Hediondo (2)

Le dieron un caballo, un estandarte, un jubón de lana suave y una cálida capa de piel, y lo dejaron en libertad. Por una vez, no apestaba.

—Vuelve con el castillo —le había dicho Damon Bailaparamí, mientras ayudaba al tembloroso Hediondo a montar en la silla—, o trata de huir y ya veremos hasta dónde llegas antes de que te atrapemos. A él le encantaría. —Sonrió antes de dar un fustazo en la grupa al viejo caballo para que se pusiera en marcha.

Hediondo no se atrevió a volver la vista por miedo a que Damon, Polla Amarilla, Gruñón y los demás fueran tras él, a que todo fuera otra broma de lord Ramsay, una prueba cruel para ver qué hacía si le daban un caballo y lo dejaban libre.

«¿Creen que voy a intentar escapar?».

El animal que le habían dado era un jamelgo medio famélico de patas torcidas. Sabía que a sus lomos le resultaría imposible dejar atrás a las excelentes monturas que llevarían lord Ramsay y sus cazadores. Y no había cosa en el mundo que Ramsay disfrutara más que lanzar a sus chicas a aullar tras el rastro de una presa.

Además, ¿adónde podía huir? A su espalda quedaban los campamentos, donde estaban los hombres de Fuerte Terror y también los que los Ryswell habían llevado de los Riachuelos, separados solo por las huestes de Fuerte Túmulo. Al sur de Foso Cailin, otro ejército se acercaba a través del cenagal, un ejército de hombres de los Bolton y los Frey que marchaba bajo los estandartes de Fuerte Terror. Al este del camino se extendía una playa desierta, junto al frío mar salado, y al oeste estaban los pantanos y ciénagas del Cuello, infestados de serpientes, lagartos león y demonios del pantano con sus flechas envenenadas.

No pensaba escapar. No podía.

«Le entregaré el castillo. Le entregaré el castillo. Tengo que entregarle el castillo».

Era un día nublado, húmedo y gris. El viento que soplaba del sur era húmedo como un beso. Las ruinas de Foso Cailin se divisaban a lo lejos entre jirones de bruma matutina. Su caballo se encaminó hacia ellas al paso, chapoteando con los cascos en el lodo gris verdoso que cubría el suelo.

«Ya había pasado por este camino». Era un pensamiento peligroso, y al momento se arrepintió.

—No —dijo—. No, fue otro hombre, fue antes de que supiera cómo te llamabas.

Se llamaba Hediondo; tenía que recordarlo.

«Hediondo, Hediondo, rima con lirondo».

Cuando aquel otro hombre había recorrido aquel camino, lo seguía un gran ejército del norte que iba a la guerra bajo los estandartes grises y blancos de la casa Stark. En cambio, Hediondo cabalgaba a solas, con una bandera de paz atada a un asta de pino. El otro hombre cabalgó por allí a lomos de un corcel rápido y brioso; Hediondo iba en un caballo reventado, todo piel, huesos y costillas, y lo guiaba despacio por miedo a caerse. El otro hombre era buen jinete, mientras que Hediondo se sentía inseguro a caballo. ¡Había pasado tanto tiempo…! No tenía nada de jinete; ni siquiera de hombre. Era la criatura de lord Ramsay, menos que un perro, un gusano con forma humana.

—Te harás pasar por príncipe —le había dicho lord Ramsay la noche anterior mientras Hediondo se remojaba en una bañera de agua casi hirviendo—, pero sabemos que no es verdad. Eres Hediondo; siempre serás Hediondo, por bien que huelas. Puede que te engañe la nariz, así que recuerda tu nombre. Recuerda quién eres.

—Hediondo —respondió—. Soy vuestro Hediondo.

—Tú haz esto por mí y serás mi perro; te echaré carne todos los días —le prometió lord Ramsay—. Sentirás la tentación de traicionarme, de huir, de luchar, de unirte a nuestros enemigos… No, no, calla. No quiero que lo niegues. Como me mientas, te corto la lengua. Un hombre, en tu lugar, se volvería contra mí, pero los dos sabemos qué eres, ¿no? Traicióname si quieres, no importa… Pero antes cuéntate los dedos y acuérdate del precio.

Hediondo recordaba el precio.

«Siete —pensó—, siete dedos. Se pueden hacer muchas cosas con siete dedos. El siete es hasta sagrado». Recordó cuánto había sufrido cuando lord Ramsay ordenó a Desollador que le despellejara el anular.

El aire era denso y húmedo, y había charcos por doquier. Hediondo fue sorteándolos con suma cautela para seguir los restos del camino de troncos y tablones que había tendido la vanguardia de Robb Stark por el suelo blando para acelerar la marcha del ejército. Allí donde se había levantado una imponente muralla quedaban solo sillares dispersos, bloques de basalto negro tan grandes que habían hecho falta cien hombres para colocarlos. Algunos se habían hundido tanto en el lodo que solo se atisbaba una punta, mientras que otros estaban esparcidos aquí y allá, como los juguetes abandonados de un dios, agrietados, rotos y cubiertos de líquenes. Las lluvias de la noche anterior habían dejado las rocas húmedas y brillantes, y el sol de la mañana hacía que parecieran cubiertas por una fina película de aceite negro.

