—Me han dicho que te vas a casar —dijo el brujo—. Nada menos que con la hija de un Duque. La misma de la que, si no recuerdo mal, quedaste prendado cuando no eras más que un mocoso y la viste pasar en su carruaje, camino del exilio.
—Así es.
—Desde luego, eres obstinado si la has conseguido a pesar de todo. ¿Le has contado la verdad?
—Todavía no, pero…
—¿Y hasta cuándo vas a esperar? ¿Vas a confesárselo la noche de bodas? Te advierto que he oído que ahora en la capital está de moda casarse en una noche de plenilunio.
—Creía que te alegrarías por mí —replicó el joven ácidamente.
—¿Se lo has dicho a tus padres, Ankris?
—An—Kris —corrigió él, separando exageradamente las sílabas.
—Tu parentesco con los Condes de los Robles no ha sido probado todavía, An—Kris —pronunció el nombre con cierta sorna, pero el joven no se alteró.
—Sí, he hablado con mi madre. Mi padre no quiere verme. No lo he visto desde la noche en que escapé de casa.
—Siempre había odiado con todas sus fuerzas a los licántropos. Tú has ido a la Escuela de los Centinelas. Sabes que os enseñan a disparar a un licántropo en cuanto lo tenéis a tiro. No le hizo gracia darse cuenta de que aquel hombre—lobo al que no pudo matar le había ganado la partida, convirtiéndote a ti, su único hijo, en uno de ellos.
Hubo un breve movimiento en la ventana, pero ninguno de los dos lo advirtió.
—Toma —el brujo le tendió una botellita que estaba menos llena de lo habitual—. Se me han acabado las flores de anagálide y no podré preparar más hasta el verano, cuando broten de nuevo. No olvides que tendrás que venir antes de lo previsto. Siete meses esta vez. ¿Me has entendido?
Ankris asintió, guardándose la redoma en la bolsa. Cuando se disponía a salir de la cabaña, el brujo llamó su atención de nuevo.
—Ah… An—Kris…
—¿Sí?
—Felicita a la novia de mi parte —dijo el brujo con sorna.
—Mañana me presento a la Prueba del Fuego —dijo Shi—Mae.
Ankris la miró con cierto temor.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Sí. Pero estoy nerviosa. ¿Puedo quedarme aquí esta noche?
—No.
La réplica fue demasiado cortante y Ankris se arrepintió enseguida de haber sido tan brusco. «Esta noche es luna llena», quiso decirle. «Me transformaré en un lobo gigantesco y salvaje y voy a tener que tomar un narcótico para perder el sentido y no asesinar a nadie». Se estremeció. No podía decírselo así, pero tendría que confesárselo en algún momento, antes de la boda. No ahora, sin embargo. Nada debía turbarla en la víspera del examen más importante de su vida.
—No —dijo con más suavidad—. No quiero distraerte. No me lo perdonaría si algo saliera mal. Además, debes descansar, y si te quedases aquí, no dormirías. Esta cama es muy incómoda.
Aunque a muchos les parecía extraño, Ankris seguía viviendo en su cabaña en el bosque. Pronto él y Shi—Mae tendrían su propia casa en la ciudad, pero por el momento él quería seguir fiel a sus costumbres, al menos hasta la boda.
Ella se relajó un tanto.
—Tienes razón —dijo.
—Quiero darte una cosa —dijo entonces Ankris.
Sacó del cajón un pequeño estuche forrado de terciopelo y se lo tendió.
—Pensaba dártelo como regalo por aprobar el examen, pero no puedo esperar y, además, puede que te dé suerte —explicó, con algo de timidez, mientras Shi—Mae lo abría, ilusionada.
Sacó de la cajita una fina cadena de oro que brillaba bajo el sol del atardecer. De la cadena pendía un colgante de oro en forma de corazón, con las iniciales A. K. y S. M.
—Oh, An—Kris… —murmuró ella, con un brillo especial en la mirada—. Es precioso. Te habrá costado una fortuna.
