El príncipe de Invernalia

La chimenea estaba llena de ceniza seca y renegrida, y no había en la habitación más calor que el de las velas. Cada vez que se abría una puerta, las llamas se estremecían y temblaban. La novia también estaba temblando. La habían vestido de lana blanca con ribetes de encaje; en las mangas y el corpiño llevaba adornos de perlas de río, e iba calzada con unas zapatillas de piel de cervatillo… preciosas, pero que no abrigaban demasiado. Tenía las mejillas blancas, sin sangre.

«Un rostro esculpido en hielo —pensó Theon Greyjoy al tiempo que le echaba por los hombros la capa ribeteada de piel—. Un cadáver enterrado en la nieve».

—Ha llegado el momento, mi señora.

Desde el otro lado de la puerta los llamaba el sonido de laúdes, flautas y tambores. La novia alzó los ojos hacia él, aquellos ojos pardos que brillaban a la luz de las velas.

—Seré una buena esposa para él; le seré leal… Lo complaceré; haré lo que quiera, le daré hijos, seré mejor esposa de lo que habría sido la auténtica Arya, ya lo verá.

«Sigue hablando así y morirás, o algo peor». Era una lección que había aprendido como Hediondo.

—Sois la auténtica Arya, mi señora. Arya de la casa Stark, hija de lord Eddard y heredera de Invernalia. —Tenía que aprender su nombre, ¡tenía que aprender su nombre!—. Arya Entrelospiés. Vuestra hermana os llamaba también Arya Caracaballo.

—Yo fui quien se inventó ese nombre, porque Arya tenía la cara alargada, como los caballos. Pero yo no; la mía era agraciada. —Las lágrimas acabaron por desbordarle los ojos—. Nunca fui bella, como Sansa, pero todos me decían que era agraciada. ¿A lord Ramsay le parezco agraciada?

—Sí —mintió—. Me lo ha dicho.

—Pero sabe quién soy. Sabe quién soy de verdad; se lo noto cuando me mira. Siempre parece enfadado, hasta cuando sonríe, pero no es culpa mía. Se dice que le gusta hacer daño.

—Mi señora no debería prestar atención a esas… mentiras.

—Se dice que os hizo daño a vos. En las manos y…

—Me… Me lo merecí. —Tenía la boca seca—. Lo hice enfadar. Vos no lo hagáis enfadar. Lord Ramsay es… un hombre bueno, de gran corazón. Si lo complacéis, os tratará bien. Sed buena esposa para él.

—Ayudadme. —La muchacha se agarró a él—. Por favor. Yo os miraba cuando estabais en el patio, jugando con las espadas. ¡Erais tan guapo…! —Le apretó el brazo—. Si huimos, seré vuestra esposa, o vuestra…, o vuestra puta… Lo que queráis. Podríais ser mi hombre.

—No… No soy el hombre de nadie. —Theon se liberó de su brazo. «Un hombre la ayudaría».—. Por favor, por favor, tenéis que ser Arya, tenéis que ser su esposa. Haced lo que quiera, o… Haced lo que quiera y ya está, y no volváis a decir que sois otra persona. —«Jeyne, se llama Jeyne». La música era cada vez más insistente—. Ya es la hora. Secaos los ojos. —«Ojos marrones. Deberían ser grises. Alguien se dará cuenta. Alguien se acordará»—. Muy bien. Ahora, sonreíd.

La niña lo intentó. Curvó hacia arriba los labios temblorosos, mostrando un poco los dientes.

«Bonitos dientes blancos, pero si lo hace enfadar, dejarán de ser bonitos». Tres de las cuatro velas se apagaron cuando abrió la puerta para llevar a la novia hacia la neblina donde aguardaban los invitados.

—¿Por qué yo? —había preguntado a lady Dustin cuando le dijo que sería el encargado de entregar a la novia.

—Ya no tiene padre ni hermanos. Su madre murió en Los Gemelos. Todos sus tíos están desaparecidos, muertos o prisioneros.

—Aún le queda un hermano. —«Aún le quedan tres hermanos», podría haber dicho—. Jon Nieve está con la Guardia de la Noche.

—Un hermano bastardo que ha jurado lealtad al Muro. Vos erais el pupilo de su padre, lo que os convierte en lo más parecido que tiene a un pariente vivo. Debéis ser quien entregue su mano.

«Lo más parecido que tiene a un pariente vivo». Theon Greyjoy se había criado con Arya Stark. Theon Greyjoy habría sabido que era una impostora. Si la gente veía que reconocía a aquella chica como Arya, los señores norteños que se habían reunido para presenciar el enlace no tendrían ningún motivo para dudar de su legitimidad. Stout, Slate, Umber Mataputas, los pendencieros Ryswell, los hombres de Hornwood, los primos Cerwyn, el gordo lord Wyman Manderly… Ninguno de ellos había conocido tan bien como él a las hijas de Ned Stark, y si alguno albergaba dudas en secreto, tendría seso suficiente para no dejarlas traslucir.

«Me están usando para tapar su engaño; le ponen mi cara a esta mentira». Por eso lord Bolton había vuelto a vestirlo de señor, para que representara su papel en aquella pantomima. En cuanto acabara, en cuanto la falsa Arya estuviera casada y encamada, Bolton ya no necesitaría para nada a Theon Cambiacapas.

—Si nos sirves bien, tras la derrota de Stannis trataremos la mejor manera de sentarte en el trono de su padre —le había dicho su señoría con aquella voz tan baja, aquella voz hecha para los susurros y las mentiras.

Theon no se había creído ni una palabra. Bailaría al son de su música porque no le quedaba más remedio, pero luego…

«Luego volverá a dejarme en manos de Ramsay —pensó—, y Ramsay me cortará más dedos y volverá a convertirme en Hediondo». A menos que los dioses fueran bondadosos y Stannis Baratheon cayera sobre Invernalia para pasarlos por la espada a todos, él incluido. Era lo máximo a lo que podía aspirar.

