Llevaron ante él al Rey-más-allá-del-Muro con las manos atadas y una soga al cuello.
El otro cabo de la soga iba amarrado a la silla de montar del corcel de ser Godry Farring. El Masacragigantes y su montura iban acorazados con acero nielado; Mance Rayder solo vestía una túnica fina que le dejaba las extremidades expuestas al frío.
«Podrían haberle dejado la capa —pensó Jon Nieve—, la que le remendó aquella salvaje con tiras de seda roja». No era de extrañar que el Muro llorase.
—Mance conoce el bosque Encantado mejor que ningún explorador —le había dicho Jon al rey Stannis, en un último intento de convencerlo de que el Rey-más-allá-del-Muro les sería más útil vivo que muerto—. Conoce a Tormund Matagigantes; ha luchado contra los Otros; ha tenido en su poder el Cuerno de Joramun y no lo ha hecho sonar. No destruyó el Muro cuando tuvo ocasión.
Pero sus palabras encontraron oídos sordos. Stannis no se había inmutado. La ley era clara: la deserción se pagaba con la muerte.
Bajo las lágrimas del Muro, lady Melisandre alzó las pálidas manos.
—Todos debemos escoger —proclamó—. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, señores y plebeyos; nuestras decisiones tienen el mismo valor. —Al oír su voz, Jon Nieve casi percibió el olor de anís, nuez moscada y clavo. Estaba junto al rey, en un cadalso de madera situado sobre el foso—. Escogemos la luz o escogemos la oscuridad. Escogemos el bien o escogemos el mal. Escogemos a los dioses verdaderos o a los falsos.
Mientras Mance Rayder caminaba, el viento hizo que la espesa melena castaña le tapara la cara. Se la apartó de los ojos con las manos atadas, sin dejar de sonreír. Pero cuando vio la jaula, de repente perdió el coraje. Los hombres de la reina la habían construido con árboles del bosque Encantado, con brotes y ramas flexibles, con troncos de pino pegajosos por la resina y con dedos de arciano blancos como huesos. Las habían doblado y enroscado hasta tejer un entramado de madera, que habían colgado a bastante altura sobre un foso profundo lleno de leños, hojas y astillas. El rey salvaje retrocedió ante su visión.
—No —gritó—. Piedad. No es justo, no soy el rey, no…
Un tirón de la cuerda por parte de ser Godry zanjó las protestas, y el Rey-más-allá-del-Muro no tuvo más remedio que avanzar a trompicones.
Perdió el equilibrio, y Godry lo llevó a rastras el resto del trayecto. Mance estaba cubierto de sangre cuando los hombres de la reina lo empujaron a la jaula. Después, media docena de hombres de armas aunaron esfuerzos para elevarlo ante la mirada de lady Melisandre.
—¡Pueblo libre! Aquí tenéis a vuestro rey de las mentiras. Y aquí está el cuerno con el que aseguró que derribaría el Muro. —Dos hombres de la reina presentaron el Cuerno de Joramun, negro con bandas de oro viejo, seis codos de punta a punta. Las bandas doradas estaban grabadas con runas, la escritura de los primeros hombres. Joramun había muerto miles de años atrás, pero Mance había encontrado su tumba bajo un glaciar, en las cumbres de los Colmillos Helados. «Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno, y despertó a los gigantes de la tierra». Según Ygritte, Mance no había llegado a encontrar el cuerno.
«O mentía, o Mance ni siquiera reveló el secreto a los suyos».
Mil cautivos observaron entre los listones de la empalizada cómo alzaban el Cuerno de Joramun. Todos vestían harapos y estaban medio muertos de hambre. En los Siete Reinos los llamaban «salvajes»; ellos se autodenominaban «el pueblo libre». No parecían libres ni salvajes; solo hambrientos, asustados y aturdidos.
—¿El Cuerno de Joramun? —Continuó Melisandre—. No, es el cuerno de la oscuridad. Si cae el Muro, también caerá la noche, la larga noche que no termina jamás. ¡No será así! El Señor de Luz ha visto a sus hijos en peligro y les ha enviado un campeón, Azor Ahai redivivo. —Hizo un gesto hacia Stannis con la mano, y la luz centelleó en el gran rubí que llevaba al cuello.
«Él es piedra, y ella, fuego». Los ojos del rey eran agujeros azules hundidos en un rostro enjuto. Llevaba una coraza gris, y de los anchos hombros le colgaba una capa de hilo de oro adornada con piel. Un corazón llameante se incrustaba en la coraza del pecho, justo encima de su propio corazón. Sobre la frente lucía una corona roja y dorada con las puntas rematadas en llamas. A su lado, alta y rubia, estaba Val. La habían coronado con un simple tocado de bronce oscuro, y aun así parecía más regia que Stannis con todo su oro. Sus ojos grises permanecían inmutables y no mostraban miedo. Bajo una capa de armiño vestía de blanco y oro; le habían peinado el pelo color miel con una gruesa trenza que le colgaba por el hombro derecho hasta la cintura, y el aire frío le había coloreado las mejillas.
