El observador

—Vamos a ver esta cabeza —ordenó el príncipe.

Areo Hotah pasó la mano por el mango liso de su hacha, su esposa de hierro y fresno, sin dejar de observar. Observó a ser Balon Swann, el caballero blanco, y a los que habían llegado con él. Observó a las Serpientes de Arena, cada una sentada a una mesa distinta. Observó a las damas, a los señores, a los criados, al viejo senescal ciego y al joven maestre Myles, con aquella barba sedosa y aquella sonrisa servil. Semioculto por las sombras, los observó a todos.

«Servir. Proteger. Obedecer». Esa era su misión.

Los demás solo tenían ojos para el cofre. Era de ébano, con cierres y bisagras de plata. Sin duda era una caja bonita, pero muchos de los reunidos allí, en el Palacio Antiguo de Lanza del Sol, podrían morir muy pronto; dependía de lo que hubiera en aquel cofre.

El maestre Caleotte cruzó la estancia en dirección a ser Balon Swann, arrastrando las zapatillas. El hombrecillo regordete tenía un aspecto excelente con su túnica nueva de franjas de diversos tonos pardos y finas rayas rojas. Hizo una reverencia, tomó el cofre de las manos del caballero blanco y lo llevó al estrado, donde aguardaba Doran Martell en su sillón rodante, entre su hija Arianne y Ellaria, la amante de su difunto hermano. Un centenar de velas perfumaba el ambiente. Las piedras preciosas refulgían en los dedos de los señores, y en los cinturones y las redecillas de las damas. Areo Hotah había sacado brillo a las lamas de cobre de su armadura, de manera que eran como espejos que también reflejaban la luz de las velas.

La estancia había quedado en silencio.

«Dorne contiene el aliento». El maestre Caleotte puso la caja en el suelo, junto al sillón del príncipe Doran. Los dedos del maestre, por lo general siempre seguros y diestros, se movieron con torpeza al abrir el cierre, levantar la tapa y dejar a la vista la calavera que reposaba en el interior. Hotah oyó un carraspeo. Uno de los gemelos Fowler le susurró algo al otro. Ellaria Arena había cerrado los ojos y murmuraba una oración.

El capitán de los guardias observó que ser Balon Swann estaba tenso como un arco. El nuevo caballero blanco no era tan alto y apuesto como el anterior, pero tenía el pecho más ancho, más corpulento, y los brazos, más musculosos. Llevaba la capa nívea cerrada en la garganta con un broche de plata con dos cisnes, uno de marfil y otro de ónice, y a Areo Hotah le dio la impresión de que las aves estaban luchando. Su dueño también parecía un luchador.

«Este no será tan fácil de matar como el otro. No cargará contra mi hacha, como hizo ser Arys. Se refugiará tras su escudo y me obligará a ir a por él». Si llegaba el caso, Hotah estaría preparado. Tenía el hacha tan afilada que habría podido afeitarse con ella.

Se permitió lanzar una breve mirada al cofre. La calavera sonriente reposaba sobre fieltro negro. Todas las calaveras sonreían, pero aquella parecía especialmente feliz.

«Y más grande». El capitán de la guardia no había visto nunca una calavera mayor. La sobreceja era gruesa y marcada, y la mandíbula, enorme. El hueso brillaba a la luz de las velas, tan blanco como la capa de ser Balon.

—Ponedla en el pedestal —ordenó el príncipe. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

El pedestal era una Columna de mármol negro cinco palmos más alta que el maestre Caleotte, regordete y menudo. Tuvo que ponerse de puntillas, pero ni aun así llegaba. Areo Hotah estaba a punto de acercarse a ayudarlo cuando Obara Arena se le adelantó. La joven tenía un aura viril y airada incluso sin el látigo y el escudo. En vez de vestido llevaba unos calzones de hombre y una túnica que le llegaba por media pierna, ceñida a la cintura con una cadena de soles de cobre, y se había recogido en un moño la cabellera castaña. Arrebató la calavera de las manos suaves y rosadas del maestre y la colocó en la columna de mármol.

—La Montaña ya no cabalga —dijo el príncipe con voz lúgubre.

—¿Tuvo una agonía larga y dolorosa, ser Balon? —preguntó Tyene Arena con el tono que habría usado otra doncella para preguntar si su vestido era bonito.

—Gritó y gritó durante días, mi señora —respondió el caballero blanco, aunque era obvio que no le agradaba dar aquella contestación—. Se oía en toda la Fortaleza Roja.

—¿Y eso os molesta? —inquirió lady Nym. Lucía un vestido de seda amarilla tan delicado y traslúcido que la luz de las velas dejaba ver el oro y las joyas que llevaba debajo. Su atuendo era atrevido hasta tal punto que el caballero blanco se sentía incómodo solo con mirarla, pero a Hotah le parecía bien: Nymeria era menos peligrosa cuando estaba casi desnuda; de lo contrario, seguro que llevaba encima una docena de puñales—. Todo el mundo coincide en que ser Gregor era un salvaje sanguinario. Si alguien merecía sufrir, era él.

