Nadie visitó a Ankris durante las tres semanas que estuvo preso en el calabozo, en espera del juicio que se celebraría próximamente.
Nadie, a excepción de Shi—Mae.
La elfa entró en el subterráneo serena y segura, y Ankris no pudo evitar fijarse en el flamígero color rojo de su túnica, que indicaba que se trataba ya de una maga consagrada.
Se miraron un instante. El corazón de Ankris latía con fuerza, pero llevaba demasiado tiempo consumiéndose en pensamientos negativos como para ser capaz de demostrar algo de alegría.
—Pensaba que no querías volver a verme.
—Cambié de idea.
Hubo un breve e incómodo silencio.
—Es curioso —dijo finalmente Ankris—. Me encierran ahora que soy completamente inofensivo. Pero dentro de unos días será luna llena y ni siquiera estos barrotes podrán detenerme.
—Lo sé —dijo Shi—Mae con suavidad.
Rozó la cerradura con el dedo, y esta se abrió con un ligero clic. Ankris la miró, pasmado.
—¿Cómo has hecho eso?
—Soy una maga —respondió ella simplemente.
—Pero… los guardias…
—Ahora duermen.
Sin entender muy bien lo que se proponía, Ankris la vio entrar en su celda. Se miraron a los ojos. Shi—Mae buceó en la mirada ambarina del elfo, como si quisiera llegar a sumergirse en su esencia. A Ankris le pareció que su pecho se movía casi imperceptiblemente, estremecido por un suspiro.
—Shi—Mae, ¿qué…?
No pudo terminar la frase. Ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente, como si quisiera fundirse con él. Ankris se dejó llevar y la abrazó, muy confuso.
Entonces, Shi—Mae se separó de él. Su mirada volvía a ser de hielo.
—Nunca más —le advirtió.
Le dio la espalda y salió de la celda.
—¿Qué…? ¡Shi—Mae, espera!
Ankris quiso salir corriendo tras ella, pero la puerta se cerró ante sus narices, con un sonoro chasquido, sin necesidad de que Shi—Mae la tocara. Furioso, el joven sacudió la reja.
—¡Espera, Shi—Mae! ¿Qué has querido decir?
Pero ella ya se había marchado.
Y ya no regresó.
Al día siguiente, Ankris fue conducido ante un tribunal de elfos severos y circunspectos, entre los cuales se encontraba el Señor del Bosque Dorado, el Archimago que gobernaba la Escuela de Shi—Mae. El joven miró a su alrededor, buscándola con la mirada, pero no la vio. Sí descubrió al anciano rey de los elfos sentado en un palco, protegido por dos poderosos guardias. La reina había muerto años atrás, de una enfermedad que los médicos no habían sabido curar. Sobre las rodillas del monarca se hallaba sentada una criatura de grandes ojos color verde esmeralda: Nawin, la princesa de los elfos, todavía una niña pequeña.
El hecho de que su caso hubiese llamado la atención del soberano de los elfos no proporcionó a Ankris una expectativa diferente con respecto al resultado del juicio. Sabía que lo iban a condenar, y no veía nada en el rostro de piedra del rey que le hiciera pensar lo contrario.
De todas formas, no le importaba. Después de pasar aquellos días encerrado en su calabozo, meditando sobre su situación, había llegado a la conclusión de que aquello era lo mejor para él. Si debía morir, que así fuera. La bestia moriría con él.
Sabía que ya no había esperanza para él. Shi—Mae había podido rescatarlo y no lo había hecho. Seguía sin entender del todo su comportamiento de la tarde anterior, pero sí había llegado a comprender que aquel beso había sido un beso de despedida.
Nunca más, había dicho ella. Y él sabía que lo decía en serio.
Ahora que había perdido a Shi—Mae, nada de todo aquello tenía sentido.
Como en un fogonazo, oyó la voz de la Señora de la Torre: «Si no tienes a donde ir, ven a la Torre, en el Valle de los Lobos. Te estaré esperando».
Sacudió la cabeza. ¿Para qué? ¿Qué podría hacer Aonia por él? ¿Y de qué serviría, si sabía que jamás recobraría el amor de Shi—Mae?