Lady Melisandre no llevaba corona, pero todos los presentes sabían que la verdadera reina de Stannis Baratheon era ella, y no aquella mujer poco agraciada a la que había dejado temblando de frío en Guardiaoriente del Mar. Se decía que el rey no mandaría llamar a la reina Selyse y a su hija hasta que el Fuerte de la Noche fuera un lugar habitable. Jon sintió lástima por ellas. El Muro ofrecía muy pocas de las comodidades a las que estaban acostumbradas las damas sureñas y las niñas de alta cuna, y el Fuerte de la Noche no ofrecía ninguna en absoluto. Era un lugar lúgubre, hasta en sus mejores momentos.
—¡Pueblo libre! —Gritó Melisandre—. ¡Contemplad el destino de aquellos que escogen la oscuridad!
El Cuerno de Joramun estalló en llamas, que ascendieron con un sonido sibilante mientras las lenguas de fuego verde y amarillo saltaban y crepitaban. La montura de Jon se agitó, nerviosa, y a lo largo de las filas, todos lucharon por mantenerse en la silla. Un gemido generalizado se alzó tras la empalizada cuando el pueblo libre vio su esperanza en llamas. Unos cuantos comenzaron a gritar y maldecir, pero la mayoría guardó silencio. Durante un instante, las runas talladas en las cinchas de oro parecieron relucir en el aire. Los hombres de la reina empujaron el cuerno al pozo de fuego.
Dentro de la jaula, Mance Rayder tiraba de la soga que llevaba al cuello con las manos atadas, gritaba incoherencias sobre traición y brujería, y renegaba de su condición de rey, de su pueblo, de su nombre, de todo cuanto había sido. Pidió clemencia, maldijo a la mujer roja y después se echó a reír, histérico.
Jon observaba la escena sin pestañear; no quería aparentar debilidad ante sus hermanos. Había hecho salir a doscientos hombres, más de la mitad de la guarnición del Castillo Negro, que se habían alineado en filas solemnes con la lanza en la mano y la capucha subida para ocultar su rostro… y para no mostrar que, en realidad, casi todos eran novatos y ancianos. El pueblo libre temía a la Guardia. Jon quería que llevase ese miedo consigo a sus nuevos hogares del sur del Muro.
El cuerno cayó entre los troncos, las hojas y las astillas. En un abrir y cerrar de ojos, el pozo entero estuvo envuelto en llamas. Mance, agarrado a los barrotes de la jaula con las manos atadas, lloraba y suplicaba. Cuando el fuego lo alcanzó, empezó a saltar, y sus gritos se convirtieron en un chillido de miedo y dolor. Se agitó en la jaula como una hoja en llamas, como una polilla atrapada en una vela. Jon recordó una canción:
Hermanos, heme aquí en mi último día, pues el dorniense maldito me ha llevado a la muerte; y aunque dejar este mundo de todos sea la suerte, a la mujer del dorniense hice mía.
En la plataforma, Val estaba tan inmóvil que parecía una estatua de sal.
«No va a llorar ni mirar hacia otra parte. —Jon se preguntó qué habría hecho Ygritte en su lugar—. Las mujeres son más fuertes. —Casi sin querer, pensó en Sam, en el maestre Aemon, en Elí y en el niño de teta—. Me maldecirá con su último aliento, pero no tuve alternativa. —Guardiaoriente había informado de fuertes tormentas en el mar Angosto—. Quería mantenerlos a salvo, pero ¿se los habré echado de comer a los cangrejos?». La noche anterior había soñado que Sam se ahogaba, que Ygritte moría por la flecha lanzada por él (no había sido él, pero siempre soñaba que sí), que Elí lloraba lágrimas de sangre. Jon había visto suficiente.
—Ya.
Ulmer del Bosque Real clavó la lanza en el suelo, descolgó el arco y lo armó con una flecha negra de su carcaj. Donnel Colina el Suave se quitó la capucha para hacer lo mismo. Garth Plumagrís y Ben Barbas cargaron flechas, tensaron los arcos y lanzaron.
Una flecha alcanzó a Mance Rayder en el pecho; otra, en el estómago, y otra, en el cuello. La cuarta fue a clavarse en una barra de la jaula, y se quedó vibrando durante un momento antes de arder. Los llantos de una mujer resonaron en el Muro cuando el cuerpo del rey de los salvajes cayó inerte, envuelto en fuego.
—Ahora, su guardia ha terminado —murmuró Jon. Mance Rayder había pertenecido a la Guardia de la Noche antes de cambiar la capa negra por otra con parches de seda rojo vivo.
Desde la plataforma, Stannis frunció el ceño. Jon no quería ni mirarlo. El suelo de la jaula se había desprendido, y los barrotes se desmoronaban. Cuanto más subía el fuego, más ramas caían, libres, negras y rojas.
