Novan se rió, mientras Ankris le escuchaba horrorizado.
—¿Lo ves, muchacho? Todo lo que eres me lo debes a mí. Ellos me marcaron para siempre, pero yo les arrebaté a su hijo.
—Mientes —balbuceó Ankris—. El lobo que mordió a mi madre tenía una oreja partida.
Los ojos de Novan brillaron de nuevo.
—¿Eso? Sí, me la arrancó de un mordisco un lobo que me disputó el liderato de una manada y al que maté ese mismo día. Pero hace mucho tiempo que logré hacerla crecer de nuevo.
—Mientes —repitió Ankris; pero sabía que era verdad, y Novan lo leyó en su mirada.
Con una sonrisa de satisfacción, el mago se inclinó sobre él para decirle al oído:
—Eres uno de los nuestros. Mucho antes de nacer ya eras como yo.
Ankris cerró los ojos mientras la verdad penetraba en todo su ser, revelándose dolorosamente. Su amigo el brujo le había contado años atrás lo sucedido la noche en que un licántropo mordió a su madre; la propia Eilai le había dado más detalles tiempo después: el lobo negro, la pelea, la daga de plata… Se maldijo a sí mismo por no haber atado cabos antes. Siempre había pensado que aquel hombre—lobo debía de haber muerto mucho tiempo atrás, pero el mismo Novan le había revelado que él, como mago, había vivido mucho más que cualquier ser humano normal.
Novan, el mago, el hombre—lobo que le había salvado la vida y que le había enseñado a disfrutar de su lado salvaje.
Novan, el hombre—lobo que lo había convertido a él en un asesino.
Como en un fogonazo, su vida acudió a su mente en una serie de imágenes encadenadas. Recordó el rostro de horror de su padre al verle bajo la luna llena; las palabras de Shi—Mae en el juicio; la cueva donde la bestia había ocultado los cuerpos de sus víctimas; aquella huida de pesadilla bajo la lluvia, con el Cazador pisándole los talones…
Ahora, Ankris temblaba de ira.
—¿Te enorgulleces de lo que hiciste? —siseó—. Has destrozado mi vida, hijo de mala madre.
Trató de levantarse, pero Novan se lo impidió.
—No te metas con mi madre —le advirtió.
Ciego de rabia, Ankris se revolvió para quitárselo de encima. Quizá Novan no esperaba esa reacción o tal vez lo había subestimado, pero el caso es que Ankris logró levantarse y volverse contra él. Los dos se enzarzaron de nuevo en una pelea. Pero en esta ocasión, empujado por el odio, Ankris no tenía dudas: quería acabar con él de una vez por todas. Y por fin logró cerrar sus dientes sobre el cuello peludo de Novan, que rugió y se debatió, tratando de escapar. Tras una breve lucha, el hombre—lobo consiguió desasirse y retrocedió, jadeando.
Los dos se miraron. Los ojos de Novan mostraban el brillo helado de la muerte.
—Has ido demasiado lejos, elfo —le dijo el mago, muy serio—. Ya no me caes bien. Tenlo muy en cuenta, porque no tardaré en matarte.
Retrocedió. Ankris gruñó y dio un par de pasos hacia él.
—Ahora no —dijo Novan—. Nos veremos al amanecer.
Dio media vuelta y, de un salto, se perdió entre los arbustos.
Ankris quiso seguirlo, pero se detuvo en seco cuando algo extraño empezó a suceder en su interior. Una especie de furia asesina invadió su ser, devorando su conciencia racional mientras la bestia volvía a tomar el control. Horrorizado, Ankris reconoció aquella sensación: era la que experimentaba al transformarse en lobo, cuando su parte de elfo empezaba a caer en un pozo sin fondo hasta sumirse en la oscuridad. Así había sido siempre hasta que Novan le había aplicado aquel conjuro que despertaba su mente racional las noches de luna llena, igualándola a la de la bestia. El hecho de que se sintiese caer nuevamente en aquel abismo de oscuridad solo quería decir una cosa: que Novan había retirado el hechizo.
—No —jadeó Ankris, tratando desesperadamente de mantenerse consciente.
Pero caía y caía, y con sus últimos pensamientos miró a su alrededor en busca de la niña. Por fortuna, ella había huido hacía rato, aprovechando la pelea entre los dos grandes lobos que la habían secuestrado. Su último momento consciente lo dedicó a rogar para sus adentros que corriese lo suficientemente deprisa como para que la bestia no lograse alcanzarla.
