EL SONIDO DE UN CUERNO se extendió sobre las copas de los árboles y ascendió hacia la luna llena que brillaba majestuosa en el cielo nocturno. Los Centinelas se apresuraron a colocarse en sus puestos y cargaron los arcos. El Paso del Sur, uno de los pocos accesos al Reino de los Elfos, estaba siendo atacado.
No era sencillo entrar en la tierra de los elfos, rodeada por lo que llamaban el Anillo, un círculo de frondoso e intrincado bosque, casi impenetrable, que la protegía de los extraños. Los Centinelas, encargados de vigilar aquella frontera vegetal, eran elfos medio silvestres que se movían con más comodidad en lo más profundo del bosque que en las elegantes ciudades álficas del corazón de su tierra. Si bien los demás elfos los consideraban salvajes y poco refinados para tratarse de elfos, sabían también que nadie conocía el Anillo como ellos, y que podían estar seguros de que su reino seguiría a salvo mientras la mirada vigilante de los Centinelas todo lo abarcara.
Aquella noche, el peligro era muy concreto. Corrían tiempos de escasez, y las tierras que rodeaban el Reino de los Elfos se habían agostado. Muchos animales habían acudido a refugiarse al frondoso bosque—frontera, que conservaba su frescura y su exuberancia gracias a los cuidados de los brujos y los druidas, y todos ellos habían sido bien venidos. Sin embargo, los Centinelas tenían orden de no dejar pasar a ningún humano, a no ser que trajese un salvoconducto firmado por el Rey de los Elfos.
Pero no eran del todo humanos, ni tampoco exactamente animales, los que aquella noche trataban de asaltar el Paso del Sur, un desfiladero que abría una brecha en el Anillo y llevaba hasta un sendero que conducía al corazón del Reino. Estaba defendido por un baluarte compuesto por dos fuertes pero elegantes torreones, entre los cuales había un portón cerrado que los Centinelas vigilaban celosamente. Eilai, una joven Centinela de ojos ambarinos y largo cabello color miel, escrutaba el horizonte desde las almenas, con su arco a punto. Una veintena de sombras oscuras corría hacia ellos, ladrando y aullando.
—¿Es que no se rinden nunca? —murmuró, irritada.
A su lado, Anthor frunció el ceño.
—¡Licántropos! —escupió con desagrado—. Los detesto.
Los licántropos eran personas que podían transformarse en animales, pero en la mayoría de los casos la palabra se refería a los hombres—lobo. Era una anomalía que no se daba entre los elfos, y estos, que despreciaban a los humanos por considerarlos inferiores a ellos, no solían emplear la expresión «hombre—lobo», puesto que la encontraban ciertamente insultante para los lobos.
Eilai no respondió. Aquellas criaturas llevaban ya tiempo tratando de entrar en el Reino de los Elfos. El mes anterior se habían dividido y habían intentado penetrar en el Anillo por distintos frentes y por separado, ya que el intrincado bosque no permitía que entrasen todos a la vez. Los Centinelas, dueños y señores del Anillo, habían repelido el ataque, pero aquellos seres eran difíciles de matar, y ahora, un mes después, volvían a la carga empleando la estrategia contraria: un ataque frontal contra uno de los accesos principales del reino.
Los atacantes se acercaban. Anthor y Eilai tensaron sus arcos todavía más, pero no dispararon hasta que el Capitán dio la orden. Entonces, una lluvia de flechas cayó sobre los asaltantes, un grupo de enormes lobos que ya estaban a punto de cargar contra la puerta. Todas las saetas dieron en el blanco, pero las criaturas no las notaron más que si se tratase de simples picaduras de mosquito.
—¡Al corazón! —oyeron gritar al Capitán—. ¡Es la única manera de matarlos!
—No es la única —murmuró alguien en voz baja. Eilai comprendió por qué lo decía. Los hombres—lobo eran físicamente muy fuertes, y la gran capacidad de regeneración de su cuerpo los hacía casi invulnerables, por lo que la única forma de acabar con ellos era acertar directamente en el corazón, produciéndoles una herida de la que no pudieran recobrarse. Sin embargo, la leyenda afirmaba que también la plata era mortal para aquellos seres. Pero, fuera cierto o no, equipar a los Centinelas con armas de hoja de plata era un gasto demasiado elevado que el Rey no estaba dispuesto a asumir.
Volvió a sonar la señal, y los Centinelas dispararon de nuevo. Solo un hombre—lobo cayó, abatido por una flecha que le atravesó el corazón, y comenzó a transformarse rápidamente en un ser humano.
