Se encendieron luces, y las puertas de las casas se abrieron a lo largo de toda la calle, para asistir a la preparación del espectáculo. Montag y Beatty, uno con una seca satisfacción, el otro con incredulidad, miraban fijamente la casa, esa pista central donde se harían juegos malabares con antorchas y donde los hombres tragarían fuego.
—Bueno —dijo Beatty—, ahí está. El viejo Montag quería volar cerca del sol y ahora que se le han quemado las malditas alas, se pregunta por qué. ¿No estaba yo en lo cierto cuando envié el Sabueso a que espiara la casa?
El rostro de Montag parecía entumecido e informe; sintió que volvía la cabeza, como una piedra esculpida, hacia la oscuridad de la casa de al lado, rodeada por una brillante frontera de flores.
Beatty lanzó un bufido.
—Oh, no. No habrás caído en la rutina de aquella pequeña idiota, ¿no? Flores, mariposas, hojas, crepúsculos, ¡oh, diablos! Está todo en el archivo. Maldición. He dado en el blanco. Mírenle la cara. Unas pocas briznas de hierba y unos cuartos de Luna. Ñoñerías. ¿De qué le sirvió a ella todo eso?
Montag se sentó en el frío guardafuegos del Dragón, moviendo la cabeza un centímetro a la izquierda, un centímetro a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda...
—Ella veía todas las cosas. No le hizo nada a nadie. Dejaba en paz a los demás.
—¡En paz, demonios! No te dejó un minuto tranquilo, ¿no es cierto? Uno de esos malditos benefactores, con esos silencios ensimismados siempre más profundos que los de uno, con un único talento: hacer que los demás se sientan culpables. Maldita sea, ¡aparecen como el sol de medianoche para hacernos sudar en la cama!
La puerta de calle se abrió de par en par. Mildred bajó corriendo los escalones, llevando rígidamente una valija en la mano, como en una pesadilla, mientras un taxi se acercaba siseando a la acera.
—¡Mildred!
La mujer pasó rápidamente junto a Montag, con el cuerpo tieso, la cara cubierta de polvo, sin boca, sin pintura en los labios.
—¡Mildred, no habrás dado tú la alarma!
Mildred metió la valija en el coche, subió y se sentó murmurando:
—Pobre familia, oh pobre familia, oh todo perdido, todo, todo perdido ahora...
Beatty tomó a Montag por el hombro mientras el coche partía, alcanzaba los cien kilómetros por hora y desaparecía en el extremo de la calle.
Se sintió un estrépito como si un sueño hecho de vidrios, espejos y prismas de cristal cayera hecho trizas. Montag dio unos pocos pasos, tambaleándose, como si otra incomprensible tormenta lo hubiese mareado, y vio que Stoneman y Black, armados de hachas, rompían los vidrios de las ventanas para facilitar la ventilación.
El roce de la cabeza de una polilla muerta contra una pantalla negra y fría.
—Montag, Faber le habla. ¿Me está escuchando? ¿Qué ocurre?
—Esto me ocurre a mí —dijo Montag.
—Qué horrible sorpresa —dijo Beatty—. Pues todos saben, con absoluta certeza, que nunca nada me ocurrirá a mí. Otros mueren, yo sigo viviendo. No hay consecuencias ni responsabilidades. Aunque las hay. Pero no hablemos de eso, ¿eh? Cuando las consecuencias lo alcanzan a uno, ya es demasiado tarde, ¿no es cierto, Montag?
Montag se adelantó, pero sin sentir que sus pies pisaban el cemento y luego las hierbas nocturnas. Beatty apretó el encendedor junto a Montag y miró fascinado la llamita anaranjada.
—¿Qué tiene el fuego que nos parece tan hermoso? No importa qué edad tengamos. Siempre nos atrae. —Beatty apagó la llama y volvió a encenderla—. Un movimiento perpetuo. Algo que el hombre siempre quiso inventar. O casi el movimiento perpetuo. Si uno lo dejase arder, duraría toda la vida. ¿Qué es el fuego? Un misterio. Los hombres de ciencia charlan y charlan acerca de moléculas y fricciones. Pero nada saben realmente. Es hermoso porque destruye la responsabilidad y las consecuencias. ¿Un problema se convierte en una carga demasiado pesada? Al horno con él. Y ahora, Montag, tú eres una carga. Y el fuego me quitará ese peso de los hombros, de un modo limpio, rápido y seguro; nada que pueda pudrirse con el tiempo. Antibiótico, estético, práctico.
Montag miraba ahora esa casa rara, extraña a causa de la hora, los murmullos de los vecinos, los vidrios rotos, y allí, en el suelo, con las cubiertas arrancadas y desparramadas como plumas de cisne, los increíbles libros que ahora parecían tan tontos, cosas que no merecían ninguna atención, pues eran sólo letras negras y papel amarillo y tapas deshilachadas.
Mildred, por supuesto. Vio seguramente que escondía los libros en el jardín y volvió a meterlos en la casa. Mildred. Mildred.
—Quiero que hagas este trabajo tú solo, Montag. No con queroseno y un fósforo, sino poco a poco, con un lanzallamas. Es tu casa, tu limpieza.
—¡Montag! ¿No puede correr, escapar?
—¡No! —gritó Montag sin esperanza—. ¡El Sabueso! ¡A causa del Sabueso!
Beatty, pensando que Montag le hablaba a él, comentó:
—Sí, el Sabueso está por aquí cerca. Así que no intentes nada. ¿Listo?
Montag movió el seguro de su lanzallamas.
—Listo.
—¡Fuego!
Un chorro de fuego saltó hacia los libros arrinconándolos contra la pared. Montag entró en el dormitorio y disparó dos veces, y las camas gemelas se alzaron en un hirviente y enorme murmullo, con una pasión, un calor y una luz que Montag nunca hubiese imaginado en ellas. Montag quemó luego las paredes del cuarto y el armario de cosméticos, pues quería cambiarlo todo; las sillas, las mesas, y en el comedor la vajilla de plata labrada y material plástico, todo lo que podía decir que había vivido aquí, en esta casa vacía, con una mujer extraña que lo olvidaría muy pronto, que ya lo había olvidado escuchando su radio-caracol que vertía y vertía sonidos mientras ella, sola, cruzaba velozmente la ciudad. Y como antes, era bueno quemar. Montag se sintió hundido en el fuego, arrebatado, desgarrado, partido en dos por las llamas, y libre del insensato problema. Si no había solución, bueno, entonces no había problema. ¡El fuego era lo mejor para todo!
—¡Los libros, Montag!
Los libros saltaron y bailaron como pájaros calcinados, abrasadas las alas de plumas rojas y amarillas.
Y luego entró en la sala donde los enormes monstruos idiotas dormían con pensamientos blancos y sueños de nieve. Y lanzó un chorro de llamas a cada uno de los tres muros, y el vacío absorbió el aire con un silbido aún más vacío, un chillido insensato. Montag trató de pensar en ese vacío, donde la nada había representado sus obras, pero no pudo. Retuvo el aliento para que el vacío no le entrara en los pulmones. Se apartó del abismo terrible, retrocedió, y entregó al cuarto el regalo de una enorme, brillante y encendida flor amarilla. La cubierta incombustible de material plástico se abrió de arriba abajo, y la casa comenzó a estremecerse con el fuego.
