La vela había dejado de arder, ahogada en un charco de cera, pero la luz de la mañana ya brillaba entre los postigos. Jon había vuelto a quedarse dormido mientras trabajaba. La mesa estaba llena de pilas enormes de libros que él mismo había llevado allí, después de pasarse la mitad de la noche rebuscando en sótanos polvorientos a la luz del farol. Sam tenía razón: era imperativo hacer una lista de todos aquellos libros, clasificarlos y ordenarlos, pero no era un trabajo que pudiesen realizar los mayordomos iletrados. Habría que esperar a que volviese Sam.
«Si es que vuelve. —Jon temía por Sam y el maestre Aemon. Cotter Pyke había escrito desde Guardiaoriente para informar de que la Cuervo de Tormenta había presenciado el naufragio de una galera en la costa de Skagos. La tripulación de la Cuervo de Tormenta no había alcanzado a distinguir si el barco destruido era la Pájaro Negro, un navío mercenario de Stannis Baratheon, o un mercante de paso—. Quería salvar a Elí y al bebé. ¿Me habré equivocado y los he enviado a la tumba?».
A su lado, casi intacta, estaba la cena de la noche anterior, que se había endurecido al enfriarse. Edd el Penas había llenado la hogaza casi hasta el borde para que el infame estofado de tres carnes de Hobb Tresdedos reblandeciera el pan duro. Entre los hermanos circulaba la broma de que las tres carnes eran carnero, carnero y carnero, pero en realidad habría sido más acertado decir que eran zanahoria, cebolla y nabo. Los restos del estofado estaban cubiertos por una capa de grasa fría y brillante.
Tras la marcha de Stannis, Bowen Marsh había insistido en que se trasladase a las antiguas habitaciones del Viejo Oso, en la Torre del Rey, pero Jon se había negado. Si ocupaba aquellas estancias, daría a entender que no esperaba que regresara.
Desde que Stannis pusiera rumbo al sur, una sensación de irrealidad se había apoderado del Castillo Negro, como si el pueblo libre y los hermanos negros contuvieran la respiración a la espera de lo que estaba por llegar. Los patios y el comedor estaban desiertos muchas veces; de la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas ennegrecidas, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento. La única señal de vida que oía Jon era el débil tintineo de las espadas que llegaba del patio de la armería. Férreo Emmet le decía a voces a Petirrojo Saltarín que levantase el escudo.
«Todos deberíamos levantar el escudo».
Jon se lavó, se vistió y se fue de la armería, no sin antes haber hecho una parada en el patio el tiempo justo para intercambiar unas palabras de ánimo con Petirrojo Saltarín y otros reclutas de Emmett. Como siempre, declinó la oferta de Ty de llevar escolta. Ya tenía suficientes hombres alrededor, y si corría la sangre, dos más no supondrían gran diferencia. Pero sí cogió a Garra, y Fantasma iba pisándole los talones.
Cuando llegó a los establos, Edd el Penas ya estaba esperando al lord comandante, con el palafrén aparejado. Los hombres preparaban los carros bajo la atenta mirada de Bowen Marsh. El lord mayordomo recorría la columna arriba y abajo, mientras hacía gestos y daba voces, con las mejillas rojas por el frío. Cuando vio a Jon, se le enrojecieron aún más.
—Lord comandante, ¿aún pretendéis hacer esta…?
—¿…tontería? —remató Jon—. Por favor, dime que no ibas a decir tontería. Sí, voy a hacerlo. Ya lo hemos discutido. Guardiaoriente requiere más hombres. Torre Sombría requiere más hombres. Guardagrís y Marcahielo también, no me cabe duda, y aún nos quedan catorce castillos vacíos y muchísimas leguas de Muro sin vigilancia ni protección.
—El lord comandante Mormont… —Marsh se mordió los labios.
—… murió. Y no a manos de salvajes; fueron sus propios Hermanos Juramentados quienes lo mataron, hombres en los que confiaba. Ni tú ni yo sabemos qué habría hecho en mi lugar. —Jon dio la vuelta al caballo—. Basta de charla, nos vamos.
Edd el Penas había escuchado toda la conversación. Cuando Bowen Marsh se fue, señaló hacia detrás.
—Granadas. Con todas esas pipas. Matarían de asfixia a cualquiera. Yo preferiría un nabo; nunca se ha visto que un nabo pueda herir a un hombre.