Cuando despertó, descubrió que no tenía sangre entre las uñas y suspiró, aliviado. Seguramente el amanecer lo había sorprendido antes de que lograse matar de nuevo.
Cojeando, se dirigió a la cabaña. La pelea lo había dejado agotado, pero en el fondo sabía perfectamente que aquello no había hecho más que empezar.
Novan había pospuesto el enfrentamiento hasta el día siguiente para contar con ventaja. Sabía muy bien que él podría luchar como lobo casi invulnerable, mientras que Ankris debería esperar a la siguiente luna llena para poder transformarse. Y entonces ni siquiera conservaría el control de sus actos, dado que Novan ya no iba a ayudarlo con su magia.
No obstante, Ankris no pensaba darse por vencido. No había olvidado lo que el mago le había revelado la noche anterior, y aún hervía de ira. Por una vez en su vida, deseaba de verdad matar a alguien.
A Novan.
No había nadie en la cabaña, de modo que Ankris decidió esperarlo allí mismo. Aseguró todas las ventanas con tablas, dejando solo la puerta como vía de entrada. Preparó flechas, aunque sabía que, si Novan se presentaba bajo su forma lobuna, no podrían hacerle daño. Pero también guardó en su carcaj la flecha del Cazador, la de la punta de plata, y se prendió su propia daga al cinto.
Después, se sentó en la puerta a esperar. Novan no podía sorprenderlo por detrás; no tendría más opción que acudir por la parte frontal, y la aguda vista del elfo lo descubriría cuando aún estuviera lejos. Afortunadamente, ante la puerta de la cabaña se extendía una pequeña pradera, y el bosque comenzaba más atrás.
Ankris no se movió de allí en todo el día, pero Novan no apareció. Al caer la tarde, Ankris comprendió que atacaría de noche. Los licántropos veían en la oscuridad igual que los elfos, por lo que esto no suponía ninguna ventaja para Ankris. Redobló su atención, tenso, escudriñando las sombras.
Novan llegó cuando la luna brillaba en lo alto del cielo.
Y, a pesar de todas sus precauciones, el mago sorprendió a Ankris atacándolo por la espalda. Por suerte, el fino oído del elfo captó el movimiento tras él y logró volverse a tiempo de ver cómo el enorme lobo saltaba sobre él desde el interior de la cabaña a oscuras.
Ankris disparó una flecha precipitadamente, pero no le acertó en el corazón. Novan cayó sobre él y ambos rodaron por el suelo. Mientras palpaba su cinto frenéticamente en busca del puñal de plata, Ankris se maldijo a sí mismo por no haber caído en la cuenta de que Novan, como mago, podía perfectamente teletransportarse al interior de la cabaña y transformarse allí. Aquel error había estado a punto de costarle la vida.
El elfo sacó por fin el puñal y lo hundió sin piedad en la espalda del lobo, cuyo cuerpo sufrió un espasmo de dolor. Sin embargo, Novan cerró sus dientes en torno al brazo de Ankris. El elfo gimió, pero no soltó el puñal. Tampoco el lobo aflojó su presa; al contrario: hundió los dientes aún más en la carne de Ankris, que jadeó de dolor. Volvió la cabeza para mirar a Novan y vio en sus ojos que la plata alojada en su cuerpo le estaba causando un terrible daño; pero descubrió también un salvaje brillo de desafío en su mirada, y supo que, por mucho dolor que sintiese, sus dientes seguirían aferrando el brazo de Ankris hasta arrancárselo.
Podían estar así hasta morir los dos, pero a Ankris eso no le bastaba. Con un rugido de rabia, arrancó el puñal del lomo de Novan y, apartándolo de un empujón —el lobo no aflojó su presa, y Ankris sintió que iba a desmayarse de dolor—, logró dejar su vientre al descubierto. No lo pensó: clavó la daga en el costado del hombre—lobo.
Novan aulló de dolor y soltó el brazo de Ankris. Los dos se separaron y se miraron, jadeantes y llenos de odio.
Novan gruñó. Ankris gruñó también, enseñando los clientes e inclinándose hacia adelante en actitud agresiva. Aún jadeando de dolor, Novan caminó cautelosamente hacia un lado sin dejar de mirar fijamente a su contrario. Ankris lo siguió con la mirada.