Cualquiera de las joyas de Shi—Mae costaba al menos diez veces más que aquel sencillo colgante, pero Ankris seguía sin poseer más dinero que el que había ahorrado cuando trabajaba para el Duque, y ella lo sabía. Después de la boda, la dote de Shi—Mae bastaría para que pudieran vivir holgadamente durante dos siglos por lo menos, pero, aunque ella le había dicho que no era decoroso que un noble trabajase, él ya había manifestado su firme intención de encontrar un empleo.
Mientras tanto, sin embargo, todo lo que poseía seguía estando en aquella cabaña.
—Hacía mucho tiempo que deseaba hacerlo —dijo Ankris con ternura, mientras le abrochaba el colgante en torno al cuello—. Desde la primera vez que te vi.
—¿Te refieres a la noche de los lobos, en el bosque?
—No —sonrió él—. Mucho antes.
Cuando Shi—Mae se marchó, dejándolo solo, Ankris se preguntó si él mismo sería capaz de dormir, a pesar del somnífero. Su prometida era una aprendiza muy hábil, pero no sería considerada maga hasta que no superase la Prueba del Fuego. Llevaba años estudiando el Libro del Fuego, su último manual básico de hechizos, y Ankris había sido testigo de lo que era capaz de hacer. Pero la Prueba del Fuego seguía siendo un examen muy arriesgado, incluso para los aprendices más prometedores.
Con un suspiro, Ankris se sentó junto a la ventana a contemplar cómo el cielo se oscurecía poco a poco. Oyó los aullidos de los lobos en la lejanía. «Esta noche no, amigos», pensó, con una sonrisa. Aún pensando en Shi—Mae, se levantó para coger el frasco con el narcótico, mientras empezaba a sentir a la bestia despertando en su interior. «Cuando Shi—Mae sea hechicera, antes de la boda, se lo contaré. No es necesario que me vea transformado. Siempre puedo venir a la cabaña las noches de plenilunio y…».
Sus pensamientos se quedaron congelados un horrible instante.
El frasco estaba prácticamente vacío.
Horrorizado, recordó que, siete meses atrás, el brujo le había advertido de que la redoma llevaba menos cantidad aquella vez porque la cosecha de anagálide había sido inferior a la del año anterior. Debería haber regresado al Anillo semanas atrás, pero se le había olvidado por completo.
«El mes pasado casi me sorprendió el anochecer antes de llegar a la cabaña y, con las prisas por tomarme el somnífero, no me di cuenta de que el frasco estaba casi vacío», pensó el joven aterrado. «Y jamás se me habría pasado por la cabeza ausentarme de la ciudad ahora que Shi—Mae va a presentarse a la Prueba del Fuego». Presa del pánico, bebió lo que quedaba en el frasco, apenas unas gotas, y aguardó un buen rato con la botella en alto, esperando que cayeran unas gotas más. Cerró los ojos con desesperación. «Que sea suficiente, que sea suficiente…».
Por si acaso, decidió atrancar puertas y ventanas. Dado que el somnífero funcionaba tan bien, hacía tiempo que había dejado de hacerlo. Se dirigió a la puerta, tambaleándose, y logró clavar algunas tablas. Repitió la operación con las dos ventanas y, cuando estaba asegurando la última tabla, un agudo dolor lo atravesó como si de mil puñales de fuego se tratase. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo y jadeó. Era más doloroso de lo que recordaba, y pensó, con horror, que tal vez eso se debía a que el narcótico no estaba actuando con la misma eficacia que de costumbre. Cerró los ojos y se tumbó en el suelo, encogiéndose sobre sí mismo. Fuera era ya de noche. La luz de la luna llena se filtraba por los resquicios de las ventanas.
El dolor regresó. Ankris se contuvo para no gritar, y gruñó por lo bajo. Se dio cuenta de que sus colmillos habían crecido de nuevo. «Por favor, que haga efecto, que haga efecto…», pensó, desesperado. Pero se sentía más despejado que de costumbre, y notaba que, en lo más recóndito de su mente, la bestia luchaba por salir al exterior y resarcirse de tantos meses de encierro.
Un nuevo espasmo sacudió el cuerpo de Ankris, que echó la cabeza hacia atrás y gimió de dolor.
Y entonces, alguien llamó a la puerta.
—¿An—Kris? —dijo la voz de Shi—Mae desde el exterior—. Yo… he cambiado de idea. No me importa dormir en tu cama. No podía dormir, y me preguntaba si… ¿An—Kris?
