UNA LARGA COLA DE CARRUAJES aguardaba a ambos lados de la puerta del Paso del Sur. Ankris observó durante un rato, perplejo, las idas y venidas de los lacayos, vestidos con distintas libreas, que exigían un trato preferencial para sus respectivos señores, encopetados aristócratas que protestaban con impaciencia desde el interior de sus vehículos. Unos querían salir del Reino de los Elfos y otros trataban de entrar. Siempre había sido así en la frontera, pero aquel día el tráfico era sorprendentemente denso, a pesar de que los Centinelas hacían lo posible por despachar con agilidad los eternos trámites requeridos para pasar al otro lado.
Ankris vio un poco más allá a su amigo Aefeld y se reunió con él.
—¿Qué es lo que pasa hoy?
—¿No lo sabes? —Aefeld era el único chico de la escuela que parecía apreciarlo un poco, aunque, a sus noventa y tres años, Ankris seguía siendo un solitario—. Los reyes han tenido una hija, la princesa Nawin. Ella será la nueva reina cuando sea mayor.
Ankris recordó de pronto que, muchos años atrás, el brujo había dicho que Shi—Mae, la niña de los ojos de color zafiro, podría llegar a ser reina algún día. A pesar del tiempo transcurrido, Ankris no la había olvidado y seguía acercándose a menudo al paso fronterizo para espiar los carruajes que entraban en el reino, esperando verla en el interior de uno de ellos.
—¿Y por eso entra y sale tanta gente?
—Claro. Aquellos que habían conspirado para hacerse con el trono ahora ya no tienen posibilidades, así que muchos se exilian; pero volverán cuando todo esté más calmado.
»Por otra parte, muchos se fueron en tiempos más difíciles, y ahora regresan tras haber proclamado su fidelidad a la nueva heredera, aprovechando que el panorama político se ha estabilizado a raíz de su nacimiento.
El corazón de Ankris dio un vuelco. «Shi—Mae», pensó. «Shi—Mae volverá».
—Compadezco a la princesa —suspiró Aefeld—. Mi padre dice que, mientras sea una niña vulnerable, muchos intentarán matarla para seguir teniendo opciones al trono. Otros se acercarán a ella y la adularán para obtener privilegios. Probablemente, crecerá sin confiar en nadie.
Ankris consideró el comentario de su amigo. Finalmente se encogió de hombros.
—Yo no le veo ninguna ventaja a eso de ser rey —declaró—. No comprendo cómo alguien pueda querer matar o morir por ello.
Aefeld sonrió.
—Eres un chico extraño, Ankris —dijo, pero enmudeció enseguida.
Como de costumbre, Ankris se había marchado sin despedirse y ya había desaparecido en la espesura.
En los días siguientes el tráfico en el Paso del Sur se intensificó. Ankris redobló su vigilancia, sin resultado. Se acostumbró también a colarse en la habitación donde se guardaba el libro que registraba las entradas y salidas a través del Paso. Sin embargo, los nombres del Duque del Río y su familia seguían sin estar plasmados en sus páginas.
Estaba empezando a temer que Shi—Mae jamás regresaría cuando sucedió algo. Una noche, mientras cenaban, Anthor le dijo a Eilai:
—El Capitán me ha pedido que uno de los dos acuda al Paso esta noche.
—¿Por qué? ¿Otro noble de alta cuna desea cruzar en secreto la frontera?
—Y todo un pez gordo. Nada menos que el Duque del Río.
El corazón de Ankris dio un vuelco. Alzó la cabeza para escuchar atentamente.
—Debe de tener muchos enemigos en el reino —prosiguió Anthor—, pues ha pedido una escolta especial de Centinelas que protejan su carruaje mientras cruza el Anillo. Parece ser que temen ser víctimas de una emboscada en el bosque profundo.
—Pero esta noche hay luna llena —vaciló Eilai.
—Me he dado cuenta —gruñó Anthor—. Desde luego, si querían que nadie se enterase de su llegada, han elegido un mal momento. Cualquiera podría verlos. El Capitán intentó hacérselo entender a su emisario, pero al parecer el Duque no quiso alterar sus planes. ¿Cómo se puede ser tan estúpido?
—Anthor, tú sabes por qué lo digo.