Por extraño que pareciera, en el bosque de dioses hacía más calor. Más allá de sus confines, el hielo cubría Invernalia. El hielo sucio hacía traicioneros los caminos, y la escarcha centelleaba a la luz de la luna en los paneles rotos de los invernaderos. El viento había amontonado la nieve contra las paredes hasta llenar todos los rincones, y había ventisqueros tan altos que ocultaban las puertas. Bajo la nieve quedaba la ceniza gris, y aquí y allá se veía una viga ennegrecida o un montón de huesos, aún con restos de pelo y piel. Los carámbanos colgaban de las almenas como lanzas y ribeteaban los torreones como los bigotes rígidos y blancos de un anciano. Pero el suelo del bosque de dioses no estaba congelado, y de los estanques de aguas termales se elevaba un vapor cálido como el aliento de un bebé.

La novia iba de blanco y gris, los colores que habría llevado la verdadera Arya de haber vivido lo suficiente para casarse. Theon iba de negro y oro, con la capa sujeta al hombro con un rudimentario kraken que le había forjado un herrero de Fuerte Túmulo a toda prisa, pero bajo la capucha tenía el pelo blanco y fino, y su piel era del gris enfermizo de un anciano.

«Por fin soy un Stark», pensó. Pasó bajo el arco de piedra con la novia del brazo, mientras los jirones de niebla se les enredaban en torno a las piernas. El sonido del tambor era tan trémulo como el latido del corazón de una doncella, y las flautas sonaban agudas, dulces, atrayentes. Sobre las copas de los árboles, una luna en cuarto creciente flotaba en el cielo oscuro, semioculta por la niebla, como un ojo que atisbara tras un velo de seda.

Theon Greyjoy conocía muy bien aquel bosque de dioses. Allí había jugado de niño a hacer saltar piedras en el estanque negro, bajo el arciano; había escondido sus tesoros en el tronco de un viejo roble; había cazado ardillas con el arco que él mismo se había fabricado… Más adelante, en muchas ocasiones se refrescó en los manantiales calientes las magulladuras sufridas tras entrenarse en el patio con Robb, Jory o Jon Nieve. Entre aquellos castaños, olmos y pinos soldado había encontrado refugio cuando quería estar solo. Allí había besado por primera vez a una chica, y allí, otra chica diferente lo hizo hombre sobre una manta áspera, a la sombra del alto centinela verdegrís.

Pero nunca había visto el bosque de dioses como en aquel momento: en penumbra, fantasmal, lleno de neblina cálida, luces flotantes y susurros que llegaban de todas partes y de ninguna. Bajo los árboles, los manantiales calientes humeaban; de la tierra se alzaban nubes de vapor que amortajaban los árboles con su húmedo aliento y trepaban por los muros para formar cortinajes que cubrían las ventanas.

Había una especie de camino, un sendero de guijarros musgosos, casi oculto bajo la tierra y las hojas caídas, con trampas en forma de raíces que sobresalían del suelo. Por allí llevó a la novia.

«Jeyne, se llama Jeyne». No, no debía pensar aquello. Si se le escapaba ese nombre de los labios, le costaría un dedo o una oreja. Caminó despacio, dando cada paso con cautela. Los dedos que le faltaban en los pies hacían que su paso fuera vacilante si intentaba darse prisa, y un tropezón sería terrible. Si estropeaba la boda de lord Ramsay con un tropezón, lord Ramsay castigaría su torpeza desollándole el pie que le hubiera faltado al respeto.

La niebla era tan densa que solo se veían los árboles más cercanos, y más allá, sombras altas y luces tenues. Las velas titilaban al borde del sendero serpenteante y entre los árboles, como luciérnagas blancas que flotaran en un cálido puré gris. Aquello parecía un inframundo extraño, un lugar intemporal entre universos, donde los condenados vagaban pesarosos antes de encontrar el camino de descenso hacia el infierno al que los habían hecho acreedores sus pecados.

«¿Todos estamos muertos? ¿Stannis llegó y nos mató mientras dormíamos? ¿La batalla está aún por acontecer, o ya hemos luchado y hemos perdido?».

Aquí y allá, una antorcha que ardía voraz proyectaba un resplandor rojizo sobre los invitados. La niebla moldeaba la luz cambiante y les retorcía los rasgos hasta hacerlos parecer medio animales, medio humanos. Lord Stout se convirtió en un mastín; el anciano lord Locke, en un buitre; Umber Mataputas, en una gárgola; Walder Frey el Mayor, en un zorro; Walder el Pequeño, en un toro rojo al que solo le faltaba un aro en la nariz. En cuanto a Roose Bolton, su rostro era una pálida máscara gris con dos esquirlas de hielo sucio por ojos.

Sobre ellos, los árboles estaban llenos de cuervos, que contemplaban la pompa y el boato desde las ramas desnudas, con las plumas ahuecadas.

«Los pájaros del maestre Luwin. —Luwin había muerto y su torre de maestre había ardido, pero los cuervos seguían allí—. Este es su hogar». Theon habría querido saber qué se sentía al tener un hogar.

En aquel momento, la niebla se abrió como el telón de un espectáculo para mostrar un nuevo escenario. El árbol corazón apareció ante ellos con sus ramas huesudas extendidas. Las hojas caídas rodeaban el grueso tronco blanco en montones pardos y rojizos. Era el árbol que tenía más cuervos posados, y parloteaban en el idioma secreto de los asesinos. Bajo ellos se encontraba Ramsay Bolton, con unas botas altas de cuero gris y un jubón de terciopelo negro con aberturas que dejaban ver el forro de seda rosa tachonado de granates con forma de lágrimas. Una sonrisa bailaba en su rostro.

—¿Quién viene? —Tenía los labios húmedos y el cuello enrojecido por encima de la ropa—. ¿Quién se presenta ante el dios?

