un mechón indómito de pelo castaño rojizo.

—¿Por qué coméis a solas, mi señor? Venid, bailad con nosotros.

—Yo no bailo. —Clavó la vista en las gachas. El príncipe de Invernalia había sido muy buen bailarín, pero a Hediondo le faltaban dedos de los pies, y resultaría grotesco—. Déjame en paz. No tengo dinero.

—¿Me tomáis por una puta? —La mujer le dedicó una sonrisa taimada. Era una de las lavanderas del bardo, la alta y delgada, demasiado flaca y curtida para ser guapa, aunque, en los viejos tiempos, Theon se la habría tirado sin problemas solo para saber qué se sentía con aquellas piernas tan largas en torno a la cintura—. ¿Para qué quiero dinero? ¿Qué puedo comprar? ¿Nieve? —Se echó a reír—. Podríais pagarme con una sonrisa. No os he visto sonreír ni una vez, ni siquiera en el banquete nupcial de vuestra hermana.

—Lady Arya no es mi hermana ni lo ha sido nunca. —«Y yo no sonrío —podría haber añadido—. Ramsay detestaba mis sonrisas, así que me destrozó los dientes a martillazos y ahora casi no puedo ni comer».

—Pero es una doncella muy hermosa.

«Nunca fui tan bella como Sansa, pero todos me decían que era agraciada». Las palabras de Jeyne le retumbaron en la cabeza al ritmo de los tambores que tocaban otras dos chicas de Abel. Una tercera se había subido a una mesa con Walder Frey el Pequeño y le estaba enseñando a bailar, entre las carcajadas de los presentes.

—Déjame en paz —replicó Theon.

—¿No soy del gusto de mi señor? Si lo preferís, le digo a Mirto que venga. O a Acebo, si es lo que queréis. Todos los hombres adoran a Acebo. Tampoco son mis hermanas, pero son encantadoras. —La mujer se le acercó más; le olía el aliento a vino—. Si no me queréis sonreír, al menos contadme cómo capturasteis Invernalia. Abel lo narrará en una canción y viviréis para siempre.

—Como un traidor. Como Theon Cambiacapas.

—¿Por qué no como Theon el Astuto? Por lo que nos han dicho, fue una hazaña. ¿Cuántos hombres teníais? ¿Cien? ¿Cincuenta?

«Menos».

—Fue una locura.

—Una locura gloriosa. Dicen que Stannis tiene cinco mil, pero según Abel, ni con cincuenta mil bastaría para derribar estos muros. ¿Cómo os las arreglasteis para entrar, mi señor? ¿Conocíais algún pasadizo secreto?

«Tenía cuerdas —pensó Theon—. Tenía arpeos. Tenía de mi parte la oscuridad y la sorpresa. El castillo apenas contaba con defensores y los cogí desprevenidos». Pero no dijo nada. Si Abel componía una canción sobre él, Ramsay le perforaría los tímpanos para que no la oyera jamás.

—Podéis confiar en mí, mi señor. Abel confía en mí. —La lavandera puso una mano sobre la de Theon. Las llevaba enfundadas en guantes de lana y cuero; ella las tenía desnudas, bastas, con dedos largos y uñas mordidas hasta la raíz—. No me habéis preguntado mi nombre. Me llamo Serbal.

Theon se apartó bruscamente. Era una trampa; lo sabía.

«La envía Ramsay. Es otra de sus burlas, igual que la de Kyra y las llaves. Es una burla, sí. Quiere que intente escapar, y así podrá castigarme». Le habría gustado darle un puñetazo, borrarle a golpes aquella sonrisa burlona. Quería besarla y follársela allí mismo sobre la mesa hasta que gritara su nombre. Pero sabía que no se atrevería a tocarla, ni por rabia ni por lujuria.

«Hediondo, Hediondo, me llamo Hediondo. No puedo olvidar mi nombre». Se puso en pie como pudo y, sin añadir palabra, se dirigió cojeando hacia las puertas.

