Jon (7)

Tras siete días de cielos oscuros y ventiscas, a mediodía había salido el sol. Ya había ventisqueros más altos que un hombre, pero los mayordomos habían pasado el día paleando nieve, y los senderos estaban tan despejados como era posible. El Muro despedía reflejos de luz tenue; todas sus grietas y hendiduras brillaban con un azul claro.

Doscientas varas más arriba, Jon Nieve observaba el bosque Encantado. El viento del norte se arremolinaba entre los árboles y desprendía penachos blancos de nieve de las ramas más altas, como estandartes de hielo. Por lo demás, nada se movía.

«Ni rastro de vida. —Aquello no era del todo tranquilizador; no era a los vivos a los que temía, pero aun así…—. Ha salido el sol y ya no nieva. Puede pasar una luna antes de que volvamos a tener una oportunidad igual de buena. Puede pasar una estación entera».

—Que Emmett reúna a sus reclutas —le dijo a Edd el Penas—. Necesitamos escolta. Diez exploradores, armados con vidriagón. Los quiero preparados para partir en una hora.

—A la orden, mi señor. ¿Quién estará al mando?

—Yo mismo.

Las comisuras de la boca de Edd apuntaron hacia abajo incluso más de lo habitual.

—Habrá quien piense que será mejor que el lord comandante permanezca guarecido y caliente al sur del Muro. No seré yo quien lo diga, pero puede que otros sí.

—Esos otros harían bien en no decir tal cosa en mi presencia —dijo Jon con una sonrisa.

Una repentina ráfaga de viento hizo que la capa de Edd ondease con estrépito.

—Será mejor que bajemos, mi señor. Este viento va a acabar tirándonos Muro abajo, y aún no le he cogido el tranquillo a eso de volar.

Montaron en la jaula para volver al suelo. El viento soplaba frío como el aliento del dragón de hielo de los cuentos que le contaba la Vieja Tata cuando era pequeño. La pesada jaula bajaba entre balanceos. De vez en cuando chocaba contra el Muro y levantaba nubecillas de hielo que destellaban con la luz del sol mientras caían, como fragmentos de cristal roto.

«Vidrio. Nos vendría muy bien algo de vidrio —reflexionó Jon—. El Castillo Negro necesita su propio invernadero, como los de Invernalia. Podríamos cultivar hortalizas incluso en lo más crudo del invierno. —El mejor cristal era el procedente de Myr, pero un buen vidrio transparente valía su peso en especias, y el cristal verde y amarillo no funcionaba igual de bien—. Lo que necesitamos es oro. Si lo tuviésemos, podríamos traer al Norte aprendices de cristalero y soplador de vidrio. Les ofreceríamos la libertad a cambio de enseñar su oficio a nuestros reclutas. —Así solucionarían el asunto—. Si tuviéramos oro. Que no tenemos».

Encontró a Fantasma al pie del Muro, revolcándose en un banco de nieve. Al gran huargo blanco parecía encantarle la nieve recién caída. Cuando vio a Jon se levantó y se sacudió.

—¿Irá con vos? —preguntó Edd el Penas.

—Sí.

—Un lobo listo. ¿Iré yo?

—No.

—Un señor listo. Fantasma es mucha mejor elección. Yo ya no tengo dientes para andar mordiendo salvajes.

—Si los dioses son benevolentes, no nos encontraremos ningún salvaje. Me llevaré el caballo gris.

El rumor se extendió con rapidez por el Castillo Negro. Edd aún estaba aparejando al caballo cuando Bowen Marsh cruzó el patio a zancadas para encararse con Jon en los establos.

—Mi señor, os ruego que reconsideréis vuestra decisión. Los nuevos hermanos pueden prestar juramento en el septo.

—El septo es la morada de los nuevos dioses. Los viejos dioses viven en la madera, y quienes los honran pronuncian el juramento entre los arcianos. Lo sabes tan bien como yo.

—Seda viene de Antigua, y Arron y Emrick, de las tierras del oeste. Los viejos dioses no son los suyos.

—No soy yo el que les dice a los hombres a quién adorar. Tuvieron libertad para escoger a los Siete o al Señor de Luz de la mujer roja, pero escogieron los árboles, con todos los peligros que eso conlleva.

