El relámpago hendió el cielo del norte y marcó la silueta de la torre de Lámpara de Noche contra el cielo azul blanquecino. El trueno llegó con seis latidos de retraso, como un tambor lejano.
Los guardias escoltaron a Davos Seaworth por el puente de basalto negro y bajo el rastrillo de hierro salpicado de herrumbre. Bajo ellos estaba el profundo foso de agua marina, atravesado por un puente levadizo que colgaba de dos cadenas inmensas. Las aguas verdosas estaban agitadas y las crestas de espuma batían contra los cimientos del castillo. Más allá había una segunda torre de entrada, aún más grande que la primera; las algas verdosas colgaban como flecos de sus piedras. Davos avanzó a trompicones por el lodazal del patio, con las muñecas atadas. La lluvia fría le aguijoneaba los ojos. Los guardias lo obligaron a subir los peldaños que llevaban al gigantesco edificio de piedra de Rompeolas.
En el interior, el capitán se quitó la capa y la colgó de un clavo para no dejar charcos en la raída alfombra myriense. Davos lo imitó, aunque le costó abrirse el broche con las manos atadas. Los modales que había aprendido en Rocadragón durante los años que prestó servicio allí no habían caído en saco roto.
El señor estaba a solas, en la penumbra de la sala, cenando guiso de la Hermana con pan y cerveza. A lo largo de los gruesos muros de piedra había veinte almenaras de hierro, pero solo había antorchas en cuatro de ellas, y ninguna estaba encendida. La escasa luz titubeante procedía de dos altos velones de sebo. A Davos le llegó el sonido de la lluvia que golpeaba las paredes y el tintineo rítmico de una gotera en el tejado.
—Hemos encontrado a este hombre en El Vientre de la Ballena —dijo el capitán—. Intentaba comprar pasaje para salir de la isla. Llevaba encima doce dragones, y también esto. —Puso en la mesa una ancha cinta de terciopelo negro ribeteada de oro en la que se veían tres sellos: un venado coronado de lacre dorado, un corazón llameante y una mano de plata.
Davos aguardó empapado, chorreando, con las muñecas doloridas donde la cuerda mojada le mordía la piel. Bastaría con una palabra de aquel señor para que lo colgaran de la puerta de la Horca de Villahermana, pero al menos había escapado de la lluvia, y lo que tenía bajo los pies era roca firme, no una cubierta que subía y bajaba. Estaba empapado, dolorido y demacrado; agotado por el sufrimiento y la traición, y sobre todo, harto de tormentas.
El señor se limpió la boca con el dorso de la mano y levantó la cinta para examinarla con más atención. En el exterior brilló un relámpago que hizo que las troneras refulgieran un instante con luz blanquiazul.
«Uno, dos, tres, cuatro —contó Davos antes de que llegara el trueno. Cuando el estruendo murió, oyó el sonido goteante y el rugido sordo en las entrañas del edificio, allí donde las olas chocaban contra los gigantescos arcos de piedra de Rompeolas y formaba remolinos en sus mazmorras. Era muy posible que acabara allí abajo, encadenado al suelo de piedra húmeda, condenado a morir cuando subiera la marea—. No —trató de convencerse—. Así podría morir un contrabandista, pero no la mano de un rey. Le resulto más valioso si me vende a su reina».
El señor toqueteó la cinta y examinó los sellos con el ceño fruncido. Era un hombretón feo y gordo, con espaldas anchas de remero y cuello inexistente. Tenía el mentón y las mejillas cubiertas de una barba entrecana descuidada, blanca en algunas zonas. Por encima de la frente huidiza era completamente calvo, y tenía la nariz bulbosa enrojecida, los labios gruesos y tres dedos palmeados en la mano derecha. Davos había oído decir que algunos señores de las Tres Hermanas tenían membranas entre los dedos de pies y manos, pero siempre pensó que era otro cuento de marineros.
—Soltadlo —ordenó el señor al tiempo que se acomodaba en la silla—. Y quitadle esos guantes. Quiero verle las manos. —El capitán obedeció. Cuando levantó la mano mutilada del prisionero, brilló otro relámpago, y la luz proyectó la sombra de los dedos cortados de Davos Seaworth contra el rostro basto y brutal de Godric Borrell, señor de Hermana Dulce—. Cualquiera puede robar una cinta, pero esos dedos no mienten. Sois el Caballero de la Cebolla.
