—¿Qué pasa? —preguntó sobresaltada cuando Irri la sacudió suavemente por el hombro. En el exterior era noche cerrada. «Algo marcha mal», supo al instante—. ¿Se trata de Daario? ¿Ha sucedido algo?
En su sueño eran marido y mujer, gente sencilla que llevaba una vida sencilla en una alta casa de piedra con la puerta roja. En su sueño, él la besaba por todo el cuerpo, la boca, el cuello, el pecho…
—No, khaleesi —murmuró Irri—. Ha venido vuestro eunuco, Gusano Gris, con los hombres de cabeza afeitada. ¿Queréis recibirlos?
—Sí. —Tenía el pelo enmarañado y las ropas de dormir revueltas—. Ayúdame a vestirme. Y tráeme una copa de vino para despejarme la cabeza. —«Para olvidar lo que soñaba». Le llegó el sonido de unos sollozos ahogados—. ¿Quién está llorando?
—Vuestra esclava Missandei —dijo Jhiqui, que llevaba una vela en la mano.
—Mi criada. Yo no tengo esclavos. —Dany seguía sin comprender—. ¿Por qué llora?
—Por el que era su hermano —le respondió Irri.
El resto lo supo por boca de Skahaz, Reznak y Gusano Gris cuando los llevaron a su presencia. Antes de que dijeran una palabra, Dany sabía ya que llevaban malas noticias. Le bastó con ver la expresión del feo rostro del Cabeza Afeitada.
—¿Los Hijos de la Arpía?
Skahaz asintió. Tenía los labios apretados.
—¿Cuántos muertos?
—N-nueve, magnificencia. —Reznak se retorció las manos—. Ha sido un ataque sucio e infame. Qué noche más espantosa.
«Nueve. —La palabra se le clavó como un puñal en el corazón. Noche tras noche, la guerra contra las sombras se recrudecía al pie de las pirámides escalonadas de Meereen. Mañana tras mañana, el sol salía sobre nuevos cadáveres e iluminaba arpías pintadas con sangre en las paredes cercanas. Cualquier liberto demasiado próspero o locuaz podía ser el siguiente—. Pero nueve en una noche…». Aquello sí que la asustaba.
—Contádmelo todo.
—Tendieron una emboscada a vuestros siervos mientras patrullaban Meereen para defender la paz de vuestra alteza —respondió Gusano Gris—. Todos iban bien armados, con lanza, escudo y espada corta. Iban de dos en dos, y de dos en dos murieron. A vuestros siervos Puño Negro y Cetherys los acribillaron con saetas de ballesta en el Laberinto de Mazdhan. A vuestros siervos Mossador y Duran los lapidaron al pie de la muralla del río. Vuestros siervos Eladon Pelodorado y Lanza Leal fueron envenenados en una casa de vinos a la que solían ir por la noche tras terminar la ronda.
«Mossador». Dany apretó los puños. Unos jinetes de las Islas del Basilisco habían secuestrado a Missandei y a sus hermanos en Naath, para luego venderlos como esclavos en Astapor. Pese a su juventud, Missandei había demostrado tal don para los idiomas que los bondadosos amos la habían formado como escriba. Mossador y Marselen no habían tenido tanta suerte: los castraron y los convirtieron en inmaculados.
—¿Habéis capturado a alguno de los asesinos?
—Vuestros siervos han detenido al dueño de la casa de vinos y a sus hijas. Juran que no sabían nada y suplican misericordia.
«Todos juran que no sabían nada y suplican misericordia», pensó Dany.
—Entregádselos al Cabeza Afeitada. Que no se comuniquen entre sí. Skahaz, quiero que los interroguéis.
—Así se hará, adoración. ¿Cómo preferís que sea el interrogatorio? ¿Delicado o brusco?
—Delicado al principio. A ver qué cuentan y qué nombres mencionan. Puede que no tengan nada que ver con esto. —Titubeó un instante—. El noble Reznak dice que han sido nueve. ¿Quiénes más?
—Tres libertos, asesinados en sus casas —respondió el Cabeza Afeitada—. Un prestamista, un zapatero y la arpista Rylona Rhee. Antes de matarla le cortaron los dedos.
La reina dragón tragó saliva. Rylona Rhee tocaba el arpa con tanta dulzura como la Doncella. Cuando era esclava en Yunkai actuaba para todas las familias nobles de la ciudad, y en Meereen se había convertido en cabecilla de los libertos yunkios, a los que representaba en las sesiones del consejo de Dany.
—¿No tenemos más prisioneros que ese vendedor de vino?
—Uno lamenta confesar que no. Os suplicamos vuestro perdón.
«Más misericordia —pensó Dany—. Tendrán la misericordia del dragón».