—El Señor de Luz creó el Sol, la Luna y las estrellas para iluminar nuestro camino, y nos dio el fuego para mantener a raya la noche —dijo Melisandre a los salvajes—. Nadie puede resistir sus llamas.
—Nadie puede resistir sus llamas —repitieron los hombres de la reina.
La túnica de la mujer roja, teñida de un escarlata oscuro, revoloteó en torno a su cuerpo, y el pelo cobrizo le formó un halo alrededor de la cara. En las yemas de sus dedos bailaban llamas amarillas que parecían uñas largas.
—¡Pueblo libre! Vuestros falsos dioses no pueden ayudaros; vuestro cuerno falso no os ha salvado; vuestro rey falso solo os ha traído muerte, desesperación, derrota… Pero aquí tenéis al verdadero rey. ¡Contemplad su gloria!
Stannis Baratheon desenvainó a Dueña de Luz. La espada lanzó destellos rojos, amarillos y naranjas. Jon ya había visto aquel espectáculo…, pero no de aquella manera, nunca de aquella manera. Dueña de Luz era el sol convertido en acero. Cuando Stannis alzó la hoja por encima de la cabeza, los hombres tuvieron que apartar la vista o cubrirse los ojos. Los caballos se alborotaron, y uno llegó a desmontar a su jinete. Las llamas del pozo parecieron encoger ante aquella tormenta de luz, como un perro pequeño que se escondiera de otro más grande. El Muro mismo se tornó rojo, rosa y naranja cuando las oleadas de color bailaron en el hielo.
«¿Este es el poder de la sangre de un rey?».
—Poniente solo tiene un rey —dijo Stannis. Su voz sonó áspera, sin asomo de la música que desprendía la de Melisandre—. Con esta espada defenderé a mis súbditos y destruiré a quienes los amenacen. Arrodillaos, y os prometo comida, tierras y justicia. Arrodillaos y viviréis. O marchaos y moriréis. La elección es vuestra. —Envainó a Dueña de Luz y el mundo volvió a oscurecerse, como si el sol se hubiese escondido tras una nube—. Abrid las puertas.
—¡Abrid las puertas! —bramó ser Clayton Suggs, con una voz tan profunda como un cuerno de guerra.
—¡Abrid las puertas! —repitió ser Corliss Penny, al mando de los guardias.
—¡Abrid las puertas! —gritaron los sargentos. Los hombres se dispersaron para obedecer. Arrancaron las estacas del suelo; tiraron los troncos a zanjas hondas, y las puertas de la empalizada se abrieron de par en par. Jon Nieve levantó la mano y la bajó, y las filas negras se rompieron a izquierda y derecha, despejando un camino hacia el Muro, donde Edd Tollett el Penas empujó la puerta de hierro.
—Venid —instó Melisandre, apremiante—. Venid hacia la luz… o volved a la oscuridad. —Bajo ella, el fuego crepitaba en el foso—. Si escogéis la vida, venid a mí.
Y fueron. Los cautivos empezaron a emerger de su redil, despacio al principio, algunos renqueando o apoyados en sus compañeros.
«Si queréis comer, acercaos —pensó Jon—. Si no queréis morir congelados o pasar hambre, rendíos. —El primer grupo de prisioneros rodeó los troncos y atravesó el círculo de estacas, hacia Melisandre y el Muro. Caminaban dubitativos, temerosos de que fuera una trampa. Luego se sumaron más, hasta que formaron una corriente constante. Los hombres de la reina, embutidos en yelmos y chalecos claveteados, iban entregando un pedazo de arciano blanco a cada hombre, mujer o niño: un palo, una rama astillada y blanca como un hueso roto, adornada con hojas rojas como la sangre—. Algo de los dioses antiguos para alimentar a los nuevos». Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.
El calor que ascendía del foso de fuego se sentía desde lejos, de modo que para los salvajes tenía que ser abrasador. Vio encogerse a los hombres que pasaban junto a las llamas, y oyó llorar a varios niños. Unos cuantos volvieron al bosque. Vio huir a una joven con un niño de cada mano. Se volvía a cada paso para asegurarse de que nadie los seguía, y cuando llegó a los árboles echó a correr. Un anciano cogió la rama que le tendían y la usó de arma, golpeando a izquierda y derecha hasta que los hombres de la reina lo atravesaron con sus lanzas. Los demás tuvieron que rodear su cadáver, hasta que ser Corliss lo arrojó al fuego. Después de ver aquello, más gente del pueblo libre escogió el bosque, quizá uno de cada diez.
Pero la mayoría respondió a la llamada. Tras ellos solo habían dejado frío y muerte; delante estaba la esperanza.
Avanzaron aferrados a sus ramas de madera, hasta que llegó el momento de alimentar las llamas con ellas. R’hllor era una deidad celosa, siempre hambrienta, y cuando el nuevo dios devoró el cadáver del antiguo, las sombras gigantescas de Stannis y Melisandre se proyectaron en el Muro, en negro contraste con los reflejos rojizos del hielo.