Fuera, la nieve seguía cayendo húmeda, pesada, silenciosa, y ya había empezado a cubrir las huellas de los hombres que entraban y salían. Los ventisqueros le llegaban casi a la altura de las botas.

«En el bosque de los Lobos será aún más espesa… y en el camino Real, donde sopla el viento, no habrá manera de huir de ella». En el patio se estaba librando una batalla: los Ryswell atacaban a los niños de Fuerte Túmulo con bolas de nieve. Al alzar la vista divisó a unos escuderos que construían muñecos de nieve a lo largo de las almenas: los armaban con lanza y escudo, les ponían un yelmo de hierro y los colocaban ante la muralla interior como si fueran centinelas.

—Lord Invierno y sus tropas han llegado para combatir a nuestro lado —bromeó uno de los centinelas que montaban guardia ante la puerta… hasta que se volvió y vio con quién estaba hablando. Entonces, volvió la cabeza y escupió.

Más allá de las tiendas los corceles de los caballeros de Puerto Blanco y Los Gemelos tiritaban de frío. Ramsay había incendiado los establos al saquear Invernalia, así que su padre había construido otros nuevos, el doble de grandes, para dar cobijo a los caballos de batalla y palafrenes de sus señores vasallos y caballeros. Todos los demás caballos se encontraban atados con ronzales en los patios, y los mozos de cuadra, protegidos con capuchas, les echaban mantas por encima para protegerlos.

Theon se adentró más en las edificaciones más dañadas del castillo. Al sortear el camino, entre las piedras derrumbadas de lo que había sido la torre del maestre Luwin, los cuervos lo contemplaron desde un boquete del muro, al tiempo que murmuraban entre sí. De cuando en cuando, alguno lanzaba un graznido ronco. Se detuvo ante la puerta del dormitorio que fuera suyo, donde la nieve que entraba por la ventana destrozada le llegaba por los tobillos; visitó las ruinas de la forja de Mikken y del septo de lady Catelyn. Al pasar bajo la Torre Quemada se cruzó con Rickard Ryswell, que iba con la nariz pegada al cuello de otra de las lavanderas de Abel, la regordeta de las mejillas como manzanas y la nariz diminuta. La mujer iba descalza por la nieve y se arrebujaba en una capa de piel. Probablemente no llevara ropa debajo. Al verlo, dijo a Ryswell algo que le hizo soltar una carcajada.

Theon se alejó de ellos caminando con dificultad. Más allá de las caballerizas había unas escaleras que rara vez se utilizaban, y hacia allí encaminó sus pasos. Los peldaños eran empinados y traicioneros. Subió con suma cautela hasta llegar a las almenas de la muralla interior, muy lejos de los escuderos y sus muñecos de nieve. No le habían dado permiso para rondar por el castillo, pero tampoco se lo habían prohibido, así que, si no pasaba de la muralla, podía ir adonde quisiera.

La muralla interior de Invernalia era la más alta y antigua; sus galerías almenadas se alzaban a más de cincuenta varas de altura, y había un torreón cuadrado en cada esquina. La muralla exterior, construida muchos siglos más tarde, era diez varas más baja, pero también más gruesa, y estaba mejor conservada, con torreones octogonales en lugar de cuadrados. Entre las dos murallas estaba el foso, ancho, profundo… y congelado. Los ventisqueros avanzaban ya por su superficie lisa, y la nieve se amontonaba también sobre las almenas, ocupaba los espacios intermedios y cubría la cúspide de las torres con un manto blanco.

Más allá de las murallas, hasta donde alcanzaba la vista, el mundo se estaba volviendo blanco. Los bosques, los campos, el camino Real… Todo estaba cubierto con un suave manto de nieve, que había enterrado los restos de Las Inviernas y los muros ennegrecidos que habían dejado los hombres de Ramsay al prender fuego a las casas.

«La nieve oculta las heridas que ha infligido Nieve». No, no era cierto. Ramsay era un Bolton, no un Nieve; un Nieve, jamás.

