El niño nació y tenía los ojos ambarinos de su madre. Era un bebé hermoso y saludable, y todos felicitaron a Anthor y Eilai por ello. Pero solo ellos apreciaron en la criatura pequeños detalles que resultaban inquietantes, como el extraño brillo de sus ojos bajo la luz del atardecer, o el hecho de que su cabello castaño rojizo no creciera lacio como el de los otros elfos, sino rebelde y desordenado, como si estuviera siempre despeinado.
Pasó la primera luna llena, sin novedad; y, pese a que el brujo les había advertido de que probablemente la licantropía no se manifestaría hasta la adolescencia, los padres respiraron aliviados.
Solo entonces le pusieron nombre.
Lo llamaron Ankris.
Como hijo de Centinelas que era, su hogar estaba en el bosque, lejos de los altos palacios de oro y cristal que se alzaban en el corazón del Reino de los Elfos. Pero pronto quedó claro que Ankris era, si cabe, mucho más salvaje y solitario que cualquier otro Centinela. Sus primeras décadas de vida las pasó deambulando solo por el bosque y apenas frecuentaba la compañía de los demás elfos. A sus padres no les molestaba que esto fuera así. Parecían pensar que, cuanto menos se acostumbrara Ankris a la compañía, menos problemas tendría en su vida adulta si llegaba a padecer la maldición de la licantropía.
Para cuando cumplió los cuarenta años, pocos Centinelas conocían realmente al hijo de Anthor y Eilai, y absolutamente ninguno de ellos habría sido capaz de encontrarlo en él bosque si él no quería dejarse encontrar.
Sus habilidades llamaron la atención del Capitán, quien un día sugirió a Anthor que Ankris ya tenía edad para ingresar en la Escuela de Centinelas.
—Con todos mis respetos, mi Capitán… —titubeó Anthor—. No estamos seguros de que Ankris desee ser Centinela.
—Tonterías. Es tradición que los hijos sigan los pasos de Sus padres. Mi Toh—Ril es el mejor de su clase —añadió, con mal disimulado orgullo—. Por otro lado, tu hijo se mueve por el bosque con una soltura envidiable y un sigilo que da escalofríos. Sería una lástima desperdiciar su talento.
Le recordó que una semana más tarde tendría lugar la ceremonia de investidura de tres nuevos Centinelas.
—Tú y Eilai deberíais asistir —dijo—. Y también tu chico.
Cuando Anthor se lo dijo, Eilai no lo consideró una buena idea. Estaba educando a su hijo para que se mantuviese alejado de los demás elfos, y no estaba segura de que Ankris supiera comportarse en un acto social de aquel calibre.
Durante la ceremonia quedó claro que Eilai no andaba muy desencaminada. El niño no se sentía a gusto con su traje nuevo, y daba la sensación de que reprimía el impulso de sacudir la cabeza para desordenar de nuevo sus cabellos, cuidadosamente peinados hacia atrás y pegados a la cabeza. Observaba con cierta cautela y desconfianza a todo aquel que se acercaba, y dirigía frecuentes miradas al bosque, deseando sin duda correr a ocultarse de nuevo entre los árboles.
Con todo, se portó bastante bien.
Además, el Capitán tenía razón. A partir de aquel día, el niño deseó con todas sus fuerzas ser un Centinela, como sus padres. Pero no se debió a nada que viera en la larga y aburrida ceremonia, sino a algo que sucedió después.
Ankris salía con sus padres de la fortaleza, considerablemente aliviado, cuando le llamó la atención un lujoso carruaje que se había detenido ante la puerta que cerraba el Paso, esperando que esta se abriese para abandonar el Reino de los Elfos.
Solían entrar y salir muchos carros y jinetes a través del Paso del Sur; Ankris los había visto antes, pero nunca había tenido la oportunidad de contemplar un carruaje tan grande y tan de cerca, de modo que lo observó con curiosidad.
Entonces la cortina de raso que cubría una de las ventanillas se retiró para dar paso a unos ojos color zafiro que se detuvieron en él un breve instante.