—Puede que el Llorón siga ahí fuera, a la espera.

—El bosque está a menos de dos horas a caballo, hasta con nieve. Deberíamos volver sobre la medianoche.

—Es demasiado tiempo. No es prudente.

—No es prudente, pero es necesario. Estos hombres están a punto de consagrar su vida a la Guardia de la Noche, de ingresar en una hermandad que se remonta a miles de años y cuya línea no se ha roto nunca. Las palabras son importantes, y también lo son estas tradiciones. Nos mantienen unidos a todos: nobles y pobres, jóvenes y viejos, villanos y hombres de honor. Nos convierten en hermanos. —Jon palmeó a Marsh en el hombro—. Volveremos, te lo prometo.

—De acuerdo, mi señor —dijo el lord mayordomo—, pero ¿vivos, o con la cabeza en una pica y los ojos arrancados? Realizaréis el viaje de regreso en plena noche. Los ventisqueros llegan por la cintura en algunos tramos. Ya veo que os lleváis hombres curtidos, y eso está bien, pero Jack Bulwer el Negro también conocía ese bosque. Incluso vuestro propio tío, Benjen Stark…

—Yo tengo algo que ellos no tenían. —Jon giró la cabeza y silbó—. Fantasma, conmigo. —El huargo se sacudió la nieve del lomo y trotó hasta Jon. Los exploradores se apartaron para abrirle camino, y una yegua se puso a relinchar y respingar hasta que Rory dio un fuerte tirón de las riendas—. El Muro es tuyo, lord Bowen. —Condujo al caballo a la puerta y lo llevó por el túnel de hielo que serpenteaba bajo el Muro.

Más allá del hielo, los árboles se alzaban altos y silenciosos, envueltos en espesas capas blancas. Fantasma siguió al caballo de Jon mientras los exploradores y los reclutas se colocaban en formación; luego se detuvo y comenzó a olfatear. El aire le congelaba el aliento.

—¿Qué pasa? ¿Hay alguien ahí? —preguntó Jon. El bosque estaba vacío hasta donde le alcanzaba la vista, pero no le alcanzaba muy lejos.

Fantasma saltó hacia los árboles, se introdujo entre dos pinos cubiertos de capas blancas y desapareció en medio de una nube de nieve.

«Quiere cazar, pero ¿qué? —Jon no temía tanto por el huargo como por los salvajes que pudiera encontrarse—. Un lobo blanco en un bosque blanco, silencioso como una sombra. Ni lo verían acercarse». Lo conocía bastante bien para saber que era inútil seguirlo. Fantasma volvería cuando quisiera, no antes. Jon espoleó su caballo, y los hombres se alinearon a su alrededor. Las pezuñas de las monturas atravesaban la capa de hielo hasta llegar a la nieve blanda de debajo. Se adentraron en el bosque al paso mientras, a sus espaldas, el Muro se iba haciendo más y más pequeño.

Los pinos soldado y los centinelas vestían capa blanca, y los árboles caducos tenían las ramas peladas y marrones cubiertas de carámbanos. Jon envió a Tom Grano de Cebada de avanzadilla, aunque estaban bastante familiarizados con el camino del bosque blanco. Gran Liddle y Luke de Aldealarga se adentraron en la maleza, uno hacia el este y otro hacia el oeste, para así flanquear la columna y avisar de cualquier cosa que se les acercara. Todos eran exploradores curtidos, armados con obsidiana y acero, y llevaban un cuerno de guerra colgado de la silla por si necesitaban pedir ayuda.

Los demás también eran buenos hombres.

«Buenos en la batalla, al menos, y leales a sus hermanos». Jon no sabía qué habían sido antes de pisar el Muro, pero no le cabía la menor duda de que casi todos tenían un pasado tan oscuro como la capa. Pero allí arriba eran justo la clase de hombres que quería que le cubriesen las espaldas. La capucha los protegía del viento cortante, y algunos llevaban bufandas que les tapaban la cara y ocultaban sus rasgos. Aun así, Jon los conocía a todos; llevaba sus nombres grabados en el corazón. Eran sus hombres, sus hermanos.

Había seis jinetes más: una mezcla de jóvenes y viejos, grandes y pequeños, curtidos y novatos.

