Faltaba aún un poco para la puesta de sol, pero todos habían acudido ya al lugar acordado.
A un lado, Fenris y los suyos, liderados por Ronna y Rasloc. Eran apenas un grupo de andrajosos que lo habían perdido todo, excepto la esperanza, y que, a pesar de sus semblantes pálidos, mostraban una mirada limpia y un gesto sereno.
A otro lado, el que ahora se hacía llamar Fenlog, rodeado por un grupo de arrogantes y poderosos guerreros entre los que se encontraban también algunas mujeres. Todos ellos vestían con pieles de lobos, algo que hacía apenas unos meses les habría parecido horrendo y repugnante, y esbozaban una sonrisa de suficiencia. En el bando de Fenris, a más de uno se le llenaron los ojos de lágrimas al ver en qué se había convertido la tribu.
«Es culpa mía», pensó el elfo, comido por los remordimientos. «Y yo he de arreglarlo».
A simple vista, cualquiera habría apostado por el bando de Fenlog. El semblante lampiño y delicado del elfo contrastaba vivamente con los rostros barbudos y feroces de los guerreros varones, que eran indudablemente mucho más fuertes y musculosos que la gente de Fenris; pero este sabía que eran ellos, sobre todo los niños y los jóvenes como Rasloc, quienes poseían la clave del futuro de la Tribu del Lobo.
No iban a luchar todos. Fenris podría haber atacado a Fenlog en cualquier otro momento, tal vez disparándole una flecha desde la distancia, en la noche, aprovechándose de su aguda visión élfica. Pero entonces volvería a ser un asesino. Igual que Novan, que en una situación similar, lo había atacado a él a traición y por la espalda.
No, se enfrentarían en un combate de igual a igual. El elfo había hecho llegar un desafío al chamán y los dos lucharían como lobos cuando saliese la luna llena. Sería un combate largo y agotador, dada la gran capacidad de regeneración de ambos, pero Fenris estaba dispuesto a hacerlo. Y Fenlog no podía dejar de responder al desafío porque, si lo rechazaba, quedaría como un cobarde ante los suyos.
De modo que allí estaban, esperando la puesta del sol, mirándose el uno al otro, desafiantes, pero a una prudente distancia. Fenris solo lamentaba que fuese a perder la conciencia después de transformarse. No dudaba de que la bestia atacaría a Fenlog, puesto que le odiaba casi tanto como él, pero habría querido estar presente durante el combate, sobre todo porque los guerreros del chamán se transformarían también y, si bien sabía que no podían hacer daño a Ronna y a los suyos, y que en principio no se entrometerían en el duelo particular de su jefe, no estaba seguro de lo que sucedería si él mismo resultaba vencedor.
Eran demasiados interrogantes y, sin embargo, el elfo sabía que aquello no podía resolverse de otra manera.
—¿Sabes a qué has venido hoy, elfo? —dijo de pronto Fenlog con una sonrisa—. Has venido aquí a morir. Hoy tenías una cita con tu destino.
Hubo risas entre los guerreros. Fenris no se alteró.
—Es posible —admitió—, pero, en tal caso, tú morirás conmigo.
Fenlog esbozó una sonrisa siniestra.
—Ya veremos.
Los dos a la vez se volvieron hacia el horizonte. El último rayo de sol se ocultó tras las montañas, y, lentamente, un manto de oscuridad salpicado de estrellas comenzó a cubrir las Tierras Muertas. Aún tuvieron que aguardar un poco más hasta que la luna llena asomó, soberana y magnífica, por detrás de la cordillera.
Todos los hombres—lobo comenzaron a transformarse; era un terrible espectáculo, porque, a pesar de que parecía claro que la metamorfosis les resultaba espantosamente dolorosa, sus rostros estaban iluminados por una febril expresión extática, como si estuviesen experimentando algo infinitamente maravilloso.
También Fenris empezó a transformarse, pero comprendió enseguida que, como sospechaba, su proceso de metamorfosis era más lento que el del resto de los hombres—lobo. Sintió un breve ataque de pánico al darse cuenta de lo que ello significaba: Fenlog estaría listo para atacar antes de que él se hubiese transformado del todo, y, por tanto, podría sorprenderlo cuando todavía era vulnerable.
