El lobo blanco corría por un bosque negro, bajo un acantilado de piedra clara tan alto como el cielo. La luna lo acompañaba, colándose entre las ramas desnudas y enmarañadas, cruzando el cielo estrellado.
—Nieve —murmuró la luna. El lobo hizo oídos sordos. La nieve crujía bajo sus patas. El viento suspiraba entre los árboles.
A lo lejos, muy lejos, alcanzaba a oír la llamada de sus compañeros de manada, de hermano a hermano. También cazaban. Una lluvia torrencial azotaba a su hermano negro mientras despedazaba una cabra enorme, limpiando la sangre ahí donde el animal le había clavado su largo cuerno. En otro lugar, su hermana alzaba la cabeza para aullar a la luna, y cientos de pequeños primos grises interrumpieron la caza para cantar con ella. Las colinas eran más cálidas allí, y estaban repletas de comida. Muchas noches, su hermana y su manada se atiborraban de carne de oveja, vaca y caballo, las presas de los hombres, y a veces, incluso de la de los propios hombres.
—Nieve —volvió a advertir la luna, socarrona. El lobo blanco caminó por el sendero humano, bajo el precipicio helado. Sentía el sabor de la sangre en la lengua, y la canción de cientos de primos le resonaba en los oídos. Habían sido seis: cinco cachorros ciegos y gimoteantes en la nieve, que mamaban la leche fría de los pezones duros del cadáver de su madre, y él, que se alejaba arrastrándose, solo. Quedaban cuatro…, y había uno al que el lobo blanco ya no podía sentir.
—Nieve —insistió la luna.
El lobo blanco huyó de ella y corrió hacia la cueva de noche donde el sol ya se había escondido. El aliento se le congelaba en el aire. En las noches sin estrellas, el gran acantilado era negro como un tizón, una muralla de oscuridad sobre el vasto mundo. Pero cuando salía la luna, brillaba blanco y glacial como un arroyo helado. El pelaje del lobo era grueso y abundante, pero cuando el viento soplaba sobre el hielo, no había piel que pudiera alejar el frío. Al otro lado, el viento era aún más gélido; el lobo lo sabía. Allí era donde estaba su hermano, el hermano gris que olía a verano.
—Nieve. —Un carámbano cayó de una rama. El lobo blanco se volvió y enseñó los dientes—. ¡Nieve! —Se le erizó el pelaje, y el bosque desapareció a su alrededor—. ¡Nieve, nieve, nieve! —Oyó un batir de alas. Un cuervo atravesaba la penumbra.
Aterrizó en el pecho de Jon con un sonoro golpe.
—¡Nieve! —le gritó a la cara.
—Ya te oigo. —La habitación era oscura, y su camastro, duro. Una luz grisácea se filtraba por las contraventanas, augurando otro día lóbrego y frío—. ¿Así despertabas a Mormont? Quítame esas plumas de la cara. —Jon sacó un brazo de las sábanas para espantar al cuervo. Era un ave grande, vieja, impertinente y desaliñada, que no tenía ni asomo de miedo.
—Nieve —chilló, volando hasta la cabecera de la cama—. Nieve, Nieve.
Jon agarró una almohada y se la tiró, pero el cuervo la esquivó de un salto. La almohada se estrelló contra la pared, esparciendo todo su relleno justo cuando Edd Tollett el Penas asomaba la cabeza por la puerta.
—Disculpad —dijo, sin prestar atención a la nube de plumas—. ¿Desearía mi señor algo de desayunar?
—Maíz —gritó el cuervo—. Maíz, maíz.
—Cuervo asado —sugirió Jon—. Y media pinta de cerveza.
Todavía le resultaba extraño tener sirvientes; no hacía tanto que era él quien preparaba el desayuno para el lord comandante Mormont.
—Tres raciones de maíz y un cuervo asado —dijo Edd el Penas—. Excelente, mi señor. Hobb acaba de preparar huevos duros, morcilla y manzanas estofadas con ciruelas. Las manzanas estofadas están deliciosas, salvo por las ciruelas. Yo no como ciruelas. Bueno, salvo una vez que Hobb las mezcló con castañas y zanahorias y las escondió en una gallina. Nunca confiéis en un cocinero, mi señor. Os dará ciruelas cuando menos lo esperéis.
—Lo tomaré más tarde. —El desayuno podía esperar, pero Stannis, no—. ¿Algún problema anoche con las empalizadas?
—No ha vuelto a haberlos desde que pusisteis guardias a los guardias, mi señor.