Más allá, el camino Real había desaparecido, perdido entre prados y colinas convertidos en un vasto espacio blanco. Y la nieve no dejaba de caer silenciosa del cielo, sin que ningún viento la agitara.

«Ahí fuera, en alguna parte, Stannis Baratheon se está congelando. —¿Tendría intención de asaltar Invernalia?—. Si es así, está perdido». El castillo era demasiado fuerte; hasta con el foso congelado, las defensas de Invernalia seguían siendo abrumadoras. Theon lo había capturado por sorpresa, porque envió a sus mejores hombres a escalar los muros y cruzar el foso a nado bajo el manto de la oscuridad. Los defensores no supieron que los estaban atacando hasta que ya era demasiado tarde. Stannis no podría utilizar ningún subterfugio semejante.

Tal vez optara por aislar el castillo del mundo exterior y rendir por hambre a sus defensores. Los almacenes y bodegas de Invernalia estaban vacíos. Bolton y sus amigos los Frey habían cruzado el Cuello con una larga caravana de suministros; lady Dustin había llevado alimentos y forraje de Fuerte Túmulo, y lord Manderly también había llegado de Puerto Blanco bien aprovisionado… Pero el ejército era muy numeroso: había muchas bocas que alimentar y las reservas no iban a durar demasiado.

«Pero lord Stannis y sus hombres también tendrán hambre. Y frío, y estarán cansados, no en condiciones de luchar… Pero estarán desesperados por entrar en el castillo para escapar de la tormenta».

La nieve caía también en el bosque de dioses, pero allí se derretía al tocar el suelo. Bajo los árboles cubiertos por una capa blanca, la tierra se había transformado en lodo. Los tentáculos de bruma pendían del aire como jirones de tejido espectral.

«¿Por qué he venido aquí? Estos no son mis dioses. Este no es mi lugar». El árbol corazón se alzaba ante él como un gigante blanquecino, con un rostro tallado y hojas que parecían manos ensangrentadas.

Una fina película de hielo cubría la superficie del estanque, al pie del arciano. Theon se dejó caer de rodillas ante él.

—Por favor —susurró entre los dientes rotos—. Yo no quería… —Las palabras se le atragantaron—. Sálvame —consiguió decir al final—. Concédeme…

«¿Qué? ¿Fuerza? ¿Valor? ¿Misericordia? —La nieve caía a su alrededor, pálida y silenciosa, sin darle ninguna respuesta. El único sonido que se oía era un sollozo lejano, quedo—. ¿Jeyne? Es ella, que llora en su lecho nupcial. ¿Quién si no? —Los dioses no lloraban—. ¿O sí?».

Era un sonido tan triste que no pudo soportarlo. Se agarró a una rama para incorporarse, se sacudió la nieve de las piernas y volvió hacia las luces, cojeando.

«En Invernalia hay fantasmas, y yo soy uno de ellos».

Cuando Theon Greyjoy volvió al patio había más muñecos de nieve. Los escuderos habían creado una docena de señores de nieve para que dieran órdenes a los centinelas de los muros. Uno era obviamente lord Manderly, y Theon no había visto jamás un muñeco de nieve tan gordo. El manco solo podía ser Harwood Stout, y la señora, Barbrey Dustin. El que estaba más cerca de la puerta, con una barba de carámbanos, debía de ser el viejo Umber Mataputas.

Dentro, los cocineros estaban sirviendo con sus cucharones un potaje de carne, cebada, zanahoria y cebolla en cuencos hechos con las hogazas duras del día anterior. Los restos los tiraban al suelo para que los devoraran las chicas de Ramsay y los otros perros.

Las chicas se alegraron de verlo. Lo reconocían por el olor. Jeyne la Roja saltó a lamerle la mano, y Helicent se metió debajo de la mesa y se acurrucó a sus pies para mordisquear un hueso. Eran buenas perras, tanto que a veces costaba recordar que cada una llevaba el nombre de una chica a la que Ramsay había cazado y matado.