—Así me llaman, mi señor. —Davos también tenía el título de señor, y hacía años que era caballero, pero en lo más hondo de su corazón seguía siendo lo que había sido siempre: un contrabandista de baja estofa que había comprado los honores con cebollas y pescado en salazón—. También me han llamado cosas mucho peores.
—Sí. Traidor. Rebelde. Cambiacapas.
El último insulto lo hizo saltar.
—Nunca he cambiado de capa, mi señor. Soy un hombre del rey.
—Solo si el rey es Stannis. —El señor lo sopesó con ojos duros y negros—. Casi todos los caballeros que llegan a mis playas vienen a buscarme aquí, no al Vientre de la Ballena. Ese lugar es un hervidero de contrabandistas. ¿Acaso pensáis retomar vuestro viejo oficio, Caballero de la Cebolla?
—No, mi señor. Buscaba pasaje a Puerto Blanco. El rey me envió con un mensaje para el señor del lugar.
—Pues os habéis equivocado de lugar y de señor. —Por lo visto, aquello divertía enormemente a lord Godric—. Estáis en Hermana Dulce, en Villahermana.
—Ya lo sé.
Villahermana no tenía nada de dulce. Era una ciudad repulsiva, una pocilga pequeña, sucia, que apestaba a estiércol de cerdo y pescado podrido. Davos la recordaba demasiado bien de sus tiempos de contrabandista. Tres Hermanas había sido uno de los principales puntos de encuentro de los contrabandistas durante siglos, y aun antes de eso la frecuentaban los piratas. Las calles de Villahermana eran de barro y tablones; sus casas, chozas de caña y adobe con techo de paja, y junto a la puerta de la Horca nunca faltaban hombres colgados con las tripas fuera.
—No me cabe duda de que tenéis amigos aquí —apuntó el señor—. No hay contrabandista que no conozca a alguien en las Hermanas. Hasta yo me llevo bien con algunos. A los otros los ahorco, claro. Dejo que se asfixien poco a poco, mientras los intestinos les golpean las rodillas. —La estancia volvió a iluminarse cuando el relámpago se hizo visible en las ventanas. Dos latidos más tarde llegó el trueno—. Si queríais ir a Puerto Blanco, ¿qué hacéis en Villahermana? ¿Qué os trajo aquí?
—Las tormentas. —«La orden de un rey y la traición de un amigo», podría haber respondido.
Veintinueve barcos habían zarpado del Muro. Davos no creía que quedara a flote ni la mitad. Los cielos negros, los vientos encarnizados y las tempestades los habían perseguido costa abajo. Las galeras Oledo e Hijo de la Madre Vieja se habían estrellado contra las rocas en Skagos, la isla de unicornios y caníbales donde hasta el Bastardo Ciego se había negado a fondear. La gran coca Saathos Saan había zozobrado cerca de los Acantilados Grises.
—Stannis los pagará uno por uno —rugió Salladhor Saan—. Con oro contante y sonante.
Era como si un dios airado se estuviera resarciendo de su tranquilo viaje hacia el norte, que habían realizado acompañados por el viento del sur desde Rocadragón hasta el Muro. Otra galera había arrancado la arboladura de la Cosecha Generosa, y Salla tuvo que ordenar que la remolcaran. Diez leguas al norte de la Atalaya de la Viuda, los mares se encabritaron de nuevo y lanzaron la Cosecha Generosa contra una de las galeras que la remolcaban, con lo que ambas se hundieron. Algunos marinos consiguieron llegar a nado a puerto. A otros no volvieron a verlos.
—Vuestro rey me ha convertido en Salladhor el Mendigo —se quejó Salladhor Saan a Davos mientras los restos de su flota se arrastraban por el Mordisco—. Salladhor el Machacado. ¿Dónde están mis barcos? ¿Y mi oro? ¿Dónde está todo el oro que se me prometió? —Davos trató de tranquilizarlo sin resultado alguno, asegurándole que recibiría su pago—. ¿Cuándo? ¿Cuándo? —estalló Salla—. ¿Mañana? ¿Con la luna nueva? ¿Cuando vuelva el cometa rojo? Siempre me promete oro y piedras preciosas, pero yo no he visto nada. Dice que tengo su palabra; sí, claro, su real palabra, y lo apunta y todo. ¿Es que Salladhor Saan puede comerse la palabra de un rey? ¿Puede aplacar su sed con pergaminos y sellos de lacre? ¿Puede meter promesas en un lecho de plumas y follárselas hasta que griten?