—Tal vez tengáis razón, mi señora —replicó Balon Swann—, pero ser Gregor era también un caballero, y un caballero debería morir con la espada en la mano. El veneno es un arma sucia y traidora.

Lady Tyene sonrió al oírlo. Su vestido era verde y crema, con mangas largas de encaje, tan discreto e inocente que cualquiera pensaría que no había doncella más casta. Areo Hotah no se dejaba engañar. Sus manos blancas y suaves eran tan mortíferas como las manos encallecidas de Obara, o quizá más. La observó con atención, atento al menor movimiento de sus dedos.

—Es cierto, ser Balon, pero lady Nym tiene razón. —El príncipe Doran lo miró con el ceño fruncido—. Si ha habido un hombre que mereciera morir entre horribles sufrimientos, ese fue Gregor Clegane. Asesinó a mi pobre hermana y estampó la cabeza de su bebé contra la pared. Rezo por que esté ardiendo en algún infierno, y por que Elia y sus hijos hayan encontrado la paz. Esta es la justicia que tanto anhelaba Dorne; me alegro de haber vivido lo suficiente para saborearla. Por fin, los Lannister han demostrado que es cierto que pagan sus deudas, y han pagado esta antigua deuda de sangre.

El príncipe delegó en Ricasso, su senescal ciego, la tarea de proponer el brindis.

—Señoras y señores, bebamos a la salud de Tommen, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.

Los criados ya habían empezado a moverse entre los invitados y llenaron las copas mientras hablaba el senescal. Era vino fuerte de Dorne, oscuro como la sangre y dulce como la venganza. El capitán no bebió; nunca bebía en los banquetes. Tampoco lo probó el príncipe; bebió de otro vino que le preparaba el maestre Myles, generosamente aderezado con leche de la amapola para aliviar el dolor de sus articulaciones hinchadas.

El caballero blanco bebió y se mostró debidamente cortés, al igual que sus acompañantes. Lo mismo hicieron la princesa Arianne, lady Jordayne, el señor de Bondadivina, el Caballero de Limonar, la señora de Colina Fantasma y hasta Ellaria Arena, la querida amante del príncipe Oberyn, que estaba con él en Desembarco del Rey cuando murió. Hotah se fijó más en los que no bebían: ser Daemon Arena, lord Tremond Gargalen, los gemelos Fowler, Dagos Manwoody, los Uller de Sotoinferno, los Wyl de Sendahueso…

«Si hay problemas, será uno de estos quien empiece». Dorne era una tierra airada y dividida, y el control que ejercía el príncipe Doran no era tan firme como cabía desear. Muchos señores lo consideraban débil y habrían preferido una guerra declarada contra los Lannister y el niño rey del Trono de Hierro.

En ese sentido destacaban sobre todo las Serpientes de Arena, las hijas bastardas del difunto Oberyn, conocido como la Víbora Roja. Tres de ellas habían asistido al banquete. Doran Martell era un príncipe sabio, y el capitán de su guardia no era quién para cuestionar sus decisiones, pero no entendía por qué había permitido que lady Obara, lady Nymeria y lady Tyene salieran de sus celdas de la Torre de la Lanza.

Tyene masculló algo al oír el brindis de Ricasso, y lady Nym lo desechó con un movimiento despectivo de la mano. Obara esperó a que le llenaran la copa hasta el borde y derramó el contenido en el suelo. Una criada se arrodilló para limpiar el vino, momento que Obara eligió para abandonar la estancia. Poco después, la princesa Arianne se disculpó y salió en pos de ella.

«Obara no volverá su rabia contra la princesita. —De eso, Hotah estaba seguro—. Son primas, y la aprecia mucho».

El banquete se prolongó hasta bien entrada la noche, presidido por la calavera sonriente colocada en el pedestal de mármol negro. Se sirvieron siete platos en honor de los siete dioses y de los siete hermanos de la guardia real. La sopa era de huevo y limón, y los pimientos verdes alargados llegaron rellenos de queso y cebolla. Se sirvieron empanadas de lamprea, capones glaseados con miel y un bagre del fondo del Sangreverde, tan grande que hicieron falta cuatro hombres para llevarlo a la mesa. Después llegó un sabroso guiso de serpiente, con trozos de siete sierpes diferentes cocinados a fuego lento con guindillas dragón, naranjas sanguinas y unas gotas de veneno para darle un poco de mordida. Aun sin probarlo, Hotah sabía que era un plato enormemente picante. Tras la serpiente, los criados sirvieron sorbete para refrescar la lengua, y como remate dulce, a cada invitado se le puso delante una calavera de azúcar horneado. Al romper la costra crujiente la encontraron rellena de natillas con trocitos de cereza y ciruela.

