Jon (6)

Al oír la orden, ser Alliser torció la boca en algo parecido a una sonrisa, pero sus ojos permanecieron fríos y duros como el pedernal.

—Así que el bastardo me envía a morir.

—Morir, morir, morir —graznó el cuervo de Mormont.

«No estás ayudando». Jon apartó al cuervo de un manotazo.

—El bastardo os envía a explorar. A localizar a nuestros enemigos y a matarlos si es necesario. Sois hábil con la espada. Habéis sido maestro de armas, aquí y en Guardiaoriente.

—Sí. —Thorne rozó la empuñadura de su espada larga—. He desaprovechado un tercio de mi vida intentando enseñar los rudimentos del manejo de la espada a patanes, cretinos y villanos. De poco me valdrá eso en el bosque.

—Os acompañará Dywen, y también otro explorador curtido.

—Os enseñaremos todo lo que necesitéis saber —cacareó Dywen—. Os diremos cómo limpiaros ese culo de alta cuna con hojas, como un buen explorador.

Kedge Ojoblanco le rió la broma, y Jack Bulwer el Negro escupió.

—Os gustaría que me negase —replicó ser Alliser—. Así podríais cortarme la cabeza, como hicisteis con Slynt. No os daré ese placer, bastardo. Es mejor que recéis para que sea la hoja de un salvaje la que acabe conmigo. Aquellos que caen a manos de los Otros no mueren… y nunca olvidan. Volveré, lord Nieve.

—Rezaré por eso. —Jon no contaría con ser Alliser Thorne entre sus amigos, pero aun así, era un hermano, y nadie había dicho que los hermanos tuvieran que caer bien.

Nunca era fácil tomar la decisión de enviar exploradores a las tierras salvajes; sabía que había muchas posibilidades de que no volvieran.

«Son hombres curtidos. —Pero también lo eran su tío Benjen y sus exploradores, y el bosque Encantado se los había tragado sin dejar rastro. Cuando al fin volvieron al Muro dos de ellos, se habían convertido en espectros. Se preguntó, no por primera vez ni por última, qué habría sido de Benjen Stark—. Quizá los exploradores encuentren alguna pista», se dijo sin acabar de creérselo.

Dywen estaría al mando de una expedición, y las otras dos quedarían en manos de Jack Bulwer el Negro y Kedge Ojoblanco. Ellos, por lo menos, estaban deseosos de ponerse en marcha.

—Sienta bien volver a ir a caballo —dijo Dywen desde la puerta, mientras se chupaba los dientes de madera—. Lo siento, mi señor, pero es que nos estaban saliendo ampollas en el culo de tanto estar sentados.

En el Castillo Negro no había nadie que conociera el bosque tan bien como Dywen: los árboles, los ríos, las plantas comestibles, los senderos de depredadores y presas…

«Thorne está en mejores manos de las que se merece».

Jon observó la partida de los exploradores desde la cima del Muro: tres grupos de tres hombres cada uno, con un par de cuervos por grupo. Desde arriba, las monturas parecían hormigas, y Jon no distinguía a un hombre de otro. Pero los conocía. Llevaba sus nombres grabados en el corazón.

«Ocho buenos hombres —pensó—, y un… bueno, ya veremos».

Cuando el último jinete desapareció entre los árboles, Jon Nieve montó en la jaula con Edd el Penas. Mientras bajaban con lentitud vieron caer unos cuantos copos de nieve dispersos, que bailaban mecidos por las rachas de viento. Uno de ellos acompañaba el descenso de la jaula, flotando al lado de los barrotes. Caía más deprisa que la jaula y de vez en cuando desaparecía bajo ellos, pero, entonces, una ráfaga de viento lo atrapaba y volvía a empujarlo hacia arriba. Si Jon hubiera sacado el brazo entre las barras, habría podido cogerlo.