No fue el único que se percató de ello. Con un gruñido de triunfo, Fenlog, ya completamente convertido en lobo, se volvió hacia él y saltó hacia adelante con los ojos repletos de furia asesina.
Fenris, todavía a medio transformar, se preparó para defenderse. Pero Ronna gritó:
—¡¡Cuidado!!
Y se lanzó contra él, empujándolo hacia un lado. Los dos cayeron al suelo. Instintivamente, Fenris cubrió el cuerpo de ella con el suyo propio cuando el pesado cuerpo de Fenlog cayó sobre él. Un nuevo espasmo le hizo gemir de dolor, y batalló un momento contra la bestia que luchaba por dominarlo mientras trataba de comprender qué estaba sucediendo.
Fenlog lo había alcanzado, sí…, pero estaba muerto. Una flecha sobresalía de su pecho, una flecha que le había acertado en el corazón, causándole una terrible herida que quemaba su carne como si se tratase de ácido.
Plata.
Fenris comprendió entonces que la intervención de Ronna no había tenido por objeto protegerlo de Fenlog, sino apartarlo de la trayectoria de aquella flecha, que estaba destinada a él.
—¿Qué está pasando? —jadeó Ronna.
Fenris se convulsionó de nuevo y su cuerpo se transformó definitivamente en el de un lobo.
—Tenemos que salir de aquí —gruñó.
Ronna saltó sobre su lomo y Fenris echó a correr. Más flechas atravesaban el aire, ensartando los cuerpos de los hombres—lobo, que aullaban de dolor, aterrorizados, incapaces de comprender qué era aquello que les abrasaba la carne de aquel modo. Nadie en la Tribu del Lobo conocía la plata, y por tanto aquellos licántropos no tenían modo de saber que era mortal para ellos. Se habían sentido invencibles bajo su forma de lobo y ahora caían abatidos por aquellas saetas malditas. Muchos de ellos murieron allí mismo.
En sus últimos momentos conscientes, Fenris logró ver en lo alto de una loma, recortada contra la luna llena, la figura de un hombre que portaba una ballesta.
Pero entonces se oyó un silbido y un gemido, y el elfo—lobo sintió que Ronna se deslizaba de su lomo para caer a tierra. Se detuvo, perplejo, y la vio un poco más atrás, echada de bruces sobre el suelo. Una flecha sobresalía de su espalda.
Loco de furia, Fenris corrió hacia ella mientras su conciencia racional despertaba de nuevo, como si por una vez la bestia y el elfo se hubieran puesto de acuerdo en algo y hubieran firmado una tregua para salvar a Ronna.
A su alrededor reinaba el caos. No era un hombre, sino varios, los que atacaban a la Tribu del Lobo aquella noche, y el clan se había unido a los hombres—lobo de Fenlog para luchar contra ellos. Fenris distinguió entre los asaltantes a dos o tres guerreros con espadas, a un par de arqueros, a un mago, que destacaba por su túnica roja, y a alguien que parecía ser muy hábil lanzando cuchillos. Incluso le pareció ver a un enano enarbolando una enorme hacha, pero no estaba seguro de ello. «Un grupo de aventureros», pensó el elfo. «Devorémoslos», dijo la bestia.
Sin embargo, la visión de Ronna yaciendo en el suelo con la flecha clavada en la espalda los puso de nuevo de acuerdo. Olvidaron la batalla que se desarrollaba a su alrededor para acudir junto a ella.
Pero una sombra se interpuso entre ellos, y el lobo recibió el impacto de una flecha que le acertó en el hombro. Aulló de dolor, tratando de arrancársela con los dientes, mientras la punta de plata corroía su carne.
—Volvemos a encontrarnos, elfo —dijo una voz acerada.
Fenris alzó la cabeza, ignorando el dolor. El hombre que le había hablado tenía el cabello de color gris, y el tiempo había cincelado ya un buen número de arrugas en su rostro de piedra, pero, por lo demás, era el mismo Cazador que él recordaba. Había cargado de nuevo la ballesta y lo apuntaba con ella, y Fenris se debatió entre el impulso de saltar sobre él para matarlo y la prudencia, que le decía que era mejor estarse quieto.