Davos había tratado de persuadirlo para que mantuviera la lealtad al rey. Le explicó que, si abjuraba de Stannis, ya podía olvidarse de cobrar el oro que le debía: no era probable que el rey Tommen pagara las deudas de su tío tras derrotarlo. La única esperanza de Salla era seguir leal a Stannis Baratheon hasta que conquistara el Trono de Hierro, o no volvería a ver ni una moneda. Se imponía la paciencia.
Tal vez un señor de lengua melosa habría sabido conmover al príncipe pirata lyseno, pero Davos era el Caballero de la Cebolla, y sus palabras solo sirvieron para indignar aún más a Salla.
—Tuve paciencia en Rocadragón —le replicó—, mientras la mujer roja quemaba dioses de madera y hombres aullantes. Tuve paciencia durante todo el viaje hasta el Muro. Tuve paciencia en Guardiaoriente… y frío; tuve mucho, mucho frío. A la mierda. A la mierda la paciencia y a la mierda tu rey. Mis hombres están hambrientos; quieren volver a follar con sus mujeres y contar cuántos hijos tienen; quieren volver a ver los Peldaños de Piedra y los jardines de placer de Lys. Lo que no quieren es hielo, tormentas ni promesas vacías. Este norte es muy frío y está volviéndose más frío aún.
«Sabía que llegaría este momento —se dijo Davos—. Le tenía cariño al muy bribón, pero no soy tan idiota como para confiar en él».
—Tormentas. —Lord Godric pronunció la palabra con tanto afecto como otro habría dicho el nombre de su amante—. Las tormentas ya eran sagradas en las Hermanas antes de la llegada de los ándalos. Nuestros antiguos dioses eran Nuestra Señora de las Olas y el Señor de los Cielos. Cada vez que copulaban había tormentas. —Se inclinó hacia él—. A esos reyes nunca les han importado las Hermanas. Claro que no, ¿por qué iban a importarles? Somos pequeños, somos pobres. Pero aquí estás; las tormentas te han traído a mis manos.
«Un amigo me ha traído a tus manos». Lord Godric se volvió hacia su capitán.
—Dejadme a solas con este hombre. No ha estado aquí.
—Claro que no, mi señor.
El capitán salió de la estancia dejando las huellas de botas mojadas en la alfombra. Bajo el suelo, el mar rugía inquieto, batiendo contra el pie del castillo. La puerta exterior se cerró con un sonido distante como el de un trueno, y de nuevo, casi a modo de respuesta, brilló un relámpago.
—Mi señor —empezó Davos—, si me enviarais a Puerto Blanco, su alteza lo consideraría una prueba de amistad.
—Puedo enviaros a Puerto Blanco —reconoció el señor—. Y también puedo enviaros a cualquier infierno helado y húmedo.
«No creo que haya peor infierno que Villahermana». Davos se temió lo peor. Las Tres Hermanas eran unas zorras caprichosas, leales solo a sí mismas. En teoría habían jurado lealtad a los Arryn del Valle, pero el Nido de Águilas nunca había controlado realmente las islas.
—Si Sunderland supiera que estáis aquí, me exigiría que os entregara. —Borrell era vasallo de Hermana Dulce, al igual que Longthorpe de Hermana Larga, y Torrent, de Hermana Pequeña; y todos habían jurado lealtad a Tristón Sunderland, señor de las Tres Hermanas—. Os vendería a la reina por una olla de ese oro que tanto les sobra a los Lannister. El pobre tiene siete hijos, todos decididos a ser caballeros, así que necesita hasta el último dragón. —El señor cogió una cuchara de madera y volvió a enfrentarse al guiso—. Antes de oír a Tristón lamentarse por el precio de los corceles, yo maldecía a los dioses que solo me habían concedido hijas. Ni os imagináis cuánto pescado hace falta para comprar una armadura medio decente.
«Yo también tenía siete hijos, pero cuatro de ellos están muertos e incinerados».
—Lord Sunderland juró lealtad al Nido de Águilas —dijo Davos—. En justicia, debería ponerme en manos de lady Arryn.
Suponía que tendría más suerte con ella que con los Lannister. Lysa Arryn no había tomado parte en la guerra de los Cinco Reyes, pero era hija de Aguasdulces y tía del Joven Lobo.
