«¿Cuánto falta?».
Bran no llegó a decirlo en voz alta, pero las palabras le alcanzaban una y otra vez la punta de la lengua mientras la desastrada compañía recorría dificultosamente antiguos bosques de robles y gigantescos centinelas verdigrises, y pasaba junto a lóbregos pinos soldado y castaños sin hojas.
«¿Cuánto faltará? —Se preguntaba el chico cuando Hodor trepaba por pendientes rocosas, o cuando descendía por hondonadas oscuras donde regueros de nieve sucia se rompían debajo de sus pies—. ¿Cuánto queda? —pensaba mientras el gran alce chapoteaba en un arroyo medio congelado—. ¿Cuánto falta? Qué frío hace. ¿Dónde está el cuervo de tres ojos?».
Iba balanceándose en la cesta de mimbre que Hodor llevaba a la espalda, y debía agachar la cabeza cada vez que el mozo de cuadra pasaba bajo una rama de roble. Estaba nevando otra vez, una nieve húmeda y pesada. Hodor tenía un ojo tan helado que no podía abrirlo. Su espesa barba marrón era una maraña de escarcha, y le colgaban carámbanos de las puntas del bigote. Con una mano enguantada agarraba aún la herrumbrosa espada que había cogido de la cripta de Invernalia, y en ocasiones la utilizaba para cortar alguna rama, provocando un pequeño alud.
—Hod-d-d-dor —decía, tiritando.
Era un sonido extrañamente reconfortante. En el viaje desde Invernalia hasta el Muro, Bran y sus compañeros habían matado el tiempo y las leguas charlando y contándose historias, pero allí era diferente. Hasta Hodor lo percibía. Sus hodor eran menos frecuentes que al sur del Muro. De aquel bosque emanaba una quietud que Bran desconocía. Antes de la nieve, el viento del norte formaba remolinos a su alrededor y levantaba nubes de hojas marchitas con un crujido suave que le recordaba el ruido de las cucarachas correteando por una alacena, pero después, una sábana blanca había enterrado las hojas. A veces los sobrevolaba un cuervo que batía el aire frío con enormes alas negras. Por lo demás, reinaba el silencio.
Un poco más adelante, el alce avanzó entre los ventisqueros con la cabeza gacha y las astas cubiertas de hielo. El explorador iba a horcajadas sobre su ancho lomo, silencioso y taciturno. El joven gordo, Sam, le había puesto de nombre Manosfrías porque, aunque su rostro era blancuzco, tenía las manos negras y duras como el hierro, e igual de frías. Llevaba el resto del cuerpo envuelto en varias capas de lana, cuero endurecido y cota de malla, y le ocultaban los rasgos la capucha de la capa y una bufanda de lana negra que le cubría la mitad de la cara.
Tras él iba Meera Reed, que abrazaba a su hermano para protegerlo del frío y el viento. A Jojen le colgaba de la nariz un moco congelado, y tiritaba de manera incontrolable.
«¡Parece tan pequeño…! —pensó Bran al verlo tambalearse—. Casi más pequeño que yo, y más débil. Y yo soy el tullido».
Verano cerraba la marcha del pequeño grupo. El aliento del huargo se condensaba en el aire del bosque. Aún cojeaba de la pata trasera, donde lo había alcanzado una flecha en Corona de la Reina. Bran sentía el dolor de la vieja herida cada vez que se introducía en la piel del lobo. Últimamente pasaba más tiempo en el cuerpo de Verano que en el propio. Sentía el frío a pesar del grueso pelaje, pero también podía ver a más distancia, oír mejor y captar más olores que el chico que iba en la cesta arropado como un bebé.
Otras veces, cuando se cansaba de ser lobo, Bran se metía en la piel de Hodor. El tierno gigante se quejaba cuando lo sentía, y agitaba la greñuda cabeza, pero no con tanta fuerza como aquella primera vez en Corona de la Reina.
«Sabe que soy yo —se decía como si tratara de convencerse—, y ya está acostumbrado. —De todas maneras, nunca se sentía cómodo del todo en la piel de Hodor. El mozo de cuadras no entendía qué pasaba, y Bran podía percibir el regusto del miedo. Se sentía mejor dentro de Verano—. Yo soy él, y él es yo. Siente lo que yo siento».