Ankris tragó saliva. La dueña de aquellos ojos era una niña de su edad, de piel de porcelana y elegantes cejas arqueadas. Su cabello castaño estaba primorosamente recogido hacia atrás y adornado con pequeñas joyas refulgentes como estrellas. Lo único que enturbiaba su belleza era un cierto mohín de tedio y desdén que torcía ligeramente su boca.
Ankris no advirtió este último detalle. Aquel rostro era lo más hermoso que había visto nunca.
Los ojos de la elfa no se quedaron mirándolo, sin embargo, sino que recorrieron el grupo de Centinelas con un cierto interés.
—¡Shi—Mae! —dijo entonces una voz severa procedente del interior del carro; la niña suspiró, y la cortina se cerró de nuevo, ocultando su rostro de ojos de zafiro.
«Se llama Shi—Mae», pensó Ankris, sonriendo estúpidamente.
Echó a correr tras el carro. Su padre trató de atraparlo, pero no lo consiguió. Ankris esquivó, igualmente, a uno de los Centinelas que vigilaban la puerta, pero el otro logró retenerlo. El niño se debatió inútilmente, mientras observaba, impotente, cómo el carruaje se alejaba del Reino de los Elfos.
—¿Adónde va? —exigió saber—. ¿Adónde se la llevan?
—Eso no es asunto tuyo, jovencito.
—Dejadme hablar con él —dijo entonces una voz.
Ankris se volvió con curiosidad. Tras él se hallaba el brujo, que se aproximaba apoyándose en su bastón. Ankris lo había visto a menudo mientras exploraba el bosque, aunque sospechaba que en tales ocasiones el brujo nunca había llegado a percatarse de su presencia.
Se sintió inquieto, sin embargo. Nunca se había encontrado con él cara a cara y, además, cuando sus padres hablaban del brujo siempre lo hacían en susurros para que él no pudiera escucharlos, a la vez que aparecía en sus rostros una sombra de preocupación.
—De modo que tú eres el joven hijo de Anthor y Eilai —comentó el brujo.
Ankris no respondió, pero lo miró desafiante. La carrera había alborotado de nuevo su cabello y el forcejeo con los guardias le había desbaratado el elegante traje. Además, había perdido un zapato por el camino y ya tenía los pies llenos de barro.
—Acércate —dijo el brujo.
Ankris vaciló. Su interlocutor dio media vuelta para alejarse un poco de los guardias, y el niño optó finalmente por seguirle.
—No volverás a verla en mucho tiempo —dijo entonces el brujo en voz baja.
El corazón de Ankris dio un vuelco.
—¿Por qué? ¿Adónde va?
El brujo echó un rápido vistazo a las puertas cerradas del Paso del Sur.
—Se llama Shi—Mae y es la heredera de la Casa Ducal del Río. Está emparentada con la realeza.
»Probablemente no lo sepas, lobezno, pero el Reino de los Elfos pasa por una delicada situación política. El Rey no nos ha dado aún un heredero y muchos nobles se disputan el poder. El padre de Shi—Mae la envía a estudiar lejos de nuestro reino para salvarle la vida, porque corre sangre real por las venas de esa niña, y la Casa del Río aspira a ocupar el trono algún día.
Ankris solo retuvo una cosa del largo parlamento del brujo: que Shi—Mae se marchaba lejos porque su vida corría peligro.
—Pero ¿adónde va?
—A una Escuela de Alta Hechicería situada en un reino lejano. Mí pequeño lobezno, esa muchacha posee el don de la magia, pero su padre no se atreve a ingresarla en la Escuela del Bosque Dorado, que se encuentra en nuestro reino. Demasiados jóvenes de la alta nobleza están muriendo en extrañas circunstancias en estos días difíciles.
—¿Entonces, no volverá? —preguntó Ankris, desilusionado.
—Sí, volverá algún día. Pero para entonces ya la habrás olvidado. Porque… verás, lobezno, las doncellas de alta cuna no se fijan en los elfos salvajes como tú. Ella se casará con algún aristócrata importante. Y, si su padre juega bien sus cartas y nuestro rey sigue sin tener hijos, Shi—Mae podría llegar a ser nuestra reina algún día.