—Así no vamos a detenerlos —dijo Anthor, cargando el arco de nuevo—. No podemos acertarles en el corazón desde aquí arriba.
—Deberíamos bajar a defender la puerta —opinó Eilai, disparando cuando sonó otra vez la señal.
Un sonido de astillas rotas le dio la razón. Los licántropos habían llegado hasta la puerta y cargaban contra ella. Sus enormes garras rascaban la madera con furia y ya habían logrado abrir un par de boquetes.
—Sí —dijo Anthor—. No aguantarán mucho tiempo ahí abajo.
También el Capitán se había dado cuenta. Ordenó a la mitad de sus Centinelas que bajaran a asegurar la puerta, mientras los mejores tiradores se quedaban en las almenas. Eilai vio que Anthor le decía algo al Capitán. Este asintió. Entonces, el Centinela se volvió hacia ella.
—Quédate aquí —le dijo—. No tardaré.
Eilai quiso llamarlo, pero la señal se oyó de nuevo y tuvo que disparar otra vez junto a los demás arqueros. En esta ocasión hubo más suerte, ya que algunos de los hombres—lobo se habían alzado sobre sus patas traseras para arremeter contra la puerta, dejando el pecho descubierto. Cayeron dos más.
Eilai cargó el arco otra vez, pero su aguda vista élfica percibió algo que se movía hacia el oeste en la oscuridad. Su momentánea distracción le impidió disparar al mismo tiempo que los demás. Colocó una nueva flecha en la cuerda, sacudió la cabeza y se mordió el labio inferior, indecisa. Las sombras habían desaparecido, pero ella sabía perfectamente que las había visto.
Abajo, en el túnel que unía las dos puertas del baluarte, los Centinelas tenían problemas. Cuando Anthor y los demás llegaron, sus compañeros estaban empujando lo que quedaba de la puerta que daba al exterior, pero la lucha parecía haberse decantado por el bando contrario. Enormes y terroríficas garras asomaban por los boquetes que habían abierto en la pesada puerta de madera, y al otro lado los gruñidos de los hombres—lobo venían cargados de odio, de muerte y de locura.
—¡No podremos resistir mucho más! —gritó alguien.
Apenas acababa de decirlo cuando la puerta cedió definitivamente y dos enormes lobos saltaron al interior del bastión, entre una nube de astillas. Uno de ellos se arrojó sobre el elfo más próximo. Sus compañeros le oyeron gritar un momento, y después…
El otro lobo, por el contrario, fue a encontrar la muerte a manos de un Centinela que disparó a bocajarro en el último momento. A aquella distancia no podía fallar: la flecha se clavó en el corazón de la criatura.
Los elfos cargaron contra el primer lobo, pero había más entrando por la abertura. Anthor lanzó una flecha que se clavó en el cuello de uno de ellos; el licántropo se la sacudió de encima y siguió corriendo. Lanzando una maldición por lo bajo, Anthor dejó el arco a un lado y extrajo una daga de su cinto.
—Ojalá funcione —murmuró para sí mismo aprestándose a defenderse, mientras el lobo se abalanzaba sobre él.
Con un salvaje grito de guerra, Anthor alzó el puñal en alto y, cuando el cuerpo del enorme lobo cayó sobre él, le hundió la daga en el pecho.
Y, a pesar de que no le acertó en el corazón, el lobo aulló de dolor; Anthor vio que el filo de su daga estaba corroyendo la carne de la criatura, produciéndole una herida humeante, parecida a una quemadura de ácido. Sacó el arma del cuerpo del lobo y volvió a hundirla de nuevo, esta vez en el corazón.
Se sacudió de encima el cadáver del hombre—lobo, que volvía a metamorfosearse en hombre, y contempló su daga con sorpresa.
—¡Entonces, era verdad! —murmuró para sí.
Vio que sus compañeros tenían problemas. Seguían tratando de defender la puerta. Por fortuna, los licántropos solo podían entrar de dos en dos, pero eran enemigos formidables y varios elfos yacían muertos cerca de la entrada. Enarbolando su daga, Anthor se dispuso a reunirse con los resistentes, cuando alguien le cogió del brazo.
—¡Eilai! —exclamó el elfo al reconocerla—. ¿Qué haces aquí?
—He visto algo desde las almenas, Anthor. La manada se ha escindido. Un grupo se dirige hacia el oeste. Creo que van a intentar entrar en el bosque atravesando el río por el vado.
Anthor movió la cabeza, incrédulo.
