Davos (2)

La Alegre Comadrona entró en Puerto Blanco con la marea del anochecer y la vela parcheada ondulando con cada ráfaga de viento. Era una coca vieja, y ni en sus mejores años la habrían calificado de hermosa. El mascarón de proa era una mujer que reía al tiempo que sujetaba a un recién nacido por un pie, pero tanto las mejillas de la mujer como el culo del niño estaban carcomidos. El casco había recibido capa tras capa de deslustrada pintura marrón, y las velas eran grisáceas y andrajosas. Nadie miraría dos veces aquel barco, salvo para preguntarse cómo podía mantenerse a flote. Pero la Alegre Comadrona era conocida en Puerto Blanco, ya que durante años había realizado modestos intercambios comerciales entre aquella ciudad y Villahermana.

No era la llegada con la que soñaba Davos Seaworth cuando zarpó con Salla y su flota. En aquel momento, todo parecía más fácil. Los cuervos no habían llevado al rey Stannis la promesa de alianza de Puerto Blanco, de modo que su alteza decidió que un emisario negociara en persona con lord Manderly. Como prueba de su poderío, se suponía que Davos tenía que llegar a bordo de Valyria, la galera de Salla, seguido por el resto de la flota lysena. Todos los barcos llevaban el casco pintado con rayas: negras y amarillas, rosa y azules, verdes y blancas, violeta y doradas… A los lysenos les encantaban los colores vivos, y no había lyseno más colorista que Salladhor Saan.

«Salladhor el Espléndido —pensó Davos—, pero eso se acabó con las tormentas».

Se había visto reducido a entrar a hurtadillas en la ciudad, tal como habría hecho veinte años antes. Mientras no conociera la situación, el marino sería más eficaz que el señor.

La nívea muralla de Puerto Blanco se alzaba ante ellos, en la orilla este, donde desembocaba el Cuchillo Blanco. Desde la última visita de Davos habían transcurrido seis años, y algunas defensas eran más fuertes. El rompeolas que separaba el puerto interior del exterior contaba con un muro de piedra de doce varas de altura y casi media legua de largo, con un torreón cada cien pasos. También se veía humo en el islote de la Foca, cuando en los viejos tiempos allí solo había ruinas.

«Eso puede ser bueno o malo, según qué bando escoja lord Wyman».

Davos siempre le había tenido cariño a aquella ciudad, desde que la visitó por primera vez como grumete de la Gato Callejero. Era una ciudad pequeña, sobre todo comparada con Antigua y Desembarco del Rey, pero también era limpia y cuidada, con amplias avenidas empedradas por las que resultaba grato caminar y con tejados de pizarra gris en marcada pendiente. Roro Uhoris, el gruñón contramaestre de la Gato Callejero, aseguraba que era capaz de distinguir un puerto de otro solo por el olor. Según él, las ciudades eran como las mujeres: cada una tenía un aroma propio. Antigua olía a flores, como una viuda perfumada, mientras que Lannisport era una lozana campesina con flores en el pelo, y Desembarco del Rey apestaba como una puta sucia. En cambio, la esencia de Puerto Blanco era pungente, salina, con un toque de pescado. «Huele como deben de oler las sirenas —decía Roro—. Huele a mar».

«Todavía huele a mar —pensó Davos, pero lo que imperaba era el olor de turba que llegaba del islote de la Foca. La Piedra Marina dominaba las vías de entrada al puerto exterior: era una imponente elevación verdigris que se alzaba veinte varas por encima de las aguas. En la parte superior había un círculo de piedras erosionadas, un asentamiento fortificado de los primeros hombres, que llevaba siglos abandonado. Pero ya no lo estaba: Davos divisó escorpiones y bombardas tras los muros que quedaban en pie, y también a los ballesteros que montaban guardia—. Ahí arriba debe de haber mucha humedad. Y hará frío». Recordó que en todas sus visitas anteriores había visto focas que tomaban el sol en las piedras caídas en el mar. El Bastardo Ciego le hacía contarlas cada vez que la Gato Callejero zarpaba de Puerto Blanco. Según él, cuanto mayor fuera el número de focas, mejor suerte tendrían en el viaje. En aquel momento no había ni una: el humo y los soldados las habían espantado.