Theon estaba cansado, pero tenía suficiente apetito para comer un poco de potaje y beber cerveza. La estancia era ya un caos de voces. Dos exploradores de Roose Bolton habían vuelto al castillo por la puerta del Cazador para informar de que el avance de lord Stannis era cada vez más lento. Sus caballeros iban montados, y los grandes caballos de batalla se hundían en la nieve. Los rocines de los clanes de las colinas eran mucho mejores, según informaron los exploradores, pero sus jinetes no se atrevían a adelantarse demasiado para no dividir al ejército. Lord Ramsay ordenó a Abel que tocara un himno de marcha en honor de Stannis y su travesía de las nieves, de modo que el bardo tomó de nuevo el laúd y una de sus lavanderas cogió la espada de Alyn el Amargo para ilustrar los espadazos que lanzaba Stannis contra los copos de nieve.

Theon contemplaba los últimos posos de su tercera jarra cuando lady Barbrey Dustin entró en la estancia y envió a dos de sus espadas juramentadas a por él. Luego lo miró desde arriba, desde su asiento del estrado, y frunció la nariz.

—Llevas la misma ropa que en la boda.

—Sí, mi señora. Es la ropa que me dieron. —Esa era una de las lecciones que había aprendido en Fuerte Terror: tenía que aceptar lo que le daban y nunca, nunca, pedir más.

Lady Dustin iba de negro, como siempre, aunque las mangas de su túnica estaban rematadas en piel de ardilla. Llevaba un vestido de cuello alto rígido que le enmarcaba el rostro.

—Tú conoces bien este castillo.

—Lo conocía.

—Bajo nosotros se extienden las criptas donde aguardan los viejos reyes Stark en la oscuridad. Mis hombres no han encontrado la entrada. Han registrado todos los sótanos y bodegas, hasta las mazmorras, pero…

—A las criptas no se llega por las mazmorras, mi señora.

—¿Puedes mostrarme el camino?

—Ahí abajo no hay nada más que…

—¿Starks muertos? Sí. Y da la casualidad de que todos mis Starks favoritos están muertos. ¿Conoces el camino, o no?

—Sí. —No le gustaban las criptas, no le habían gustado nunca, pero las conocía.

—Pues muéstramelo. Sargento, coged un farol.

—Mi señora debería ponerse encima una capa abrigada —recomendó Theon—. Hay que salir al exterior.

La nieve caía más densa que nunca cuando salieron de la estancia, después de que llevaran a lady Dustin una capa de marta. Los guardias apostados en la puerta, protegidos con sus capuchas, casi no se distinguían de los muñecos de nieve, y solo las vaharadas de aire cálido que se les formaban delante de la boca revelaban que seguían con vida. Las hogueras ardían a lo largo de las almenas en un vano intento por detener el avance de la penumbra. El grupo tuvo que atravesar una explanada de nieve virgen que le llegaba por los tobillos, junto a las tiendas del patio, medio cubiertas y temblorosas bajo el peso del manto blanco.

La entrada de las criptas se encontraba en la parte más antigua del castillo, cerca de la base del Primer Torreón, que no se utilizaba desde hacía siglos. Ramsay lo había quemado durante el saqueo de Invernalia, y buena parte de lo que no ardió en su momento se había derrumbado después. Solo quedaba en pie el cascarón, con un lado completamente abierto a merced de los elementos, por donde iba entrando la nieve. Por todas partes había piedras, grandes cascotes de roca y argamasa, vigas quemadas y gárgolas rotas. La nieve lo había cubierto casi todo, pero parte de una gárgola sobresalía aún de un ventisquero, con el rostro grotesco gruñendo en silencio y ciego hacia el cielo.

«Aquí encontraron a Bran cuando se cayó». Aquel día, Theon estaba fuera, de caza con lord Eddard y el rey Robert, sin siquiera imaginar las terribles noticias que los aguardaban en el castillo. Recordó el rostro de Robb cuando se lo dijeron. Todos creían que el niño herido iba a morir.