—Cuando hayas concluido —dijo Beatty detrás de él—, preséntate arrestado.
La casa se deshizo en carbones rojos y cenizas negras. Apoyó en el suelo unas brasas somnolientas, rosadas y grises, y un penacho de humo creció elevándose y oscilando, lentamente, hasta cubrir el cielo. Eran las tres y media. La gente se había metido otra vez en sus casas; las grandes tiendas del circo eran ahora carbón y escombros. La función había terminado.
Montag, inmóvil, sostenía aún flojamente el lanzallamas. Grandes islas de sudor le mojaban las axilas; tenía la cara cubierta de hollín. Los otros bomberos esperaban detrás, con los rostros iluminados débilmente por los escombros humeantes.
Montag comenzó a hablar, dos veces, y al fin preguntó:
—¿Fue mi mujer?
Beatty asintió.
—Pero ya sus amigas me habían avisado antes. Lo dejé pasar. De un modo o de otro, estabas atrapado. Fue bastante tonto eso de leer poesía. Acto digno de un condenado snob. Dale a un hombre unas pocas líneas de poesía, y se creerá dueño de la Creación. Creerá que con los libros podrá caminar por encima del agua. Bueno, el mundo puede marchar muy bien sin ellos. Mira a dónde te han llevado. El barro te llega a la boca. Si yo tocara ese barro con el dedo meñique, desaparecerías.
Montag no podía moverse. Un gran terremoto había derribado su casa, y Mildred estaba bajo los escombros, en alguna parte, y su propia vida estaba también bajo los escombros, y él no podía moverse. La tierra se sacudía aún, y se abría y temblaba en el interior de Montag, que inmóvil, con las rodillas algo dobladas por el peso del cansancio, el asombro y el ultraje, dejaba que Beatty lo golpeara sin levantarle la mano.
—Montag, idiota. Montag, condenado tonto, ¿por qué lo hiciste?
Pero Montag no oía, estaba muy lejos, corría mentalmente, se había ido, dejando que ese cuerpo muerto y todo cubierto de hollín se tambalease ante la furia de otro tonto.
—¡Montag, escápese!
Montag escuchó.
Beatty le lanzó un golpe a la cabeza y Montag retrocedió, trastabillando. La bala verde, donde aún murmuraba y gritaba la voz de Faber, cayó al pavimento. Beatty la recogió rápidamente, con una sonrisa. Se la llevó a la oreja.
Montag escuchó la voz lejana que llamaba.
—Montag, ¿está usted bien?
Beatty apagó la bala y se la metió en el bolsillo.
—Bueno, así que aún había más. Vi cómo torcías la cabeza, escuchando. Al principio pensé que tenías un caracol. Pero cuando más tarde te mostraste más despierto, comencé a dudar. Seguiremos la onda y encontraremos a tu amigo.
—¡No! —gritó Montag, y abrió el seguro del lanzallamas.
Beatty miró rápidamente los dedos de Montag y se le abrieron un poco los ojos, aunque de un modo casi imperceptible. Montag advirtió el gesto de sorpresa y se miró un momento las manos. ¿Qué otra cosa habían hecho? Más tarde nunca pudo decir si el impulso final que lo llevó al crimen había venido de las manos o de la reacción de Beatty. El último trueno del derrumbe pasó con un ruido de piedras junto a sus oídos, sin alcanzarlo.
Beatty sonrió mostrando los dientes con la más encantadora de sus sonrisas.
—Bueno, un modo de tener un auditorio. Apuntas a un hombre con un arma y lo obligas a escuchar tu discurso. Habla. ¿Qué será esta vez? ¿Por qué no me vomitas un poco de Shakespeare, snob chapucero? «No temo, Cassio, tus amenazas. Me protege de tal modo la honestidad que tus palabras me acarician como un viento ocioso, al que no presto atención.» ¿Qué te parece? Adelante, literato de segunda mano, aprieta el gatillo.
Beatty dio un paso adelante. Montag sólo dijo:
—Nunca quemamos con razón...
—Dame eso, Guy —le dijo Beatty con una sonrisa de hielo.
Y, de pronto, Beatty fue un resplandor que chillaba, un maniquí saltarín que caía con los brazos y piernas abiertos, una llama retorcida en el césped mientras Montag le lanzaba continuamente un chorro de fuego líquido. Se sintió un siseo, como el de un salivazo en una estufa al rojo, un burbujeo espumante, como si hubiesen arrojado sal sobre un monstruoso caracol negro, provocando una terrible licuefacción y un hervor dé espumas amarillas. Montag cerró los ojos, gritó, gritó, y se llevó las manos a los oídos para no oír. Beatty se sacudió una y otra vez, y al fin se retorció sobre sí mismo, como una calcinada muñeca de cera, y quedó tendido en silencio.
Los otros dos bomberos no se habían movido.
Montag se sintió enfermo, pero se dominó y apuntó con el lanzallamas.
—¡Vuélvanse!
Los bomberos se dieron vuelta, con rostros como carne escaldada, sudando a chorros. Montag les golpeó las cabezas y los cascos rodaron por el suelo. Los hombres cayeron y allí se quedaron, inmóviles.
El susurro de una única hoja en el otoño.
Montag se volvió. El Sabueso Mecánico estaba en mitad del jardín, saliendo de las sombras, moviéndose o deslizándose con tal facilidad que parecía una nube sólida de humo negro y grisáceo que venía hacia él empujada por un viento silencioso.
Al fin el Sabueso dio un salto en el aire, hasta un metro por encima de la cabeza de Montag, y cayó sobre él abriendo sus patas de araña y mostrando el fiero y único diente de la aguja de procaína. Montag lo recibió con una flor de fuego, un único y asombroso capullo que se abrió en pétalos amarillos, azules y anaranjados y envolvió al perro metálico en un caparazón nuevo. El Sabueso golpeó a Montag y lo arrojó con su lanzallamas contra el tronco de un árbol. Montag sintió que el animal le buscaba y aferraba la pierna y le clavaba la aguja un momento antes de que el fuego lo hiciese saltar en el aire, quemándole los huesos metálicos y destrozándole las entrañas en una corola de fuego rojo, como un cohete del espacio que no pudiese dejar la calle. Montag, tendido en el césped, esperó a que aquella cosa viva y muerta jugara en el aire y muriese. Aún ahora parecía querer volverse hacia él y terminar de darle la inyección que estaba invadiéndole la pierna. Sintió todo el alivio y horror de haber retrocedido justo a tiempo, de modo que el guardabarros del coche —que había pasado a ciento cincuenta kilómetros por hora— sólo le había tocado la rodilla. Tenía miedo de levantarse, miedo de no poder tenerse en pie con una pierna anestesiada. Un entumecimiento dentro de un entumecimiento que se ahondaba en un entumecimiento...
¿Y ahora...?
La calle desierta, la casa quemada como una vieja escenografía, las otras casas en la sombra, el Sabueso aquí, Beatty aquí, los tres bomberos en otro lugar, y la Salamandra... Miró la máquina enorme. Eso tenía que desaparecer también.
Bueno, pensó, veamos cómo estoy. De pie. Despacio, despacio... así.