Más allá se alzaban las torres.

La Torre del Borracho estaba tan inclinada que parecía a punto de derrumbarse, tal como había estado durante cinco siglos. La Torre de los Hijos se erguía hacia el cielo recta como una lanza, pero su cúspide derruida quedaba abierta al viento y a la lluvia. La Torre de la Entrada, de estructura achaparrada, era la mayor de las tres y estaba cubierta de musgo resbaladizo; un arbolillo retorcido crecía ladeado entre las piedras de la cara norte, y al este y al oeste aún quedaban en pie algunos trozos de muro.

«Los Karstark se quedaron con la Torre del Borracho y los Umber con la Torre de los Hijos —recordó—. Robb eligió para sí la Torre de la Entrada».

Si cerraba los ojos, todavía podía ver los estandartes que ondeaban valerosos al viento del norte.

«Ya no queda ninguno; todos han caído». El viento que le azotaba las mejillas venía del sur, y los únicos estandartes que ondeaban sobre los restos de Foso Cailin mostraban un kraken de oro sobre campo de sable.

Lo vigilaban; sentía los ojos clavados en él. Cuando levantó la vista divisó los rostros blancos que oteaban entre las almenas de la Torre de la Puerta y entre los ladrillos rotos que coronaban la Torre de los Hijos, donde, según la leyenda, los hijos del bosque habían invocado el martillo de las aguas para dividir en dos las tierras de Poniente.

La única vía seca para cruzar el Cuello era el cenagal, y las torres de Foso Cailin taponaban el extremo norte como el corcho de una botella. El camino era angosto, y las ruinas estaban situadas de tal forma que cualquier enemigo que llegara del sur tuviera que pasar bajo ellas y entre ellas. Para asaltar cualquiera de las tres torres, el atacante tendría que mostrar la espalda y dejarla expuesta a las flechas de las otras dos, mientras trepaba por muros de piedra húmeda festoneadas de gallardetes de resbaladiza piel blanca de fantasma. El terreno cenagoso de más allá del camino era infranqueable, un laberinto de arenas movedizas y extensiones de hierba que podían parecer tierra firme pero se tornaban en agua en cuanto se pisaban, todo ello infestado de serpientes mortíferas, flores venenosas y monstruosos lagartos león con dientes como puñales. Igual de peligrosos eran sus habitantes, a los que rara vez se veía pero que siempre estaban al acecho: los moradores de los pantanos, los comerranas y los embarrados. Utilizaban nombres como Fenn, Reed, Peat, Boggs, Cray, Quagg, Greengood o Blackmyre. Los hijos del hierro los llamaban «demonios de los pantanos».

Hediondo pasó junto a los restos putrefactos de un caballo que tenía una flecha en el cuello. Una larga serpiente blanca estaba metiéndosele por la cuenca del ojo. Detrás del caballo vio al jinete, o lo que quedaba de él. Los cuervos le habían devorado la carne de la cara, y un perro salvaje había horadado la cota de malla para llegar a sus entrañas. Un poco más allá, otro cadáver se había hundido tanto en el lodo que solo asomaban la cabeza y los dedos.

A medida que se acercaba a las torres, los cadáveres abundaban más y más a ambos lados. Los botones de sangre, unas flores de color claro con pétalos gruesos y húmedos como los labios de una mujer, crecían en las heridas abiertas.

«La guarnición no me reconocerá». Tal vez algunos se acordaran del joven que había sido antes de aprenderse su nombre, pero no conocerían de nada a Hediondo. Hacía mucho que no se miraba al espejo, pero sabía que debía de estar muy envejecido. El pelo se le había puesto blanco. Buena parte se le había caído, y el que le quedaba estaba reseco y quebradizo como la paja. Las mazmorras lo habían dejado más débil que una vieja y tan flaco que una ráfaga de viento lo derribaría.

En cuanto a las manos… Ramsay le había dado unos guantes para ocultar que le faltaban dedos, y eran unos guantes buenos, finos, de cuero negro flexible, pero cualquiera que se fijara vería que no doblaba tres de los dedos.

—¡Alto ahí! —clamó una voz—. ¿Qué queréis?

—Hablar. —Espoleó al caballo al tiempo que agitaba la bandera de paz de modo que no pudieran dejar de verla—. Vengo desarmado.

No obtuvo respuesta. Sabía que, tras los muros, los hombres del hierro debatían si debían dejarlo entrar o acribillarlo a flechazos.

«No importa». Una muerte rápida sería mil veces mejor que volver con un fracaso a lord Ramsay.

En aquel momento, las puertas de guardia se abrieron de par en par.

—¡Deprisa!