Era en momentos como aquel cuando Jon extrañaba más al maestre Aemon. Clydas se ocupaba bien de los cuervos, pero no tenía ni una décima parte de los conocimientos y la experiencia de Aemon Targaryen, por no hablar de la sabiduría. Bowen, a su manera, era un buen hombre, pero la herida que le habían infligido en el Puente de los Cráneos lo había vuelto más duro de mollera, y en los últimos tiempos se pasaba el día con la manida cantinela de sellar las puertas. Othell Yarwyck era tan impasible y carente de imaginación como taciturno, y los capitanes de los exploradores tenían tendencia a morir tan pronto como les asignaba el cargo.
«La Guardia de la Noche ha perdido a demasiados de sus mejores hombres —pensó Jon mientras los carros empezaban a moverse—. El Viejo Oso, Qhorin Mediamano, Donal Noye, Jarmen Buckwell, mi tío…».
Cuando la columna emprendió la marcha hacia el sur por el camino Real empezó a caer una nevada ligera. La larga línea de carros se puso en camino dispuesta a atravesar campos, arroyos y colinas arboladas, escoltada por una docena de lanceros y otra de arqueros. En los últimos viajes a Villa Topo habían visto cosas desagradables: empujones, golpes, maldiciones masculladas, muchas miradas hostiles. Bowen Marsh pensó que sería mejor no arriesgarse y, por una vez, Jon y él estuvieron de acuerdo.
El lord mayordomo iba delante. Jon lo seguía un poco rezagado, en compañía de Edd Tollett el Penas. Cuando ya estaban a tiro de ballesta del Castillo Negro, Edd acercó su montura a la de Jon.
—¿Mi señor? Mirad ahí arriba. Aquel borracho enorme de la colina.
El borracho no era otra cosa que un fresno que los siglos de viento habían dejado torcido, y tenía rostro: una boca seria, una rama rota por nariz y dos ojos profundamente tallados en el tronco, fijos en el norte del camino Real, hacia el castillo y el Muro.
«Al final, los salvajes se han traído a sus dioses». A Jon no lo sorprendió; los hombres no abandonaban a sus dioses así como así. De repente, todo el espectáculo que había orquestado lady Melisandre más allá del Muro le parecía más vacuo que una función de títeres.
—Se te parece un poco, Edd —dijo en un intento de tomarse el asunto a la ligera.
—Es cierto, mi señor. A mí no me salen hojas de la nariz, pero por lo demás… A lady Melisandre no le hará ninguna gracia.
—No creo que lo vea. Hazte cargo de que nadie se lo cuente.
—Pero ella ve cosas en sus fuegos.
—Humo y cenizas.
—Y gente que arde. Puede que me vea a mí, con la nariz llena de hojas. Siempre me he temido que acabaría en la hoguera, pero tenía la esperanza de morir antes.
Jon volvió a mirar el rostro. ¿Quién lo habría tallado? Había apostado guardias alrededor de Villa Topo, para mantener a sus cuervos alejados de las salvajes y para evitar que el pueblo libre hiciera incursiones en el sur para saquear algún pueblo que otro. Quien fuera que había tallado el fresno había eludido a todos sus centinelas. Y si un hombre podía escapar de su vigilancia, otros también.
«Podría doblar otra vez la guardia —pensó con amargura—. Y malgastar el doble de hombres, hombres que podrían estar patrullando el Muro».
Los carros continuaron avanzando hacia el sur con lentitud, por caminos de barro congelado y entre rachas de nieve. Al cabo de un tercio de legua se encontraron con un segundo rostro tallado en un castaño que crecía al lado de un río helado, desde donde sus ojos vigilaban el viejo puente de tablas que lo cruzaba.
—El problema se ha duplicado —declaró Edd el Penas.
El castaño era un esqueleto desnudo, pero sus ramas marrones no estaban vacías: en una que colgaba por encima del arroyo había un cuervo con las alas erizadas por el frío. Cuando vio a Jon, las desplegó y soltó un graznido. Jon alzó el puño y silbó, y el gran pájaro negro se le acercó revoloteando.
—Maíz, maíz, maíz —graznó.
—Maíz para el pueblo libre, no para ti —respondió Jon. Se preguntó si no acabarían todos comiendo cuervos antes de que terminase el invierno.