—Anoche tuve una pesadilla terrorífica, mi señor —confesó Edd el Penas—. Vos erais mi mayordomo, me preparabais la comida y recogíais mi basura. Yo era lord comandante y no tenía ni un momento de paz.

—Tu pesadilla es mi vida —respondió Jon sin sonreír.

Las galeras de Cotter Pyke habían informado de una presencia cada vez más numerosa del pueblo libre en las orillas arboladas del norte y el este del Muro. Habían avistado campamentos, balsas a medio construir e incluso el casco de una coca dañada que habían empezado a reparar. Los salvajes desaparecían en el bosque cuando divisaban los barcos de Pyke, pero reaparecían en cuanto pasaban de largo. Mientras, por las noches, ser Denys Mallister seguía viendo hogueras al norte de la Garganta. Los dos comandantes demandaban más hombres.

«¿De dónde voy a sacar más hombres?». Jon había enviado a diez salvajes de Villa Topo a cada uno. La mayoría eran reclutas, ancianos, heridos y enfermos, pero todos estaban capacitados para trabajar en algo. Lejos de quedar satisfechos, tanto Pyke como Mallister escribieron para quejarse.

«Al pedir más hombres me refería a hombres de la Guardia de la Noche, entrenados y disciplinados, cuya lealtad no habría de cuestionarme», había escrito ser Denys. Cotter Pyke había sido más contundente: «Puedo colgarlos del Muro para mantener alejados a los demás salvajes; no creo que me valgan para otra cosa —había escrito en su nombre el maestre Harmune—. No confiaría en ellos ni para que me limpien el orinal, y diez siguen siendo pocos».

La jaula de hierro descendió entre crujidos y repiqueteos hasta llegar al final de la larga cadena y detenerse con una sacudida un palmo por encima de la base del Muro. Edd el Penas abrió la puerta y, al saltar afuera, rompió la última capa de nieve con las botas. Jon lo siguió.

En el exterior de la armería, Férreo Emmet aún daba órdenes a sus reclutas en el patio. La canción del acero contra el acero despertó anhelos en Jon. Le recordó días más cálidos, más sencillos, cuando solo era un muchacho en Invernalia y combatía con Robb bajo la atenta mirada de ser Rodrik Cassel. Ser Rodrik también había caído, asesinado por Theon Cambiacapas y sus hombres del hierro cuando intentaba recuperar Invernalia. La gran fortaleza de la casa Stark ya no era más que un montón de ruinas abrasadas.

«Todos mis recuerdos están envenenados».

Al verlo, Férreo Emmett alzó una mano, y cesó el combate.

—Lord comandante, ¿en qué podemos ayudaros?

—Con tres de tus mejores hombres.

—Arron, Emrick y Jace —dijo Emmet con una sonrisa.

Caballo y Petirrojo Saltarín llevaron protectores acolchados para el lord comandante, y una cota de malla para cubrirlos, junto con grebas, gorjal y casco. También le entregaron un escudo negro con borde de hierro para el brazo izquierdo, y una espada larga y roma para la mano derecha. La espada despedía un brillo gris plateado a la luz del amanecer, como si fuera nueva.

«Una de las últimas en salir de la forja de Donal. Lástima que no viviese lo bastante para afilarla». Tenía la hoja más corta que Garra, pero era de acero común, lo que la hacía más pesada. Los golpes serían más lentos.

—Me vale. —Jon se volvió para enfrentarse a sus enemigos—. Vamos.

—¿Con quién queréis pelear primero? —preguntó Arron.

—Con los tres a la vez.

—¿Tres contra uno? —Jace lo miró incrédulo—. No sería justo. —Era de los últimos reclutados por Conwy, hijo de un zapatero de Isla Bella. Tal vez aquello lo explicara.

—Cierto. Ven aquí.

Cuando obedeció, la hoja de Jon lo golpeó en la cabeza y lo tiró al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, el chico tenía una bota en el pecho y la punta de la espada en el cuello.