—He cambiado de opinión, Skahaz. Que el interrogatorio sea brusco.
—Muy bien —asintió—. Otra posibilidad es interrogar con brusquedad a las hijas mientras el padre mira. Si os parece bien, así les sacaremos unos cuantos nombres.
—Haced lo que podáis, pero quiero esos nombres. —Sentía la rabia como una hoguera en el vientre—. No permitiré que asesinen a más inmaculados. Que vuestros hombres se retiren a los barracones, Gusano Gris. De hoy en adelante vigilarán mis murallas, mis puertas y a mí, nada más. A partir de ahora, los encargados de mantener la paz en Meereen serán los meereenos. Skahaz, quiero que creéis un cuerpo de guardia compuesto a partes iguales por vuestros cabezas afeitadas y mis libertos.
—Como ordenéis. ¿Cuántos hombres?
—Tantos como sean necesarios.
Reznak mo Reznak contuvo una exclamación.
—Magnificencia —intervino—, ¿de dónde sacaremos dinero para pagar el salario de tantos hombres?
—De las pirámides —replicó Dany—. Lo llamaremos «impuesto de sangre». Cada pirámide deberá pagar cien monedas de oro por cada liberto asesinado por los Hijos de la Arpía.
Aquello dibujó una sonrisa en el rostro del Cabeza Afeitada.
—Se hará como decís, pero vuestro esplendor debe saber que los grandes amos de Zhak y Merreq están haciendo preparativos para abandonar sus pirámides y salir de la ciudad.
Daenerys estaba harta, harta de Zhak y Merreq, harta de los meereenos nobles y del pueblo llano.
—Pues que se vayan, pero con lo puesto. Aseguraos de que su oro se quede aquí. Y también sus reservas de comida.
—Magnificencia —murmuró Reznak mo Reznak—, no sabemos si estos nobles señores pretenden unirse a vuestros enemigos. Lo más seguro es que solo vayan a pasar unos días en sus mansiones de las colinas.
—Entonces no les importará que les cuidemos el oro. En las colinas no hay nada que comprar.
—Tienen miedo por sus hijos —insistió Reznak.
«Sí —pensó Daenerys—, y yo».
—A sus hijos también los cuidaremos. Quiero que cada familia entregue a dos vástagos. También los de las otras pirámides. Un niño y una niña.
—Rehenes —señaló Skahaz con tono alegre.
—Pajes y coperos. Si los grandes amos ponen algún inconveniente, explicadles que en Poniente es un gran honor para un niño que lo elijan para servir en la corte. —No se molestó en explicarles el resto—. Id y haced como os he dicho. Tengo que llorar a mis muertos.
Al regresar a sus habitaciones de la parte superior de la pirámide se encontró con Missandei, que lloraba quedamente en su cama y hacía lo posible por contener el sonido de los sollozos.
—Ven a dormir conmigo —dijo a la pequeña escriba—. Aún faltan horas para el amanecer.
—Vuestra alteza es muy bondadosa con una. —Missandei se introdujo bajo las sábanas—. Era un buen hermano.
—Háblame de él —dijo Dany, abrazándola.
—Cuando éramos pequeños me enseñó a trepar a los árboles. Era capaz de atrapar peces con las manos. Un día lo encontré dormido en nuestro jardín; se le había posado encima un centenar de mariposas. Aquel día estaba tan hermoso… Una…, es decir, yo lo quería mucho.
—Igual que él a ti. —Dany acarició el pelo de la niña—. Te sacaré de este lugar espantoso si quieres. No sé cómo, pero conseguiré un barco y te mandaré a casa. A Naath.
—Prefiero quedarme con vos. En Naath me pasaría la vida aterrada, pensando que podrían volver los esclavistas. Cuando estoy con vos me siento a salvo.
«A salvo». Aquellas palabras hicieron que a Dany se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Quiero mantenerte a salvo, de verdad. —Missandei no era más que una niña. A su lado se sentía con derecho a serlo ella también—. A mí nadie me mantuvo a salvo cuando era pequeña. Bueno, sí, ser Willem, pero luego murió, y Viserys… Quiero protegerte, pero… qué difícil es. Qué difícil es ser fuerte. No siempre sé qué debo hacer. Pero tengo que saberlo. Soy lo único que tienen. Soy la reina, la…, la…
—La madre —susurró Missandei.
—La Madre de Dragones. —Dany se estremeció.
—No. La madre de todos nosotros. —Missandei se abrazó a ella con más fuerza—. Vuestra alteza debería dormir. Pronto llegará el amanecer y se reunirá la corte.
—Las dos tenemos que dormir; soñaremos con días más hermosos. Cierra los ojos.
Missandei obedeció. Dany le besó los párpados y la hizo reír.