La princesa Arianne volvió justo a tiempo para los pimientos rellenos.

«Mi princesita», pensó Hotah. Pero Arianne era ya una mujer; las sedas escarlata con que se cubría no dejaban la menor duda. Últimamente también había cambiado en otros sentidos. Su plan para coronar a Myrcella se había descubierto y aplastado; su caballero blanco había muerto de la manera más sangrienta a manos de Hotah, y a ella la habían encerrado en la Torre de la Lanza, condenada a la soledad y el silencio. Aquello la había aplacado, pero había algo más, un secreto que le había confiado su padre antes de liberarla, aunque el capitán no sabía de qué se podía tratar.

El príncipe había asignado a su hija un asiento entre él mismo y el caballero blanco, un lugar de gran honor. Arianne sonrió al volver a sentarse y murmuró algo al oído de ser Balon, que prefirió no responder. Hotah observó que comía poco: una cucharada de sopa, un trocito de pimiento, una pata de capón, unas migas de pescado… Rechazó la empanada de lamprea y solo probó una cucharadita del guiso, y aun tan pequeña cantidad hizo que el sudor le corriera por la frente. Hotah la comprendía bien: cuando llegó a Dorne, la comida picante le hacía nudos en las tripas y le abrasaba la lengua. Pero de eso hacía muchos años. Ya tenía el pelo blanco y era capaz de comer lo mismo que cualquier dorniense.

Al ver las calaveras de azúcar, ser Balon apretó los labios y lanzó una larga mirada al príncipe para dilucidar si estaban burlándose de él. Doran Martell no se dio cuenta, pero su hija, sí.

—Es una bromita del cocinero, ser Balon —comentó Arianne—. Para los dornienses, ni la muerte es sagrada. Espero que no os lo toméis a mal. —Rozó con los dedos el dorso de la mano del caballero blanco—. Y que hayáis disfrutado de vuestra estancia en Dorne.

—Todo el mundo se ha mostrado muy hospitalario, mi señora.

Arianne tocó el broche de los cisnes en combate con que se cerraba la capa.

—Siempre me han gustado los cisnes. No hay ave más hermosa en esta parte de las Islas del Verano.

—Seguro que vuestros pavos reales no están de acuerdo —apuntó ser Balon.

—Seguro —reconoció Arianne—, pero los pavos reales son animales vanidosos y presumidos, siempre exhibiéndose, y con esos colores tan llamativos. Prefiero la serenidad de los cisnes blancos, o la belleza de los cisnes negros.

Ser Balon asintió y bebió de su copa.

«No es tan fácil de seducir como lo fue su hermano juramentado —pensó Hotah—. Pese a su edad, ser Arys era un niño, pero este es un hombre, y un hombre cauto. —Solo había que mirarlo para darse cuenta de que el caballero blanco estaba incómodo—. Este lugar le resulta extraño, no le gusta». Hotah lo comprendía. Dorne también le había parecido estrambótico cuando llegó con su propia princesa, hacía ya muchos años. Los sacerdotes barbudos le habían metido en la cabeza la lengua común de Poniente antes de enviarlo, pero los dornienses hablaban tan deprisa que no entendía nada. En Dorne, las mujeres eran lascivas; el vino, amargo, y la comida, llena de especias extrañas y picantes. El sol era más cálido que el pálido y débil de Norvos, y día tras día brillaba inmisericorde desde un cielo siempre azul.

El capitán sabía que el viaje de ser Balon había sido más breve, pero también angustioso a su manera. Desde Desembarco del Rey lo habían acompañado tres caballeros, ocho escuderos, veinte soldados y un numeroso grupo de mozos de cuadra y criados, pero en cuanto cruzaron las montañas y entraron en Dorne, tuvieron que detenerse en cada castillo del camino para recibir agasajos y participar en banquetes, cacerías y celebraciones. Cuando por fin llegaron a Lanza del Sol, ni la princesa Myrcella ni ser Arys Oakheart pudieron recibirlos.

«El caballero blanco sabe que algo anda mal —intuía Hotah—, pero no es solo eso».

Tal vez lo pusiera nervioso la presencia de las Serpientes de Arena. Si se trataba de eso, el regreso de Obara debió de haber sido como sal en una herida. La joven volvió a ocupar su lugar sin decir palabra y se quedó sentada, huraña y hosca, sin sonreír ni hablar con nadie.

Ya se acercaba la medianoche cuando el príncipe Doran se volvió hacia el caballero blanco.

—Ser Balon, he leído la carta que me habéis traído de parte de nuestra amada reina. ¿Puedo suponer que estáis al tanto del contenido?