A veces advertía como el huargo olfateaba al alce, preguntándose si podía derribar a semejante bestia. Verano estaba acostumbrado a los caballos de Invernalia, pero aquello era un alce, una presa. El huargo percibía la sangre caliente que hervía bajo el manto de pelo. Ese olor era suficiente para despertar su apetito, y Bran también salivaba al pensar en la carne roja y suculenta.
Un cuervo graznó desde un roble cercano, y Bran oyó las alas de otro que se posaba a su lado. Durante el día solo los acompañaba media docena de cuervos, que saltaban de árbol en árbol o viajaban en la cornamenta del alce. El resto de la bandada volaba delante o se quedaba rezagado en la retaguardia. Pero cuando el sol empezaba a ocultarse volvían: bajaban del cielo con alas negras como la noche, hasta cubrir cada rama de cada árbol en leguas a la redonda. Algunos volaban hasta el explorador y le hablaban al oído, y a Bran le parecía que éste entendía sus graznidos.
«Son sus ojos y oídos. Exploran por él, y le hablan de los peligros que acechan por delante y los que hemos dejado atrás».
Como sucedía en aquel momento. El alce se detuvo de repente, y el explorador bajó con presteza a la nieve que lo cubría hasta las rodillas. Verano le gruñó, con el pelaje erizado. No le gustaba el olor de Manosfrías.
«Carne muerta, sangre seca, un atisbo a podrido. Y frío, sobre todo frío».
—¿Qué pasa? —quiso saber Meera.
—Detrás de nosotros —avisó Manosfrías, con la voz apagada bajo la bufanda de lana negra que le cubría nariz y boca.
—¿Son lobos? —preguntó Bran. Sabían que los seguían desde hacía varios días. Noche tras noche oían el aullido triste de la manada, y cada noche parecía más cercano.
«Cazadores, y hambrientos. Huelen nuestra debilidad. —Bran solía despertarse temblando varias horas antes del amanecer, y escuchaba las llamadas distantes mientras esperaba a que saliera el sol—. Para que haya lobos, tiene que haber presas», pensó, hasta que se dio cuenta de que ellos eran la presa.
El explorador negó con la cabeza.
—Son hombres. Los lobos aún guardan las distancias, pero estos hombres no son tan recatados.
Meera Reed se quitó la capucha. La nieve húmeda que la cubría cayó al suelo.
—¿Cuántos son? ¿Quiénes son?
—Enemigos. Ya me encargo yo.
—Voy contigo.
—Tú te quedas. Hay que proteger al chico. Hay un lago helado un poco más adelante. Cuando lleguéis, girad al norte y seguid por la orilla. Llegaréis a una aldea de pescadores. Refugiaos allí hasta que me reúna con vosotros.
Bran pensó que Meera iba a discutir, pero su hermano lo evitó.
—Hazle caso; él conoce este terreno. —Los ojos de Jojen eran de un verde oscuro, del color del musgo, pero mostraban un cansancio que Bran no había visto hasta entonces. «El pequeño abuelo». Al sur del Muro, el chico de los pantanos le parecía más sabio de lo que le correspondía por edad, pero allí estaba tan perdido y asustado como el resto. Aun así, Meera siempre le hacía caso.
Y así fue una vez más. Manosfrías se escabulló entre los árboles para volver por donde habían llegado, seguido por cuatro cuervos. Meera, con las mejillas rojas de frío y dos nubes de aliento condensado en las ventanas de la nariz, lo vio alejarse. Volvió a ponerse la capucha y dio un empujón al alce, y reanudaron la marcha. Pero no habían recorrido ni veinte pasos cuando se volvió hacia ellos.
—Dice que son hombres. ¿Qué hombres? ¿Salvajes? ¿Por qué no nos ha explicado quiénes son?
—Ha dicho que él se encarga —apuntó Bran.
—Ya, eso ha dicho. También dijo que nos llevaría hasta el cuervo de tres ojos. El río que hemos cruzado esta mañana es el mismo que cruzamos hace cuatro días, estoy segura. Estamos dando vueltas.