Estaba de pie sobre una sola pierna. La otra era un quemado madero de pino que arrastraba como una penitencia por algún oscuro pecado. Se apoyó sobre el madero y una corriente de agujas de plata le subió por la pierna y se le clavó en la rodilla. Montag sollozó. ¡Vamos! ¡Vamos, no puedes quedarte aquí!
Unas pocas luces se encendían ahora en las casas de la calle, ya fuese por los incidentes que acababan de ocurrir, o por el silencio anormal que había sucedido a la lucha. Montag lo ignoraba. Caminó tambaleándose entre las ruinas, y tomándose la pierna dolorida cuando ésta se le quedaba atrás, hablando y quejándose y rogándole que trabajara para él. Oyó a una gente que lloraba y gritaba en la oscuridad. Llegó al patio detrás de la casa y salió al callejón. Beatty, pensó, ya no eres un problema. Tú mismo lo decías, no enfrentes los problemas, quémalos. Bueno, hice las dos cosas. Adiós, capitán.
Y se perdió trastabillando en el callejón oscuro.
Cada vez que apoyaba la pierna, una carga de pólvora le estallaba dentro, y pensaba: eres un tonto, un condenado tonto, un terrible tonto, un idiota, un terrible idiota, un condenado idiota, y un tonto, un condenado tonto. Mira lo que has hecho, y no sabes dónde está el estropajo. Mira lo que has hecho. Orgullo, maldita sea, y mal humor, y lo ensuciaste todo. Desde un principio vomitaste sobre los demás y sobre ti mismo. Y todo de una vez, una cosa sobre otra. Beatty, las mujeres, Mildred, Clarisse, todo. No hay excusas, no hay excusas. Un tonto, un condenado tonto. Puedes darte por vencido.
No, salvaremos lo que se pueda, haremos lo que quede por hacer. Si tenemos que quemar, arrastremos a unos pocos más con nosotros. ¡Ah!
Recordó los libros y regresó. Por si acaso.
Encontró unos pocos donde los había dejado, junto a la cerca. Mildred, bendita fuese, los había pasado por alto. Cuatro libros estaban aún en su sitio. Unas voces sollozaban en la noche, y los rayos de unas linternas se paseaban por las cercanías. Otras Salamandras rugían, muy lejos, y las sirenas de los coches policiales atravesaban la ciudad.
Montag tomó los cuatro libros que quedaban y se fue cojeando, sacudiéndose, cojeando callejón abajo. De pronto cayó, como si le hubiesen cortado la cabeza y sólo el cuerpo estuviese allí tendido en el callejón. Algo en su interior lo había obligado a detenerse, arrojándolo al suelo. Se quedó donde había caído y sollozó, con las piernas recogidas, la cara apretada ciegamente contra la grava.
Beatty quería morir.
En medio del llanto, Montag supo que así era. Beatty había querido morir. Se había quedado allí, sin moverse, sin tratar realmente de salvarse, bromeando, charlando, pensó Montag. Ese pensamiento bastó para que dejara de llorar y se detuviese a tomar aliento. Qué extraño, qué extraño, tener tantas ganas de morir. Permitir que un hombre vaya armado, y luego, en vez de callarse y cuidarse, seguir gritando y burlándose, y luego...
A lo lejos, unos pies que corrían.
Montag se sentó. Salgamos de aquí. Vamos, levántate, levántate, ¡no puedes quedarte sentado! Pero lloraba de nuevo y había que acabar con eso de una vez por todas. Ya estaba mejor. No había querido matar a nadie, ni siquiera a Beatty. Las carnes se le retorcieron y encogieron, como si se las hubiesen metido en un ácido. Sintió náuseas. Veía aun a Beatty, una antorcha que se agitaba en la hierba. Se mordió los nudillos. Lo siento, lo siento, oh Dios, lo siento...
Trató de volver a unir todas las cosas, de regresar a la vida normal de hacía unos pocos días, antes del tamiz y la arena, el dentífrico Denham, aquella mariposa en el oído, las luciérnagas, las alarmas y viajes. Demasiado para tan pocos días, demasiado en verdad para una vida entera.
Unos pies corrían en el extremo del callejón.
—¡Levántate! —se dijo a sí mismo—. ¡Maldita seas, levántate! —le dijo a la pierna.
Se incorporó. El dolor era ahora unos clavos en la rodilla, y luego sólo unas agujas de zurcir, y luego sólo unos alfileres de gancho, y después de cojear y saltar otras cincuenta veces, llenándose la mano de astillas en la cerca de madera, el cosquilleo se transformó en un rocío de agua hirviente. Y la pierna era al fin su propia pierna. Había temido que si corría podía romperse aquel tobillo suelto. Ahora, absorbiendo la noche por la boca y devolviéndola con un color pálido, metiéndose en el cuerpo toda aquella pesada negrura, logró caminar con lentitud y serenidad. Llevaba los libros en las manos.
Recordó a Faber.
Faber quedaba allá en el humeante montón de alquitrán sin identidad ni nombre. Había quemado también a Faber. La idea lo sacudió de tal modo que sintió que Faber estaba realmente muerto, cocinado como una cucaracha en aquella capsulita verde, en el bolsillo de un hombre que ahora era sólo un esqueleto atado por tendones de asfalto.
No debes olvidarlo, quémalos o te quemarán, pensó. Eso es todo.
Buscó en sus bolsillos. El dinero estaba allí, en un bolsillo, y en el otro encontró el caracol donde la ciudad se hablaba a sí misma en la madrugada desapacible y negra.
—Alerta, policía. Un fugitivo en la ciudad. Culpable de asesinato y crímenes contra el Estado. Nombre: Guy Montag. Ocupación: Bombero. Visto por última vez en...
Montag corrió sin detenerse durante seis manzanas, y al fin el callejón se abrió en una avenida, ancha como diez calles. Parecía un río sin embarcaciones, helado bajo la luz fría de las grandes lámparas de arco. Uno puede ahogarse si intenta cruzarla, pensó; es demasiado ancha; es demasiado abierta. Un vasto escenario sin decorados que lo invitaba a cruzar, a correr, a ser visto fácilmente bajo aquella iluminación deslumbrante, a ser fácilmente apresado, fácilmente derribado por una bala.
El caracol le zumbó en el oído.
—... atención a un hombre que corre... atención a un hombre solo... a pie... atención...
Montag retrocedió a las sombras. Delante de él se alzaba una estación de gas, una brillante construcción de porcelana blanca.
Dos coches plateados entraban en la estación. Si quería caminar, no correr, atravesar tranquilamente la ancha avenida, tenía que estar limpio y presentable. Estaría un poco más seguro si se lavaba y peinaba antes de ir a...
Sí, pensó, ¿a dónde voy?
A ninguna parte. No había a dónde ir, ningún amigo a quien buscar. Excepto Faber. Y entonces comprendió que iba, de veras, a casa de Faber, instintivamente. Sin embargo, Faber no podía esconderlo. Sólo intentarlo sería un suicidio. Pero supo que iría a ver a Faber de todos modos, por un rato. La casa de Faber sería el lugar donde recuperaría la fe, cada vez menor, en su propia capacidad para sobrevivir. Quería saber por lo menos que había un hombre como Faber en el mundo. Quería ver al hombre vivo, y no quemado como un cuerpo encerrado en otro cuerpo. Y debía dejarle un poco de dinero a Faber, naturalmente, para que lo gastase mientras él, Montag, huía. Quizá pudiese llegar al campo y vivir cerca de los ríos o las carreteras, en las colinas y prados.