Sigorn fue el primero en arrodillarse ante el rey. El nuevo magnar de Thenn era como su padre, solo que más joven y bajo: enjuto, calvo, con canilleras de bronce y una camisa de cuero con escamas cosidas, también de bronce. Después llegó Casaca de Matraca, envuelto en una armadura tintineante de huesos y cuero endurecido, con una calavera de gigante por yelmo. Bajo los huesos se escondía un ser enclenque y ruin con los dientes negros rotos y un matiz amarillo en el blanco de los ojos.
«Un hombre menudo, malicioso y traidor, tan estúpido como cruel». Jon no creyó ni un momento que fuera a mostrar ninguna lealtad, y se preguntó qué sentiría Val al verlo arrodillarse, perdonado.
Los siguientes fueron los cabecillas menores: dos jefes de los pies de cuerno, cuyos pies eran negros y duros; una anciana sabia reverenciada por las gentes del Agualechosa; el hijo de Alfyn Matacuervos, un niño de doce años, esquelético y de ojos oscuros; Halleck, el hermano de Harma Cabeza de Perro, con sus cerdos. Todos se arrodillaron ante el rey.
«Hace demasiado frío para esta pantomima», pensó Jon. «El pueblo libre desprecia a los arrodillados —le había advertido a Stannis—. Dejadle conservar su orgullo y os ganaréis su afecto». Pero su alteza no quería escuchar: «Necesito sus espadas, no sus besos», fue la respuesta.
Tras arrodillarse, los salvajes atravesaron las filas de hermanos negros hacia la puerta. Jon había pedido a Caballo, a Seda y a otra docena de hombres que los guiaran con antorchas al otro lado del Muro, donde los esperaban cuencos de sopa de cebolla caliente, pan negro y salchichas. Y ropa: capas, calzones, botas, túnicas, buenos guantes de piel… Dormirían en lechos de paja limpia, cerca de un fuego que mantendría a raya el frío de la noche; aquel rey era de lo más metódico. Sin embargo, más tarde o más temprano, Tormund Matagigantes volvería a atacar el Muro, y cuando llegase ese momento, Jon no sabía qué lado escogerían los nuevos acólitos del rey.
«Puedes darles tierras y piedad, pero el pueblo libre escoge sus propios reyes y escogió a Mance, no a ti».
Bowen Marsh acercó su montura a Jon.
—Nunca pensé que llegaría a ver este día. —El lord mayordomo había adelgazado considerablemente desde que le hirieran en la cabeza en el Puente de los Cráneos. Le faltaba un trozo de oreja.
«Ya no parece una granada», pensó Jon.
—Derramamos sangre para detener a los salvajes en la Garganta —continuó Marsh—. Allí murieron buenos hombres, amigos y hermanos. ¿Para qué?
—El reino nos maldecirá a todos por esto —declaró ser Alliser Thorne con la voz cargada de veneno—. Todo hombre honrado de Poniente escupirá ante la sola mención de la Guardia de la Noche.
«Qué sabrás tú de hombres honrados».
—Silencio en las filas. —Ser Allister Thorne era más cauteloso desde que lord Janos había perdido la cabeza, pero su malicia seguía igual. Jon había acariciado la idea de darle el mando que había rechazado Slynt, pero prefería tenerlo cerca.
«Siempre fue el más peligroso de los dos. —En su lugar había enviado a un mayordomo canoso de Torre Sombría para que se pusiera al frente de Guardiagrís. Tenía la esperanza de que las dos nuevas guarniciones cambiaran algo—. La Guardia puede herir al pueblo libre, pero no detenerlo. —Haber entregado a Mance Rayder al fuego no cambiaba aquello—. Seguimos siendo muy pocos y ellos siguen siendo demasiados, y sin exploradores es como si estuviéramos ciegos. Tengo que enviar hombres afuera. Pero ¿volverán?».
El túnel que atravesaba el Muro era tortuoso y estrecho, y muchos salvajes eran mayores, o estaban enfermos o heridos, con lo que el transcurso de la marcha fue lento. Ya era de noche cuando el último hincó la rodilla. El foso de fuego ardía con poca intensidad, y la sombra del rey en el Muro se había reducido a una cuarta parte de su altura inicial. Jon Nieve veía su aliento en el aire.
«Hace frío, y cada vez más. Esta pantomima ha durado demasiado».
Unos cuarenta cautivos deambulaban todavía por la empalizada. Entre ellos había cuatro gigantes, unas criaturas peludas y enormes de hombros caídos, piernas largas como troncos y anchos pies desparramados. A pesar de su tamaño podrían haber cruzado el Muro, pero uno de ellos no quería abandonar a su mamut y los otros no querían abandonarlo a él. Los que quedaban eran de estatura humana; algunos estaban muertos y a otros les faltaba poco, y ni sus familiares ni sus amigos cercanos estaban dispuestos a abandonarlos, ni siquiera por un cuenco de sopa de cebolla.