—La guerra nunca es justa —dijo Jon—. Ahora son dos contra uno, y tú estás muerto.

El crujido de la gravilla le indicó que se acercaban los gemelos.

«Estos dos llegarán a exploradores». Dio media vuelta y paró el golpe de Arron con el borde del escudo, mientras su espada iba al encuentro del de Emrick.

—Esto no son lanzas —gritó—. Acercaos más. —Atacó para mostrarles cómo se hacía. Primero fue a por Emrick. Le dio con la espada en la cabeza, en los hombros, a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha. El muchacho levantó el escudo e intentó un torpe contraataque. Jon hizo chocar su escudo contra el de Emrick y lo derribó con un golpe en la pantorrilla… justo a tiempo, porque ya tenía a Arron encima, asestándole en la parte trasera del muslo un sonoro golpe que lo dejó sobre una rodilla.

«Eso va a dejar marca. —Detuvo el siguiente ataque con el escudo, se incorporó e hizo retroceder a Arron por todo el patio—. Es rápido —pensó mientras las espadas se besaban una vez, y dos, y tres—, pero tiene que hacerse más fuerte». En cuanto vio el alivio en los ojos, Arron comprendió que tenía detrás a Emrick. Se giró y le asestó un golpe tras los hombros que lo hizo estrellarse contra su hermano. Para entonces, Jace ya se había puesto en pie, así que Jon volvió a derribarlo.

—No me gusta que se levanten los cadáveres. Me entenderás el día en que te encuentres con un espectro. —Dio un paso atrás y bajó la espada.

—El gran cuervo es capaz de picotear a los pequeños —gruñó una voz a su espalda—, pero ¿tiene estómago para enfrentarse a un hombre?

Casaca de Matraca estaba apoyado contra una pared. La espesa barba le cubría las mejillas hendidas, y el fino pelo castaño le caía sobre los ojillos amarillentos.

—Te sobrevaloras —dijo Jon.

—Sí, pero puedo tumbarte.

—Stannis quemó a quien no debía.

—No. —El salvaje le sonrió con aquella boca llena de dientes rotos y cariados—. Quemó a quien tenía que quemar, para que todo el mundo lo viese. Todos hacemos lo que tenemos que hacer, Nieve. Hasta los reyes.

—Emmet, tráele una armadura. Que sea de acero, no de huesos viejos. —Con la cota de malla y la coraza, el Señor de los Huesos parecía hasta más erguido. También más alto, de hombros más anchos y mucho más fuerte de lo que Jon había calculado.

«No es él, sino la armadura —se dijo—. Hasta Sam estaría imponente cubierto de los pies a la cabeza con acero de Donal Noye». El salvaje tiró a un lado el escudo que le ofrecía Caballo, y en cambio pidió un espadón.

—Qué sonido más agradable —dijo mientras cortaba el aire con él—. Revolotea hasta aquí, Nieve, y verás como tus plumas salen volando.

Jon lo embistió con fuerza. Casaca de Matraca dio un paso hacia atrás para detener la carga con un golpe de dos manos. Si Jon no hubiera reaccionado a tiempo con el escudo, le habría destrozado la coraza y la mitad de las costillas. El impacto le entumeció el hombro y lo hizo tambalearse brevemente.

«Es más fuerte de lo que pensaba». Otra sorpresa desagradable fue la rapidez de Casaca. Trazaron círculos el uno alrededor del otro, intercambiando golpes. El Señor de los Huesos daba tanto como recibía. En circunstancias normales, el mandoble debería ser mucho más difícil de manejar que la espada larga de Jon, pero el salvaje lo blandía con una velocidad vertiginosa.

Al principio, los novatos de Férreo Emmet jaleaban a su lord comandante, pero la implacable rapidez de los ataques de Casaca de Matraca tardó poco en dejarlos mudos.