Ambos dirigieron a Ankris una rápida mirada de reojo. El chico no solía prestar atención a las conversaciones de sus padres, pero en aquel momento estaba atento y captó claramente aquella mirada. Se quedó tan sorprendido que no dijo nada.
—Iré yo —decidió Eilai—. Tú deberías quedarte aquí, con Ankris.
—Yo también quiero ir —intervino el muchacho enseguida.
Los dos se volvieron hacia él y lo miraron como si fuera la primera vez que lo veían.
—Otro día, hijo… —empezó Anthor.
—No, tiene que ser esta noche —insistió Ankris; vio en los rostros de sus padres que no pensaban dejarlo salir, y suplicó—: Por favor…
Anthor frunció el ceño; iba a reiterar su negativa en términos más firmes, pero Eilai intervino, con suavidad:
—Ankris, hijo, no podrías ir aunque quisieras. Sabes que nunca te sientes bien las noches de luna llena. Si te quedases dormido no me facilitarías la vigilancia.
Una oleada de pánico inundó a Ankris. Su madre tenía razón.
Sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Había aguardado durante décadas el regreso de Shi—Mae, y aquel estúpido Duque del Río elegía una noche de luna llena para atravesar la frontera. No era justo.
Una llama de rebeldía encendió su corazón.
—Esta vez será diferente —aseguró—. No me dejaré vencer por el sueño, lo prometo.
«Es demasiado importante», pensó, pero no se atrevió a decirlo. Él mismo no había logrado explicarse aún por qué tenía tantas ganas de volver a ver a Shi—Mae, a la que ni siquiera conocía, de modo que sería inútil tratar de hacérselo entender a sus padres.
Anthor y Eilai cruzaron una mirada.
—Como quieras —concedió ella—. Pero acaba de cenar antes; y bebe, no has tocado tu copa todavía.
Loco de alegría, Ankris obedeció y tomó una cucharada más de sopa. Fue a beber, pero de pronto percibió la mirada expectante de sus padres y alzó la cabeza.
—¿Qué es lo que pasa?
Ellos ya miraban hacia otra parte.
—Nada, hijo, bebe tranquilo.
Ankris volvió a centrar su atención en el vaso, pero tuvo una intuición.
—No tengo sed —declaró, mirando fijamente a su madre.
Ella palideció visiblemente. Y, según apreció el muchacho, también el rostro de su padre pareció perder color.
—No pasa nada —dijo Eilai, con una sonrisa forzada—. Ya beberás más tarde.
—He dicho que no tengo sed —repitió Ankris, despacio.
—¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre? —lo reprendió Anthor.
—Solo he dicho que no tengo sed. ¿Desde cuándo eso es un delito?
Su padre lo miró un momento, con un destello de furia en los ojos. Entonces dijo, lenta pero firmemente:
—Se acabó. Esta noche te quedas en casa, jovencito.
—¿Qué? —soltó Ankris, estupefacto—. ¿Por qué? ¿Por no querer beber? ¡Eso es absurdo!
—¡No seas impertinente! —estalló Anthor—. ¡Si tu madre quiere que bebas, será por una buena razón, y tú no eres quién para discutir! ¿Me has entendido?
—¡No, no lo entiendo! —casi chilló Ankris, temblando.
Nunca antes se había enfrentado a sus padres de aquella manera. Aún no estaba muy seguro de lo que estaba sucediendo, pero lo intuía y, aunque la explicación que se le ocurría resultaba alarmante, justificaba en gran parte el extraño comportamiento que había detectado en sus padres en los últimos tiempos.
A pesar de la rabia que sentía, se dio cuenta de que ellos también temblaban… y, por encima del gesto de enfado de su padre, descubrió una sombra de temor en su mirada.
¿De qué tenían miedo? ¿De él?
—¡Ya basta, Ankris! —gritó su padre—. ¡No me repliques o…!
—¿O qué? —Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas—. ¿O drogarás también la comida para que no salga las noches de luna llena?
Ya estaba dicho.
Había pretendido imprimir a su voz un tono sarcástico, no iba en serio, pero los rostros de sus padres se quedaron petrificados un momento, y Ankris leyó la verdad en sus ojos.
—No digas tonterías —farfulló Anthor.
Pero Ankris lo sabía. Arrojó el vaso al suelo y escuchó con siniestro placer cómo se rompía en pedazos. Anthor avanzó hacia él. Ankris retrocedió.
