Caminaron durante un par de días más, siempre hacia el este. Al caer la tarde del segundo día los sorprendió una tormenta de nieve, pero a Ronna no pareció molestarla. La humana era pequeña y no muy alta, pero su cuerpo fibroso y sus piernas musculosas indicaban que se trataba de una muchacha fuerte y resistente, acostumbrada a caminar sobre la nieve, a correr para cazar y a vivir en condiciones extremas.
Al elfo le costó bastante mantener su ritmo. Podría haberse negado a acompañarla, pero sentía curiosidad por saber hacia dónde lo guiaba y, sobre todo, quería averiguar de qué modo había logrado ella devolverle su forma élfica la noche en que la había atacado.
Cuando tenía las manos y los pies tan helados que pensó que no podría seguir caminando, su penetrante mirada percibió a lo lejos, tras la cortina de nieve, unas formas achaparradas que parecían medias naranjas que creciesen de la tierra. Tuvieron que acercarse todavía un poco más para que pudiera reconocerlas: se trataba de curiosas viviendas semiesféricas cubiertas de pieles.
Habían llegado a una aldea.
Multitud de preguntas cruzaron por su mente. Tenía entendido que ningún ser humano habitaba en las Tierras Muertas y, sin embargo, allí había una población entera; a juzgar por el número de tiendas, no era muy grande, compuesta tal vez por una docena de familias, pero se trataba de una población, al fin y al cabo. Ronna lanzó un potente grito gutural, utilizando las manos a modo de bocina, y enseguida varias personas salieron de las cabañas y acudieron a su encuentro. Tiritando de frío, el elfo los miró. Todos ellos eran bajos, robustos y de cabellos oscuros, como Ronna; también se habían pintado el rostro con motivos tribales muy semejantes a los que lucía la muchacha; variaban en algunos casos, por lo que el elfo dedujo que aquellas pinturas tenían algún tipo de significado, quizá como indicativo del rango o función de cada uno dentro del grupo. Vestían también con pieles blancas, de osos en su mayoría, y portaban lanzas, arcos y hondas.
Ronna habló con ellos, señalando al elfo y pronunciando el nombre de Fenris. Los hombres y mujeres del grupo se miraron unos a otros, sorprendidos, y murmuraron entre ellos. Entonces Ronna echó a andar hacia el poblado e hizo una seña a su compañero para que la siguiera. Los otros fueron tras ellos.
Inseguro, el elfo comprobó que lo miraban de reojo y mantenían la distancia. Sin embargo, no parecían tenerle miedo. Más bien se trataba de un extraño respeto reverencial.
Lo condujeron hasta una choza que estaba algo apartada de las demás. Ronna penetró en ella, pero antes indicó por señas al elfo que entrara tras ella. Tuvo que agacharse porque era demasiado alto para la puerta y, al hacerlo, advirtió que en torno a la entrada de la vivienda había pintados unos extraños símbolos, más complejos que los adornos que lucían aquellas personas sobre su piel.
El interior de la choza estaba iluminado por el cálido resplandor rojizo de un brasero colocado en el centro. El techo, de forma semiesférica, era más alto allí que en los lados. Las paredes se hallaban cubiertas por pieles blancas que, además de aislar la estancia del frío del exterior, estaban pintadas con imágenes de lobos. El elfo se había colocado cerca del brasero, porque tenía frío y porque aquel era el único lugar donde su cabeza no rozaba el bajo techo de la vivienda. Pero al ver las pieles pintadas se acercó a ellas, agachando la cabeza, para examinarlas. Una de ellas mostraba a un grupo de hombres y de lobos rodeando a otro lobo mucho más grande que el resto. Parecía como si se inclinasen ante él.
—Fenris —dijo de repente la voz de Ronna junto a él, con respeto y veneración.
Se sobresaltó. Miró a la muchacha y se dio cuenta de que ella señalaba al gran lobo de la imagen.
Y entonces comprendió.
Aquel lobo al que llamaban Fenris debía de ser una especie de dios para ellos. Ello explicaría que Ronna no le tuviese miedo, a pesar de que lo había visto transformado en lobo días antes. El elfo había oído decir que algunas tribus humanas primitivas adoraban a algún tipo de animal y lo consideraban su padre y protector. Las pinturas de la choza y lo que había visto en la cueva parecían corroborarlo: aquella gente se consideraba emparentada de alguna manera con los lobos.