—Lo estoy, mi señor. —Hotah advirtió que el caballero se tensaba—. Su alteza me informó de que se me podría requerir que escoltara a su hija en el viaje a Desembarco del Rey. El rey Tommen languidece de nostalgia por su hermana y desea que la princesa Myrcella regrese a la corte para hacerle una breve visita.

La princesa Arianne compuso un gesto de tristeza.

—Oh, no, ¡con el cariño que le hemos tomado a Myrcella! Mi hermano Trystane y ella son inseparables.

—El príncipe Trystane también sería más que bienvenido en Desembarco del Rey —respondió Balon Swann—. Estoy seguro de que para el rey Tommen sería un placer conocerlo. Su alteza no tiene muchos amigos de su edad.

—Los lazos que se crean en la infancia pueden durar toda la vida —convino el príncipe Doran—. Cuando Trystane y Myrcella contraigan matrimonio, Tommen y él serán como hermanos. La reina Cersei tiene mucha razón: los niños deberían conocerse y hacerse amigos. Dorne lo echará de menos, claro, pero ya va siendo hora de que Trystane vea algo de mundo, más allá de la muralla de Lanza del Sol.

—Me consta que en Desembarco del Rey será muy bien acogido.

«¿Por qué suda ahora? —se preguntó el capitán sin dejar de observarlo—. Hace fresco, y ni siquiera ha probado el guiso».

—Por lo que respecta al otro asunto que menciona la reina Cersei —siguió el príncipe Doran—, es cierto: el asiento de Dorne en el consejo privado ha estado vacante desde la muerte de mi hermano, y ya va siendo hora de que alguien lo ocupe de nuevo. Me halaga que su alteza piense que mi asesoría podría serle de utilidad, pero no me siento con las fuerzas necesarias para emprender semejante viaje. Tal vez si fuéramos por mar…

—¿Por mar? —Ser Balon se sobresaltó—. ¿Os parece…? ¿Os parece seguro, mi señor? El otoño es la estación de las tormentas, según tengo entendido, y los piratas de los Peldaños de Piedra…

—Los piratas. Claro, claro. Tal vez tengáis razón. Es más prudente que volváis por donde habéis venido. —El príncipe Doran le dedicó una amable sonrisa—. Hablaremos mañana. Cuando lleguemos a los Jardines del Agua, se lo diremos a Myrcella. Estoy seguro de que se emocionará mucho, porque ella también echa de menos a su hermano.

—Ardo en deseos de volver a verla —respondió ser Balon—. Y también de visitar vuestros Jardines del Agua. Tengo entendido que son bellísimos.

—Bellísimos y tranquilos —asintió el príncipe—. Brisa fresca, agua iluminada por el sol y las risas de los niños. Los Jardines del Agua son mi lugar favorito. Los construyó un antepasado mío para complacer a su esposa Targaryen, y que pudiera liberarse del calor y el polvo de Lanza del Sol. Se llamaba Daenerys y era hija del rey Daeron el Bueno; fue por su matrimonio por lo que Dorne se incorporó a los Siete Reinos. Todo el mundo sabía que estaba enamorada de Daemon Fuegoscuro, el hermano bastardo de Daeron, y que la correspondía, pero el rey era sabio y comprendió que el bien de muchos debía anteponerse al deseo de dos, aunque fueran dos personas muy queridas. Daenerys llenó los jardines de niños que reían sin cesar. Al principio, sus hijos, pero más adelante, también los de los señores y caballeros hacendados, a los que llamaron para acompañar a los príncipes. Una tarde de verano más calurosa que de ordinario, Daenerys se compadeció de los hijos de los mozos de cuadra, cocineros y criados, y los invitó también a usar las fuentes y estanques, tradición que se ha mantenido hasta la fecha. —El príncipe maniobró con las ruedas de su silla para apartarse de la mesa—. Disculpadme, por favor. Tanto hablar me ha cansado mucho, y tenemos que partir con la primera luz del día. Obara, ¿tendrías la amabilidad de ayudarme a llegar a la cama? Nymeria, Tyene, venid vosotras también para darle las buenas noches a vuestro anciano tío.

Obara Arena empujó la silla del príncipe para salir del salón de banquetes de Lanza del Sol y recorrer una larga galería seguida por sus hermanas, la princesa Arianne, Ellaria Arena y Areo Hotah. El maestre Caleotte corrió tras ellos arrastrando las zapatillas; llevaba la calavera de la Montaña en brazos como si fuera un bebé.

—No dirás en serio lo de enviar a Trystane y a Myrcella a Desembarco del Rey —inquirió Obara. Avanzaba a zancadas rápidas, furiosas, demasiado deprisa, y la gran silla de madera traqueteaba contra las losas irregulares del suelo—. No volveríamos a ver a la niña, y tu hijo será rehén del Trono de Hierro toda su vida.