Novan saltó hacia él. Ankris alzó el puñal en alto. Los dos chocaron de nuevo.
El elfo logró herirle varias veces más, pero el hombre—lobo era sin duda más fuerte, y pronto la lucha se inclinó a su favor. Gravemente herido, sabiendo que solo tenía una oportunidad, Ankris sujetó la daga con fuerza. Novan lo tiró al suelo y bajó la cabeza para hincar los dientes en su cuello.
Y, entonces, Ankris le clavó el puñal en la nuca. Y allí lo dejó.
Herido de muerte, Novan aulló de dolor. Ankris aprovechó para quitárselo de encima, maldiciendo entre dientes. Aquel golpe debería haberle producido una muerte instantánea, pero no lo había hecho, lo cual quería decir que el puñal no se había clavado exactamente en un punto vital. Sin embargo, era evidente que la plata alojada en el cuerpo de Novan lo estaba matando rápidamente. La aguda vista del elfo podía distinguir que la herida humeaba en la oscuridad, como si el peludo lomo del lobo hubiese sido quemado con ácido.
Privado de su daga, Ankris se apresuró a cargar su arco con la flecha de punta de plata.
Entonces, sonriendo, Novan se transformó de nuevo en mago y se quitó el puñal de plata de la espalda como si nada hubiera sucedido.
—Has fallado —dijo solamente.
Ankris tensó la cuerda del arco, reprimiendo una mueca de dolor. La herida de la mordedura de Novan en su brazo izquierdo quemaba como el fuego.
—A esta distancia ya no puedo fallar.
—Entonces, ¿por qué no disparas?
Ankris titubeó. Solo tenía una flecha de punta de plata, y ahora Novan ya no era un lobo. Además, acababa de descubrir que el cuerpo de Novan despedía un levísimo resplandor rojizo. Lo reconoció: era un conjuro de protección que levantaba un escudo mágico en torno al cuerpo del hechicero, un escudo que lo protegía de los ataques físicos. Mientras Ankris se preguntaba desesperadamente cómo enfrentarse a un enemigo tan formidable, Novan pronunció las palabras de un hechizo.
Ankris lo vio venir. Dio un salto hacia un lado y la bola de fuego lanzada por el mago se estrelló contra la fila de árboles más cercana, carbonizándola por completo. Ankris cayó sobre el brazo herido y gimió de dolor. La sombra de Novan se cernió sobre él, amenazadora y triunfante.
—¿Lo ves, cachorro? No puedes nada contra mí.
—Si eres tan poderoso como mago —jadeó él—, ¿por qué me has atacado como lobo?
Novan sonrió otra vez.
—Porque, a diferencia de ti —dijo, mientras se transformaba de nuevo—, a mí me gusta ser un lobo.
Otra vez metamorfoseado en bestia, Novan se lanzó sobre él. Ankris aguardó. Cuando las poderosas patas de Novan lo echaron al suelo, el elfo sacó la mano de detrás de la espalda y blandió la flecha con la punta de plata.
Y se la clavó a Novan en el pecho.
El hombre—lobo aulló y retrocedió, los ojos llenos de odio y dolor.
—Pero como lobo tienes un punto débil —dijo Ankris, con una torva sonrisa—. Ahora no te atreverás a transformarte en hombre de nuevo: la punta de la flecha está demasiado cerca del corazón y tu cuerpo humano no resistiría la herida. Bajo tu forma lobuna podrías aguantar la flecha clavada en tu cuerpo… si no tuviera la punta de plata. De una forma o de otra vas a morir, Novan.
El lobo gruñó y trató de arrancarse la flecha a dentelladas. Era evidente que estaba sufriendo mucho. Loco de dolor y de odio, Novan se volvió finalmente hacia Ankris.
—Sea, elfo —dijo—. Pero te llevaré al infierno conmigo.
Ankris no tuvo tiempo de reaccionar. Novan saltó sobre él y lo tiró al suelo mientras trataba, nuevamente, de hundir sus dientes en su cuello. El elfo volvió la cabeza y la mandíbula de Novan se cerró sobre su hombro. Ankris gritó.
Los ojos de Novan mostraban un brillo demente. El hombre—lobo iba a morir, sí, pero moriría matando.
Ankris trató de librarse de él. De pronto, su mano rozó algo que había caído sobre la hierba. Algo frío y afilado.