—Arya de la casa Stark se presenta para contraer matrimonio —respondió Theon—. Es una mujer adulta que ya ha florecido, es de nacimiento legítimo y alta cuna, y acude a rogar la bendición de los dioses. ¿Quién viene a pedirla?

—Yo —respondió Ramsay—, Ramsay de la casa Bolton, señor de Hornwood y heredero de Fuerte Terror; yo vengo a pedirla. ¿Quién viene a entregarla?

—Theon de la casa Greyjoy, que fue pupilo de su padre. —Se volvió hacia la novia—. Lady Arya, ¿aceptáis a este hombre?

La niña alzó los ojos hacia él.

«Ojos marrones, no grises. ¿Es que todos están ciegos? —Durante largos instantes no dijo nada, aunque aquellos ojos suplicaban—. Es tu oportunidad. Díselo. Díselo ahora. Grita tu nombre ante todos. Diles que esa no es Arya Stark; que el Norte sepa que te han obligado a tomar parte en esto». Eso haría que la mataran, claro, y también a él, pero tal vez Ramsay, iracundo, los matara deprisa. Quizá los antiguos dioses del Norte le otorgaran esa pequeña gracia.

—Acepto a este hombre —susurró la novia.

A su alrededor, las luces que brillaron en la niebla eran un centenar de velas blancas como estrellas amortajadas. Theon retrocedió, y Ramsay y la novia se cogieron de la mano y se arrodillaron con la cabeza inclinada. Los ojos rojos tallados en el arciano los miraron desde arriba, por encima de la gran boca roja abierta que parecía a punto de echarse a reír. En las ramas más altas graznó un cuervo.

Tras unos momentos de oración silenciosa, el hombre y la mujer se pusieron en pie. Ramsay desabrochó la capa que Theon le había puesto poco antes a la novia, la gruesa capa de lana blanca con ribete de piel gris que mostraba el lobo huargo de la casa Stark, y la sustituyó por una capa rosa salpicada de granates rojos como los que adornaban su jubón. En la espalda lucía al hombre desollado de Fuerte Terror en cuero rojo rígido, sombrío y repulsivo.

Todo terminó en un abrir y cerrar de ojos. Las bodas del Norte eran rápidas, Theon suponía que gracias a que no había sacerdotes, pero fuera cual fuera el motivo, en aquel momento le pareció una bendición. Ramsay Bolton cogió en brazos a su esposa y atravesó la bruma con ella, seguido por lord Bolton y su lady Walda, y a continuación, el resto de los invitados. Los músicos volvieron a tocar, y el bardo Abel entonó «Dos corazones que laten como uno». Dos mujeres unieron sus voces a la suya para crear una dulce armonía.

«¿Debería rezar? ¿Me escucharán los antiguos dioses si les hablo?». No eran sus dioses; nunca lo habían sido. Él era un hijo del hierro, hijo de Pyke; su dios era el Dios Ahogado de las islas… Pero Invernalia estaba a muchas leguas del mar, y hacía demasiado tiempo que ningún dios le prestaba oído. Ya no sabía quién era, ni qué era, ni por qué seguía vivo, ni por qué había llegado a nacer.

—Theon —pareció susurrarle una voz.

Levantó la cabeza de golpe.

—¿Quién ha dicho eso?

A su alrededor solo había árboles semiocultos por la niebla. Había sido una voz débil como el crujido de las hojas, fría como el odio.

«¿La voz de un dios? ¿La voz de un fantasma? —¿Cuántos habían muerto el día en que tomó Invernalia?—. Cuando murió Theon Greyjoy para renacer como Hediondo. Hediondo, que rima con fondo».

De repente deseó estar muy lejos de allí.

Cuando salió del bosque de dioses, el frío se cernió sobre él como un lobo hambriento y lo atrapó entre los dientes. Bajó la cabeza para protegerse del viento y se dirigió a la gran sala; tuvo que apresurarse para no perder de vista la larga hilera de velas y antorchas. El hielo crujía bajo sus botas, y una ráfaga repentina le quitó la capucha, como si un fantasma se la hubiera agarrado con unos dedos gélidos que trataran de desgarrarle la cara.

Para Theon Greyjoy, Invernalia estaba llena de fantasmas.

Aquel no era el castillo que recordaba del verano de su juventud. Lo que quedaba era un lugar herido y maltrecho, más una ruina que una fortificación, un hervidero de cuervos y cadáveres. La gran muralla seguía en pie porque el granito no cedía ante el fuego, pero casi todas las torres y edificios habían perdido la techumbre, y unos cuantos se habían derrumbado. La paja y la madera habían ardido casi por completo, y tras los paneles destrozados del invernadero, las frutas y verduras que habrían dado de comer al castillo todo el invierno habían quedado muertas, negras, heladas. El patio estaba lleno de carpas semienterradas en la nieve. Roose Bolton había instalado a su ejército dentro de la muralla, y también a sus amigos los Frey. Entre las ruinas había miles de hombres que atestaban los patios o dormían en bodegas, torres sin tejado o edificios que llevaban siglos abandonados.

De las cocinas reconstruidas y los barracones con techo nuevo se alzaban columnas de humo gris. Las almenas estaban coronadas de nieve y plagadas de carámbanos.

«Los colores de los Stark. —Theon no habría sabido decir si le resultaba ominoso o lo tranquilizaba. Hasta el cielo estaba gris—. Gris, gris y más gris. El mundo entero, mire hacia donde mire, es gris. Todo es gris, menos los ojos de la novia. —Los ojos de la novia eran marrones—. Marrones y aterrados. —No era justo que lo mirase implorándole que la rescatara. ¿Qué pensaba? ¿Que iba a presentarse a lomos de un caballo alado para sacarla de allí, como en las leyendas que tanto les gustaban a Sansa y a ella? ¡Si ni siquiera podía ayudarse a sí mismo!—. Hediondo, Hediondo, rima con lirondo».