—Los ríos tienen muchas curvas —dijo Bran, dubitativo—, y cuando hay lagos y colinas, hay que dar rodeos.
—Pues yo veo demasiados rodeos —insistió Meera—, y demasiados secretos. Esto no me gusta. No me gusta él, y tampoco me inspira confianza. Tiene unas manos horribles. Esconde el rostro y nunca dice nada. ¿Quién es? ¿Qué es? Cualquiera puede ponerse una capa negra; cualquier persona o cualquier cosa. No come, no bebe, no lo afecta el frío…
«Es cierto». Bran no se había atrevido a comentarlo, pero se había dado cuenta. Cuando encontraban refugio para la noche, Hodor, los Reed y él se juntaban para darse calor, pero el explorador se mantenía apartado. A veces cerraba los ojos, pero Bran no creía que durmiese. Y había algo más…
—La bufanda. —Bran miró a su alrededor incómodo, pero no había ningún cuervo. Todos los pájaros negros se habían ido con el explorador. Nadie más escuchaba. Aun así, habló en voz baja—: Esa bufanda que le tapa la boca nunca se queda rígida, helada, como le pasa a la barba de Hodor. Ni siquiera cuando habla.
—Tienes razón. —Meera clavó los ojos en él—. Nunca le hemos visto el aliento, ¿a que no?
—No. —Una bocanada blanca precedía cada hodor de Hodor. Cuando Jojen o su hermana hablaban, las palabras también tomaban forma. Hasta el alce dejaba una nube en el aire al resoplar—. Pero si no respira…
Bran recordó los cuentos que le contaba la Vieja Tata cuando era un crío: «Más allá del Muro hay monstruos, gigantes y gules, sombras que acechan y muertos que caminan —decía mientras lo arropaba con una áspera manta de lana—, pero no podrán pasar mientras el Muro se mantenga firme y existan los hombres de la Guardia de la Noche. Así que duerme, mi pequeño Brandon, mi niño, y sueña con cosas bonitas. Aquí no hay monstruos». El explorador vestía el negro de la Guardia de la Noche, pero ¿y si ni siquiera era un hombre? ¿Y si era una especie de monstruo que los guiaba hacia otros monstruos que los devorarían?
—El explorador salvó de los espectros a Sam y a la chica —señaló Bran, dubitativo—, y va a llevarme hasta el cuervo de tres ojos.
—¿Y por qué no viene el cuervo de tres ojos a nosotros? ¿Por qué no puede venir al Muro? Los cuervos tienen alas. Mi hermano está cada día más débil; no sé hasta cuándo podremos aguantar.
—Hasta que lleguemos —tosió Jojen.
Poco más adelante dieron con el lago prometido y torcieron hacia el norte, siguiendo las instrucciones del explorador. Aquella fue la parte fácil.
El agua estaba congelada, y Bran ya había perdido la cuenta de los días que llevaba nevando, con lo que el lago era un amplio páramo blanco. Era fácil caminar por hielo liso y terreno desigual, pero en los lugares donde el viento había formado montículos de nieve costaba distinguir dónde acababa el lago y dónde empezaba la orilla. Ni siquiera los árboles les servían de guía, porque abundaban en las islas, mientras que en muchas zonas de tierra firme no crecía ninguno.
El alce iba por donde quería, a pesar de los esfuerzos de Meera y de Jojen, que lo montaba. Caminaba bajo los árboles la mayor parte del tiempo, pero cuando la orilla se desviaba hacia el oeste, atajaba por el lago helado, rodeando ventisqueros más altos que Bran y resquebrajando el hielo bajo las patas. Allí, el viento era más fuerte: un viento frío del norte que aullaba a lo largo del lago, atravesaba como un cuchillo sus prendas de lana y cuero, y los hacía tiritar. Cuando les soplaba en la cara, les llenaba los ojos de nieve y los dejaba medio ciegos.
Pasaron horas y horas en silencio. Las sombras, los largos dedos del crepúsculo, empezaron a colarse entre los árboles. La oscuridad llegaba muy pronto tan al norte, y Bran había aprendido a temerla. Cada día parecía más corto que el anterior, y si ya los días eran fríos, las noches eran atroces.