Ankris no dijo nada, pero un destello de rebeldía iluminó su mirada. El brujo echó un vistazo a Anthor y Eilai, que, inquietos, aguardaban un poco más lejos, sin atreverse a acercarse.
—Tus padres te esperan. Ve con ellos, lobezno.
Ankris dio unos pasos y luego se detuvo para mirar al brujo.
—¿Por qué me llamas así?
—Lo comprenderás dentro de algunas décadas, pequeño —respondió el brujo ominosamente—. Y cuando lo hagas… ven a verme.
Ankris lo miró con curiosidad, se encogió de hombros, se despidió de él con un gesto y regresó con sus padres.
—No lo olvides… —susurró el brujo, aun sabiendo que el niño ya no podía escucharlo—. Cuando el lobo despierte, pequeño hijo del bosque…, ven a verme.
Shi—Mae volvería algún día. Y las doncellas de alta cuna no se fijan en los elfos salvajes.
Con esta idea en la mente, Ankris empezó a asistir regularmente a la Escuela de Centinelas. O, al menos, eso creía él. Se dejaba caer de vez en cuando por las clases y, cuando le explicaron que debía estar allí todos los días, mañana y tarde, quedó tan horrorizado que no apareció por la escuela en tres semanas. Después, volvió a presentarse, aparentemente dispuesto a seguir las normas, e intentó acudir diariamente.
La cosa quedó en el intento. Ankris seguía faltando mucho porque no podía evitarlo, pero, poco a poco, a trompicones, iba aprendiendo algunas cosas: a manejar el arco, a utilizar el lenguaje secreto de señas de los Centinelas, a seguir rastros, a enfrentarse a un adversario cuerpo a cuerpo, con puñal o sin él… Pero también aprendía historia, geografía, botánica, zoología, gramática…
Debido a sus frecuentes ausencias, Ankris iba muchísimo más retrasado que sus compañeros en casi todo; pero, pese a que recibió más de una reprimenda, no se le expulsó de la escuela. Se decía que el Capitán sentía cierta debilidad por él, y eso le granjeó antipatías entre sus compañeros; Toh—Ril, el hijo del Capitán, lo odiaba especialmente y no hacía nada por ocultarlo.
En el fondo todos envidiaban no solo la libertad de que gozaba Ankris, sino también su capacidad para fundirse con el bosque y moverse por él siendo casi completamente invisible. Conocía el terreno palmo a palmo sin necesidad de aprenderse aburridos planos y también era capaz de distinguir una planta medicinal de otra venenosa o de otra simplemente comestible, aunque no supiera llamarlas por su nombre. Sabía orientarse bajo las estrellas sin haber estudiado los nombres de las constelaciones y trepaba a los árboles más rápido que ninguno.
Por todas estas cosas, el Capitán lo consideraba uno de los elementos más valiosos de su escuela. Pero no todos compartían su afecto por Ankris.
A él no le importaba. La escuela lo había vuelto más sociable, pero no hasta el punto de preocuparse por lo que los demás pudieran pensar de él.
Y así, una noche, cuando regresaba a casa tras las clases, se encontró con una desagradable sorpresa en medio del bosque.
Toh—Ril y algunos de los chicos más grandes de la escuela lo estaban esperando.
—Hola, Ankris —dijo Toh—Ril, sonriendo de manera siniestra.
—¿Qué queréis? —preguntó él con cautela. Brillaba sobre ellos una fantástica luna llena y, fascinado por ella, el muchacho se había dejado sorprender tontamente. En otras circunstancias, los habría visto mucho antes de que ellos sospecharan siquiera que se acercaba.
—Solo sentía curiosidad —dijo Toh—Ril, encogiéndose de hombros—. Como eres tan bueno en todo, me preguntaba qué serías capaz de hacer si te atacaran cinco elfos a la vez.
Los cinco comenzaron a rodearlo. Ankris no supo muy bien cómo reaccionar.