—¿Me tomas por idiota, Obara? —suspiró el príncipe—. Hay muchas cosas que no sabes; cosas que es mejor no tratar aquí, al alcance de los oídos de cualquiera. Si te callas, te prometo que te lo explicaré todo. —Hizo un gesto de dolor—. Más despacio; si me tienes algún afecto, ve más despacio. Ese bache ha sido como si me clavaran un cuchillo en la rodilla.

Obara aminoró la marcha.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Lo que hace siempre —respondió su hermana Tyene con voz ronroneante—. Prolongar la situación, enredarlo todo, intrigar… Es la especialidad de nuestro valeroso tío.

—Sois injustas con él —replicó la princesa Arianne.

—Callaos todas —ordenó el príncipe.

Cuando estuvieron tras las puertas cerradas de sus habitaciones, hizo girar la silla de ruedas para enfrentarse a las mujeres. Hasta aquel esfuerzo lo dejó sin aliento, y la manta myriense con que se cubría las piernas se le quedó atrapada entre dos radios, con lo que tuvo que agarrarla para que no se le cayera. Debajo tenía las piernas blancas, blandas, cadavéricas. Las dos rodillas estaban rojas e hinchadas, y los dedos de los pies, como morcillas. Areo Hotah se los había visto mil veces, pero le seguía costando mirarlos.

—Déjame ayudarte, padre. —La princesa Arianne se adelantó.

—Todavía puedo controlar mi manta. —El príncipe consiguió liberarla de la rueda—. Qué menos. —Era poca cosa, pero aún conservaba cierta fuerza en las manos y los brazos, aunque tenía las piernas inutilizadas desde hacía tres años.

—¿Mi príncipe desea que le traiga un dedito de leche de la amapola? —preguntó el maestre Caleotte.

—Con este dolor necesitaría un cubo, pero no, gracias. He de conservar la mente clara. Ya no os voy a necesitar más esta noche.

—Muy bien, mi príncipe. —El maestre Caleotte hizo una reverencia, aún con la calavera de ser Gregor entre las suaves manos rosadas.

—Ya me hago cargo yo de eso. —Obara le quitó la calavera y la sostuvo ante sí—. ¿Qué aspecto tenía la Montaña? ¿Cómo sabemos que se trata de él? Podrían haber metido la cabeza en brea, pero nos mandan los huesos limpios.

—La brea habría estropeado la caja —apuntó lady Nym mientras el maestre salía de la estancia—. Nadie vio morir a la Montaña y nadie vio como le cortaban la cabeza. Reconozco que eso me preocupa, pero ¿qué gana la reina zorra con engañarnos? Si Gregor Clegane sigue vivo, más tarde o más temprano se sabrá. Ese hombre medía tres varas; no hay nadie como él en todo Poniente. Si de repente aparece alguien que se le parece demasiado, Cersei Lannister quedará como mentirosa ante los Siete Reinos. Tendría que ser muy idiota para correr ese riesgo, y además, ¿qué ganaría con ello?

—La calavera tiene el tamaño adecuado, desde luego —dijo el príncipe—, y también sabemos que Oberyn hirió de gravedad a Gregor. Todos los informes que hemos recibido aseguran que Clegane tuvo una muerte lenta y dolorosa.

—Tal como pretendía nuestro padre —asintió Tyene—. Hermanas, os aseguro que conozco el veneno que usaba; si la lanza arañó la piel de Clegane, está muerto por grande que fuera. Dudad de vuestra hermana pequeña si queréis, pero nunca dudéis de nuestro padre.

—Nunca he dudado y nunca dudaré —replicó Obara, airada. Dio un beso burlón a la calavera—. Es un buen comienzo.

—¿Comienzo? —repitió Ellaria Arena, incrédula—. No lo quieran los dioses, yo creía que con esto terminaba todo. Tywin Lannister ha muerto, igual que Robert Baratheon, Amory Lorch y ahora Gregor Clegane: todos los que tomaron parte en el asesinato de Elia y de sus hijos. Ha muerto incluso Joffrey, que ni siquiera había nacido cuando mataron a Elia. Lo vi perecer con mis propios ojos, luchando por respirar. ¿Quién queda por matar? ¿Han de morir Myrcella y Tommen para que las sombras de Rhaenys y Aegon descansen en paz? ¿Cuándo acabará esto?

—Acabará igual que empezó, con sangre —replicó lady Nym—. Acabará cuando rajemos Roca Casterly de parte a parte para que el sol brille sobre los gusanos que devoran el corazón de ese lugar. Acaba con la destrucción absoluta de Tywin Lannister y toda su obra.

—Murió a manos de su propio hijo —espetó Ellaria—. ¿Qué más puedes querer?

—Que hubiera muerto a mis manos. —Lady Nym se sentó de golpe, y la larga trenza negra le cayó por el hombro hasta el regazo. Tenía el pico de nacimiento del pelo de su padre, y unos ojos grandes y brillantes. Curvó en una sonrisa los labios rojos como el vino—. Así no habría tenido una muerte tan fácil.