—¿Una maniobra de distracción? No son tan inteligentes.
El rostro de Eilai era ahora de piedra.
—Eso fue lo que dijo el Capitán cuando se lo conté, pero yo sé muy bien lo que he visto. Y me ha dado la sensación de que estos tres sabían exactamente adonde iban.
Anthor frunció el ceño. Otro licántropo acababa de entrar por la abertura, y el elfo cargó su arco y disparó varias flechas seguidas. Eilai lo secundó.
—¿Insinúas que debemos acudir al vado? —dijo Anthor cuando el hombre—lobo cayó finalmente, abatido por una flecha de Eilai—. ¡Es aquí donde tenemos problemas!
—¿Es que no lo entiendes? ¡Todos los Centinelas de la frontera sur estamos concentrados en este lugar! Los otros accesos han quedado sin vigilancia.
—¡Pero no podemos acudir al vado! ¡Eso sería desobedecer las órdenes del Capitán!
—¡Él no ha visto cómo esos tres se separaban del grupo! Yo no pienso permitir que atraviesen la frontera, Anthor. Me voy a defender el vado; me da igual lo que pase después.
Eilai disparó un par de flechas más y retrocedió hasta la puerta que daba al Reino de los Elfos, y que los hombres—lobo todavía no habían alcanzado. Anthor alzó de nuevo su daga, pero vio por el rabillo del ojo cómo Eilai se deslizaba fuera del baluarte, dejando atrás la terrible batalla a muerte que se estaba desarrollando allí mismo, entre elfos y bestias. Anthor vaciló. Finalmente, soltó un juramento por lo bajo y la siguió.
La alcanzó ya en pleno bosque, pero no trató de detenerla. Sabía que las intuiciones de Eilai solían ser acertadas, de modo que se colocó a su lado con gesto hosco y la acompañó a través de la espesura en dirección al vado.
La pareja llegó al río un rato después y se ocultó entre los árboles. Ambos prepararon sus arcos y esperaron, con los músculos en tensión. Si, efectivamente, los licántropos trataban de entrar por allí, aunque los dos elfos eran excelentes tiradores, tal vez solo tendrían una oportunidad de cogerlos por sorpresa y acertarles en el corazón.
No tardaron mucho en distinguir tres pares de ojos brillando en la oscuridad, al otro lado del río. Eilai tensó la cuerda del su arco, pero Anthor le indicó con un gesto que aguardara un poco más.
Tres enormes lobos salieron de entre los árboles y se dirigieron a la orilla. El más grande, de color negro y con una oreja partida, parecía ser el líder. Se adelantó y husmeó en el aire, pero los dos elfos se habían asegurado de colocarse de manera que la brisa soplase hacia ellos, y el lobo no percibió su olor. Gruñó satisfecho y se inclinó para beber. Sus dos compañeros debían de tenerle mucho respeto, puesto que no se acercaron a beber hasta que el lobo negro hubo terminado.
Anthor y Eilai apuntaron a los dos más grandes. El líder se internó en el vado y alzó la cabeza.
Anthor bajó un poco el arco y frunció el ceño.
El lobo negro parecía estar mirando en su dirección.
Los había descubierto.
—¡Eilai, no! —susurró, pero era demasiado tarde.
La flecha salió disparada, cruzó silbando el río y fue a clavarse en el costado de uno de los lobos, que cayó al suelo con un gemido, mientras su cuerpo comenzaba a transformarse rápidamente. Eilai le había dado en el corazón.
Anthor disparó la suya, aun a sabiendas de que fallaría; el licántropo de la oreja partida la vio venir, de modo que la esquivó, saltando a un lado con un ladrido colérico. Los elfos cargaron de nuevo los arcos y dispararon su segunda flecha. Eilai acertó al tercer lobo en la pata; sin embargo, este apenas pareció sentir el impacto, y echó a correr hacia ellos, siguiendo a su líder. El lobo negro también había recibido un flechazo, pero siguió avanzando como si no lo hubiera notado. Ya sabía exactamente dónde estaban y corría a través del vado, con un brillo de locura asesina en su mirada. Eilai y su compañero dispararon más flechas, tratando de abatirle. Todas ellas se clavaron en el blanco, pero eso no detuvo a la criatura.
El lobo dio un salto y se perdió entre la espesura. Los dos elfos se incorporaron y, espalda contra espalda, miraron a su alrededor, inquietos, con las saetas colocadas en sus arcos y los músculos tensos. Ambos se habían dado cuenta de que se enfrentaban a un enemigo formidable y más inteligente de lo habitual.