«Si fuera más sensato, lo interpretaría como una señal de alarma. Si tuviera una pizca de sensatez, me habría marchado con Salla. —Podría haber vuelto al sur, con Marya y con sus hijos—. He perdido cuatro hijos al servicio del rey, y el quinto es ahora su escudero. Debería tener derecho a disfrutar de los dos que me quedan todavía. Hace demasiado que no los veo».

En Guardiaoriente, los hermanos negros le habían dicho que las relaciones entre los Manderly de Puerto Blanco y los Bolton de Fuerte Terror eran tensas. El Trono de Hierro había nombrado Guardián del Norte a Roose Bolton, así que lo lógico sería que Wyman Manderly jurara lealtad a Stannis.

«Puerto Blanco no puede defenderse por sí mismo. Necesita un aliado, un protector. Lord Wyman necesita al rey Stannis tanto como Stannis lo necesita a él». Al menos eso le había parecido cuando estaba en Guardiaoriente.

Villahermana había minado aquellas esperanzas. Si había que prestar oído a lord Borrell, en caso de que los Manderly unieran sus fuerzas a las de los Bolton y los Frey… No, no podía permitirse el lujo de pensar en aquello. No tardaría en conocer la verdad. Deseó con todas sus fuerzas que no fuera demasiado tarde.

«El rompeolas oculta el puerto interior», advirtió mientras la Alegre Comadrona arriaba las velas. El exterior era más amplio, pero era mejor fondear dentro, al abrigo de la muralla de la ciudad por un lado, con la mole imponente de la Guarida del Lobo por otro y con la protección adicional del rompeolas. En Guardiaoriente del Mar, Cotter Pyke le había dicho que lord Wyman estaba construyendo galeras de combate. Tal vez al otro lado de las murallas hubiera ya una veintena de naves listas para hacerse a la mar.

Tras la gruesa muralla blanca de la ciudad, el Castillo Nuevo se alzaba claro y ufano en la cima de la colina. Davos alcanzó a ver también la cúpula del Septo de las Nieves, bajo las altas estatuas de los Siete. Cuando fueron expulsados del Dominio, los Manderly llevaron la fe al norte. En Puerto Blanco no faltaba tampoco el bosque de dioses, una maraña de raíces, rocas y ramas encerrada entre los negros muros en ruinas de la Guarida del Lobo, la antigua fortaleza que ya solo se utilizaba de cárcel. Pero el poder verdadero lo tenían los septones.

El tritón de la casa Manderly estaba por todas partes: ondeaba en las torres del Castillo Nuevo, sobre la puerta de la Foca y a lo largo de las murallas de la ciudad. En Guardiaoriente, los norteños parecían muy seguros de que Puerto Blanco jamás rompería la alianza con Invernalia, pero Davos no vio ni rastro del huargo de los Stark.

«Tampoco hay leones. Lord Wyman aún no habrá jurado lealtad a Tommen, o ya habría izado su estandarte».

Los amarraderos del puerto estaban abarrotados. Un racimo de botes amarrados a lo largo de la plaza del mercado descargaba la captura del día. Vio también tres canoas, unas embarcaciones largas y estrechas ideadas para enfrentarse a los rápidos y los tramos rocosos del Cuchillo Blanco. Pero lo que más le llamó la atención fueron los barcos marítimos: había un par de carracas tan deslustradas y maltrechas como la Alegre Comadrona, una galera mercante llamada Danzarina de Tormentas, las cocas Valeroso Magíster y Cuerno de la Abundancia, una galera que por el casco y las velas violeta procedía de Braavos…

…y, más allá, el navío de guerra.

Solo con verlo sintió que le arrancaran la esperanza a cuchilladas. El casco era negro y dorado, y el mascarón de proa, un león que amenazaba con una garra. El nombre del barco era Estrellaleón, según se leía en la popa, bajo el estandarte con el escudo del niño rey que ocupaba el Trono de Hierro. Un año atrás no habría sabido leerlo, pero el maestre Pylos le había enseñado unas pocas letras en Rocadragón. En aquella ocasión, la lectura no le proporcionó placer alguno. Davos había rezado para que las mismas tormentas que se habían ensañado con la flota de Salla hundieran aquella galera, pero los dioses se habían mostrado inclementes. Los Frey habían llegado, y tendría que enfrentarse a ellos.