Tanto los que tiritaban como los que estaban demasiado entumecidos para tiritar oyeron la voz del rey que retumbaba en el Muro:
—Sois libres de iros —les dijo Stannis—. Contadle a vuestra gente lo que habéis presenciado. Anunciad a los vuestros que habéis visto al verdadero rey, y que serán bien recibidos en este reino mientras mantengan la paz. Si su intención es otra, más les vale huir o esconderse; no estoy dispuesto a tolerar más ataques contra mi Muro.
—¡Un reino, un dios, un rey! —gritó lady Melisandre.
Los hombres del rey repitieron el grito y se golpearon el escudo con el asta de la lanza:
—¡Un reino, un dios, un rey! ¡Stannis! ¡Stannis! ¡Un reino, un dios, un rey!
Jon se fijó en que ni Val ni los hermanos de la Guardia de la Noche coreaban las consignas. Durante el tumulto, los salvajes que quedaban desaparecieron entre los árboles. Los gigantes fueron los últimos en irse, dos a lomos del mamut y los otros dos a pie, y solo quedaron los muertos. Jon observó como Stannis descendía de la plataforma, junto con Melisandre.
«Su sombra roja. Nunca se aparta de su lado». La guardia de honor del rey los rodeaba: ser Godry, ser Clayton y otra docena de caballeros, todos hombres de la reina, con la luz de la luna reflejada en las armaduras y las capas ondeando al viento.
—Lord mayordomo —le dijo Jon a Marsh—, haz leña de la empalizada y tira los cadáveres al fuego.
—Como ordene mi señor. —Marsh lanzó las órdenes, y un enjambre de sus mayordomos rompió filas para atacar las paredes de madera. Los observó con el ceño fruncido—. Estos salvajes… ¿Creéis que mantendrán su parte del acuerdo, mi señor?
—Unos sí, otros no… Nosotros tenemos nuestros cobardes y nuestros canallas; nuestros débiles y nuestros idiotas, y ellos también.
—Nuestro juramento… Prometimos proteger el reino…
—Cuando el pueblo libre se haya establecido en el Agasajo, se integrará en el reino —apuntó Jon—. Vivimos tiempos desesperados, y vienen tiempos peores. Hemos visto la cara de nuestro verdadero enemigo, un rostro blanco y muerto de ojos azules brillantes. El pueblo libre también lo ha visto. Stannis no se equivoca: debemos hacer causa común con los salvajes.
—Causa común contra un enemigo común, estoy de acuerdo —insistió Bowen Marsh—, pero eso no significa que debamos permitir que diez mil salvajes hambrientos crucen el Muro. Que vuelvan a sus aldeas y que luchen contra los Otros desde allí, mientras nosotros sellamos las puertas. Othell dice que no será difícil. Solo necesitamos rellenar los túneles con piedras y echar agua por los matacanes; el Muro se encargará del resto. El frío, el peso… En una sola luna, será como si nunca hubiera habido puerta. El enemigo tendría que excavar para abrirse paso.
—O trepar.
—Es improbable. No son asaltantes que vengan a llevarse una esposa y un botín. Tormund vendrá con ancianas, niños, rebaños de ovejas, cabras y hasta mamuts. Necesita una puerta, y solo hay tres. Y si quiere enviar escaladores…, defenderse de ellos es más fácil que pescar con arpón en una olla.
«Los peces no trepan por las paredes de la olla y le clavan una lanza en el estómago al pescador». Jon ya había escalado el Muro y sabía de qué hablaba.
—Los arqueros de Mance Rayder nos lanzaron unas diez mil flechas, a juzgar por las que encontramos arriba —continuó Marsh—. Fueron menos de cien las que alcanzaron a nuestros hombres en la cima del Muro, y casi todas llegaron por capricho del viento. El único que murió allí arriba fue Alyn el Rojo de Palisandro, y lo mató la caída, no la flecha que le dio en la pierna. Donal Noye murió por defender la puerta. Un acto muy noble, pero si la puerta hubiera estado sellada, nuestro valiente armero aún estaría con nosotros. Tanto si nos enfrentamos a cien enemigos como a cien mil, mientras nosotros estemos en lo alto del Muro y ellos abajo, no pueden hacernos daño.
«No le falta razón». Las hordas de Mance Rayder habían caído sobre el muro como una ola contra una orilla rocosa, aunque quienes lo defendían no eran más que un puñado de ancianos, novatos y tullidos. Aun así, la sugerencia de Bowen iba contra todos los instintos de Jon.
—Si cerramos las puertas, no podremos enviar exploradores —hizo notar—. Estaríamos ciegos.
—La última expedición de lord Mormont le costó a la Guardia una cuarta parte de sus hombres, mi señor. Necesitamos conservar tantas fuerzas como podamos. Cada muerte reduce nuestro número, y cada vez somos menos… Ocupa el lugar más alto y ganarás la batalla, como decía mi tío. Nada es más alto que el Muro, lord comandante.