«No puede mantener este ritmo mucho tiempo —se dijo Jon mientras paraba otro golpe. El impacto lo hizo jadear. Aun sin estar afilado, el mandoble quebró el escudo de pino y combó el borde de hierro—. Se cansará pronto. Tiene que cansarse pronto». Jon lanzó un ataque a la cara del salvaje, que apartó la cabeza hacia atrás. Intentó alcanzarle la pantorrilla, pero su adversario esquivó la hoja con destreza y a continuación estampó el mandoble contra el hombro de Jon, con fuerza suficiente para hacer resonar la hombrera de la coraza y dejarle el brazo entumecido. Jon retrocedió. El Señor de los Huesos fue tras él, sin dejar de reír, complacido.

«Ese monstruo no lleva escudo —se recordó—, y esa espada es demasiado pesada para parar golpes. Debería asestarle dos por cada uno que me da a mí».

Pero no lo conseguía, y sus acometidas no parecían surtir el menor efecto. El salvaje siempre se las arreglaba para apartarse o echarse a un lado, y la espada de Jon acababa rebotando en un hombro o un brazo. No tardó en darse cuenta de que cada vez cedía más terreno, sin hacer más que intentar esquivar los golpes de su adversario y errar los suyos. Se quitó el escudo, que había quedado reducido a un montón de astillas. El sudor que le corría por el rostro hacía que le picaran los ojos bajo el yelmo.

«Es demasiado fuerte y rápido —comprendió—, y ese mandoble le da todo el peso y el alcance que necesita». Si hubiera tenido a Garra, habría sido un combate muy distinto, pero…

Su oportunidad llegó cuando Casaca arremetió con un movimiento de revés. Jon se lanzó hacia delante y lo embistió, y ambos cayeron al suelo con las piernas entrelazadas. El acero chocó contra el acero. Los dos perdieron la espada mientras rodaban por el suelo. El salvaje lanzó una rodilla entre las piernas de Jon, que se defendió con un puño envuelto en cota de malla. Casaca se las arregló para acabar encima de Jon y cogerle la cabeza con las manos. La hizo chocar contra el suelo y abrió el visor del yelmo de un tirón.

—Si tuviera un puñal, ya tendrías un ojo menos —gruñó, justo antes de que Caballo y Férreo Emmet lo quitasen de encima del pecho de Jon—. Soltadme, malditos cuervos —rugió.

Jon consiguió incorporarse sobre una rodilla. Le resonaba la cabeza y tenía la boca llena de sangre.

—Buena pelea —dijo al tiempo que escupía la sangre.

—No te hagas el listo, cuervo. Ni siquiera me has hecho sudar.

—La próxima vez sudarás —dijo Jon. Edd el Penas lo ayudó a levantarse y le desabrochó el yelmo, lleno de marcas profundas que no tenía al empezar—. Soltadlo. —Jon le pasó el yelmo a Petirrojo Saltarín, que lo dejó caer.

—Mi señor —dijo Férreo Emmet—, todos lo hemos oído amenazaros. Ha dicho que si tuviera un puñal…

—Tiene un puñal. Ahí, en el cinturón.

«Siempre hay alguien más fuerte y rápido —les había dicho ser Rodrik a Robb y a él en cierta ocasión—. Es a esos a los que hay que enfrentarse en el patio antes de encontrárselos en el campo de batalla».

—¿Lord Nieve? —preguntó una voz débil.

Al volverse encontró a Clydas bajo el arco semiderruido, con un pergamino en la mano.

—¿Es de Stannis? —Jon esperaba alguna noticia del rey. Era consciente de que la Guardia de la Noche no tomaba partido, y no debería importarle qué rey se hiciera con el triunfo, pero le importaba—. ¿De Bosquespeso?

—No, mi señor. —Clydas le alcanzó el pergamino. Estaba firmemente enrollado y sellado con duro lacre rosa.