Ankris respiró hondo, horrorizado. Aquello no podía estar pasando. Decidió no responder, y deseó con todas sus fuerzas que Shi—Mae se marchara antes de que concluyese la transformación.
—¿An—Kris? —insistió ella—. Sé que estás en casa. ¿Qué pasa? ¿Por qué no abres la puerta?
A Ankris se le escapó un gruñido bajo.
—¡An—Kris! ¿Qué haces? ¿Es que estás con otra?
—Shi—Mae, por favor —murmuró él con voz ronca—. Márchate, por lo que más quieras. Te lo suplico.
—¿Qué sucede? —la voz de ella era ahora preocupada—. ¿Estás bien?
—N—no puedo abrir la puerta, Shi—Mae.
Una nueva convulsión alteró nuevamente sus rasgos. Ankris gimió de dolor. Se miró las manos y las vio cubiertas de vello y con los dedos convertidos en garras.
—Te prometo que mañana te lo contaré todo. Pero ahora confía en mí y vete a casa…
—An—Kris, no pienso marcharme. Si estás enfermo, puedo curarte con mi magia y…
—¡No puedes hacer nada por mí! ¡Vete, te lo suplico!
Las últimas palabras de Ankris terminaron en un prolongado aullido. Hubo un breve silencio y, por un momento, el joven pensó, aliviado, que Shi—Mae se había marchado. Pero entonces se oyó su voz de nuevo al otro lado de la puerta.
—An—Kris, voy a entrar.
Él la oyó susurrar algunas palabras en idioma arcano, el lenguaje de la magia.
—¡Shi—Mae! —logró gritar, con voz ronca—. ¡No! ¡Nooo!
Hubo una explosión, y la puerta salió volando, destruida por una bola de fuego. Cuando Ankris pudo volver a mirar vio, entre el humo, la esbelta figura de Shi—Mae apoyada contra lo que quedaba del quicio de la puerta, respirando con dificultad, cansada por el esfuerzo de conjurar el fuego. La oyó toser y preguntar:
—¿An—Kris? ¿Dónde estás?
Y, aunque una parte de él quiso gritarle que se marchara, que saliera huyendo, su instinto animal lo impulsaba a saltar sobre ella y devorarla. Trató de levantarse, pero el dolor volvió de nuevo y lo hizo caer de rodillas al suelo.
La luz del farol de Shi—Mae bañó la figura de Ankris.
—Por todos los… —susurró ella—. ¿Qué…?
Ankris alzó la cabeza y la luz iluminó sus rasgos.
—¡Vete, Shi—Mae! —aulló.
Ella retrocedió, muda de terror, sin poder apartar la vista de su rostro semianimal.
—¿An—Kris? —lo comprendió de pronto y sus pupilas se dilataron de terror—. No puede ser. No puede ser. No, tú no…
—Vete —gruñó Ankris, y saltó hacia ella.
En pleno salto se consumó la transformación, y la mente racional del elfo quedó sepultada bajo el instinto de la bestia.
Shi—Mae chilló.
Ankris se despertó en el bosque, acurrucado bajo un árbol. La luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles y le acariciaba el rostro. El joven parpadeó, confuso y desorientado. Entonces, de pronto, recordó lo que había pasado la noche anterior y se levantó de un salto. Miró a su alrededor, pero todo parecía estar en orden.
—¿Shi—Mae? —murmuró.
Lo último que recordaba era haber saltado sobre ella para devorarla. Regresó corriendo a la cabaña, sin querer siquiera imaginar qué habría ocurrido si sus peores pesadillas se hubieran hecho realidad. Cuando llegó allí, sin aliento, descubrió la puerta destrozada, y recordó que Shi—Mae la había echado abajo con su magia. Eso lo tranquilizó un tanto. Ella no era una niña desvalida, sabía defenderse…
Aunque Shi—Mae no estaba allí, tampoco había rastros de sangre en el suelo. Ankris aprovechó para vestirse mientras pensaba en su siguiente movimiento.
Lo primero que haría sería acudir a la casa del Duque y ver si Shi—Mae se encontraba bien.