—An—Kris de los Robles —empezó el juez—. Se te acusa de ser un licántropo. ¿Qué tienes que decir al respecto?
Ankris no respondió. No tenía nada que decir.
—Oigamos a la persona que te acusa: Toh—Ril del Paso del Sur.
Toh—Ril se puso en pie y, con evidente satisfacción, relató cómo había visto crecer a Ankris y cómo desde niño había mostrado un comportamiento salvaje. Contó al tribunal su encuentro en el bosque, sin mencionar que él y sus amigos habían intentado pegar al muchacho, pero ofreciendo todo tipo de detalles acerca de la violenta reacción de Ankris. El joven lo escuchó con cierto interés. De modo que era eso lo que había sucedido aquella noche. En aquel momento, mientras Toh—Ril hablaba, Ankris lo recordó todo de golpe. Reprimió una siniestra sonrisa. Sí, era un monstruo, y lo había sido desde niño. No podía hacer nada para evitarlo. No lo había hecho a propósito, era su verdadera naturaleza y, por más que luchara contra ella, no lograría derrotarla.
Toh—Ril habló de la huida de Ankris y de sus posteriores visitas a la casa del brujo. Contó cómo los había espiado una vez a través de la ventana y había oído decir al brujo que Ankris era un licántropo. Después explicó que, tiempo después, lo había seguido hasta la ciudad y lo había espiado las noches de luna llena. Y lo había visto tendido en su cabaña, dormido bajo los efectos del narcótico, transformado en una bestia. Hasta que, una noche, había llegado demasiado tarde: la puerta había volado en pedazos y Ankris no se hallaba en el interior de su cabaña. Lo había visto regresar a ella al día siguiente y, más tarde, registrar el bosque hasta acercarse a una cueva semioculta al pie de la montaña. Ankris no había llegado hasta allí, pero se había aproximado lo bastante como para que, un rato más tarde, Toh—Ril pudiera encontrar por sí mismo el lugar donde el licántropo ocultaba los cuerpos de sus víctimas.
En otras circunstancias, Ankris se habría enfurecido con Toh—Ril por haberlo espiado. Pero en aquel momento le daba todo igual. «Visto así», pensó, «él tiene razón. No soy más que un monstruo». Se alegró, sin embargo, de que Toh—Ril no hubiera llegado a tiempo de ver cómo atacaba a Shi—Mae.
Un especialista declaró haber examinado la cueva, y afirmó que los cuerpos que se encontraban allí habían sido asesinados por una bestia de gran tamaño, probablemente un lobo. También llamaron a declarar al brujo, y este se limitó a decir que suministraba a Ankris un narcótico porque tenía problemas para dormir algunas noches.
—Dijiste que era un licántropo —protestó Toh—Ril.
El brujo fijó en él sus ojos rojizos.
—Lo dudo. No he visto a este muchacho transformado en lobo, de modo que no puedo haberlo acusado de tal. Lo que sí dije fue que sus padres mataron a varios hombres—lobo con sus propias manos, lo cual es total y absolutamente cierto. Probablemente no entendiste bien mis palabras. Es lo que pasa cuando uno espía a través de las ventanas en lugar de preguntar directamente; a veces, las cosas se oyen distorsionadas.
El rostro de Toh—Ril se contrajo de rabia, pero Ankris reprimió una sonrisa. El brujo trataba de protegerlo, a pesar de todo.
La impavidez del joven se tambaleó, sin embargo, cuando dos elfos Centinelas subieron a declarar, llamados por el tribunal.
Sus padres.
—Anthor y Eilai del Paso del Sur —dijo el juez—. Lo preguntaré una sola vez: ¿es vuestro hijo un licántropo?
Anthor vaciló y desvió la mirada. Eilai clavó cu el juez sus ojos ambarinos y dijo:
—No.
Ankris no pudo soportarlo más.
—¡Basta! —exclamó—. No mintáis más por mí. Sí, es cierto, soy un licántropo. Me transformo en lobo las noches de luna llena.
Un murmullo escandalizado recorrió la sala. Ankris percibió los enormes ojos de la princesa Nawin mirándolo fijamente, abiertos de par en par.