A Jon no le cabía duda de que los hermanos que iban en los carros también habían visto aquel rostro. Nadie habló de ello, pero el mensaje estaba claro para cualquiera que tuviera ojos en la cara. En cierta ocasión Jon había oído a Mance Rayder decir que la mayoría de los arrodillados eran ovejas.
«Un perro puede pastorear un rebaño de ovejas —había comentado el Rey-más-allá-del-Muro—, pero el pueblo libre… Bueno, hay gatosombras y piedras. Los unos rondan por donde quieren y harán trizas a tus perros; los otros no se mueven a no ser que les des una patada. Ni los gatosombras ni las piedras estaban dispuestos a abandonar a los dioses que habían adorado toda su vida para inclinarse ante otro que apenas conocían».
Al norte de Villa Topo encontraron al tercer vigilante, tallado en un enorme roble que marcaba la linde de la aldea, con los profundos ojos clavados en el camino Real.
«Esa cara no tiene nada de amistosa —pensó Jon Nieve. Los rostros que habían tallado los primeros hombres y los hijos del bosque en los arcianos tantos eones atrás tenían casi siempre una expresión fiera o adusta, pero aquel roble parecía especialmente iracundo, como si de un momento a otro fuera a arrancar las raíces de la tierra y salir tras ellos entre rugidos—. Tiene las heridas tan frescas como los hombres que lo tallaron».
Villa Topo siempre había sido más grande de lo que parecía; la mayor parte de la aldea estaba bajo tierra, guarecida del frío y la nieve, y en aquellos momentos más que nunca. El magnar de Thenn había quemado el pueblo desierto cuando se disponía a atacar el Castillo Negro, y en la parte superior solo quedaban vigas ennegrecidas y viejas piedras chamuscadas…, pero bajo la tierra helada aún había criptas, túneles y sótanos, y ese era el lugar donde se había refugiado el pueblo libre, apiñado a oscuras como los topos que daban nombre a la aldea.
Los carros se detuvieron en una calle y formaron un semicírculo frente a la antigua herrería del pueblo. Cerca había un grupo de niños de rostro colorado que construían un fuerte de nieve, pero en cuanto vieron llegar a los hermanos de capa negra, se dispersaron y desaparecieron por diversos agujeros. Al poco, los adultos empezaron a emerger. Un hedor lo llenó todo a su llegada: cuerpos sin lavar, ropa sucia, excrementos y orina. Jon vio a uno de sus hombres arrugar la nariz y decir algo al que tenía al lado.
«Se burlan del olor de la libertad —supuso. Eran demasiados hermanos los que bromeaban sobre el hedor que desprendían los salvajes de Villa Topo—. ¿Serán brutos?». Los hombres del pueblo libre no diferían en gran cosa de los miembros de la Guardia de la Noche; los había limpios y sucios, pero casi todos estaban limpios unas veces y sucios otras. Aquella peste era simplemente el olor de mil personas apiñadas en unos sótanos y túneles que se habían cavado para alojar a no más de cien.
Los salvajes ya habían pasado por aquello. Formaron filas tras los carros, en silencio. Había tres mujeres por cada hombre, muchas con niños delgados y pálidos agarrados a las faldas. Jon vio muy pocos bebés.
«Murieron durante el viaje —comprendió—, y los que sobrevivieron a la batalla cayeron en las empalizadas del rey. —Los luchadores habían salido mejor parados. Justin Massey había dicho durante el consejo que había trescientos hombres en edad de luchar; Harwood Fell los había contado—. También habrá mujeres de las lanzas. Cincuenta, sesenta, puede que hasta cien. —Jon sabía que las cuentas de Fell incluían a los heridos. Vio unos veinte, apoyados en bastones toscos, con las mangas vacías o sin manos, hombres a los que les faltaba un ojo o la mitad de la cara, un hombre sin piernas al que llevaban en volandas dos amigos… Todos estaban macilentos y demacrados—. Están deshechos. Los espectros no son los únicos muertos vivientes».
Sin embargo, no todos estaban tan destrozados. Había media docena de thenitas, con sus armaduras de lamas de bronce, agrupados junto a una de las escaleras que descendían a los sótanos, con mirada hostil y sin hacer ademán de juntarse con los demás. Jon vio en las ruinas de la vieja herrería a un hombretón calvo al que reconoció como Halleck, el hermano de Harma Cabeza de Perro. Pero ya no estaban los cerdos.
