La noticia recorrió el campamento como una ráfaga de aire caliente.
«Ya viene. Se ha puesto en marcha con su ejército. Se dirige hacia el sur, a Yunkai, para incendiar la ciudad y pasar a sus habitantes por la espada, y nosotros vamos hacia el norte para reunirnos con ella». Rana se enteró gracias a Dick Heno, que a su vez se lo había oído al Viejo Bill Huesos, a quien se lo había contado un pentoshi llamado Myrio Myrakis que tenía un primo que servía de copero al Príncipe Desharrapado.
—Coz se enteró en la tienda de mando, de labios del propio Daggo —insistió Dick Heno—. Nos pondremos en marcha hoy mismo, ya lo veréis.
Al menos eso fue así. Dio la orden el Príncipe Desharrapado a través de sus capitanes y sargentos: plegad las tiendas, cargad las mulas y ensillad los caballos; marcharemos hacia Yunkai al amanecer.
—No creo que esos cabrones yunkios nos quieran dentro de su Ciudad Amarilla, rondando a sus hijas —predijo Baqq, el ballestero myriense bizco cuyo nombre significaba «habas»—. En Yunkai nos haremos con provisiones y tal vez con caballos descansados. Y luego a Meereen, a bailar con la reina dragón. Así que salta deprisa, Rana, y afila bien la espada de tu señor, que no tardará en necesitarla.
Quentyn Martell había sido príncipe en Dorne y mercader en Volantis, pero en las orillas de la bahía de los Esclavos no era más que Rana, escudero del corpulento caballero calvo dorniense al que los mercenarios llamaban Tripasverdes. Los hombres que componían los Hijos del Viento se ponían el nombre que les venía en gana y se lo cambiaban a su antojo. A él le habían colgado el de Rana porque saltaba en cuanto el grandullón daba una orden.
Ni siquiera el comandante de los Hijos del Viento revelaba su verdadero nombre. Algunas compañías libres habían nacido durante el siglo de sangre y destrucción que siguió a la Maldición de Valyria; otras acababan de formarse y desaparecerían al día siguiente. La historia de los Hijos del Viento se remontaba a treinta años y en ese tiempo solo habían tenido un comandante, el noble pentoshi de ojos tristes y habla suave que se hacía llamar Príncipe Desharrapado. Tenía el cabello y la cota de malla de color gris plata, pero su capa andrajosa era de retales de tela de mil colores: azul, gris, violeta, rojo, morado, verde, fucsia, bermellón y cerúleo, todos desvaídos por el sol. Según Dick Heno, cuando el Príncipe Desharrapado tenía veintitrés años, los magísteres de Pentos lo eligieron príncipe pocas horas después de decapitar al anterior. En lugar de aceptar, se abrochó el cinto de la espada, montó a lomos de su caballo preferido y huyó a las Tierras de la Discordia para no regresar jamás. Había cabalgado con los Segundos Hijos, con los Escudos de Hierro y con los Hombres de la Doncella, hasta que al fin, junto con cinco hermanos de armas, fundó los Hijos del Viento. De los seis, solo sobrevivía él.
Rana no tenía la menor idea de si había algo de cierto en aquello. Desde que se alistaron con los Hijos del Viento en Volantis solo había visto al Príncipe Desharrapado una vez, de lejos. Los dornienses eran nuevas manos, reclutas frescos, pasto de flechas, con tres hombres válidos entre dos mil. Su comandante solo se juntaba con gente de más nivel.
—¡No soy ningún escudero! —había protestado Quentyn cuando propuso el embuste Gerris Drinkwater, al que allí llamaban Gerrold el Dorniense, para distinguirlo de Gerrold Lomorrojo y Gerrold el Negro, y al que también llamaban a veces Manan desde que, en una ocasión, el grandullón estuvo a punto de llamarlo por su nombre por error—. Me gané las espuelas en Dorne; soy tan caballero como vosotros.
Pero Gerris estaba en lo cierto. Arch y él habían ido a proteger a Quentyn, y para eso debían mantenerlo al lado del grandullón.
—Arch es el mejor luchador de los tres —le había dicho Drinkwater—, pero tú eres el único que puede casarse con la reina dragón.