—Bien. —Los caballeros de Stannis Baratheon habían aniquilado a las huestes de Mance Rayder y apresado a mil salvajes más allá del Muro. Muchos prisioneros eran mujeres, y más de un guardia se habían llevado a alguna a hurtadillas para que le calentase la cama. Hombres del rey, hombres de la reina, incluso algún hermano negro: todos lo habían intentado. Los hombres eran hombres, y no había más mujeres en mil leguas a la redonda.
—Dos salvajes más se entregaron anoche —continuó Edd—. Una madre con una niña agarrada a las faldas. También llevaba un niño, un bebé envuelto en pieles, pero estaba muerto.
—Muerto —repitió el cuervo. Era una de sus palabras favoritas—. Muerto, muerto, muerto.
Casi todas las noches llegaba gente del pueblo libre: criaturas ateridas y hambrientas que habían escapado de la batalla que se libraba bajo el Muro solo para dar la vuelta a toda prisa al comprender que no había adonde huir.
—¿Han interrogado a la madre? —preguntó Jon. Stannis Baratheon había acabado con las hordas de Mance Rayder y había apresado al Rey-más-allá-del-Muro, pero los salvajes todavía estaban fuera: el Llorón, Tormund Matagigantes y mil más.
—Sí, mi señor —dijo Edd—. Pero todo lo que sabía es que huyó durante la batalla y se escondió en el bosque. Le dimos gachas, la encerramos, e incineramos al niño.
A Jon ya no lo preocupaban los bebés muertos y quemados, pero los vivos eran otro asunto.
«Dos reyes para despertar al dragón. Primero el padre y luego el hijo, y ambos morirán reyes. —Uno de los hombres de la reina había murmurado esas palabras mientras el maestre Aemon le limpiaba las heridas—. «Hay poder en la sangre de un rey —le había advertido el viejo maestre—, y hombres mejores que Stannis han hecho cosas peores»—. El rey puede ser duro e implacable, sí, pero ¿un recién nacido? Solo un monstruo entregaría un niño vivo a las llamas».
Jon meó en el orinal, en la oscuridad de su alcoba, mientras el cuervo del Viejo Oso mascullaba protestas. Cada vez soñaba con los lobos más a menudo, y recordaba los sueños aun en la vigilia.
«Fantasma sabe que Viento Gris murió. —Robb había perdido la vida en los Gemelos, traicionado por hombres a los que creía amigos, y su lobo había caído con él. Bran y Rickon también habían muerto, decapitados por orden de Theon Greyjoy, otrora pupilo de su padre… Pero, si los sueños no mentían, los huargos habían conseguido escapar. En Corona de la Reina, uno de ellos había salido de la oscuridad y le había salvado la vida—. Verano, tuvo que ser Verano. Tenía el pelaje gris, y Peludo es negro». Se preguntó si una parte de sus hermanos muertos vivía aún en sus lobos.
Llenó la jofaina con agua de la jarra que había junto a la cama, se lavó la cara y las manos, se vistió de lana negra, se ató el jubón y se calzó un par de botas gastadas. El cuervo de Mormont lo observó con fieros ojos negros y revoloteó hasta la ventana.
—¿Crees que soy tu esclavo?
Cuando abrió las ventanas de celosía con cristales amarillos, el frío de la mañana lo golpeó en la cara. Respiró a fondo para sacudirse las telarañas de la noche mientras el ave se alejaba volando.
«Ese bicho es demasiado listo». Había pasado años y años con el Viejo Oso, pero eso no le impidió devorarle el rostro cuando murió.
Tras la puerta de su dormitorio, las escaleras descendían hasta una estancia más grande, amueblada con una vieja mesa de pino y una docena de sillas de roble y cuero. Stannis prefirió ocupar la Torre del Rey, y la Torre del Lord Comandante había ardido hasta los cimientos, con lo que Jon no tuvo más remedio que establecerse en las modestas habitaciones de Donal Noye, detrás de la armería. Sin duda, con el tiempo necesitaría algo más grande, pero mientras se acostumbraba a su nuevo cargo, aquello era más que suficiente.
El documento que le había entregado el rey para firmar estaba en la mesa, bajo una copa de plata que había pertenecido a Donal Noye. El herrero manco había dejado pocos efectos personales: aquella copa, seis peniques y una estrella de cobre, un broche nielado con el cierre roto, y un polvoriento jubón de brocado con el ciervo de Bastión de Tormentas.
«Sus tesoros eran sus herramientas, y las espadas y los cuchillos que fabricaba. Su vida era la forja. —Jon apartó la copa y leyó una vez más el pergamino—. Si firmo esto, se me recordará para siempre como el lord comandante que entregó el Muro, pero si me niego…».