—No pasa nada, hijo —dijo Eilai, al borde del llanto—. No tengas miedo.
Pero Ankris tenía miedo. De pronto, su casa ya no le parecía un lugar seguro.
—No —le dijo a su padre—. No te acerques.
Anthor siguió avanzando. Ankris dio media vuelta y echó a correr hacia la ventana. Oyó que su padre corría tras él, pero lo había cogido desprevenido y no pudo alcanzarlo. Ankris saltó por la ventana y se enganchó a las ramas de un árbol. No era la primera vez que salía así de su casa. Trepó hasta la copa del árbol y se perdió en la oscuridad, sin hacer caso de las voces de sus padres, que lo llamaban. Todavía tenía miedo, pero estaba en su mundo y la luna llena brillaba sobre él, invitándolo a la libertad y a la locura.
El carruaje del Duque del Río atravesó el Paso, y Anthor y Eilai estaban allí. Ankris se ocultó entre los árboles y observó. Por la forma en que sus padres escudriñaban las sombras, el joven elfo adivinó que no habían acudido allí solamente para proteger al Duque.
Lo estaban buscando a él.
Ankris apretó los dientes y sacudió la cabeza. No volvería nunca a su casa, nunca, nunca… Pero tenía que ver a Shi—Mae una vez más.
De modo que, silencioso como una sombra, siguió al carruaje a través del bosque. Ninguno de los Centinelas de la escolta, entre los que se encontraban sus padres, se percató de su presencia.
El camino que serpenteaba a través del Anillo boscoso era estrecho e incómodo, y el carruaje avanzaba lentamente y con dificultad. Los accesos al corazón del Reino de los Elfos eran difíciles y estaban fuertemente vigilados. Nadie podía pasar por aquel camino sin que los Centinelas lo advirtieran, pero también era un lugar perfecto para emboscarse porque los vehículos y los caballos se veían obligados a avanzar muy despacio. Así, los elfos estaban protegidos de toda amenaza exterior; pero los enemigos del Duque procedían del interior y, si querían evitar que regresase a la capital, deberían aprovechar el trayecto a través del Anillo; después sería más difícil efectuar un ataque.
Los Centinelas de la escolta permanecían alerta y Ankris comprendió que le sería imposible acercarse al vehículo sin que lo vieran. Estaba empezando a acariciar la idea de seguirlo hasta la mismísima capital, abandonando el bosque que lo había visto crecer, cuando sucedió algo.
Varias flechas surgieron de la espesura, silbando, buscando los cuerpos de los Centinelas de la comitiva. Cuatro de ellos cayeron, abatidos por las saetas.
—¡Emboscada! ¡Emboscada! —gritó Anthor.
Muy confuso, Ankris miró a su alrededor. Los Centinelas se habían ocultado tras los árboles y ya escudriñaban la maleza. Ankris quiso ayudar, pero se dio cuenta de que, en su precipitada huida, había dejado en casa su arco, su carcaj y su puñal de caza. Se movió con cautela sobre las ramas. Descubrió a un elfo agazapado un poco más lejos, armado con una ballesta. Se acercó sigilosamente, esperando poder sorprenderlo por detrás. Cuando estaba casi encima de él, comprobó con horror que el elfo tenía a tiro a su madre, oculta entre la maleza un poco más allá. Con un grito salvaje, Ankris se lanzó sobre él. Ambos perdieron el equilibrio y cayeron al suelo. La ballesta se disparó y la flecha fue a clavarse en el anca de uno de los caballos, que, con un relincho aterrorizado, se encabritó y echó a correr, arrastrando el carro tras de sí. El cochero perdió el equilibrio y cayó del pescante, de modo que el vehículo quedó sin control, a merced de los aterrados caballos, que pronto se perdieron con él en la oscuridad.
Ankris estaba forcejeando con el atacante y, al principio, no fue consciente de lo que sucedía. Eilai corrió a ayudarle y entre los dos redujeron al agresor y le arrebataron la ballesta. El chico se incorporó un poco y se encontró con la mirada de su madre.
Fueron apenas unos segundos, pero Ankris y Eilai entendieron muchas cosas.
Ankris supo que su madre le quería y que solo había intentado protegerlo.
Eilai comprendió que jamás podría retener a su hijo junto a ella ni convertirlo en algo que no era.