—Ser Gregor parece muy solo —comentó Tyene con su voz melosa de septa—. Seguro que le gustaría tener compañía.

Ellaria tenía las mejillas llenas de lágrimas, y los ojos oscuros le centelleaban.

«Hasta cuando llora emana fortaleza», pensó el capitán.

—Oberyn quería vengar a Elia. Ahora, vosotras tres queréis vengarlo a él. Os recuerdo que tengo cuatro hijas, vuestras hermanas. Mi Elia ha cumplido catorce años y es casi una mujer. Obella tiene doce, está a punto de florecer. Os adoran igual que Dorea y Loreza las adoran a ellas. Si morís, ¿queréis que Elia y Obella os venguen, y luego, que Dorea y Loreza las venguen a ellas? ¿Así queréis que sigan las cosas, en un círculo eterno? Os lo pregunto de nuevo, ¿cuándo acabará esto? —Ellaria Arena puso la mano en la cabeza de la Montaña—. Vi morir a vuestro padre. Aquí está su asesino. ¿Me llevo una calavera a la cama para que me dé consuelo en las noches? ¿Me hará reír? ¿Me compondrá canciones? ¿Me cuidará cuando esté vieja y enferma?

—¿Qué quieres que hagamos? —inquirió lady Nym—. ¿Bajamos las lanzas, sonreímos y olvidamos lo que nos han hecho?

—Lo queramos o no, habrá guerra. Hay un niño sentado en el Trono de Hierro. Lord Stannis tiene el Muro y está atrayendo a los norteños a su causa. Las dos reinas pelean por Tommen como perras por un hueso. Los hombres del hierro han tomado las Escudo y suben por el Mander arrasándolo todo. Se adentran en el corazón del Dominio, así que Altojardín también tiene motivo para preocuparse. Nuestros enemigos están desorganizados: es el mejor momento.

—El mejor momento ¿para qué? ¿Para conseguir más calaveras? —Ellaria Arena se volvió hacia el príncipe—. Se niegan a entender; no lo soporto más.

—Vuelve con tus hijitas, Ellaria —le dijo Doran—. Te juro que no les pasará nada malo.

—Mi príncipe. —Ellaria le dio un beso en la frente y se retiró. Areo Hotah lamentó su partida.

«Es una buena mujer».

—Sé que quería a nuestro padre —comentó lady Nym—, pero es obvio que no lo conocía ni lo comprendía.

—Lo comprendía mucho mejor que tú, Nymeria. —El príncipe le lanzó una mirada enigmática—. Además, hizo feliz a tu padre. Un corazón bueno puede valer más que el orgullo o el valor. De todos modos, hay cosas que Ellaria no sabe ni tiene por qué saber. Esta guerra ya ha empezado.

—Sí. —Obara rio—. Nuestra querida Arianne se ha encargado de eso.

La princesa enrojeció, y Hotah detectó un destello de ira en los ojos de su padre.

—Hizo lo que hizo también por vosotras, así que sobran las burlas.

—Era una alabanza —insistió Obara Arena—. Demora las cosas cuanto quieras, enrédalas, intriga y pon todos los obstáculos que se te ocurran, tío, pero ser Balon acabará por encontrarse cara a cara con Myrcella en los Jardines del Agua, y seguramente notará que le falta una oreja. Y cuando la niña le diga que tu capitán rajó a Arys con esa esposa de acero que tiene, se va a…

—No. —La princesa Arianne se levantó de los cojines y puso una mano en el brazo de Hotah—. No fue así, prima. A ser Arys lo mató Gerold Dayne.

Las Serpientes de Arena cruzaron miradas.

—¿Estrellaoscura?

—Fue Estrellaoscura —asintió su princesita—. También intentó matar a Myrcella, y eso le dirá la niña a ser Balon.

—Al menos eso es verdad —sonrió Nym.

—Todo es verdad —intervino el príncipe con un gesto de dolor. «¿Qué le duele más? ¿La gota o la mentira?»—. Y ser Gerold ha huido y ya ha vuelto a Ermita Alta; está fuera de nuestro alcance.

—Estrellaoscura —murmuró Tyene con una risita—. ¿Por qué no? Todo esto es cosa suya. Lo que no se sabe es si ser Balon lo creerá.

—Sí, si lo oye de labios de Myrcella —insistió Arianne.

Obara soltó un bufido de incredulidad.

—Puede que mienta hoy y mienta mañana, pero más tarde o más temprano dirá la verdad. Si permitimos que ser Balon vuelva a Desembarco del Rey y lo cuente todo, sonarán los tambores y correrá la sangre. No debe salir de aquí.

—Sí, claro, podríamos matarlo —asintió Tyene—, pero entonces tendríamos que matar también al resto de su grupo, incluidos esos escuderos tan jovencitos, pobres. Sería un… Un lío.