—¿Haces esto porque esta mañana te vencí en la lucha cuerpo a cuerpo? —preguntó imprudentemente.
El rostro de Toh—Ril se ensombreció. Él era más grande y fuerte, pero Ankris, más ágil y rápido, lo había dejado en ridículo aquella mañana. No había hecho bien en recordárselo.
—A por él, chicos —dijo—. Le enseñaremos a no darse tantos aires.
Ankris retrocedió y se volvió hacia todos lados.
—¿Asustado? —se burló Toh—Ril.
Ankris vislumbró una vía de escape: un hueco entre dos de los chicos. Salió corriendo hacia allí.
—¡Eh, que se escapa!
Ankris se zafó hábilmente del primero y, de un empellón, desequilibró al segundo que había comenzado a correr hacia él. Echó a correr a toda velocidad hacia su casa, sorteando los troncos de los árboles, mientras Toh—Ril y los suyos lo perseguían. Y tal vez habría llegado, de no ser porque sus pies se enredaron en una raíz traicionera que lo hizo caer al suelo.
—¡Ya es nuestro! —oyó la voz de Toh—Ril tras él.
Ankris intentó levantarse, pero no pudo. Le dolía el tobillo derecho. Se apoyó en el tronco de un árbol para incorporarse y volverse hacia sus perseguidores, que ya lo habían alcanzado.
—¿Ya no corres, pequeño? —se burló uno.
Ankris, sabiéndose acorralado, gruñó amenazadoramente. Los chicos se rieron.
—¿No os lo decía yo? —sonrió Toh—Ril con desprecio—. No es más que un pequeño animal salvaje.
Lanzó el puño hacia el rostro de Ankris; este intentó zafarse, y el golpe le acertó dolorosamente en el hombro.
—Es escurridizo —comentó Toh—Ril—. Sujetadlo.
Dos de los elfos obedecieron y, esta vez, Toh—Ril no falló. Golpeó a Ankris en la cara y el niño gimió de dolor, trató de escapar otra vez y casi lo consiguió.
—¿Qué pasa? No me digáis que no podéis con un chiquillo que aún no ha cumplido los cincuenta años.
—Es que… ¡ayyy! ¡Me ha mordido! ¡Qué bestia! Si me ha hecho sangre y todo…
Toh—Ril lo miró, irritado, y fue a decir algo, pero se calló.
El sabor de la sangre había producido un cambio sutil en el rostro de Ankris, ahora contraído en un amenazador gesto de rabia. El niño los miraba con un extraño y sobrenatural brillo amarillento en los ojos, mientras gruñía por lo bajo exactamente igual que un animal.
—¿Pero qué…? —empezó uno de los chicos.
No terminó la frase. Con un aullido de rabia, Ankris se lanzó sobre él y le hizo caer al suelo. Ambos rodaron sobre la hierba. Las uñas de Ankris se clavaron en el brazo de su contrario, mientras su boca buscaba su garganta.
—¡Sacádmelo de encima! ¡Sacádmelo de encima! —gritaba el muchacho, aterrado.
Toh—Ril reaccionó. Se abalanzó sobre Ankris y tiró de él hacia atrás, pero el niño se revolvió y lo arañó en la cara. Toh—Ril retrocedió con un grito y lo miró. La luna llena iluminó los rasgos de Ankris, y el hijo del Capitán se quedó sin respiración.
Su rostro parecía más bestial que élfico, y sus ojos…
Toh—Ril reculó todavía más, llevándose una mano a su mejilla sangrante. Sus compañeros retrocedieron también, lentamente, hasta reunirse con él, sin dejar de vigilar a Ankris, que los miraba alerta y con los músculos en tensión, como si fuera a saltar sobre ellos en cualquier momento.
—Vámonos —murmuró Toh—Ril, aterrado.
Los cinco dieron media vuelta y echaron a correr.