—No deberías haber disparado contra Ronna —gruñó—. Ella no te ha hecho nada.
—Te equivocas. Me arrebató a mi presa, y no quiero que vuelva a interponerse en mi camino. Tengo un contrato que cumplir.
—¿Me has estado buscando todo este tiempo? —jadeó Fenris, tratando de mantener a la bestia bajo control.
—Soy el mejor en mi oficio —dijo el Cazador lúgubremente—. He amasado una pequeña fortuna matando a licántropos, vampiros, demonios y similares, pero tú eres la única presa que se me ha escapado. Aquel día, en el bosque, te subestimé. Quizá porque te recordaba indefenso y moribundo bajo la lluvia, cuando aquel condenado mago me robó a mi presa, y no pensé que encontraría resistencia. Me sorprendiste como a un novato, me tuviste en tu poder, me perdonaste la vida. No lo he olvidado.
»Cuando recobré el conocimiento y vi que te habías marchado, pensé que me sería fácil volver a encontrarte, ahora que el mago ya no podía ocultarte de mí con sus hechizos. Pero eres hábil borrando tus huellas. Te perdí la pista.
»He pasado más de veinte años buscándote sin descanso, pero parecías haber desaparecido de la faz de la tierra. Si he llegado hasta aquí, hasta este lugar maldito, ha sido porque buscaba el límite del mundo, convencido ya de que lo habías traspasado.
—¿Quiénes son esos que has traído contigo?
—Llegué aquí hace unos meses y no te encontré, pero descubrí una tribu entera de hombres—lobo. Como comprenderás, en todo este tiempo he aprendido a odiaros con toda mi alma. Ya no necesito que me ofrezcan dinero para matar licántropos, ahora los cazo por placer. Pero en este caso eran muchos, así que regresé al mundo civilizado para reclutar algunos aliados —sonrió—. Imagina mi sorpresa cuando te vi entre esos bárbaros esta tarde, elfo. Apenas podía creer mi buena suerte. Aunque debería haber imaginado que tú estabas detrás de todo esto.
Fenris rechinó los dientes.
—Cometí un error al perdonarte la vida, pero no volveré a hacerlo —gruñó—. Deja en paz a mi gente.
Y saltó sobre él con un ladrido colérico. Nunca supo si fue la bestia solamente, o también el elfo, quien decidió atacar, aun sabiendo que se jugaba la vida.
El Cazador disparó y la flecha se clavó en el pecho de Fenris, pero este estaba demasiado furioso e ignoró deliberadamente el dolor. El hombre y el lobo chocaron con violencia y cayeron al suelo. Durante unos confusos momentos, lucharon cuerpo a cuerpo en una igualada batalla. El Cazador seguía siendo un hombre fuerte y resistente, estaba acostumbrado a enfrentarse a situaciones semejantes y, además, había soltado la ballesta para defenderse con un cuchillo de hoja de plata. Fenris, gravemente herido, sintiendo que las flechas alojadas en su cuerpo lo mataban poco a poco, peleaba con furia asesina, tratando de desgarrar la garganta de aquel hombre que, tanto tiempo después, regresaba del pasado para martirizarlo y destruir lo que más amaba. Las garras del lobo se clavaron en el cuerpo del hombre en más de una ocasión, pero también la daga de plata logró hundirse en el peludo cuerpo de Fenris, sacudiéndolo con un dolor mucho más intenso y lacerante de lo que se creía capaz de soportar.
Se apartaron un tanto y se observaron el uno al otro, jadeantes.
—No has perdido facultades, Cazador —dijo Fenris.
—Tú, en cambio, ya no eres el mismo de antes —gruñó el Cazador—. Ahora eres más bestia que elfo.
Fenris sonrió de manera siniestra.
—Eso no es verdad —dijo—. ¿Cuántos lobos parlantes habías visto antes?