El príncipe Doran cerró los ojos y volvió a abrirlos. Hotah advirtió que le temblaba la pierna debajo de la manta.

—Si no fuerais las hijas de mi hermano, volvería a meteros a las tres en las celdas y os dejaría allí hasta que se os quedaran los huesos grises. Pero lo que voy a hacer es llevaros a los Jardines del Agua. Allí, si tenéis cerebro suficiente, podréis aprender muchas lecciones.

—¿Lecciones? —bufó Obara—. Lo único que veremos serán niños desnudos.

—Exacto —asintió el príncipe—. Se lo he contado a ser Balon, aunque he omitido ciertas cosas. Mientras los niños chapoteaban en los estanques, Daenerys los contemplaba entre los naranjos y se dio cuenta de una cosa: no era capaz de distinguir a los nobles de los humildes. Desnudos, solo eran niños, todos inocentes, todos indefensos, todos merecedores de amor, protección y una larga vida. «Este es tu reino —explicó a su hijo y heredero—. Recuérdalos y tenlos presentes en todo lo que hagas». Esas mismas palabras me dijo mi madre cuando tuve edad para salir de los estanques. A un príncipe le resulta fácil ordenar que se esgriman las lanzas, pero al final, los que pagan el precio son los niños. No impulsarían a ningún príncipe sabio a emprender una guerra sin causa justificada, una guerra que no tuviera esperanzas de ganar.

»No estoy ciego ni sordo. Sé que todas me consideráis débil, miedoso, cobarde. Vuestro padre sí que me conocía. Oberyn siempre fue la víbora: mortífero, peligroso, imprevisible… Nadie se habría atrevido a pisotearlo. Yo era la hierba: agradable, complaciente, de buen olor, mecido por cualquier brisa… ¿Quién tiene miedo de pisar la hierba? Pero es la hierba la que oculta a la víbora de sus enemigos y la protege hasta que ataca. Vuestro padre y yo trabajábamos más unidos de lo que creéis…, pero ya no está con nosotros. Solo queda una pregunta: ¿puedo confiar en que sus hijas me sirvan y acaten mis órdenes?

Hotah las miró de una en una: Obara, con su cuero endurecido de herrajes oxidados, los ojos muy juntos y el pelo color rata; Nymeria, lánguida y elegante, de piel olivácea, con hilo de oro rojo entretejido en la larga trenza negra; Tyene, la de los ojos azules y el cabello rubio, la niña mujer de las manos suaves y las risitas. Fue Tyene la que respondió por todas.

—Lo que nos resulta difícil es no hacer nada, tío. Danos una misión, cualquier misión, y ningún príncipe habrá tenido siervas más leales y obedientes.

—Me alegro de oírlo —respondió el príncipe—, pero las palabras se las lleva el viento. Sois hijas de mi hermano y os quiero, pero no puedo confiar en vosotras. ¿Juráis servirme y hacer lo que os ordene?

—Si es necesario… —respondió lady Nym.

—Bien, pues juradlo ahora mismo, por la tumba de vuestro padre.

—Si no fueras nuestro tío… —empezó a decir Obara con el rostro retorcido por la ira.

—Soy vuestro tío. Y vuestro príncipe. Jurad ahora mismo, o marchaos.

—Lo juro —dijo Tyene—. Por la tumba de mi padre.

—Lo juro —dijo lady Nym—. Por Oberyn Martell, la Víbora Roja de Dorne, mucho más hombre que tú.

—Yo también —asintió Obara—. Por mi padre. Lo juro.

El príncipe se relajó parcialmente. Hotah observó cómo se acomodaba de nuevo en la silla, y extendió la mano para que la princesa Arianne se la cogiera.

—Cuéntaselo, padre.

El príncipe Doran inspiró a fondo, no sin cierta dificultad.

—Dorne todavía tiene amigos en la corte, y nos dicen cosas que no se quiere que sepamos. Esta invitación de Cersei es una artimaña. El plan es que Trystane no llegue a Desembarco del Rey: en el camino Real, unos forajidos asaltarán a la partida de ser Balon durante el viaje de vuelta, y mi hijo morirá. Si me invitan a la corte es para que presencie el ataque con mis propios ojos y pueda eximir a la reina de toda culpa. Ah, y esos forajidos no dejarán de gritar: «¡Mediohombre! ¡Mediohombre!». Hasta puede que ser Balon vea al Gnomo, pero nadie más, claro.

Areo Hotah creía hasta entonces que era imposible impresionar a las Serpientes de Arena. Se equivocaba.

—Que los Siete nos guarden —susurró Tyene—. ¿Trystane? ¿Por qué?

—Esa mujer está loca —dijo Obara—. No es más que un niño.

—Es monstruoso —asintió lady Nym—. Nunca lo habría creído de un caballero de la Guardia Real.