Atracaron la Alegre Comadrona al final de un maltrecho muelle del puerto exterior, tan lejos como pudieron de la Estrellaleón. La tripulación la amarró a los pilones y tendió la plancha, y el capitán se acercó a Davos con paso oscilante. Casso Mogat era el típico mestizo del mar Angosto, hijo de una prostituta de Villahermana y un ballenero ibbenés. Solo levantaba dos varas del suelo, era muy hirsuto y se teñía el pelo y los bigotes de color verde musgo, lo que le daba el aspecto de un tocón con botas amarillas. Sin embargo era un buen marino, aunque un capitán duro con su tripulación.

—¿Cuánto tiempo vais a estar en la ciudad?

—Un día como mínimo; puede que más. —Davos había descubierto que a los señores les gustaba hacerse esperar. Tenía la sensación de que su finalidad era poner nerviosa a la gente y demostrarle su poder.

—La Comadrona se quedará aquí tres días, ni uno más. Me necesitan en Villahermana.

—Si todo va bien, puede que vuelva mañana.

—¿Y si todo va mal?

«Puede que no vuelva».

—En ese caso, no hace falta que me esperéis.

Dos aduaneros subieron a bordo al tiempo que él bajaba por la plancha, pero no le dedicaron ni una sola mirada. Querían ver al capitán e inspeccionar la carga; no tenían el menor interés por un marinero vulgar y corriente, y pocos marineros parecían más vulgares y corrientes que Davos Seaworth. Era de estatura mediana, con un severo rostro de campesino curtido por el viento y el sol, barba entrecana y pelo castaño, también salpicado de hebras blancas. Su atuendo era corriente: botas viejas, calzones pardos, túnica azul y un manto de lana sin teñir sujeto con un broche de madera. También llevaba unos guantes de cuero llenos de manchas de salitre, con los que ocultaba los dedos que le había cortado Stannis hacía ya tantos años. No parecía ningún señor, y menos aún la mano del rey. Era lo mejor, al menos hasta que supiera cómo marchaban las cosas por allí.

Recorrió el muelle y atravesó el mercado. La Valeroso Magíster estaba cargando los toneles de hidromiel que aguardaban apilados en el malecón. Tras unos toneles vio a tres marineros que jugaban a los dados. Más allá, las pescadoras pregonaban la captura del día, y un niño marcaba el ritmo en un tambor al tiempo que un oso viejo bailaba en medio de un corro de marineros de agua dulce. Junto a la puerta de la Foca había apostados dos lanceros con la divisa de la casa Manderly en el pecho, aunque estaban demasiado concentrados en tontear con una prostituta del puerto para prestar la menor atención a Davos. La puerta estaba abierta y el rastrillo levantado, así que solo tuvo que atravesarla como cualquier otro transeúnte.

Al otro lado había una plaza empedrada con una fuente en el centro, de la que surgía un tritón de piedra que medía quince codos de la cola a la corona. Tenía la barba ondulante cubierta de líquenes, y una púa del tridente se había roto mucho antes de que naciera Davos, pero seguía resultando impresionante. La gente de la ciudad lo llamaba Viejo Pata de Pez; la plaza llevaba el nombre de un señor muerto tiempo atrás, pero todo el mundo la llamaba Patio del Pata de Pez.

Aquella tarde, el Patio bullía de actividad. Una mujer lavaba prendas interiores en la fuente del Pata de Pez y las colgaba a secar del tridente. En los soportales de los mercaderes, los escribas y los cambistas ya habían instalado sus tenderetes, al igual que un mago errante, una herborista y un malabarista pésimo. Un vendedor de manzanas llevaba la mercancía en una carretilla, y una mujer ofrecía arenques encebollados. Los niños y los pollos se cruzaban entre los pies de los viandantes. En anteriores visitas de Davos al Patio del Pata de Pez, las enormes puertas de hierro y roble de la vieja Casa de la Moneda siempre habían estado cerradas, pero en aquella ocasión las habían abierto de par en par. Dentro había cientos de mujeres, niños y ancianos, acuclillados en el suelo sobre pieles. Algunos habían encendido hogueras para cocinar.

Davos se detuvo en los soportales y compró una manzana por medio penique.

—¿Hay gente viviendo en la Casa de la Moneda? —preguntó al vendedor de fruta.