—¿Dónde se ha metido? —susurró Anthor.
Eilai se estaba haciendo la misma pregunta.
Hubo un susurro y la sombra de un lobo saltó hacia ellos desde los matorrales. Los dos elfos se volvieron con la rapidez del relámpago y dispararon a la vez. Oyeron un gañido y el sonido de un cuerpo que caía. Anthor corrió para rematarlo. Eilai lo siguió.
La criatura se había transformado en un hombre desnudo, de cabello oscuro, sucio y desgreñado, y rostro taimado, ahora congelado para siempre en una mueca de dolor y sorpresa. Estaba muerto, pero Anthor se inclinó sobre él para asegurarse. Descubrió que aún tenía una flecha hundida en la pierna, aparte de aquella que le acababa de acertar en el corazón. Anthor frunció el ceño. Le habían clavado muchas otras flechas mientras cruzaba el vado. Su mirada se detuvo sobre sus pequeñas y redondeadas orejas, y se le congeló la sangre en las venas.
Ambas estaban enteras.
Se incorporó de un salto y se volvió hacia Eilai para avisarla.
Demasiado tarde. Con un ladrido de triunfo, el enorme lobo negro de la oreja partida saltó sobre ella desde la oscuridad. La elfa lanzó una exclamación de sorpresa y alzó los brazos instintivamente para protegerse. La criatura cayó pesadamente sobre ella y su mandíbula se cerró sobre el antebrazo derecho de Eilai, que gritó de dolor. Ambos rodaron por el suelo. Los colmillos del lobo se cernieron ahora sobre el cuello de la Centinela.
Anthor corrió hacia ellos; tenía el arco preparado y, aunque no era sencillo acertar a un blanco en movimiento, disparó. La flecha se clavó en los cuartos traseros de la criatura, pero eso ni siquiera la distrajo. Eilai logró lanzarle una estocada con su cuchillo de caza, pero tenía el brazo herido y no le acertó en el corazón. Anthor maldijo por lo bajo, sacó su propio puñal y, con un grito salvaje, se arrojó sobre el lobo. Logró hundir la daga en su espalda, y en esta ocasión el licántropo lanzó un horrible alarido de dolor y se sacudió al elfo de encima, tratando de alejar de sí aquella arma que abrasaba su carne como ni siquiera el fuego lograba hacerlo. Anthor se puso en pie inmediatamente y se volvió hacia él, sosteniendo su puñal en alto. El lobo gruñó amenazadoramente, pero se apartó de Eilai, que esgrimía también su cuchillo dispuesta a utilizarlo, y a no fallar en esta ocasión.
Antes de desaparecer entre la espesura, el licántropo clavó en Anthor una mirada llena de odio, demasiado inteligente para ser animal y demasiado salvaje para ser humana.
Anthor no se movió. Había quedado paralizado momentáneamente por aquella mirada y supo, con total seguridad, que nunca lograría olvidarla.
En otras circunstancias habría ido en pos del hombre—lobo hasta matarlo, pero Eilai estaba herida, y ambos sabían muy bien lo que ello significaba.
Los dos se quedaron inmóviles, pero el lobo no regresó. Anthor respiró hondo.
—Son repugnantes —dijo, evitando mirar el cuerpo del licántropo que había quedado tendido en el suelo.
Eilai no dijo nada. Anthor la ayudó a levantarse.
—Déjame ver esa daga —susurró ella; cuando Anthor se la tendió, Eilai la examinó a la luz de la luna llena—. Es de plata. ¿De dónde la has sacado?
—Una vieja herencia de familia.
—De modo que es cierto lo que dice la tradición… La plata les hace daño.
—Ahora no es momento de pensar en eso, Eilai. Estás herida.
Ella asintió, pálida, y los dos se pusieron en marcha, de regreso al Paso del Sur. De camino oyeron los cuernos anunciando la victoria y supieron que el ataque había sido repelido. Pero ninguno de los dos sonrió.
—Con un poco de suerte, el brujo ya habrá llegado —murmuró Anthor, preocupado.
El brujo vivía en lo más profundo del bosque, pero sin duda había escuchado el aviso del cuerno, que revelaba también la naturaleza de los atacantes.
Llegaron por fin a la fortaleza, pero el Capitán les cerró el paso. Su rostro era una máscara de piedra.
—Exijo una explicación —dijo solamente.
Ambos se pusieron firmes. Anthor fue a contestar, pero Eilai se le adelantó.