—Stannis promete tierras, comida y justicia a todo salvaje que hinque la rodilla. No nos permitirá sellar las puertas.
—Lord Nieve… —Marsh titubeó antes de continuar—: No soy de los que cuentan chismes, pero se rumorea que os mostráis… demasiado amistoso con lord Stannis. Algunos incluso insinúan que sois… un…
«Un rebelde y un cambiacapas, sí, y un bastardo y un cambiapieles, eso también». Puede que Janos Slynt ya no estuviera en la Guardia, pero sus mentiras no se habían esfumado con él.
—Ya sé qué se dice. —Jon había oído los rumores, y también se había fijado en que algunos hombres lo rehuían cuando cruzaba el patio—. ¿Qué quieren que haga? ¿Que luche contra Stannis y contra los salvajes a la vez? Los soldados de su alteza triplican a los nuestros, y además es nuestro invitado. Las leyes de la hospitalidad lo protegen. Y estamos en deuda con él y los suyos.
—Lord Stannis nos ayudó cuando lo necesitábamos —insistió Marsh—, pero sigue siendo un rebelde y su causa está condenada. Tan condenada como nosotros si el Trono de Hierro nos tacha de traidores. Debemos asegurarnos de no escoger el bando perdedor.
—No pretendo escoger ningún bando —dijo Jon—, pero no estoy tan seguro como tú del desenlace de esta guerra, y menos ahora que lord Tywin ha muerto. —Si las nuevas que llegaban del camino Real eran ciertas, la mano del rey había sido asesinado por su hijo enano mientras estaba sentado en el retrete. Jon había conocido brevemente a Tyrion Lannister. «Me cogió de la mano y me llamó amigo». Era difícil creer que aquel hombrecillo tuviera lo que había que tener para asesinar a su propio padre, pero no cabía la menor duda sobre la muerte de lord Tywin—. El león de Desembarco del Rey es un cachorro, y el Trono de Hierro tiene fama de reducir a jirones incluso a hombres adultos.
—Puede que sea un niño, mi señor, pero… Todo el mundo quería al rey Robert, y la mayoría acepta a Tommen como su hijo. Cuanto más se sabe de lord Stannis, menos gusta, y lady Melisandre gusta todavía menos, con sus fuegos y su lúgubre dios rojo. Se quejan.
—También se quejaban del lord comandante Mormont. Una vez me dijo que a los hombres les encanta quejarse de su esposa y de su señor. Los que no tienen esposa se quejan el doble de su señor. —Jon miró la empalizada de reojo. Ya habían caído dos paredes, y la tercera estaba en camino—. Te dejo para que acabes con lo que tienes entre manos aquí. Asegúrate de que incineran todos los cadáveres. Gracias por tus consejos; te prometo que pensaré en todo lo que me has dicho.
Cuando Jon volvió a la puerta, aún salía humo del foso y flotaban cenizas en el aire. Una vez allí desmontó para guiar a su caballo hacia el sur por el hielo. Edd el Penas lo precedía con una antorcha. Sus llamas lamían el techo, con lo que a cada paso caían sobre ellos lágrimas frías.
—Ha sido un alivio ver arder el cuerno, mi señor —dijo Edd—. Anoche soñé que estaba meando en el Muro justo cuando a alguien le daba por hacerlo sonar. No es que me queje; es mejor que mi otro sueño, ese en el que Harma Cabeza de Perro me echaba de comer a los cerdos.
—Harma murió —dijo Jon.
—Pero los cerdos no. Me miran igual que Mortífero miraba el jamón. No digo que los salvajes quieran hacernos daño. Sí, destrozamos sus dioses y los obligamos a quemar lo que quedaba de ellos, pero les dimos sopa de cebolla. ¿Qué es un dios comparado con un delicioso cuenco de sopa de cebolla? A mí no me vendría mal uno.
Jon todavía tenía pegado a la ropa el olor del humo y la carne quemada. Sabía que debería comer algo, pero lo que anhelaba era compañía, no comida.
«Una copa de vino con el maestre Aemon; una conversación tranquila con Sam; unas risas con Pyp, Grenn y Sapo». Pero Aemon y Sam se habían marchado, y el resto de sus amigos…
—Esta noche cenaré con mis hombres.
—Cordero estofado y remolacha. —Edd el Penas siempre sabía qué había para cenar—. Pero dice Hobb que se han acabado los rábanos picantes. ¿De qué vale un cordero estofado sin rábanos picantes?
Desde que los salvajes habían quemado la antigua sala común, los hombres de la Guardia de la Noche comían en el sótano de piedra situado bajo la armería, un espacio cavernoso y tétrico dividido por dos filas de pilares de piedra cuadrados, con techo abovedado y grandes barricas de vino y cerveza a lo largo de las paredes. Cuando entró Jon, cuatro constructores estaban jugando a los dados en la mesa cercana a las escaleras. Había un grupo de exploradores y varios hombres del rey sentados cerca del fuego, cuchicheando.