Por desgracia era más fácil besar que dormir. Dany cerró los ojos y trató de pensar en su hogar, en Rocadragón, en Desembarco del Rey, en todos los lugares de los que le había hablado Viserys, en tierras más generosas que aquella… Pero sus pensamientos volvían sin cesar a la bahía de los Esclavos, como barcos zarandeados por un mal viento.
Cuando Missandei se quedó dormida, Dany se liberó de su abrazo, salió al aire fresco que precedía al amanecer, se apoyó en el pretil de frío ladrillo y contempló la ciudad. Un millar de tejados se extendía bajo ella, pintado de marfil y plata por la luz de la luna. En algún lugar, bajo aquellos tejados, los Hijos de la Arpía estarían reunidos, tramando planes para matarla, para matar a todos sus seres queridos, para volver a encadenar a sus hijos. Allí abajo, en algún lugar, un niño hambriento lloraba pidiendo leche. En algún lugar, una anciana agonizaba. En algún lugar, un hombre y una doncella se abrazaban, se desnudaban mutuamente con manos ávidas. Pero allí arriba solo existía la luna sobre las pirámides y los reñideros, sin atisbo de lo que sucedía abajo. Allí arriba solo estaba ella.
Era de la sangre del dragón. Podía matar a los Hijos de la Arpía y a los hijos de los hijos, y a los hijos de los hijos de los hijos. Pero un dragón no podía dar de comer a un niño hambriento ni calmar el dolor de una moribunda.
«¿Y quién se atrevería a amar a un dragón?».
Se dio cuenta de que estaba pensando otra vez en Daario Naharis, con su diente de oro y su barba de tres puntas, con sus fuertes manos apoyadas en las empuñaduras del arakh y el estilete a juego, de oro forjado con forma de mujeres desnudas. El día de su partida, mientras Dany se despedía de él, se dedicaba a pasar las yemas de los pulgares por toda su superficie, una vez, y otra, y otra.
«Estoy celosa del puño de una espada —había advertido ella—, celosa de mujeres de oro». Sabía que había hecho lo correcto al enviarlo con los hombres cordero. Daenerys Targaryen era la reina, y Daario Naharis no tenía madera de rey.
—Ha pasado mucho tiempo —había dicho a ser Barristan el día anterior—. ¿Y si Daario me ha traicionado y ahora está con mis enemigos? —«Tres traiciones conocerás»—. ¿Y si ha conocido a otra mujer? Tal vez a una princesa lhazareena…
Sabía que al anciano caballero no le caía en gracia Daario ni confiaba en él. Aun así, su respuesta no habría podido ser más galante.
—No hay mujer más bella que vuestra alteza. Habría que ser ciego para no verlo, y Daario Naharis no está ciego.
«No. Tiene los ojos de un azul muy oscuro, casi violeta, y su diente de oro brilla cuando me sonríe». Ser Barristan estaba seguro de que regresaría, y Dany no podía hacer nada salvo rezar para que estuviera en lo cierto.
«Un baño me tranquilizará». Se encaminó descalza por la hierba hacia el estanque de la terraza. El agua fresca contra la piel le puso la carne de gallina al principio, y los pececillos le mordisquearon los brazos y las piernas. Dany flotó con los ojos cerrados.
Un débil susurro le hizo abrirlos. Se incorporó en el agua.
—¿Missandei? —llamó—. ¿Irri? ¿Jhiqui?
—Duermen —fue la respuesta que le llegó.
Había una mujer junto al caqui; llevaba una túnica con capucha. El borde de la prenda llegaba hasta la hierba. El rostro que se divisaba bajo la capucha era duro y brillante.
«Lleva una máscara —supo Dany al instante—, una máscara de madera lacada en rojo oscuro».
—¿Quaithe? ¿Estoy soñando? —Se pellizcó una oreja e hizo un gesto de dolor—. Soñé con vos en la Balerion cuando vine a Astapor.
—No soñabais. Ni entonces ni ahora.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo habéis burlado a mis guardias?
—He venido por otro camino. No me han visto.
—Si los llamo, os matarán.
—Os jurarán que no estoy aquí.
—¿Estáis aquí?
—No. Escuchadme bien, Daenerys Targaryen. Las velas de cristal están ardiendo. Pronto llegará la yegua clara, y tras ella, los demás: kraken y llama roja, león y grifo, el hijo del sol y el dragón del titiritero. Recordad a los Eternos. Guardaos del senescal perfumado.
—¿De Reznak? ¿Qué puedo temer de él? —Dany salió del estanque. El agua le corrió por las piernas, y el aire fresco de la noche le erizó el vello de los brazos—. Si queréis advertirme de algo, hablad sin rodeos. ¿Qué queréis de mí, Quaithe?
