El interior de la taberna estaba lleno de individuos de todas las clases y calañas y, sin embargo, un alto elfo de cabello cobrizo y ropas viejas no podía dejar de llamar la atención. Todos se volvieron para mirarle.
—¿Qué busca aquí este orejudo? —murmuró alguien, en voz lo bastante alta como para que lo oyera el recién llegado.
Ankris suspiró. Se estaba empezando a acostumbrar a aquel tipo de situaciones. Desde que había desembarcado en tierras de los humanos, meses atrás, las había sufrido a menudo. Ignorando a los que lo miraban descaradamente, se dirigió hacia una mesa ocupada por un grupo de personas, entre las que se hallaba un tipo ataviado con una túnica roja. Aquella prenda le recordó a Shi—Mae y sintió una punzada en el corazón, pero se sobrepuso y se acercó de todos modos.
—¿Eres Kaltar el mago? —preguntó; había estudiado el idioma de los humanos en la escuela de los Centinelas, pero había sido en los últimos tiempos, tratando con ellos, cuando había aprendido realmente a hablarlo.
—Sí —repuso el de la túnica, mirándolo con desconfianza—. ¿Y tú quién eres?
—Mi nombre no importa. Necesito hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Me han dicho que estudiaste en la Torre.
—Sí. Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Y qué?
Ankris disimuló su alegría. Había visto a varios magos desde su partida del Reino de los Elfos, pero todos se habían formado en otras Escuelas, y ninguno había podido decirle lo que necesitaba saber.
—¿Podemos hablar en privado?
—No. Ni siquiera te conozco.
Ankris se obligó a sí mismo a ser paciente. Odiaba aquella ciudad y no apreciaba precisamente a los humanos, tan desconfiados, agresivos e impredecibles. Pero necesitaba aquella información.
—Está bien —dijo, encogiéndose de hombros, y se sentó junto a ellos; todos, incluido Kaltar, lo miraron con antipatía.
—¿Se puede saber qué quieres?
—Ya te lo he dicho: hablar. Necesito que me digas cómo puedo llegar a la Torre.
—Qué gracioso. ¿Y por qué iba yo a hacer eso?
—Por pura y simple amabilidad. ¿O es que esa palabra es desconocida en tierras de los humanos?
Kaltar lo miró con mala cara, pero uno de sus compañeros dejó escapar una carcajada.
—Me cae bien este elfo; tiene agallas.
—Pues a mí, no —gruñó el mago—. ¿Para qué quieres llegar a la Torre?
—Eso es asunto mío.
—Pues, si no eres mago, no van a dejarte entrar.
—Ya pensaré en eso cuando llegue. Sé que está en el Valle de los Lobos. ¿Por dónde queda ese valle?
—Muy lejos; tardarás mucho tiempo si vas andando, o incluso a caballo.
—Eso no me importa; yo tengo mucho tiempo libre —repuso el elfo con una cansada sonrisa.
El mago lo miró fijamente. Ankris sostuvo su mirada.
—Está bien —suspiró el humano finalmente—. ¿Tienes un mapa?
—Sí, pero ese valle no figura en él.
—Déjame ver.
Ankris desplegó sobre la mesa el mapa que había obtenido semanas atrás en el mercado de la ciudad. Kaltar se inclinó sobre él para examinarlo.
—Aquí está el Valle de los Lobos —dijo, señalando un punto distante, casi en el margen del mapa, en medio de una cadena de montañas.
Ankris frunció el ceño.
—¿Dónde?
—Aquí. ¿Lo ves? Es un sitio perdido y minúsculo, tan apartado que nadie se acercaría por allí a propósito. El único acceso es a través de un desfiladero que no lleva a ninguna otra parte, y lo único que hay allí, además de la Torre, es un pueblo que consiste en una calle y cuatro casas.
Ankris asintió, pensativo, mientras sus ojos ambarinos recorrían el mapa calculando la distancia que habría entre la ciudad en la que se hallaba y aquel remoto y diminuto valle perdido en las montañas.
—Ahora en serio, ¿para qué quieres ir allí?
—Para ver a la Señora de la Torre.
La mesa entera estalló en carcajadas.
—Esa mujer es un mito —rió uno de los parroquianos—. No existe en realidad.
—Cierra la boca —cortó Kaltar, muy serio—. La Señora de la Torre existe y fue mi Maestra. No le faltes al respeto o me encargaré de echarte una maldición de lo más desagradable, te lo aseguro.