—Lysa Arryn murió —dijo lord Godric—. La mató un bardo; ahora, el que gobierna en el Valle es lord Meñique. ¿Dónde están los piratas? —Davos no respondió, y el señor golpeó la mesa con la cuchara—. Los lysenos. Torrent divisó sus velas desde Hermana Pequeña, y antes las vieron los Flint desde la Atalaya de la Viuda. Velas naranja, verde y rosa. Salladhor Saan. ¿Dónde está?
—En alta mar. —A aquellas alturas, Salla ya estaría rodeando los Dedos y bajando por el mar Angosto, de vuelta a los Peldaños de Piedra con las pocas naves que le quedaban. Tal vez se hiciera con alguna más durante la travesía, si tenía la suerte de encontrarse con buques mercantes. «Un poco de piratería para que el viaje no se haga monótono»—. Su alteza lo ha enviado al sur para hostigar a los Lannister y a sus aliados.
Era la mentira que había preparado mientras remaba hacia Villahermana bajo la lluvia. La noticia de que Salladhor Saan había abjurado de Stannis, dejándolo sin flota, no tardaría en circular, pero nadie la conocería de boca de Davos Seaworth.
Lord Godric removió el guiso en el plato.
—Ese viejo pirata, Saan, ¿os mandó a la orilla a nado?
—Llegué a tierra en un bote, mi señor. —Salla esperó hasta que divisaron el faro de Lámpara de Noche desde la proa de la Valyria antes de abandonarlo en el mar. Al menos hasta ahí había llegado su amistad. El lyseno juraba que de buena gana se lo llevaría al sur, pero Davos se había negado. Stannis necesitaba a Wyman Manderly, y confiaba en Davos para ganarse su lealtad. No traicionaría esa confianza.
—Bah —le había replicado el príncipe pirata—. Te va a matar con todos esos honores, amigo mío. Te va a matar.
—Nunca había acogido bajo mi techo a la mano del rey —comentó lord Godric—. ¿Stannis pagaría un rescate por vos?
«¿Lo pagaría? —Stannis había dado a Davos tierras, títulos y cargos, pero ¿pagaría un importe considerable por su vida?—. No tiene oro. Si lo tuviera, aún contaría con el apoyo de Salla».
—Su alteza está en el Castillo Negro, por si mi señor quiere preguntarle.
—¿El Gnomo también está en el Castillo Negro? —gruñó Borrell.
—¿El Gnomo? —Davos no entendió la pregunta—. Está en Desembarco del Rey, condenado a muerte por el asesinato de su sobrino.
—Como decía mi padre, el Muro es el último en enterarse. El enano huyó. Se coló entre los barrotes de su celda y despedazó a su padre con sus propias manos. Un guardia lo vio escapar, ensangrentado de los pies a la cabeza, como si se hubiera bañado en sangre. La reina otorgará un señorío a quienquiera que lo mate.
—¿Queréis decir que Tywin Lannister ha muerto? —A Davos le costaba dar crédito a sus oídos.
—A manos de su hijo. —El señor bebió un trago de cerveza—. Cuando había reyes en las Hermanas, no tolerábamos a los enanos; los echábamos al mar como ofrenda a los dioses. Los septones nos obligaron a abandonar esa práctica. Menuda manada de imbéciles lamecirios… Si los dioses dan esa forma a un hombre, es para indicar que se trata de un monstruo. ¿Por qué, si no, iban a hacerlo?
—¿Me daréis permiso para poder enviar un cuervo al Muro, mi señor? —«Lord Tywin ha muerto. Esto lo cambia todo»—. A su alteza le interesará enterarse de la muerte de lord Tywin.
—Se enterará, pero no por mí. Ni por vos, mientras estéis bajo las goteras de mi techo. No permitiré que se diga que he prestado ayuda a Stannis o que le he dado consejo. Los Sunderland arrastraron a las Hermanas a dos de las rebeliones de los Fuegoscuro, y nos costó muy caro. —Lord Godric señaló una silla con la cuchara—. Sentaos; parecéis a punto de derrumbaros. Mi morada es fría, húmeda y oscura, pero no carece de comodidades por completo. Os proporcionaremos ropa seca, pero antes será mejor que comáis. —Llamó a gritos a una mujer, que entró enseguida—. Tenemos un invitado que alimentar. Trae pan, cerveza y guiso de la Hermana.