La luz de la luna brillaba en los ojos de la mujer.
—Mostraros el camino.
—Ya recuerdo el camino. Para ir al norte tengo que ir al sur; para ir al este, al oeste; atrás para ir adelante. Y para tocar la luz tengo que pasar bajo la sombra. —Se escurrió la melena plateada—. Estoy harta de acertijos. En Qarth era una mendiga, pero aquí soy la reina. Os ordeno que…
—Daenerys. Recordad a los Eternos. Recordad quién sois.
—La sangre del dragón. —«Pero mis dragones rugen ahora en la oscuridad»—. Recuerdo a los Eternos. Me llamaron «hija de tres». Tres monturas me prometieron, tres fuegos y tres traiciones. Una por sangre, otra por oro y otra por…
—¿Alteza? —Missandei estaba ante la puerta del dormitorio de la reina, con un farolillo en la mano—. ¿Con quién habláis?
Dany volvió la vista hacia el caqui. Allí no había nadie. Ni rastro de la túnica ni de la máscara lacada de Quaithe.
«Una sombra. Un recuerdo. Nadie. —Era de la sangre del dragón, pero ser Barristan le había advertido que aquella sangre llevaba una lacra—. ¿Me estoy volviendo loca?». De su padre decían eso, que estaba loco.
—Estaba rezando —le dijo a la chiquilla naathi—. Pronto será de día; más vale que coma algo antes de la audiencia.
—Os traeré el desayuno.
Cuando volvió a quedarse a solas, Dany rodeó toda la pirámide con la esperanza de dar con Quaithe, tal vez tras los árboles quemados y la tierra ennegrecida del lugar donde habían tratado de capturar a Drogon. Pero solo se oía el viento entre los frutales, y en los jardines no había más criaturas que unas cuantas polillas blancuzcas.
Missandei regresó con un melón y un cuenco de huevos duros, pero Dany no tenía apetito. A medida que el cielo se iluminaba y las estrellas iban desapareciendo una tras otra, Irri y Jhiqui la ayudaron a ponerse un tokar de seda violeta con flecos de oro.
Cuando llegaron Reznak y Skahaz no pudo evitar mirarlos de soslayo, con el recuerdo de las tres traiciones. «Guardaos del senescal perfumado». Olfateó a Reznak mo Reznak con desconfianza.
«Podría ordenarle al Cabeza Afeitada que lo detenga y lo interrogue. —¿Se adelantaría así a la profecía? ¿O aparecería otro traidor que ocuparía su lugar?—. Las profecías son engañosas —se recordó—, y puede que Reznak sea lo que aparenta, nada más».
Al entrar en la sala violeta, Dany se encontró un montón de cojines de seda en el banco de ébano. Aquello le dibujó una sonrisa triste en los labios. Supo al instante que era cosa de ser Barristan. El anciano caballero era un buen hombre, pero demasiado literal en ocasiones.
«Solo era una broma», pensó, pero se sentó en los cojines.
No tardó en sentir las consecuencias de la noche en vela, y tuvo que contenerse para no bostezar mientras Reznak parloteaba sobre los gremios de artesanos. Por lo visto, los constructores estaban enfadados con ella, y también los albañiles. Había antiguos esclavos que se dedicaban a tallar piedra o poner ladrillos, con lo que quitaban el trabajo a los obreros y maestros del gremio.
—Los libertos trabajan por muy poco, magnificencia —dijo Reznak—. Algunos dicen ser oficiales o hasta maestros, pero por derecho, esos títulos corresponden a los artesanos de los gremios. Suplican a vuestra magnificencia con todo respeto que defienda sus derechos y costumbres, que les vienen de antiguo.
—Los libertos trabajan a precios bajos porque tienen hambre —señaló Dany—. Si les prohíbo dedicarse a la talla o la construcción, lo siguiente será que los cereros, los tejedores y los orfebres llamarán a mi puerta para pedirme que impida a los antiguos esclavos practicar esos oficios. —Se paró un momento a pensar—. Establezcamos que, de ahora en adelante, solo los miembros del gremio pueden decir que son oficiales o maestros… siempre que se abran a cualquier liberto que demuestre poseer los conocimientos necesarios.
—Así será proclamado. —Reznak recorrió la estancia con la mirada—. ¿Querrá vuestra adoración escuchar de nuevo la petición del noble Hizdahr zo Loraq?
«¿Es que no se va a dar por vencido nunca?».
—Que se adelante.
Aquel día, Hizdahr no vestía su tokar, sino que llevaba una túnica gris y azul más sencilla. También se había rasurado.
«Se ha afeitado la barba y se ha cortado el pelo», advirtió Dany. No se había afeitado la cabeza, o no del todo, pero por lo menos se había deshecho de aquellas alas absurdas.