«Seis hombres que prestarán juramento». Caballo había nacido y crecido en Villa Topo; Arron y Emrick procedían de Isla Bella; Seda, de los burdeles de Antigua, al otro extremo de Poniente. Todos ellos eran bastante jóvenes. Pieles y Jax eran mayores: los dos pasaban de los cuarenta, eran del bosque Encantado y tenían nietos. Formaban parte de los sesenta y tres salvajes que habían seguido al Muro a Jon Nieve el día en que les hizo tal oferta y, de momento, los únicos que habían decidido vestir el negro. Férreo Emmet afirmaba que estaban preparados, o tan preparados como podían llegar a estar. Jon, Bowen Marsh y Emmet los habían evaluado y les habían asignado órdenes: Pieles, Jax y Emrick a los exploradores; Caballo, a los constructores, y Arron y Seda, a los mayordomos. Había llegado el momento de que pronunciaran sus votos.

Férreo Emmet iba a la vanguardia de la columna, montado en el caballo más feo que Jon hubiera visto jamás, una bestia greñuda que era todo pelo y pezuñas.

—Se rumorea que anoche hubo problemas en la Torre de las Rameras —dijo el maestro de armas.

—La Torre de Hardin. —De los sesenta y tres salvajes que habían regresado con él de Villa Topo, diecinueve eran mujeres. Jon las había alojado en la torre abandonada en la que dormía él cuando era un recién llegado al Muro. Doce eran mujeres de las lanzas, más que capaces de defenderse, a sí mismas y a las más jóvenes, de las excesivas atenciones de los hermanos negros. Fueron algunos de los hombres rechazados los que dieron a la Torre de Hardin su nuevo nombre. Jon no pensaba tolerar aquella burla.

—Tres idiotas borrachos confundieron la Torre de Hardin con un burdel, eso es todo. Ahora están en celdas de hielo, recapacitando sobre su error.

—Los hombres son hombres, los votos son palabras, y las palabras se las lleva el viento. Deberíais poner guardias para vigilar a las mujeres —dijo Férreo Emmet con una mueca de disgusto.

—¿Y quién vigila a los guardias?

«No sabes nada, Jon Nieve». Pero había aprendido; Ygritte había sido su maestra. Si no podía respetar sus propios votos, ¿cómo iba a esperar más de sus hermanos? Sin embargo, jugar con las mujeres salvajes era un peligro. «Un hombre puede poseer una mujer o puede poseer un cuchillo, pero nunca ambos a la vez», le había dicho Ygritte en cierta ocasión. Bowen Marsh no se equivocaba del todo: la Torre de Hardin era como yesca a la espera de una chispa.

—Tengo intención de abrir tres castillos más —siguió Jon—: Lago Hondo, Fortaleza de Azabache y Túmulo Largo. Los guarneceré con gente del pueblo libre, que estará a las órdenes de nuestros oficiales. En Túmulo Largo solo habrá mujeres, salvo por el comandante y el mayordomo jefe. —Sabía que era probable que hubiera algún lío, pero al menos las distancias eran suficientes para ponerlo difícil.

—¿Y a qué pobre idiota otorgaréis tan selecto cargo?

—Ahora mismo cabalgo a su lado.

La expresión que cruzó el rostro de Férreo Emmet, una mezcla de terror y placer, no tuvo precio.

—¿Qué he hecho para que me odiéis tanto, mi señor?

—No temas, no estarás solo. Te acompañará Edd el Penas como ayudante y mayordomo —dijo Jon con una risotada.

—Las mujeres de las lanzas van a estar contentísimas. Haríais bien en entregar un castillo al magnar.

La sonrisa de Jon murió en sus labios.

—Se lo entregaría si pudiera confiar en él. Mucho me temo que Sigorn me culpa por la muerte de su padre y, lo que es peor, lo instruyeron para dar órdenes, no para acatarlas. No confundas a los thenitas con el pueblo libre: al parecer, en la antigua lengua, magnar significa «señor», pero Styr era casi un dios para su pueblo y su hijo está cortado por el mismo patrón. No necesito que se arrodillen, pero sí que obedezcan.

—Sí, mi señor, pero deberíais hacer algo en relación con el magnar. Si pasáis por alto a los thenitas, tendréis problemas.