Stannis Baratheon estaba resultando un invitado bastante quisquilloso, además de inquieto. Había recorrido el camino Real casi hasta Corona de la Reina, merodeado por las chozas vacías de Villa Topo e inspeccionado las ruinas de las fortificaciones de Puerta de la Reina y Castillo de Roble. Todas las noches subía a la cima del Muro con lady Melisandre; durante el día visitaba las empalizadas para que la mujer roja interrogase a los prisioneros.
«No le gusta que le lleven la contraria». No iba a ser una mañana muy agradable.
Desde la armería llegó un entrechocar de escudos y espadas cuando los nuevos reclutas cogieron sus armas. Alcanzó a oír la voz de Férreo Emmett metiéndoles prisa. Cotter Pyke había lamentado mucho prescindir de él, pero el joven explorador tenía talento para entrenar a otros hombres.
«Le apasiona luchar, y conseguirá que a los chicos también les apasione». O eso esperaba.
La capa de Jon estaba colgada de un clavo al lado de la puerta; el cinturón de su espada, de otro. Se puso ambos y se dirigió a la armería. Vio que la alfombra donde dormía Fantasma estaba vacía. Tras las puertas había apostados dos guardias, lanza en mano, ataviados con capa negra y yelmo de hierro.
—¿Mi señor necesitará escolta? —preguntó Garse.
—Creo que sabré llegar a la Torre del Rey yo solo. —Jon no soportaba tener guardas siguiéndolo a todas partes. Se sentía como mamá pato a la cabeza de una procesión de patitos.
Los muchachos de Férreo Emmett ya estaban en el patio, con las espadas embotadas en la mano, descargándolas contra los escudos. Jon se paró un momento a observar cómo Caballo arrinconaba a Petirrojo Saltarín contra el pozo. Caballo tenía madera de luchador. Era cada día más fuerte, y poseía instinto. No se podía decir lo mismo de Petirrojo Saltarín: por si el pie zambo no fuera suficiente, tenía miedo de los golpes.
«Quizá sería mejor hacerlo mayordomo». La pelea terminó de repente, con Petirrojo Saltarín en el suelo.
—Bien peleado —le dijo a Caballo—, pero bajas demasiado el escudo cuando atacas. Deberías corregir eso, o te matarán.
—Bien, mi señor. La próxima vez lo mantendré más alto. —Caballo ayudó al menudo Petirrojo Saltarín a levantarse, y el muchacho hizo una reverencia torpe.
Unos cuantos caballeros de Stannis estaban entrenándose al otro lado del patio. Jon se percató de que los hombres del rey estaban en una esquina, y los de la reina, en la otra.
«Pero son unos pocos. Hace demasiado frío para los demás». Cuando pasó junto a ellos, una voz atronadora lo llamó.
—¡Eh, chico! ¡Tú! ¡Chico! —No era lo peor que le habían llamado desde que era lord comandante. Hizo caso omiso del grito.
—Nieve —insistió la voz—. Lord comandante. —Se detuvo.
—¿Sí?
El caballero le sacaba casi un palmo de altura.
—Un hombre que lleva acero valyrio debería usarlo para algo más que rascarse el culo.
Jon lo había visto por el castillo: un caballero de renombre, según él mismo proclamaba. Durante la batalla, bajo el Muro, ser Godry Farring había matado a un gigante que huía, atravesándole la espalda con una lanza desde el caballo para después cortarle la cabeza. Los hombres de la reina empezaron a llamarlo Godry Masacragigantes.
Jon recordó el llanto de Ygritte.
«Soy el último gigante».
—Uso a Garra cuando debo.
—¿Y la usáis bien? —Ser Godry desenvainó su propia hoja—. Demostrádnoslo. Prometo no haceros daño, muchacho.
«Qué amable».
—Tendrá que ser en otra ocasión; por desgracia, ahora tengo otras tareas pendientes.
—Ya veo que lo que tenéis es miedo. —Ser Godry hizo un gesto hacia sus amigos—. Tiene miedo —repitió, por si alguien no lo había oído.
—Disculpadme. —Jon les dio la espalda.
El Castillo Negro tenía un aspecto desolado e inhóspito bajo la débil luz del amanecer.
«Mis dominios tienen tanto de ruina como de fortaleza», reflexionó Jon con pesar. De la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas negras, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento… aunque siempre lo había parecido. El Muro se alzaba detrás, inmenso, imponente, impasible, atestado de constructores que subían un nuevo tramo de escalera zigzagueante para unirlo a los restos de la anterior. Trabajaban día y noche. Sin la escalera no había forma de alcanzar la parte superior, excepto usando la jaula, pero no les serviría de nada si volvían a atacar los salvajes.