El bromista enmudeció y Ankris sonrió para sus adentros.
—A pesar de eso —prosiguió el mago, mirando al elfo—, nada te asegura que ella vaya a recibirte.
—He de intentarlo.
—Pues que tengas suerte, entonces. Y salúdala de mi parte, si la ves.
—Lo haré —prometió Ankris.
Salió de la taberna, y el mago y sus compañeros pronto lo olvidaron.
Sin embargo, días más tarde alguien les refrescó la memoria. Un hombre cubierto de pieles, de constitución recia y mirada pétrea, entró en la taberna y preguntó por un elfo de ojos ambarinos y cabello de color cobre. Kaltar, que llevaba unas copas de más, tardó un poco en recordar al joven que le había preguntado por el Valle de los Lobos pero, en cuanto lo hizo, al hombre de los ojos de piedra no le costó nada sacarle toda la información.
Y, con un brillo de triunfo en la mirada, salió de la taberna en persecución de su presa.
Ankris no tenía dinero para comprar un caballo, de manera que prosiguió su viaje a pie. Se dirigió hacia el norte, siempre hacia el norte, por zonas boscosas y poco habitadas. Sabía perfectamente cómo sobrevivir en la floresta y, además, prefería no mezclarse con la gente. Por otra parte, la pócima pronto se le acabaría, y el bosque era el lugar perfecto para encontrar los ingredientes que necesitaba para preparar más.
La primera vez que tomó somnífero elaborado por él mismo temió hasta el último momento que algo hubiese salido mal: podía haberse equivocado en las proporciones, o en algún ingrediente, o en la temperatura de la mezcla. Por ello, eligió un lugar muy apartado, a varios días de distancia de cualquier camino, por si algo fallaba; pero, inmediatamente después de la transformación, cayó dormido, y al día siguiente despertó en el mismo lugar.
El mes siguiente, sin embargo, sucedió algo.
Había elegido para ocultarse una pequeña cueva al pie de una montaña. Cuando abrió los ojos, poco antes del amanecer, olfateó la presencia de alguien extraño. Miró a su alrededor, confuso. La bestia no se había retirado todavía de su cuerpo, pero su mente racional comenzaba a despertar con las primeras luces del alba, que se filtraban por debajo de un manto de pesadas nubes grisáceas.
Vio ante sí a una niña que lo miraba. El lobo que había en él gruñó y quiso avanzar hacia ella, pero aún estaba bajo los efectos del somnífero. El elfo, que despertaba, quiso sonreírle.
Ankris sintió cómo se transformaba de nuevo en elfo, y la bestia desaparecía hasta la siguiente luna llena. Se incorporó, algo aturdido, y buscó a tientas sus ropas; en las noches de plenilunio se las quitaba antes del atardecer, porque siempre las destrozaba cuando se transformaba.
Se puso de nuevo la camisa y miró a su alrededor, ya algo más despejado, pero no vio a nadie. Se encogió de hombros. Seguramente había sido un sueño.
Prosiguió su viaje hacia el norte, pero se encontró con una cadena de montañas que le cerraba el paso. Según el mapa, debía de haber un desfiladero por allí, pero, por más que recorrió, arriba y abajo, el pie de la cordillera, no lo encontró. Volvió sobre sus pasos y llegó a una granja al caer la tarde, cuando el viento arreciaba y las nubes grises se habían transformado en negros nubarrones que anunciaban tormenta.
Generalmente, Ankris solía evitar todo tipo de lugares habitados, pero ahora necesitaba preguntar el camino que debía seguir. La mujer que le abrió la puerta se quedó mirándolo fijamente, como si hubiera visto un fantasma.
—Buenas tardes —dijo Ankris—. Me preguntaba si…
Ella le cerró la puerta en las narices.
El joven suspiró. Estaba claro que en un lugar tan apartado como aquel nadie había visto un elfo. Lo intentó, de todas maneras.
—Disculpad —dijo a través de la puerta cerrada—, me he perdido y me preguntaba si podríais ayudarme.
Silencio.
—He intentado cruzar las montañas, pero no he encontrado el paso que viene indicado en mi mapa.