«Los dioses no pudieron matar a Bran, como tampoco pude yo». Le resultaba extraño pensar aquello, y más extraño aún recordar que tal vez Bran siguiera con vida.

—Ahí. —Señaló un lugar donde la nieve se había acumulado contra la pared del torreón—. Ahí abajo. Cuidado con las piedras sueltas.

Los hombres de lady Dustin tardaron casi media hora en dejar la entrada al descubierto, porque tuvieron que quitar nieve y rocas a paletadas. Al final se encontraron con que el hielo había sellado la puerta, y el sargento tuvo que ir a por un hacha. El portón cedió con un chirrido de bisagras y dejó al descubierto los peldaños en espiral que descendían hacia la oscuridad.

—Hay que bajar mucho, mi señora —advirtió Theon.

—Beron, la luz. —Lady Dustin no se dejaba amilanar.

El pasadizo era estrecho y empinado, y siglos de pisadas habían desgastado los peldaños por el centro. Tuvieron que descender en fila: primero el sargento con el farol; luego, Theon y lady Dustin, y por último el otro soldado. Theon siempre había considerado las criptas un lugar frío, incluso en verano, pero en aquella incursión, el aire que lo recibió era cálido. Caliente no, claro, pero sí más cálido que en el exterior. Al parecer, allí, bajo tierra, el frío era constante, inmutable.

—La desposada llora mucho —comentó lady Dustin mientras bajaban con cautelosa lentitud—. Me refiero a la pequeña lady Arya.

«Cuidado, mucho cuidado». Apoyó una mano en la pared. La luz cambiante de la antorcha hacía que los peldaños se movieran bajo sus pies.

—Como… como digáis, señora.

—Roose no está satisfecho. Díselo a tu bastardo.

«No es mi bastardo», habría querido replicar; pero una vocecita en su interior decía: «Sí que lo es, sí que lo es. Hediondo es de Ramsay y Ramsay es de Hediondo. No debes olvidar tu nombre».

—No se gana nada con vestir a la chica de gris y blanco si luego no hace más que llorar. Puede que a los Frey no les importe, pero a los norteños… Bueno, tienen miedo de Fuerte Terror, pero aprecian a los Stark.

—Vos no —dijo Theon.

—Yo no —confesó la señora de Fuerte Túmulo—, pero los demás, sí. El único motivo de que el viejo Mataputas esté aquí es que los Frey tienen prisionero al Gran Jon, y ¿crees que los hombres de Hornwood le han perdonado al Bastardo su último matrimonio, cuando dejó a su señora esposa morir de hambre tras comerse sus propios dedos? ¿Qué crees que piensan cuando oyen los sollozos de la nueva esposa, de la adorada hijita del valiente Ned?

«No, no es de la sangre de lord Eddard. Se llama Jeyne y solo es la hija del mayordomo». No le cabía duda de que lady Dustin ya lo sospechaba, pero pese a todo…

—Los sollozos de lady Arya nos hacen más daño que todas las espadas y lanzas de lord Stannis. Si el Bastardo quiere seguir siendo señor de Invernalia, más le vale enseñar a reír a su esposa.

—Ya hemos llegado, mi señora —la interrumpió Theon.

—La escalera sigue hacia abajo —observó lady Dustin.

—Hay niveles inferiores, más antiguos. Tengo entendido que el más bajo de todos se derrumbó hace mucho. Yo nunca he estado allí.

Empujó la puerta y los guió por un largo túnel abovedado, con gigantescas parejas de columnas de granito que se perdían en la oscuridad. El sargento de lady Dustin alzó el farol, y las sombras se movieron y cambiaron.