«¿Me han confundido a mí con su dios?», se preguntó. Si se trataba de eso, desde luego debía sacarlos de su error. Actuar como un dios a la larga solo podía traerle problemas.
Se volvió hacia Ronna para tratar de hacérselo comprender, y entonces vio que se había acercado a ellos un hombre joven cuyo aspecto pequeño y frágil le hacía parecer mayor de lo que era. Su manto estaba adornado con los mismos símbolos que había visto dibujados en torno a la entrada de la vivienda, y cubría su cabeza con un tocado de plumas.
El elfo retrocedió un paso. Aquel hombre tenía todo el aspecto de ser un mago o un brujo —algunos humanos no veían ninguna diferencia entre unos y otros—, y él, tras su experiencia con Novan y Shi—Mae, había aprendido a no confiar en los hechiceros. La mano de Ronna se posó tranquilizadoramente sobre su brazo. Esto lo desconcertó. Si lo creían una especie de dios, ¿por qué lo trataba la chica con tantas confianzas?
—Log —dijo, señalando al hombre del tocado de plumas.
—Log —repitió el elfo, inseguro.
El brujo, o lo que fuera, se señaló a sí mismo, asintiendo. Después se acercó al elfo sin preocuparse lo más mínimo por la mirada recelosa que este le dirigió. Clavó en él sus ojos oscuros y murmuró unas palabras en su propio idioma. Alzó la mano y la acercó a su frente. El elfo quiso retroceder, pero se sintió paralizado por su mirada. Los dedos de Log rozaron su frente y despertaron en su interior algo salvaje que había permanecido dormido desde la última luna llena. Sintió a la bestia rugir en su interior y lanzó un grito de alarma; pero, cuando el lobo trataba de tomar el control sobre su cuerpo e iniciar la transformación, el hombre retiró la mano, y la bestia volvió a ocultarse en el más oscuro rincón de su ser.
Temblando, el elfo se apoyó contra la pared y cerró los ojos, agotado y sudoroso. Cuando los volvió a abrir de nuevo, Ronna y Log lo miraban fijamente.
—Fenris —dijo Log simplemente.
El elfo, debilitado tras el duro viaje y la lucha interna que acababa de librar, sintió que se le nublaban los ojos y cayó desvanecido sobre el suelo cubierto de pieles.
Tardó varios días en reponerse, y se dio cuenta entonces de los estragos que habían causado en su cuerpo aquellos meses de vida rigurosa y austera en las Tierras Muertas. Las gentes de la tribu cuidaron de él y, cuando se encontró un poco mejor, percibió que los más jóvenes solían espiarlo a menudo desde la entrada, cuando los mayores no miraban. Era evidente que sentían curiosidad hacia él. Pero no parecían temerle.
Ronna no se apartó de su lado. Era difícil comunicarse por señas, de modo que el elfo trató de aprender algunas palabras de su lengua que, aunque le parecía tosca y rudimentaria comparada con el bello idioma élfico, tenía algo que le llegaba al corazón sin saber por qué.
Una tarde, Log entró en su choza y se sentó junto a él para tratar de establecer comunicación. Había traído consigo varios pedazos de cuero en los que había diversas imágenes pintadas. El elfo las reconoció: muchas de ellas reproducían las pinturas murales de la cueva que le había mostrado Ronna. A través de ellas, del lenguaje gestual y de lo poco que había aprendido de su idioma, el elfo pudo comprender un poco mejor la historia de aquellas gentes.
Tenían una leyenda según la cual sus antepasados habían llegado a aquel lugar huyendo de una terrible catástrofe. Estaban a punto de morir de hambre y de frío cuando los lobos los acosaron, pero entonces un enorme lobo, más grande que los demás, había acudido en su ayuda.
El lobo y los humanos se hicieron amigos; el lobo les enseñó a sobrevivir y, a cambio, ellos le enseñaron a hablar. Y, cuando fue capaz de hablar como un ser humano, el lobo adquirió también la habilidad de poder transformarse en hombre a voluntad. Un día los abandonó para marcharse lejos, pero antes juró que su espíritu siempre protegería a la tribu y que ningún lobo los dañaría jamás. A cambio, ellos debían prometer que no matarían ni herirían nunca a ningún miembro de su especie.