«Los problemas vienen con el cargo de lord comandante», podría haber contestado Jon. De hecho, su visita a Villa Topo le estaba dando unos cuantos, y el de las mujeres era el menor. Halleck estaba resultando ser tan agresivo como había temido, y había hermanos negros que llevaban el odio al pueblo libre grabado en los huesos. Un seguidor de Halleck ya le había cortado la oreja a un constructor en el patio, y lo más probable era que aquello fuera solo el principio del derramamiento de sangre. Tenía que abrir pronto los fuertes para enviar al hermano de Harma a guarnecer Lago Hondo o Fortaleza de Azabache, pero por el momento, ninguno de los dos castillos estaba habitable, y Othell Yarwyck y sus constructores aún trabajaban en la restauración del Fuerte de la Noche. Había días en los que Jon Nieve se preguntaba si no habría cometido un grave error al evitar que Stannis se llevara a los salvajes para que los masacraran.

«No sé nada, Ygritte —pensó—, y quizá no lo sepa nunca».

Cuando se aproximaban al bosque, los largos rayos rojizos del sol de otoño caían en diagonal entre las ramas de los árboles sin hojas y teñían de rosa los ventisqueros. Los jinetes cruzaron un arroyo congelado, flanqueado por dos piedras dentadas y vestidas con armadura de hielo, y continuaron por un sendero tortuoso hacia el nordeste. Cada vez que soplaba el viento, levantaba nubes de nieve que se les metía en los ojos. Jon se subió la bufanda hasta la nariz y se caló la capucha.

—No queda mucho —dijo a sus hombres. Nadie contestó.

Jon olió a Tom Barleycom antes de verlo. ¿O lo había olido Fantasma? Últimamente le parecía que el huargo y él eran uno, incluso en la vigilia. Primero apareció el gran lobo blanco, que se sacudía la nieve, y al poco llegó Tom.

—Salvajes —dijo en voz baja—. En el bosque.

—¿Cuántos? —preguntó Jon mientras hacía un ademán para detener a los jinetes.

—He contado hasta nueve. No hay vigías. Puede que algunos estén muertos, o dormidos. Casi todos parecen mujeres. Hay un niño, pero también hay al menos un gigante. Han encendido una hoguera, y el humo sube entre los árboles. Los muy idiotas.

«Nueve, y yo tengo diecisiete. —De los cuales cuatro eran novatos y ninguno gigante, pero tampoco tenía intención de dar media vuelta y regresar al Muro—. Si los salvajes están vivos, quizá podamos reclutarlos. Y si están muertos… Bueno siempre puede venir bien un cadáver o dos».

—Seguiremos a pie —dijo mientras bajaba con agilidad al suelo helado. La nieve le llegaba por los tobillos—. Rory, Pate, quedaos con los caballos. —Podía haber encargado aquella tarea a los nuevos, pero más tarde o más temprano tenían que iniciarse, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro—. Dispersaos en semicírculo; quiero acercarme al bosque por tres flancos. No perdáis de vista a los hombres que tengáis a izquierda y derecha, para que no se ensanchen los huecos. La nieve amortiguará nuestras pisadas; correrá menos sangre si los cogemos desprevenidos.

La noche caía con rapidez. Los charcos de luz ya habían desaparecido cuando el bosque del oeste se tragó la última franja de sol. Los ventisqueros de nieve rosa volvían a ser blancos; el color los abandonaba a medida que el mundo se oscurecía. El cielo del atardecer se había vuelto de un gris desvaído, como el de una capa vieja lavada muchas veces, y las primeras estrellas empezaban a asomar con timidez.

Un poco más adelante divisó un tronco blanco que solo podía ser de un arciano, coronado con una cabeza de hojas rojo oscuro. Jon alargó el brazo y desenvainó a Garra. Miró a su alrededor, hizo una seña a Seda y a Caballo, y se aseguró de que se la transmitían a los demás hombres. Corrieron juntos hacia el bosque, avanzando a zancadas entre ventisqueros de nieve vieja, sin más sonido que el de su respiración. Fantasma corría al lado de Jon, como una sombra blanca.