Nuevo silencio. Ankris se encogió de hombros y se volvió para marcharse. Pero entonces oyó un chasquido tras él, el chirrido de la puerta que se abría y una voz de hombre que dijo:
—El invierno pasado hubo un derrumbamiento y el paso se cerró. No vas a poder cruzar por ahí, extranjero.
Ankris se volvió hacia él. El granjero era enorme; no más alto que el elfo, pero sí mucho más robusto. Lo miró de arriba abajo con un brillo extraño en la mirada.
—Vienes de muy lejos, por lo que veo.
—Del Reino de los Elfos, al otro lado del mar.
Un relámpago iluminó el cielo del atardecer. Casi inmediatamente, un trueno retumbó sobre las montañas.
—Será mejor que entres —dijo el granjero—. Va a caer una buena.
—No quiero molestar. Solo necesito saber cómo cruzar las montañas.
—¿Vas a continuar tu viaje bajo la tormenta?
«No sería la primera vez», pensó el elfo, pero algo en la mirada del granjero le dijo que no le gustaría que rehusara, de modo que, con unas palabras de agradecimiento, entró en la casa.
Enseguida comenzó a llover intensamente. Mientras la mujer preparaba una sopa con gesto hosco, el granjero y su invitado se sentaron en torno a la mesa, bajo la atenta mirada de un muchacho que los observaba desde un rincón.
—¿De modo que eres un elfo?
—Sí, eso es lo que soy.
—Nunca había visto a nadie como tú. Eres extraño.
—A mí en cambio me parecen extraños los humanos. Supongo que depende del punto de vista de cada uno.
El granjero lo miró en silencio.
—Supongo que sí —dijo finalmente; después añadió, cambiando de tema—: Hay un camino que cruza las montañas. Es apenas una senda para cabras, pero se puede pasar.
Ankris le mostró el mapa, pero el granjero le dijo que no sabía leer ni entender los planos, de manera que se lo explicó verbalmente. Mientras el hombre hablaba, Ankris lo escuchaba con atención, tratando de retener toda la información en su memoria; tal vez debido a ello no se percató de que el muchacho, a un gesto de su madre, se deslizaba fuera de la cocina y, momentos después, salía disparado a caballo de la granja, desafiando a la tormenta.
—Si hubieras preguntado en el pueblo, te lo habrían dicho.
—No he pasado por el pueblo.
—¿No? Pues viene de camino para llegar hasta aquí.
Ankris se encogió de hombros, algo incómodo.
—Lo cierto es que suelo evitar las poblaciones.
El granjero lo miró inquisitivamente, y el elfo añadió con suavidad:
—Soy un elfo. En esta región, tan alejada de mi tierra, se me considera un ser muy extraño, y no en todas partes se me acoge con tanta amabilidad como aquí. No quiero problemas.
—Comprendo —asintió el granjero, pero no dejó de mirarlo fijamente—. Yo sí he estado en el pueblo esta mañana.
Calló y siguió con la vista clavada en él, como si esperara una reacción por su parte. Ankris empezó a sospechar que pasaba algo raro.
—Debe de ser un lugar agradable —comentó, por decir algo.
—Hoy están de luto —dijo el granjero, y volvió a mirarle.
Ankris no supo muy bien cómo se suponía que debía reaccionar.
—Lo siento mucho. ¿Se trataba de alguien muy querido?
—Un muchacho muy joven. Una desgracia.
—Lo siento —repitió Ankris.
—Anoche no volvió a casa —prosiguió el hombre—. Todo el pueblo se echó al monte a buscarlo. Encontraron su cuerpo de buena mañana. Había sido devorado por un enorme lobo.
Ankris se quedó petrificado. No podía ser cierto. El somnífero…
Un brillo de triunfo iluminó los ojos del granjero en cuanto vio la expresión de terror en el rostro del elfo.
—Sabía que eras tú maldito demonio —dijo solamente.
Ankris percibió un movimiento a su espalda y solo tuvo tiempo de volverse antes de ver a una furibunda granjera descargando una pesada sartén sobre su cabeza.
Y todo se puso negro.
Cuando abrió los ojos estaba atado de pies y manos, echado sobre el suelo polvoriento, y el granjero lo vigilaba apuntándole el pecho con un enorme rastrillo.
—Eres un demonio, ¿verdad?
—No soy un demonio —gimió Ankris, todavía con dolor de cabeza—. Soy un elfo.
—Mientes. Eres un demonio y un asesino.