La daga de plata de su padre.
Ankris sonrió.
—Espérame en el infierno, mago —susurró, y hundió el filo del puñal en el cuerpo del hombre—lobo.
Novan lanzó un aullido que sonó como un chillido. Ankris lo apartó de sí de un empujón y se alejó un poco, arrastrándose como pudo por el suelo, mientras Novan trataba de levantarse.
No lo logró.
Los ojos del hombre—lobo buscaron la mirada ambarina del elfo.
—Ca… chorro —susurró solamente.
Y la vida desapareció de su semblante.
Temblando, Ankris se quedó mirándolo un momento, sintiendo en su interior una confusa mezcla de sentimientos: odio, alegría, misericordia, rencor, paz, miedo y una honda tristeza.
Después, lentamente, se acercó al cuerpo de Novan para recuperar su daga. La muerte le había devuelto su forma humana y parecía ahora un frágil e inofensivo hombrecillo. Ankris alargó la mano hacia la daga, pero lo pensó mejor y la retiró.
—Quizá no pensabas que iba a utilizar la daga para esto, padre —murmuró—, pero ahora ya sé que esta es la auténtica razón por la cual fue a parar a mis manos.
Calló, confuso. Ni él mismo comprendía del todo aquel extraño pensamiento. Pero, por algún motivo, sentía que aquella daga que había pertenecido a sus antepasados ya había cumplido su misión, y debía, por tanto, ser enterrada junto al cuerpo del hombre—lobo que estaba destinada a matar.
Ahora odiaba aquella cabaña, pero estaba gravemente herido y necesitaba reponer fuerzas, de modo que se quedó allí durante unos días. Tenía intención de meditar sobre su futuro y el rumbo que seguirían sus pasos ahora que no tenía a donde ir, pero su mente persistía en mantenerse en blanco. Así, pasaba las horas tumbado en el jergón, mirando el cielo a través de la ventana, sin pensar en nada.
Al cabo de un tiempo se sintió mejor y pudo levantarse e ir a cazar por las mañanas. Por las noches, salía a pasear por el bosque y a meditar sobre lo que haría a continuación. La cabaña de Novan ya no era segura. Tras la muerte del mago, se había desvanecido el hechizo que protegía la casa de las miradas extrañas y ahora cualquiera podría encontrarla. Pero, si se marchaba, ¿adonde podía ir? Una idea empezó a germinar en su mente, y cuantas más vueltas le daba, más le parecía que aquella era la única solución.
Una noche, durante uno de sus paseos, sintió que alguien le seguía y prestó atención. Fuera quien fuese la persona que iba tras él, era, desde luego, muy silencioso y, por un momento, Ankris se preguntó si no sería un elfo. Se ocultó entre la maleza y esperó, conteniendo el aliento y con su arco preparado. Echó de menos el puñal que había enterrado con Novan y se propuso conseguir uno en cuanto le fuera posible, un puñal de verdad, no una joya de plata. En cualquier caso, sus ojos veían perfectamente en la oscuridad y su manejo del arco seguía siendo excelente.
Esperó, pero la persona que seguía sus pasos no apareció. Intrigado, Ankris estaba empezando a preguntarse si no lo habría imaginado, cuando alguien saltó hacia él desde la oscuridad y lo arrojó al suelo. Los dos rodaron por tierra, mientras el elfo, jadeando, trataba de librarse de su atacante. Una mano atenazó su garganta, amenazando con estrangularle, mientras la otra se alzaba sobre él sosteniendo algo afilado con la seguridad y la precisión de un profesional. La hoja de un puñal brilló bajo la luz de la luna.
El Cazador lo había encontrado. Y, esta vez, Novan no iba a aparecer de la nada para salvarlo en el último momento.
Por fortuna, aunque el Cazador era mucho más fuerte que Ankris, este, como elfo, era más rápido y tenía mejores reflejos. Vislumbró la ballesta colgada del costado del Cazador y alargó la mano hacia ella; casi en el mismo momento en que el mercenario iba a descargar el puñal sobre el corazón del elfo, Ankris le plantó la ballesta en el pecho.
—Suéltame —jadeó, a duras penas— o disparo.
Los ojos de piedra del Cazador relampaguearon un breve instante. Retiró la mano del cuello del elfo, pero no la hoja del puñal, que seguía rozando su pecho.