Por todo el patio había cadáveres que se mecían colgados de sogas, con rostros hinchados llenos de escarcha. Antes de la llegada de la vanguardia de Bolton, Invernalia estaba atestada de ocupantes indeseados. Sus hombres expulsaron a punta de lanza a dos docenas de ellos que habían anidado entre los torreones y edificios semiderruidos del castillo. A los más osados y pendencieros los ahorcaron, y a los demás los pusieron a trabajar. Lord Bolton les había prometido clemencia a cambio de sus servicios. Muy cerca de allí, en el bosque de los Lobos, había piedra y madera en abundancia, así que pronto hubo portones nuevos donde estaban los que se habían quemado. A continuación retiraron los escombros del tejado del edificio principal y levantaron otro a toda prisa. Una vez terminadas las obras, lord Bolton ahorcó a los trabajadores. Fiel a su palabra, mostró clemencia y no desolló a ninguno.

Para entonces ya había llegado el resto del ejército de Bolton; hicieron ondear el león y el venado del rey Tommen sobre la muralla de Invernalia al viento aullante del norte, y bajo él, el hombre desollado de Fuerte Terror. Theon llegó con el grupo de Barbrey Dustin, que acompañaba a la señora, a sus hombres de Fuerte Túmulo y a la novia. Lady Dustin se había empeñado en custodiar personalmente a lady Arya hasta que estuviera desposada, pero había llegado el momento.

«Ahora pertenece a Ramsay. Ha pronunciado los votos. —Aquel matrimonio convertía a Ramsay en señor de Invernalia. Mientras Jeyne no desatara su cólera, él no tendría motivo para hacerle ningún daño—. Arya. Se llama Arya».

A Theon le dolían terriblemente las manos a pesar de los guantes forrados de piel; lo que más le dolía eran los dedos que le faltaban. ¿De verdad había habido un tiempo en que las mujeres anhelaban sus caricias?

«Me convertí en príncipe de Invernalia, y estas son las consecuencias. —Creyó que se cantarían canciones sobre él durante cien años, que se relatarían historias sobre su coraje y osadía. Pero si alguien se dignaba hablar de él sería para llamarlo Theon Cambiacapas, y las historias narrarían su traición—. Esta no fue nunca mi casa; no era más que un rehén. —Lord Stark no lo había tratado con crueldad, pero la larga sombra acerada de su mandoble se interpuso siempre entre ellos—. Era amable conmigo, pero nunca cariñoso. Sabía que era posible que algún día tuviera que matarme».

Theon atravesó el patio con la mirada gacha, esquivando las tiendas.

«Fue en este patio donde aprendí a luchar», pensó al tiempo que recordaba los cálidos días de verano que había pasado con Robb y Jon Nieve, bajo la atenta mirada del anciano ser Rodrik. Eran los tiempos en que no le faltaba ninguna parte del cuerpo, los tiempos en que era tan capaz de empuñar una espada como cualquier otro hombre. Pero el patio cobijaba también recuerdos más tenebrosos. Era allí donde había reunido a los hombres de los Stark la noche en que Bran y Rickon huyeron del castillo. Por aquel entonces, Ramsay era Hediondo; estaba a su lado y le susurró que debería desollar a unos cuantos prisioneros para que confesaran hacia dónde habían huido los niños.

«Mientras yo sea príncipe de Invernalia, aquí nadie desollará a nadie —había respondido Theon, sin imaginar lo breve que sería su reinado—. Aquí no me va a ayudar nadie. Los conozco a todos desde pequeño, y nadie va a mover un dedo por mí». Pese a todo, había hecho lo posible por protegerlos, pero en cuanto Ramsay dejó de ser Hediondo los pasó por la espada a todos, incluidos los hijos del hierro.

«Prendió fuego a mi caballo. —Lo último que vio el día en que cayó el castillo fue a Sonrisas bañado en fuego, con llamas que le devoraban las crines, coceando, relinchando, con los ojos desorbitados de terror—. Fue aquí, en este mismísimo patio».

Las puertas del salón principal se alzaban ante él; eran nuevas: las habían hecho para sustituir a las que se habían quemado, y le parecieron bastas, feas, unos simples tablones sin pulir juntados de cualquier manera. Ante ellas montaban guardia dos lanceros que se arrebujaban en sus gruesas capas de piel para intentar resguardarse del frío que les escarchaba la barba. Miraron a Theon con resentimiento cuando pasó cojeando peldaños arriba, empujó la puerta de la derecha y entró en la estancia.

Dentro, el calor era reconfortante, las antorchas lo bañaban todo con su luz y la estancia estaba tan abarrotada como la recordaba de los viejos tiempos. Theon se dejó bañar por la calidez y luego se dirigió al fondo. Los hombres tenían que sentarse muy juntos en los bancos, tanto que los criados apenas podían pasar entre ellos para servirles. Hasta los señores y caballeros de alto rango disfrutaban de menos espacio que de costumbre.

Ya cerca del estrado, Abel rasgueaba el laúd y cantaba «Hermosas doncellas de verano».

«Tiene ínfulas de bardo, pero no es más que un adulador». Lord Manderly había llegado de Puerto Blanco acompañado por músicos, pero ninguno de ellos cantaba, así que cuando Abel se presentó en el castillo con un laúd y seis mujeres, lo acogieron bien.

—Dos hermanas, dos hijas, una esposa y mi anciana madre —aseguró el cantor, aunque ninguna se le parecía ni por asomo—. Unas bailan, otras cantan, una toca la flauta y otra el tambor. También son buenas lavanderas.

Bardo o adulador, Abel tenía una voz aceptable y tocaba pasablemente. Allí, entre las ruinas, no se podía pedir más.