El gran estandarte dorado de batalla de la casa Baratheon restallaba como un látigo sobre la Torre del Rey, desde el mismo tejado por el que Jon merodeaba con su arco no hacía tanto tiempo, en compañía de Seda y Dick Follard el Sordo, matando thenitas y gente del pueblo libre. Había dos hombres de la reina tiritando en las escaleras, con las manos bajo las axilas y las lanzas apoyadas en las puertas.
—Esos guantes de paño no os servirán de gran cosa aquí —les dijo Jon—. Id a ver a Bowen Marsh mañana, y os dará unos de cuero con forro de piel.
—Iremos, mi señor, gracias —dijo el mayor.
—Si no se nos congelan antes las putas manos —añadió el más joven, exhalando una bocanada de aliento blanquecino—. Y creía que hacía frío en las Marcas de Dorne. ¿Qué sabía yo?
«Nada —pensó Jon Nieve—. Como yo».
A medio camino escalera arriba se encontró a Samwell Tarly, que bajaba.
—¿Vienes de ver al rey? —le preguntó.
—El maestre Aemon me ha mandado a entregarle una carta.
—Ya veo. —Algunos señores confiaban la lectura de las cartas a sus maestres para que les transmitieran el contenido, pero Stannis insistía en romper el lacre personalmente—. ¿Cómo se lo ha tomado Stannis?
—Por su cara, no muy bien. —Sam bajó la voz—. Se supone que no debo hablar de ello.
—Pues no hables. —Jon se preguntó cuál de los señores vasallos de su padre se había negado a doblegarse a Stannis en aquella ocasión. «Cuando Bastión Kar se puso de su parte no guardó el secreto, precisamente».
—¿Qué tal te va con el arco?
—Encontré un buen libro sobre el tema —contestó Sam con el ceño fruncido—. Pero es más difícil practicarlo que leerlo. Tengo ampollas.
—Sigue en ello. Puede que necesitemos tu arco en el Muro si aparecen los Otros en una noche oscura.
—Oh, espero que no.
Había más guardias ante los aposentos del rey.
—No se permite portar armas en presencia de su alteza, mi señor —dijo su sargento—. Tendréis que dejarme la espada, y también los cuchillos. —Jon sabía que era inútil protestar, así que se los entregó.
El aire era cálido en la estancia. Lady Melisandre estaba sentada junto al fuego, y su rubí brillaba contrastando con la piel blanca del cuello. Ygritte había recibido el beso del fuego, pero la sacerdotisa roja era fuego puro; su pelo, sangre y llamas. Stannis estaba tras la tosca mesa donde el Viejo Oso se sentaba a comer. La cubría un gran mapa del Norte, dibujado en un trozo de piel desgastado. Una vela de sebo en un extremo y un guante de cuero en el otro lo mantenían extendido.
Aunque el rey vestía calzones de lana y jubón guateado, tenía un aspecto tan incómodo y rígido como si llevase cota de malla y armadura. Tenía la piel blancuzca, apergaminada, y lucía una barba tan corta que parecía pintada. Todo lo que le quedaba del pelo negro eran unos flecos en las sienes. En la mano llevaba un pergamino con el sello de lacre verde oscuro abierto.
Jon hincó la rodilla. El rey lo miró con el ceño fruncido y agitó el pergamino.
—Levantaos. Decidme, ¿quién es Lyanna Mormont?
—Una de las hijas de lady Maege, Señor. La menor. Lleva el nombre de la hermana de mi padre.
—Para buscar el favor de vuestro padre, sin duda. Ya conozco ese juego. ¿Qué edad tiene esa despreciable chiquilla?
—Alrededor de diez años —respondió Jon después de pensar un momento—. ¿Puedo saber en qué ha ofendido a vuestra alteza?
Stannis tomó la carta y leyó:
—«La Isla del Oso no conoce otro rey que el Rey en el Norte, cuyo nombre es Stark». Diez años, decís, y ya se atreve a desafiar a su rey. —La barba recortadísima adornaba como una sombra las mejillas hundidas—. No quiero que esta noticia corra por ahí, lord Nieve. Bastión Kar está de mi parte, y eso es todo lo que hace falta divulgar. Prefiero que vuestros hermanos no vayan por ahí contando historias sobre cómo esta niña me ha escupido a la cara.
—Como ordenéis, mi señor. —Jon sabía que Maege Mormont había cabalgado hacia el sur con Robb. Su hija mayor también se había aliado con el Joven Lobo. Aunque ambas hubieran muerto, lady Maege tenía otras hijas; algunas, madres a su vez. ¿Habían partido también con Robb? Sin duda, lady Maege habría dejado al menos a una de las mayores de castellana. No entendía por qué era Lyanna quien escribía a Stannis, y no podía evitar preguntarse si la respuesta habría sido distinta en caso de que la misiva hubiera ido sellada con un huargo en lugar de un venado coronado y firmada por Jon Stark, señor de Invernalia.