—Parece que estamos en un callejón sin salida —dijo el Cazador.
—Eso parece. ¿Quién te ha contratado?
—Eso no es asunto tuyo.
—Quiero saber el nombre de la persona que me quiere muerto.
—Dada tu condición de bestia, yo diría que todo el mundo.
Ankris respiró hondo, pero no respondió.
—Poco importa su nombre, elfo —prosiguió el Cazador—, porque vas a morir de todas formas. Ninguna presa se me ha escapado jamás.
—Inténtalo y dispararé —gruñó Ankris—. A esta distancia no puedo fallar.
—Tampoco yo —sonrió el Cazador.
Rápido como el pensamiento, se echó a un lado y descargó el puñal sobre Ankris; pero este reaccionó a tiempo y logró esquivarlo y apretar el gatillo de la ballesta al mismo tiempo. La flecha fue a dar en el hombro del Cazador, que retrocedió y se la arrancó de su cuerpo sin una sola queja. Pero cuando fue a lanzarse sobre el elfo, descubrió que este, con sorprendente rapidez, había recuperado su arco y ya tenía una flecha preparada y apuntando a su corazón.
—No quieres matarme, elfo. De lo contrario, ya habrías disparado esa flecha.
—No me provoques —gruñó Ankris—, porque, si insistes en irritarme, podría recordar con más detalle cómo me perseguiste como a un perro por el bosque y me atacaste sin mediar palabra. Y no es un recuerdo agradable, créeme.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—Arrodíllate.
—¿Qué? ¿Ante ti? Jamás.
—Lanza ese puñal lejos de ti y arrodíllate en el suelo, con las manos detrás de la cabeza.
Los ojos del Cazador relampaguearon, pero finalmente obedeció. Ankris avanzó hacia él, todavía con el arco tenso, y lo rodeó hasta colocarse a su espalda.
—¿Qué se siente cuando dejas de ser un depredador y te conviertes en una presa? —dijo el elfo suavemente.
—No sé a qué juegas, elfo. Sé que no vas a matarme.
—Oh, ¿de verdad? ¿Estás seguro de que sabes cómo funciona la mente de un elfo?
—¿Qué es lo que quieres?
—Jura que no volverás a perseguirme.
—Jamás incumplo un contrato.
—¿Y si yo te contratara a ti para matar a la persona que te ordenó que me mataras?
—¿Por quién me tomas? Eso no cambia el hecho de que haya un contrato anterior. He de acabar contigo de todas formas.
—Por si no lo habías notado, tienes una flecha apuntando a tu cabeza.
—Adelante, mátame. No voy a humillarme más.
Ankris entrecerró los ojos.
—Tú lo has querido —dijo.
Pero no disparó, sino que golpeó la cabeza del Cazador con una piedra. Cuando el hombre se desplomó en el suelo, inconsciente, Ankris respiró hondo y se acercó a su bolsa para registrarla. Extrajo de ella un pergamino enrollado. Lo abrió, pero no lo leyó.
No le hizo falta. Un breve vistazo al membrete le había dicho lo que necesitaba saber.
El escudo de la Casa Ducal del Río encabezaba el documento.
Nuevamente, Shi—Mae.
Quiso romper el pergamino en pedazos, pero no tuvo fuerzas. Tampoco quiso llevárselo consigo. Lo volvió a guardar en el macuto del Cazador.
Sabiendo que no tenía mucho tiempo, rebuscó entre las pertenencias de su enemigo y se quedó con su daga, con su ballesta y con todas sus flechas, excepto las de punta de plata. Ya había visto —y sufrido— suficiente plata para el resto de su vida.
Después, ató de pies y manos al Cazador y se dio la vuelta para marcharse.
Vaciló un momento. La sensatez le decía que debía matarlo. Pero estaba cansado de que su vida estuviera teñida de sangre y de muertes sin sentido. No deseaba matar a nadie más, ni siquiera al hombre que lo había perseguido tan implacablemente. Y, además, quizá no se atreviera a seguirlo hasta el lugar adonde pensaba ir.
Por otro lado, tal vez el Cazador tuviera la oportunidad de librar al mundo de otros seres como Novan.
Este argumento terminó de convencerlo. Y, así, Ankris abandonó al Cazador, maniatado, en medio del bosque y se preparó para reemprender su viaje.