La cerveza era oscura; el pan, negro, y el guiso, blanco y cremoso. Se lo sirvieron en una hogaza de pan duro vaciada. Abundaban los puerros, las zanahorias, la cebada y los nabos, tanto blancos como amarillos, y además llevaba almejas, bacalao y cangrejo, todo ello en un caldo espeso de nata y mantequilla. Era el guiso ideal para calentar a cualquiera hasta los huesos, lo ideal para aquella noche fría y húmeda. Davos lo devoró, agradecido.
—¿Habíais probado antes el guiso de la Hermana?
—Sí, mi señor. —Era el potaje que se preparaba en todas las tabernas y posadas de las Tres Hermanas.
—Este está mejor, seguro. Lo prepara Gella, la hija de mi hija. ¿Estáis casado, Caballero de la Cebolla?
—Sí, mi señor.
—Lástima. Gella no. Las feas son las mejores esposas. Este guiso lleva tres clases de cangrejo: cangrejo colorado, cangrejo araña y cangrejo conquistador. Yo el cangrejo araña no lo pruebo más que en este potaje. Me hace sentir medio caníbal. —Su señoría señaló el estandarte que colgaba sobre la chimenea negra y fría, donde se veía bordado un cangrejo araña de plata sobre campo sinople y ceniza—. Nos llegó la noticia de que Stannis había quemado a su mano.
«A la mano que me precedió. —Melisandre había entregado a Alester Florent a su dios en Rocadragón para conjurar el viento que los había de llevar al norte. Lord Florent había permanecido fuerte y silencioso mientras los hombres de la reina lo ataban a la estaca, y tan digno como podía mostrarse un hombre medio desnudo; pero cuando las llamas le lamieron las piernas empezó a gritar, y sus gritos los empujaron hasta Guardiaoriente del Mar, o al menos eso decía la mujer roja. A Davos no le había gustado aquel viento; le parecía que olía a carne quemada y emitía un sonido angustioso al pasar entre los cabos—. Podría haber sido yo».
—Nadie me ha quemado —tranquilizó a lord Godric—, aunque en Guardiaoriente estuve a punto de congelarme.
—Así es el Muro. —La mujer les llevó otra hogaza recién sacada del horno. Davos se quedó mirándole la mano, cosa que lord Godric no dejó de advertir—. Sí, tiene la marca, igual que todos los Borrell desde hace cinco mil años. Es hija de mi hija. No la que prepara el guiso, otra. —Partió el pan y ofreció la mitad a Davos—. Comed, está bueno.
Lo estaba. Aunque bien era cierto que a Davos le habría sabido bien un regojo, aquello significaba que estaba allí como invitado, al menos por aquella noche. Los señores de las Tres Hermanas tenían mala reputación, y la de Godric Borrell, señor de Hermana Dulce, Escudo de Villahermana, Amo del Castillo Rompeolas, Guardián de Lámpara de Noche, era de las peores… Pero hasta los señores más taimados, los que provocaban naufragios para saquear los barcos, tenían que respetar las antiguas leyes de la hospitalidad.
«Al menos veré el amanecer —se dijo Davos—. Hemos compartido el pan y la sal». Aunque lo cierto era que en aquel guiso de la Hermana había especias mucho más extrañas que la sal.
—¿Esto que noto es azafrán? —El azafrán era más caro que el oro. Davos solo lo había probado una vez, cuando el rey Robert le envió medio pescado durante un banquete en Rocadragón.
—Sí, de Qarth. También lleva pimienta. —Lord Godric cogió un pellizco entre el índice y el pulgar y lo espolvoreó sobre su trozo de hogaza—. Pimienta negra de Volantis, recién molida. No hay nada mejor. Servíos tanta como queráis, si os gusta el picante: tengo cuarenta cofres, además de clavo, nuez moscada y dos marcos de azafrán. Todo lo saqué de una doncella de ojos violeta. —Se echó a reír. Davos advirtió que conservaba todos los dientes, aunque casi todos los tenía amarillos y uno de los superiores estaba muerto y renegrido—. Se dirigía a Braavos, pero un vendaval la arrastró hasta el Mordisco y acabó por estrellarse contra mis rocas. Ya veis que no sois el único regalo que me han traído las tormentas. El mar es cruel y traicionero.