Sin una palabra, Ankris cogió la ballesta, dio media vuelta y echó a correr tras el carruaje desbocado. Su madre no intentó detenerlo.
El muchacho encontró el vehículo un poco más allá. Había perdido dos ruedas por el camino y uno de los caballos había logrado soltarse. El otro piafaba, nervioso, y trataba de avanzar, pero el carruaje había quedado trabado entre dos árboles y el animal no lograba arrastrarlo tras de sí.
Pero lo que hizo que Ankris se apresurase fue ver que uno de los asaltantes había alcanzado el vehículo antes que él y, armado con una daga, se disponía a abrir la portezuela.
Ankris aulló y saltó sobre él. Su oponente se volvió a tiempo de ver su silueta, recortada contra la luna llena, y el brillo salvaje y bestial de sus ojos ambarinos. Paralizado por la sorpresa, no fue capaz de defenderse. Ankris cayó sobre él y lo atacó con las manos desnudas, con uñas y dientes, como un animal. Aterrorizado, sin saber si quien lo estaba atacando era elfo, humano, bestia o demonio, el atacante salió huyendo sin mirar atrás.
Ankris saltó al techo del carruaje y aulló. A lo lejos, otros lobos le contestaron. Y sintió nuevamente aquella salvaje sensación de poderío y libertad.
Bajó del carruaje de un salto y abrió la puerta con un brusco tirón. Misteriosamente, sus fuerzas parecían haberse multiplicado, pero él no se percató de ello. Asomó la cabeza al interior, en busca de Shi—Mae.
Las personas que ocupaban el vehículo lo miraron, aterrorizadas. Su silueta, de cabello encrespado y rebelde, se recortaba contra la suave luz nocturna del exterior, y el brillo de sus ojos seguía siendo sobrenatural y amenazador. Una elfa joven, probablemente de su edad, chilló aterrorizada. Tenía el cabello castaño y los ojos azules, y vestía una túnica de color celeste.
El muchacho gruñó, pero sacó la cabeza del carruaje.
Los Centinelas y los elfos de la escolta del Duque acababan de alcanzarlos y corrían hacia ellos. El Capitán, que iba en cabeza, se detuvo en seco y lo miró, sorprendido.
—¿Ankris? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?
El muchacho no respondió. Miró a su padre, que acábaba de llegar; este le devolvió una mirada horrorizada, como si no estuviese viendo a su hijo, sino a un monstruo.
—Están todos bien —dijo Ankris; su voz sonó mucho más áspera de lo habitual.
No era consciente del aspecto salvaje que presentaba ahora, pero sí captó la expresión en el rostro de su padre, y supo que una barrera se había alzado entre los dos, una barrera que no lograría derribar jamás. Y, por si aún le quedaban dudas, en ese momento comprendió definitivamente que era hora de marcharse de casa.
—¡Apártate de ahí! —gritó uno de los escoltas del Duque, corriendo hacia él—. ¡Que te apartes, te digo!
Ankris sonrió de manera siniestra y se separó del carruaje. Se volvió hacia a su padre. Su rostro seguía pálido, y lo miraba como si no lo reconociera.
—Adiós, padre —dijo.
Dio media vuelta y se perdió en la espesura, alejándose de los guardias, de los Centinelas, de sus padres, del camino y del carruaje.
De todas formas, ya había visto lo que quería ver.
Tal vez lograran engañar a otro ron esa treta, pero no a él. La niña de la túnica azul no era Shi—Mae.
Confuso y perdido, Ankris deambuló por el bosque un rato más. Los aullidos de los lobos sonaban cada vez más cerca y Ankris se encontró a sí mismo escuchándolos atentamente. Jamás había visto un lobo de cerca, pero se dio cuenta de pronto de que comprendía lo que estaban diciendo.
«Venid, hermanos», aullaban. «Hay una elfa sola en el bosque».
Ankris tuvo una intuición y echó a correr hacia allí.
A pesar de que siempre le había gustado escuchar sus aullidos en la lejanía, los lobos poblaban sus peores pesadillas. Desde que era niño, sus padres le habían contado terroríficas historias protagonizadas por lobos y le habían enseñado que estos eran las criaturas más horribles que existían. Por eso dudó un momento antes de acercarse más; pero un chillido de terror resonó en la noche y Ankris echó a correr de nuevo.