Se marchó y nunca regresó, pero ellos jamás olvidaron su nombre: Fenris.
Aquellos hombres y mujeres se hicieron llamar, en adelante, la Tribu del Lobo, y habían estado aguardando el regreso de Fenris desde entonces, añorando al hermano perdido a quien tanto debían. La bendición de Fenris seguía con ellos, dado que ningún lobo podía atacarlos, pero jamás habían vuelto a saber de él.
«Fenris no es un dios para ellos», pensó entonces el elfo. «Es un héroe mítico, pero también el miembro que le falta a la tribu para sentirse completa».
Trató de hacerles comprender que él no era la persona que estaban esperando. Incluso les reveló su nombre élfico, pese a que al abandonar la cabaña de Novan había jurado que no volvería a utilizarlo. Ronna se echó a reír. Tardó un buen rato en hacerle entender que, por supuesto, ellos sabían que él no era Fenris; pero probablemente se trataba de uno de sus descendientes y, por tanto, se le podía llamar así.
Ante esto, él no supo qué decir. La historia de aquella gente parecía una leyenda, pero la figura del enorme lobo que se había transformado en hombre le había llamado la atención. ¿Podría haber sido aquel Fenris uno de los primeros licántropos? ¿Procedían los hombres—lobo, en su origen, de animales que se habían transformado en humanos, y no al revés? ¿En qué momento el animal bondadoso y protector de las leyendas se había transformado en una bestia asesina? ¿Y por qué?
En cualquier caso, y aunque no fuera más que una leyenda, había algo en ella que lo consolaba inmensamente. Fenris no había sido un asesino. Él y su tribu, la Tribu del Lobo, habían convivido en paz.
Y, por otro lado, aquel mito explicaba también por qué al tratar de atacar a Ronna se había transformado en elfo de nuevo. ¿Podía haber sido la mano protectora de Fenris, el hermano perdido, quien había salvado la vida de la chica en aquella ocasión?
Sintió que una llama de esperanza alimentaba su corazón por primera vez en mucho tiempo. Si eso era cierto, no podía hacer daño a aquellas personas. Tal vez hasta podría encontrar un hueco entre ellos, si lo aceptaban como uno más. Porque, a pesar de que su madre lo había educado para que soportarse la soledad, esta le había pesado como una losa desde la muerte de Novan.
Mirando alternativamente a Ronna y a Log, el elfo se señaló a sí mismo, vacilante, y pronunció la palabra que utilizaba aquella gente para referirse a los miembros de su tribu. Lo hizo con timidez, esperando un rechazo por su parte, puesto que era muy consciente de los rasgos élficos que lo hacían tan diferente de ellos.
Log no sonrió, pero el rostro de Ronna resplandeció de alegría. Impulsivamente, le echó los brazos al cuello y lo abrazó como a un hermano, y el elfo sintió que su corazón, congelado desde hacía mucho tiempo, volvía a latir al calor del de ella.
Celebraron una especie de rito de aceptación en la tribu. Lo vistieron con uno de sus trajes de pieles, mejor confeccionados que el tosco manto que se había hecho él mismo; sujetaron su cabello castaño con una banda de cuero, al estilo del clan, y adornaron su rostro con las pinturas tribales. Después, con solemnidad, le otorgaron públicamente su nuevo nombre, y pasó a llamarse definitivamente Fenris. Bailaron toda la noche en torno a la hoguera y Fenris participó de aquella salvaje alegría. Cuando por fin, agotado, se dejó caer en el suelo para contemplar cómo bailaban los demás, Ronna fue con él y se sentó a su lado. No tardó en dormirse, con una sonrisa en los labios, la cabeza apoyada sobre el hombro del elfo y sus brazos rodeando su cintura.
Tardó un poco en conocer las costumbres de la Tribu del Lobo, pero lo animaba el hecho de que ellos lo aceptaron enseguida como uno más. Algunos lo miraron con desconfianza al principio, pero todos asistieron a su transformación la siguiente noche de luna llena, y ya ninguno volvió a tener dudas acerca de su parentesco con su animal totémico.