«Es demasiado tarde para estas consideraciones. Ya tomé mi decisión».
—Hemos enviado cuarenta cuervos —se quejó el rey—, y no hemos recibido más que silencio y desafíos. Todo individuo leal debe rendir pleitesía a su rey, pero los vasallos de vuestro padre no hacen más que darme la espalda, con excepción de los Karstark. ¿Arnolf Karstark es el único hombre de honor que queda en el norte?
Arnolf Karstark era el tío mayor de lord Rickard. Se convirtió en castellano de Bastión Kar cuando su sobrino y sus hijos partieron hacia el sur con Robb, y fue el primero en responder a Stannis enviando un cuervo con que juraba su lealtad.
«Los Karstark no tenían más remedio», podría haber repuesto Jon. Rickard Karstark había traicionado al huargo y derramado sangre de leones. El venado era la única esperanza de Bastión Kar.
—En estos tiempos tan confusos, incluso los hombres de honor dudan sobre a quién deben lealtad. Vuestra alteza no es el único que reclama pleitesía en el reino.
—Decidme, lord Nieve —intervino Melisandre—, ¿dónde estaban esos otros reyes cuando los salvajes atacaron vuestro Muro?
—A mil leguas y sordos a nuestras demandas —contestó Jon—. No lo he olvidado, mi señora, ni lo haré. Pero los vasallos de mi padre tienen esposas e hijos que proteger, y vasallos que morirán si se toma la decisión equivocada. Vuestra alteza les pide mucho. Dadles tiempo y tendréis sus respuestas.
—¿Respuestas como esta? —Stannis estrujó la carta de Lyanna en el puño.
—Los hombres temen la furia de Tywin Lannister incluso en el norte. Los Bolton también son enemigos temibles. No en vano, su emblema es un hombre desollado. El Norte cabalgó con Robb, sangró con él, murió por él. Ha apurado la copa del dolor y la muerte, y ahora venís a ofrecerle otra ronda. ¿Os extraña que no acepten gustosos? Disculpadme, alteza, pero algunos os miran y solo ven otro aspirante condenado al fracaso.
—Si vuestra alteza está condenado al fracaso, también lo está vuestro reino —dijo lady Melisandre—. Recordad eso, lord Nieve. Es al verdadero rey de Poniente a quien tenéis ante vos.
—Como digáis, mi señora. —Jon mantuvo el rostro inescrutable.
—Ahorráis palabras como si cada una fuese un dragón dorado —resopló Stannis—. Por cierto, ¿cuánto oro tenéis guardado?
—¿Oro? —«¿Estos son los dragones que pretende despertar la mujer roja? ¿Dragones de oro?»—. Los impuestos se nos pagan en especie, alteza. La Guardia de la Noche tiene abundancia de nabos, pero no de monedas.
—Con nabos no aplacaremos a Salladhor Saan. Necesito oro o plata.
—Entonces necesitáis Puerto Blanco. No es Antigua ni Desembarco del Rey, pero es un puerto próspero. Lord Manderly es el más rico de los vasallos de mi padre.
—Lord «Estoy tan gordo que no puedo montar a caballo». —La carta de respuesta recibida desde Puerto Blanco hablaba de poco más que la edad y los achaques de su señor. Stannis también había ordenado a Jon que no hablara de eso.
—Quizá a su señoría le gustaría tener una esposa salvaje —dijo lady Melisandre—. ¿Ese gordo está casado, lord Nieve?
—Su esposa murió hace tiempo. Lord Wyman tiene dos hijos mayores, y el de más edad ya le ha dado nietos. Y sí, está demasiado gordo para montar: pesa al menos cuatro quintales. Val no lo aceptaría.
—¿Podríais, al menos por una vez, darme una respuesta que me complaciera, Lord Nieve? —gruñó Stannis.
—Esperaba que os complaciese la verdad. Vuestros hombres dicen que Val es princesa, pero para el pueblo libre no es más que la hermana de la esposa muerta de su rey. Si la forzáis a casarse con un hombre a quien no desea, es probable que le rebane el cuello en la noche de bodas. Y aun en el caso de que lo aceptara como marido, eso no significaría que los salvajes fueran a seguirlo, ni que fueran a seguiros a vos. El único hombre que puede atraerlos a vuestra causa es Mance Rayder.
—Lo sé —contestó Stannis con tristeza—. He pasado horas hablando con él. Lo sabe todo y mucho más de nuestro verdadero enemigo, y no cabe duda de que es un hombre astuto. Pero incluso si renunciase a ser rey, seguiría siendo un perjuro. Si se deja con vida a un desertor, se incita a los demás a que lo imiten. No. Las leyes son de hierro, no de arcilla. Lo que hizo Mance Rayder está castigado en todas las legislaciones de los Siete Reinos.