—No tienen otro sitio adonde ir. Casi todos son campesinos de la zona alta del Cuchillo Blanco, y también hay gente de Hornwood. Mientras ese Bastardo de Bolton ande suelto, todos querrán la protección de las murallas. No sé qué pensará hacer el señor con tanta gente; la mayoría no traía más que los harapos puestos.

Davos sintió una punzada de remordimiento.

«Vienen a buscar refugio a una ciudad adonde no han llegado los combates, y ahora llego yo para traerles la guerra a casa». Dio un mordisco a la manzana, cosa que también lo hizo sentir culpable.

—¿Cómo se las arreglan para comer?

—Unas mendigan, otros roban… —El frutero se encogió de hombros—. Muchas jóvenes empiezan en la profesión; es lo que han hecho siempre que no han tenido otra cosa que vender. Los niños, en cuanto levantan dos varas del suelo, buscan un puesto en los barracones de su señoría. El único requisito es que puedan sostener una lanza.

«Está reclutando hombres». Eso era bueno… o malo, según. La manzana estaba seca y harinosa, pero Davos se obligó a darle otro mordisco.

—¿Lord Wyman pretende unirse al Bastardo?

—La próxima vez que su señoría venga a comprar manzanas, se lo preguntaré.

—Tenía entendido que su hija iba a casarse con un Frey.

—Su nieta. Eso mismo tenía entendido yo, pero a su señoría se le ha olvidado mandarme la invitación para la boda. Eh, ¿os la vais a terminar? Si no, dadme el resto, esas semillas son buenas. —Davos le dio el corazón de la fruta.

«Mala manzana, pero por medio penique he descubierto que Manderly está reuniendo un ejército».

Rodeó al Viejo Pata de Pez y pasó junto a una muchacha que vendía tazones de leche de cabra. Desde que había llegado a la ciudad recordaba más cosas sobre ella. Si seguía en la dirección hacia la que apuntaba el tridente del Viejo Pata de Pez encontraría un callejón con un tenderete de pescado frito, dorado y crujiente por fuera, blanco y jugoso por dentro. Más allá había un burdel más limpio que la mayoría, donde cualquier marinero podía disfrutar de una mujer sin temor a que le robaran la bolsa o lo asesinaran. Hacia el otro lado, en una de las casas arracimadas y pegadas a los muros de la Guarida del Lobo como percebes al casco de un barco viejo, recordaba una cervecería donde servían su propia cerveza negra, tan espesa y sabrosa que un barril valdría su peso en oro del Rejo en Braavos o en el Puerto de Ibben, siempre y cuando los habitantes de la ciudad no se la bebieran toda.

Pero lo que le pedía el cuerpo era vino: vino amargo, negro, triste. Cruzó la plaza y bajó por un tramo de escaleras que llevaba a un tugurio llamado La Anguila Perezosa. En sus tiempos de contrabandista, La Anguila tenía fama de ofrecer las putas más viejas y el peor vino de Puerto Blanco, además de empanadas de carne llenas de grasa y ternillas que en los días buenos eran incomibles, y en los malos, venenosas. Los lugareños evitaban aquel local y lo dejaban para los marineros, que no lo conocían. En La Anguila Perezosa era imposible encontrarse con un guardia o con un oficial de aduanas.

Algunas cosas no cambiaban nunca. En el interior de La Anguila, el tiempo se había detenido. El techo abovedado seguía negro de hollín y el suelo seguía siendo de tierra batida; el aire apestaba a humo, carne podrida y vómito rancio. Los gruesos cirios de sebo de las mesas desprendían más humo que luz, y en aquella penumbra, el vino que había pedido Davos parecía más pardo que tinto. Junto a la puerta había cuatro prostitutas sentadas, y también bebían. Cuando Davos entró, una de ellas le dirigió una sonrisa esperanzada, pero él negó con la cabeza y la mujer dijo a sus compañeras algo que las hizo reír. Ninguna volvió a prestarle la menor atención.

Aparte de las prostitutas y el dueño, no había nadie más en La Anguila. Era una bodega grande, llena de recovecos y nichos oscuros que proporcionaban intimidad. Se llevó el vino a uno de ellos y se sentó a esperar con la espalda contra la pared.