«Solo Fuerte Terror usa lacre rosa». Se quitó el guante, cogió la carta y rompió el sello. En cuanto vio la firma se olvidó de la tunda que acababa de darle Casaca de Matraca. «Ramsay Bolton, señor de Hornwood», ponía en letra grande y angulosa. La tinta marrón saltó descascarillada cuando Jon pasó el dedo por encima. Lord Dustin, lady Cerwyn y cuatro Ryswell habían añadido sus marcas y sellos bajo la firma de Bolton. Una mano más tosca había dibujado el gigante de la casa Umber.

—¿Podemos saber qué dice, mi señor? —preguntó Férreo Emmett. Jon no vio motivo para ocultárselo.

—Han tomado Foso Cailin. Han clavado los cadáveres desollados de los hombres del hierro en mojones a lo largo del camino Real. Roose Bolton convoca a todos los señores leales a Fuerte Túmulo, para que confirmen su lealtad al Trono de Hierro y celebren la boda de su hijo con… —Su corazón se detuvo un instante.

«No, es imposible. Murió en Desembarco del Rey, con mi padre».

—¿Lord Nieve? —Clydas lo miró detenidamente con ojos rosa y apagados—. ¿Os ocurre algo? Parecéis…

—Va a casarse con Arya Stark. Mi hermana pequeña. —Jon casi podía verla en aquel momento: el rostro alargado, desgarbada, toda rodillas nudosas y codos huesudos, con la cara sucia y el pelo enmarañado. Le lavarían la cara y la peinarían, pero aun así no podía imaginársela con un vestido de novia, ni en la cama de Ramsay.

«Por asustada que esté, no lo demostrará. Si intenta ponerle una mano encima, luchará».

—Vuestra hermana —dijo Férreo Emmett—. ¿Cuántos años…?

«Debe de tener once años —pensó Jon—. Aún es una niña».

—No tengo ninguna hermana, solo hermanos. Solo a vosotros. —Sabía que a lady Catelyn le habría encantado oír aquellas palabras, pero no por eso se le hacía más fácil pronunciarlas. Agarró con fuerza el pergamino.

«Ojalá pudiera agarrar así el cuello de Ramsay Bolton».

—¿Vais a contestarle? —preguntó Clydas tras un carraspeo. Jon negó con la cabeza y se alejó de allí.

Cuando cayó la noche, las magulladuras que le había ocasionado Casaca de Matraca se habían puesto moradas.

—Antes de quitarse se pondrán amarillas —dijo al cuervo de Mormont—. Voy a acabar tan cetrino como el Señor de los Huesos.

—Huesos —acordó el pájaro—. Huesos, huesos.

Desde fuera le llegaba un murmullo de voces, aunque era demasiado débil para entender las palabras.

«Parece que están a mil leguas. —Eran Melisandre y sus adeptos, reunidos alrededor de la hoguera nocturna. Todas las noches, al atardecer, la mujer roja oficiaba las oraciones del crepúsculo y pedía a su dios rojo que los guiase a través de la oscuridad—. Porque la noche es oscura y alberga horrores». Su rebaño había disminuido mucho desde que se habían marchado Stannis y la mayoría de los hombres de la reina: solo quedaban unas cincuenta personas del pueblo libre procedentes de Villa Topo, un puñado de guardias que le había dejado el rey y una docena de hermanos negros que habían abrazado al dios rojo.

Jon estaba tan agarrotado como si tuviera sesenta años.

«Sueños oscuros y remordimientos. —No era capaz de dejar de pensar en Arya—. No tengo manera de ayudarla. Renuncié a los lazos familiares cuando pronuncié mis votos. Si uno de mis hombres me dijera que su hermana corre peligro, le diría que ya no es asunto suyo. —Cuando se pronunciaba el juramento, la sangre de un hombre se tornaba negra—. Negra como el corazón de un bastardo. —Tiempo atrás le había encargado a Mikken una espada para Arya, una espada de jaque pequeña que pudiera empuñar bien—. Aguja». Se preguntó si aún la tendría. «Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo», le había dicho, pero si intentaba clavársela al Bastardo, podía costarle la vida.