«Una pequeña luz en medio de una gran oscuridad». Theon nunca se había sentido a gusto en las criptas; sentía cómo los reyes de piedra lo contemplaban desde lo alto con sus ojos de piedra, los dedos de piedra en torno al puño de oxidadas espadas largas. Ninguno era amigo de los hijos del hierro. Una vieja sensación de temor lo embargó.

—¡Cuántos son! —comentó lady Dustin—. ¿Sabes sus nombres?

—Los supe… hace tiempo. —Señaló con un dedo—. Los de este lado fueron reyes en el norte. Torrhen fue el último.

—El Rey que se Arrodilló.

—Exacto, mi señora. Después ya solo hubo señores.

—Hasta que llegó el Joven Lobo. ¿Dónde está la tumba de Ned Stark?

—Al final. Por aquí, mi señora.

Sus pisadas resonaron en las bóvedas cuando echaron a andar entre las hileras de columnas. Los ojos de piedra de los muertos parecían seguirlos, al igual que los ojos de sus huargos de piedra. Los rostros despertaron en él recuerdos lejanos y le devolvieron a la memoria nombres susurrados por la voz fantasmal del maestre Luwin. El rey Edrick Barbanieve, que gobernó el Norte durante cien años; Brandon el Armador, que se había aventurado navegando más allá del ocaso; Theon Stark, el Lobo Hambriento. «Mi tocayo». Lord Beron Stark, que hizo causa común con Roca Casterly para luchar contra Dagon Greyjoy, señor de Pyke, en los tiempos en que el gobierno de los Siete Reinos estaba en manos del hechicero bastardo conocido como Cuervo de Sangre.

—A ese rey le falta la espada —observó lady Dustin.

Era cierto. Theon no recordaba de qué rey se trataba, pero la espada larga que debería haber tenido había desaparecido. Una marca de óxido anaranjado marcaba el lugar donde había estado. Aquello le causó una gran inquietud. Siempre había oído decir que el acero de la espada mantenía el espíritu del muerto encerrado en su tumba. Si faltaba una espada…

«En Invernalia hay fantasmas. Y yo soy uno de ellos».

Siguieron caminando. El rostro de Barbrey Dustin parecía tensarse más y más con cada paso.

«Este lugar le gusta tan poco como a mí».

—¿Por qué detestáis tanto a los Stark, mi señora? —se oyó preguntar.

—Por el mismo motivo por el que tú los adoras —respondió mirándolo fijamente.

—¿Que yo los adoro? —Theon se detuvo de golpe—. Jamás… Les arrebaté el castillo, mi señora. Maté… maté a Bran y a Rickon; clavé sus cabezas en estacas…

—Cabalgaste hacia el sur con Robb Stark; luchaste a su lado en el bosque Susurrante y en Aguasdulces; volviste a las Islas del Hierro como enviado suyo para sellar un tratado con tu padre. Fuerte Túmulo también aportó hombres para la guerra del Joven Lobo. Le di tan pocos como pude, pero algunos tenía que darle para no incurrir en la ira de Invernalia. Así que yo también tenía ojos en aquel ejército, y me mantuvieron informada. Sé quién eres. Sé qué eres. Ahora responde a mi pregunta: ¿Por qué adoras a los Stark?

—Porque… —Theon apoyó una mano enguantada en la columna más cercana—. Porque quería ser uno de ellos…

—Y nunca lo lograste. Tenemos en común más de lo que crees. Venga, vamos.

Un poco más allá, había tres tumbas juntas. Se detuvieron.

—Lord Rickard —observó lady Dustin tras examinar la figura central. La estatua se alzaba imponente sobre ellos, con el barbudo rostro alargado muy solemne. Los ojos eran de piedra, igual que los demás, pero los suyos parecían tristes—. También le falta la espada.

Era cierto.

—Alguien ha estado aquí abajo, robando espadas. También ha desaparecido la de Brandon.

—Qué poca gracia le habría hecho. —La mujer se quitó el guante y le tocó la rodilla, piel blanca contra piedra negra—. Brandon adoraba su espada; disfrutaba afilándola. «Quiero que tenga bastante filo para afeitar un coño», solía decir. ¡Y lo que le gustaba utilizarla! «No hay nada más bello que una espada ensangrentada», me comentó en cierta ocasión.