Hediondo estaba girando hacia el lugar desde donde lo llamaban cuando llegó la flecha. Venía de su derecha, del lugar donde grandes trozos de muralla derrumbada yacían medio hundidos en el pantano. La flecha se clavó entre los pliegues de su bandera y quedó colgando, con la punta a un palmo de su rostro. Se llevó un sobresalto tal que soltó la bandera de paz y se cayó de la silla.

—¡Adentro! —gritó la voz—. ¡Deprisa, idiota, deprisa!

Hediondo subió a gatas por los peldaños mientras otra flecha silbaba sobre su cabeza. Unas manos lo agarraron y lo arrastraron adentro, y oyó cerrarse la puerta a sus espaldas con un fuerte golpe. Lo pusieron en pie, lo empujaron contra una pared y le apretaron un cuchillo contra el cuello. Era un hombre barbudo, y tenía la cara tan cerca de la suya que habría podido contarle los pelos de la nariz.

—¿Quién eres? ¿A qué vienes? Responde, venga, o te hago lo mismo que a él.

El guardia movió la cabeza para señalar el cadáver que se pudría en el suelo junto a la puerta, con la carne verde infestada de gusanos.

—Soy hijo del hierro —mintió. El joven que había sido sí que era hijo del hierro, pero Hediondo había nacido en las mazmorras de Fuerte Terror—. Mírame bien. Soy el hijo de lord Balon. Soy tu príncipe. —Tendría que haber pronunciado su nombre, pero se le atascaba en la garganta.

«Hediondo, soy Hediondo, rima con hondo». No, debía olvidarlo de momento. Nadie, por desesperada que fuera su situación, se rendiría a un ser como Hediondo. Tenía que fingir que era un príncipe de nuevo.

El hombre que lo había capturado le examinó la cara con expresión de desconfianza. Tenía los dientes marrones, y el aliento le apestaba a cerveza y cebolla.

—Los hijos de lord Balon murieron.

—Mis hermanos, no yo. Lord Ramsay me tomó prisionero después de lo de Invernalia. Me envía a pactar con vos. ¿Estáis al mando?

—¿Yo? —Bajó el cuchillo y dio un paso atrás, con lo que estuvo a punto de tropezar con el cadáver—. No, no, mi señor. —Tenía la cota de malla oxidada y las prendas de cuero medio podridas. En el dorso de su mano, una llaga abierta rezumaba sangre—. Al mando está Ralf Kenning; lo ha dicho el capitán. Yo vigilo la puerta y nada más.

—¿Quién era este? —Hediondo dio una patada al cadáver.

El guardia se quedó mirando al muerto como si no lo hubiera visto hasta entonces.

—¿Ese? Bebió el agua. Tuve que cortarle el cuello para que dejara de gritar. Estaba mal de la tripa; es que no se puede beber el agua, para eso tenemos la cerveza. —El guardia se frotó la cara. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos—. Antes arrastrábamos a los muertos a las bodegas, porque las criptas están inundadas. Ahora nadie se toma la molestia, así que los dejamos allí donde caen.

—Las bodegas son más adecuadas. Entregadlos al agua, al Dios Ahogado.

—Aquí abajo no hay dioses, mi señor —replicó el hombre, riendo—. Solo ratas y serpientes acuáticas, unos bichos blancos del grosor de vuestra pierna. A veces suben por las escaleras y nos muerden mientras dormimos.

Hediondo se acordó de las mazmorras de Fuerte Terror que había dejado, de la rata que se retorcía mientras la devoraba, del sabor de la sangre caliente en los labios.

«Si fracaso, Ramsay me meterá ahí otra vez, pero antes me desollará otro dedo».

—¿Cuántos hombres quedan en la guarnición?

—Unos cuantos —replicó el hijo del hierro—. No estoy seguro. Menos que antes. También hay unos cuantos en la Torre del Borracho, creo. En la Torre de los Hijos, no; no queda nadie. Dagon Codd pasó por allí hace unos días y dijo que solo quedaban dos vivos, que se estaban comiendo a los muertos. Dice que los pasó por la espada.

«Foso Cailin ha caído —comprendió Hediondo—, lo que pasa es que nadie se lo ha dicho a estos». Se frotó la boca para ocultar los dientes rotos.

—Tengo que hablar con vuestro comandante.

—¿Con Kenning? —El guardia lo miró desconcertado—. No os dirá gran cosa; se está muriendo. A lo mejor se ha muerto ya. No lo veo desde… Ni me acuerdo de cuánto hace que no lo veo.

—¿Dónde está? Llévame ante él.

—¿Y quién vigilará la puerta?

—Este. —Hediondo dio una patadita al cadáver, lo que hizo reír al otro hombre.

—Claro, ¿por qué no? Venid conmigo. —Cogió una antorcha de la pared y la sacudió hasta que la llama ardió con intensidad—. Por aquí.

El guardia lo precedió por una puerta que daba a una escalera de caracol; la luz de la antorcha brillaba contra los negros muros de piedra.