Los arcianos se alzaban en círculo alrededor del claro. Había nueve, casi iguales en edad y tamaño. Cada uno tenía una cara tallada, y cada una era distinta. Algunas sonreían; otras aullaban; otras le gritaban. A la escasa luz del anochecer parecían tener los ojos negros, pero Jon sabía que de día eran rojos como la sangre.

«Como los de Fantasma».

La hoguera del centro de la arboleda era pequeña y escasa, formada solo por cenizas, brasas y unas cuantas ramas rotas que ardían despacio y desprendían mucho humo. Aun así, tenía más vida que los salvajes que se acurrucaban a su alrededor. Cuando Jon salió de la maleza solo reaccionó uno de ellos: el niño, que se puso a llorar y a tirar de la andrajosa capa de su madre. La mujer levantó la vista y se sobresaltó. El claro ya estaba rodeado de exploradores, que avanzaban entre los árboles blancos como huesos, con acero brillante en las manos enguantadas de negro, prestos a matar.

El gigante fue el último en verlos. Estaba dormido, acurrucado junto al fuego, pero algo lo despertó: el llanto del niño, el sonido de la nieve al romperse bajo las botas negras, alguien que contenía la respiración… Cuando se movió, fue como si una roca hubiera cobrado vida. Se incorporó con un gruñido y se frotó los ojos con unas manos grandes como jamones para sacudirse el sueño… hasta que vio a Férreo Emmet, con la espada brillando en la mano. Se incorporó con un rugido, agarró una maza de hierro con la enorme mano y la alzó de golpe.

Fantasma respondió enseñando los dientes. Jon lo sujetó por el pelaje del cuello.

—No queremos luchar. —Sabía que sus hombres podían derribar al gigante, pero no sin pagar un precio. Si llegaba a derramarse sangre, los salvajes se unirían a la pelea. Casi todos morirían allí mismo, y quizá también algunos de sus hermanos—. Este es un lugar sagrado. Rendíos y…

El gigante volvió a bramar de tal manera que hizo temblar las hojas de los árboles, y golpeó el suelo con el mazo. El mango era de nudosa madera de roble y medía dos varas, y la cabeza era una piedra del tamaño de una hogaza de pan. El suelo retumbó con el impacto. Varios salvajes corrieron a buscar sus armas.

Jon estaba a punto de desenvainar a Garra cuando oyó hablar a Pieles desde el otro lado del bosque. Sus palabras sonaban bruscas y guturales, pero Jon reconoció la antigua lengua por el tono. Pieles habló durante un buen rato, y cuando terminó, el gigante le contestó con una mezcla de gruñidos y rugidos. Jon no entendía ni una palabra, pero Pieles señaló hacia los árboles y dijo algo más, y el gigante señaló también a los árboles, rechinó los dientes y soltó el mazo.

—Ya está —dijo Pieles—. No quieren pelear.

—Bien hecho. ¿Qué le has dicho?

—Que también son nuestros dioses. Que hemos venido a rezar.

—Y eso haremos. Envainad las armas, todos. Esta noche no habrá derramamiento de sangre.

Tom Barleycom había dicho que había nueve, y así era, pero dos estaban muertos, y otro, tan débil que no llegaría a la mañana siguiente. Los seis que quedaban eran una madre y su hijo, dos ancianos, un thenita herido cubierto de bronce abollado, y un pies de cuerno con los pies tan congelados que Jon supo nada más verlo que jamás volvería a caminar. Más tarde se enteró de que casi todos eran desconocidos entre sí antes de llegar al bosque: cuando Stannis desmanteló las hordas de Mance Rayder huyeron hacia los árboles para escapar de la carnicería, y luego habían vagado sin rumbo durante un tiempo, perdiendo a familiares y amigos a manos del frío y el hambre. Al final habían acabado allí, demasiado débiles y cansados para continuar.

—Aquí viven los dioses —dijo uno de los ancianos—. Este lugar es tan bueno como cualquier otro para morir.

—El Muro tan solo está a unas cuantas horas de camino, hacia el sur —dijo Jon—. ¿Por qué no os refugiáis allí? Eso han hecho muchos, incluso Mance.

Los salvajes cruzaron miradas.

—Hemos oído historias. Los cuervos quemaron a todos los refugiados —dijo al final uno de ellos.

—Incluso a Mance —añadió la mujer.