—Pero la ley termina en el Muro, alteza. Mance podría seros de mucha utilidad.
—Lo será. Pienso quemarlo, y el norte verá cómo trato a los cambiacapas y traidores. Cuento con otros hombres para gobernar a los salvajes, y no olvidéis que también tengo al hijo de Rayder. Cuando muera el padre, el cachorro será el Rey-más-allá-del-Muro.
—Vuestra alteza se equivoca. —«No sabes nada, Jon Nieve», le decía a menudo Ygritte; pero Jon había aprendido—. El chico tiene tanto de príncipe como Val de princesa. Nadie se convierte en Rey-más-allá-del-Muro por herencia.
—Mejor —replicó Stannis—. No quiero más reyes en Poniente. ¿Habéis firmado el acuerdo?
—No, alteza. —«Allá vamos». Jon cerró los dedos quemados y volvió a abrirlos—. Me pedís demasiado.
—¿Pediros? Os pido que seáis señor de Invernalia y Guardián del Norte. Los castillos os los exijo.
—Os hemos cedido el Fuerte de la Noche.
—Ratas y ruinas. Es un pobre regalo que no cuesta nada a quien lo da. Uno de los vuestros, Yarwyck, dice que hará falta medio año de trabajos para hacer habitable ese castillo.
—Los otros no están en mejores condiciones.
—Lo sé, y no importa. Son todo lo que tenemos. Hay diecinueve fuertes a lo largo del Muro, y solo tenéis hombres en tres. Mi intención es tenerlos todos guarnecidos antes de que acabe el año.
—No discutiré eso, mi señor, pero se dice que también pretendéis dar estos castillos a vuestros caballeros y señores, para que gobiernen desde ellos como vasallos de vuestra alteza.
—Los reyes son generosos con sus adeptos. ¿Es que lord Eddard no le enseñó nada a su bastardo? Muchos de mis caballeros y señores abandonaron tierras fértiles y castillos recios en el sur. ¿Acaso no merecen una recompensa por su lealtad?
—Si deseáis perder a todos los vasallos de mi padre, no se me ocurre mejor manera que entregar las fortalezas del norte a señores del sur.
—¿Cómo voy a perder a unos hombres que no tengo? Quise entregar Invernalia a un hombre del norte; quizá lo recordéis: al hijo de Eddard Stark. Y me tiró la oferta a la cara. —Dar un motivo de queja a Stannis Baratheon era como echar un hueso a un mastín: lo roería hasta reducirlo a astillas.
—Invernalia corresponde por derecho a mi hermana Sansa.
—¿Os referís a lady Lannister? ¿Tan impaciente estáis por ver al Gnomo aupado al trono de vuestro padre? Os prometo una cosa, lord Nieve: eso no sucederá mientras yo viva.
Jon no era tan idiota como para insistir.
—Hay quien dice que pretendéis dar tierras y castillos a Casaca de Matraca y al magnar de Thenn.
—¿De dónde habéis sacado eso?
El rumor circulaba por todo el Castillo Negro.
—Si queréis saberlo, fue Elí quien me lo contó.
—¿Y quién es Elí?
—La nodriza —aclaró lady Melisandre—. Vuestra alteza le concedió libertad para recorrer el castillo.
—No para contar chismes. Se la necesita por sus tetas, no por su lengua. Más leche y menos cotilleos.
—El Castillo Negro no necesita bocas inútiles —asintió Jon—. Enviaré a Elí a Guardiaoriente con el próximo barco.
—Elí está amamantando al hijo de Dalla además de al suyo. —Melisandre jugueteó con su colgante de rubí—. Me parece una crueldad que apartéis a nuestro pequeño príncipe de su hermano de leche, mi señor.
«Cuidado, mucho cuidado ahora».
—La leche de la madre es lo único que comparten. El hijo de Elí es más grande y robusto. Se pasa el día pellizcando al príncipe y dándole patadas, y se queda con toda la leche. Su padre era Craster, un hombre cruel y taimado…, y eso se hereda.
—Yo creía que la nodriza era hija de Craster —señaló el rey, confuso.
—Hija y esposa a la vez, alteza. Craster se casó con todas sus hijas. El hijo de Elí es fruto de su unión.
—¿Su propio padre tuvo un hijo con ella? —Stannis estaba escandalizado—. Hacemos bien en librarnos de esa mujer. No estoy dispuesto a permitir semejantes abominaciones; no estamos en Desembarco del Rey.
—Puedo traer otra nodriza. Si no hay ninguna entre los salvajes, la buscaré en los clanes de las montañas. Hasta entonces bastará con leche de cabra, si a vuestra alteza le parece bien.