«Casarme con ella o luchar contra ella; en cualquier caso, pronto la tendré frente a frente». Cuanto más oía hablar de Daenerys Targaryen, más temía el encuentro. Los yunkios aseguraban que alimentaba a sus dragones con carne humana y se bañaba en sangre de vírgenes para conservar la piel suave y tersa. Habas se tomaba a risa todo aquello, pero en cambio daba crédito a los relatos sobre la promiscuidad de la reina de plata.
—Uno de sus capitanes procede de una estirpe de hombres con el miembro de palmo y medio —les dijo—, pero ni con eso puede satisfacerla. Cabalgó con los dothrakis y se acostumbró a que se la follaran los sementales, así que ahora no hay hombre capaz de llenarla.
Libros, el sagaz espadachín de Volantis que siempre tenía las narices metidas en algún frágil pergamino, opinaba que la reina dragón era una demente asesina.
—Su khal mató a su hermano para hacerla reina, y después, ella mató a su khal para ser khaleesi. Hace sacrificios de sangre, miente más que habla, se vuelve contra los suyos por capricho, rompe treguas, tortura a los enviados… Su padre también estaba loco. Lo lleva en la sangre.
«Lo lleva en la sangre. —Era cierto que el rey Aerys II estaba loco; lo sabía todo Poniente. Había exiliado a dos manos y quemado a la tercera—. ¿Debo casarme con Daenerys aunque sea una asesina, como su padre?». El príncipe Doran no había mencionado esa posibilidad.
A Rana le encantaría dejar atrás Astapor. La Ciudad Roja era lo más parecido al infierno que esperaba conocer en vida. Los yunkios habían sellado las puertas para encerrar a los muertos y moribundos, pero los espectáculos que había presenciado mientras cabalgaba por las calles de ladrillo rojo acosarían para siempre a Quentyn Martell. Un río desbordante de cadáveres; sacerdotisas con la túnica desgarrada, empaladas y rodeadas de moscas verdes; moribundos que se tambaleaban por las calles ensangrentados y llenos de excrementos; niños peleando por perritos a medio asar. El último rey libre de Astapor desnudo en la arena de combate, gritando mientras lo destrozaban una veintena de perros salvajes. Y fuego, fuego por todas partes. Aunque cerrara los ojos volvía a verlo: llamas que ascendían de pirámides de ladrillo más altas que ninguna fortaleza que hubiera visto jamás; columnas de humo grasiento que subían enroscándose hacia el cielo como gigantescas serpientes negras.
Cuando soplaba el viento del sur, el aire olía a quemado incluso allí, a algo más de una legua de la ciudad. Tras su maltrecha muralla de ladrillo rojo, Astapor seguía humeando, aunque casi todos los incendios se habían apagado ya. Las cenizas flotaban perezosamente en el viento como gruesos copos de nieve gris. Sería un placer alejarse de allí.
—Ya era hora —dijo el grandullón cuando Rana dio con él; estaba jugando a los dados con Habas, Libros y el Viejo Bill Huesos, y perdiendo como de costumbre. Los mercenarios adoraban a Tripasverdes, que en las apuestas era tan temerario como en la batalla, pero mucho menos hábil—. Quiero la armadura, Rana. ¿Me has limpiado la sangre de la cota de malla?
—Sí, mi señor.
La cota de malla de Tripasverdes era vieja y pesada, llena de parches y remiendos, muy usada. Lo mismo se podía decir del yelmo, el gorjal, las grebas, los guanteletes y el resto de las piezas dispares. La armadura de Rana era tan solo un poquito mejor, y la de ser Gerris, mucho peor. «Acero de compañía», como lo llamaba el armero. Quentyn no había preguntado cuántos hombres la habían llevado antes ni cuántos la llevaban puesta al morir. Sus hermosas armaduras habían tenido que abandonarlas en Volantis, junto con el oro y sus nombres verdaderos. Los caballeros adinerados de casas antiguas y honorables no cruzaban el mar Angosto para vender la espada a menos que alguna infamia los empujara al exilio.
—Prefiero pasar por pobre antes que por taimado —exigió Quentyn cuando Gerris les expuso su plan.
Los hijos del viento tardaron menos de una hora en levantar campamento.
—¡Ahora, a cabalgar! —proclamó el Príncipe Desharrapado desde su gran caballo de batalla gris en alto valyrio clásico, que era lo más parecido a un idioma común de la compañía. Su corcel llevaba los cuartos traseros cubiertos de tiras de tela arrancadas de los jubones de las víctimas de su amo. La capa del príncipe estaba cosida con los mismos retales. Era un viejo de más de sesenta años, pero seguía cabalgando muy erguido en la silla y su voz potente llegaba a todos los rincones del campo de batalla—. Astapor solo ha sido un aperitivo, ¡Meereen será el banquete!