Algo debía de tener de cierto la leyenda de la Tribu del Lobo, puesto que la bestia no atacó a ninguno de ellos.
Una nueva vida comenzó entonces para Fenris. Se esforzó por aprender la lengua de sus nuevos amigos y adoptar sus costumbres. Hombres y mujeres salían a cazar juntos y traían comida para toda la tribu. Cuando las mujeres se quedaban embarazadas, permanecían en el poblado hasta que los niños ya no necesitaban tanta atención y podían quedarse al cuidado de los ancianos de la tribu.
Por tal motivo, también Ronna se unía a las partidas de caza, y casi siempre escogía el grupo en el que se encontraba Fenris. El elfo lo aceptó como algo natural, al igual que el resto de la tribu. Había sido ella quien lo había encontrado y lo había llevado al poblado, con sus hermanos perdidos, y por ello era lógico que entre los dos hubiese un vínculo especial. Tanto los hermanos mayores como la madre de la chica aceptaron a Fenris con alegría y orgullosos de que el recién llegado se uniese a su familia como un miembro más.
Fueron días felices para el elfo—lobo. Por fin se sentía querido y aceptado no solo por una persona, sino por todo un grupo. Seguía sin poder mantener el control de sus actos las noches de luna llena, pero al menos sabía que no haría daño a los que le rodeaban. En tales ocasiones, Ronna salía a cazar con él, montada sobre su lomo, y los dos juntos recorrían los valles y los desfiladeros helados. Tanto la bestia como el elfo apreciaban sinceramente a la chica, y solo a ella le permitía el lobo montar sobre su lomo las noches de luna llena.
Cuando Fenris fue capaz de hablar con cierta fluidez la lengua de sus nuevos amigos, Log mantuvo una importante conversación con él.
En realidad no era un hechicero o, al menos, no en el sentido estricto de la palabra. Tampoco era un brujo. Los miembros de la tribu lo llamaban chamán, y su poder estaba relacionado con el mundo del espíritu. Era capaz de reconocer la verdadera naturaleza de una persona con solo mirarla atentamente a los ojos y, en ocasiones, cuando entraba en trance, su espíritu salía fuera de su cuerpo para fundirse con la naturaleza. Ronna le explicó que los grandes chamanes podían introducir su propia conciencia en el cuerpo de un animal, y así ver y oír a través de ellos. Nadie sabía si el chamán de la Tribu del Lobo había logrado algo semejante, porque mantenía en secreto lo que aprendía cuando su espíritu se alejaba de su cuerpo, durante el trance.
En otras circunstancias, Fenris se habría mostrado escéptico. Pero el día de su llegada había visto cómo Log descubría al lobo agazapado en su interior con solo mirarlo a los ojos, y por eso acudió a su cita inquieto y cauteloso.
Ambos se sentaron en el suelo de la cabaña de Log, junto al brasero, que emitía un olor dulzón y aromático. Hablaron de cosas triviales hasta que el chamán preguntó:
—¿Qué se siente cuando te transformas en lobo?
—Dolor —respondió Fenris inmediatamente—. Dolor y miedo.
—¿No te hace sentir mejor, más poderoso, más fuerte?
—Eso es después. Pero mi mente está dormida y no puede apreciarlo. Cuando me transformo, solo puedo pensar como una bestia asesina.
El chamán asintió, pero a Fenris le dio la sensación de que no lo había comprendido.
—Vosotros no os dais cuenta porque la bendición de Fenris, el Primero, os protege. Pero nadie está a salvo junto a mí las noches de plenilunio.
—¿De dónde sacas tu poder? ¿Naciste con él?
—No es un poder, sino una maldición —corrigió Fenris.
—Nada que nos acerque tanto a nuestros hermanos los lobos puede ser una maldición —manifestó Log, mirándolo con sombría severidad—. Quiero saber por qué los dioses te han otorgado este poder a ti, un extranjero, mientras que nosotros, fieles servidores de los lobos, no podemos ser como ellos.