—Pero no lo hago voluntariamente —prosiguió—. Si bien amo a los lobos y la vida salvaje, no hasta el punto de desear perder mi conciencia racional para atacar a mis semejantes. No puedo impedir la transformación, y creed que haría lo que fuese por ser un elfo normal. Si acudí al brujo fue porque no quiero matar a nadie. Porque, lo creáis o no, no soy consciente de lo que hago las noches de luna llena. Es el lobo que hay el mí quien me convierte en una bestia asesina. ¿Condenaríais a un elfo por los actos de una bestia?
—Han muerto doce personas —siseó Toh—Ril.
Ankris lo miró a los ojos.
—Yo no los maté. Ni siquiera recuerdo haberlos visto. Y, seamos sinceros, Toh—Ril: a ti no te importan esas personas. Lo único que quieres es verme muerto.
Un nuevo murmullo recorrió la sala.
—Controla tu lengua, reo —gruñó el juez—. ¿Estás eludiendo tu responsabilidad en todo esto?
—No. Solo estoy pidiendo ayuda —miró a su alrededor—. Mis padres y el brujo vieron lo bueno que había en mí y trataron de salvarme. Yo solo sé que una maldición me transforma en una bestia las noches de luna llena. Sé que es una enfermedad espantosa y que entre los elfos es todavía más temida y odiada, por ser tan extraña a nuestra naturaleza. Pero aquí y ahora pido…, suplico… que si alguien conoce alguna manera de ayudarme, de destruir la maldición, de controlar al lobo que hay en mí…
Suspiró quedamente. Hubo un largo silencio.
—Ayudadme —susurró Ankris finalmente—. Por favor, ayudadme. Solo quiero ser un elfo normal y…
Se le quebró la voz y no pudo seguir hablando. Entrevio los ojos de su madre llenos de lágrimas. Su padre también parecía conmovido.
Se sintió furioso y humillado por un momento. Era orgulloso y odiaba tener que ponerse en evidencia de aquella manera. Pero en su interior había algo que gritaba desesperadamente pidiendo ayuda, y en aquel momento comprendió que esa voz había estado allí desde el primer día y, por alguna razón, no había querido escucharla. Era aquella voz la que acababa de hablar por él en aquel momento. Aquella voz que Aonia, la Señora de la Torre, había escuchado gritar sin palabras cuando lo había mirado a los ojos en la Escuela del Bosque Dorado.
Sintiéndose de pronto mucho más inseguro y vulnerable, perdida ya aquella coraza de impasibilidad con que había recubierto su corazón, Ankris alzó la cabeza y miró a su alrededor. Se dio cuenta de que todos se habían vuelto hacia el Señor del Bosque Dorado, que se había puesto en pie, evidentemente incómodo.
—Ni siquiera la magia puede curar a un licántropo —dijo.
Ankris respiró hondo. Había dicho «curar». Eso significaba que admitía que estaba enfermo. Tal vez…
—He oído hablar de hechizos que devuelven a los licántropos su forma original —intervino el brujo.
El Archimago lo fulminó con la mirada. Los magos nunca se habían llevado bien con los brujos; estos no poseían auténtico poder mágico, pero conocían como nadie los secretos del mundo natural, y por ello la mayoría de la gente prefería confiar en ellos antes de hacerlo en un mago consagrado, cuyos poderes resultaban inexplicables a los ojos de los no iniciados. Los magos lo sabían y, si bien despreciaban a los brujos por no ser capaces de realizar hechizos, también eran muy conscientes de que ellos, a pesar de todo su poder y su riqueza, habían perdido la batalla de la popularidad en favor de los brujos.
No sucedía lo mismo en tierras humanas, donde, según había oído Ankris, magos y brujos eran odiados por igual.
—Son hechizos temporales y duran solo unas horas —dijo con frialdad—. Se requeriría un lugar de extraordinario poder para incrementar la fuerza de esos conjuros, y me temo que ni siquiera nuestra Escuela es apropiada para ello. Podemos conseguir que su cuerpo resista sin transformarse varias horas más. Y eso es todo lo que podemos hacer por él.