Por el camino se le ocurrió que, si Shi—Mae había dicho que la había atacado, la guardia del Duque lo apresaría inmediatamente. Pero debía correr el riesgo. Necesitaba saber si ella estaba a salvo.
Halló el palacio del Duque extrañamente silencioso y vacío. El chambelán le informó de que Shi—Mae no había regresado a casa. El Duque había partido de mañana, serio y pálido, y no había dicho a nadie adónde iba.
Temiéndose lo peor, Ankris regresó al bosque y rastreó la zona en busca de Shi—Mae, pero no la encontró. Tardó un poco en decidirse a acercarse a la horrible cueva donde, tiempo atrás, había descubierto a las víctimas de su lado bestial. Si había matado a Shi—Mae…
Emprendió el camino, rogando para sus adentros no encontrarla allí. Sin embargo, cuando apenas le faltaba un trecho para alcanzar la cueva, comprendió que no tendría valor para asomarse a su interior. Se detuvo y respiró hondo, tratando de pensar. Aunque él se encontraba físicamente bien, eso no significaba que Shi—Mae no hubiese tratado de defenderse. Sabía que mientras se hallaba transformado había pocas cosas que pudieran herirlo. Pero Shi—Mae, pensó de nuevo, era una maga y sabía controlar el fuego. Lo había demostrado la noche anterior…
De pronto, Ankris lo recordó. ¡La Prueba del Fuego! ¿Cómo había podido olvidarlo?
Evidentemente, si Shi—Mae seguía viva, solo había un sitio donde podía estar: la Escuela del Bosque Dorado.
No le permitieron ver a Shi—Mae. El joven hechicero que recibió a Ankris le explicó pacientemente que la muchacha estaba realizando la Prueba del Fuego y, por supuesto, no se la podía molestar. Ankris insistió, pero fue en vano. Los magos parecían estar acostumbrados a que los preocupados familiares de los aprendices que se presentaban a la prueba tratasen de obtener información sobre los jóvenes. Ankris vio al Duque caminando intranquilo, arriba y abajo, en una sala de espera, pero no se atrevió a entrar a saludarlo. Dio media vuelta y salió del edificio.
Ellos no lo comprendían. No se trataba solo de la Prueba del Fuego. La noche anterior, Shi—Mae había sido atacada por un licántropo. Por su prometido, para más datos. Necesitaba verla a toda costa, hablar con ella, saber cómo se encontraba, aunque, por lo visto, ella estaba viva y lo suficientemente bien como para presentarse al examen, lo cual no dejaba de ser un alivio.
Rodear el inmenso edificio le llevó más tiempo del que había supuesto, pero finalmente descubrió una posible entrada. Unas enredaderas trepaban por el muro norte de la escuela y llegaban hasta un saliente al que, con un poco de esfuerzo, podría llegar a encaramarse. No sería difícil para él trepar desde allí hasta la ventana más cercana.
La primera parte fue sencilla. Pero, cuando sus dedos rozaron la piedra del edificio, algo parecido a una descarga sacudió su cuerpo y lo hizo soltarse. Ankris reaccionó a tiempo, volviendo a sujetarse a la enredadera para no caerse. Después de varios años de noviazgo con una estudiante de hechicería, había aprendido lo suficiente como para deducir que la Escuela estaba protegida por un conjuro. Apretó los dientes y sacudió la cabeza. Nadie iba a impedirle ver a Shi—Mae. Nadie.
Respiró hondo y saltó hacia la pared. Se sujetó a la cornisa con las dos manos y el hechizo de protección lo golpeó de nuevo. Ankris se sobrepuso al dolor y, tratando de ignorarlo, subió hasta el siguiente saliente y prosiguió la ascensión.
Cuando llegó hasta la ventana tenía todo el cuerpo dolorido, pero, aparte de eso, estaba bien. Se coló en el interior de la Escuela, con precaución, y miró a su alrededor. Se encontraba en un pasillo alfombrado y de paredes cubiertas por ricos tapices. Ante él había una serie de puertas, pero todas estaban cerradas. No parecía haber nadie cerca.
Sin saber muy bien dónde empezar a buscar, Ankris echó a andar pasillo abajo, con cautela.