«Melisandre —pensó Jon—, tu dios rojo y tú vais a tener que dar muchas explicaciones».

—Quienes lo deseen pueden volver con nosotros. Hay comida y refugio en el Castillo Negro, y el Muro nos protegerá de las criaturas que habitan este bosque. Tenéis mi palabra de que nadie arderá.

—La palabra de un cuervo —dijo la mujer, abrazando con fuerza a su hijo—. ¿Y cómo sé que vais a mantenerla? ¿Quién sois?

—Soy el lord comandante de la Guardia de la Noche, hijo de Eddard Stark de Invernalia. —Jon se volvió hacia Tom Barleycom—. Que Rory y Pate traigan los caballos. No pienso quedarme aquí ni un instante más de lo estrictamente necesario.

—Como ordenéis, mi señor.

Había un asunto pendiente antes de partir: el motivo que los había llevado hasta allí. Férreo Emmet llamó a sus reclutas y, mientras el resto de la compañía observaba a una distancia prudencial, se arrodillaron ante los arcianos. Ya no quedaba luz diurna, y no había más iluminación que la que llegaba de las estrellas y el débil brillo rojizo del fuego que se iba extinguiendo en el centro del claro.

Con la capucha negra y el grueso cuello vuelto también negro, los seis hombres parecían tallados en sombras. Sus voces se alzaron al unísono, diminutas en contraste con la inmensidad de la noche.

—La noche se avecina, ahora empieza mi guardia —dijeron, como habían dicho antes millares de hombres. La voz de Seda era melodiosa como una canción; la de Caballo, ronca y vacilante; la de Arron, un chillido nervioso—. No terminará hasta el día de mi muerte.

«Ojalá esas muertes tarden en llegar. —Jon hincó una rodilla en la nieve—. Dioses de mis padres, proteged a estos hombres. Y también a Arya, mi hermana pequeña, donde quiera que esté. Os lo suplico, que Mance la encuentre y me la devuelva sana y salva».

—No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos —prometieron los reclutas con voces que resonaban a través de los años y los siglos—. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto.

«Dioses del bosque, dadme la fuerza necesaria para hacer lo mismo —rezó Jon en silencio—. Dadme sabiduría para saber qué hacer y valor para llevarlo a cabo».

—Soy la espada en la oscuridad —continuaron los seis hombres. A Jon le parecía que, con cada palabra, sus voces cambiaban y se volvían más fuertes, más seguras—. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres.

«El escudo que defiende los reinos de los hombres». Fantasma le restregó el hocico por el hombro, y Jon lo rodeó con un brazo. Percibía el olor del jubón sucio de Caballo, la esencia dulce con que Seda se acicalaba la barba, el intenso hedor del miedo, el abrumador almizcle del gigante. Oía el latido de su propio corazón. Cuando recorrió el claro con la mirada y vio a la mujer y a su hijo, a los dos ancianos y al pies de cuerno lesionado, solo vio personas.

—Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir.

Jon Nieve fue el primero en ponerse en pie.

—Alzaos como hombres de la Guardia de la Noche. —Le dio la mano a Caballo para ayudarlo a levantarse.

Empezaba a soplar viento; era hora de irse.

El regreso fue mucho más largo que el viaje al bosque. Aunque el gigante tenía las piernas largas y musculosas, avanzaba a un ritmo muy lento y se paraba continuamente para golpear las ramas bajas de los árboles con el mazo y sacudirles la nieve. La mujer iba a caballo con Rory; su hijo, con Tom Barleycom, y los ancianos, con Caballo y Seda. Al thenita, sin embargo, le daban miedo los caballos y prefirió ir cojeando a pesar de las heridas. El pies de cuerno no podía montar en la silla y tuvieron que atarlo al lomo del caballo, como un saco de grano, al igual que a la vieja flaca y pálida, a la que habían sido incapaces de despertar.

Hicieron lo mismo con los dos cadáveres, para desconcierto de Férreo Emmett.

—Solo nos entorpecerán, mi señor —dijo a Jon—. Deberíamos despedazarlos y quemarlos.

—No —dijo Jon—. Tráelos; tengo planes para ellos.