Los hombres más jóvenes se habían reunido en torno a otra mesa, donde Pyp había apuñalado un nabo con el cuchillo.
—La noche es oscura y alberga nabos —anunció con voz solemne—. Recemos por la carne, hijos míos, carne con algo de deliciosa salsa encebollada. —Todos sus amigos se rieron: Grenn, Sapo, Seda… Todos estaban allí.
Jon Nieve no se unió a la carcajada.
—Burlarse de las oraciones ajenas es de idiotas, Pyp. Y también es peligroso.
—Si el dios rojo se ofende, que me aniquile ahora mismo.
Ya no sonreía nadie.
—Nos reíamos de la sacerdotisa —dijo Seda, un joven ágil y guapo que había sido prostituto en Antigua—. Solo bromeábamos, mi señor.
—Vosotros tenéis vuestros dioses y ella tiene los suyos. Dejadla en paz.
—Ella no deja en paz a los nuestros —replicó Sapo—. Dice que los Siete son dioses falsos, mi señor. Y los antiguos, también. Ha hecho a los salvajes quemar ramas de arciano, ya lo habéis visto.
—Lady Melisandre no es responsabilidad mía; vosotros, sí. No permitiré que haya mala sangre entre los hombres del rey y los míos.
Pyp le puso una mano en el hombro a Sapo.
—No refunfuñes más, valiente Sapo; nuestro gran lord Nieve ha hablado. —Pyp se levantó de un salto y le hizo una reverencia burlona a Jon—. Os ruego perdón. No moveré ni una oreja a no ser que su señorial señoría me lo permita.
«Cree que esto es un juego». Jon habría dado lo que fuera por inculcarle algo de sentido común.
—Puedes mover las orejas tanto como quieras. Los problemas vienen cuando mueves la lengua.
—Lo haré andarse con más cuidado —prometió Grenn—, y de lo contrario le daré una colleja. —Dudó antes de seguir—. Mi señor, ¿cenaréis con nosotros? Owen, apártate y haz sitio para Jon.
No había nada en el mundo que Jon desease más.
«No —tuvo que convencerse—, esos días ya pasaron».
Cuando se dio cuenta sintió una puñalada en el estómago. Lo habían escogido para que los dirigiera. El Muro era suyo, y sus vidas estaban en sus manos. Casi pudo oír las palabras de su padre: «Un señor puede amar a sus hombres, pero no puede ser su amigo, porque tal vez un día tenga que juzgarlos o enviarlos a la muerte».
—Quizá otro día —mintió—. Será mejor que cenes por tu cuenta, Edd, tengo trabajo pendiente.
El aire exterior parecía incluso más frío que antes. Más allá del castillo divisó la luz de las velas en las ventanas de la Torre del Rey. Val estaba en el tejado de la torre, mirando el Muro. Stannis la mantenía encerrada en unas habitaciones situadas encima de las suyas, pero le permitía pasear por las almenas para hacer algo de ejercicio.
«Parece tan sola… —pensó Jon—. Tan sola y tan hermosa». Ygritte había sido hermosa a su manera, con aquel pelo rojo besado por el fuego, pero era la sonrisa lo que daba vida a su rostro. Val no necesitaba sonreír; cualquier hombre de cualquier corte del mundo se volvería para mirarla.
Pero sus carceleros no la apreciaban tanto. Se burlaba de ellos llamándolos «arrodillados», y había intentado escaparse en tres ocasiones. En una de ellas, un carcelero se había distraído, y ella le había arrebatado el puñal y se lo había clavado en la nuca. Un poco más a la izquierda y lo habría matado.
«Sola, hermosa y letal —reflexionó Jon—, y podría haber sido mía. Ella, Invernalia, y el nombre de mi señor padre. —Pero había escogido una capa negra y un muro de hielo. Había escogido el honor—. El honor de un bastardo».
El Muro se alzaba a su derecha mientras cruzaba el patio. En la parte superior, el hielo brillaba claro, pero en la de abajo solo había sombras. En la puerta se veía un brillo anaranjado entre las barras, allí donde los guardias se habían refugiado del viento. Jon alcanzaba a oír el entrechocar de las cadenas de la jaula cuando se balanceaba y pegaba contra el hielo. Más arriba, los centinelas estarían apiñados en la cálida caseta alrededor de un brasero, gritando para hacerse oír por encima del viento. O quizá habrían cejado en el empeño, y cada uno estaría inmerso en su propio pozo de silencio.
«Debería estar patrullando el hielo. El Muro es mío».
Pasaba ante el caparazón hueco de la Torre del Lord Comandante, poco más allá de donde Ygritte había muerto en sus brazos, cuando Fantasma apareció tras él, con el cálido aliento condensándose en el frío. A la luz de la luna, sus ojos brillaban como pozos de fuego. El sabor de la sangre caliente llenó la boca de Jon, y supo que Fantasma había matado aquella noche.