—¿De veras? —el brujo alzó una ceja—. Pues en tal caso, me temo que yo puedo hacer mucho más. Mis narcóticos lo han sumido durante años en un sueño profundo todas las noches de luna llena.
—¿Insinúas que tus brebajes están por encima de nuestra magia más avanzada? Te recuerdo que no has logrado evitar que se transforme.
—Pero he impedido que siga asesinando —el brujo sonrió, burlón—, cosa que encuentro mucho más práctica y efectiva que reducir a la mitad sus horas como bestia. Pero, en cualquier caso, no es ahí adonde quería llegar. Lo que me gustaría señalar es que el joven Ankris tomaba los narcóticos voluntariamente —paseó su inquietante mirada sobre los asistentes—. Somos como somos, y en muchos casos no podemos luchar contra nuestra naturaleza. He visto a los licántropos de cerca. Puedo asegurar que para ellos es extremadamente difícil plantar cara a la bestia que los devora por dentro. He aquí a un muchacho que tiene el valor de luchar, porque quiere ser como los demás. Un muchacho con la suficiente entereza como para tratar de vencer a la bestia, en lugar de rendirse a ella, como hace la mayoría. No creo que se le deba castigar por ello. Controlarlo, sí. Y evitar que siga matando, también. Pero eso es precisamente lo que él quiere, lo que nos está pidiendo a gritos. Ayudémosle.
Hubo murmullos de asentimiento. Ankris miró a su alrededor, incrédulo. Hasta el Archimago parecía considerar las palabras del brujo.
El juez frunció el ceño y alzó la mirada hacia el rey. Ankris no se atrevió a imitarlo. Pero vio que el juez vacilaba y sintió, por un momento, que había un rayo de esperanza.
El juez carraspeó y abrió la boca para hablar.
—Yo no estoy de acuerdo —dijo entonces una voz clara y fría como el hielo.
Ankris no necesitó volverse. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte.
Shi—Mae acababa de entrar en la sala y se abrió paso entre la gente hasta llegar ante el juez. Los murmullos aumentaron en intensidad.
—Shi—Mae, heredera de la Casa Ducal del Río —proclamó, aunque no era necesario. Todos habían reconocido en ella a la joven y bella prometida del acusado.
—¿Tenéis algo que decir, Shi—Mae? —preguntó el juez.
—Deseo hacer constar que conozco a este elfo muy bien —comenzó Shi—Mae.
La sala estaba completamente en silencio, pendiente de sus palabras. Pero, si esperaban que Shi—Mae continuase el discurso del brujo, hablando en favor de Ankris, se llevaron una sorpresa.
—Lo conozco —prosiguió Shi—Mae—, porque era mi prometido e íbamos a casarnos. Nuestra relación duraba ya diez años.
—¿Cómo? —soltó el Duque del Río, sin poderlo evitar; apenas hacía dos años que Shi—Mae le había hablado por primera vez de su noviazgo con Ankris.
Shi—Mae ignoró deliberadamente el exabrupto de su padre y continuó:
—Sin embargo, en todo este tiempo él jamás me habló de sus transformaciones. Me ocultó que se convertía en un lobo asesino las noches de luna llena. Y yo lo descubrí de manera fortuita hace solo tres semanas.
Shi—Mae relató su visita a la cabaña de Ankris y todo lo que sucedió después. La audiencia escuchaba, sobrecogida, mientras la muchacha contó cómo su prometido, a quien quería más que a nada en el mundo, se había transformado en una bestia ante sus ojos y había tratado de matarla y devorarla. Describió con todo detalle la horrible persecución a través del bosque, durante la cual Shi—Mae había luchado hasta el agotamiento, tratando de detener a la formidable criatura que intentaba asesinarla. «Oh, Shi—Mae», murmuraba Ankris para sus adentros, llorando en silencio, intuyendo por primera vez lo terrible que aquella noche había sido para ella. «Lo siento, lo siento, lo siento tanto…».
—Pero yo no quería matarlo, no quería, porque Ankris era mi prometido… —susurró ella—. Al final lo transformé en piedra y logré detenerlo hasta la salida del sol. Entonces lo despetrifiqué y… —tomó aliento— me fui a la Escuela del Bosque Dorado a presentarme a la Prueba del Fuego.