La estancia superior era oscura y calurosa, y estaba llena de humo. Habían colgado una piel harapienta ante la estrecha ventana para impedir el paso de la humedad, y una lasca de turba ardía en el brasero. La habitación apestaba a moho, heces y orina, el hedor de la enfermedad. El suelo estaba cubierto de juncos sucios, y en un rincón, una pila de paja hacía las veces de cama.

Ralf Kenning tiritaba bajo una montaña de pieles, con sus armas a un lado: hacha y espada, cota de malla, yelmo… En el escudo se veía la mano nebulosa del dios de la tormenta con un rayo entre los dedos, preparado para lanzarlo contra el mar embravecido, pero la pintura estaba descolorida y descascarillada, y la madera había empezado a pudrirse.

Ralf también se pudría. Estaba desnudo y febril bajo las pieles, con la carne blancuzca e hinchada llena de llagas y costras. Tenía la cabeza deformada, con una mejilla hinchada hasta niveles grotescos y el cuello tan embotado de sangre que parecía a punto de engullirle la cara. También tenía el brazo de ese lado hinchado como un tronco, y lleno de gusanos blancos. Por su aspecto, era obvio que no lo bañaban ni lo afeitaban desde hacía muchos días. De un ojo le manaban lagrimones de pus, y tenía la barba llena de costras de vómito seco.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Hediondo.

—Estaba en las almenas y un demonio de los pantanos le disparó una flecha. No le hizo más que un arañazo, pero… Por lo visto las envenenan; impregnan las puntas con mierda y cosas peores. Le echamos vino hirviendo en la herida, pero no sirvió de nada.

«No puedo tratar con él».

—Mátalo —ordenó Hediondo al guardia—. Ya ha perdido la cabeza; la tiene llena de sangre y gusanos.

—Pero… —El hombre lo miró de hito en hito—. El capitán lo puso al mando.

—A un caballo lo rematarías.

—¿A qué caballo? Yo nunca he tenido caballo.

«Yo sí. —Lo invadió una oleada de recuerdos. Los relinchos de Sonrisas sonaban casi como gritos humanos cuando se alzó sobre las patas traseras, con las crines en llamas, cegado por dolor y lanzando coces—. No, no. No era mío, no era mío. Hediondo nunca ha tenido caballo».

—Ya lo mato yo.

Hediondo cogió la espada de Ralf Kenning, que estaba apoyada contra el escudo. Aún le quedaban suficientes dedos para empuñarla. Cuando rozó el hinchado cuello del ser que yacía en la paja con el filo de la hoja, la piel se abrió y la sangre negra empezó a manar, mezclada con el pus amarillento. Kenning se convulsionó y después quedó inmóvil. Una peste repugnante llenó la estancia. Hediondo corrió hacia las escaleras, donde el aire era húmedo y frío, pero mucho más limpio en comparación. El hijo del hierro salió tras él, muy pálido. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no vomitar. Hediondo lo agarró por el brazo.

—¿Quién era el segundo al mando? ¿Dónde está el resto de los hombres?

—En las almenas, o abajo, en el salón principal, durmiendo, bebiendo… Si queréis os llevo.

—Vamos. —Ramsay le había dado un solo día.

El salón principal era de piedra oscura y techos altos, lleno de corrientes y jirones de humo, con los muros blancuzcos manchados de moho. Un fuego de turba ardía débilmente en la chimenea ennegrecida por las llamas del pasado. Una colosal mesa de piedra labrada ocupaba la mayor parte de la estancia desde hacía siglos.

«Ahí fue donde me senté la última vez que estuve aquí —recordó—. Robb presidía la mesa, con el Gran Jon a la derecha y Roose Bolton a la izquierda. Los Glover estaban sentados junto a Hermán Tallhart, y Karstark y sus hijos, enfrente».

Alrededor de la mesa, un par de docenas de hijos del hierro se dedicaba a beber. Unos pocos lo miraron con ojos apagados, inexpresivos, pero casi todos hicieron caso omiso de su llegada. No conocía a ninguno. Varios lucían en la capa un broche con forma de bacalao plateado. Los Codd no estaban bien considerados en las Islas del Hierro: se decía que los hombres eran ladrones y cobardes, y las mujeres, unas rameras que yacían con sus propios padres y hermanos. No lo sorprendía que su tío hubiera preferido dejar atrás a aquellos hombres cuando la Flota de Hierro zarpó de vuelta a casa.

—Ralf Kenning ha muerto —anunció—. ¿Quién está al mando?

Los bebedores lo miraron sin entender. Uno se echó a reír; otro escupió al suelo.

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó al cabo uno de ellos.

—El hijo de lord Balon. —«Hediondo, me llamo Hediondo, rima con sabihondo»—. Vengo por orden de Ramsay Bolton, señor de Hornwood y heredero de Fuerte Terror, que me tomó prisionero en Invernalia. Tenéis su ejército al norte, y el de su padre, al sur. Pero lord Ramsay está dispuesto a mostrarse magnánimo si le entregáis Foso Cailin antes de la puesta de sol.