«No tanto como los hombres», pensó Davos. Los antepasados de lord Godric habían sido reyes piratas hasta que los Stark cayeron sobre ellos a fuego y espada; después de aquello, los hermánenos habían dejado la piratería descarada para la gente como Salladhor Saan, y se limitaban a provocar naufragios. Los faros que ardían a lo largo de las costas de las Tres Hermanas debían servir de aviso sobre bajíos, arrecifes y rocas para hacer más segura la travesía, pero en las noches de tormenta o cuando bajaba la niebla, algunos hermánenos se valían de luces falsas para atraer a los capitanes desprevenidos.
—Las tormentas han sido muy clementes con vos al traeros a mis puertas —comentó lord Godric—. En Puerto Blanco os habríais encontrado un recibimiento muy frío. Llegáis tarde. Lord Wyman tiene intención de hincar la rodilla, y no precisamente ante Stannis. —Bebió un trago de cerveza—. En lo más hondo de su corazón, los Manderly no son norteños. No hace más de novecientos años que llegaron al norte, cargados con su oro y con sus dioses. Habían sido grandes señores en el Mander, pero se pasaron de la raya y las manos verdes los derribaron. El rey lobo se quedó con su oro, aunque a cambio les concedió tierras y les permitió conservar a sus dioses. —Mojó un trozo de pan en el guiso—. Si Stannis cree que el gordo cabalgará a lomos del venado, lo espera un chasco. Hace doce días, la Estrellaleón hizo parada en Villahermana para llenar los depósitos de agua. ¿Conocéis esa galera? Velas escarlata, un león dorado en la proa… Y estaba llena de Freys que iban a Puerto Blanco.
—¿Freys? —Era lo último que habría esperado Davos—. Teníamos entendido que los Frey mataron al hijo de lord Wyman.
—Cierto —asintió lord Godric—, y la ira del gordo fue tal que juró que solo se alimentaría de pan y vino hasta que llegara la hora de la venganza. Pero antes del anochecer ya estaba atiborrándose de almejas y pasteles. Los barcos circulan sin cesar entre Puerto Blanco y las Hermanas. Nosotros les vendemos cangrejos, pescado y queso de cabra, y ellos nos venden madera, lana y pieles. Por lo que tengo entendido, su señoría está más gordo que nunca, con juramento y todo. Las palabras no son más que aire, y el que sale de la boca de Manderly significa tan poco como el que le sale del trasero. —El señor arrancó otro trozo del pan para empaparlo en el fondo de la hogaza—. Los Frey le llevaban al gordo imbécil un saco de huesos. Por lo visto se considera cortés entregar a un hombre los huesos de su hijo muerto. Si hubiera sido hijo mío, habría correspondido a su cortesía dándoles las gracias antes de colgarlos, pero el gordo es demasiado noble para eso. —Se metió el pan en la boca, masticó y tragó—. Los Frey pararon aquí y los invité a cenar. Uno de ellos se sentó ahí mismo, donde estáis vos. Rhaegar, dijo llamarse. Casi me reí en su cara. Comentó que había perdido a su esposa, pero que iba a buscarse otra en Puerto Blanco. Los cuervos mensajeros habían estado atareados; lord Wyman y lord Walder habían cerrado un acuerdo y tenían intención de sellarlo con un matrimonio.
Davos se sintió como si su anfitrión le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
«Si eso es verdad, mi rey está perdido. —Stannis Baratheon necesitaba Puerto Blanco desesperadamente. Invernalia era el corazón del norte, pero Puerto Blanco era la boca. Desde hacía siglos, su estuario no se congelaba ni en lo más encarnizado del invierno, lo que representaría una baza considerable en los meses siguientes. También era de vital importancia la plata de la ciudad. Los Lannister disponían de todo el oro de Roca Casterly, y habían adquirido por matrimonio las riquezas de Altojardín. Sin embargo, las arcas del rey Stannis estaban vacías—. Al menos tengo que intentarlo. Tal vez haya alguna manera de impedir ese enlace».
—Tengo que llegar a Puerto Blanco —dijo—. Señoría, os suplico que me ayudéis.
Lord Godric empezó a comerse la hogaza que hacía de cuenco, arrancando pedazos con sus enormes manos. El guiso había ablandado el pan duro.