Recorrió el edificio y, por fortuna, nadie llegó a verlo. Seguía poseyendo las habilidades que habían llamado la atención del Capitán de los Centinelas cuando era niño, y podía ser sigiloso como una sombra y extraordinariamente rápido si hacía falta. Se topó con varios aprendices e incluso con algún mago, ataviado con túnica roja, pero en todas aquellas ocasiones logró ocultarse a tiempo tras una cortina o en el interior de una habitación vacía. Algo le decía que debía dirigirse al corazón de la escuela, y por ello avanzó cada vez más hacia el interior, alejándose de las ventanas.
Por fin, su audacia fue recompensada. Cuando atravesaba un enorme y elegante salón, oyó un revuelo un poco más abajo y se ocultó tras un tapiz. Enseguida entraron en el salón dos magos que acompañaban una camilla que levitaba a varios palmos del suelo. Sobre la camilla había una muchacha elfa gravemente herida, que presentaba diversas quemaduras en el rostro y en las manos. Ankris los vio desde su escondite cuando pasaron ante él, y se contuvo para no gritar.
La joven era Shi—Mae.
Se disponía a seguir a la comitiva cuando alguien más entró en la sala. Ankris, devorado por la impaciencia, volvió a esconderse, justo a tiempo de evitar que lo descubriesen los dos magos que acababan de cruzar la puerta.
—Ha sido un día duro —comentó uno de ellos—. Sigo sin estar convencido de que fuera buena idea dejar que se presentase a la Prueba antes de tiempo.
—Ciertamente —respondió una voz femenina—. Por fortuna, es una joven muy talentosa. Me pregunto, sin embargo, por qué hoy estaba tan alterada.
Ankris frunció el ceño. La persona que acababa de hablar tenía una voz suave y serena, pero de acento muy extraño, tosco y hasta cierto punto desagradable, comparado con la melodiosa voz de los elfos.
—De modo que vos también lo habéis notado. He estado a punto de suspender la prueba.
—Eso no habría sido propio de vos, Archimago. Por mucho que apreciemos a nuestros aprendices, es necesario que los tratemos a todos por igual. Cuando uno de ellos decide someterse a la Prueba del Fuego no hay vuelta atrás.
—Tenéis razón —suspiró el Archimago—. Bajaré a decirle al Duque que su hija ha superado la Prueba del Fuego y que estará bien en cuanto le hayamos aplicado los hechizos de curación pertinentes. ¿Deseáis acompañarme?
—Preferiría esperaros aquí, si no es molestia. Hoy me siento un tanto fatigada. Los conjuros rejuvenecedores funcionan solo hasta cierto punto.
—Olvidaba que vos ya no sois joven, de acuerdo con los cánones de vuestra raza. Me temo que llevo demasiado tiempo sin salir de esta Escuela, y a menudo suelo olvidar que las décadas no transcurren igual para los humanos. Aguardad aquí, pues. No tardaré.
Ankris oyó el susurro de una túnica alejándose y contuvo el aliento. Se estaba preguntando si valía la pena correr el riesgo de asomarse, cuando, súbitamente, el tapiz que lo ocultaba desapareció sin dejar rastro, y él se encontró, cara a cara, con una mujer humana vestida con una refulgente túnica dorada.
Los dos se miraron. Por lo que Ankris sabía, la túnica dorada era el símbolo de los Archimagos, los hechiceros más poderosos. Ankris no sabía quién era aquella mujer humana ni qué hacía allí, pero lo que sí estaba claro era que no había logrado engañarla ni ocultarse de ella.
—Disculpad, señora —murmuró—. No… no pretendía espiaros. Sé que no debería estar aquí, pero… estaba buscando a alguien y…
—Esta Escuela está protegida por un hechizo muy poderoso —dijo ella con suavidad—. ¿Cómo has entrado?
—Trepando por el muro.
Los ojos de ella se ensombrecieron levemente.
—Deberías estar muerto.
Ankris bajó la cabeza. Estaba tan cansado y tan asustado que no tuvo fuerzas para inventar una mentira convincente.
—Yo… no soy un elfo como los demás.
—Ya lo sé. Mírame.
Ankris obedeció. La Archimaga era mucho más baja que él, pero su majestuosa presencia lo cohibió hasta el punto de hacerle sentirse un niño pequeño e indefenso ante ella.