«Se los habrán comido. —También había otros dos, vestidos con pieles: los pies de cuerno, tan fieros como escuálidos, descalzos hasta por la nieve—. Aún quedan lobos entre esas ovejas». La última vez que había ido a visitarla, Val se lo había recordado.
—El pueblo libre y los arrodillados se parecen más de lo que piensas, Jon Nieve. Los hombres son hombres, y las mujeres, mujeres, y da igual de qué lado del Muro hayan nacido. Hay hombres buenos y malvados, héroes y villanos, gente de honor, mentirosos, cuervos, bestias… De todo, como en la Guardia.
«Y tenía razón». Lo difícil era distinguir unos de otros, separar las ovejas de las cabras.
Los hermanos negros empezaron a repartir comida. Habían llevado carne en salazón, bacalao, alubias, nabos, zanahorias, sacos de harina, cebada y trigo, huevos en escabeche, y barriles llenos de cebollas y manzanas.
—Puedes coger una cebolla o una manzana, no las dos. —Hal el Peludo daba explicaciones a una mujer—. Tienes que elegir.
—Necesito dos de cada. Dos de cada para mí, y otras dos para mi hijo. Está enfermo, pero con una manzana se pondrá mejor. —La mujer no parecía entenderlo. Hal negó con la cabeza.
—Tiene que venir y coger su propia manzana, o una cebolla, pero no las dos cosas. Y tú igual. A ver, ¿quieres una manzana, o una cebolla? Date prisa, que hay mucha gente en la cola.
—Una manzana —contestó. Hal le dio una manzana pequeña, mustia y arrugada.
—¡Muévete de una vez! —gritó el tercero de la cola—. Aquí fuera hace frío.
—Dame otra manzana —insistió la mujer, como si no oyera el grito—. Para mi hijo. Por favor, esta es muy pequeña.
Hal miró a Jon, que negó con la cabeza. Enseguida se quedarían sin manzanas. Si empezaban a dar dos a todo el que las pidiera, los últimos en llegar se quedarían sin ninguna.
—¡Quita de ahí! —gritó la siguiente en la cola. Le dio un empujón en la espalda a la mujer, que se tambaleó, perdió la manzana y cayó al suelo. Toda la comida que sujetaba voló por los aires. Las alubias se desparramaron, un nabo cayó en un charco de barro y un saco de harina se rompió y derramó su precioso contenido en la nieve.
Empezaron a oírse voces airadas, en la lengua antigua y en la común. En otro carro empezó a haber más empujones.
—No es suficiente —gruñó un anciano—. Estáis matándonos de hambre, malditos cuervos. —La mujer a la que habían tirado al suelo estaba arrodillada, recogiendo su comida. Jon vio el brillo del acero desnudo unos pasos más allá. Sus arqueros colocaron flechas en las cuerdas. Jon hizo girar a su montura.
—Apacígualos, Rory. —Rory se llevó a los labios un cuerno enorme y lo hizo sonar.
Aaaúuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.
Los empujones y alborotos cesaron; todas las cabezas se volvieron; un niño se echó a llorar.
—Nieve, nieve, nieve —susurró el cuervo de Mormont mientras iba de un hombro de Jon al otro, con la cabeza inclinada.
Jon esperó hasta que se acallaron las últimas voces y espoleó al palafrén para que todo el mundo pudiera verlo.
—Os estamos dando tanta comida como podemos, tanta como podemos permitirnos. Manzanas, cebollas, nabos, zanahorias… A todos nos queda un largo invierno por delante, y nuestros almacenes no son inagotables.
—Pues bien que coméis los cuervos —dijo Halleck mientras se hacía sitio a empujones.
«De momento».
—Defendemos el Muro. El Muro protege al reino…, y ahora, también a vosotros. Sabéis a qué enemigo nos enfrentamos. Sabéis qué se nos viene encima. Algunos ya os habéis enfrentado a ellos: espectros y caminantes blancos; muertos de ojos azules y manos negras. Yo también los he visto, he luchado contra ellos, he mandado a uno al infierno. Primero matan, y luego envían a vuestros muertos contra vosotros. Los gigantes no han podido con ellos, ni los thenitas, ni los clanes del río de hielo, ni los pies de cuerno, ni el pueblo libre… y a medida que los días se acortan y las noches se hacen más frías, ellos se vuelven más fuertes. Cientos de vosotros habéis abandonado vuestros hogares y venido al sur… ¿y para qué? Para escapar de ellos, para estar a salvo. Pues lo que os mantiene a salvo es el Muro. Quienes os protegen son esos cuervos negros a los que denostáis.