El Cazador lanzó un grito de guerra, y Fenris, un ladrido de furia, y los dos chocaron nuevamente. Un rayo lanzado por el mago un poco más allá iluminó el cielo y cayó sobre los árboles cercanos, prendiéndoles fuego, pero ninguno de los dos prestó atención a aquel hecho. Fenris no había olvidado cómo el Cazador lo había perseguido implacablemente aquella noche de lluvia. Por su parte, su contrario no podía dejar de recordar que aquel elfo larguirucho le había burlado en dos ocasiones, y que en la segunda lo había humillado.
La garra derecha de Fenris rasgó el pecho del Cazador, produciéndole una profunda herida. Pero este clavó su cuchillo de plata en su costado. Fenris dejó escapar un gañido, y los dos se separaron nuevamente. El elfo—lobo sabía que estaba herido de muerte, pero las heridas del Cazador también eran profundas y no se repondría de ellas.
—Sabía que sucedería esto, elfo —dijo el Cazador—. Era nuestro destino encontrarnos de nuevo. Sabía que moriría matándote.
—Entonces, ¿por qué has venido? —jadeó Fenris.
El Cazador sonrió.
—Porque quería verte muerto.
Fenris gruñó, enseñando todos los dientes.
—No te daré esa satisfacción.
Trató de avanzar hacia él, pero las patas le temblaron y cayó al suelo. El efecto letal de la plata sobre su organismo lo estaba destrozando por dentro.
—Ya estás muerto, elfo. Despídete de la vida.
Fenris vio el cuerpo caído de Ronna por el rabillo del ojo y supo que no podía morir, no ahora, ni allí, ni mucho menos de aquella manera. Apretó los dientes.
—Nunca.
Con sus últimas fuerzas, se lanzó sobre él y lo arrojó al suelo. Su memoria le trajo el recuerdo de Ronna cayendo al suelo desde su lomo, abatida por la flecha. Aquel hombre no solo la había asesinado, sino que además le impedía acudir a su lado. La bestia exigió ser liberada, y Fenris, gustosamente, le cedió el control de su cuerpo de lobo.
Fue vagamente consciente, entre el dolor y la rabia, de que sus dientes desgarraban la carne del Cazador. Cuando sintió que su corazón dejaba de latir, reprimió a la bestia a duras penas y retrocedió un poco. Lentamente, volvió a la realidad. El Cazador yacía muerto, en el suelo, en un charco de sangre. Fenris, abatido, no pudo evitar pensar que toda su vida había sido un cúmulo de sangre, muerte, dolor y tristeza. Sintiendo que la vida se apagaba dentro de su ser, se arrastró como pudo hasta el cuerpo de Ronna y se echó junto a ella. Logró arrancarse el puñal que el Cazador le había clavado en el costado y lo reconoció al instante: era la daga de plata de su padre.
Sonrió amargamente. Él mismo había enterrado aquella daga junto al cuerpo de Novan, pero parecía claro que el Cazador, siguiendo su rastro, había encontrado la tumba y la había excavado, tratando de averiguar, seguramente, si el cuerpo inhumado en ella pertenecía al elfo que iba rastreando.
Acudieron a su memoria las palabras de Novan: «… esa daga que algún día te matará», le había dicho. «Cuánta razón tenía», pensó Fenris. «Y también Fenlog, cuando anunció que hoy tenía una cita con mi destino. Pero él no era mi destino, sino el Cazador, y esta daga que lleva escritos mi origen y mi muerte».
A su alrededor, los hombres—lobo y las gentes de su clan habían logrado derrotar a los mercenarios, a costa de muchas bajas. Fuego, muerte, sangre y desolación. «Es la historia de mi vida», pensó Fenris. «Llevo la desgracia allá donde voy. Sin duda merezco morir». Incluso la bestia se sentía tan agotada y abatida que no pareció rebelarse ante estos amargos pensamientos. Con su último aliento, Fenris aulló a la luna llena. Aulló por Ronna, por Novan, por Log, por Shi—Mae y, probablemente, también por el Cazador.