—No eres como los demás, joven elfo, por dos motivos. Uno lo conoces; el otro, no. Puedo sentir la bestia que late en tu interior, pero te aseguro que no es eso lo que te ha ayudado a trepar por el muro de esta Escuela.
—¿Qué… qué queréis decir?
—No tardarás en descubrirlo. Pero ahora, querido muchacho, debes marcharte. Pronto regresará el Archimago, y dudo que él sea tan benevolente como yo. Antes de despedirme, sin embargo, te diré una cosa: si en algún momento de tu vida no tienes ningún lugar adonde ir, ven a la Torre, en el Valle de los Lobos —hizo una pausa, y luego añadió—: Pregunta por Aonia, la Señora de la Torre. Te estaré esperando.
Ankris, sorprendido, abrió la boca para decir algo, pero la Señora de la Torre hizo un gesto con la mano y, de pronto, todo comenzó a dar vueltas…
Aquella tarde acudió a casa del Duque para hablar con Shi—Mae. Aún seguía confuso con respecto a lo de aquella mañana. Después de su incursión en la Escuela del Bosque Dorado había despertado en el bosque, aturdido, y ya no estaba seguro de haber vivido aquella experiencia realmente. Desde luego, pensaba preguntarle a Shi—Mae si la Señora de la Torre, la poderosa Archimaga, a quien ella tanto admiraba, había estado presente en su examen; pero no era aquel el principal motivo por el que quería hablar con ella. Por encima de lo que hubiese ocurrido en la Escuela, Ankris deseaba saber qué había sucedido la noche anterior, en el bosque, cuando el lobo que llevaba dentro se había apoderado de él.
En contra de lo que esperaba, Shi—Mae accedió a hablar con él sin poner reparos. Cuando se presentó en la sala donde Ankris la esperaba, el muchacho no pudo evitar un estremecimiento; ella ya estaba completamente repuesta de las quemaduras —no cabía duda de que los magos curanderos habían hecho un buen trabajo—, y lucía la túnica roja que la señalaba como hechicera. Pero en sus ojos había algo parecido a un soplo de hielo.
—Vayamos al jardín trasero —dijo ella—. Me debes una explicación.
Y Ankris comprendió que, aunque Shi—Mae tuviese miedo de él, el orgullo podía más que el temor.
Al salir del edificio se cruzaron con un elfo que miró a Ankris con cierta antipatía, pero este no se percató de ello. Estaba demasiado pendiente de la vital conversación que iba a mantener con Shi—Mae.
Momentos después, ambos se habían sentado bajo un frondoso árbol, uno junto al otro. Pero Shi—Mae se cuidó mucho de no rozar a Ankris en ningún momento.
—Enhorabuena —dijo él—. Has superado la Prueba del Fuego. Sabía que lo conseguirías.
Pero ella no respondió. Hubo un incómodo silencio, hasta que Ankris dijo:
—Pensaba decírtelo.
—¿Cuándo? ¿Después de la boda?
Ankris reprimió una sonrisa amarga, recordando las palabras del brujo.
—No, antes. Pero después de la Prueba del Fuego. No quería que eso te distrajera.
Shi—Mae no dijo nada. Intuyendo que lo mejor era ser sincero, Ankris le relató toda su historia. Le habló de la matanza de las siete primeras noches, temiendo que ella lo mirara horrorizada, pero los ojos de Shi—Mae seguían perdidos en el horizonte y su rostro seguía mostrando una expresión entre impasible y ausente.
Le contó lo que había sucedido con el brebaje del brujo y cómo precisamente la noche anterior no había logrado controlar a la bestia.
—Pero no soy yo, Shi—Mae. Tú sabes que yo no soy así. Y puedo controlar al lobo, si solo… si solo soy más cuidadoso en el futuro.
Shi—Mae no respondió. Ankris la contempló angustiado.
—Por favor, mírame, háblame, dime algo. Sé que ahora me odias, pero… —Se estremeció—. Shi—Mae, necesito saber… si anoche…
No pudo terminar. Por fin, ella se volvió hacia él.