—Magro alimento para un príncipe, pero será mejor que la leche de puta, sí. —Stannis tamborileó con los dedos en el mapa—. Volvamos al asunto de los castillos…
—Alteza, he alojado a vuestros hombres y les he dado de comer, en grave detrimento de nuestros suministros —replicó Jon con cortesía gélida—. Les he dado ropa para que no se congelasen. —Aquello no apaciguó a Stannis.
—Sí, habéis compartido vuestro cerdo en salazón y vuestras gachas, y nos habéis dejado unos cuantos harapos negros para mantenernos calientes. Harapos que los salvajes habrían arrancado de vuestros cadáveres si yo no hubiese venido al norte.
—Os he dado pienso para vuestros caballos —continuó Jon, sin darse por enterado—, y cuando esté terminada la escalera os dejaré constructores para restaurar el Fuerte de la Noche. Incluso os he permitido instalar a los salvajes en el Agasajo, que fue donado a la Guardia de la Noche en perpetuidad.
—Me ofrecéis tierras yermas y parajes desolados, pero me negáis los castillos que necesito para compensar a mis señores y vasallos.
—Fue la Guardia de la Noche la que construyó esos castillos…
—Y fue la Guardia de la Noche la que los abandonó.
—…para defender el Muro —concluyó Jon con testarudez—, no para que se convirtieran en tronos de sureños. La argamasa que mantiene en pie esos castillos se hizo con sangre y huesos de mis hermanos ya muertos. No puedo entregároslos.
—¿No podéis o no queréis? —En el cuello del rey, los tendones resaltaban como espadas—. Os ofrecí un apellido.
—Ya tengo apellido, alteza.
—Nieve. ¿Conocéis apellido más funesto? —Stannis se llevó la mano al puño de la espada—. ¿Quién os creéis que sois?
—El vigilante del Muro. La espada en la oscuridad.
—No me vengáis ahora con vuestro lema. —Stannis desenvainó la espada a la que llamaba Dueña de Luz—. Aquí está vuestra espada en la oscuridad. —La luz recorrió la espada, primero azul, luego roja, luego amarilla, luego naranja, iluminando la cara del rey con colores vívidos—. Hasta un novato lo vería. ¿Acaso estáis ciego?
—No, mi señor. Estoy de acuerdo en que los castillos deberían guarnecerse…
—El niño comandante está de acuerdo. Qué suerte tengo.
—… con hombres de la Guardia de la Noche.
—No tenéis suficientes.
—Pues dádmelos, mi señor. Pondré oficiales en todos los castillos abandonados, comandantes experimentados que conozcan el Muro y las tierras de más allá y sepan sobrevivir al invierno que se avecina. A cambio de todo lo que os he dado, concededme los hombres necesarios para las guarniciones. Hombres armados, arqueros, reclutas… Aceptaré hasta lisiados y heridos.
Stannis se quedó mirándolo con incredulidad y después se echó a reír.
—Sois osado, Nieve, pero estáis loco si creéis que mis hombres vestirán el negro.
—Pueden llevar la capa del color que prefieran, mientras obedezcan a mis oficiales como si fueran los vuestros.
El rey no se inmutó.
—Los caballeros y señores que tengo a mi servicio son vástagos de casas nobles, antiguas y honorables. Ni soñéis con que vayan a servir a cazadores furtivos, campesinos y criminales.
«Ni a bastardos».
—Vuestra mano es contrabandista.
—Lo fue, y por eso le corté los dedos. Tengo entendido que sois el comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche, lord Nieve. ¿Qué creéis que opinará de esos castillos el novecientos noventa y nueve? Quizá la visión de vuestra cabeza en una pica lo inspire para cooperar. —El rey dejó la espada en el mapa, siguiendo la línea del Muro. El acero brillaba como la luz del sol en el agua—. Si sois lord comandante es porque yo lo permito. Haríais bien en recordarlo.
—Soy lord comandante porque me eligieron mis hermanos.
Había mañanas en las que Jon Nieve casi no se lo creía; despertaba pensando que todo aquello era un sueño demencial. «Es como estrenar ropa —le había dicho Sam—. Al principio te sientes un poco raro, pero cuando pasa un tiempo empiezas a estar cómodo».
—Alliser Thorne se queja de la forma en que fuisteis elegido, y lo cierto es que no le falta razón. —El mapa se extendía como un campo de batalla entre ambos, iluminado por los colores de la espada centelleante—. El recuento lo hizo un ciego con ayuda de vuestro amigo el gordo, y Slynt dice que sois un cambiacapas.
«¿Y quién va a saberlo mejor que Slynt?».