Sacó la carta que le habían dado y la tiró a la mesa, ante los hombres que bebían. Uno de ellos la cogió, le dio unas vueltas entre las manos y toqueteó el sello de lacre rosa.

—Un pergamino —dijo al final—. ¿Para qué nos sirve? Lo que necesitamos aquí es queso y carne.

—Querrás decir acero —señaló el que estaba a su lado, un hombre de barba canosa con el brazo izquierdo rematado en un muñón—. Espadas, hachas. Eso y arcos, cien arcos más, y hombres que lancen las flechas.

—Los hijos del hierro no se rinden —dijo una tercera voz.

—Eso id a contárselo a mi padre. Lord Balon dobló la rodilla en cuanto Robert derribó su muralla; de lo contrario habría muerto, igual que moriréis vosotros si no os rendís. —Señaló el pergamino—. Romped el sello y leed lo que pone. Es un salvoconducto de puño y letra de lord Ramsay. Entregad las espadas y venid conmigo, y su señoría os dará de comer y os dejará ir a la costa Pedregosa para buscar un barco que os lleve a casa. De lo contrario, moriréis.

—¿Es una amenaza? —Un Codd se puso en pie. Era un hombretón corpulento, pero de ojos saltones, boca ancha y piel blanca, mortecina, como si su padre lo hubiera engendrado con un pez; en cualquier caso, llevaba una espada larga—. Dagon Codd no se rinde ante nadie.

«No, por favor, tenéis que hacer lo que os digo. —Solo con pensar lo que le haría Ramsay si volvía al campamento sin la rendición del fuerte estuvo a punto de mearse en los calzones—. Hediondo, Hediondo, rima con mondo».

—¿Esa es vuestra respuesta? —Las palabras le resonaron débiles en los oídos—. ¿Este bacalao habla por todos vosotros?

El guardia que le había abierto la puerta no parecía tan seguro.

—Victarion nos ordenó defender el fuerte, que lo oí yo: «No os mováis de aquí hasta que vuelva». Se lo dijo a Kenning.

—Sí —intervino el manco—, eso dijo. Tuvo que irse a la asamblea de sucesión, pero nos juró que volvería con una corona de madera de deriva en la cabeza y seguido por un millar de hombres.

—Mi tío no volverá —dijo Hediondo—. En la asamblea de sucesión se coronó a su hermano Euron, y Ojo de Cuervo tiene otras guerras que librar. ¿Creéis que os tiene en alguna estima? Pues no es así. Os abandonó a vuestra suerte; se os quitó de encima como se quita el lodo de las botas cuando llega a la orilla.

Por los ojos de los hombres, por las miradas que cruzaron y por sus ceños fruncidos, supo que había dado en el clavo.

«Todos temían que los hubieran abandonado, pero he tenido que llegar yo para transformar ese temor en certidumbre». No eran parientes de capitanes célebres; por sus venas no corría la sangre de las grandes casas de las Islas del Hierro. Los habían engendrado esclavos y esposas de sal.

—Si nos rendimos, ¿nos marchamos y ya está? —preguntó el manco—. ¿Eso pone ahí? —Señaló el pergamino, con el lacre todavía intacto.

—Léelo tú mismo —respondió, aunque estaba casi seguro de que ninguno de ellos sabía leer—. Lord Ramsay da un trato honorable a sus prisioneros mientras le sean leales. —«Solo me ha quitado dedos, y esa otra cosa, cuando podría haberme cortado la lengua o haberme pelado las piernas hasta el muslo»—. Rendidle las armas y viviréis.

—Mentiroso. —Dagon Codd desenvainó la espada larga—. Te llaman Cambiacapas, ¿por qué vamos a creer lo que nos prometas?

«Está borracho —comprendió Hediondo—; la cerveza habla por él».

—Puedes pensar lo que te dé la gana. Yo he cumplido trayéndoos el mensaje de lord Ramsay, y ahora me vuelvo con él. Esta noche cenaremos jabalí con colinabos, regado con buen vino tinto. Los que me sigan participarán del banquete; los demás, morirán hoy mismo. El señor de Fuerte Terror vendrá con sus caballeros por el cenagal, y las huestes de su hijo caerán sobre vosotros desde el norte. No habrá cuartel. Los que mueran luchando serán los afortunados; los supervivientes irán a parar a manos de los demonios de los pantanos.

—¡Basta! —rugió Dagon Codd—. ¿Crees que vas a asustar a los hijos del hierro con palabras? Vete, corre con tu amo antes de que te raje y te haga comerte las tripas.

Tal vez habría añadido algo, pero de repente abrió desmesuradamente los ojos, y un hacha arrojadiza le brotó del centro de la frente. La espada resbaló de entre sus dedos, y Codd se agitó como un pez en el anzuelo antes de caer de bruces en la mesa.

El manco había lanzado el hacha. Se puso de pie y mostró que ya tenía otra en la mano.