—Fue culpa mía, Capitán. Vi desde las almenas que la manada se dividía. Pensé que el grupo trataría de entrar por el vado y convencí a Anthor de que me acompañara. Asumo toda la responsabilidad.
—Matamos a dos e hicimos huir al tercero —añadió Anthor.
El Capitán no dijo nada, pero sus ojos almendrados se entrecerraron. Acababa de descubrir que la joven Centinela estaba herida.
—La han mordido, señor —dijo Anthor.
El Capitán, sin decir una palabra, se dio la vuelta y echó a andar hacia el baluarte, consciente de que el tiempo apremiaba. Anthor y Eilai lo siguieron.
Al pie de la torre los aguardaba un elfo de cabello blanco, algo más bajo que los demás. Cubría su cuerpo con un manto de color verde y se apoyaba en un bastón del que colgaban diversos abalorios. Sus ojos rojizos se clavaron en el brazo sangrante de Eilai, y frunció el ceño con gravedad.
La elfa fue conducida a una habitación del segundo piso. El brujo entró con ella y la puerta se cerró para los demás.
Anthor aguardó fuera durante largo rato. La espera se le antojó eterna, pero, cuando comenzaba a temerse lo peor, el brujo salió de la habitación y lo miró fijamente.
—Eres su esposo, ¿no?
—Sí.
Anthor enrojeció levemente. Llevaban muy poco tiempo casados y todavía no se había acostumbrado. El brujo le dirigió una extraña mirada.
—Entra.
Inquieto, Anthor lo siguió hasta el interior de la habitación. Eilai dormía sobre un camastro. Su brazo había sido cuidadosamente vendado, y en la gasa podía apreciarse una mancha pardusca, producto sin duda de algún ungüento que el brujo había aplicado sobre la herida. El cabello rubio de la Centinela, ahora suelto, caía en ondas sobre la almohada. Su rostro estaba pálido y cubierto de sudor, pero su expresión era tranquila.
—No perderá el brazo —aseguró el brujo—. Aunque tardará años en volver a disparar como antes. Sin embargo…
Hizo una pausa y lo miró con gravedad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Anthor, nervioso—. No vas a decirme que se convertirá en una de ellos, ¿verdad? ¡A los elfos no nos afecta esa repugnante enfermedad!
—No nos afecta —concedió el brujo— porque hace muchos milenios que conocemos una cura, la cual resulta completamente efectiva cuando se aplica a tiempo y la víctima no es un elfo especialmente débil. Tu esposa no se transformará, Centinela.
Anthor respiró, aliviado. Sin embargo, algo en el rostro del brujo lo inquietó de nuevo.
—No obstante —prosiguió este—, nada podemos hacer cuando se trata de víctimas enfermas o de niños muy pequeños. Sus cuerpos no tienen fuerzas para repeler la infección, y en la mayoría de los casos el antídoto no es efectivo.
Anthor lo miró, preguntándose adonde quería llegar. El brujo posó delicadamente su mano sobre la frente húmeda de Eilai.
—¿Sabías que tu esposa está embarazada, Centinela? —preguntó con suavidad.
Anthor sintió que el corazón se le paraba por un instante. Aquella revelación lo golpeó como una maza, y tardó un poco en reaccionar. Las implicaciones de las palabras del brujo eran tan aterradoras que decidió aferrarse a su última posibilidad.
—No… no es posible, brujo. Me lo habría dicho.
—Sospecho que ni siquiera ella lo sabía todavía.
«Entonces, ¿cómo lo sabes tú?», quiso preguntar Anthor, pero no lo hizo. Nadie sabía más que los brujos acerca de los secretos del mundo natural, de la vida y de la muerte. Quiso decir algo, pero no encontró palabras.
—Os daría la enhorabuena —añadió el brujo con gravedad—, pero no sé si sería lo apropiado, dadas las circunstancias.
Anthor se dejó caer sobre una silla y, desolado, enterró el rostro entre las manos.
—¿Quieres decir… que mi hijo será un monstruo?
—Oh, no —sonrió el brujo—. De hecho, me atrevería a decir que será una criatura muy hermosa, dada la apostura de sus padres.
—Pero…
—Pero existen muchas posibilidades de que, al llegar a la adolescencia, comience a transformarse en lobo las noches de luna llena.
Anthor cerró los ojos. «Esto no puede estar pasando», pensó. «Simplemente es producto de una pesadilla…».
—Comprendo que, para una pareja joven como vosotros, tener semejante vástago sería una carga. Si no queréis correr riesgos, conozco a una mujer humana que puede ayudaros.