En un principio había pensado descansar unos cuantos días más antes de continuar la marcha, pero la llegada del Cazador le había hecho cambiar de idea: debía partir inmediatamente. No dudaba que el Cazador lo seguiría, pero en esta ocasión Ankris podía sacarle varios días de ventaja. Por otro lado, el elfo sabía muy bien cómo avanzar sin dejar rastro tras de sí. Si el Cazador lo había encontrado la primera vez, era porque Ankris no sabía que lo estaba siguiendo y, por tanto, no se había preocupado por borrar sus huellas.
Además, estaba el hecho de que pocos hombres serían capaces de seguirlo hasta el lugar adonde pensaba dirigirse.
No tardó mucho en prepararse. Cogió algunas cosas útiles de la cabaña de Novan y emprendió la marcha al ponerse el sol.
Mientras se alejaba en la semioscuridad, dejando atrás la cabaña que había compartido con el mago, Ankris sintió que algo en su interior moría con él. La muerte de Novan lo había transformado por dentro y le había hecho replantearse muchas cosas, pero también lo había afectado profundamente ver con sus propios ojos el contrato del Cazador, que era el símbolo del rechazo de su propia gente y del odio de la joven a la que había amado.
Sin embargo se dio cuenta, no sin sorpresa, de que no había sentido dolor al ver el escudo de Shi—Mae en aquel pergamino. Solo se había sentido terriblemente cansado, deseoso de olvidar todo aquello y comenzar una nueva vida en cualquier otro lugar, sin mirar atrás. Y recordó lo que le había dicho Novan: «Mientras no seas capaz de mirar al pasado sin dolor, nunca te forjarás una nueva identidad y un destino diferente».
¿Había llegado el momento? Mientras caminaba en dirección al norte, hacia su destierro definitivo, Ankris se dijo a sí mismo que sí. Ya no añoraba a Shi—Mae, ya no sentía aquella angustia en el corazón al pensar en ella. Habían pasado demasiadas cosas desde entonces, y él ya no era el muchacho asustado que había abandonado el Reino de los Elfos, confiando, en el fondo, en poder regresar algún día.
Ahora había visto las pasiones humanas, había experimentado el miedo a la muerte, había perdido su última esperanza, había explorado su lado salvaje y había matado a lo más parecido a un amigo que había tenido jamás. Ya nada volvería a ser igual.
Y ahora sabía que el Cazador tenía razón: jamás volvería a caminar entre los elfos.
Y supo también que el joven Ankris, el muchacho que había amado a Shi—Mae, había muerto para siempre.
Durante varios meses se encaminó hacia el norte. Se transformó las noches de luna llena, pero eso ya no le importaba, puesto que había asumido que no podía hacer nada contra ello. Sin embargo, conforme el clima se iba haciendo más duro y la tierra más árida, el elfo se sentía cada vez más reconfortado. No tardaría en llegar a las Tierras Muertas, un lugar salvaje e inexplorado donde la civilización no había llegado todavía, un lugar donde solo algunos animales habituados al frío extremo lograban sobrevivir. Allí pensaba pasar el resto de su vida, como elfo o como lobo, pero sin volver a asesinar a nadie.
No había vuelto a tener noticias del Cazador. Era de suponer que no había logrado seguirle el rastro.
Por fin, cuando cruzó la cordillera que separaba las tierras habitadas del páramo helado en el que planeaba vivir, se sintió libre por primera vez en mucho tiempo. Cierto era que aquel paisaje no se parecía en nada al bello y exuberante bosque en el que se había criado, pero eso no le importaba. La soledad y aridez de las Tierras Muertas encajaba a la perfección con su estado de ánimo.
Fue muy duro sobrevivir los primeros días. Había llevado ropa de abrigo, pero eso no bastaba para proteger su cuerpo del terrible frío. Además, las pocas bestias que vivían en las Tierras Muertas tenían el pelaje blanco, lo cual hacía difícil distinguirlas entre la nieve a la hora de cazar, incluso para la vigilante mirada de un elfo.
Por las noches dormía en una cueva al pie de la montaña. La primera noche de luna llena mató a un gran oso blanco y, por fortuna, al despertar como elfo a la mañana siguiente, descubrió que los restos aún seguían allí. Se hizo una capa con la piel del animal y aún le sobró para poder cubrir parte del suelo de la cueva y hacerla más habitable.