Hubo murmullos y exclamaciones de admiración. Todos habían oído hablar de la Prueba del Fuego, pero solo los magos que la habían superado comprendieron todas las implicaciones de las palabras de Shi—Mae, y palidecieron. Enfrentarse a la Prueba del Fuego sin haber descansado el día anterior, tras haber agotado casi toda la energía mágica, era prácticamente un suicidio.
Muchos miraron a Ankris casi con odio, pero él apenas se dio cuenta. Solo tenía ojos para Shi—Mae, que se erguía como una heroína ante una audiencia que la contemplaba con admiración.
—Ahora lo veo todo de diferente manera —prosiguió ella—. Si yo no hubiera sido una aprendiza de hechicería, si hubiera sido cualquier otra elfa, Ankris me habría matado esa noche. Puede que cuente con ese brebaje que lo hace inofensivo, pero, desde luego, cuando yo lo vi era un animal sanguinario. Al día siguiente me dijo que había sido un descuido, que en el último momento se había dado cuenta de que ya no le quedaba —tomó aliento y continuó—: Si realmente quisiera controlar a la bestia, jamás habría cometido ese tipo de desliz. Podemos ayudarlo, dice el brujo. Pero ¿de verdad desea dejarse ayudar?
—¡Tú sabes que sí, Shi—Mae! —gritó Ankris.
Ella se volvió hacia él y lo contempló fríamente.
—Entonces, me lo habrías dicho. Si no puedes confiar en mí, ¿cómo esperas que yo confíe en ti? Eres un monstruo, una bestia asesina. No eres uno de nosotros.
El juez se inclinó hacia Shi—Mae.
—¿Eres consciente de lo que dices? Te recuerdo que estás hablando del elfo con el que pensabas casarte.
—No. No es el elfo con quien pensaba casarme. El Ankris que yo conocía no existe. Fue todo una mentira, una ilusión. Aquella noche vi su verdadero rostro, un rostro que, desde entonces, me persigue todas las noches en mis peores pesadillas. No quiero ni pensar en lo que sucedería si otra joven cayera en la misma trampa que yo. Puede parecer agradable y buena persona a simple vista, pero… ¿qué sucedería si volviera a tener… un descuido una noche de luna llena?
—¿Adónde quieres ir a parar, muchacha? —gruñó el brujo.
—Yo digo que no se puede controlar a la bestia —declaró Shi—Mae, desafiante, mirando a su alrededor—. Hay que destruirla. Y, si para ello debemos matar al elfo…, que así sea.
Ankris jadeó, perplejo. Todo el mundo empezó a hablar a la vez, pero de pronto un grito resonó sobre la sala.
—¡¡¡Sucia arpía manipuladora!!! —chilló Eilai, con los ojos llenos de lágrimas, tratando de abalanzarse sobre Shi—Mae, mientras su esposo la retenía a duras penas—. ¡¡¡Cómo te atreves a hablar así de mi hijo!!!
Cuando el juez logró que los ánimos volvieran a calmarse, preguntó a Shi—Mae:
—¿Tienes algo más que añadir?
—Sí —dijo ella, mirando a Ankris a los ojos—. Esta criatura es un monstruo que jamás debería haber nacido. Y por eso tiene que morir.
Ankris sintió que se quedaba sin aire y se dejó caer sobre el banco, sin querer creer lo que acababa de escuchar. La sala se revolucionó de nuevo. Todos hablaban a la vez, y tuvieron que sujetar a Eilai entre tres para que no se arrojara sobre Shi—Mae.
—¡Dejadme! —chillaba la Centinela—. ¡Soltadme! ¡¡Voy a matar a esa zorra traidora!! ¡¡Cómo has podido vender a mi hijo de esa manera, mala hembra!!
Finalmente, se llevaron a Eilai a rastras y la sacaron de la sala. Ankris comprendió de pronto que su madre sabía exactamente cómo se sentía. No se hubiera enfurecido tanto si cualquier otra persona hubiese pedido su muerte al tribunal. Pero Shi—Mae…
Cerró los ojos con cansancio. «Está bien, matadme ya», pensó. «Ni siquiera la persona a la que más amo cree que merezca seguir viviendo».