—No me gustan los norteños —dijo—. Dicen los maestres que la Violación de las Tres Hermanas sucedió hace dos mil años, pero Villahermana no olvida. Antes de aquello éramos un pueblo libre y nos gobernaban nuestros reyes. Después tuvimos que hincar la rodilla ante el Nido de Águilas para librarnos de los norteños. El lobo y el águila lucharon por nosotros durante mil años, hasta que entre los dos dejaron en los huesos a estas pobres islas. En cuanto a vuestro rey Stannis, cuando era consejero naval de Robert envió una flota a mi puerto sin mi permiso y me obligó a ahorcar a una docena de buenos amigos, hombres como vos. Hasta amenazó con ahorcarme a mí si encallaba algún barco porque Lámpara de Noche se quedaba sin luz. Tuve que tragarme su arrogancia. —Se tragó también un buen pedazo de pan—. Y ahora viene al norte todo humildad, con el rabo entre las piernas. ¿Por qué voy a ayudarlo?
«Porque es vuestro rey legítimo —pensó Davos—. Porque es fuerte y justo, porque es el único que puede devolver la paz al reino y defenderlo de los peligros que nos acechan desde el norte. Porque tiene una espada mágica que brilla con la luz del sol. —Las palabras se le atravesaron en la garganta. No conmoverían al señor de Hermana Dulce; no lo acercarían ni un paso a Puerto Blanco—. ¿Qué respuesta quiere? ¿Debería prometerle el oro que no tenemos? ¿Un esposo noble para la hija de su hija? ¿Tierras, títulos, honores?». Lord Alester Florent había intentado aventurarse en aquel juego, y la consecuencia había sido que el rey lo había mandado quemar.
—Parece que la mano ha perdido la lengua. No le gusta el guiso de la Hermana, ni la verdad. —Lord Godric se limpió los labios.
—El león está muerto —dijo Davos con voz pausada—. Ahí tenéis la verdad, mi señor. Tywin Lannister ha muerto.
—¿Y qué?
—¿Quién gobierna ahora en Desembarco del Rey? No será Tommen; es un chiquillo. ¿Ser Kevan, tal vez?
—En ese caso ya estaríais cargado de cadenas. —La luz de las velas hizo saltar chispas de los ojos negros de lord Godric—. Quien gobierna es la reina.
«Alberga dudas —comprendió Davos—. No quiere acabar en el bando perdedor».
—Stannis defendió Bastión de Tormentas contra los Tyrell y los Redwyne. Arrebató Rocadragón a los últimos Targaryen. Acabó con la Flota de Hierro en Isla Bella. El niño rey no podrá nada contra él.
—El niño rey tiene a sus órdenes todas las riquezas de Roca Casterly y el poder de Altojardín. Tiene a los Bolton y a los Frey. —Lord Godric se frotó la barbilla—. Pero… en este mundo solo hay una cosa segura: el invierno. Ned Stark le dijo eso a mi padre en este mismo salón.
—¿Ned Stark estuvo aquí?
—Sí, al principio de la Rebelión de Robert. El Rey Loco había enviado hombres al Nido de Águilas para que se cobraran la cabeza de Stark, pero Jon Arryn se mostró desafiante. Sin embargo, Puerto Gaviota se mantuvo leal al trono, y para volver a Invernalia a convocar a sus vasallos, Stark tuvo que cruzar las montañas hasta los Dedos y conseguir que un pescador lo ayudara a cruzar el Mordisco. Hubo una tormenta y el pescador se ahogó, pero su hija consiguió traer a Stark a las Hermanas antes de que se hundiera la barca. Dicen que la dejó con una bolsa de plata y un bastardo en la tripa. Ella le puso Jon en honor a Arryn.
»Como sea, el caso es que mi padre estaba sentado aquí, donde estoy ahora mismo, cuando lord Eddard llegó a Villahermana. Nuestro maestre quería que le enviáramos a Aerys la cabeza de Stark como muestra de lealtad. Habríamos conseguido una suculenta recompensa, porque el Rey Loco era generoso con quienes lo complacían. Pero para entonces ya sabíamos que Jon Arryn había tomado Puerto Gaviota. Robert fue el primero en coronar la muralla y mató personalmente a Marq Grafton. «Este Baratheon no le tiene miedo a nada —recuerdo que dije—. Lucha como solo puede luchar un rey». Nuestro maestre se rió de mí y nos dijo que estaba seguro de que el príncipe Rhaegar derrotaría a aquel rebelde. Fue entonces cuando Stark dijo aquello: «En este mundo solo hay una cosa segura: el invierno. Puede que nos maten, sí, pero ¿y si vencemos?». Mi padre le permitió conservar la cabeza, pero al despedirse le dijo: «Si perdéis, nunca estuvisteis aquí».
—Igual que no he estado yo —dijo Davos Seaworth.