Encontró a los lobos rodeando a una muchacha que temblaba de miedo. Ankris se estaba preguntando cómo acercarse, cuando ella hizo algo que lo cogió completamente por sorpresa. Murmuró una serie de palabras sin sentido que sonaban como una letanía, hizo un curioso gesto con las manos y, cuando terminó de hablar, algo parecido a un destello de luz iluminó el claro… y los tres lobos más cercanos a ella se convirtieron en piedra.
Eso (o quizá fue la luz) amedrentó a los lobos restantes, que retrocedieron un tanto. Admirado, Ankris empezó a pensar que tal vez, después de todo, la chica no necesitaba ayuda, pero apreció entonces que ella se apoyaba en el tronco de un árbol para no desmayarse; al parecer, el hechizo había agotado sus fuerzas.
No lo dudó más. Cargó la ballesta que le había quitado al asaltante con la única flecha que tenía y avanzó cautelosamente, sin dejar de mirar a los lobos. Lo primero que pensó fue que no parecían tan terribles. Y, cuando ellos fijaron sus ojos en los de él, Ankris fue sacudido por una extraña sensación de familiaridad…
Siguió avanzando con la ballesta preparada; pero, ante su sorpresa, los lobos bajaron la cabeza y retrocedieron, como si temieran enfrentarse a él. Ankris estuvo a punto de soltar una carcajada estupefacta. Pero, por otro lado, algo en su interior le decía que los lobos no le harían daño porque eran sus iguales.
Sus hermanos.
Bajó la ballesta y avanzó con seguridad entre los lobos. Todos ellos se apartaron a su paso, excepto los tres que la elfa había petrificado. Ankris llegó junto a ella y la miró.
Era Shi—Mae. Habría reconocido aquellos ojos en cualquier parte.
El lobo más grande avanzó un poco y gruñó, poco dispuesto a que Ankris asumiera el mando. El elfo se volvió hacia él y lo miró fijamente. El lobo gimió, acobardado, y retrocedió.
—Marchaos —dijo Ankris simplemente.
Y los lobos, uno por uno, dieron la vuelta y se perdieron en la espesura.
Ankris se sintió exultante, y un poco ridículo a la vez. ¿Y eran estas las criaturas a las que tanto había temido?
—¿Quién eres tú? —exigió saber Shi—Mae.
Ankris se volvió para mirarla. Recordó la expresión de los guardias, de los ocupantes del carruaje caído, de su propio padre, cuando lo habían visto aquella noche. Pero Shi—Mae no parecía asustada. Lo contemplaba con desconfianza, sí, pero también con curiosidad y… ¿fascinación?
—Me llamo Ankris, y soy un Centinela.
Esto no era del todo cierto. Shi—Mae debió de darse cuenta, puesto que un brillo burlón destelló en sus ojos.
—¿Tan joven? Si eres un niño aún. Seguro que no eres mayor que yo.
—He ahuyentado a los lobos —declaró él, algo herido—. Y sin necesidad de magia.
—Eso es cierto —admitió ella—. ¿Hablas su lenguaje? Nadie puede comunicarse así con los animales a no ser que posea poderes mágicos.
—Soy un Centinela. Nosotros conocemos el bosque y sus criaturas mejor que cualquier elfo —se inclinó junto a los tres lobos petrificados y los acarició, sintiendo que se le rompía el corazón—. ¿Qué les has hecho? —preguntó; su voz, quizá debido al nerviosismo, sonó un poco más dura de lo que él pretendía.
—Es uno de los hechizos más difíciles del Libro de la Tierra —declaró ella, muy orgullosa—. Claro que yo, como soy aprendiza de tercer grado, ya controlo…
—¿Puedes deshacerlo? —cortó él con brusquedad.
—Claro que puedo —Shi—Mae pareció ofendida—. Pero no quiero. Esos animales han intentado devorarme.
Ankris se sintió furioso sin saber por qué, pero trató de contenerse.
—Si yo te pusiera a salvo…, ¿liberarías a los lobos?
—Solo necesito mi caballo para salir de aquí —replicó ella fríamente—. Ya que sabes hablar con los animales, podrías traerlo de vuelta.
—¿Tu caballo? —Ankris recordó de pronto que Shi—Mae no había cruzado la frontera en el carruaje—. ¿Es así como has llegado hasta aquí? Pensaba que el vado estaba vigilado.