Fenris debería haber detectado el extraño fuego que alimentó los ojos del chamán al pronunciar estas palabras, pero estaba demasiado preocupado por expresarse correctamente. Mucho tiempo después advertiría el verdadero sentido de aquellas preguntas, pero entonces ya sería demasiado tarde.
Le habló de la licantropía, y le explicó que en el lugar del que procedía era considerada una maldición o una enfermedad, no un don. Le contó cómo, en su caso, se había manifestado al llegar a la adolescencia. Le habló de los asesinatos, del rechazo de sus semejantes, del odio y del miedo, de su largo peregrinar en busca de un hogar. Cuando terminó de hablar, sobrevino un pesado silencio. Entonces, Log lo miró fijamente y declaró con solemnidad:
—Tus días de dolor han acabado, amigo, y también tu largo viaje. Por fin has encontrado a tu familia.
Hacía tiempo que Fenris se sentía ya miembro de la tribu, pero oírselo decir al chamán, el hombre más respetado del clan, hizo que se sintiera mucho mejor.
Cuando iba a salir, sin embargo, Log le preguntó:
—¿Cómo te convertiste en licántropo? Dices que naciste así. ¿Acaso tus padres lo fueron también?
Fenris iba a contestar: «No, a mi madre la mordió un hombre—lobo cuando estaba embarazada», pero eso le hizo recordar a Novan, y no eran recuerdos agradables.
—No me gusta hablar de ello —dijo suavemente—. Creo que todavía no estoy preparado.
Los ojos del chamán relucieron un breve instante, pero se limitó a decir:
—Comprendo. Que los lobos guarden tu camino, hermano, y la bendición de Fenris, el Primero, te acompañe.
Pasó el tiempo. Semanas, meses, años. Fenris se adaptó perfectamente al ritmo vital de la tribu. Con el tiempo, Ronna se convirtió en su compañera. Fenris jamás se preguntó si estaba bien que un elfo se emparejase con una humana, porque ya no se consideraba un elfo, sino un miembro más de la Tribu del Lobo. Juntos, Fenris y Ronna exploraban su helado mundo, salían de cacería, recorrían valles, montañas y desfiladeros en sus audaces expediciones, remontando impetuosos torrentes en primavera y atravesando lagos congelados en invierno. En las noches de plenilunio era frecuente ver a lo lejos, en lo alto de algún promontorio, la figura, recortada contra la luna, de una mujer humana montada sobre el lomo de un enorme lobo.
—Eres un ser extraño —le dijo Ronna un día—. Sigues igual que la primera vez que te vi, no has cambiado nada.
—Claro que he cambiado —repuso él—. Me he vuelto más fuerte y más resistente. Y ya no soy la persona que era. Ahora soy uno de vosotros.
—No me refiero a eso. Sigues igual de joven. No has envejecido.
Fenris la miró, y se dio cuenta por vez primera de que la muchacha que había conocido era ya una mujer madura, y se preguntó, sorprendido, cuántos años habían pasado sin que lo notara. Abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.
—¿Por qué no me lo dijiste, Fenris? —preguntó ella—. ¿Por qué no me dijiste que eres inmortal?
—No soy inmortal, Ronna. Tú misma me has visto herido en más de una ocasión, tras una cacería. Yo también envejeceré y moriré. Solo que… quizá tarde más tiempo.
—¿Es porque eres medio lobo?
—No; es porque soy un elfo.
Le había hablado de los elfos mucho tiempo atrás, cuando Ronna le había preguntado acerca de su extraño aspecto. Pero no le había mencionado la extraordinaria longevidad de la raza élfica, para la que las vidas humanas eran apenas un suspiro.
—¿Cuánto tiempo?
Fenris titubeó, sin atreverse a confesar la verdad.
—¿Cuánto tiempo, Fenris? —insistió ella.
—Los elfos más longevos pueden llegar a vivir mil años —dijo él finalmente, incómodo.
Una sombra de dolor cruzó el rostro de Ronna. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Por qué no me lo dijiste? —gimió.
—Ronna, yo…
Quiso acercarse a ella, pero la mujer sacudió la cabeza, le dio la espalda y salió corriendo. Fenris fue tras ella, pero pronto la perdió de vista. La buscó por todos los lugares donde se le ocurrió que podía estar, y por fin la encontró sentada junto al río, hecha un ovillo, con el rostro enterrado entre los brazos. Se acercó a ella con precaución, temiendo asustarla, pero Ronna no se movió. Fenris se sentó junto a ella y la rodeó tímidamente con los brazos.