«No —pensó—, soy un hombre, no un lobo». Se pasó el dorso de una mano enguantada por la boca y escupió.
Clydas aún ocupaba las habitaciones situadas bajo la pajarera. Cuando Jon llamó a la puerta, se acercó arrastrando los pies, con una vela en la mano, y la entreabrió.
—¿Es mal momento? —preguntó Jon.
—En absoluto. —Clydas abrió más la puerta—. Estaba especiando vino. ¿Mi señor quiere tomar una copa?
—Será un placer.
Tenía las manos entumecidas por el frío. Se quitó los guantes y flexionó los dedos.
Clydas volvió a la chimenea para remover el vino.
«Tiene por lo menos sesenta años; es un anciano. Solo parecía joven comparado con Aemon». Bajo y orondo, tenía los ojos rosados de una criatura nocturna y unas pocas canas le colgaban del cuero cabelludo. Cuando sirvió el vino, Jon cogió la copa con ambas manos, olfateó las especias y tragó. El calor se esparció por su pecho. Volvió a beber a sorbos largos y profundos para quitarse el sabor de sangre de la boca.
—Los hombres de la reina dicen que el Rey-más-allá-del-Muro murió como un cobarde, que pidió clemencia y negó ser el rey.
—Así fue. Dueña de Luz brillaba con más fuerza que nunca. Tan brillante como el sol. —Jon alzó su copa—. Por Stannis Baratheon y su espada mágica. —El vino tenía un sabor amargo.
—Su alteza no es hombre fácil. Pocos coronados lo son. El maestre Aemon decía que muchos hombres buenos han sido malos reyes, y que algunos hombres malvados han sido buenos reyes.
—Sabía de qué hablaba. —Aemon Targaryen había visto pasar nueve reyes por el Trono de Hierro. Había sido hijo de un rey, hermano de un rey, tío de un rey—. He mirado el libro que me dejó el maestre Aemon, el Compendio jade, sobre todo las páginas que hablan de Azor Ahai. Su espada era Dueña de Luz y fue templada con la sangre de su esposa, si es que se puede considerar fidedigno a Votar. Por eso, Dueña de Luz nunca está fría al tacto, sino cálida, igual que Nissa Nissa. Durante la batalla, la hoja ardía de calor. Una vez, Azor Ahai luchó contra un monstruo, y cuando clavó la hoja en el estómago de la bestia, su sangre empezó a hervir. Le salieron humo y vapor de la boca, los ojos se le derritieron y le corrieron por las mejillas, y su cuerpo estalló en llamas.
—Una espada que genera su propio calor… —Clydas dejó la frase inconclusa.
—… sería un bien muy preciado en el Muro. —Jon dejó la copa de vino y volvió a ponerse los guantes de piel de topo—. Lástima que la espada que porta Stannis esté fría. Me gustaría ver cómo se comporta su Dueña de Luz en batalla. Gracias por el vino. Fantasma, conmigo.
Jon Nieve se puso la capucha y se dirigió a la puerta. El lobo blanco lo siguió hacia la noche.
La armería estaba oscura y en silencio. Jon saludó con un gesto a los guardias antes de pasar junto a las silenciosas filas de lanzas, en dirección a sus aposentos. Colgó el cinturón de la espada de una clavija situada junto a la puerta, y la capa de otra. Cuando se quitó los guantes tenía las manos entumecidas, con lo que le llevó un buen rato encender las velas. Fantasma se enroscó en la alfombra y se quedó dormido, pero Jon aún no podía permitirse el lujo de imitarlo. La maltratada mesa de madera de pino estaba cubierta con mapas del Muro y las tierras de más allá, una lista de exploradores y una carta de la Torre Sombría que mostraba la caligrafía fluida de Denys Mallister.
Releyó la misiva, afiló una pluma y destapó un bote de espesa tinta negra. Escribió dos cartas; la primera para ser Denys y la segunda para Cotter Pyke. Ambos le pedían más hombres con urgencia. Envió a Halder y a Sapo a la Torre Sombría, y a Grenn y a Pyp a Guardiaoriente del Mar. La tinta no corría bien, y todas sus palabras sonaban cortantes, bruscas y torpes, pero perseveró.
Cuando por fin dejó la pluma, la habitación estaba fría y en penumbra, y las paredes parecían cernirse sobre él. Posado sobre la ventana, el cuervo del Viejo Oso lo miraba con ojos negros y astutos.
«Mi último amigo —pensó con tristeza—. Será mejor que te sobreviva, o también te comerás mi cara». Fantasma no contaba. Fantasma era más que un amigo. Fantasma era parte de él.
Jon se levantó y subió las escaleras hasta el camastro que perteneciera a Donal Noye.
«Este es mi destino —supo mientras se desnudaba—, desde ahora hasta el fin de mis días».