—Y lo estaba, pero no demasiado. Además, yo soy una aprendiza de tercer grado y sé hacer algunos trucos… La magia puede ocultarme de la mirada de los Centinelas.
—¿Has venido sola? ¿Por qué no cruzaste el Paso del Sur en el carruaje del Duque del Río, Shi—Mae?
Ella se quedó helada.
—¿Cómo… cómo sabes mi nombre?
—Lo sé —respondió él abruptamente—. El carruaje de tu padre ha sufrido una emboscada.
El rostro de ella no mostró ninguna emoción. Era como si ya hubiera estado esperando aquellas noticias.
—¿No quieres saber si tu padre está bien?
—Mi padre no se encontraba en ese carruaje —dijo Shi—Mae al fin—. Lleva varios días esperándome en la ciudad. Cruzó la frontera por el este.
Ankris la miró, desconcertado.
—Ese carruaje no era más que un señuelo —tuvo que explicarle ella, exasperada—. Fingimos que íbamos a cruzar la frontera en secreto por el Paso del Sur. Pero dimos suficientes pistas a nuestros enemigos como para que adivinasen la ruta del carruaje falso. Suponíamos que aprovecharían el viaje a través del Anillo para atacar el vehículo, y mientras tanto, yo atravesaría la frontera por el vado, acompañada de un escolta.
—¿Un… escolta?
—Uno de los caballeros de confianza de mi padre. Desgraciadamente, resultó que no era precisamente de confianza —el rostro de Shi—Mae se endureció—. Después de cruzar el vado trató de secuestrarme.
—¿Y qué pasó? —preguntó Ankris, impresionado.
—Lo convertí en piedra —respondió ella con cierta frialdad.
—Me parece que abusas de tu poder —dijo Ankris con un estremecimiento.
El rostro de ella se volvió súbitamente serio.
—Se acabó la charla —replicó con dureza—. Tráeme mi caballo inmediatamente. Y no oses volver a dirigirte a mí en ese tono, plebeyo.
—Te traeré tu caballo —respondió Ankris, molesto—, pero tú a cambio devolverás la vida a estos lobos.
Shi—Mae no contestó. Refunfuñando para sus adentros, Ankris fue a buscar el caballo.
No tardó en encontrarlo y en traerlo de vuelta. Shi—Mae montó con gesto de reina y se dispuso a partir.
—¡Espera! —la detuvo Ankris—. ¿Y los lobos?
—Estoy demasiado cansada para hacer hechizos.
—¡Lo has prometido!
—¡Yo no he prometido nada!
—Lo que pasa es que no sabes deshacer el conjuro porque eres solo una aprendiza.
Shi—Mae se puso roja de indignación, pero finalmente pronunció las palabras mágicas y despetrificó a los lobos.
Ankris no les dijo que se marcharan. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, posó su mano derecha sobre la cabeza de uno de los animales. Ninguno de los tres hizo ademán de atacarle a él o a Shi—Mae.
—¿Satisfecho? —gruñó ella.
Pero Ankris negó con la cabeza.
—Podrías darme las gracias por haberte salvado la vida.
—Ya he despetrificado a los lobos.
—Eso lo has hecho a cambio de que te devolviera tu caballo.
Los ojos de Shi—Mae mostraron un nuevo brillo.
—Ah, quieres una recompensa…, no eres tan tonto como pareces. Muy bien. Preséntate en la Casa del Duque del Río, mi padre, y él te dará un galardón por haberle salvado la vida a su hija. Adiós, chico—lobo.
—¡Espera! ¿Vas a irte sola hasta la ciudad?
Pero ella ya se alejaba en la oscuridad.
Ankris suspiró mientras la veía marcharse. Después alzó la mirada para contemplar la luna llena. Uno de los lobos aulló, y él lo secundó con otro aullido, sintiéndose libre, salvaje y feliz. Se inclinó para acariciar a los lobos y en ese momento supo que tenía tres nuevos amigos.
—No vamos a dejar que se vaya sola, ¿verdad?
Uno de los lobos gruñó con disgusto. Ankris sonrió.
—No te preocupes, no nos acercaremos demasiado. La vigilaremos desde lejos.
«Bien, Shi—Mae», pensó. «Por supuesto que acudiré a la casa de tu padre. Y allí te veré otra vez».
Los lobos aullaron de nuevo y Ankris aulló con ellos.