Se sentó sobre el banco y enterró la cara entre las manos. Sintió la mirada triunfal de Shi—Mae sobre él. «¿Tanto me odias?», pensó. Abrió los ojos y la miró, y leyó la verdad en su mirada color zafiro.
Sí.
Apenas oyó nada de lo que sucedió en los momentos siguientes. Otros elfos hablaron, pero él no los escuchó, y estaba seguro de que el resto de la sala tampoco lo hacía. Las palabras de Shi—Mae seguían pesando como una losa sobre las mentes de todos. Cuando, finalmente, el jurado tomó una decisión, a Ankris no le sorprendió en absoluto escuchar que el juez anunciaba:
—An—Kris de los Robles, este tribunal te considera culpable de licantropía y del asesinato de doce elfos. La sentencia es la muerte.
Ankris suspiró. «Por fin», pensó. Por fin había acabado todo, descansaría y olvidaría a Shi—Mae para siempre. Aún oyó el grito de su madre mientras los guardias del rey se lo llevaban a rastras hacia la muerte. Volvió la cabeza para mirar a Shi—Mae por última vez; y, en lugar de la expresión triunfal que esperaba encontrar en su rostro, sorprendió en sus ojos una mirada de profunda y desesperada tristeza.
Los guardias se lo llevaron a empujones, mientras la multitud lo abucheaba, y Ankris pensó que lo había imaginado.
No ejecutaron la sentencia inmediatamente. Lo arrojaron de nuevo al calabozo, y allí lo dejaron durante unas horas más, hasta la puesta del sol. Por la noche, cuando la luna creciente brillaba en lo alto del cielo, los guardias fueron a buscar a Ankris.
—Es la hora —dijeron.
El joven se levantó y los siguió, obediente. Se sentía muerto por dentro. La ejecución no cambiaría tanto las cosas. Lo arrastraron hasta las afueras de la ciudad. Como era tarde, no encontraron a nadie por el camino. Ankris había oído decir que, en tierras humanas, los reos eran paseados en carretas por la población para que la multitud, enfurecida, los insultara y los humillara escupiéndoles y lanzándoles cosas. Los elfos, en cambio, eran mucho más discretos. La ejecución se llevaría a cabo de noche, en el bosque, y nadie más que los verdugos y un funcionario del rey estaba autorizado a asistir.
Sin embargo, cuando Ankris fue arrojado al suelo en un claro del bosque, no vio al funcionario por ninguna parte. Los guardias que lo custodiaban no hicieron ademán de cargar sus arcos ni de sacar la espada.
—¿Qué significa esto? —murmuró él, aturdido—. ¿A qué estáis esperando?
—Me están esperando a mí —dijo una voz serena desde la oscuridad.
Ankris trató de ubicar aquella voz. Para cuando su dueño salió de entre las sombras y la luz de la luna iluminó su cara, el joven ya sabía de quién se trataba, pero, aun así, su presencia allí lo sorprendió.
Era el Capitán de los Centinelas de la frontera sur.
Ankris fue a preguntar algo, pero no encontró palabras. El Capitán sonrió y se alejó un poco para hablar con él lejos de los oídos de los guardias.
—He intercedido por ti —dijo—. A pesar del odio que te tiene mi hijo, aprecio sinceramente a tus padres y confío en la palabra del brujo. Y, por otra parte, te he tenido en mi escuela y sé que no eres un monstruo, hijo.
Ankris sintió que tenía un nudo en la garganta.
—No he conseguido que te levantaran la pena, pero sí conmutarla. No estás condenado a muerte…, pero quedas desterrado para siempre de nuestro Reino. Si osas volver, nada podrá salvarte ya.
Ankris no se sintió tan aliviado como habría cabido esperar.
—Tienes hasta el amanecer para abandonar el Reino de los Elfos —concluyó el Capitán—. Cuando salga el sol, serás oficialmente un proscrito, y los soldados del rey tienen orden de tirar a matar.