—Vuestro barbero ha hecho un buen trabajo, Hizdahr —señaló—. Espero que hayáis venido a mostrármelo y no a incordiarme más con motivo de los reñideros.
El hombre hizo una marcada reverencia.
—Mucho me temo que no tengo más remedio, alteza.
Dany frunció el ceño. Hasta los suyos insistían constantemente sobre el tema: Reznak mo Reznak no paraba de hablar sobre lo mucho que ganarían con los impuestos; la gracia verde decía que la reapertura de las arenas complacería a los dioses, y el Cabeza Afeitada aseguraba que con ello se ganarían apoyo contra los Hijos de la Arpía.
—Que peleen —era la aportación de Belwas el Fuerte, que tiempo atrás había sido uno de los campeones de los reñideros.
Ser Barristan sugería que sustituyera las luchas por torneos: sus huérfanos podrían ensartar anillas desde el caballo y combatir en liza con armas embotadas, idea que Dany consideraba tan bienintencionada como inútil. Lo que querían ver los meereenos era sangre, no una exhibición de habilidad; de lo contrario, los esclavos habrían luchado con armadura. La única que compartía la desazón de la reina era Missandei, la pequeña escriba.
—Seis veces ya he denegado vuestra petición —le recordó Dany a Hizdahr.
—Vuestro esplendor tiene siete dioses, de manera que tal vez mire con buenos ojos mi séptima súplica. Y hoy no vengo solo. ¿Querréis escuchar a mis amigos? Ellos también son siete. —Se los fue presentando de uno en uno—. Khrazz, Barsena Pelonegro la Valerosa, Camarron de la Cuenta, Goghor el Gigante, el Gato Moteado e Ithoke el Temerario. Y por último, Belaquo Rompehuesos. Han venido para sumar sus voces a la mía y rogar a vuestra alteza que vuelva a abrir nuestras arenas de combate.
Dany conocía de nombre, aunque no de vista, a sus siete acompañantes. Antes del cierre de los reñideros, eran los esclavos de combate más famosos de Meereen…, y los esclavos de combate, después de que sus ratas de cloaca los liberaran de las cadenas, fueron quienes encabezaron el levantamiento que la hizo señora de la ciudad. Tenía una deuda de sangre con ellos.
—Os escucho —concedió.
Uno tras otro le suplicaron que volviera a abrir las arenas.
—¿Por qué? —quiso saber cuando Ithoke terminó de hablar—. Ya no sois esclavos; ya no tenéis que morir por el capricho de un amo. Os he liberado. ¿Por qué queréis que vuestra vida termine en las arenas rojas?
—Entreno desde tres años —dijo Goghor el Gigante—. Mato desde seis años. Madre de Dragones dice yo libre. ¿Por qué no libre para luchar?
—Si lo que queréis es luchar, luchad por mí —replicó Dany—. Jurad lealtad a los Hombres de la Madre, o a los Hermanos Libres, o a los Escudos Fornidos. Enseñad a luchar a mis otros libertos.
—Antes yo lucho por amo. —Goghor sacudió la cabeza—. Vos decís: «Luchad por mí». Yo digo: «Lucho por mí». —El hombretón se golpeó el pecho con un puño del tamaño de un jamón—. Por oro. Por gloria.
—Todos pensamos lo mismo que Goghor —dijo el Gato Moteado, que llevaba una piel de leopardo al hombro—. La última vez que me vendieron, mi precio fue de trescientos mil honores. Cuando era esclavo dormía sobre pieles y comía carne. Ahora que soy libre duermo en un lecho de paja y, si tengo suerte, como pescado en salazón.
—Hizdahr asegura que los vencedores tendrán derecho a la mitad del dinero de las entradas —intervino Khrazz—. La mitad, lo ha jurado, y es hombre de palabra.
«No —pensó Daenerys—, es hombre de artimañas». Se sentía atrapada.
—¿Y los perdedores? ¿Qué recibirán los que pierdan?
—Los nombres de todos los valientes caídos quedarán grabados en las Puertas del Destino —declaró Barsena. Se decía que durante ocho años había matado a todas las mujeres con quienes la enfrentaron—. A todo hombre y a toda mujer le llega la muerte…, pero no todos son recordados.
«Si de verdad es eso lo que desea mi pueblo —pensó Dany, sin saber qué responder—, ¿tengo derecho a negárselo? La ciudad era suya antes de que llegara yo, y son sus vidas las que quieren malvender».
—Meditaré sobre lo que me habéis dicho. Os agradezco vuestros consejos. —Se levantó—. Estoy cansada. Continuaremos mañana por la mañana.
—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei.