Contempló el fuego que ardía en la chimenea. La mujer roja era capaz de ver el futuro en las llamas, pero Davos Seaworth solo veía sombras del pasado: los barcos incendiados, la cadena de fuego, las formas verdes que rasgaban el vientre de las nubes y, por encima de todo, la Fortaleza Roja. Davos era un hombre sencillo que había ascendido gracias al azar, a la guerra y a Stannis. No comprendía por qué los dioses se habían llevado a cuatro muchachos jóvenes y fuertes como sus hijos y en cambio habían perdonado al cansado padre. Algunas noches pensaba que había sido para que salvara a Edric Tormenta, pero el bastardo del rey Robert ya estaba a salvo en los Peldaños de Piedra, y él seguía vivo.

«¿Acaso los dioses me tienen reservada alguna otra misión? —se preguntó—. Si es eso, puede que se trate de Puerto Blanco». Probó el vino y, acto seguido, vació media copa en el suelo.

A medida que se hacía de noche fueron llegando marineros que ocuparon los bancos de La Anguila. Davos pidió más vino al dueño, que se lo llevó junto con otra vela.

—¿Queréis algo de comer? Tenemos empanada de carne.

—¿Qué clase de carne?

—La normal. Es buena.

Las prostitutas se echaron a reír.

—Si la carne normal fuera gris —señaló una.

—Cierra el puto pico; tú bien que te la comes.

—Yo me como cualquier mierda, pero eso no quiere decir que me guste.

Davos apagó la vela en cuanto el dueño se alejó, y volvió a sentarse entre las sombras. Cuando corría el vino, aunque fuera tan malo como aquel, los marineros eran los seres más chismosos del mundo. Solo tenía que escuchar.

Casi todo lo que oyó era lo mismo que había descubierto en Villahermana, de labios de lord Godric o gracias a los clientes del Vientre de la Ballena. Tywin Lannister había muerto, asesinado por su hijo el enano, dejando un cadáver tan maloliente que durante días no hubo nadie capaz de entrar en el Gran Septo de Baelor. A la señora del Nido de Águilas la había asesinado un bardo y Meñique gobernaba el Valle, pero Yohn Bronce había jurado poner fin a aquello. Balon Greyjoy también había muerto, y sus hermanos estaban enfrentados por el Trono de Piedramar. Sandor Clegane se había convertido en un proscrito que saqueaba y asesinaba en las tierras del Tridente. Myr, Lys y Tyrosh se habían enfrentado en otra guerra. Una revuelta de esclavos arrasaba el este.

Otras noticias que oyó le resultaron más interesantes. Robett Glover estaba en la ciudad, también tratando de reunir un ejército. Lord Manderly había hecho oídos sordos a sus súplicas: según él, Puerto Blanco estaba harto de guerras. Mala cosa. Los Ryswell y los Dustin habían sorprendido a los hombres del hierro en el río Fiebre y habían prendido fuego a sus barcoluengos. Aún peor. Y el Bastardo de Bolton cabalgaba hacia el sur con Hother Umber para aliarse con ellos en un ataque contra Foso Cailin.

—El Mataputas en persona —aseguró un hombre que acababa de transportar un cargamento de pieles y leña Cuchillo Blanco abajo—, con trescientos lanceros y un centenar de arqueros. Seguro que a estas alturas ya se les han unido hombres de Hornwood, y también de Cerwyn.

Aquello fue lo peor de todo.

—Si sabe qué le conviene, lord Wyman tendrá que enviar hombres a la batalla —comentó el anciano sentado al final de la mesa—. Ahora, lord Roose es el Guardián y Puerto Blanco le debe lealtad; es una cuestión de honor.

—¿Qué sabrán de honor los Bolton? —bufó el propietario de La Anguila mientras servía más vino parduzco.

—Lord Wyman no irá a ninguna parte; ese cabrón está demasiado gordo.

—Tengo entendido que está enfermo, que no hace más que dormir y llorar. No puede ni salir de la cama, de tan mal que está.

—De tan gordo que está, querrás decir.

—Qué tendrá que ver que esté gordo o esté flaco —replicó el propietario—. Los leones tienen a su hijo.

Nadie mencionó al rey Stannis. Ninguno de los presentes parecía saber que su alteza había acudido al norte para colaborar en la defensa del Muro. En Guardiaoriente no se hablaba más que de salvajes, espectros y gigantes, pero allí ni siquiera se pensaba en ellos. Davos se inclinó hacia delante para que lo iluminara la luz del fuego.