—¿Quién más quiere morir? —preguntó al resto de bebedores—. Solo tenéis que decirlo para que se cumplan vuestros deseos. —Finos regueros de sangre corrían por la piedra desde el charco de sangre que se había formado bajo la cabeza de Dagon Codd—. Yo en cambio quiero vivir, y no pienso pudrirme aquí.

Uno de los hombres bebió un trago de cerveza; otro vació la jarra para dispersar un hilo de sangre antes de que llegara adonde estaba sentado. Nadie dijo nada. Cuando el manco volvió a colgarse el hacha del cinturón, Hediondo supo que había ganado. Casi volvió a sentirse hombre.

«Lord Ramsay estará contento conmigo».

Arrió el estandarte del kraken con sus propias manos, con cierta torpeza porque le faltaban algunos dedos, pero agradecido por los que lord Ramsay le había permitido conservar. Los hijos del hierro no estuvieron preparados para partir hasta media tarde. Eran más de los que había imaginado: cuarenta y siete en la Torre de la Puerta y otros dieciocho en la del Borracho. Dos de los últimos estaban tan próximos a la muerte que no se podía hacer nada por ellos, mientras que otros cinco se encontraban tan débiles que eran incapaces de caminar, pero aun así quedaban cincuenta y ocho en condiciones de luchar. Pese a su estado, se habrían llevado por delante al triple de hombres de lord Ramsay si este hubiera optado por asaltar las ruinas.

«Hizo bien en enviarme», se dijo Hediondo mientras volvía a montar a lomos de su caballo para guiar a la harapienta columna por el terreno pantanoso, hacia el campamento de los norteños.

—Dejad aquí las armas —dijo a los prisioneros—. Espadas, arcos, puñales, todo. Dispararán contra cualquiera que vaya armado.

Tardaron tres veces más de lo que le había llevado a Hediondo recorrer a solas el camino. Habían armado unas parihuelas rudimentarias para cuatro hombres que no podían andar, y al quinto lo llevaba su hijo a cuestas. La marcha era lenta, y los hijos del hierro sabían muy bien lo expuestos que estaban, a tiro de arco de los demonios de los pantanos y sus flechas envenenadas.

«Si muero, muero. —Hediondo solo esperaba que el arquero tuviera buena puntería, para que la muerte fuera rápida y limpia—. Una muerte de hombre, no el final que tuvo Ralf Kenning».

El manco encabezaba la procesión, caminando con un marcado cojeo. Le dijo que se llamaba Adrack Humble y que tenía una esposa de roca y tres esposas de sal en Gran Wyk.

—Tres de mis mujeres tenían una barriga cuando embarqué —fanfarroneó—, y entre los Humble son frecuentes los gemelos. Lo primero que tendré que hacer cuando llegue será contar a mis nuevos hijos. A lo mejor le pongo a uno vuestro nombre, mi señor.

«Sí, llámalo Hediondo —pensó—, y cuando se porte mal puedes cortarle los dedos de los pies y darle ratas para comer». Giró la cabeza para escupir y se preguntó si, al fin y al cabo, Ralf Kenning no habría tenido más suerte que él.

Cuando apareció entre ellos el campamento de lord Ramsay, una llovizna había empezado a rezumar del cielo de color grafito. El centinela los vio pasar en silencio. En el aire flotaba el humo de las hogueras para cocinar. Una columna de jinetes cabalgó hasta ellos, encabezada por un señor menor que ostentaba una cabeza de caballo en el escudo.

«Un hijo de lord Ryswell. ¿Roger o Richard?». Nunca era capaz de distinguirlos.

—¿No había más? —le preguntó el jinete desde su corcel castaño.

—Los otros estaban muertos, mi señor.

—Pues creía que serían más. Los atacamos tres veces y las tres nos rechazaron.

«Somos hijos del hierro —pensó con una repentina oleada de orgullo, y durante un instante volvió a ser un príncipe, el hijo de Balon, con la sangre del Pyke. Pero hasta pensar era peligroso. Tenía que recordar su nombre—. Hediondo, me llamo Hediondo, rima con redondo».

Ya estaban ante el campamento cuando los ladridos de una jauría delataron la proximidad de lord Ramsay. Mataputas iba con él, así como un puñado de sus favoritos: Desollador, Alyn el Amargo, Damon Bailaparamí y los dos Walder, el Pequeño y el Mayor. Las perras correteaban en torno a ellos y lanzaban gruñidos y dentelladas a los desconocidos.

«Las chicas del Bastardo», pensó Hediondo antes de recordar que nadie debía usar nunca, nunca, nunca, aquella palabra en presencia de Ramsay.

Hediondo bajó del caballo e hincó una rodilla en tierra.

—Mi señor, Foso Cailin es vuestro. Aquí tenéis a sus últimos defensores.

—Qué pocos. Creía que serían más. ¡Y qué enemigos más testarudos! —Los ojos claros de lord Ramsay brillaron—. Debéis de estar muertos de hambre. Encárgate de ellos, Alyn. Que les sirvan vino, cerveza y todo lo que puedan comer. Desollador, lleva a sus heridos a los maestres.