Los estandartes adornaban todas las paredes: las cabezas de caballo de los Ryswell en oro, leonado, cenizo y sable; el gigante rugiente de la casa Umber; la mano de piedra de la casa Flint de Dedo de Pedernal; el alce de los Hornwood; el tritón de los Manderly; el hacha de combate negra de Cerwyn, y los pinos de Tallhart. Pero los vivos colores no alcanzaban a cubrir las paredes ennegrecidas ni los tablones que tapaban los huecos donde habían estado las ventanas. Hasta el techo quedaba fuera de lugar, con las vigas nuevas de madera clara, cuando las antiguas habían quedado casi negras tras siglos de humo.

Los estandartes más grandes se encontraban detrás del estrado, donde el lobo huargo de Invernalia y el hombre desollado de Fuerte Terror colgaban tras los novios. La visión del estandarte de los Stark conmocionó a Theon más de lo que habría creído posible.

«No es así, no es así, y los ojos de la chica tampoco son así». El escudo de la casa Poole representaba un roel azur sobre campo blanco con orla gris. Esas eran las armas que deberían haber colgado tras ella.

—Theon Cambiacapas —le dijo alguien al pasar.

Otros apartaron la vista para evitarlo. Otro escupió al suelo.

«¿Por qué no?». Era el canalla que había tomado Invernalia a traición, había matado a los que prácticamente eran sus hermanos, había entregado a sus propios hombres para que los desollaran en Foso Cailin y había llevado a la que prácticamente era su hermana a la cama de lord Ramsay. A Roose Bolton le resultaba útil, pero los auténticos norteños lo despreciaban.

Los dedos que le faltaban en el pie izquierdo le daban un andar inclinado, torpe, cómico. Oyó la carcajada de una mujer a sus espaldas. Hasta en aquel cementerio helado, rodeado de nieve, hielo y muerte, había mujeres.

«Lavanderas». Era la manera cortés de decir vivanderas, que era la manera cortés de decir putas.

Theon no habría sabido decir de dónde salían. Aparecían como los gusanos en un cadáver o los cuervos tras una batalla. Eran la retaguardia de todo ejército. Algunas eran putas curtidas, capaces de follarse a veinte hombres en una noche y tumbarlos a todos bebiendo. Otras parecían inocentes como doncellas, pero solo se trataba de otro gaje del oficio. Había novias de campamento, seguidoras de un soldado al que estaban unidas por palabras susurradas ante cualquier dios, pero condenadas al olvido en cuanto terminara la guerra. De noche calentaban la cama de su hombre; de día le parcheaban los agujeros de las botas; al atardecer le preparaban la cena, y tras la batalla saqueaban cuanto podían de su cadáver. Las había que lavaban y todo. Solían ir acompañadas de mocosos bastardos, críos sucios y lastimosos nacidos en cualquier campamento.

Y hasta esas mujeres se atrevían a reírse de Theon Cambiacapas.

«Que se rían». Su orgullo había muerto allí, en Invernalia. En las mazmorras de Fuerte Terror no quedaba lugar para esas cosas. Ninguna risa podía hacer daño al que había probado las caricias del cuchillo de desollar.

Por alcurnia y linaje le correspondía un asiento en el estrado, a un extremo de la mesa, junto a la pared. A su izquierda se encontraba lady Dustin, vestida como siempre con lana negra de corte austero y sin adornos. A su derecha no había nadie.

«Tienen miedo de que la deshonra sea contagiosa». De haberse atrevido, se habría echado a reír.

La novia ocupaba el lugar más destacado, entre Ramsay y su padre. Siguió allí sentada y cabizbaja cuando Roose Bolton propuso un brindis en honor de lady Arya.

—Sus hijos convertirán en una nuestras dos antiguas casas —dijo— y pondrán fin a la larga enemistad de los Stark y los Bolton. —Hablaba en voz tan baja que la estancia entera quedó en silencio, porque los presentes tenían que hacer un verdadero esfuerzo para oírlo—. Siento mucho que nuestro querido amigo Stannis no haya considerado oportuno reunirse aún con nosotros —continuó entre las carcajadas de los presentes—, ya que me consta que Ramsay quería ofrecer su cabeza a lady Arya como regalo de bodas. —Más risas—. Le daremos una bienvenida espléndida cuando llegue, una bienvenida digna de los auténticos norteños. Pero hasta entonces, comamos, bebamos, seamos felices… Porque se nos viene encima el invierno, amigos míos, y muchos no viviremos para recibir la primavera.

El señor de Puerto Blanco había proporcionado la comida y la bebida: cerveza negra y rubia, y vinos tintos, dorados y lavanda, transportados desde el cálido sur en el vientre de sus barcos o envejecidos en sus propias bodegas. Los invitados se atiborraron de pasteles de bacalao y calabaza, montañas de coles verdes, enormes quesos, humeantes fuentes de carnero y costillas de buey asadas, y por último, tres tartas de boda como ruedas de carro: gigantescos hojaldres rellenos de zanahorias, cebollas, nabos, chirivías, setas y cerdo condimentado flotando en una espesa salsa parduzca. Ramsay las cortó con su falcata y Wyman Manderly en persona se encargó de servirlas: puso las primeras porciones humeantes ante Roose Bolton y su gruesa esposa Frey, y las siguientes, ante ser Hosteen y ser Aenys, los hijos de Walder Frey.

—Jamás habréis probado una tarta mejor, mis señores —declaró el obeso señor—. Regadla con dorado del Rejo y saboread hasta la última miga, como voy a hacer yo.

Fiel a su palabra, Manderly devoró seis trozos, dos de cada tarta, sin dejar de relamerse, palmearse la barriga y atiborrarse hasta que tuvo la pechera de la túnica pringada de salsa y la barba salpicada de migas de hojaldre. Ni siquiera Walda Frey la Gorda fue rival para su glotonería, aunque devoró tres trozos enteros. Ramsay también comió con apetito, pero su pálida novia apenas llegó a mirar la porción que le habían puesto delante. Cuando alzó la vista hacia Theon tenía los grandes ojos marrones cargados de miedo.