Después se dejó caer junto al cuerpo de Ronna y cerró los ojos. Sintió que todavía palpitaba en ella un hálito de vida, pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo y tratar de salvarla. La voz de Novan seguía resonando en su mente, pero era cada vez más ininteligible. Fenris tardó un poco en darse cuenta de que aquello que estaba recordando eran las palabras de un hechizo. Casi sin darse cuenta, mientras su memoria seguía recordando, obsesivamente, aquel conjuro que había oído pronunciar alguna vez, su boca comenzó a repetir las palabras, rogando por un milagro que salvase la vida de Ronna.
Después, el dolor inundó todo su ser y Fenris perdió el sentido.
Despertó ya transformado en elfo, y miró a su alrededor, desorientado. Rua le estaba curando las heridas con cataplasmas de hierbas.
—¿Qué ha pasado?
—Hemos vencido —sonrió la anciana.
En un claro de un bosquecillo de coniferas se había reunido lo que quedaba de la Tribu del Lobo. Pálidos, cansados, hambrientos y heridos en muchos casos, los miembros del clan mostraban en sus rostros una expresión serena y aliviada. Había sido duro, pero todo había acabado ya y estaban listos para iniciar una nueva vida. Fenris descubrió entre ellos a algunos de los hombres—lobo de Fenlog, casi todos muy jóvenes.
—La bendición del Primero les ha sido retirada —dijo Rua al advertir su mirada—, pero ellos se han arrepentido de lo que hicieron y han pedido que se los acepte de nuevo en el clan.
—¿Y lo habéis hecho?
Rua se encogió de hombros.
—Te aceptamos a ti, ¿no?
Fenris sonrió, pero enseguida se puso serio de nuevo. Vaciló antes de atreverse a preguntar:
—¿Y Ronna? ¿Está…?
—No. Ha sobrevivido, y ahora duerme.
Fenris se sintió tan aliviado que no fue capaz de decir nada.
—Fue algo muy extraño —siguió diciendo Rua—, porque tanto ella como tú teníais heridas mortales, pero cuando llegamos a socorreros estaban casi cerradas, y el cuerpo de mi hija había expulsado, por sí solo, la flecha que lo había atravesado. La bendición del Primero os ha protegido.
Fenris sonrió, preguntándose si esa era la razón por la cual todavía estaban vivos. No podía olvidar que, aunque lo hubiesen aceptado en la tribu, en realidad él no estaba emparentado con ellos.
—Quiero verla —dijo.
Se levantó y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol, porque todavía se encontraba débil. Cojeando, siguió a Rua hasta el otro extremo del claro. Allí, tendida en el suelo, Ronna descansaba cubierta por un manto de pieles. Fenris se inclinó junto a ella y le acarició el pelo. La mujer abrió los ojos, lo vio y sonrió.
—Hola —dijo él suavemente—. ¿Cómo te encuentras?
—Me has salvado la vida —respondió ella en voz baja.
—No he sido yo…
—Sí, has sido tú. Me estaba muriendo, sentía que me marchaba para no volver, pero entonces apareciste tú y me tendiste la mano, y me trajiste… de vuelta.
—Solo fue un sueño.
—No lo fue —lo miró fijamente—. Realmente, ¿eres tú… Fenris, el Primero?
—Sabes que no. Pero ahora descansa, Ronna.
Ella sonrió y cerró los ojos de nuevo. Fenris la miró. El rostro de Ronna seguía pareciéndole muy hermoso, pero ni siquiera él podía ignorar la huella que el sufrimiento y la tristeza habían dejado en ella a lo largo de los últimos años. Y en ese mismo momento supo qué era lo que debía hacer.
Acarició su cabello nuevamente, se levantó y recorrió el improvisado campamento. Rasloc, con una aparatosa venda en la cabeza y apoyándose en una rama que hacía las veces de bastón, iba de un lado para otro, intentando poner orden en el lugar. «Será un buen líder», pensó Fenris, sonriendo con orgullo. Aquel valiente muchacho había sido para él como el hermano menor que nunca había tenido; lo conocía desde que era un bebé, pero sabía que ahora había llegado el momento de dejar que volase solo.
Al caer la tarde, se acercó de nuevo a Ronna, pero ella dormía y decidió que no quería despertarla. Depositó con cuidado el puñal de plata junto a ella.