Ankris reaccionó.
—¿Qué? —soltó—. ¡Pero si la frontera más cercana está a dos semanas de aquí!
El Capitán se encogió de hombros.
—Nadie dijo que fuera fácil, muchacho, pero al menos tienes una oportunidad. Los soldados no comenzarán a perseguirte hasta el alba. Eso quiere decir que tienes una noche de ventaja. Y, conociendo tus habilidades de Centinela, dudo que sean capaces de cogerte. Pero no te confíes.
El joven trató de asimilar toda aquella información.
—Capitán —dijo, mirándolo con seriedad—, no puedo marcharme. Pasado mañana es luna llena. No puedo permitir que…
—Está todo previsto. Toma —le tendió un frasco con un líquido de color rojizo que Ankris conocía muy bien—. Es un regalo del brujo. Busca un buen lugar donde esconderte durante el plenilunio. Al menos por un tiempo no causarás daños.
—¿Y qué pasará después? Con esta cantidad solo tengo para unos meses.
—Toma esto también —le entregó un pergamino—. Aquí está escrita la fórmula del somnífero para que puedas prepararlo tú mismo. El brujo dice que conoces todas las plantas descritas aquí.
Ankris desenrolló el pergamino y sus ojos de elfo lo leyeron sin problemas a la luz de la luna.
—Eso es cierto —asintió, sintiendo que una llama de esperanza alimentaba su corazón.
—Se me olvidaba —añadió el Capitán—. Tus padres te mandan recuerdos. Tu padre me ha dado esto para ti —le dio un objeto alargado, cuidadosamente envuelto en una tela—. Me ha dicho que es un regalo de familia. Pero no te entretengas en abrirlo ahora. Ya lo mirarás más tarde.
—Gracias, Capitán. Nunca lo olvidaré.
El Capitán le dirigió una mirada llena de gravedad.
—Es una manera de saldar mi deuda —murmuró.
—¿Vuestra… deuda?
—La noche en que los licántropos mordieron a tu madre… ella y tu padre tuvieron que enfrentarse a tres de ellos completamente solos, porque yo no quise escucharla… Si le hubiera hecho caso y hubiese mandado a un grupo con ellos para defender el vado, tal vez tú serías ahora un muchacho normal.
Ankris comprendió enseguida lo que quería decir. Su madre le había contado la historia, pero nunca lo había visto de aquel modo. No supo qué decir.
—Sin embargo, quiero que sepas —concluyó el Capitán— que, aunque te aprecio, nunca dejaría a un licántropo suelto por ahí, ni siquiera en tierras de humanos. Confío en ti. Prométeme que lucharás contra la bestia.
—Lo juro, mi Capitán —prometió Ankris con toda su alma.
Momentos después, emprendía la huida del Reino de los Elfos. Como los amigos fieles que siempre habían sido, los lobos de su manada lo acompañaron, haciendo menos penosa la partida.
Ankris no se detuvo un momento en toda la noche. Corrió y corrió hasta el agotamiento, pero incluso cuando salió el sol siguió corriendo por el bosque, evitando los lugares habitados. Seguía llevando ventaja a los soldados del rey, pero sabía que estos pronto lo alcanzarían.
Sobre todo, porque pasaría toda una noche inconsciente.
Cuando llegó el plenilunio, Ankris encontró un buen lugar donde esconderse, una grieta al fondo de un precipicio, y allí tomó el somnífero poco antes de que tuviese lugar la transformación. Cuando despertó al día siguiente, en el mismo lugar, no se entretuvo: todavía quedaba mucho camino hasta la frontera.
A pesar de sus prisas y sus precauciones, los soldados lo alcanzaron, y durante varios días Ankris huyó desesperadamente de ellos, y algunas veces estuvieron a punto de abatirlo con sus flechas. En un momento determinado por poco lo atraparon; varios disparos llegaron a impactar en su cuerpo, pero por fortuna no le dieron en ningún punto vital. En aquella ocasión escapó gracias a los lobos, que lo ayudaron durante toda su huida, distrayendo a los soldados, atacándolos desde la espesura y obligándolos a retrasarse en su persecución. Además, una nueva llama ardía en el pecho del joven elfo. No deseaba morir, ya no. Sobreviviría. Y destruiría a la bestia. Debía hacerlo por sus padres, por el Capitán, por el brujo, porque ellos creían en él.