—Creía que los Frey habían matado a su hijo —comentó—. Eso se decía en Villahermana.

—Sí, mataron a ser Wendel —corroboró el propietario—. Sus huesos reposan en el Septo de las Nieves rodeados de velas. Pero ser Wylis sigue prisionero.

«De mal en peor. —Sabía que lord Wyman había tenido dos hijos, pero creía que ambos habían muerto—. Si el Trono de Hierro tiene a uno de rehén… —Davos había tenido siete hijos y había perdido a cuatro en el Aguasnegras, y sabía que haría cualquier cosa que le exigieran hombres o dioses con tal de proteger a los tres que le quedaban. Steffon y Stannis estaban a miles de leguas de la guerra, a salvo de todo peligro, pero Devan se encontraba en el Castillo Negro de escudero del rey—. El rey cuya causa depende de Puerto Blanco».

La conversación de los marineros se había centrado en los dragones.

—Estás como una puta cabra —dijo un remero de la Danzarina de Tormentas—. El Rey Mendigo lleva años muerto. Un señor dothraki de los caballos le cortó la cabeza.

—Eso es lo que nos han contado —replicó el viejo—. Pero ¿y si es mentira? Murió a medio mundo de aquí, si es que murió. ¿Quién sabe? Si un rey quisiera matarme a mí, a lo mejor me convenía hacerme el muerto. Ninguno de los presentes ha visto el cadáver.

—Tampoco he visto el cadáver de Joffrey, ni el de Robert —gruñó el propietario de La Anguila—. Puede que también estén vivos. Y puede que Baelor el Santo haya estado echando una siestecita todos estos años.

—Pero el príncipe Viserys no era el único dragón. ¿Cómo sabemos que mataron de verdad al hijo del príncipe Rhaegar? Era un niño de teta.

—Y también había una princesa, ¿no? —apuntó una prostituta, la misma que había dicho que la carne era gris.

—Dos —corrigió el anciano—. Una era la hija de Rhaegar, y la otra, su hermana.

—Daena —aportó el que transportaba mercancía por el río—. La hermana era Daena de Rocadragón. ¿O Daera?

—Daena era la esposa del viejo rey Baelor —dijo el remero—. Trabajé en un barco al que habían puesto su nombre, el Princesa Daena.

—Si era la esposa del rey, sería reina.

—Baelor no tuvo reina, era santo.

—Eso no quiere decir que no se casara con su hermana —señaló la prostituta—, solo que no se acostó con ella. Cuando lo eligieron rey la encerró en una torre, igual que a sus otras hermanas. Eran tres.

—Daenela —zanjó el propietario—. Se llamaba Daenela. La hija del Rey Loco, quiero decir, no la puñetera esposa de Baelor.

—Daenerys —dijo Davos—. Le pusieron Daenerys en honor a la Daenerys que se casó con el príncipe de Dorne durante el reinado de Daeron II. No sé qué sería de ella.

—Yo sí —intervino el que había sacado a colación los dragones, un remero braavosi que vestía un chaleco de lana oscura—. Cuando íbamos rumbo a Pentos, atracamos junto a un mercante llamado Ojos Negros, y estuve en una taberna con el cocinero del capitán. Me contó un cuento sobre una muchachita flacucha que habían visto en Qarth, que intentaba comprar pasaje a Poniente para ella y sus tres dragones. Tenía el pelo de plata y los ojos violeta. «Yo mismo la llevé ante el capitán —me juró aquel hombre—, pero no quiso ni oír hablar del asunto. Me dijo que se sacaba más beneficio del clavo y el azafrán, y que las especias no prendían las velas».

Hubo una risotada general, aunque Davos no participó. Sabía qué destino había sufrido el Ojos Negros. Los dioses eran crueles al permitir que un hombre recorriera medio mundo para luego hacerle perseguir una falsa luz cuando ya estaba llegando a casa.