—Ya tendríamos que haber llegado a la aldea. —Meera los detuvo de nuevo. Su voz sonaba extraña, amortiguada.
—¿Nos la habremos pasado? —preguntó Bran.
—Espero que no; tenemos que encontrar refugio antes de que llegue la noche.
No se equivocaba. Jojen tenía los labios azules, y ella, las mejillas carmesí. Bran no se sentía la cara. La barba de Hodor era hielo sólido. La nieve le llegaba casi por las rodillas, y el niño lo había sentido tambalearse en más de una ocasión. Nadie era tan fuerte como Hodor, nadie. Si hasta él flaqueaba…
—Verano puede buscar la aldea —dijo de repente, empañando el aire con sus palabras. No esperó a oír la posible respuesta de Meera, sino que cerró los ojos y salió de su cuerpo roto.
Cuando entró en la piel de Verano, el bosque muerto cobró una nueva vida. Donde antes había silencio, de pronto podía oírlo todo: el viento en los árboles, la respiración de Hodor, el alce escarbando en busca de comida… Sus fosas nasales se llenaron de olores familiares: las hojas húmedas, la hierba muerta, el cadáver de una ardilla que se descomponía en la maleza, el apestoso sudor rancio de los hombres, el tufo almizclado del alce…
«Comida. Carne. —El alce percibió su interés. Se volvió hacia el huargo con cautela y bajó la enorme cornamenta—. No es presa —le susurró Bran a la bestia con que compartía piel—. Déjalo. Corre».
Verano echó a correr por el borde del lago a toda velocidad, levantando una polvareda de nieve a su paso. Los árboles crecían muy juntos, como hombres alineados para la batalla, todos con sus capas blancas. Corrió sobre raíces y rocas y atravesó un ventisquero de nieve vieja, quebrando el hielo a su paso. Tenía las patas mojadas y frías. La colina cercana estaba plagada de pinos, y el aire, saturado del intenso olor de sus hojas. Cuando llegó arriba dio una vuelta, olfateando el aire. Luego alzó la cabeza y aulló.
Ahí estaba el olor. Olor de hombres.
«Cenizas —pensó Bran—. Viejas y tenues, pero cenizas». Era el olor de madera quemada, carbón y hollín. Una hoguera apagada.
Se sacudió la nieve del hocico. Las ráfagas de viento hacían difícil seguir el rastro, y el lobo dio vueltas sin dejar de olfatear. Estaba rodeado de montículos de nieve y altos árboles cubiertos de blanco. Con la lengua entre los dientes saboreó el aire glacial, y los copos de nieve se derritieron en su boca y le condensaron el aliento. Cuando trotó hacia el olor, Hodor lo siguió con paso torpe. El alce no se decidía, de modo que Bran se vio obligado a volver a su cuerpo para avisarlos.
—Es por ahí. Seguid a Verano. Lo he olido.
Encontraron la aldea junto al lago cuando la luna creciente empezaba a asomar entre las nubes. Habían pasado muy cerca. Desde el lago, la aldea no difería en gran cosa de otra docena de lugares dispersos a lo largo de la orilla. Estaba enterrada bajo montañas de nieve, y las casas de piedra redondeadas podrían haber sido rocas, montículos o leños caídos, como la trampa que Jojen había confundido con una construcción el día anterior, hasta que excavaron para descubrir tan solo ramas muertas y troncos podridos.
La aldea estaba desierta, abandonada por los salvajes que la habían habitado, como todas las demás. Antes de irse solían prenderles fuego, como si quisieran cerrarse el camino de vuelta, pero aquella se había salvado de la antorcha. Bajo la nieve encontraron una docena de chozas y una edificación con tejado de hierba y gruesas paredes de troncos.
—Por lo menos no da el viento —dijo Bran.
—Hodor —dijo Hodor.
Meera bajó del alce y, con ayuda de su hermano, sacó a Bran de la cesta.
—Puede que los salvajes hayan dejado algo de comida —aventuró.