—Ronna, lo siento.
Ella lo miró. Ya no lloraba, pero tenía los ojos enrojecidos.
—Es por eso por lo que no tenemos hijos, ¿verdad? —dijo.
La pregunta lo cogió completamente por sorpresa. Nunca lo había pensado. Jamás se había planteado la idea de tener hijos, era demasiado joven.
Pero era evidente que Ronna ya no era ninguna niña. La contempló de nuevo, preguntándose otra vez cómo había podido pasar tanto tiempo para ella sin que él se diese cuenta. Todas las mujeres de la tribu, a su edad, tenían ya uno o dos hijos.
—Nunca me lo había planteado —confesó.
—Si es por eso —dijo Ronna—, si es porque tú eres un elfo y yo soy una humana, entonces nunca podremos formar una familia.
—No lo sé, Ronna. Nunca he oído hablar de seres medio humanos y medio elfos. Tal vez sea verdad que nuestras dos razas son incompatibles. Nunca lo había pensado.
—¿Cuántos años tienes?
Fenris se lo dijo. Los ojos de Ronna se llenaron de lágrimas.
—Pareces tan joven… Pareces mucho más joven que yo. Si esto sigue así, pronto dejaremos de hacer buena pareja.
—Eso no me importa.
Ronna lo miró a los ojos, muy seria.
—¿Pensarás igual dentro de treinta años, cuando yo sea una anciana y tú sigas siendo joven? ¿Me mirarás igual? ¿O tus ojos se volverán hacia mujeres más jóvenes y más hermosas?
Fenris sintió que el corazón se le rompía al oírla decir aquello. Cogió suavemente a Ronna por la barbilla, la miró a los ojos y dijo:
—Tú siempre serás hermosa, Ronna.
—Eso dices ahora. Oh, Fenris, ¿qué me has hecho? ¿Por qué no me lo dijiste? ¡Ojalá no fueras un elfo! ¡Ojalá no te hubiera encontrado ese día en las montañas!
Fenris retrocedió como si hubiera recibido una bofetada. Buscó la mirada de ella y no vio odio en sus ojos, como había temido, sino una honda tristeza y, sobre todo, amor, mucho amor.
Más tarde, ella se disculpó por sus palabras y no volvieron a hablar del tema, pero nada volvió a ser igual. A pesar de que en la Tribu del Lobo los ancianos eran honrados y respetados, Ronna desarrolló un terrible pánico a envejecer. Fenris la descubrió a menudo contemplando su rostro en el agua con una expresión de profunda tristeza. Una tarde en que se inclinaron los dos juntos para beber, vieron su reflejo en el agua: el pelo oscuro de Ronna ya mostraba mechones grises y sus ojos parecían tristes y cansados, rodeados de arrugas. Su figura, a pesar de no haber tenido hijos, ya no era como antaño.
A su lado, el elfo aparecía muy joven. Insultantemente joven, comprendió enseguida. Se apresuró a meter la mano en el agua para deshacer la imagen, pero Ronna ya la había visto y el brillo de sus ojos se debilitó un poco más.
Fenris no sabía qué hacer para resolver aquella situación. No importaba qué hiciera para tratar de demostrarle que la quería, porque ella seguía sintiéndose desgraciada. Sus correrías de las noches de plenilunio eran cada vez más escasas. Ronna no tenía ya ganas de comerse el mundo. Ahora le gustaba sentarse a contemplar la luna llena, apoyando la cabeza en el peludo lomo del lobo y dejando escapar un par de lágrimas de vez en cuando.
Fenris se sentía cada vez más confuso. A Ronna no le gustaba que fuera un elfo, y lo que más amaba de él era, precisamente, su parte de lobo. Shi—Mae, por el contrario, había odiado al lobo y se había enamorado del elfo.
Una tarde habló de ello con el chamán, mientras los dos paseaban por las cercanías del poblado. Detrás de Log trotaba Shan, un joven lobo que había adoptado tiempo atrás, cuando aún era un cachorro, y que se había convertido en su compañero inseparable.