Alzó los ojos. Algo giraba en el cielo.
Los helicópteros de la policía se elevaban allá lejos, como las motas de una grisácea flor de cacto. Eran dos docenas que oscilaban, indecisos, a cinco kilómetros de distancia, como mariposas aturdidas por el otoño, y luego caían como plomadas a tierra, uno a uno, aquí, allá, rozando suavemente el suelo donde, transformados en coches, corrían chillando por las avenidas o, con la misma rapidez, volvían a saltar al aire, y continuaban la búsqueda.
Y aquí estaba la estación de gas, y los empleados ocupados ahora con clientes. Acercándose por los fondos de la estación, Montag entró en el cuarto de baño. La voz de una radio atravesaba la pared de aluminio y decía: «Se ha declarado la guerra.» Se oía el bombeo del gas. Los hombres hablaban en los coches, y los empleados hablaban también, de los motores, el gas, el dinero. Montag, inmóvil, trató de sentirse sacudido por aquel tranquilo anuncio, pero no ocurrió nada. La guerra tendría que esperarlo, una hora, dos horas.
Se lavó las manos y la cara y se secó con una toalla, sin hacer ruido. Salió del cuarto de baño y cerró con cuidado la puerta y caminó un rato en la oscuridad, y al fin se encontró otra vez al borde de la avenida desierta.
Allí estaba, una partida que tenía que ganar, la avenida como un ancho campo de bolos en la fresca madrugada. La avenida estaba tan limpia como la arena de un circo antes de que apareciesen ciertas víctimas anónimas y ciertos asesinos anónimos. El aire que pesaba sobre el vasto río de cemento se estremecía con el calor del cuerpo de Montag. Increíble, pero Montag sentía que su temperatura hacía vibrar el mundo de alrededor. Era como un blanco fosforescente, lo sentía, lo sabía. Y ahora debía iniciar su paseíto.
Tres cuadras más allá, el resplandor de unos faros. Montag retuvo el aliento. Sentía los pulmones como escobas en llamas. La huida le había secado la boca. La garganta le sabía a hierro con sangre, y sus pies eran de acero herrumbrado.
¿Qué ocurría con aquellas luces? Cuando reiniciase la marcha, tenía que calcular cuánto tardarían aquellos coches en llegar hasta él. Bueno. ¿Cuánto faltaba hasta la acera? Unos cien metros, aproximadamente. Quizá no tantos, pero supongamos que yendo muy despacio, como en un paseo, tardemos en recorrerla treinta segundos, cuarenta segundos. ¿Y los coches? Podían recorrer unas tres manzanas en quince segundos. De modo que si a mitad de camino se pusiese a correr...
Alargó el pie derecho y luego el izquierdo y luego el derecho. Caminó por la avenida.
Por supuesto, aunque la calle estuviese totalmente desierta, no podía confiarse en un cruce seguro, pues un coche podía aparecer de repente a cuatro manzanas de distancia, y llegar aquí antes de que uno respirase una docena de veces.
Decidió no contar los pasos. No miró ni a la izquierda ni a la derecha. La luz de las lámparas sobre la calle parecía tan brillante y reveladora como un sol de mediodía, y calentaba del mismo modo.
Escuchó el ruido del coche, que tomaba velocidad a dos calles de distancia, a la derecha. Los faros móviles subieron y bajaron repentinamente e iluminaron a Montag.
Sigue caminando.
Montag vaciló, apretó con fuerza los libros, y se obligó a no detenerse. Dio, instintivamente, unos pasos rápidos, luego se habló a sí mismo en voz alta, y volvió al paso normal. Estaba ahora en medio de la calle. El ruido de los motores se hizo más alto, como si la velocidad del coche aumentase.
La policía, por supuesto. Me vieron. Pero despacio ahora, despacio; no te vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina.
El coche se acercaba velozmente. El coche rugía. El coche chillaba. El coche era un trueno ensordecedor. El coche venía deslizándose. El coche cubría silbando una recta trayectoria, como disparado por un rifle invisible. Ciento cincuenta kilómetros por hora. Ciento ochenta kilómetros por hora. Montag apretó las mandíbulas. Sintió como si el calor de los faros le quemase la cara, le retorciese las pestañas, y le bañase el cuerpo en sudor.
Comenzó a arrastrar los pies, como un idiota, y a hablarse a sí mismo. De pronto perdió la cabeza y echó a correr. Estiró las piernas hacia adelante, todo lo que pudo, y hacia abajo, y luego volvió a estirarlas, hacia abajo, hacia atrás, hacia adelante, y hacia abajo y hacia atrás. ¡Dios! ¡Dios! Se le cayó un libro, perdió el paso, casi se volvió, cambió de parecer, se precipitó hacia adelante, gritando en aquella desierta superficie de cemento, con el coche que se abalanzaba sobre su presa, a cien metros, a cincuenta metros, cuarenta, treinta, veinte. Montag jadeaba, agitaba las manos, lanzaba las piernas hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, más cerca, más cerca, aullando, llamando, con los ojos abrasados y en blanco, mientras doblaba la cabeza para enfrentarse con los faros resplandecientes. Ahora el coche se sumergía en su propia luz, ahora era sólo una antorcha que lanzaban contra él; sólo sonido; sólo luz. Ahora... ¡casi sobre él!
Montag trastabilló y cayó.
¡Esto es el fin! ¡Todo ha terminado!
Pero con la caída algo cambió. Un instante antes de alcanzarlo, el coche enfurecido se desvió, alejándose. Montag quedó tendido en la calle, cara abajo. Fragmentos de risa llegaron hasta él junto con los gases azules del coche.
La mano derecha, extendida, estaba apoyada en el cemento. En el extremo del dedo mayor vio, al alzar la mano, un hilo negro de un milímetro de ancho por donde había pasado la rueda del coche. Se puso de pie mirando con incredulidad esa línea.
No era la policía, pensó.
Miró calle abajo. Estaba desierta ahora. Niños en un coche, niños de todas las edades, vaya a saber, de doce a dieciséis años, que silbaban, gritaban, lanzaban hurras y vivas. Habían visto un hombre, espectáculo realmente extraordinario, un hombre a pie, una rareza, y habían dicho, simplemente: «Alcancémoslo», sin saber que era el señor Montag, fugitivo. Simplemente unos cuantos niños que habían salido a dar un largo y ruidoso paseo, recorriendo ochocientos o mil kilómetros en unas pocas horas, a la luz de la Luna, con los rostros helados por el viento, lanzados a una aventura, para volver o no volver luego a sus casas, vivos o no vivos.
Podían haberme matado, pensó Montag, tambaleándose. El aire todavía agitado y sacudido en nubes de polvo a su alrededor le tocaba la lastimada mejilla. Sin ninguna razón, podían haberme matado.
Caminó hacia la acera diciéndole a cada pie que se moviera y siguiera moviéndose. De algún modo había recogido los libros desparramados por la calle. No recordaba haberse agachado o haberlos tocado. Los pasó de una mano a otra, varias veces, como si fuesen una mano de póker sobre la que no podía decidir.
Me pregunto si serían los mismos que mataron a Clarisse.
Se detuvo y volvió a repetirlo mentalmente, con mayor fuerza.