—A la orden, mi señor.

Unos cuantos hijos del hierro mascullaron palabras de gratitud antes de dirigirse dando tumbos a las hogueras donde se preparaba la cena, en el centro del campamento. Un Codd trató incluso de besar el anillo de lord Ramsay, pero lo hicieron retroceder antes de que consiguiera acercarse, y Alison le arrancó un trozo de oreja. Pese a la sangre que le corría por el cuello, el hombre siguió haciendo reverencias e inclinaciones y alabando la generosidad de su señoría.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ramsay Bolton dirigió su sonrisa a Hediondo. Lo agarró por la nuca, atrajo su rostro hacia sí y le besó la mejilla.

—Mi viejo amigo Hediondo —le susurró—. ¿De verdad te han tomado por su príncipe? Estos hijos del hierro son imbéciles. Sus dioses deben de estar muertos de risa.

—Lo único que quieren es volver a casa, mi señor.

—¿Y qué quieres tú, mi buen Hediondo? —murmuró Ramsay con la dulzura de un amante. Su aliento olía a clavo y vino especiado—. Tan valeroso servicio merece una recompensa. No puedo devolverte los dedos, pero seguro que quieres algo de mí. ¿Quieres que te libere? ¿Quieres dejar de servirme? ¿Quieres irte con ellos, volver a tus islas desoladas de ese mar frío y gris, para volver a ser un príncipe? ¿O prefieres quedarte y ser mi leal sirviente?

Un cuchillo de hielo le recorrió la espalda.

«Ten cuidado —se dijo—. Ten mucho, mucho cuidado. —No le gustaba nada la sonrisa de su señoría, la manera en que le brillaban los ojos, la gota de saliva que le corría a un lado de la boca. Ya había visto aquellas señales—. No eres ningún príncipe. Eres Hediondo, solo Hediondo, que rima con lirondo. Dile lo que quiere oír».

—Mi lugar está aquí, mi señor, con vos. Soy vuestro Hediondo. Lo único que quiero es serviros. Todo lo que os pido… Un pellejo de vino sería recompensa más que suficiente. Vino tinto, el más fuerte que haya, todo el vino que un hombre pueda beber.

—Tú no eres un hombre, Hediondo. —Lord Ramsay se echó a reír—. Solo eres mi criatura. Pero tendrás ese vino. Encárgate, Walder. Y no temas, no te devolveré a las mazmorras; tienes mi palabra de Bolton. Te convertiremos en perro, ¿qué te parece? Comerás carne todos los días, y te dejaré bastantes dientes para comerla. Puedes dormir con mis chicas. ¿Tienes un collar que le valga, Ben?

—Lo encargaré, mi señor —respondió el viejo Ben Huesos.

El anciano hizo bastante más: aquella noche, además del collar, Hediondo recibió una manta harapienta y medio pollo. Tuvo que disputárselo con las perras, pero fue la mejor comida que había tomado desde Invernalia.

Y el vino… El vino era oscuro y ácido, pero fuerte. Entre los animales, acuclillado, Hediondo bebió hasta que le dio vueltas la cabeza, vomitó, se limpió la boca y siguió bebiendo. Luego se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Cuando despertó, una perra estaba lamiéndole el vómito de la barba mientras las nubes negras cruzaban ante la hoz que formaba la luna. En el campamento se oían gritos. Apartó al animal a empujones, dio media vuelta y siguió durmiendo.

A la mañana siguiente, lord Ramsay envió tres jinetes cenagal abajo para llevar a su señor padre la noticia de que el camino estaba despejado. El hombre desollado de la casa Bolton ondeaba en la Torre de la Puerta, donde Hediondo había arriado el kraken dorado del Pyke. A lo largo del camino de tablones habían clavado estacas de madera en el terreno pantanoso, y en ellas se pudrían los cadáveres rojos, goteantes.

«Sesenta y tres —supo al instante—. Son sesenta y tres». A uno le faltaba un brazo. Otro tenía un pergamino entre los dientes, con el lacre aún íntegro.

Tres días después, la vanguardia del ejército de Roose Bolton se abrió camino entre las ruinas, dejando atrás a los macabros centinelas. Cuatrocientos Frey a caballo, todos vestidos de azul y gris, con lanzas que centelleaban cuando el sol lograba colarse entre las nubes. En cabeza iban dos hijos mayores de lord Walder. Uno era muy fornido, con mandíbula prominente y brazos musculosos. El otro estaba calvo; tenía unos ojillos voraces muy juntos sobre la nariz afilada y una perilla castaña que no conseguía ocultar su falta de mentón.

«Hosteen y Aenys». Los recordaba de los tiempos anteriores a saber su nombre. Hosteen era un toro: aunque costaba enfadarlo, luego era imparable, y se decía que no había luchador más fiero en la estirpe de lord Walder. Aenys era mayor, más cruel, más astuto…, un comandante, no un espadachín. Ambos eran soldados curtidos.