—¿Me habríais aceptado entre vosotros si hubiese sido un elfo corriente?
—Por supuesto que no —replicó Log con una inquietante sonrisa, acariciando la peluda cabeza de Shan—. Tú desciendes de nuestro venerado Fenris, el Primero, y es esto lo que te da derecho a un puesto de honor entre nosotros.
—Pero no soy solo un lobo —murmuró Fenris, cada vez más abatido—. También soy un elfo. ¿Qué hay de todo eso?
—Un elfo que no envejece y que no puede tener descendencia con una humana.
—¿Te habías dado cuenta?
—Toda la tribu lo comenta. Créeme, si no fuera porque es un gran honor para Ronna tenerte como compañero, muchos te odiarían. Te llevaste a la joven más valiente y encantadora del clan y es evidente que no la has hecho feliz.
Aquellas palabras fueron un duro golpe para el elfo. Hacía tiempo que lo intuía, pero nadie se lo había expuesto con tanta franqueza.
—Entiendo —murmuró—. ¿Qué crees que debería hacer, entonces? ¿Marcharme?
—Oh, no. Tu lugar es este, hijo de Fenris, el Primero. Pero tal vez podrías pensar en designar un heredero… alguien que pudiera transmitir tu legado a los futuros miembros de la tribu, ya que tú no vas a tener hijos.
—¿Qué quieres decir?
Log se inclinó hacia él, colocó su mano sobre el brazo del elfo y le susurró confidencialmente:
—Sé que tu don puede transmitirse. Si lo entregaras a alguien de la tribu, un humano que pudiera tener descendencia, la herencia del Primero permanecería con nosotros. Yo, por ejemplo, me sentiría muy orgulloso si me considerases digno de tal honor.
Fenris se apartó de él, horrorizado.
—¿Qué estás diciendo? ¿Quieres que te muerda?
Los ojos de Log destellaron con un brillo de triunfo.
—¡Ah! —dijo solamente—. ¿De modo que así es como se transmite?
Fenris lamentó no haberse callado, pero ya era tarde. El chamán llevaba años tratando de sonsacarle la manera de transformarse en licántropo y, con excusas y evasivas, hasta entonces el elfo se las había arreglado para no revelárselo. En aquel tiempo había llegado a conocer a Log y se había dado cuenta de que se sentía inferior con respecto a los demás miembros de su tribu, porque era débil y enfermizo. Fenris sospechaba que en sus trances no había logrado la fusión completa con ningún animal, y era esta la razón por la cual parecía obsesionado con las transformaciones del elfo… Por otro lado, Log ya no era joven como cuando Fenris lo conoció, y cada vez estaba más impaciente por hacer realidad sus deseos. No importaba cuán gráficamente le describiera los crímenes cometidos por él mismo y por Novan; al chamán seguía sin entrarle en la cabeza que transformarse en lobo pudiera ser algo negativo o peligroso.
—No podría morderte aunque quisiera —logró farfullar finalmente—. Te protege la bendición del Primero. Ningún lobo puede atacarte.
El fuego de los ojos de Log se apagó al comprender que el elfo tenía razón.
—Lo siento —añadió Fenris—. Sigo creyendo que no es una buena idea.
—Te gusta ser el único de la tribu capaz de transformarse, ¿eh? —siseó Log con rencor—. Pues entérate de una cosa, elfo: no mereces el don con el que te ha bendecido el Primero porque eres incapaz de apreciarlo. Y, lo quieras o no, encontraré la manera de ser como tú.
El chamán dio media vuelta y se marchó, seguido por Shan, dejando a Fenris muy confuso. Nunca había confiado del todo en él, pero había llegado a considerarlo una persona sensata. Y ahora descubría que Log lo envidiaba abiertamente.
Sin embargo, en aquellos momentos su relación con Ronna le preocupaba más que los celos del chamán, y ello hizo que no le concediera la importancia que debía a aquella conversación. Porque Ronna lo amaba, sí, pero aquel amor le estaba haciendo mucho daño, y estaba empezando a apreciar más al lobo que al elfo que había en él.
Por primera vez desde su llegada al poblado, Fenris se preguntó si realmente encajaba en aquel lugar.