¡Me pregunto si serían los mismos que mataron a Clarisse!
Quiso correr detrás de ellos, gritando.
Se le humedecieron los ojos.
Lo había salvado la caída. El conductor, al ver tendido a Montag, consideró instantáneamente la posibilidad de que al pasar sobre un cuerpo a una velocidad tan alta el coche volcara haciendo saltar a sus ocupantes. Si Montag hubiese sido un blanco vertical...
Montag abrió la boca, sin aliento.
Allá abajo, en la avenida, a cuatro cuadras de distancia, el coche había aminorado la marcha, había girado en dos ruedas, y volvía ahora a todo correr.
Pero Montag había desaparecido, oculto en la oscuridad hacia donde había emprendido un largo viaje, hacía una hora, ¿o hacía un minuto? Se detuvo, estremeciéndose en la noche, mirando hacia atrás, mientras el coche pasaba corriendo y patinaba, precipitándose otra vez hacia el centro de la avenida, llenando el aire de carcajadas, desapareciendo.
Más allá, mientras se movía en las sombras, Montag pudo ver los helicópteros que descendían, descendían como los primeros copos de nieve del largo invierno próximo...
La casa estaba en silencio.
Montag se acercó por la parte de atrás, arrastrándose a través del perfume denso, húmedo y nocturno de los narcisos, las rosas y el césped cubierto de rocío. Tocó la puerta de alambre, descubrió que estaba abierta, y se deslizó por el porche, escuchando.
Señora Black, ¿duerme usted?, pensó. Esto no está bien, pero su marido se lo hizo a otros, y nunca titubeó, y nunca se preocupó. Ahora, ya que es usted la mujer de un bombero, le toca el turno a su casa, por todas las cosas que quemó su marido y las gentes a las que hizo daño sin pensar.
La casa no respondió.
Montag escondió los libros en la cocina y salió a la calle otra vez y volvió la cabeza y la casa estaba todavía en sombras, silenciosa, dormida.
Mientras atravesaba la ciudad, y los helicópteros revoloteaban en el cielo como papeles rotos, llamó desde una solitaria cabina de teléfono, frente a una tienda cerrada por la noche. Luego, de pie, inmóvil en el frío aire nocturno, se quedó esperando, y oyó a lo lejos las sirenas que comenzaban a sonar, y las Salamandras que venían. Venían a quemar la casa de la señora Black, mientras Black estaba afuera trabajando, y venían a sacar a la mujer al aire helado de la madrugada, mientras los techos desaparecían y caían en el fuego. Pero por ahora la mujer dormía aún.
Buenas noches, señora Black, pensó.
—¡Faber!
Otro golpe seco, un murmullo, y una larga espera. Pasó un minuto y una lucecita se encendió en la casita de Faber. Otra pausa, y se abrió la puerta.
Se quedaron mirándose a la media luz, Faber y Montag, como si ninguno creyese en la existencia del otro. Al fin Faber se movió, alargó una mano, tomó a Montag por el brazo, lo metió en la casa, lo hizo sentar, y volvió a la puerta y se quedó allí, escuchando. Las sirenas gemían en la madrugada tranquila. El viejo entró y cerró la puerta.
—He sido un tonto rematado —le dijo Montag—. No puedo quedarme mucho tiempo. Me voy, Dios sabe adonde.
—Por lo menos fue un tonto en las cosas importantes —dijo Faber—. Pensé que había muerto. La cápsula que le di...
—Quemada.
—Oí que el capitán le hablaba, y de pronto silencio. Casi salí a buscarlo.
—El Capitán murió. Encontró la cápsula, escuchó su voz, e iba a seguir la onda. Lo maté con el lanzallamas.
Faber se sentó y no habló durante un tiempo.
—Dios mío, ¿cómo ocurren estas cosas? —dijo Montag—. La otra noche todo era magnífico, y de pronto supe que me estaba ahogando. ¿Cuántas veces puede hundirse un hombre antes de morir? Me cuesta respirar. Ahí está Beatty, muerto, que una vez fue mi amigo. Y ahí está Millie, desaparecida. Pensé que era mi mujer, pero ahora no estoy seguro. Y la casa, incendiada. Y yo sin trabajo, un prófugo. Y en el camino dejé un libro en la casa de un bombero. ¡Jesucristo! ¡Las cosas que he hecho en una semana!
—Hizo lo que debía hacer. Algo que había empezado hace mucho tiempo.
—Sí, lo creo, aunque no crea en otra cosa. Era algo que tenía que haber ocurrido antes. Lo sentí, mucho tiempo. Yo hacía una cosa y pensaba en otra. Dios, todo estaba ahí. Es asombroso que los demás no lo viesen. Y aquí estoy ahora, complicándolo también a usted. Pueden haberme seguido.
—Me siento vivo por primera vez en años —dijo Faber—. Siento que estoy haciendo lo que debí haber hecho hace toda una vida. Por el momento no tengo miedo. Quizá sea porque hago al fin lo que se debe. Quizá sea porque he cometido un acto temerario y no quiero parecer cobarde ante usted. Supongo que tendré que hacer cosas aún más violentas, exponiendo mi propia vida, y no volver a caer y asustarme. ¿Cuáles son sus planes?
—Seguir huyendo.
—¿Sabe que ha estallado la guerra?
—Lo oí.
—Dios, ¿no es gracioso? —dijo el viejo—. Parece algo tan remoto sólo porque tenemos nuestros propios problemas.
—No he tenido tiempo de pensar —dijo Montag sacando cien dólares—. Quiero que usted se quede con esto. Úselo como le parezca cuando me vaya.
—Pero...
—Puedo estar muerto al mediodía, úselo.
Faber asintió.
—Será mejor que vaya hacia el río, si puede. Sígalo, y si puede llegar a las viejas vías de ferrocarril, sígalas también. Aunque todo es prácticamente aéreo en estos días, y las rutas terrestres están abandonadas, esas vías siguen todavía ahí, herrumbrándose. He oído que hay aún campamentos de vagabundos en todo el país, aquí y allá; campamentos ambulantes, los llaman, y si uno camina bastante y con los ojos bien abiertos dicen que es posible encontrar a viejos graduados de Harvard en los caminos. Algunos tienen la captura recomendada en las ciudades. Sobreviven en el campo. No son muchos, y el gobierno no cree, parece, que sean bastante peligrosos como para organizar una batida. Puede usted quedarse algún tiempo con ellos y reunirse conmigo en Saint Louis. Saldré esta mañana, en el autobús de las cinco, para ver a un impresor retirado que vive en esa ciudad. Haré algo, al fin. Este dinero será útil. Gracias, y Dios lo bendiga. ¿No quiere dormir unos minutos?
—Será mejor que me vaya.
—Examinemos antes la situación.
El viejo llevó a Montag al dormitorio, movió un cuadro, y reveló una pantalla de televisión del tamaño de una tarjeta postal.
—Siempre me gustaron las cosas muy pequeñas, las cosas que uno puede llevar consigo, que se pueden tapar con la palma de la mano, que no lo aplastan a uno, nada monstruosamente grande.
El viejo tocó el aparato;
—Montag —dijo la pantalla de TV, encendiéndose—. m-o-n-t-a-g. —Una voz deletreó el nombre—. Guy Montag. Todavía prófugo. Los helicópteros de la policía vuelan ya buscándolo. Se ha traído un nuevo Sabueso Mecánico de otro distrito...