—Nos protegéis y nos matáis de hambre —dijo una mujer de las lanzas achaparrada de cara curtida por el viento.
—¿Queréis más comida? —preguntó Jon—. La comida es para los que luchan. Ayudadnos a defender el muro y podréis comer tanto como el resto de cuervos.
«O igual de poco cuando nos quedemos sin nada».
Se hizo el silencio. Los salvajes cruzaron miradas recelosas.
—Comer —susurró el cuervo—. Maíz, maíz.
—¿Luchar por ti? —dijo una voz de acento marcado. Sigorn, el joven magnar de Thenn, hablaba la lengua común a trompicones en el mejor de los casos—. No luchar por ti. Matar mejor. Matar todos vosotros.
—Matar, matar —repitió el grajo batiendo las alas.
El padre de Sigorn, el antiguo magnar, había muerto aplastado por una escalera que le cayó encima en el asalto del Castillo Negro.
«Yo respondería lo mismo si me pidieran que hiciera causa común con los Lannister», se dijo Jon.
—Tu padre intentó matarnos a todos —le recordó a Sigorn—. El magnar era un hombre valiente, pero aun así fracasó. Y si hubiera conocido la victoria, ¿quién estaría guardando el Muro? —Se alejó de los thenitas—. Las murallas de Invernalia también eran fuertes, pero hoy Invernalia está en ruinas, quemada y destrozada. Ningún muro es más fuerte que los hombres que lo defienden.
—Nos masacráis, después nos matáis de hambre y ahora queréis convertirnos en vuestros esclavos —dijo un anciano que acunaba un nabo contra su pecho.
—Yo preferiría ir desnudo antes que llevar una de esas andrajosas capas negras a la espalda —gritó en aprobación un hombre fornido de cara rojiza. Una mujer de las lanzas soltó una risotada.
—Ni siquiera tu esposa quiere verte desnudo, Butts.
Una docena de voces sonó a la vez. Los thenitas lanzaban gritos en la antigua lengua. Un niño se puso a llorar. Jon Nieve esperó hasta que el tumulto se hubo acallado y se volvió hacia Hal el Peludo.
—¿Qué le acabas de decir a esa mujer?
—¿Lo de la comida? Una manzana o una cebolla, es lo único que he dicho. Que tenía que escoger —respondió, confuso.
—Tenéis que escoger —repitió Jon Nieve—. Todos. Nadie os pide que os sometáis a nuestro juramento, y me trae sin cuidado a qué dioses adoréis. Mis dioses son los antiguos, los dioses del norte, pero vosotros podéis quedaros con el dios rojo, con los Siete o con cualquier otro que escuche vuestras oraciones. Lo que necesitamos son lanzas, arcos, ojos que vigilen el Muro.
»Aceptaré a cualquier chico que tenga más de doce años y sepa empuñar una lanza o tensar un arco. Aceptaré a los ancianos, a los heridos y a los tullidos, incluso a aquellos que ya no puedan pelear. Pueden realizar otras labores: emplumar flechas, ordeñar cabras, recoger leña, limpiar los establos… Hay muchísimo trabajo. Y sí, también aceptaré a vuestras mujeres. No quiero para nada doncellas tímidas que busquen protección, pero cualquier mujer de las lanzas será bien recibida.
—¿Qué hay de las chicas? —preguntó una. Parecía tener la edad de Arya la última vez que la había visto.
—Aceptaré a las que tengan más de dieciséis años.
—Pero aceptáis chicos de solo doce.
En los Siete Reinos no era infrecuente ver chicos de doce años de pajes o escuderos, y muchos llevaban años entrenándose. Las chicas de esa edad no eran sino niñas.
«Pero estas son salvajes».