Ankris los persiguió durante un rato, sintiendo que el suave resplandor de la luna llena colmaba su espíritu con una fuerza salvaje que jamás había experimentado. El tobillo ya no le dolía y la marca del puño de Toh—Ril en su rostro apenas se notaba. Finalmente, cansado del juego, los dejó marchar; trepó a una enorme roca y los vio huir de él como conejos asustados. Se sintió fuerte, poderoso y libre.
Oyó entonces a los lobos aullando en la lejanía. Sus padres le habían inculcado la idea de que el lobo era el ser más peligroso, temible, odioso y despreciable que existía, pero en aquel momento su remota llamada le pareció el sonido más hermoso que jamás había escuchado, y quiso responderles.
Echó la cabeza atrás y aulló. Fue un aullido lleno de sentimientos de triunfo y salvaje alegría. Y los lobos respondieron.
Ebrio de libertad y de júbilo, Ankris bajó de la roca, dispuesto a reunirse con ellos.
Pero una figura lo esperaba al pie, y Ankris se quedó paralizado al reconocerla.
Se trataba de Eilai, su madre.
Súbitamente, Ankris volvió a la realidad. El momento había pasado, y de pronto el muchacho ya no era una bestia salvaje, sino un jovencísimo y muy desconcertado elfo que tenía muchos problemas para recordar lo que acababa de suceder.
Sí recordaba haber aullado, y se sintió tremendamente ridículo por ello. Se acercó a su madre con una sonrisa de disculpa, incómodo e inquieto por la extraña expresión del rostro de ella. Quiso pedir perdón por su absurdo comportamiento pero, antes de que pudiera decir nada, ella lo abofeteó.
—No vuelvas a hacer eso nunca más —dijo, muy pálida.
Ankris no dijo nada. Estaba demasiado sorprendido como para hablar.
De todas formas, Eilai no esperaba respuesta. Se lo llevó a rastras de vuelta a su casa, una elegante cabaña construida, como casi todas las viviendas de los Centinelas, sobre la copa de un árbol, y lo encerró en su habitación.
Ankris pasó allí toda la noche, llorando y maldiciendo a partes iguales y pensando que su madre había sido terriblemente injusta con él. Si hubiese prestado atención a lo que susurraban sus padres al otro lado de la puerta habría comprendido muchas cosas; pero en aquel momento solo podía pensar en lo excesivo del castigo recibido, sin comprender exactamente lo que había sucedido aquella noche, sin comprender que aquello tendría serias consecuencias.
Cuando por fin, agotado, sintió que lo vencía el sueño, una chispa de rebeldía y de orgullo se encendió en su interior, y se juró a sí mismo que nunca más volvería a llorar.
A pesar de que al día siguiente todo el mundo pudo ver las marcas de las uñas de Ankris en el rostro de Toh—Ril, este no llegó a denunciar lo ocurrido, ni tampoco sus compañeros. A la luz del día las cosas se veían diferentes, y aquel desgreñado chiquillo no parecía ni mucho menos tan amenazador como lo habían creído la noche anterior. Por un lado se sentían avergonzados y no querían confesar que los había vencido; por otro lado, desde entonces no pudieron evitar mirarlo con un temeroso respeto, aunque la llama del odio ardía en sus corazones, especialmente en el de Toh—Ril, con más intensidad que nunca.
Ankris fue consciente de ello; sin embargo, como no recordaba el enfrentamiento —mucho tiempo después se acordaría y comprendería muchas cosas—, en aquel momento no fue capaz de entender qué había motivado aquel cambio de actitud.
Además, enseguida tuvo otras cosas en que pensar: desde entonces, todas las noches de plenilunio se sentía extrañamente agotado y dormía de un tirón hasta bien entrado el día siguiente, cuando se despertaba con un fuerte dolor de cabeza y demasiado tarde como para llegar a las clases de la mañana. A nadie le parecía extraño; Ankris faltaba a la escuela a menudo.
El niño luchó con todas sus fuerzas contra aquel extraño cansancio crónico, pero no logró mantenerse despierto una sola de aquellas noches.
Era demasiado joven e inocente todavía para sospechar siquiera que sus padres mezclaban un somnífero en su cena todas las noches de plenilunio.