No había luna que los guiase de vuelta a casa, y solo de vez en cuando se divisaban estrellas. El mundo era negro, blanco y tranquilo. Era una caminata larga, lenta, eterna. La nieve se les pegaba en las botas y los calzones, y el viento sacudía los pinos y hacía ondear y revolotear las capas. En el cielo, Jon atisbó al Vagabundo Rojo, que los observaba entre las ramas desnudas de los grandes árboles bajo los que caminaban. El pueblo libre lo llamaba el Ladrón. Ygritte siempre le había dicho que el momento más propicio para secuestrar a una mujer era cuando el Ladrón estaba en la Doncella Luna. No había mencionado cuál era el momento propicio para secuestrar a un gigante.

«O dos cadáveres».

Casi había amanecido cuando volvieron a ver el Muro.

El cuerno de un centinela les dio la bienvenida cuando se aproximaban. El sonido llegó del cielo, como el canto de un pájaro enorme: un solo toque largo, que significaba que volvían los exploradores. Gran Liddle descolgó su cuerno para responder. Ya en la puerta, tuvieron que esperar un buen rato antes de que Edd el Penas apareciera para correr los cerrojos y quitar las barras de hierro. Cuando vio a la harapienta banda de salvajes, frunció los labios y miró detenidamente al gigante.

—Puede que haga falta mantequilla para que eso pase por el túnel, mi señor. ¿Envío a alguien a las despensas?

—No, creo que cabrá. Sin la mantequilla.

Y pasó… arrastrándose a cuatro patas.

«Sí que es grande este muchacho. Al menos mide cinco varas. Es más grande que Mag el Poderoso. —Mag había muerto bajo aquel mismo hielo, atrapado en un abrazo mortal con Donal Noye—. Un buen hombre». Jon llevó a Pieles a un lado.

—Hazte cargo de él, tú que hablas su lengua. Ocúpate de que coma y búscale un lugar caliente junto al fuego. Quédate con él y vigila que nadie lo provoque.

—De acuerdo. —Pieles vaciló un instante—. Mi señor.

Jon envió a los salvajes que quedaban vivos a que les curasen las heridas y lesiones causadas por el frío. Esperaba que casi todos se recuperasen con un poco de comida caliente y ropa más abrigada, aunque era muy probable que el pies de cuerno no volviera a caminar. Mandó los cadáveres a las celdas de hielo.

Mientras colgaba la capa del clavo de la puerta se percató de que Clydas había llegado y había vuelto a marcharse; le había dejado una carta en la mesa. Al primer vistazo supuso que sería de Guardiaoriente o Torre Sombría, pero el lacre era dorado, no negro. El sello mostraba una cabeza de venado y un corazón en llamas.

«Stannis. —Jon rompió el lacre, desplegó el pergamino y leyó—. La mano de un maestre, pero las palabras del rey».

Stannis había tomado Bosquespeso, y los clanes de las montañas se habían aliado con él. Flint, Norrey, Wull, todos.

Tuvimos una ayuda inesperada pero muy oportuna: la de una hija de isla del Oso. Alysane Mormont, a quien sus hombres llaman la Osa, escondió luchadores en una flota de chalupas pesqueras y cogió desprevenidos a los hombres del hierro cuando abandonaban la costa. Hemos quemado y capturado los barcoluengos de los Greyjoy, y sus tripulantes se han rendido o han muerto a nuestras manos. Pediremos rescate por los capitanes, los caballeros, los guerreros importantes y otros hombres de alcurnia; a los demás los colgaré…

Los hombres de la Guardia de la Noche juraban no tomar partido en las luchas y conflictos del reino, pero Jon Nieve no pudo evitar sentir cierta satisfacción. Siguió leyendo:

…más y más norteños se unen a nuestra causa a medida que se conoce nuestra victoria. Pescadores, jinetes libres, hombres de las colinas, granjeros de lo más profundo del bosque de los Lobos, aldeanos que huyeron de los hombres del hierro por la costa rocosa, supervivientes de la batalla de las puertas de Invernalia, hombres antes leales a los Hornwood, a los Cerwyn y a los Tallhart… Mientras escribo estas líneas somos cinco mil, y nuestro número crece día a día. Nos han llegado rumores de que Roose Bolton se dirige a Invernalia con todos sus ejércitos para casar a su bastardo con tu hermana.