Poco a poco fue aprendiendo a sobrevivir allí. Al principio no comía mucho, pero las noches de luna llena la bestia, hambrienta, nunca dejaba de cazar alguna cosa, y el elfo terminó por poder cazar también.
Ya se había acostumbrado a su nueva y austera vida cuando una noche de plenilunio sucedió algo.
La bestia rondaba por la zona oeste de las montañas cuando le llegó un olor conocido.
Un humano.
Con un gruñido de alegría, la bestia siguió el olor hasta una figura cubierta de pieles que caminaba sobre la nieve. Era una muchacha, una muchacha humana, y, a pesar de que pendían de su cinto un cuchillo y una honda, la bestia no se sintió en absoluto intimidada: ninguno de los dos objetos olía a plata, y la chica era muy joven todavía.
De modo que el lobo corrió hacia ella, gruñendo, convencido de haber encontrado una presa fácil. La muchacha se volvió y lo vio, y lanzó un grito… de advertencia, no de miedo. La bestia debería haberse percatado de que aquella no era una joven corriente, pero olía demasiado bien y él tenía demasiada hambre.
Algo silbó en el aire y una enorme piedra golpeó la cabeza del lobo; este se detuvo un momento, aturdido, pero enseguida volvió a la carga. Enseñando todos los dientes, con los ojos alentados por una llama asesina, la bestia saltó sobre la muchacha, cayó sobre ella y la arrojó al suelo…
Y, de pronto, el lobo comenzó a transformarse rápidamente y, a pesar de que la luna llena seguía brillando en el cielo, el elfo despertó.
Se descubrió a sí mismo temblando de frío, metamorfoseado de nuevo en elfo, tendido sobre una muchacha humana que lo miraba con una mezcla de curiosidad, temor y fascinación en sus ojos oscuros. El elfo quiso decir algo, pero, de pronto, ella lo golpeó en la cabeza con una piedra, sin contemplaciones, y todo se puso negro.
Cuando despertó, yacía sobre el suelo de una enorme cueva. Miró a su alrededor, confuso, y vio a la muchacha no lejos de él. Llevaba una antorcha encendida en la mano y examinaba algo que había en la pared.
Muchas preguntas acudieron a la mente del elfo, pero no fue capaz de responder a ninguna de ellas. Aquella chica le había devuelto su forma élfica… ¿O tal vez lo había soñado? ¿Cómo había llegado hasta aquella cueva? ¿Había sido ella quien había cargado con él durante todo el camino?
—¿Quién eres? —le preguntó.
La muchacha se volvió hacia él y lo estudió con interés. No parecía haber entendido la pregunta. También él la miró. Vestía su cuerpo con pieles, llevaba el enmarañado cabello oscuro recogido detrás de la cabeza y tenía la frente y las mejillas adornadas con pinturas tribales.
—¿Cómo te llamas? —insistió el elfo.
Tampoco esta vez respondió ella. Sin embargo, empezó a hablar en un idioma que él no conocía.
—Espera, no te entiendo —la detuvo el elfo—. ¿Quién… eres… tú? —preguntó muy lentamente, mirándola a los ojos y señalándola directamente con el dedo.
La chica pareció comprender. Sonrió y se señaló a sí misma.
—Ronna —dijo.
—Ronna —repitió el elfo.
Ella sonrió otra vez. Entonces lo señaló a él y dijo:
—Fenris.
—¿Fen… ris? ¿Qué es eso?
—Fenris —insistió Ronna.
—No, escucha, yo… no me llamo así.
La joven lo cogió de la mano y tiró de él hasta ponerlo en pie. Entonces lo guió hasta la pared que había estado estudiando. El elfo la siguió, intrigado, y vio en ese momento qué era lo que le había llamado tanto la atención. La pared de la gruta estaba cubierta de pinturas murales que mostraban pequeñas figuras antropomórficas en diversas escenas de caza.
—Fenris —insistió ella, señalando la parte superior del dibujo.
Y el elfo comprendió.
Sobre las figuras humanas, vigilándolas o protegiéndolas, o tal vez las dos cosas, la mano anónima que había pintado aquel mural había trazado también la forma de un enorme lobo.
—Fenris —repitió Ronna, señalando el lobo pintado; colocó entonces el dedo sobre el pecho del elfo—. Fenris —dijo nuevamente, sonriendo.