—Nieve —murmuró el cuervo de Mormont—. Nieve, nieve.

Y de repente, no pudo soportarlo más.

Fantasma se encontraba tras la puerta, royendo un hueso de buey hasta el tuétano.

—¿Cuándo has vuelto? —El huargo se levantó y abandonó el hueso para seguir los pasos de Jon.

Mully y Tonelete estaban en la puerta, apoyados en las lanzas.

—Ahí fuera hace un frío espantoso, mi señor —le advirtió Mully, el de la barba naranja enmarañada—. ¿Vais a pasar mucho tiempo fuera?

—No, solo necesito un poco de aire. —Jon salió a la noche. El cielo estaba estrellado, y el viento racheaba a lo largo del Muro. Hasta la luna parecía tener cara de frío. La primera ráfaga que lo atrapó atravesó como un cuchillo todas las capas de lana y cuero y le hizo castañetear los dientes. Cruzó el patio para adentrarse en las fauces de aquel viento. La capa revoloteaba con fuerza a su alrededor; Fantasma lo seguía.

«¿Adónde voy? ¿Qué hago? —El Castillo Negro estaba tranquilo y en silencio; sus salones y torres, sumidos en la oscuridad—. Mi trono —reflexionó Jon—. Mi salón, mi hogar, mi dominio. Ruinas».

A la sombra del Muro, el huargo le rozó los dedos. Durante un instante, la noche cobró vida con mil olores, y Jon Nieve oyó el crujido de la nieve al romperse. De repente se dio cuenta de que tenía a alguien detrás. Alguien que olía al calor de un día de verano.

Al volverse vio a Ygritte.

Estaba bajo las piedras chamuscadas de la Torre del Lord Comandante, envuelta en oscuridad y recuerdos. La luz de la luna se reflejaba en su pelo, su pelo rojo besado por el fuego. Cuando la vio, el corazón se le subió a la garganta.

—Ygritte —dijo.

—Lord Nieve. —Era la voz de Melisandre.

—Lady Melisandre. —Jon retrocedió un paso—. Os he confundido con otra persona.

«De noche todas las túnicas son pardas». Pero la suya era roja. No entendía cómo podía haber pensado que se trataba de Ygritte. Era más alta, más delgada, y de más edad, aunque la luz de la luna le quitaba años. De la nariz y las manos desnudas ascendían jirones de bruma blanca.

—Se os van a congelar los dedos —le advirtió.

—Si esa es la voluntad de R’hllor. Los poderes de la noche no pueden tocar a aquellos cuyo corazón está bañado por el fuego sagrado del dios.

—No me preocupa vuestro corazón, sino vuestras manos.

—El corazón es lo único que importa. No desesperéis, lord Nieve. La desesperación es un arma del enemigo, cuyo nombre no debe pronunciarse. No habéis perdido a vuestra hermana.

—No tengo hermanas. —Las palabras se le clavaban como cuchillos.

«¿Qué sabes de mi corazón, sacerdotisa? ¿Qué sabes de mi hermana?».

—¿Cómo se llamaba esa hermana que no tenéis? —preguntó Melisandre, divertida.

—Arya. —Su voz sonó ronca—. En realidad solo era mi hermana paterna…

—… ya que vos sois bastardo. No lo he olvidado. He visto a vuestra hermana en mis fuegos, huyendo de ese matrimonio concertado. La he visto viniendo hacia aquí, hacia vos. Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo; lo he visto con claridad diáfana. Aún no ha sucedido, pero sucederá. —Miró a Fantasma—. ¿Puedo tocar a vuestro… lobo?

—Mejor que no. —El mero pensamiento lo hizo sentir incómodo.

—No me hará daño. Lo llamáis Fantasma, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Fantasma. —Melisandre hizo que la palabra sonase como una canción.