Pero, sobre todo, por sí mismo. Para demostrar al mundo que Shi—Mae estaba equivocada y que él no era ningún monstruo.
Tras varios días de avanzar ocultándose a través del bosque, de huidas desesperadas, de contener el aliento, temblando, en algún agujero mientras los soldados rastreaban la zona buscándolo, Ankris llegó por fin, casi arrastrándose de agotamiento, al Anillo. Y se sintió libre.
Porque, aunque estaba herido y aquel intrincado círculo boscoso pertenecía todavía al Reino de los Elfos, el joven sabía que jamás lo atraparían allí, en el lugar donde había crecido.
Las flechas de los soldados le habían acertado en un muslo y en un hombro, y la carrera a través del bosque había mantenido las heridas abiertas y sangrantes a pesar de los improvisados vendajes y torniquetes que se había aplicado. Así que decidió quedarse unos días para curarse y recuperar fuerzas.
Días más tarde, antes de abandonar para siempre el Reino de los Elfos recordó el regalo de su padre y abrió el paquete con curiosidad.
Era una daga de plata.
Ankris sabía que la plata era mortal para él, pero solo bajo su otra forma. Pese a todo, la cogió con precaución para examinarla, preguntándose por qué su padre le entregaría algo así, sabiendo que era el arma con la que cualquiera podría matarlo. ¿Es que le estaba diciendo con ello que debía poner fin a su vida?
Pero, cuando le dio la vuelta, comprendió que no era así. El mensaje de su padre eran las dos letras finamente entrelazadas que, siglos atrás, había grabado sobre el mango de la daga quienquiera que la hubiera templado, las dos letras que constituían las iniciales de su primer propietario: A. H.
An—Halian.
Respiró profundamente. Entonces, era verdad. Tenía raíces nobles. Estaba emparentado con los Condes de los Robles.
Sonrió amargamente. Tiempo atrás, habría acogido la noticia con júbilo. Ahora le daba exactamente igual; era un proscrito y poco importaba su nombre. De hecho, había pensado seriamente en hacerse llamar de otra forma en lo sucesivo. El conocer sus orígenes no le servía ya para nada.
Excepto por un detalle: con aquel regalo, su padre no estaba sugiriéndole que se suicidase. Le había revelado su origen, entregándole un objeto que constituía un tesoro familiar.
Le estaba diciendo que lo aceptaba y lo reconocía como hijo. A pesar de la bestia.
El muchacho suspiró y sonrió de corazón por primera vez en muchos días. Guardó cuidadosamente la daga y se puso en movimiento, cojeando, en cuanto se ocultó el sol.
Cuando llegó al límite del bosque, se volvió hacia sus compañeros de manada. Los lobos lo miraron, indecisos. Ankris sabía que no podía pedirles que lo acompañaran adondequiera que lo llevaran sus pasos, pero, aun así, le resultaba difícil despedirse de aquellos animales con los que había compartido tantas cosas. Se inclinó junto a uno de los machos, tal vez no el más fuerte pero sí el más sensato, y le dijo al oído:
—Ahora tú eres el jefe. Cuida de ellos. No dejes que se metan en líos.
El lobo lo miró; parecía que sonreía. Ankris se incorporó y aulló a la luna.
Y los lobos de su manada aullaron con él por última vez.
Cuando el elfo echó a andar, sin mirar atrás, los lobos siguieron aullando, llorando su partida, pero no lo siguieron. Y así, bajo la luz de las estrellas, Ankris abandonó el Reino de los Elfos para no volver.
No sabía que, lejos de allí, también otra persona se había puesto en marcha e iba tras sus pasos. Su perseguidor era implacable y conocía su oficio, y, lo que era peor, carecía de sentimientos y no se detendría hasta cumplir con su objetivo, que no era otro que verlo muerto.
Ajeno a esta circunstancia, creyéndose por fin a salvo, Ankris emprendió su viaje.