Ankris cerró nuevamente los ojos, tratando de pensar. No podía haber sido él. Había despertado exactamente en el mismo lugar donde se había transformado y, por otro lado, no había hallado restos de sangre en sus uñas.
—No he sido yo. Lo juro.
—Eres un embustero. Te han visto transformándote esta mañana.
«La niña», pensó Ankris. «No fue un sueño». Maldijo su mala suerte. En cualquier otro momento nadie la habría creído. Pero justamente ahora…
No valía la pena negarlo.
—Pero no fui yo —insistió—. Tengo una pócima, ¿entiendes? Puedes ver que guardo un frasco en mi bolsa. Eso me vuelve inofensivo y, aunque me transformo, me quedo profundamente dormido y no hago daño a nadie. La prueba es que no he atacado a esa niña ni…
Calló de pronto al darse cuenta de que cada palabra que pronunciaba empeoraba la situación. Los granjeros lo contemplaban horrorizados.
—¡Monstruo! —dijo la mujer.
—Voy a la Torre —explicó Ankris—. Me han dicho que allí tal vez puedan curarme. Juro que yo no…
El granjero avanzó hacia él y lo golpeó con furia.
Ankris perdió el sentido de nuevo.
—… Lo ha confesado. Ha dicho que es un hombre—lobo.
—Pero si ni siquiera es un hombre. Mirad, es todo piel y huesos.
—Es un demonio.
—Un trasgo.
—Dijo que era un elfo.
—Tú, a callar. Los elfos nunca vienen por aquí.
—El chico tiene razón: es un elfo. He visto unos cuantos y puedo asegurarte que este se parece bastante a ellos.
—¿Y cuál es el problema?
—Que los elfos no padecen la licantropía. No les afecta la mordedura del hombre—lobo o, si lo hace, desde luego saben cómo tratarla.
—¡A este lo vieron transformándose!
—¡Bah, una niña que tiene demasiada imaginación!
—¿Qué más pruebas necesitas? Anoche fue luna llena y un lobo mató a Yani. Y luego viene la niña diciendo que ha visto a un lobo que se convertía en un extraño ser de orejas puntiagudas… ¡que viene a llamar a mi puerta!
Ankris volvió lentamente a la realidad. Las voces seguían hablando de él. Había reconocido algunas: el granjero, su mujer y la voz de alguien más joven, probablemente el muchacho que había visto al entrar. Pero también había una cuarta voz, una voz chillona que replicó, impaciente:
—Sí, pero es un elfo, y no hay elfos licántropos, te digo.
—Puede que sea un mago —intervino el chico—. He oído decir que algunos magos pueden convertirse en animales.
—Bobadas —replicó el granjero—. Y, aunque así fiera, ¿qué cambia eso?
—¡Claro que lo cambia! No puede ser esta la criatura que andaba buscando ese hombre. Y, si lo es, desde luego se trata de un ser excepcional, puede que una mutación. Me gustaría investigarlo.
—¿Investigar qué? ¡Es un monstruo! Y cuando venga el Cazador acabará con él.
—Pero ¿y si no es este? —replicó el individuo de la voz chillona—. ¿Y si lo mata, se lleva su cadáver y nos quedamos nosotros con el verdadero monstruo rondando por los alrededores? Para cuando vuelva a matar en la próxima luna llena, el Cazador estará ya muy lejos y no vendrá a echarnos una mano.
—Ya está tardando mucho —intervino la granjera, nerviosa—. ¿Le habrá pasado algo?
—Calma, mujer. Han salido a buscarlo al bosque, y con esta tormenta…
—No me gusta tener a esa cosa en mi casa.
—Yo creo que, antes de que venga, debemos comprobar si es realmente la criatura que busca. Pero apuesto lo que queráis a que no.
Ankris logró abrir los ojos. Junto a la familia que lo había capturado vio a un viejecillo de barba puntiaguda que lo observaba a través de los lentes redondos que bailaban sobre la punta de su nariz.
—¿Habéis visto qué ojos? Élficos, sin duda —se ajustó los lentes y asintió para sí mismo—. De color… ¿dorado? No, más bien es un color parecido a la miel. O al ámbar. Curioso, muy curioso.
—¿Quién eres tú? —pudo articular Ankris.