—Como queráis. Aceptaré chicos y chicas de doce años para arriba. Pero solo a aquellos que sepan acatar órdenes, y esto va por todos vosotros. Nunca os pediré que os arrodilléis ante mí, pero tendréis capitanes y sargentos que os dirán a qué hora levantaros y acostaros, dónde comer, cuándo beber, qué ropa llevar, y cuándo desenvainar la espada y disparar las flechas. Los hombres de la Guardia de la Noche sirven durante toda su vida. No os pediré lo mismo, pero mientras estéis en el Muro obedeceréis mis órdenes; de lo contrario os cortaré la cabeza. Mis hermanos me han visto hacerlo. Preguntadles a ellos si no me consideráis capaz.
—Cabeza —gritó el cuervo del Viejo Oso—. Cabeza, cabeza, cabeza.
—La elección es vuestra —prosiguió Jon Nieve—. Aquellos que queráis ayudarnos a defender el Muro, volved conmigo al Castillo Negro y me ocuparé de que os den armas y comida. Los demás, coged vuestros nabos y vuestras cebollas, y volved a arrastraros a vuestros agujeros.
La chica fue la primera en adelantarse.
—Yo sé luchar. Soy hija de una mujer de las lanzas.
«Quizá no tenga ni doce años», pensó Jon, aunque asintió, y la chica se abrió paso entre dos ancianos. No tenía intención de renunciar a su única recluta.
La siguió un par de muchachos que no pasarían de los catorce. Después se acercó un hombre tuerto lleno de cicatrices.
—Yo también he visto a los muertos —le dijo—. Hasta los cuervos son preferibles.
Una mujer de las lanzas alta, un anciano que se apoyaba en dos bastones, un muchacho de cara ancha con un brazo atrofiado, un joven pelirrojo que le recordó a Ygritte…
—No me gustas, cuervo —gruñó Halleck entonces—, pero ese Mance tampoco me gustó nunca, ni a mí ni a mi hermana, y aun así, luchamos por él. ¿Por qué no luchar por ti?
Aquello derrumbó el dique. Halleck tenía seguidores.
«Mance no se equivocaba».
—El pueblo libre no sigue a nombres, ni a animalitos de tela cosidos a una túnica —le había dicho el Rey-más-allá-del-Muro—. No baila por unas monedas y poco le importa qué ropa lleves, qué cargo representa una cadena o de quién seas nieto. Solo respetan la fuerza. Respetan al hombre por sí mismo.
A Halleck lo siguieron sus primos, y tras ellos, uno que portaba el estandarte de Harma. Después, hombres que habían luchado con ella o habían oído hablar de sus proezas. Ancianos, novatos, luchadores en buena forma, heridos, tullidos, más de veinte mujeres de las lanzas y hasta tres pies de cuerno.
«Ningún thenita». El magnar se volvió y desapareció en los túneles, seguido estrechamente por sus acólitos vestidos de bronce.
Cuando entregaron la última manzana rancia, los carros ya estaban llenos de salvajes, y eran sesenta y tres más que cuando la columna había partido del Castillo Negro por la mañana.
—¿Qué vais a hacer con ellos? —le preguntó Bowen Marsh a Jon durante el regreso por el camino Real.
—Entrenarlos, armarlos, y dividirlos. Enviarlos adonde se los necesite. Guardiaoriente, Torre Sombría, Marcahielo, Guardiagrís… Tengo intención de abrir tres fuertes más.
El lord mayordomo miró hacia atrás.
—¿También enviaréis a las mujeres? Nuestros hermanos no están acostumbrados a que haya mujeres entre ellos, mi señor. Su juramento… Habrá peleas, violaciones…
—Estas mujeres tienen cuchillos y saben usarlos.
—¿Y qué pasará cuando una le corte el cuello a uno de nuestros hermanos?
—Habremos perdido un hombre —contestó Jon—, pero habremos ganado sesenta y tres. Se te dan bien las cuentas, mi señor. Corrígeme si me equivoco, pero diría que eso nos deja con sesenta y dos luchadores más que antes.
—También habéis añadido sesenta y tres bocas más, mi señor… Pero ¿cuántas de ellas pueden luchar, y de qué lado? Si los Otros llegan a nuestras puertas, es probable que luchen de nuestro lado, os lo concedo… pero cuando llegue Tormund Matagigantes, o el Llorón con diez mil asesinos aullantes, ¿qué pasará ese día? —Marsh no estaba nada convencido.
—Ese día lo sabremos. Así que esperemos que no llegue.