—Un cambiacapas os diría lo que queréis oír y después os traicionaría. Vuestra alteza sabe que fui elegido con justicia. Mi padre dijo siempre que erais un hombre justo.
Las palabras exactas de Eddard eran «Justo pero implacable», pero Jon no consideró necesario dar tanta información.
—Lord Eddard no era mi amigo, pero tenía sentido común. Y me habría dado esos castillos.
«Eso, jamás».
—No puedo hablar por mi padre, pero yo hice un juramento, alteza. El Muro es mío.
—Por ahora. Ya veremos si podéis defenderlo. —Stannis lo señaló con el dedo—. Quedaos con vuestras ruinas, ya que tanto significan para vos. No obstante, os aseguro que si algún castillo sigue vacío antes de que acabe el año, lo tomaré con vuestro permiso o sin él. Y si uno solo cae en manos enemigas, lo siguiente en caer será vuestra cabeza. Podéis retiraros.
Lady Melisandre se levantó de su sitio junto a la chimenea.
—Con vuestro permiso, mi señor, acompañaré a lord Nieve de vuelta a sus habitaciones.
—¿Por qué? Ya conoce el camino. —Stannis les hizo un ademán para que se fueran—. Haced como os plazca. Devan, comida. Huevos cocidos y limonada.
Tras el calor de las habitaciones del rey, en la escalera de caracol hacía un frío que se clavaba en los huesos.
—Se está levantando viento, mi señora —advirtió el sargento a Melisandre al tiempo que le devolvía las armas a Jon—. Sería mejor que os pusierais una capa más gruesa.
—Mi fe me da suficiente calor. —La mujer roja bajó las escaleras con Jon—. Su alteza os está cobrando afecto.
—Se nota. Solo ha amenazado con decapitarme un par de veces.
Melisandre rió.
—Son sus silencios lo que debéis temer, no sus palabras. —Cuando salieron al patio, el viento hinchó la capa de Jon y la azotó con ella. La sacerdotisa roja apartó la lana negra y lo cogió del brazo—. Puede que tengáis razón sobre el rey de los salvajes. Rezaré al Señor de la Luz para que me guíe. Cuando observo las llamas, puedo ver más allá de la piedra y la tierra, y encontrar la verdad en el alma de los hombres. Puedo hablar con reyes muertos y con niños nonatos, y ver cómo pasan los años y las estaciones hasta el final de los tiempos.
—¿Vuestros fuegos no se equivocan nunca?
—Nunca… Aunque los sacerdotes somos mortales y a veces erramos, confundiendo lo que ha de suceder con lo que puede suceder.
Jon sentía el calor que emanaba de ella incluso a través de la lana y el cuero. La visión de ambos entrelazados atraía miradas curiosas.
«Esta noche habrá susurros en las barracas». Jon se liberó de su brazo.
—Si de verdad podéis ver el mañana en vuestras llamas, decidme cuándo y dónde tendrá lugar el próximo ataque de los salvajes.
—R’hllor nos envía las visiones que considera oportunas, pero buscaré a Tormund en las llamas. —Una sonrisa se dibujó en los labios de Melisandre—. Os he visto a vos en mis llamas, Jon Nieve.
—¿Es una amenaza, mi señora? ¿Pensáis quemarme a mí también?
—Me malinterpretáis. —Lo escrutó con la mirada—. Me parece que mi presencia os incomoda, lord Nieve.
Jon no lo negó.
—El Muro no es lugar para una mujer.
—Os equivocáis de nuevo. He soñado con vuestro Muro, Jon Nieve. La sabiduría que lo levantó fue grande, y grandes son los hechizos encerrados bajo su hielo. Caminamos a la sombra de uno de los ejes del mundo. —Melisandre alzó la vista para mirarlo, y su aliento formó una nube cálida en el aire—. Este lugar es tan mío como vuestro, y puede que pronto me necesitéis apremiantemente. No rechacéis mi amistad, Jon. Os he visto en la tormenta, en apuros, rodeado de enemigos por todas partes. Tenéis muchos enemigos. ¿Queréis saber sus nombres?
—Ya sé sus nombres.
—No estéis tan seguro. —El rubí rojo de su cuello centelleaba con un resplandor rojo—. No debéis temer a los que os maldicen a la cara, sino a los que os sonríen cuando miráis y afilan sus cuchillos cuando dais media vuelta. Haríais bien en mantener cerca a vuestro lobo. Lo que veo es hielo y cuchillos en la oscuridad. Sangre helada y roja, y acero desnudo. Mucho frío.
—Siempre hace frío en el Muro.
—¿Eso creéis?
—Lo sé, mi señora.
—Entonces no sabes nada, Jon Nieve —susurró ella.