—Así que lo conocisteis.

La luz del farol iluminaba los ojos de la dama, que parecían echar llamas.

—Brandon se crió como pupilo en Fuerte Túmulo con el viejo lord Dustin, padre del que luego fue mi esposo, pero se pasaba la vida cabalgando por los Riachuelos. Le encantaba montar a caballo, y su hermana pequeña era igual que él, ¡menudo par de centauros! Mi señor padre siempre estaba encantado de recibir la visita del heredero de Invernalia. Tenía muchas ambiciones para la casa Ryswell; le habría servido mi virginidad en bandeja a cualquier Stark que pasara por allí, pero no hizo falta. A Brandon nunca le dio reparo coger lo que quería. Ahora soy una vieja reseca, viuda ya ni sé desde hace cuánto, pero todavía recuerdo el momento en que vi mi sangre de doncella en su polla la noche que me tomó. Creo que a Brandon Stark también le gustó verla. No hay nada más bello que una espada ensangrentada, sí. Dolió, pero fue un dolor dulce.

»Pero el día en que descubrí que Brandon iba a casarse con Catelyn Tully… Aquel dolor no tuvo nada de dulce. Te aseguro que no la quería. Me lo dijo la última noche que pasamos juntos, pero Rickard Stark también tenía grandes ambiciones. Ambiciones sureñas que no se harían realidad si dejaba que su heredero se casara con la hija de uno de sus vasallos. Más adelante, mi padre albergó la esperanza de casarme con Eddard, el hermano de Brandon, pero a él también se lo quedó Catelyn Tully. A mí me tocó el joven lord Dustin, hasta que Ned Stark me lo arrebató.

—La Rebelión de Robert.

—Lord Dustin y yo no llevábamos ni medio año casados cuando Robert se alzó en armas y Ned Stark convocó a sus vasallos. Le supliqué a mi esposo que no fuera; tenía parientes que podían haber ido en su lugar: un tío famoso por sus proezas con el hacha, un tío abuelo que había luchado en la guerra de los Reyes Nuevepeniques… Pero era orgulloso y no se conformaba con menos que encabezar las tropas de Fuerte Túmulo. El día en que se marchó le regalé un caballo, un alazán con crines como el fuego, el orgullo de las cuadras de mi padre. Mi señor me juró que volvería a lomos de aquel caballo en cuanto terminara la guerra.

»Ned Stark me llevó el caballo cuando volvió a Invernalia. Me dijo que mi señor había muerto con honor, y que estaba enterrado bajo las montañas rojas de Dorne. Los huesos de su hermana sí que los trajo al norte, y aquí reposan… Pero te juro que los de lord Eddard no descansarán jamás junto a los suyos. Se los echaré de comer a mis perros.

—¿Los huesos de lord Eddard? —Theon no entendía nada.

La mujer torció los labios en una sonrisa horrible que le recordó la de Ramsay.

—Catelyn Tully envió al norte los huesos de lord Eddard antes de la Boda Roja, pero tu tío tomó Foso Cailin y cerró el camino. Desde entonces he estado alerta. Si esos huesos emergen alguna vez de los pantanos, no pasarán de Fuerte Túmulo. —Lanzó una última mirada a la estatua de Eddard Stark—. Vámonos; aquí ya hemos terminado.

Cuando salieron de las criptas aún estaba nevando. Lady Dustin había guardado silencio todo el camino de vuelta, pero cuando estuvieron ante las ruinas del Primer Torreón se estremeció y se volvió hacia Theon.

—Más te vale no contarle a nadie lo que he dicho ahí abajo. ¿Lo has entendido?

La entendió perfectamente.

—O contengo la lengua, o la pierdo.

—Roose te ha entrenado bien.

Lady Dustin lo dejó allí solo.