Los norteños seguían de cerca a la vanguardia, con los maltratados estandartes ondeando al viento. Hediondo los vio pasar. La mayoría iba a pie, y eran muy pocos. Recordó el gran ejército que había marchado hacia el sur tras el Joven Lobo, bajo el huargo de Invernalia. Veinte mil espadas y lanzas fueron a la guerra con Robb, pero solo regresaban dos de cada diez, y eran en su mayoría hombres de Fuerte Terror.

En el centro de la columna, justo donde más soldados había, cabalgaba un hombre con armadura gris oscuro sobre una túnica acolchada de cuero del color de la sangre. Las rodelas tenían forma de cabeza humana, con la boca abierta en un grito de dolor. De los hombros le caía ondulante una capa de lana rosa con gotas de sangre bordadas, y el yelmo cerrado que lucía iba rematado por largos gallardetes de seda roja, «Roose Bolton no está dispuesto a dejarse matar por la flecha envenenada de un lacustre», pensó Hediondo al verlo. Tras él traqueteaba un carromato cerrado, tirado por seis caballos y defendido en vanguardia y retaguardia por ballesteros. Sus ocupantes iban ocultos a las miradas indiscretas por pesados cortinajes de terciopelo azul.

Un poco más atrás iba el convoy de provisiones: lentos carros cargados de alimentos y del botín adquirido durante la guerra, y carretas donde viajaban los heridos y los tullidos. Cerraban la marcha más hombres de los Frey, quizá más de mil: arqueros, lanceros, campesinos armados con guadañas y palos puntiagudos, jinetes libres, arqueros a caballo y otro centenar de caballeros.

Hediondo, de nuevo vestido de harapos y con collar de perro, siguió a lord Ramsay junto con las perras cuando su señoría se adelantó para recibir a su padre. Pero el jinete de la armadura gris se quitó el yelmo, y el rostro que apareció no era el que esperaba ver Hediondo. La sonrisa de Ramsay se le heló en los labios, y un ramalazo de rabia le cruzó el rostro.

—¿Qué burla es esta?

—Simple precaución —susurró Roose Bolton mientras salía de entre las cortinas del carromato.

El señor de Fuerte Terror no se parecía gran cosa a su hijo bastardo. Iba bien afeitado y tenía un rostro de piel tersa, corriente, nada atractivo pero algo llamativo. Había luchado en muchas batallas, pero no lucía cicatrices, y aunque pasaba de los cuarenta, tampoco tenía arrugas ni apenas líneas que delataran el paso del tiempo. Tenía los labios tan finos que cuando los apretaba desaparecían por completo. Tenía un aire calmado, atemporal: en la cara de Roose Bolton, la ira y la alegría venían a ser lo mismo. Lo único que tenía en común con Ramsay eran los ojos.

«Esos ojos son de hielo. —Hediondo se preguntó si Roose Bolton lloraría alguna vez—. Y si llora, ¿correrán lágrimas frías por sus mejillas? —Hacía una eternidad, un muchacho llamado Theon Greyjoy se había mofado de Bolton cuando estaban en el consejo de Robb Stark, imitando su voz suave y haciendo chanzas sobre sanguijuelas—. Seguro que se puso furioso. Con este hombre no se bromea». Solo había que mirar a Bolton para saber que tenía más crueldad en el dedo meñique que todos los Frey juntos.

—Padre…

Lord Ramsay hincó una rodilla en tierra ante él. Lord Roose lo miró fijamente durante un momento.

—Puedes levantarte.

Se volvió para ayudar a salir a las dos jóvenes que viajaban con él en el carromato. La primera era bajita y muy gorda, con el rostro redondo y triple papada temblorosa bajo la capucha de marta cibelina.

—Mi nueva esposa —anunció Roose Bolton—. Lady Walda, mi hijo natural. Saluda a tu madrastra, Ramsay. —Él la besó—. Y doy por hecho que recuerdas a lady Arya, tu prometida.

La muchachita era delgada y más alta de lo que recordaba, pero eso era normal.

«Los niños crecen deprisa a esta edad. —Llevaba un vestido de lana gris con ribete de raso blanco, y sobre él, una capa de armiño que se sujetaba con un broche de plata con forma de cabeza de lobo. El cabello castaño oscuro le caía hasta media espalda, y sus ojos…—. Esa no es la hija de lord Eddard».

Arya tenía los ojos de su padre, los ojos grises de los Stark. A aquella edad, una joven podía crecer unos dedos, dejarse el pelo más largo o adquirir más busto, pero el color de ojos no podía cambiar.

«Esa es la amiga de Sansa —se dijo Hediondo—, la hija del mayordomo. Jeyne, se llamaba Jeyne, Jeyne Poole».

—Lord Ramsay. —La niña hizo una marcada reverencia. Eso tampoco encajaba. «La verdadera Arya Stark le habría escupido a la cara»—. Espero ser una buena esposa para vos y daros hijos fuertes que se os parezcan.

—Así será —le aseguró Ramsay—. Y muy pronto.