La esperanza resultó vana. Solo encontraron restos de una hoguera, un suelo de tierra compactada y un frío que se les colaba hasta los huesos. Pero al menos tenían un techo bajo el que cobijarse, y la madera de las paredes los guarecía del viento. Cerca encontraron un arroyo cubierto por una capa de hielo, que el alce tuvo que romper con el hocico para beber. Cuando Bran, Jojen y Hodor estuvieron instalados, Meera se hizo con unos pedazos de hielo para chupar el agua. Estaba tan fría que Bran empezó a tiritar.
Verano no entró en la edificación. El niño percibía el hambre del animal, una sombra de la suya.
—Ve a cazar —le dijo—, pero deja al alce en paz. —Una parte de él también quería ir a cazar. Tal vez más tarde.
La cena consistió en un puñado de bellotas aplastadas y convertidas en una pasta. Estaban tan amargas que Bran tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Jojen Reed ni siquiera intentó comerlas. Era más joven y frágil que su hermana, y se debilitaba a ojos vistas.
—Tienes que comer algo, Jojen —le dijo Meera.
—Luego. Ahora solo quiero descansar. —Esbozó una sonrisa triste—. Este no será el día de mi muerte, hermana. Te lo prometo.
—Casi te caes del alce.
—Casi. Tengo frío y hambre, nada más.
—Pues entonces, come.
—¿Pasta de bellotas? Me duele la tripa; eso me pondrá peor. Déjame, hermana. Voy a soñar con pollo asado.
—Los sueños no te mantendrán con vida. Ni siquiera los sueños verdes.
—Pues sueños son lo que tenemos.
«Todo lo que tenemos». La comida que habían llevado desde el sur se había terminado hacía diez días. Desde entonces tenían hambre en todo momento. Ni siquiera Verano era capaz de encontrar presas. Vivían de pasta de bellotas y pescado crudo: el bosque estaba lleno de arroyos helados y lagos negros y fríos, y Meera pescaba con su fisga mejor que otros con anzuelo y sedal. En ocasiones tenía los labios azules por el frío cuando volvía con ellos, con un botín que se retorcía en una lata, pero ya habían pasado tres días desde que pescara por última vez. A juzgar por lo vacío que Bran sentía el estómago, parecían tres años.
Después de tragar como mejor pudieron la exigua cena, Meera se sentó con la espalda contra una pared y se puso a afilar su puñal con una piedra de amolar. Hodor se acuclilló junto a la puerta, sin dejar de balancearse y musitar: «Hodor, hodor, hodor».
Bran cerró los ojos. Hacía demasiado frío para hablar, y no se atrevían a encender una hoguera. Manosfrías se lo había desaconsejado: «Este bosque no está tan desierto como parece —había dicho—. No sabéis lo que la luz puede hacer salir de la oscuridad». A pesar del calor que le daba Hodor, se estremeció al recordar aquellas palabras.
El sueño no llegaba, no iba a llegar. En su lugar solo había viento, un viento frío cortante, la luz de la luna en la nieve, y fuego. Estaba otra vez dentro de Verano, a muchas leguas de distancia, y la noche apestaba a sangre. El olor era intenso.
«Una muerte, no lejos. —La carne todavía estaría caliente. La saliva le resbaló entre los dientes cuando se le despertó el hambre—. No alce. No ciervo. No esto».
El huargo se filtró como una sombra entre los árboles, en dirección a la carne; atravesó charcos de luz de luna y túmulos de nieve entre ráfagas de viento. Perdió el rastro, volvió a encontrarlo y lo perdió otra vez. Cuando intentaba localizarlo de nuevo, un sonido lejano le hizo levantar las orejas…
«Lobo —supo al instante. Siguió el sonido, que se había hecho más débil. Pronto recuperó el rastro de la sangre, pero de repente había otros olores: orina, pieles muertas, mierda de pájaro, plumas y lobo, lobo, lobo—. Una manada». Tendría que pelear por la carne.
Ellos también lo olieron. Estaban observándolo cuando abandonó la oscuridad de los árboles para salir al claro ensangrentado. La hembra masticaba una bota de cuero que todavía tenía media pierna dentro, pero la soltó cuando lo vio acercarse. El jefe de la manada, un macho viejo y tuerto con el hocico canoso, se le aproximó gruñendo y enseñando los dientes. Tras él, un macho más joven le mostró también los colmillos.