Montag y Faber se miraron.
—El Sabueso Mecánico nunca falla. Este notable invento nunca ha cometido un error. Hoy, esta cadena de estaciones se complace en anunciar que tan pronto como el Sabueso comience a dirigirse hacia su blanco, una cámara de televisión lo seguirá desde un helicóptero...
Faber sirvió dos vasos de whiskey.
—Necesitamos esto.
Los dos hombres bebieron.
—... un olfato tan sensible que el Sabueso Mecánico puede recordar e identificar diez mil olores de diez mil hombres sin necesidad de cambiar los circuitos.
Faber se estremeció levemente y miró a su alrededor, la casa, las paredes, la puerta, el pestillo, y la silla donde estaba sentado Montag. Montag vio la mirada. Los ojos de ambos recorrieron rápidamente la casa y Montag sintió que se le dilataban las narices. Supo que estaba tratando de rastrearse a sí mismo, y su olfato fue de pronto lo bastante fino como para seguir la senda que había abierto en el aire de esa habitación y percibir el sudor de su mano en el pestillo; gotas de un sudor invisible, pero tan numerosas como los cristales de un pequeño candelero. Él, Montag, estaba en todas partes; en el interior, el exterior y los alrededores de todas las cosas. Era una nube brillante, un fantasma que cortaba la respiración. Vio que Faber mismo dejaba de respirar, temiendo quizá que aquel fantasma se le metiese en el cuerpo, temiendo contaminarse con aquellas exhalaciones espectrales y los olores del prófugo.
—¡El Sabueso Mecánico desciende ahora en un helicóptero en el sitio del incendio!
Y allí, en la pantalla, aparecieron los restos de la casa de Montag y algo cubierto por una sábana. Y del cielo, revoloteando, bajó el helicóptero como una flor grotesca...
Montag miró la escena, fascinado, sin desear irse. Parecía algo tan remoto, tan ajeno a él. Era como una obra teatral donde no participaba, un espectáculo asombroso y hasta curiosamente agradable. Todo eso es para mí, pensaba Montag, todo eso ocurre sólo para mí, Señor.
Montag hubiera deseado poder quedarse allí, cómodamente, y seguir las diversas y rápidas fases de la cacería, por los pasadizos, por las calles, por las avenidas desiertas, por los terrenos baldíos y parques de juegos, con pausas aquí y allá para los anuncios comerciales, y por otras callejuelas hasta la casa incendiada del matrimonio Black, y así finalmente hasta la casa donde Faber y él mismo seguirían sentados bebiendo, mientras el Sabueso Mecánico husmeaba los últimos rastros, silencioso como un objeto flotante y a la deriva que traía consigo la muerte, y se deslizaba hasta detenerse allí, bajo esa ventana. Y luego, si así lo quería, Montag podía levantarse, ir hasta la ventana, sin dejar de mirar la pantalla de televisión, abrir la ventana, asomarse a ella, mirar hacia atrás, y verse a sí mismo interpretado, descripto, rehecho, allí, retratado desde afuera en la brillante y diminuta pantalla de televisión, como un drama que podía ser observado objetivamente, sabiendo que en otras casas aparecía de tamaño natural, a todo color, ¡en tres perfectas dimensiones! Y si no perdía la cabeza hasta podría verse a sí mismo un instante antes del fin, mientras el Sabueso le daba la inyección en beneficio de quién sabe cuántas familias, agrupadas en sus salas, y a quienes el frenético aullido de las sirenas de los muros había despertado para que asistiesen a la gran cacería, la persecución, el espectáculo de feria de un solo hombre.
¿Tendría tiempo de pronunciar un discurso? Cuando el Sabueso lo alcanzase ante diez, veinte o treinta millones de espectadores, ¿podría resumir esa última semana en una sola frase o palabra que la gente no olvidase cuando el Sabueso se diese vuelta llevándolo entre sus quijadas metálicas y se hundiese en la oscuridad, mientras la cámara inmóvil observaba a la criatura que se perdía a lo lejos, esfumándose espléndidamente como en un final de película? ¿Qué podía decir con una sola palabra, unas pocas palabras, que los golpease, despertándolos?
—Mire —murmuró Faber.
Del helicóptero surgió algo que no era una máquina, ni un animal, algo ni muerto ni vivo, envuelto en una pálida luz verdosa. Se detuvo junto a las ruinas humeantes de la casa de Montag y los hombres trajeron un abandonado lanzallamas y lo pusieron bajo las narices del Sabueso. Se oyó un chirrido, un zumbido, un ruidito metálico.
Montag sacudió la cabeza y se bebió el resto de su bebida.
—Es hora. Lamento todo esto.
—¿Por qué lo lamenta? ¿Por mí? ¿Por mi casa? Lo merezco. Huya, por el amor de Dios. Quizá pueda detenerlos aquí un rato.
—Espere. No tienen por qué descubrirlo. Cuando me vaya, queme la colcha de esta cama. Queme la silla del vestíbulo en su incinerador. Frote los muebles con alcohol. Haga lo mismo con el pestillo. Queme la alfombra de la sala. Ponga en marcha el acondicionador de aire y échele naftalina, si tiene. Encienda luego las regaderas automáticas, y riegue los senderos. Con un poco de suerte, lograremos que pierdan el rastro.
Faber sacudió la mano de Montag.
—Lo intentaré. Buena suerte. Si nos salvamos, escríbame a Saint Louis. Lamento no poder acompañarlo con una de mis cápsulas. Nos hacía bien a los dos. Pero mi equipo es reducido. Pues verá, nunca pensé que llegaría a usarlo. Qué viejo tonto. Poco previsor. Estúpido, estúpido. De modo que no tengo otra bala verde, la correcta, para que se la ponga en el oído. ¡Váyase ahora!
—Algo todavía. Rápido. Una maleta, llénela con sus ropas más sucias, un traje viejo, cuanto más sucio mejor, una camisa, un par de viejos zapatos, y calcetines...
Faber desapareció y reapareció en un minuto. Sellaron la maleta de cartón con cinta adhesiva.
—Para guardar el viejo olor del señor Faber, por supuesto —dijo Faber sudando en la tarea.
Montag mojó el exterior de la maleta con whiskey.
—No quiero que el Sabueso perciba dos olores. ¿Puedo llevarme este whiskey? Lo necesitaré más tarde. Cristo, espero que esto resulte.
Volvieron a estrecharse la mano y yendo hacia la puerta miraron la pantalla. El Sabueso estaba ya en camino, seguido por las revoloteantes cámaras de los helicópteros, en silencio, husmeando el aire de la noche. Corría por el primero de los callejones.
—¡Adiós!
Y Montag salió por la puerta trasera, corriendo, llevando en la mano la maleta medio vacía. Detrás de él oyó que los aparatos de riego comenzaban a funcionar, llenando el aire oscuro con una lluvia que caía levemente, y que luego corría con serenidad por todas partes, lavando los senderos de piedra y escurriéndose hasta la calle. Unas pocas gotas le cayeron a Montag en la cara. Le pareció que el viejo le decía adiós, pero no estaba seguro.
Se alejó corriendo muy rápidamente, hacia el río.