Ser Barristan la escoltó hasta sus habitaciones.
—Contadme una historia —pidió Dany mientras subían—. Un relato de hazañas valerosas, y que tenga un final feliz. —Estaba muy necesitada de finales felices—. Explicadme cómo escapasteis del Usurpador.
—No hay nada de valeroso en huir para salvar la vida, alteza.
Dany se sentó en un cojín, cruzó las piernas y alzó la vista hacia él.
—Por favor. Fue el joven Usurpador quien os expulsó de la Guardia Real…
—Joffrey, sí. Alegaron mi edad como excusa, pero no fue por eso. El muchacho quería que su perro, Sandor Clegane, vistiera la capa blanca, y su madre quería que el Matarreyes ocupara el cargo de lord comandante. Cuando me lo dijeron, me…, me quité la capa tal como me ordenaban, tiré la espada a los pies de Joffrey y hablé sin pensar.
—¿Qué dijisteis?
—La verdad: algo que jamás fue bien recibido en aquella corte. Abandoné el salón del trono con la cabeza muy alta, aunque no sabía adónde iba. No tenía más hogar que la Torre de la Espada Blanca. Sabía que mis primos me recibirían bien en Torreón Cosecha, pero no quería que los alcanzara la ira de Joffrey. Mientras recogía mis cosas caí en la cuenta de que yo había sido el causante de mi propia desgracia al aceptar el perdón de Robert. Era digno como caballero; no así como rey, pues no era acreedor al trono que ocupó. En aquel momento supe que, para redimirme, tenía que encontrar al rey legítimo y ponerme a su servicio con lealtad y con todas las fuerzas que aún me quedaran.
—Mi hermano Viserys.
—Tal era mi intención. Cuando llegué a los establos, los capas doradas trataron de apresarme: Joffrey me había ofrecido una torre donde morir y yo había despreciado su regalo, por lo que a continuación pretendía ofrecerme una mazmorra. El comandante de la Guardia de la Ciudad se enfrentó a mí en persona, envalentonado al ver mi vaina vacía, pero solo contaba con tres hombres y yo aún tenía el cuchillo. Rajé a uno que se atrevió a ponerme la mano encima, y a los otros los arrollé con el caballo. Iba picando espuelas hacia las puertas cuando oí a Janos Slynt, que les gritaba que me persiguieran. En el exterior de la Fortaleza Roja, las calles estaban abarrotadas, y eso permitió que me dieran alcance en la puerta del Río. Los capas doradas que me perseguían desde el castillo gritaron a los de la puerta que me detuvieran, y estos cruzaron las lanzas para cortarme el paso.
—¡Y vos sin espada! ¿Cómo conseguisteis pasar?
—Un caballero de verdad vale por diez guardias, y a los hombres de la puerta los cogí por sorpresa. Derribé a uno, le quité la lanza y se la clavé en el cuello al capa dorada que me seguía más de cerca. El otro irrumpió en cuanto crucé la puerta, así que piqué espuelas y galopé por la orilla del río como si me llevaran los diablos hasta que perdí de vista la ciudad. Aquella misma noche cambié el caballo por una bolsa de monedas y unos harapos, y por la mañana me uní a la riada de gente del pueblo que se dirigía a Desembarco del Rey. Había salido por la puerta del Lodazal, de manera que volví por la de los Dioses, con la cara sucia y barba incipiente, sin más armas que un cayado de madera. Con la ropa de tejido basto y las botas llenas de barro, era tan solo uno más de los ancianos que huían de la guerra. Los capas doradas me cobraron un venado y me dejaron entrar. Desembarco del Rey estaba atestado de gente del pueblo que había llegado allí en busca de un refugio para protegerse de las batallas. Me escondí entre ellos. Tenía algo de plata, pero la necesitaba para pagar el pasaje del mar Angosto, de manera que dormí en septos y callejones, y comí en tenderetes de calderos. Me dejé barba y utilicé mi edad de disfraz. Estaba allí el día en que cortaron la cabeza a lord Stark. Cuando vi aquello, entré en el Gran Septo y agradecí a los siete dioses que Joffrey me hubiera arrebatado la capa.
—Stark era un traidor y como tal murió.
—Stark tomó parte en el derrocamiento de vuestro padre, pero a vos no os deseaba mal alguno —señaló Selmy—. Cuando Varys, el eunuco, nos dijo que estabais embarazada, Robert quería que os mataran, pero lord Stark se opuso. Le dijo a Robert que se buscara otra mano, porque él no iba a tomar parte en asesinatos de niños.
—¿Acaso habéis olvidado a la princesa Rhaenys y al príncipe Aegon?
—Jamás. Eso fue cosa de los Lannister, alteza.