—Si esta daga ha de matarme algún día, Ronna, quiero que la guardes tú —susurró—. Y quiero que seas feliz junto a un hombre que pueda vivir la vida contigo y curar las heridas de tu corazón.
Se incorporó, sonriendo con ternura, pero con un brillo de tristeza en la mirada.
—Hasta siempre, querida Ronna —murmuró—. Nunca te olvidaré, pero juro también que no volveré a amar a una mujer humana.
Porque había sido demasiado doloroso para ella, pensó. Porque Ronna le había entregado toda su vida, mientras que para él su relación había pasado en un suspiro.
Y no era justo. No habían puesto en juego las mismas cosas. Ronna le había dedicado toda su juventud y él ni siquiera había podido darle la familia que ella tanto deseaba.
«Pero aún estás a tiempo, Ronna», pensó.
Se levanto y se alejó hacia lo mas profundo del bosque. Nadie le prestó atención porque todos tenían algo que hacer. «Mejor», se dijo Fenris. «Eso lo hará más fácil».
Cuando ya se había internado en la espesura, oyó una voz a su espalda.
—Te marchas, ¿verdad?
Se volvió. Era Rua.
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque sé que quieres a mi hija. Y la abandonas para darle una oportunidad de ser feliz. ¿Crees que es lo correcto?
—No es lo que quiero —confesó Fenris—, pero sé que es lo que debo hacer.
La anciana asintió gravemente.
—Cuenta la leyenda —dijo entonces— que, en tiempos de necesidad, Fenris vino y nos salvó de los lobos. Y después se fue sin despedirse, pero nos entregó su bendición y nos hermanó con los animales que antes habían sido nuestros enemigos. ¿Recuerdas la historia, muchacho?
—Eso pasó hace mucho tiempo.
—Pero la historia vuelve a repetirse. Dentro de un par de generaciones, la Tribu del Lobo recordará tu nombre y te convertirás en una leyenda.
Fenris inclinó la cabeza y sonrió con pesar, pero no dijo nada. Entonces Rua le tendió algo.
—Toma. Era de ese hombre. No sé qué es, pero quizá signifique algo para ti.
Fenris lo cogió. Era un pergamino.
—Tal vez. Muchas gracias, Rua.
—Buen viaje, Fenris. Y que los lobos aullen por ti las noches de luna llena.
La anciana desapareció en la oscuridad del bosque. Fenris se guardó el pergamino sin mirarlo y prosiguió su camino.
No se detuvo hasta que estuvo muy lejos. Sospechaba que Ronna y Rasloc saldrían en su busca y no quería volver a encontrarse con ellos; sobre todo, no quería volver a mirar a Ronna a los ojos, porque sabía que, si lo hacía, no sería capaz de abandonarla de nuevo.
Una noche juzgó que podía permitirse encender un fuego y descansar unas cuantas horas más. Entonces, sentado junto a la hoguera, desenrolló el pergamino y le echó un vistazo.
Era el contrato del Cazador. El documento estaba ya viejo y ajado, pero el escudo de la Casa del Río seguía allí, y también se leía claramente la descripción del licántropo que había de matar, un joven elfo de ojos ambarinos y cabello de color de cobre, cuyo nombre era An—Kris de los Robles, o Ankris del Paso del Sur.
Fenris respiró hondo y sintió un nudo en la garganta.
La firma que había estampada al pie del pergamino no era la de Shi—Mae, sino la de su padre, el Duque del Río.
Sonriendo, Fenris acercó el documento al fuego y dejó que lo devoraran las llamas. Y, mientras aquel último vínculo con su pasado desaparecía entre el fuego, el elfo—lobo alzó la cabeza, miró a las estrellas y aulló.
No sabía si aullaba a la luna, a las estrellas o esperando que hubiese alguien en alguna parte que pudiese escucharlo y entenderlo, pero sí sabía que, si seguía vivo a pesar de todo, era porque todavía no había encontrado las respuestas que buscaba y su destino lo aguardaba en otra parte, tal vez muy lejos de allí, para, quizá, revelarle el secreto y la razón de su existencia.