No podemos permitir que restablezca la antigua fuerza del castillo, por lo que vamos a su encuentro. Arnolf Karstark y Mors Umber se unirán a nosotros. Si puedo, salvaré a tu hermana y le encontraré un partido mucho mejor que Ramsay Nieve. Tus hermanos y tú debéis proteger el Muro hasta mi regreso.

Estaba firmada con una letra distinta:

Escrito a la luz del Señor, firmado y sellado por Stannis de la casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.

En cuanto dejó el pergamino en la mesa, volvió a enrollarse como si deseara proteger sus secretos. No sabía muy bien qué sentimientos le despertaba lo que acababa de leer. Se habían librado muchas batallas en Invernalia, pero ninguna sin un Stark en un bando u otro.

—El castillo es un cascarón vacío —dijo—. No es Invernalia: es el fantasma de Invernalia. —Dolía pensarlo, y más aún decirlo. Aun así…

Se preguntó cuántos hombres podía llevar al combate el viejo Carroña y cuántas espadas podría convocar Arnolf Karstark. Al otro lado del campo de batalla estaría la mitad de los Umber con Mataputas, bajo el estandarte del hombre desollado de Fuerte Terror, y casi todos los guerreros de ambas casas habían marchado al sur con Robb para no volver. Aun en ruinas, Invernalia conferiría una ventaja muy considerable a cualquiera que la tomase. Robert Baratheon se habría dado cuenta enseguida y se habría valido de sus famosas marchas forzadas y cabalgadas nocturnas para hacerse con el castillo cuanto antes. ¿Su hermano sería igual de audaz?

«Supongo que no. —Stannis era un comandante reflexivo, y su ejército era una ensalada a medio digerir compuesta de hombres de los clanes, caballeros sureños, hombres del rey y hombres de la reina, sazonada con unos cuantos señores del norte—. O llega enseguida a Invernalia, o mejor que no vaya». No era quién para asesorar al rey, pero…

Volvió a leer la carta. «Si puedo, salvaré a tu hermana». Un sorprendente gesto de humanidad por parte de Stannis, aunque mutilado por el implacable Si puedo y el le encontraré un partido mucho mejor que Ramsay Nieve. Pero ¿y si Arya no estaba allí? ¿Y si era cierto lo que había dicho Melisandre? ¿Su hermana habría escapado de sus captores?

«¿Cómo? Arya siempre ha sido rápida y astuta, pero solo es una niña, y Roose Bolton no es de los que desdeñarían un trofeo de semejante valor».

¿Y si Bolton no había llegado a tener a Arya en su poder? La boda podía ser una simple artimaña para tender una trampa a Stannis. Por lo que Jon sabía, Eddard Stark no tenía motivos para quejarse del señor de Fuerte Terror, pero tampoco había confiado nunca en él, con aquella forma de hablar en susurros y aquellos ojos tan, tan claros.

«Una muchacha vestida de gris a lomos de un caballo moribundo, huyendo de un matrimonio concertado». La fuerza de aquellas palabras le había hecho enviar al norte a Mance Rayder y a seis mujeres de las lanzas.

—Que sean jóvenes y bonitas —había dicho Mance. El rey que había escapado del fuego mencionó unos cuantos nombres; Edd el Penas se encargó del resto y las sacó a hurtadillas de Villa Topo. En perspectiva, todo aquello le parecía una locura. Habría hecho mejor en acabar con Mance cuando se dio a conocer. Profesaba cierta admiración reticente hacia el Rey-más-allá-del-Muro, pero no dejaba de ser un desertor y un cambiacapas. En Melisandre confiaba aún menos, pero allí estaba, depositando en ellos todas sus esperanzas.

«Lo que sea con tal de rescatar a mi hermana. Aunque los hombres de la Guardia de la Noche no tienen hermanas».

De niño, en Invernalia, Jon idolatraba al Joven Dragón, el niño rey que había conquistado Dorne a los catorce años. A pesar de nacer bastardo, o quizá precisamente por eso, Jon Nieve siempre había soñado con conducir a los hombres a la gloria, tal como había hecho el rey Daeron, y con hacerse conquistador cuando creciera. Ya era un hombre, y el Muro era suyo, pero ni siquiera se sentía capaz de conquistar lo único que tenía: dudas.