Los mercenarios lo aclamaron, y los gallardetes de seda celeste ondearon en las puntas de las lanzas junto con los estandartes azules y blancos de los Hijos del Viento.
Los tres dornienses gritaron tanto como los demás; el silencio habría llamado la atención. Pero cuando los Hijos del Viento cabalgaron hacia el norte por el camino de la costa, tras los pasos de Barbasangre y la Compañía del Gato, Rana se demoró hasta ponerse a la altura de Gerrold el Dorniense.
—Pronto —le dijo en la lengua común de Poniente. Había más ponientis en la compañía, pero no muchos, y ninguno en las inmediaciones—. Tiene que ser pronto.
—Aquí no —advirtió Gerris con una sonrisa falsa de cómico—. Hablamos esta noche, después de acampar.
Había cien leguas de Astapor a Yunkai por el viejo camino de la costa ghiscario, y otras cincuenta de Yunkai a Meereen. Las compañías libres, con buenos caballos, podían llegar a Yunkai en seis días de marcha forzada o en ocho a paso más sosegado. Las legiones del Antiguo Ghis tardarían entre nueve y doce porque iban a pie, y los yunkios y sus soldados esclavos…
—Con los generales que tienen, lo que me extraña es que no marchen hacia el mar —había comentado Habas.
A los yunkios no les faltaban comandantes. Un viejo héroe conocido por Yurkhaz zo Yunkaz tenía el mando supremo, aunque los Hijos del Viento solo lo habían visto de lejos, en un palanquín tan pesado que tenían que transportarlo entre cuarenta esclavos.
A los que no había manera de perder de vista era a sus segundos: los señores yunkios correteaban por doquier como cucarachas. La mitad se presentaba como Ghazdan, Graznan, Mazdhan o Ghaznak: distinguir un nombre ghiscario de otro era un arte que pocos hijos del viento dominaban, así que les habían puesto apodos burlones.
El que más destacaba era Ballena Amarilla, un hombre de una obesidad grotesca que siempre llevaba tokars de seda amarilla con ribete dorado. Pesaba tanto que no se tenía en pie por sí mismo, y tampoco podía retener la orina, así que siempre olía a pis, con un hedor tan pronunciado que ni los perfumes más densos conseguían ocultarlo. Pero también era, según se decía, el hombre más rico de Yunkai, y le apasionaban los monstruos. Entre sus esclavos había un niño con patas y pezuñas de cabra, una mujer barbuda, un bicéfalo de Mantarys y un hermafrodita que le calentaba la cama.
—Polla y conejo, todo en uno —les explicó Dick Heno—. Antes, la Ballena tenía un gigante y le encantaba verlo follarse a sus esclavas, pero se le murió, y tengo entendido que pagaría un saco de oro por otro.
Luego estaba la Niña General, que montaba a lomos de un caballo blanco, tenía una larga melena roja y estaba al mando de un centenar de fornidos soldados esclavos que había elegido y entrenado personalmente, todos ellos jóvenes, esbeltos, musculosos y desnudos con excepción del taparrabos, la capa amarilla y el escudo de bronce alargado con grabados eróticos. Su señora no tendría más de dieciséis años y se creía la Daenerys Targaryen de Yunkai.
El Pichón no era enano, pero cualquiera lo habría tomado por tal con poca luz. Caminaba como si fuera un gigante, con las piernecillas regordetas muy separadas y el pecho abombado henchido. Tenía los soldados más altos que hubiera visto jamás un hijo del viento: los más bajos medían más de dos varas, y el más alto, casi tres. Todos tenían el rostro alargado y las piernas largas, que lo parecían más aún gracias a los zancos que formaban parte de su ornamentada armadura. Se cubrían el torso con escamas esmaltadas en rosa, y la cabeza, con un yelmo alargado rematado con un pico de acero y un penacho de plumas rosadas. Cada uno llevaba una espada curva a la cadera y portaba una lanza tan alta como él, rematada en ambos extremos por puntas en forma de hoja.
—Los cría el Pichón —informó Dick Heno—. Compra esclavos altos en todo el mundo, los cruza y se queda con los hijos más altos para sus Garzas. Cree que algún día podrá prescindir de los zancos.