Los ojos amarillos del huargo absorbieron cada detalle del entorno. Una madeja de entrañas enredada en las ramas de unos arbustos; el vaho que surgía de un vientre abierto en canal, cargado de olor a sangre y carne. Una cabeza con las mejillas desgarradas hasta el hueso, con el cuello rematado en un muñón sanguinolento y las cuencas vacías mirando la luna astada. Un charco de sangre helada con brillos rojos y negros.
«Hombres. —Su hedor llenaba el mundo. Vivos habían sido tantos como los dedos de una pezuña humana, pero no quedaba ninguno—. Muertos. Carne. —Llevaban capuchas y capas, pero los lobos les habían arrancado la ropa en su frenesí por llegar a la carne. Los que aún tenían rostro tenían la barba cubierta de hielo y moco congelado. La nieve había empezado a enterrar lo que quedaba de ellos, en pálido contraste con el negro de las andrajosas capas y calzones—. Negro».
A leguas de distancia, el chico se agitó, incómodo.
«Negro. La Guardia de la Noche. Eran de la Guardia de la Noche».
Al huargo no le importaba. Eran comida y tenía hambre.
Los ojos de los tres otros lobos brillaban, amarillentos. El huargo ladeó la cabeza, resopló y mostró los dientes. El macho más joven se echó atrás. El huargo olió su miedo. Sabía que era el más débil. Pero el lobo tuerto contestó con un gruñido y le bloqueó el paso.
«Este es el fuerte: no me teme, aunque soy el doble de grande que él. —Sus ojos se encontraron—. ¡Cambiapieles!».
Lobo y huargo se atacaron, y ya no hubo tiempo para más pensamientos. El mundo se redujo a dientes y garras, y la nieve voló cuando se enzarzaron y rodaron entre zarpazos, mientras los demás lobos aullaban inquietos. Las mandíbulas del huargo se cerraron alrededor de un pelaje apelmazado por la escarcha y una pata flaca como un palo, pero el lobo tuerto le lanzó un zarpazo a la barriga, se liberó, giró sobre sí mismo y se abalanzó sobre él. Los colmillos amarillentos chasquearon cerca de su cuello, pero se sacudió al viejo primo gris como si fuese una rata, cargó contra él y lo derribó. Arrastrando, desgarrando y mordiendo, pelearon hasta que la sangre tiñó la nieve que los rodeaba, hasta que el lobo tuerto se tumbó boca arriba y mostró el vientre. El huargo hizo amago de morderlo un par de veces más, le olió el culo y levantó la pata encima de él.
Unas pocas dentelladas más y un gruñido de advertencia, y la hembra y el macho débil también se rindieron. La manada era suya.
Así como la presa. Fue olfateando a todos los hombres antes de decantarse por el más grande, una cosa sin rostro que aún agarraba un hierro negro con una mano. La otra había desaparecido, amputada por la muñeca y con el muñón envuelto en cuero. El lobo bebió a lametones la sangre que manaba, lenta y espesa, del tajo del cuello, y lamió lo que quedaba de nariz y mejillas en el rostro sin ojos; después enterró el hocico en el cuello y lo desgarró para devorar un pedazo de carne tierna. Era lo mejor que había probado nunca.
Cuando acabó con aquel pasó al siguiente, y también engulló los pedazos más selectos. Los cuervos lo observaban desde los árboles con ojos oscuros, agachados y silenciosos, mientras la nieve caía a su alrededor. Los otros lobos tuvieron que conformarse con sus sobras; primero comió el viejo macho, luego la hembra y luego el débil. Ya eran suyos. Eran una manada.
«No —susurró el chico—, tenemos otra manada. Dama ha muerto, y puede que Viento Gris también, pero Peludo, Nymeria y Fantasma siguen en alguna parte. ¿Te acuerdas de Fantasma? —La nieve y los lobos empezaron a desvanecerse. El calor lo golpeó en la cara, reconfortante como el beso de una madre—. Fuego —pensó—, humo». Su nariz captó el olor de carne asada; el bosque desapareció y se encontró de nuevo en la construcción, embutido otra vez en su cuerpo roto, ante el fuego. Meera Reed daba vueltas a un pedazo de carne cruda sobre el fuego.