—Lannister o Stark, tanto da. Viserys los llamaba «perros del Usurpador». Si una manada de mastines ataca a un niño, ¿importa mucho saber cuál de ellos le arranca el cuello? Todos los perros son igual de culpables. La culpa… —La voz se le quebró en la garganta. «Hazzea», pensó—. Tengo que ver la fosa —dijo con una voz débil como el susurro de un niño—. Por favor, llevadme allí abajo.
Una expresión desaprobadora se dibujó un instante en el rostro del anciano, pero no habría sido propio de él cuestionar las órdenes de su reina.
—Como ordenéis.
La escalera de servicio era el camino más rápido para bajar: no era elegante, sino empinada y estrecha; discurría entre los muros. Ser Barristan cogió un farolillo para evitarle tropezones. Ladrillos de veinte colores diferentes se cerraban en torno a ellos, hasta que se teñían de gris y negro más allá de la luz de la lámpara. En tres ocasiones pasaron junto a guardias inmaculados, tan inmóviles que parecían de piedra. No se oía más sonido que el suave roce de los pies contra los peldaños.
Al nivel del suelo, la Gran Pirámide de Meereen era un lugar silencioso, lleno de polvo y sombras. Los muros exteriores tenían diez varas de grosor. Entre ellos, los sonidos despertaban ecos al cruzar los arcos de ladrillos multicolores y los establos, comederos y despensas. Pasaron bajo tres arcos gigantescos y bajaron por una rampa iluminada por antorchas hasta las criptas inferiores, situadas más allá de las cisternas, las mazmorras y las cámaras de tortura donde en el pasado azotaban, desollaban y marcaban a hierro a los esclavos. Por fin llegaron ante un par de puertas de hierro gigantescas de goznes oxidados, custodiadas por inmaculados. Dany dio la orden y uno de ellos sacó una llave de hierro. La puerta se abrió entre chirridos de las bisagras. Daenerys Targaryen se adentró en el abrasador corazón de la oscuridad y se detuvo ante la tapa de una profunda fosa. Una docena de varas por debajo, sus dragones alzaron la cabeza. Cuatro ojos ardieron entre las sombras, dos de oro fundido y dos de bronce.
—No os acerquéis más. —Ser Barristan la agarró por el brazo.
—¿Creéis que me harían daño a mí?
—No lo sé, alteza, y no pienso poneros en peligro para averiguarlo.
Rhaegal rugió, y durante un instante, una llamarada amarilla transformó la oscuridad en pleno día. El fuego lamió las paredes, y Dany sintió el calor como la bocanada de un horno en la cara. Al otro lado de la fosa, Viserion desplegó las alas y las batió en el aire viciado. Trató de llegar a ella, pero las cadenas se tensaron en cuanto alzó el vuelo y cayó de bruces. Unos eslabones como puños le ataban las patas al suelo, y la argolla de hierro que tenía en torno al cuello estaba sujeta a la pared. Rhaegal estaba encadenado de la misma manera. A la luz del farolillo de Selmy, sus escamas brillaban como el jade. El humo se alzaba de entre sus dientes. A sus pies, por todo el suelo, había huesos rotos y chamuscados. Hacía mucho calor, y apestaba a azufre y carne quemada.
—Han crecido. —La voz de Dany retumbó contra los ennegrecidos muros de piedra. Una gota de sudor le corrió por la frente y le cayó en un pecho—. ¿Es verdad que los dragones no dejan de crecer nunca?
—Para eso necesitan mucha comida y espacio. Pero aquí, encadenados…
Los grandes amos utilizaban aquella fosa de prisión. Era tan grande que cabían quinientos hombres; sitio de sobra para dos dragones.
«Pero ¿durante cuánto? ¿Qué pasará cuando sean demasiado grandes para la fosa? ¿Se volverán el uno contra el otro, a llamaradas, a zarpazos? ¿Se quedarán flacos y débiles, con la piel arrugada y las alas atrofiadas? ¿Se extinguirá su fuego antes del final?». ¿Qué clase de madre deja que sus hijos se pudran en la oscuridad?
«Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida —se dijo. Pero ¿cómo podía no mirar atrás?—. Debería haberlo previsto. ¿Estaba ciega, o cerré los ojos a sabiendas para no ver el precio del poder?».
Viserys le había relatado todas las historias cuando era pequeña. Le encantaba hablar de dragones. Dany sabía cómo había caído Harrenhal. Sabía todo lo que había que saber sobre el Campo de Fuego y la Danza de los Dragones. Uno de sus antepasados, el tercer Aegon, había visto morir a su madre devorada por el dragón de su tío, y eran innumerables las aldeas y reinos que habían vivido aterrados por aquellas bestias hasta que algún valeroso matadragones acudía en su auxilio. En Astapor, los ojos del esclavista se habían derretido. En el camino hacia Yunkai, cuando Daario tiró a sus pies las cabezas de Sallor el Calvo y Prendahl na Ghezn, sus hijos se dieron un banquete con ellas. Los dragones no temían al hombre, y un dragón suficientemente grande para devorar ovejas podía devorar a un niño con idéntica facilidad.