Montag corría.
Podía sentir al Sabueso: venía como el otoño, frío y seco y rápido, como un viento que no movía las hierbas, que no golpeaba las ventanas ni perturbaba las sombras de las hojas en la acera blanca. El Sabueso no tocaba el mundo. Llevaba consigo su silencio, y era posible sentir ese silencio como una presión detrás de uno, en toda la ciudad. Montag sentía crecer esa presión, y corría.
Se detenía a veces para tomar aliento, para espiar por las ventanas débilmente iluminadas de las casas, y veía las siluetas de la gente que miraba los muros, y allí, en los muros, el Sabueso Mecánico, una bocanada de vapores de neón, una araña que aparecía y desaparecía. Ahora estaba en el paseo de los Olmos, la calle Lincoln, la avenida de los Robles, el parque, ¡y el callejón que llevaba a la casa de Faber!
Sigue, pensó Montag, no te detengas, pasa de largo, ¡no entres!
En la pared de aquella sala, la casa de Faber, con sus aparatos de riego, que latían en el aire nocturno.
El Sabueso se detuvo, estremeciéndose.
¡No! Montag se apoyó en el alféizar de la ventana. ¡Este otro camino! ¡Por aquí!
La aguja de procaína vacilaba, saliendo y entrando, saliendo y entrando. Una gota clara de aquel líquido de sueños cayó de la aguja, que desapareció en el hocico del Sabueso.
Montag retuvo el aliento, como un puño apretado.
El Sabueso Mecánico se dio vuelta y se hundió otra vez en el callejón, alejándose de la casa de Faber.
Montag alzó los ojos al cielo. Los helicópteros estaban más cerca, como un enjambre de insectos que iba hacia un único foco de luz.
Con un esfuerzo, Montag se recordó a sí mismo que aquél no era un episodio ficticio que podía observar mientras huía hacia el río. Observaba ahora su propia partida de ajedrez, movida a movida.
Dio un grito como para tomar impulso y alejarse de aquella última ventana y la fascinadora escena. ¡Demonios!, gritó, y ya corría otra vez. El callejón, una calle, el callejón, una calle, y el olor del río. La pierna hacia adelante, la pierna hacia abajo, hacia adelante, hacia abajo. Veinte millones de Montags que corrían. Así sería pronto, si lo descubrían las cámaras. Veinte millones de Montags que corrían, corrían como en una vieja y borrosa comedia de la compañía Keystone; policías y ladrones, perseguidores y perseguidos, cazadores y caza, lo había visto mil veces. Detrás de él, ahora, veinte millones de sabuesos que ladraban en silencio, rebotando en las salas, como un almohadón que arrojasen de la pared de la izquierda a la pared del centro, a la pared de la derecha, y nada. Pared del centro, pared derecha, y nada.
Montag se metió el caracol en la oreja.
—La policía sugiere a la población del barrio Los Olmos lo que sigue: todos, en todas las casas, en todas las calles, miren por las ventanas o abran la puerta del frente o de atrás. El fugitivo no podrá escapar si todos miran en el próximo minuto. ¡Preparados!
¡Por supuesto! ¡Cómo no lo habían hecho antes! ¡Por qué no habían probado hasta ahora ese juego! ¡Todos arriba! ¡Todos afuera! Montag no podía pasar inadvertido. ¡El único hombre solitario que corría en la ciudad nocturna, el único hombre que corría con sus piernas!
—¡Cuándo contemos diez! ¡Uno! ¡Dos!
Montag sintió que la ciudad entera se ponía de pie.
—¡Tres!
Montag sintió que toda la ciudad se volvía hacia miles de puertas.
¡Más rápido! ¡La pierna abajo, la pierna arriba!
—¡Cuatro!
La gente caminaba somnolienta por los vestíbulos.
—¡Cinco!
¡Las manos tocaban los pestillos!
El aroma del río era fresco y como una lluvia sólida. De tanto correr, la garganta de Montag era herrumbre quemada, y los ojos, lágrimas secas. Gritó como si el grito pudiese empujarlo hacia adelante, hacerle recorrer de un salto los últimos cien metros.
—¡Seis, siete, ocho!
Los pestillos giraron en cinco mil puertas.
—¡Nueve!
Montag corrió, alejándose de la última hilera de casas, por una pendiente que llevaba a una negrura sólida y móvil.
—¡Diez!
Las puertas se abrieron.
Montag imaginó miles y miles de caras que espiaban los patios, los callejones y el cielo, caras ocultas por cortinas, caras pálidas y vencidas por terrores nocturnos, animales grises que espiaban desde cuevas eléctricas, caras con ojos grises y descoloridos, lenguas grises y pensamientos grises que se asomaban a la carne entumecida de las caras.
Pero ya estaba en el río.
Lo tocó, sólo para asegurarse de que era real. Se metió en el agua y se quitó toda la ropa, golpeándose el cuerpo, los brazos, las piernas y la cabeza con aquel licor frío. Lo bebió y lo respiró. Luego se puso las ropas y los zapatos viejos de Faber. Arrojó sus propias ropas al río y miró cómo se hundían alejándose. Luego, con la maleta en una mano, caminó en el agua hasta que no hubo fondo, y se dejó ir en la oscuridad.
Se hallaba a trescientos metros aguas abajo cuando el Sabueso llegó al río. Allá arriba revoloteaban los abanicos ruidosos de los helicópteros. Una tormenta de luz cayó sobre el río, como si el sol hubiese hendido las nubes. Montag se sumergió en las aguas. Sintió que el río lo llevaba más lejos, a la sombra. Luego las luces iluminaron otra vez la tierra, y los helicópteros giraron sobre la ciudad, como si hubiesen encontrado otro rastro. Desaparecieron. El Sabueso desapareció. Ahora el mundo era aquel río frío, y Montag que flotaba en una paz repentina, alejándose de la ciudad y las luces y la caza, alejándose de todo.
Sintió como si hubiese abandonado un escenario con muchos actores. Sintió como si hubiese abandonado una sesión de espiritismo y todos los murmullos fantasmales. Dejaba algo irreal y terrible por una realidad irreal, nueva.
La costa oscura pasaba deslizándose, y Montag se internaba en el campo, entre las colinas. Por primera vez en doce años las estrellas aparecían sobre él, como procesiones de fuego giratorio. Vio una enorme rueda de estrellas que se formaba allá arriba, en el cielo, y amenazaba venir hacia él y aplastarlo.
Montag flotaba de espaldas cuando la maleta se llenó de agua y se hundió. El río, sereno y ocioso, se alejaba de las gentes que desayunaban sombras, almorzaban humo y cenaban vapores. El río era algo real; lo sostenía cómodamente y le daba tiempo, ocio para pensar en ese mes, ese año, y toda una vida. Montag escuchó cómo se le calmaba el corazón. Los pensamientos dejaron de apresurársele, junto con la sangre.
Vio la Luna baja en el cielo. La Luna, y la luz de la Luna. ¿Que venía de dónde? Del sol, naturalmente. ¿Y la luz del sol? Nacía de su propio fuego. Y así seguía el sol, día tras día, con fuego y fuego. El sol y el tiempo. El sol y el tiempo y el fuego. El fuego. El río lo balanceaba suavemente. El fuego. El sol y todos los relojes de la tierra. Todo se unió transformándose en algo muy simple. Luego de haber flotado mucho tiempo en la tierra, y poco tiempo en el río, Montag supo por qué no volvería a quemar.