El huargo caminó hacia ella. Desconfiado, la rodeó al tiempo que la olfateaba. Cuando Melisandre alargó la mano hacia él, también la olfateó, y después le frotó la nariz contra los dedos.

—No suele ser tan… —Al hablar, el aliento de Jon se elevó en una nube blanca.

—… ¿afectuoso? El afecto y la calidez tienen la misma fuente, Jon Nieve. —Sus ojos eran como dos estrellas rojas que brillaban en la oscuridad. En su cuello centelleaba el rubí, un tercer ojo que resplandecía más que los otros. Jon había visto los ojos rojos de Fantasma brillar de la misma manera, cuando les daba la luz desde cierto ángulo.

—Fantasma —llamó—. Conmigo.

El huargo lo miró como si fuera un desconocido. Jon frunció el ceño, desconcertado.

—Qué… extraño.

—¿Eso creéis? —Melisandre se arrodilló y rascó a Fantasma detrás de la oreja—. Vuestro Muro es un sitio extraño, pero aquí hay mucho poder para quien sepa usarlo. Hay poder en vos, y en esta bestia. Sería un error oponerle resistencia. Abrazadlo. Usadlo.

«No soy un lobo», pensó.

—¿Cómo?

—Yo puedo enseñaros. —Melisandre pasó un esbelto brazo alrededor de Fantasma, y el huargo le lamió la cara—. El Señor de Luz, en su sabiduría, nos hizo machos y hembras, dos partes de un todo más grande. En nuestra unión hay poder. Poder para crear vida. Poder para crear luz. Poder para proyectar sombras.

—Sombras. —La palabra sonó más siniestra cuando la pronunció él.

—Todo aquel que camina por la tierra proyecta una sombra en el mundo. Las hay delgadas y débiles, y largas y oscuras. Deberíais mirar hacia atrás, lord Nieve. La luna os ha besado y ha dibujado vuestra sombra en el hielo, una sombra de ochenta varas.

Jon miró a su espalda. Allí estaba la sombra, tal como ella había dicho, recortada por la luna contra el Muro.

«La he visto viniendo hacia aquí, hacia vos —repitió para sí—. Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo. Arya. —Se volvió hacia la sacerdotisa roja. Sentía el calor que emanaba de ella—. Tiene poder». El pensamiento surgió de la nada y lo apresó con dientes acerados, pero no quería estar en deuda con la sacerdotisa, ni siquiera por su hermana pequeña.

—Dalla me dijo una cosa hace tiempo. La hermana de Val, esposa de Mance Rayder. Me dijo que la brujería es una espada sin empuñadura. Que no hay manera segura de agarrarla.

—Sabia mujer. —Cuando Melisandre se incorporó, su túnica roja revoloteó al viento—. Sin embargo, una espada sin puño sigue siendo una espada, y es un bien muy preciado cuando se está rodeado de enemigos. Escuchadme, Jon Nieve. Habéis enviado nueve cuervos al bosque blanco en busca de vuestros enemigos. Tres de ellos están muertos. Aún no, pero la muerte está ahí fuera, esperándolos, y se dirigen a ella. Los enviasteis para que fuesen vuestros ojos en la oscuridad, pero no tendrán ojos cuando regresen. He visto sus caras pálidas y muertas en mis fuegos. Cuencas vacías que lloran sangre. —Se echó el pelo hacia atrás, y sus ojos rojos brillaron—. Ahora no me creéis, pero acabaréis dándome la razón, aunque el coste serán tres vidas. Habrá quien diga que es un precio bien barato por la sabiduría…, pero no teníais por qué pagarlo. Recordadlo cuando contempléis los rostros ciegos y destrozados de vuestros muertos. Y cuando llegue ese día, tomad mi mano. —De su piel pálida emanaba una neblina blanca, y durante un momento pareció que unas llamas hechiceras danzaban entre sus dedos—. Tomad mi mano —repitió— y dejadme salvar a vuestra hermana.