No se había permitido a nadie entrar con espada, pero todos llevaban puñal, hasta Theon Greyjoy, porque era la única manera de cortar la carne. Cada vez que miraba a la chica que se había llamado Jeyne Poole sentía el peso del acero al costado.

«No puedo salvarla —pensó—, pero me resultaría fácil matarla. Nadie lo vería venir. Podría pedirle que me concediera el honor de un baile y degollarla. Sería lo más misericordioso. Y si los antiguos dioses escuchan mis oraciones, Ramsay, encolerizado, me matará de inmediato». Theon no tenía miedo de morir. Debajo de Fuerte Terror había descubierto que existían cosas mucho peores que la muerte. Ramsay le había enseñado la lección dedo por dedo, y no la olvidaría jamás.

—No estáis comiendo —observó lady Dustin.

—No.

Le costaba mucho comer; Ramsay le había roto tantos dientes y muelas que le resultaba doloroso masticar. Beber, en cambio, era mucho más fácil, aunque tenía que agarrar la copa con las dos manos para que no se le cayera.

—¿No os gusta el cerdo, mi señor? Pues es la mejor tarta que hemos probado jamás, o eso asegura nuestro grueso amigo. —Movió la copa de vino para señalar a lord Manderly—. ¿Habíais visto alguna vez a un gordo tan feliz? Solo le falta bailar, y está sirviendo la comida en persona.

Era verdad. El señor de Puerto Blanco era la viva imagen del gordo alegre, todo sonrisas y carcajadas, que no dejaba de bromear con otros señores, darles palmadas en la espalda o pedir una canción u otra a los músicos.

—¡Venga, bardo, «La noche que terminó»! —gritó—. Seguro que a la novia le va a gustar. O cántanos la del valiente Danny Flint y haznos llorar.

Cualquiera que lo viera pensaría que era él el recién casado.

—Está borracho —dijo Theon.

—Lo que hace es ahogar el miedo. Es un cobarde de los pies a la cabeza.

Theon no estaba tan seguro. Los hijos de lord Manderly también estaban gordos, pero eso no los había privado de valentía en el campo de batalla.

—Los hijos del hierro también celebran banquetes antes de luchar. Un último beso a la vida, por si acaso la muerte está al acecho. Si viniera Stannis…

—Vendrá, vendrá, no le queda más remedio —replicó lady Dustin con una risita—. Y cuando venga, el gordo se cagará encima. Su hijo murió en la Boda Roja, y aun así ha compartido el pan y la sal con los Frey, los acoge bajo su techo y va a casar a su nieta con uno de ellos. Hasta les sirve tarta. Los Manderly ya tuvieron que huir del sur una vez, expulsados de sus tierras y castillos por sus enemigos. La sangre que corre por sus venas es la misma. No me cabe duda de que el gordo daría cualquier cosa por matarlos, pero aunque le sobre tamaño, le faltan agallas. Bajo esa mole de carne sudorosa late un corazón tan cobarde y servil… como el tuyo.

Las últimas palabras fueron un aguijonazo, pero Theon no se atrevió a responder en los mismos términos. Sabía que pagaría cualquier insolencia con piel.

—Si mi señora cree que lord Manderly piensa traicionarnos, a quien debería decírselo es a lord Bolton.

—¿Crees que Roose no lo sabe? Eres imbécil. Míralo bien, mira cómo vigila a Manderly. Roose no se lleva ni una miga a los labios hasta que no ve a lord Wyman comer de la misma fuente. Ni prueba el vino hasta que ve a Manderly beber del mismo barril. Creo que le habría encantado que el gordo se guardara alguna artimaña en la manga; le habría parecido de lo más divertido. No sé si lo sabes, pero Roose no tiene sentimientos. Esas sanguijuelas que tanto le gustan le sorbieron las pasiones hace años. No ama, no odia, no sufre. Para él, todo esto no es más que un juego que le hace cierta gracia. Hay quien caza, hay quien cría halcones, hay quien apuesta a los dados y Roose juega con las personas. Contigo, conmigo, con estos Frey, con lord Manderly, con su regordeta esposa nueva, hasta con su bastardo… No somos más que juguetes para él. —Lady Dustin tendió la copa a un criado para que se la llenara, y le indicó que hiciera lo propio con la de Theon—. Seamos sinceros: lord Bolton no se conformará con ser un simple señor. ¿Por qué no rey del Norte? Tywin Lannister ha muerto, el Matarreyes está tullido, el Gnomo ha escapado… Los Lannister ya no son lo que eran, y tú tuviste la gentileza de librarlo de los Stark. El viejo Walder Frey no tendrá nada en contra de que su Walda la Gorda llegue a reina. Puerto Blanco podría suponer un problema si lord Wyman sobreviviera a la batalla que se avecina, pero estoy convencida de que no será así. Lo mismo pasará con Stannis; Roose se los quitará de en medio a ambos, igual que se quitó de en medio al Joven Lobo. ¿Quién más queda?

—Vos —señaló Theon—. Quedáis vos. La señora de Fuerte Túmulo, Dustin por matrimonio y Ryswell por nacimiento.

Aquello pareció agradar a la dama, que bebió un traguito de vino, con los ojos chispeantes.

—La viuda de Fuerte Túmulo… y sí, podría suponer una molestia si así lo quisiera. Roose lo sabe, por supuesto, de modo que se esfuerza por tenerme de buen humor.

Habría añadido algo más, pero en aquel momento vio a los maestres. Eran tres y habían entrado juntos por la puerta del señor, tras el estrado: uno alto, otro regordete y el tercero muy joven, aunque por sus túnicas y cadenas parecían tres gotas de la misma fuente negra. Antes de la guerra, Medrick estaba al servicio de lord Hornwood; Rhodry, al de lord Cerwyn, y el joven Henly, al de lord Slate. Roose Bolton los había llevado a todos a Invernalia para que se ocuparan de los cuervos de Luwin y volviera a ser posible enviar y recibir mensajes.