—Con unas cuantas sesiones en el potro aceleraría el proceso —sugirió el grandullón.
—Son impresionantes —comentó Gerris Drinkwater, riendo—. No hay nada que me dé más miedo que un tipo con zancos, escamas y plumas rosa. Si me persiguiera uno de esos, me reiría tanto que se me aflojaría la vejiga.
—Hay quien considera que las garzas son majestuosas —señaló el Viejo Bill Huesos—. Si su rey come ranas a la pata coja, claro.
—Las garzas son cobardes —apuntó el grandullón—. Una vez que Manan, Cletus y yo estábamos cazando, vimos una bandada en los bajíos; estaban dándose un banquete de renacuajos y pececillos. Eran muy bonitas, sí, pero pasó volando un halcón y todas alzaron el vuelo despavoridas, como si hubieran visto un dragón. Levantaron tanto viento que me derribaron del caballo. Cletus consiguió abatir una de un flechazo; sabía a pato, aunque era menos grasienta.
Ni siquiera Pichón y sus Garzas eran tan estrafalarios como los hermanos a los que los mercenarios denominaban Señores del Estrépito. La última vez que los soldados de Yunkai se enfrentaron a los Inmaculados de la reina dragón, rompieron filas y huyeron. Los Señores del Estrépito habían ideado una estratagema para impedir que se repitiera: encadenar a sus hombres en grupos de diez, muñeca con muñeca y tobillo con tobillo.
—Esos pobres cabrones no pueden correr a menos que se pongan de acuerdo para acompasar el ritmo —les explicó Dick Heno entre risas—. Y aunque se pongan de acuerdo, tampoco podrán ir muy deprisa.
—Y a la hora de marchar no les va mucho mejor —observó Habas—. El ruido que arman se oye a diez leguas de distancia.
Había otros igualmente demenciales o incluso peores: lord Nalgasblandas, el Conquistador Borracho, el Señor de las Bestias, Cara de Flan, el Conejo, el Auriga, el Héroe Perfumado… Unos tenían veinte soldados; otros, doscientos o dos mil, todos ellos esclavos que ellos mismos habían entrenado y equipado. Todos eran ricos, todos eran arrogantes y todos eran capitán y comandante, con lo que no respondían más que ante Yurkhaz zo Yunkaz, desdeñaban a los simples mercenarios y mantenían luchas constantes por la preeminencia, tan inacabables como incomprensibles. En el tiempo en que los Hijos del Viento recorrieron legua y media, los yunkios se las apañaron para retrasarse una.
—Son una manada de imbéciles malolientes —se quejó Habas—. Y aún no entienden por qué los Cuervos de Tormenta y los Segundos Hijos se pasaron al bando de la reina dragón.
—Creen que fue por oro —señaló Libros—. ¿Por qué crees que nos pagan tan bien?
—El oro está bien, pero vivir está mejor —replicó Habas—. En Astapor nos ha tocado bailar con tullidos. ¿Quieres enfrentarte a auténticos inmaculados sin más apoyo que el de esos tipos?
—Ya nos enfrentamos a los Inmaculados en Astapor —apuntó el grandullón.
—He dicho «auténticos inmaculados». No basta con cortarle los huevos a un chaval y darle un casco puntiagudo para transformarlo en inmaculado. Los de verdad, los que no rompen filas y huyen cuando te tiras un pedo hacia ellos, están con la reina dragón.
—Y también tiene dragones. —Dick Heno contempló el cielo como si temiera que con solo mencionarlos fueran a caer sobre la compañía—. Que no se os embote la espada, muchachos; pronto habrá combate de verdad.
«Combate de verdad», pensó Rana. Las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta. La batalla librada ante la muralla de Astapor le había parecido de lo más auténtico, aunque sabía que los mercenarios no opinaban lo mismo.
—Fue una carnicería, no una batalla —había declarado después el bardo guerrero Denzo D’han.
Denzo era capitán, veterano de cien combates, mientras que la experiencia de Rana se limitaba al patio de entrenamiento y los torneos, por lo que se consideró indigno de discutir la opinión de tan curtido guerrero.
«Pero cuando empezó, vaya si parecía un combate». Recordó como se le había hecho un nudo en la garganta cuando el grandullón lo había despertado de una patada al amanecer.
—¡Ponte la armadura, haragán! —le había gritado—. El Carnicero viene para presentar batalla. ¡Venga, a menos que quieras que te trinche!