—Fulgus el Sabio me llaman —respondió jovialmente el hombrecillo—. Tienes suerte de que eligiera hace años este pueblo como lugar de retiro. Porque solo yo puedo sacarte de esta, amigo elfo.
—¿Cómo?
—Voy a demostrar que no eres ningún licántropo.
—Pero…
—¡Tsé, tsé, tsé! —interrumpió Fulgus—. A mí no tienes que darme explicaciones. Hace tiempo que estudio a los licántropos —son seres fascinantes—, puedo reconocer un hombre—lobo en cuanto lo veo, y sé que tú no eres uno de ellos.
El granjero resopló con escepticismo. El sabio se volvió hacia él.
—Da la casualidad que he traído un frasco con un brebaje de mi invención que obliga a los licántropos a transformarse incluso cuando no hay luna llena. No tenemos más que darle un poco y…
—¿Qué? —estalló la granjera—. ¿Quieres que se convierta en un monstruo aquí, en mi casa?
—No va a transformarse, ya te lo he dicho.
—Entonces, ¿cómo sabemos que tu potingue funciona? —le espetó el granjero.
El sabio lo miró, muy ofendido. Volvió a ajustarse las gafas y dijo, muy digno:
—Si crees que no funciona, no te importará que lo pruebe, ¿no?
El granjero abrió la boca para decir algo, pero el sabio ya se dirigía a Ankris con una redoma que contenía un líquido rojizo.
—Abre la boca, amigo elfo, y bébete esto como un niño bueno.
—¿Qué? —Ankris forcejeó, pero estaba atado de pies y manos—. ¡Para! ¡No sabes lo que haces!
—Venga, no te resistas. Es por tu bien.
Ankris apartó la cara. Vio que el hijo de los granjeros se acercaba a su padre y le decía:
—Toma, por si acaso. Lo he sacado de su bolsa.
El granjero cogió el puñal y lo examinó con ojo crítico.
—No parece muy sólido.
El sabio se volvió hacia él.
—No—no—no, el chico tiene razón. Ese puñal es de plata. Si este elfo es una bestia —cosa que, sinceramente, dudo mucho—, esa daga será la mejor arma contra él.
Ankris sintió que hervía de ira. Ya lo habían humillado bastante.
—¡Déjalo donde estaba! —estalló—. ¡No tienes derecho a…!
Pero no pudo terminar; Fulgus había aprovechado para introducirle la cuchara en la boca, y el elfo, cogido por sorpresa, tragó instantáneamente.
El sabio dio un paso atrás y lo miró, muy satisfecho.
—¿Veis como no pasa nada?
Ankris sintió de pronto que algo despertaba en su interior. Algo que, por desgracia, conocía muy bien. Clavó en Fulgus una mirada desesperada.
—¿Qué… has hecho? —pudo decir.
La transformación fue mucho más rápida que de costumbre, e infinitamente más dolorosa. Ankris gritó mientras su cuerpo se metamorfoseaba ante el sabio y los granjeros, que lo contemplaban mudos de terror. Cuando rompió las cuerdas que lo retenían y los miró, el rostro a medio transformar, los ojos reluciendo con un brillo salvaje, la mujer chilló, y Fulgus dijo solamente, sin poder apartar la vista de él:
—Fascinante.
Un nuevo espasmo. Ankris gritó y la transformación se consumó. La bestia había despertado de nuevo.
Con un gruñido, el lobo fue a saltar sobre ellos, pero el granjero reaccionó por fin y se lanzó sobre él, cuchillo en mano. La daga se le clavó en el hombro; el dolor fue intensísimo, y la bestia gimió y retrocedió. El granjero lanzó otra estocada que le acertó en el estómago. El lobo aulló y buscó una vía de escape.
—¡Remátalo, padre! —gritó el muchacho, pero el granjero alzó las manos, compungido: la daga se había quedado hundida en la carne de la bestia.
Loco de dolor, el lobo saltó a través de la ventana, destrozándola, y se perdió en la noche.
El Cazador llegó momentos más tarde. Sorprendió al granjero tratando de estrangular al sabio, mientras la mujer y el chico intentaban separarlos, pero eso no le preocupó. Una breve mirada a la escena le bastó para saber que su presa se había vuelto a escapar. Sin una palabra, dio media vuelta y salió en pos de la bestia, aventurándose bajo la lluvia torrencial.
Sabía que la presa estaba herida y no le llevaba mucha ventaja.