Lady Dustin frunció los labios con gesto de asco al ver como el maestre Medrick apoyaba una rodilla en el suelo para susurrar algo al oído de Bolton.

—Si fuera reina, lo primero que haría sería matar a todas esas ratas grises. Corretean de aquí para allá y viven de las migajas de sus señores, parlotean entre ellos y susurran a los oídos de sus amos. Pero en realidad, ¿quién es el amo y quién el siervo? Todo gran señor tiene maestre; todo señor menor aspira a tenerlo. Quien no tiene maestre no es nadie. Las ratas grises leen y escriben nuestras cartas, incluso las de los señores que no saben leer, y ¿quién puede aseguramos que no tergiversan las palabras para perseguir sus fines? ¿Para qué sirven los maestres?

—Nos curan —dijo Theon. Parecía que era lo que se esperaba de él.

—Sí, nos curan. No he dicho que no sean sutiles. Se ocupan de nosotros cuando estamos enfermos y heridos, o preocupados por la enfermedad de un padre o un hijo. Están a nuestro lado cuando somos más débiles y vulnerables. A veces nos curan y les estamos agradecidos. Cuando no lo consiguen, nos consuelan y también les estamos agradecidos. Para demostrar nuestra gratitud los acogemos bajo nuestro techo, les damos acceso a todos nuestros secretos y vergüenzas, aceptamos y seguimos su consejo… Y así, el señor se convierte en siervo.

»Eso fue lo que pasó con lord Rickard Stark. Su rata gris era el maestre Walys. Qué listos son estos maestres, ¿no? Solo conocemos su nombre, aunque muchos tuvieran apellido antes de llegar a la Ciudadela. Así no sabemos quiénes son en realidad ni de dónde vienen… Pero no es imposible averiguarlo con un poco de astucia. Antes de forjarse la cadena, el maestre Walys se llamaba Walys Flores. Flores, Colina, Ríos, Nieve… Son los apellidos que ponemos a los bastardos para reconocerlos; pero en cuanto pueden se los quitan de encima. La madre de Walys Flores era una Hightower, y su padre, según se decía, un archimaestre de la Ciudadela. Las ratas grises no son tan castas y puras como quieren hacemos creer, y los maestres de Antigua son los peores. En cuanto se forjó la cadena, su padre secreto y los amigos de este lo mandaron a Invernalia, para que emponzoñara los oídos de lord Rickard con palabras dulces como la miel. El matrimonio con la casa Tully fue cosa suya, no me cabe duda, no…

Se interrumpió cuando Roose Bolton se puso de pie, con los ojos claros brillantes a la luz de las antorchas.

—Queridos amigos —empezó, y el silencio que se hizo rápidamente en la estancia fue tal que Theon pudo oír el viento que golpeaba los tablones de las ventanas—. Stannis y sus caballeros han salido de Bosquespeso bajo el estandarte de su nuevo dios, ese dios rojo. Los clanes de las colinas norteñas vienen con él a lomos de sus jamelgos de mierda. Si el clima les es propicio, pueden llegar en menos de quince días. Lord Carroña Umber baja por el camino Real, y los Karstark vienen del este. Su intención es reunirse aquí con lord Stannis y arrebatarnos este castillo.

Ser Mosteen Frey se puso en pie.

—Deberíamos ir a su encuentro. ¿Por qué vamos a darles ocasión de aunar fuerzas?

«Porque Arnolf Karstark solo espera la señal de lord Bolton para cambiar de capa», pensó Theon mientras los demás señores gritaban consejos a la vez. Lord Bolton alzó las manos para demandar silencio.

—Mis señores, este lugar no es apropiado para discusiones de esta índole. Vayamos a una estancia más privada mientras mi hijo consuma el matrimonio. Los demás, quedaos aquí y disfrutad de la comida y la bebida.

El señor de Fuerte Terror salió, seguido por los tres maestres, y otros señores y capitanes se levantaron para ir tras él. Hother Umber, el anciano flaco al que llamaban Mataputas, tenía el ceño fruncido y gesto hosco. Lord Manderly estaba tan borracho que hicieron falta cuatro hombres fuertes para ayudarlo a salir.

—Tendría que haber una canción sobre el Cocinero Rata —iba mascullando cuando pasó tambaleante junto a Theon, apoyado en sus caballeros—. Bardo, cántanos una canción sobre el Cocinero Rata.

Lady Dustin fue la última en levantarse. Cuando salió la dama, la estancia se hizo repentinamente sofocante, y Theon se dio cuenta, al tratar de ponerse en pie, de que había bebido mucho. Se apartó de la mesa y tropezó con una criada, haciéndola derramar una frasca. El vino le salpicó las botas y los calzones como una oscura marea roja. Una mano lo agarró por el hombro, y cinco dedos duros como el hierro se le hincaron en la carne.

—Se requiere tu presencia, Hediondo —dijo ser Alyn, con el aliento maloliente por culpa de los dientes cariados. Polla Amarilla y Damon Bailaparamí estaban con él—. Dice Ramsay que le tienes que llevar a la novia a la cama.

«He hecho lo que me correspondía —pensó con un escalofrío de terror—. ¿Por qué yo?». Pero no era tan idiota como para poner objeciones.

Lord Ramsay ya había salido de la estancia. Su esposa, abandonada y aparentemente olvidada, seguía encogida y silenciosa bajo el estandarte de la casa Stark, con una copa de plata que agarraba con las dos manos. A juzgar por la mirada que le dirigió cuando se acercó a ella, había vaciado aquella copa más de una vez. Quizá creyera que, si bebía lo suficiente, lo que tenía por delante se le haría más llevadero. Theon sabía que no tendría tanta suerte.

—Venid, lady Arya —dijo—. Es hora de que cumpláis vuestro deber.