—¿Si me hiciste daño? —preguntó con suavidad—. No, pero no porque no lo intentases. Traté de escapar, pero… —suspiró—, el hechizo de teletransportación no funciona si el mago no tiene la mente serena. Me defendí con todos los hechizos de ataque que conocía, pero tu cuerpo los resistía todos. Eché a correr por el bosque. Me perseguías; te lancé varios conjuros para detenerte, pero solo conseguí frenarte y retrasar lo que era inevitable: el momento en que me alcanzarías y acabarías conmigo. Entonces me acordé del conjuro de petrificación.
—¿Me petrificaste? —soltó Ankris, pasmado.
Los ojos de Shi—Mae relampaguearon.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que me devoraras? Regresé al amanecer —prosiguió, algo más calmada—. Sabía que los licántropos recuperáis vuestra forma original bajo la luz del sol, de manera que te despetrifiqué y te transformaste de nuevo en elfo. Te dejé allí…
Parecía que iba a añadir algo más, pero finalmente no lo hizo. Ankris comprendió de pronto que algo se había roto irremediablemente entre los dos.
—Oh, Shi—Mae, lo siento, lo siento tanto…
Ella no respondió. Ni siquiera lo miró.
—Puedo controlarme con el brebaje del brujo, pero aun así ya había decidido que me marcharía al bosque las noches de plenilunio. Nunca tendrás que volver a verme bajo la forma de la bestia. Podemos olvidar todo esto y te prometo…, te juro que jamás volveré a hacerte daño.
Shi—Mae no dijo nada.
—Pero —añadió Ankris con profunda tristeza—, si quieres romper nuestro compromiso, lo entendería.
Contuvo el aliento.
—Quiero —dijo entonces Shi—Mae, y el corazón de Ankris se rompió en mil pedazos—. No me malinterpretes, Ankris —añadió ella, pronunciando juntas las dos sílabas de su nombre—. Aún te quiero y siempre te querré. Pero no quiero casarme contigo. Ya no. Tú no puedes entenderlo, pero han pasado demasiadas cosas en un solo día. No soy la misma persona que ayer deseaba casarse contigo. He cambiado, y… y no se trata solo de lo de anoche, sino también…
—La Prueba del Fuego —susurró Ankris—. ¿Ha sido tan dura como decían?
—No quiero hablar de eso.
Ankris no insistió, pero se quedó mirándola implorante. Shi—Mae se dio cuenta:
—Es mi última palabra, Ankris. Lo mejor para los dos es que no volvamos a vernos.
Ankris acogió aquellas palabras con un dolido silencio.
—Comprendo —dijo finalmente.
Había sido un estúpido. En días más felices había llegado a creer que Shi—Mae lo aceptaría tal y como era, con todo lo que ello implicaba. ¿No consistía en eso el amor?
—Te acompaño hasta la puerta de tu casa —dijo, levantándose—. Después me marcharé y no volverás a saber de mí.
Esperaba que ella cambiara de idea, o al menos dijera algo como «lo siento», pero el rostro de Shi—Mae seguía siendo de piedra.
Se despidieron en la puerta. Ankris tragó saliva.
—Ha sido… la época más feliz de mi vida, Shi—Mae.
Ella clavó en él sus ojos de color zafiro.
—No pongas esa cara de niño herido y ofendido —le espetó con dureza—. No tienes la menor idea de lo que ha significado para mí recoger todos los pedazos de mis sueños rotos. Y nunca lo entenderás. Si me hubieses matado anoche, no me habrías hecho más daño del que ya me has hecho.
Y, con estas palabras, Shi—Mae entró en el palacio. Ankris suspiró y dio media vuelta para marcharse.
No había dado una docena de pasos cuando alguien gritó a sus espaldas:
—¡Es él! ¡Prendedle!
Cuando se dio la vuelta, media docena de guardias cayeron sobre él.
—Quedas acusado de licantropía y asesinato, An—Kris de los Robles —clamó tras él la voz del Duque del Río.
Con una mezcla de incredulidad y profundo dolor en el rostro, Ankris se volvió hacia el Duque, que lo observaba desde la puerta con expresión pétrea. Pero junto a él no descubrió, como había temido, a Shi—Mae, sino a un elfo robusto que sonreía con profunda satisfacción.
Era Toh—Ril, el hijo del Capitán de los Centinelas.