La niña se llamaba Hazzea y tenía cuatro años.
«A no ser que su padre mienta. Puede que mienta. —Solo él había visto al dragón. Presentaba como prueba unos huesos quemados, pero aquello no demostraba nada. Tal vez hubiera matado él a la niña y la hubiera quemado después. El Cabeza Afeitada le había dicho que no sería el primer padre que se deshacía de una hija indeseada—. O puede que fueran los Hijos de la Arpía, y lo hicieron pasar por obra de un dragón para que la ciudad me odie». Habría querido creerlo… Pero entonces, ¿por qué había esperado el padre de Hazzea hasta que la sala de audiencias estuvo casi desierta antes de exponer su caso? Si hubiera querido inflamar los ánimos de los meereenos contra ella, habría hablado mientras la sala estaba abarrotada. El Cabeza Afeitada le había aconsejado que ordenara la ejecución de aquel hombre.
—O al menos cortadle la lengua. Esa mentira nos puede destruir a todos, magnificencia.
Pero Dany había optado por pagar el precio de la sangre. Nadie supo decirle cuánto valía una hija, así que calculó su valor en cien veces el de un cordero.
—Si pudiera, os devolvería a Hazzea —había dicho al padre—, pero hay cosas que no están en las manos de nadie, ni siquiera de la reina. Sus huesos descansarán en el templo de las Gracias, y un centenar de velas arderá día y noche en su recuerdo. Volved a verme todos los años en su día del nombre; a vuestros otros hijos no les faltará nada…, pero no debéis hablar jamás de lo sucedido.
—La gente hará preguntas —dijo el lloroso padre—. Querrán saber qué fue de Hazzea y cómo murió.
—La mordió una serpiente —intervino Reznak mo Reznak—. Se la llevó un lobo hambriento. Sufrió una enfermedad repentina. Decid lo que sea, pero ni una palabra de dragones.
Las zarpas de Viserion rascaron las piedras, y los eslabones de las enormes cadenas entrechocaron cuando intentó de nuevo volar hacia ella. Al ver que no podía, soltó un rugido, giró la cabeza hacia atrás tanto como pudo y escupió llamas doradas contra la pared.
«¿Cuánto falta para que su fuego sea bastante fuerte para resquebrajar la piedra y fundir el hierro?».
No hacía tanto que Viserion estaba posado en su hombro, con la cola enroscada en torno a su brazo. No hacía tanto que comía de su mano trocitos de carne quemada. Fue el primero al que encadenaron: Daenerys lo guió hasta la fosa y lo encerró con varios bueyes. Tras darse un banquete, el dragón se adormiló, circunstancia que aprovecharon para encadenarlo.
Rhaegal les había dado más trabajo, tal vez porque, a pesar de los muros de ladrillo y piedra que los separaban, oía los rugidos rabiosos de su hermano en la fosa. Tuvieron que envolverlo en una red de cadenas mientras disfrutaba del sol en la terraza, y se resistió tanto que tardaron tres días en bajarlo por la escalera servicio, sin que dejara de retorcerse y lanzar dentelladas. Seis hombres habían sufrido quemaduras antes de lograr su objetivo.
En cuanto a Drogon…
«La sombra alada», lo había llamado el dolido padre. Era el más grande de los tres y también el más fiero e indómito, con escamas negras como la noche y ojos como pozos de fuego. Drogon se alejaba mucho para cazar, pero cuando estaba saciado se tumbaba al sol en la cúspide de la Gran Pirámide, donde en otros tiempos se alzaba la arpía de Meereen. En tres ocasiones trataron de capturarlo allí, y en tres ocasiones fracasaron. Cuarenta de sus hombres más valientes arriesgaron la vida en el intento. Casi todos sufrieron quemaduras, y cuatro murieron. Había visto a Drogon por última vez al anochecer, el día de la tercera intentona. El dragón negro emprendió el vuelo hacia el norte, cruzando el Skahazadhan, hacia la alta hierba del mar dothraki. No había vuelto.
«Madre de dragones —pensó Daenerys—. Madre de monstruos. ¿Qué maldición he desencadenado sobre el mundo? Reina soy, pero mi trono es de huesos quemados y reposa sobre arenas movedizas. —Sin dragones no podría gobernar Meereen, y mucho menos recuperar Poniente—. Soy de la sangre del dragón. Si ellos son monstruos, yo también».