—El Rey Carnicero ha muerto —había protestado Rana, adormilado.
Era lo que habían oído todos al bajar de los barcos que los transportaban desde la Antigua Volantis. Un segundo rey Cleon había lucido la corona poco antes de morir, y en aquellos momentos, los astapori estaban gobernados por una puta y un barbero loco cuyos seguidores peleaban entre ellos por el control de la ciudad.
—Igual es mentira —había replicado el grandullón—, o igual se trata de otro carnicero. O será que el primero ha vuelto de la tumba para matar a unos cuantos yunkios, ¿qué coño importa? ¡Ponte la armadura, Rana!
En la tienda dormían diez hombres; para entonces ya estaban todos en pie y se ponían como podían calzones y botas, se embutían en largas cotas de malla, se ataban las cinchas de la coraza, se apretaban las correas de grebas y brazales y buscaban yelmos, escudos y cintos. Gerris, tan rápido como siempre, fue el primero en acabar, seguido de cerca por Arch. Entre los dos ayudaron a Quentyn a terminar de ponerse la armadura. Poco más allá, los nuevos inmaculados de Astapor habían salido por las puertas de la ciudad y estaban formando en hileras al pie de la maltrecha muralla de ladrillo rojo, mientras el sol del amanecer se reflejaba en los cascos de bronce rematados por una púa y en la punta de las largas lanzas.
Los tres dornienses salieron juntos de la tienda para seguir a los combatientes que se dirigían a los caballos.
«Combate. —Quentyn había estado entrenándose con la lanza, la espada y el escudo desde que tenía edad para andar, pero en aquel momento no importaba—. Guerrero, dame valor», había rezado Rana mientras los tambores resonaban a lo lejos, BUM bum BUM bum BUM bum. El grandullón le señaló al Rey Carnicero, que montaba alto y rígido el caballo, con una armadura de lamas de cobre que resplandecía al sol de la mañana. Recordó lo que le había dicho Gerris mientras ensillaba, justo antes de que empezara la batalla: «No te apartes de Arch; pase lo que pase, quédate a su lado. Recuerda, eres el único de nosotros que puede casarse con la chica». Para entonces, los astaporis ya avanzaban.
Vivo o muerto, el Rey Carnicero cogió desprevenidos a los sabios amos. Los yunkios aún correteaban de un lado a otro con sus tokars al viento, en un intento desesperado por imponer algo parecido al orden entre sus esclavos a medio entrenar mientras las lanzas de los Inmaculados chocaban contra la primera línea de asedio. De no ser por sus aliados y por los mercenarios a los que tanto despreciaban, los habrían barrido en aquel mismo instante, pero los Hijos del Viento y la Compañía del Gato montaron a caballo en cuestión de minutos y cayeron sobre los flancos astaporis justo cuando una legión del Nuevo Ghis atravesaba el campamento yunkio desde el otro extremo y chocaba con los Inmaculados, lanza contra lanza y escudo contra escudo.
Lo que siguió fue una carnicería, aunque en aquella ocasión, el Rey Carnicero se vio al otro lado del cuchillo. Daggo fue quien consiguió llegar hasta él, tras abrirse camino entre sus defensores a lomos del monstruoso caballo de guerra, y rajó a Cleon el Grande del hombro a la cadera con un solo golpe de su curvado arakh valyrio. Rana no lo vio, pero los que presenciaron la escena aseguraban que la armadura de cobre de Cleon se desgarró como la seda y que de ella salió, con un hedor espantoso, un centenar de gusanos blancos que se retorcían. Al final resultó que Cleon ya estaba muerto: los astaporis, desesperados, lo habían sacado de la tumba, le habían puesto la armadura y lo habían atado al caballo con la esperanza de inspirar valor a sus inmaculados.
La caída del difunto Cleon fue el golpe de gracia. Los nuevos inmaculados soltaron lanzas y escudos y huyeron, solo para encontrarse con que les habían cerrado las puertas de Astapor. En la carnicería que siguió, Rana desempeñó su papel, que consistió en arrollar con el caballo a los aterrados eunucos, igual que los otros hijos del viento. En ningún momento se despegó del grandullón, y repartió golpes a diestro y siniestro mientras su cuña se introducía en las filas de los Inmaculados como una punta de lanza. Cuando las atravesaron, el Príncipe Desharrapado dio orden de dar la vuelta y repetir la maniobra en sentido contrario. Fue entonces cuando Rana pudo ver mejor los rostros que había bajo los cascos de bronce y se dio cuenta de que casi todos eran de su edad.