«El capitán era más valiente que yo —pensó mientras se dirigía hacia la puerta. Con un solo viaje al este podría haber tenido las riquezas de un señor hasta el fin de sus días. Cuando era joven, Davos soñaba con hacer una travesía así, pero los años pasaron danzando como polillas en torno a una llama, y el momento adecuado no se presentó—. Algún día. Algún día lo haré, cuando haya terminado la guerra, cuando Stannis ocupe el Trono de Hierro y ya no necesite de ningún Caballero de la Cebolla. Me llevaré a Devan, y también a Steff y a Stanny, si ya tienen edad. Veremos a esos dragones; veremos todas las maravillas del mundo».

En el exterior, el viento agitaba la llama de las lámparas de aceite que iluminaban el patio. Tras la puesta de sol había refrescado, pero Davos recordaba demasiado bien cómo eran las cosas en Guardiaoriente, cómo aullaba el viento desde el Muro por la noche, cómo atravesaba hasta la capa más cálida y helaba los huesos. En comparación, Puerto Blanco era una bañera caliente. Había otros lugares donde podía conseguir información: una posada famosa por sus empanadas de lamprea, la cervecería donde bebían los mercaderes de lana y los aduaneros, una sala de espectáculos donde por unas monedas se podía conseguir diversión subida de tono…

«He llegado demasiado tarde».

Los viejos instintos le hicieron llevarse la mano al pecho, donde antes llevaba las falanges en un saquito colgado de una cinta de cuero. No encontró nada. Había perdido la suerte en los fuegos del Aguasnegras, junto con su barco y sus hijos.

«¿Qué hago ahora? —Se arrebujó en el manto—. ¿Subo a la colina y me planto en las puertas del Castillo Nuevo para presentar mi petición, por inútil que sea? ¿Vuelvo a Villahermana? ¿Regreso con Marya y mis hijos? ¿Compro un caballo y recorro el camino Real para ir a decirle a Stannis que no tiene amigos en Puerto Blanco, que no le queda ninguna esperanza?».

La reina Selyse había organizado un banquete en honor a Salla y sus capitanes la noche anterior de la partida de la flota. Cotter Pyke los había acompañado, así como otros cuatro oficiales de alto rango de la Guardia de la Noche. También habían dejado asistir a la princesa Shireen. Mientras servían bandejas de salmón, ser Axell Florent entretuvo a los presentes con la historia de un príncipe Targaryen que tenía un mono. A aquel príncipe le gustaba vestir al animalito con la ropa de su hijo fallecido y fingir que se trataba de un niño, y de vez en cuando intentaba arreglarle un matrimonio. Los señores a los que honraba con su proposición siempre la rechazaban. Tan cortésmente como les fuera posible, pero la rechazaban, por supuesto.

—Vestido con sedas y terciopelos, un mono sigue siendo un mono —dijo ser Axell—. Un príncipe más listo habría sabido que no se puede encomendar a un mono el trabajo de un hombre.

Los hombres de la reina rieron a carcajadas, y unos cuantos miraron a Davos con sonrisitas.

«No soy ningún mono —había pensado—. Soy un señor, igual que tú, y mucho más hombre». Aún le escocía el recuerdo.

La puerta de la Foca se cerraba de noche, de modo que Davos no podría volver a la Alegre Comadrona hasta el amanecer. Tendría que pasar la noche allí. Echó una mirada al viejo Pata de Pez, con su tridente roto.

«He llegado a pesar de la lluvia, la tormenta y el naufragio. No me iré sin cumplir lo que se me encomendó, por inútil que sea». Había perdido los dedos; había perdido el barco, pero no era ningún mono vestido de seda. Era la mano del rey.

Escalera del Castillo era una calle con peldaños, una avenida de piedra que llevaba desde la orilla del mar, desde la Guarida del Lobo, hasta el Castillo Nuevo, en la cima de la colina. Unas sirenas de mármol iluminaban el camino con cuencos de aceite de ballena entre los brazos. Cuando Davos llegó arriba, se volvió para mirar atrás. Desde allí se divisaban los dos puertos. Tras el rompeolas, el puerto interior estaba atestado de galeras de guerra: había veintitrés. Por lo visto, lord Wyman era gordo pero no perezoso, y había estado muy atareado.

Las puertas del Castillo Nuevo estaban cerradas, y cuando llamó le abrieron una poterna. El guardia le preguntó qué quería, a lo que Davos respondió mostrándole la cinta negra y dorada con los sellos reales.

—Tengo que hablar con lord Manderly de inmediato —dijo—. El asunto que me trae aquí solo le incumbe a él.