—Justo a tiempo —dijo. Bran se frotó los ojos con el dorso de la mano y se reclinó como pudo contra la pared—. Casi te pierdes la cena. El explorador ha traído un cerdo.
Tras ella estaba Hodor, que desgarraba con avidez un pedazo de carne chamuscada, con la barba llena de sangre y grasa.
—Hodor —mascullaba entre mordisco y mordisco—. Hodor, hodor.
Había dejado la espada en el suelo, a un lado. Jojen Reed mordisqueaba su ración, masticando cada trozo una docena de veces antes de tragarlo.
«El explorador ha matado un cerdo. —Manosfrías estaba junto a la puerta con un cuervo en el brazo. Ambos miraban el fuego, y las llamas se reflejaban en los cuatro ojos negros—. No come nada —recordó Bran—, y tiene miedo del fuego».
—¿No decías que no podíamos encender fuego? —le recordó.
—Las paredes ocultan la luz, y se acerca el amanecer. Pronto nos pondremos en marcha.
—¿Qué ha pasado con esos hombres, los enemigos que nos seguían?
—No os molestarán.
—¿Quiénes eran? ¿Salvajes?
Meera dio la vuelta a la carne. Hodor estaba masticando y tragando, murmurando de felicidad. Cuando Manosfrías se volvió para mirar a Bran, Jojen era el único que parecía darse cuenta de lo que ocurría.
—Eran enemigos.
«Hombres de la Guardia de la Noche».
—Los habéis matado. Tus cuervos y tú. Tenían la cara destrozada y les faltaban los ojos. —Manosfrías no lo negó—. Eran tus hermanos. Los vi. Los lobos les habían arrancado la ropa, pero aún se notaba. Llevaban capas negras. Como tus manos. —Manosfrías no dijo nada—. ¿Quién eres? ¿Por qué tienes las manos negras?
El explorador se examinó las manos como si no las hubiera visto nunca.
—Cuando el corazón deja de latir, la sangre se acumula en las extremidades, donde se espesa y se coagula. —Su voz era floja, débil—. Las manos y los pies se pudren, y se ponen negros como morcillas. Y el resto, blanco como la leche.
Meera Reed se levantó con la fisga en la mano, aún con restos de carne humeante en las púas.
—Muéstranos el rostro.
El explorador no hizo ademán de obedecer.
—Está muerto. —Bran sintió como le subía la bilis por la garganta—. Es un ser sin vida, Meera. Los monstruos no pueden pasar mientras el Muro se mantenga firme y exista la Guardia de la Noche; eso me decía la Vieja Tata. Fue a buscarnos al Muro, pero no pudo pasar. Mandó en su lugar a Sam, con aquella chica salvaje.
Meera apretó los dedos enguantados en torno al mango de la fisga.
—¿Quién te envía? ¿Quién es el cuervo de tres ojos?
—Un amigo. Un soñador, un mago, puedes llamarlo como quieras. El último verdevidente.
De repente se abrió la puerta de madera. Fuera aullaba un viento sombrío y negro. Los árboles estaban llenos de cuervos que graznaban. Manosfrías no se movió.
—Un monstruo —dijo Bran.
El explorador miró a Bran como si los demás no existiesen.
—Monstruo, sí, pero tuyo, Brandon Stark.
—Tuyo —repitió el cuervo desde su hombro. Fuera, los cuervos de los árboles imitaron el lamento hasta que el bosque nocturno se hizo eco de la canción del asesino: «Tuyo, tuyo, tuyo».
—¿Habías soñado con esto, Jojen? —Preguntó Meera—. ¿Quién es? ¿Qué es? ¿Qué hacemos ahora?
—Iremos con el explorador —respondió Jojen—. Hemos llegado demasiado lejos para dar la vuelta. No llegaríamos vivos al Muro. O vamos con el monstruo de Bran, o morimos.