«Niños sin experiencia que llaman a gritos a sus madres», pensó, pero aun así los mató. Cuando por fin abandonó el campo de batalla tenía la espada ensangrentada y el brazo tan cansado que casi no podía levantarlo.
«Pero no fue un combate de verdad —pensó—. El combate de verdad llegará pronto, y tenemos que estar lejos antes de que empiece, o acabaremos luchando en el bando que menos nos conviene».
Aquella noche, los Hijos del Viento acamparon junto a la bahía de los Esclavos. A Rana le tocó la primera guardia, y lo mandaron a vigilar las líneas de los caballos. Gerris se reunió con él en cuanto se puso el sol, cuando la media luna se reflejaba en las aguas.
—También debería haber venido el grandullón —dijo Quentyn.
—Ha ido a ver al Viejo Bill Huesos para perder el resto de la plata —respondió Gerris—. No lo metas en esto. Hará lo que digamos, aunque no le guste.
—No.
Había muchas cosas que tampoco le gustaban a Quentyn: navegar en un barco atestado, sacudido por los vientos y las mareas; comer pan duro lleno de gorgojos, beber un ron negro como la brea para olvidar; dormir en paja mohosa rodeado de desconocidos malolientes… Todo eso era lo que esperaba cuando garabateó su nombre en un pergamino en Volantis para vender al Príncipe Desharrapado su espada y sus servicios durante un año. Eran las dificultades que había que soportar, lo normal en cualquier aventura.
Pero lo que llegaba a continuación era, simple y llanamente, traición. Los yunkios los habían transportado desde la Antigua Volantis para luchar por la Ciudad Amarilla, y los dornienses iban a cambiar de capa, lo que significaba que iban a abandonar a sus nuevos hermanos de armas. Los Hijos del Viento no eran la compañía que habría elegido Quentyn, pero había cruzado el mar con ellos, había compartido la carne y el aguamiel con ellos, había luchado a su lado y había intercambiado relatos con los pocos cuyo idioma entendía. Y si todo lo relatado eran embustes, en fin, ese era el precio del pasaje a Meereen.
«No es nada honroso», les había advertido Gerris en la Casa del Mercader.
—Puede que Daenerys esté a medio camino de Yunkai, seguida por su ejército —comentó Quentyn mientras paseaban entre los caballos.
—Puede, pero lo dudo mucho —replicó Gerris—. No sería la primera vez que corren rumores por el estilo. Los astaporis estaban seguros de que Daenerys marchaba hacia el sur con sus dragones para romper el asedio. No acudió entonces y no va a acudir ahora.
—No puedes estar seguro. Tenemos que marcharnos antes de que nos obliguen a enfrentarnos a la mujer a la que he de cortejar.
—Espera a que lleguemos a Yunkai. —Gerris señaló las colinas—. Estas tierras pertenecen a los yunkios. Aquí, nadie querrá alimentar o dar refugio a tres desertores. En cambio, el norte de Yunkai es tierra de nadie.
Era cierto; aun así, Quentyn se sentía incómodo.
—El grandullón está trabando demasiadas amistades. Sabe que teníamos planes de escabullirnos e ir a buscar a Daenerys, pero no le sentará bien abandonar a los hombres junto con los que ha luchado. Si seguimos esperando, tendrá la impresión de que los deja en la estacada la víspera del combate, y eso sí que no lo hará. Lo conoces tan bien como yo.
—Sea cuando sea, será deserción —argumentó Gerris—, y el Príncipe Desharrapado no trata con pinzas a los desertores. Enviará rastreadores en nuestra busca, y que los Siete se apiaden de nosotros si nos atrapan. Si tenemos suerte, nos cortarán un pie a cada uno para que no volvamos a escapar. Si no, nos dejará en manos de Meris la Bella. —Aquello hizo que Quentyn se quedara pensativo, porque tenía miedo de Meris la Bella. Era una ponienti más alta que él, de casi dos varas. Tras veinte años en las compañías libres no le quedaba nada de belleza por dentro ni por fuera. Gerris lo cogió por el brazo—. Espera, espera solo unos días más. Hemos cruzado el mundo, ten paciencia unas pocas leguas. Se nos presentará la ocasión al norte de Yunkai.
—Si tú lo dices… —respondió Rana, dubitativo.