Theon escoltó a la niña a través de la puerta trasera de la estancia, y cruzaron el gélido patio en dirección al Gran Torreón acompañados por seis hombres de los Bribones del Bastardo. Había tres tramos de peldaños que llevaban al dormitorio de lord Ramsay, una de las habitaciones que menos habían sufrido los efectos del incendio. Mientras subían, Damon Bailaparamí no paró de silbar, mientras que Desollador alardeaba de que lord Ramsay le había prometido un trozo de la sábana ensangrentada como muestra de aprecio.

El dormitorio estaba preparado para la consumación. Todo el mobiliario era nuevo, llegado de Fuerte Túmulo en la caravana del equipaje. La cama con dosel tenía un colchón de plumas y cortinas de terciopelo rojo sangre. El suelo de piedra estaba cubierto de pieles de lobo. En la chimenea ardía un fuego, y en la mesilla de noche, una vela. En el aparador había una frasca de vino, dos copas y medio queso azul.

También había un sillón de roble negro tallado con asiento de cuero rojo. En él estaba sentado lord Ramsay cuando entraron. La salivilla le brillaba en los labios.

—Aquí llega mi preciosa doncella. Bien hecho, chicos, ya podéis marcharos. Tú no, Hediondo, tú te quedas.

«Hediondo, Hediondo, has tocado fondo. —Sintió calambres en los dedos que había perdido, dos en la mano izquierda y uno en la derecha. Apoyado en su cadera reposaba el puñal, dormido en su vaina de cuero, sí, pero pesado, tan, tan pesado…—. En la mano derecha solo me falta el pulgar —se recordó—. Aún puedo empuñar un cuchillo».

—¿En qué puedo servir a mi señor?

—Tú eres quien me ha entregado a la moza, así que te corresponde abrir el regalo. Vamos a echarle un vistazo a la hijita de Ned Stark.

«No es familia de lord Eddard —estuvo a punto de decir Theon—. Ramsay lo sabe, tiene que saberlo. ¿A qué juego cruel está jugando ahora?». La niña estaba de pie junto a la cama, temblando como un cervatillo.

—Lady Arya, tenéis que daros la vuelta; voy a desataros la lazada de la túnica.

—No. —Lord Ramsay se sirvió una copa de vino—. Con las lazadas se tarda mucho. Corta la tela.

Theon desenvainó el puñal.

«Ahora solo tengo que girar y clavárselo. Tengo el cuchillo en la mano. —Pero ya conocía bien el juego—. Es otra trampa —se dijo, recordando a Kyra con las llaves—. Quiere que intente matarlo, y cuando fracase me desollará la mano con la que esgrimí el puñal». Agarró las faldas de la novia.

—No os mováis, mi señora.

La túnica quedaba suelta bajo la cintura, así que no le costó introducir la hoja y cortar hacia arriba con cuidado de no herirla. El acero susurró a través de la lana y la seda. La niña no paraba de temblar. Theon tuvo que sujetarla del brazo para que no se moviera.

«Jeyne, pequeña, ya no estarás risueña». Apretó tanto como le permitió la mano izquierda tullida.

—No os mováis.

Por fin, la túnica cayó al suelo, a sus pies.

—La ropa interior también —ordenó Ramsay. Y Hediondo obedeció.

Cuando terminó, la novia estaba desnuda con la ropa nupcial a los pies, convertida en un montón de trapos blancos y grises. Tenía los pechos pequeños y puntiagudos; las caderas, estrechas e infantiles; las piernas, flacas como las de un pajarillo.

«Es una niña. —Theon se había olvidado de lo joven que era—. Tiene la edad de Sansa; Arya sería aún menor». Pese al fuego de la chimenea, Jeyne tenía la piel de gallina. Hizo ademán de levantar las manos para cubrirse los pechos, pero los labios de Theon formaron un «No» silencioso, y se detuvo en seco.

—¿Qué te parece, Hediondo? —le preguntó lord Ramsay.

—Es… —«¿Qué respuesta quiere? ¿Cómo ha dicho la chica antes de ir al bosque de dioses? “Todos me decían que era agraciada”. Ya no lo era; una telaraña de líneas finas, recuerdo de un látigo, le cubría la espalda—. Es muy… muy bella, muy bella.

Ramsay le dedicó su sonrisa húmeda.

—¿Te pone la polla dura, Hediondo? ¿Se te ha puesto gorda dentro de los calzones? ¿Quieres follártela tú primero? —Soltó una carcajada—. Es un derecho que debería corresponder al príncipe de Invernalia, igual que correspondía en los viejos tiempos a todos los señores. La noche de bodas. Pero claro, no eres ningún señor. Solo eres Hediondo. A decir verdad, ni siquiera eres un hombre. —Bebió otro trago de vino y estrelló la copa contra la pared. Ríos rojos empezaron a correr piedra abajo—. Meteos en la cama, lady Arya. Eso, contra las almohadas. Buena esposa. Abrid las piernas; quiero veros el coño.

La chica obedeció, muda. Theon retrocedió un paso hacia la puerta. Lord Ramsay se sentó junto a su desposada, le pasó la mano por la cara interna del muslo y le metió dos dedos. La niña dejó escapar un gemido de dolor.

—Está más seca que un hueso viejo. —Retiró la mano y la abofeteó—. Me dijeron que sabrías complacer a un hombre. ¿Es mentira o qué?

—N-no, mi señor. Me entrenaron.

Ramsay se levantó. Las llamas de la chimenea se le reflejaban en el rostro.

—Ven aquí, Hediondo. Prepáramela.

—Yo… —De entrada no entendió a qué se refería—. ¿Queréis decir…? Mi señor, no… no tengo…

—Con la boca —replicó lord Ramsay—. Y date prisa. Si cuando termine de desnudarme no está húmeda, te corto la lengua y la clavo a la pared.

En el bosque de dioses graznó un cuervo. Aún tenía el puñal en la mano.

Lo envainó.

«Hediondo, Hediondo, eres débil en el fondo». Se agachó para cumplir su cometido.