—Han jurado obedecer, igual que mi capitán —señaló el príncipe—. Yo también albergaba dudas, pero ya habéis visto como ha reculado ser Balon cuando he sugerido que hiciéramos el viaje por mar. Un barco habría dado al traste con los planes de la reina.

—Devuélveme mi lanza, tío. —Obara tenía el rostro congestionado—. Cersei nos ha mandado una cabeza. Deberíamos corresponder con un saco lleno.

El príncipe Doran alzó una mano. Tenía los nudillos oscuros como cerezas y casi del mismo tamaño.

—Ser Balon está bajo mi techo como invitado, y hemos compartido el pan y la sal. No le haré mal alguno. No. Iremos a los Jardines del Agua, donde escuchará a Myrcella y mandará un cuervo a su reina. La niña le pedirá que capture a quien la hirió, y si Swann es como creo, no podrá negarse. Obara, tú lo llevarás a Ermita Alta para que se enfrente a Estrellaoscura en su guarida. Aún no ha llegado la hora de que Dorne plante cara abiertamente al Trono de Hierro, así que tenemos que devolver a Myrcella a su madre, pero yo no voy a acompañarla. Tú serás quien vaya con ella, Nymeria. A los Lannister no les gustará, igual que no les gustó que les enviara a Oberyn, pero no se atreverán a negarse. Debemos tener una voz en el consejo y un oído en la corte. Pero ten mucho cuidado; Desembarco del Rey es un nido de víboras.

—Ya sabes que me encantan las serpientes, tío. —Lady Nym sonrió.

—¿Y yo? —quiso saber Tyene.

—Tu madre era septa, y Oberyn me dijo una vez que ya en la cuna te leía pasajes de La estrella de siete puntas. También quiero que tú vayas a Desembarco, pero a la otra colina. La Espada y la Estrella se ha refundado, y el nuevo septón supremo no es una marioneta como los anteriores. Tienes que intentar acercarte a él.

—¿Por qué no? El blanco me sienta bien. ¡Me hace parecer tan… pura…!

—Bien —asintió el príncipe—. Bien. —Titubeó un instante—. Si…, si pasa algo, os enviaré noticia por separado. En el juego de tronos, las cosas cambian muy deprisa.

—Sé que no nos fallaréis, primas. —Arianne fue hacia ellas y, una por una, las cogió de las manos y las besó en los labios—. Obara, tan valiente… Nymeria. Mi hermana… Tyene, cariño… Os quiero a todas. El sol de Dorne vaya con vosotras.

—Nunca doblegado, nunca roto —exclamaron al unísono las Serpientes de Arena.

Sus primas salieron de la estancia, pero Arianne se quedó, igual que Areo Hotah, como era su deber.

—Son dignas hijas de su padre —comentó el príncipe.

—Tres Oberyns con tetas —sonrió la princesita. El príncipe Doran se echó a reír. Hacía tanto que Hotah no oía una carcajada suya que había olvidado cómo sonaba—. Sigo pensando que a Desembarco del Rey debería ir yo, no lady Nym.

—Es demasiado peligroso. Tú eres mi heredera, el futuro de Dorne. Tienes que estar a mi lado. Pronto habrá otra tarea para ti.

—Eso último que les has dicho, lo del mensaje… ¿Has recibido noticias?

El príncipe Doran compartió con ella su sonrisa secreta.

—Sí, de Lys. Se ha reunido una gran flota que está lista para hacerse a la mar. Sobre todo naves volantinas que transportan un ejército. No se sabe de quién se trata ni cuál es su destino, pero se habla de elefantes.

—¿Y no de dragones?

—No, de elefantes. Pero es fácil esconder un dragón joven en la bodega de una coca. Daenerys es muy vulnerable en el mar; yo en su lugar ocultaría mis intenciones tanto como pudiera para tomar Desembarco del Rey por sorpresa.

—¿Crees que Quentyn estará con ellos?

—Es posible. O quizá no. Cuando toquen tierra, sabremos si se dirigen a Poniente. Quentyn la traerá por el Sangreverde si puede, pero no sirve de nada hablar del tema. Dame un beso; partiremos hacia los Jardines del Agua al amanecer.

«En ese caso, quizá emprendamos la marcha a mediodía», pensó Hotah.

Más tarde, tras la partida de Arianne, dejó el hacha y llevó al príncipe Doran en brazos a la cama.

—Ningún dorniense había muerto en esta guerra de los Cinco Reyes hasta que la Montaña le aplastó el cráneo a mi hermano —murmuró el príncipe en voz baja mientras Hotah lo cubría con la manta—. Decidme, capitán, ¿eso es para mí una vergüenza, o motivo de orgullo?

—No me corresponde a mí decirlo, mi príncipe. —«Servir. Proteger. Obedecer. Votos sencillos para hombres sencillos». Era todo lo que sabía.