Pero los dioses fueron bondadosos por una vez, y la ocasión se presentó mucho antes, al cabo de dos días, cuando Hugh Hungerford detuvo el caballo junto a la hoguera donde estaban cocinando.
—Dorniense, os requieren en la tienda del comandante.
—¿A cuál de nosotros? Todos somos dornienses.
—Entonces, a todos.
Hungerford, amargado y melancólico, con una mano inutilizada, había sido jefe de cuentas de la compañía durante un tiempo, hasta que el Príncipe Desharrapado lo sorprendió robando de las arcas y le cortó tres dedos. Por aquel entonces era un simple sargento.
«¿De qué se tratará?». Hasta entonces, Rana no había visto ningún indicio de que el comandante supiera de su existencia. La única opción que tenían era presentarse ante el jefe, tal como se les había ordenado.
—No reconozcáis nada y estad preparados para luchar —dijo Quentyn a sus amigos.
—Yo siempre estoy preparado para luchar —replicó el grandullón.
El enorme pabellón de lona que el Príncipe Desharrapado gustaba de denominar su «castillo de tela» estaba abarrotado cuando llegaron los dornienses. Quentyn tardó en darse cuenta de que casi todos los reunidos procedían de los Siete Reinos o alardeaban de tener sangre ponienti.
«Exiliados o hijos de exiliados». Dick Heno aseguraba que había unos sesenta ponientis en la compañía; allí se había congregado al menos un tercio, entre ellos el propio Dick, Hugh Hungerford, Meris la Bella y Lewis Lanster, con su pelo dorado, el mejor arquero de la compañía.
También vio a Denzo D’han, que estaba al lado de Daggo. Daggo Matamuertos, como lo llamaban últimamente, aunque nunca a la cara: tenía un genio rápido y una espada negra curva tan aterradora como su dueño. Había cientos de espadas de acero valyrio en el mundo, pero solo un puñado de arakhs de ese material. Ni Daggo ni D’han eran ponientis, pero ambos eran capitanes y ocupaban un alto lugar en la estima del Príncipe Desharrapado.
«Son sus manos, la derecha y la izquierda. Aquí pasa algo».
—Nos han llegado órdenes de Yurkhaz —empezó el Príncipe Desharrapado—. Los astaporis que quedan vivos han salido del agujero. En Astapor no quedan más que cadáveres, así que están desparramándose por todas partes, y son cientos, puede que miles, todos enfermos y hambrientos. Los yunkios no quieren ni verlos cerca de su Ciudad Amarilla, así que nos han ordenado que les demos caza y los devolvamos a Astapor o los empujemos hacia el norte, hacia Meereen. Si la reina dragón los quiere, que se los quede. La mitad padece la colerina, pero hasta los sanos son bocas que alimentar.
—¿Y si no quieren dar media vuelta, mi señor? —objetó Hugh Hungerford.
—Para eso tenéis espadas y lanzas, Hugh, aunque sería mejor usar arcos y flechas. Ni os acerquéis a los que muestren síntomas de colerina. Voy a enviar a la mitad de nuestros hombres a las colinas, cincuenta patrullas de veinte jinetes. Barbasangre ha recibido las mismas órdenes, así que los gatos también estarán en el campo de batalla.
Los hombres cruzaron miradas y más de uno murmuró una maldición. Los Hijos del Viento y la Compañía del Gato estaban contratados por Yunkai, pero hacía un año, en las Tierras de la Discordia, se habían visto en bandos enfrentados y aún quedaban rencillas entre ellos. Barbasangre, el salvaje comandante de los gatos, era un gigante estentóreo con una inagotable sed de sangre que no se molestaba en disimular su desprecio hacia los «viejos barbablanca andrajosos».
—Disculpad, mi señor —intervino Dick Heno después de un discreto carraspeo—, pero todos los presentes somos de los Siete Reinos. Mi señor nunca había dividido la compañía por sangre ni por idioma. ¿Por qué no enviarnos juntos?
—Buena pregunta. Vuestra misión es cabalgar hacia el este y adentraros en las colinas, y luego rodear Yunkai y dirigiros hacia Meereen. Si os tropezáis con algún astapori, forzadlo hacia el norte o matadlo, pero esa no es vuestra misión. Pasada la Ciudad Amarilla, probablemente os encontraréis con patrullas de la reina dragón. Me da igual que sean cuervos de tormenta o segundos hijos: acercaos a ellos y entregaos.