Anthor alzó la cabeza y lo miró con una llama de esperanza en sus ojos de color violáceo, pero no pudo evitar fruncir el ceño y preguntar, no obstante:
—¿Has dicho una humana?
—Oh, sí, pero ella no hace distinciones entre razas cuando se trata de dinero. Serán apenas unas horas y podréis libraros de la criatura antes de que nadie se percate de que tu esposa está embarazada.
Anthor palideció.
—¿Estás sugiriendo… que nos libremos del bebé antes de que nazca?
—Podéis hacerlo después, si os resulta más sencillo —replicó el brujo, indiferente, encogiéndose de hombros—. Pero lo dudo: sois muy jóvenes y este será vuestro primer hijo. No tendréis valor para matarlo o abandonarlo si lo miráis a los ojos una sola vez.
Anthor sintió que la cabeza le daba vueltas. Todo aquello era demasiado espantoso para ser verdad. Miró a su esposa dormida y trató de imaginarse cuál sería la respuesta de ella. Tuvo una visión fugaz de un bebé con los rasgos de Eilai, sus ojos color ámbar, aquella sesgada sonrisa suya que él había aprendido a amar.
El brujo vio que vacilaba.
—¿Qué sabes de los licántropos, Centinela? —le preguntó.
Anthor frunció el ceño.
—Poca cosa —reconoció—. Son violentos y salvajes y se transforman en lobos las noches de luna llena. La plata es mortal para ellos. Devoran todo ser viviente que encuentran en su camino y…
No fue capaz de decir nada más, y el brujo lo notó.
—Te diré lo que yo sé —dijo con suavidad—. Son bestias salvajes una noche de cada mes. Y son personas normales el resto del tiempo. Humanos. Elfos. Qué más da. Todos tenemos un mal día. Ellos tienen doce días pésimos al año.
Anthor reflexionó.
—Podríamos encerrarlo las noches de luna llena —aventuró—. Además… también existe una pequeña posibilidad de que la mordedura no lo haya afectado, ¿no es así? —preguntó con cierta ansiedad.
—Mínima —replicó el brujo—, pero sí, existe.
Anthor exhaló un suspiro de alivio.
—¿Estás dispuesto a dejar vivir a esa criatura? —preguntó el brujo—. ¿Eres consciente de lo que será su vida? Si lo descubren, lo matarán. Y, aun en el caso de que no lo descubrieran, pasará siglos ocultándose de sus congéneres las noches de luna llena. ¿A eso lo llamarías vivir?
—Es mejor que estar muerto —replicó Anthor, aunque sin mucha convicción—. No lo entiendo, brujo, ¿qué pretendes? ¿Qué es lo que quieres que haga?
—Lo que hagas será únicamente elección tuya. Pero es mi deber asegurarme de que consideras las consecuencias de todas las posibilidades antes de decidir. Y hay otra cosa que debes saber.
—¿Qué?
—Se dice que algunos licántropos, los llamados Señores de los Lobos, pueden aprender a controlar sus cambios. Se requieren, sin embargo, siglos de dominio personal y autocontrol, por lo que esta habilidad generalmente no está al alcance de los hombres—lobo corrientes. Pero sí de algunos elfos.
Anthor sacudió la cabeza.
—No existen elfos licántropos. No puedes saberlo.
—Si existen, serán solo un puñado en todo el mundo. Pero no seré yo quien vaya a buscar a esos legendarios Señores de los Lobos y, desde luego, tu hijo tampoco debe hacerlo.
—¿Por qué no?
Los ojos del brujo brillaron de manera siniestra.
—Si un licántropo se transforma en una bestia asesina una vez al mes… ¿qué clase de criatura sería alguien que tuviese la capacidad de hacerlo en cualquier momento?
Anthor calló, reflexionando sobre las palabras del brujo.
—¿Y bien? —preguntó este tras un largo silencio.
El Centinela pensó qué sería de su hijo si lo alcanzaba la maldición de la licantropía. Se verían obligados a encerrarlo una vez al mes y a mantenerlo alejado de los demás elfos, por lo que pudiera pasar. Jamás podría llevar una vida normal.
Pero un licántropo era una persona la mayor parte del tiempo.
Eran solo doce días al año.
Doce días.
Anchor contempló una vez más el sereno rostro de Eilai. Lo consultaría con ella antes de tomar una decisión definitiva, pero ya sospechaba cuál iba a ser su respuesta.
—El niño vivirá —dijo.