—¿Que nos entreguemos? —preguntó sorprendido el caballero bastardo ser Orson Piedra—. ¿Queréis que cambiemos de capa?
—Así es —respondió el Príncipe Desharrapado.
«Los dioses están locos». Quentyn Martell contuvo la risa a duras penas.
Los ponientis parecían inquietos. Algunos clavaron la vista en su copa de vino, como si dentro fueran a encontrar alguna inspiración. Hugh Hungerford tenía el ceño fruncido.
—¿Creéis que la reina Daenerys nos aceptará…?
—Sí.
—Vale, pero luego ¿qué? ¿Qué seremos? ¿Espías? ¿Asesinos? ¿Enviados? ¿Estáis pensando en cambiar de bando?
—Eso es cosa del príncipe, Hungerford —replicó Daggo molesto—. Tú solo tienes que hacer lo que te digan.
—Eso siempre. —Hungerford alzó la mano de solo dos dedos.
—Seamos sinceros —intervino Denzo D’han, el bardo guerrero—: los yunkios no inspiran confianza. Acabe como acabe esta guerra, los hijos del viento querrán su parte del botín de victoria. Nuestro príncipe hace bien en no cerrar ninguna puerta.
—Meris estará al mando —dijo el Príncipe Desharrapado—. Conoce mi punto de vista en este asunto, y puede que Daenerys Targaryen se muestre más receptiva a otra mujer.
Quentyn lanzó una mirada hacia Meris la Bella. Cuando los ojos fríos y muertos de la mujer se cruzaron con los suyos, sintió un escalofrío.
«Esto no me gusta».
—Esa chica no será tan tonta como para confiar en nosotros. —Dick Heno también albergaba dudas—. Aunque llevemos a Meris. Sobre todo si llevamos a Meris. Diantres, no me fío de Meris ni yo, que me la he tirado unas cuantas veces…
Sonrió, pero a nadie más le hizo gracia, y a Meris la Bella menos que a nadie.
—Creo que te equivocas, Dick —intervino el Príncipe Desharrapado—. Vosotros sois todos ponientis; procedéis de su tierra natal, habláis su idioma y adoráis a sus dioses. Si hace falta algún motivo, todos habéis sufrido a mis manos. Dick, te he mandado azotar más que a ningún otro hombre de los Hijos, como demuestra tu espalda. A Hugh le corté tres dedos. A Meris la violó media compañía. No fue esta compañía, pero eso no hace falta que lo digamos. Will de los Bosques… Bueno, en tu caso es que eres basura. Ser Orson me culpa por enviar a su hermano a los Pesares, y ser Lucifer aún está resentido por lo de la esclava que le quitó Daggo.
—Podría haberla devuelto cuando terminó con ella —se quejó Lucifer Largo—. No tenía por qué matarla.
—Era fea —replicó Daggo—. Motivo más que suficiente.
—Webber, tú aún quieres recuperar las tierras que perdiste en Poniente —siguió el Príncipe Desharrapado sin hacer caso de la interrupción—. Lanster, maté a aquel chico al que tenías tanto cariño. Vosotros, los tres dornienses, pensáis que os hemos mentido. El botín de Astapor no fue ni de lejos lo que os prometimos en Volantis, y además me quedé con la mayor parte.
—Eso último es verdad —apuntó ser Orson.
—Los mejores embustes son los que llevan una pizca de verdad —convino el Príncipe Desharrapado—. Todos tenéis motivos sobrados para querer abandonarme, y Daenerys Targaryen sabe que los mercenarios son tornadizos. Sus Cuervos de Tormenta y sus Segundos Hijos habían aceptado oro yunkio, pero no dudaron en unirse a ella cuando la balanza de la batalla se inclinó en su favor.
—¿Cuándo partimos? —preguntó Lewis Lanster.
—De inmediato. Tened cuidado con los gatos, y con cualquier lanza larga con que os tropecéis. Los únicos que sabemos que la deserción es una estratagema somos los presentes. Si os descubrís demasiado pronto, os mutilarán por desertores u os destriparán por cambiacapas.
Los tres dornienses salieron de la tienda en silencio.
«Veinte jinetes que hablan la lengua común —pensó Quentyn—. De repente, susurrar se ha vuelto mucho más peligroso».
El grandullón le dio una palmada en la espalda.
—¿No es una maravilla, Rana? Vamos a la caza del dragón.