El sol ardía continuamente. Quemaba el tiempo. El mundo corría describiendo un círculo y giraba sobre su eje, y el tiempo quemaba los años y los hombres, de algún modo. Y si él, Montag, quemaba junto con los bomberos, y el sol quemaba el tiempo, nada quedaría sin quemar.
Alguien tenía que dejar de quemar. No lo haría el sol, ciertamente. Así que, parecía, tendría que ser Montag, y la gente que había trabajado con él hasta hacía unas horas. En alguna parte alguien tendría que empezar a guardar y conservar las cosas, en libros, discos, en la cabeza de la gente, de cualquier manera con tal que estuviesen seguras, libres de polillas, moho y podredumbre, y hombres con fósforos. El mundo estaba lleno de incendios, de todas formas y tamaños. El sindicato de tejedores de telas de amianto tendría que abrir muy pronto sus puertas.
Montag sintió que su talón golpeaba algo sólido, tocaba pedruscos y rocas, rozaba la arena. El río lo había llevado hacia la orilla.
Miró la enorme y negra criatura sin ojos ni luz, informe, sólo una masa de miles de kilómetros de largo, inconmensurable, con bosques y colinas verdes que lo esperaban.
Titubeó antes de dejar aquella tranquilizadora corriente. Temía que el Sabueso estuviese allí. De pronto los árboles comenzarían a agitarse bajo el viento de los helicópteros.
Pero sólo el viento normal del otoño pasaba entre los árboles, como otro río. ¿Por qué no corría por allí el Sabueso? ¿Por qué los cazadores habían dejado las orillas? Montag escuchó. Nada. Nada.
Millie, pensó. Toda esta tierra aquí. Escucha. Nada y nada. Tanto silencio, Millie. Me pregunto qué dirías tú. ¿Gritarías «cállate, cállate»? Millie, Millie.
Millie no estaba aquí, y el Sabueso no estaba aquí, pero el aroma seco del heno que venía de algún campo distante llevó a Montag a tierra. Recordó una granja que había visitado cuando era muy joven. Había descubierto entonces que en alguna parte, detrás de los siete velos de la irrealidad, detrás de las paredes de las salas de recibo y los muros ciudadanos de latón, las vacas pastaban, y los cerdos dormían al sol, en los charcos tibios, y los perros ladraban corriendo detrás de ovejas blancas por las lomas.
Ahora, el aroma seco del heno, el movimiento de las aguas, lo hacían pensar en el heno fresco de un granero solitario, alejado de las ruidosas carreteras, en los fondos de una pacífica granja, y bajo un viejo molino de viento que chirriaba como el paso de los años sobre su cabeza. Se quedaría en el desván del granero toda la noche, escuchando los animales lejanos, los insectos y los árboles, los movimientos minúsculos.
Durante la noche, pensó, oiría quizá bajo el desván el sonido de unos pasos. Se sentaría, sobresaltado. El sonido se perdería a lo lejos. Volvería a acostarse y miraría hacia afuera y vería que en la granja se apagarían las luces, y una mujer muy joven y hermosa se asomaría a una ventana oscura y se trenzaría el cabello. Le costaría verla, pero su rostro sería como el rostro de la muchacha que hacía tanto tiempo, en el pasado, conocía el lenguaje de las nubes y no temía que la quemasen las luciérnagas, y sabía qué significaba una flor de diente de león frotada bajo la barbilla. Luego, la muchacha desaparecería de la ventana y volvería a aparecer en el primer piso, en una habitación iluminada por la Luna. Y entonces, bajo el sonido de la muerte, el sonido de los aviones que cortaban el cielo en dos negros pedazos de horizonte, yacería en el desván, oculto y a salvo, observando aquellas nuevas y raras estrellas en el borde de la tierra, estrellas que huían del suave color del alba.
Y a la mañana no tendría sueño, pues los olores cálidos y las escenas de la noche campesina le habrían quitado todo cansancio y lo habrían hecho dormir con los ojos abiertos, y la boca que esbozaba una sonrisa.
Y allí, al pie de la escalera del desván, esperándolo, estaría aquella cosa increíble. Descendería cuidadosamente, en la luz rosada del amanecer, sintiendo tan intensamente el mundo que tendría miedo, y se detendría junto al pequeño milagro, y al fin se inclinaría y lo tocaría.
Un vaso de leche fresca y unas pocas peras y manzanas esperaban al pie de la escalera.
Eso era todo lo que deseaba ahora. Una señal que le dijese que el mundo inmenso lo aceptaba y le dejaba tiempo para pensar en todas las cosas que debía pensar.
Un vaso de leche, una manzana, una pera.
Montag salió del río.
La tierra se lanzó hacia él, como la ola de un maremoto. Montag fue aplastado por la oscuridad, la visión de la tierra y el millón de olores de aquel aire que le helaba el cuerpo. Cayó hacia atrás empujado por un frente de oscuridad, sonido y olor que le silbaba en los oídos. El mundo giró a sus pies. Las estrellas caían sobre él como encendidos meteoros. Sintió deseos de arrojarse otra vez al río y dejarse ir aguas abajo hasta un sitio seguro. Esa tierra oscura que se alzaba ante él le recordaba aquel día de su infancia, cuando se bañaba en el mar, y de pronto, de alguna parte, vino la ola más grande en la historia de sus recuerdos, envolviéndolo en barro salado y sombras verdes, con un agua que le quemaba en la garganta y la nariz, dándole náuseas y obligándolo a gritar: ¡Demasiada agua!
Demasiada tierra.
De la pared oscura que se extendía ante él surgió un murmullo. Una forma. En la forma, dos ojos. La noche, que lo miraba. El bosque, que lo veía.
¡El Sabueso!
Luego de la huida, la carrera, el sudor y la zambullida en el río, luego de haber llegado tan lejos, de haberse esforzado tanto, creerse a salvo, suspirar con alivio y salir a la orilla, encontrar sólo...
¡El Sabueso!
Montag emitió un último grito de agonía, como si aquello fuese demasiado para un solo hombre.
La forma estalló desapareciendo. Los ojos se borraron. Las hojas amontonadas en el suelo se alzaron como un rocío seco.
Montag estaba solo en medio del campo.
Un ciervo. Montag respiró aquel pesado almizcle, como un perfume mezclado con sangre, y el resinoso aliento del animal, de cardamomo, musgo y malezas, en esa noche inmensa en que los árboles corrían hacia él, se apartaban, corrían, se apartaban, junto con el corazón, que le latía en los ojos.
Había un billón de hojas en el suelo. Montag vadeó las hojas como un río seco que olía a especias calientes y polvo tibio. ¡Y los otros olores! De la tierra entera surgía un olor a patata cortada, fresco y húmedo y blanco, pues la Luna la iluminaba casi toda la noche. Había un olor a botella de salmuera y un olor a perejil en una fuente. Había un olor débil y amarillo, como el de un frasco de mostaza. Había un olor a claveles que venía del jardín de la casa de al lado. Montag bajó la mano y sintió que una planta se alzaba hacia él, como un niño, y lo rozaba con suavidad. Los dedos le olían a regaliz.
Montag se quedó allí, inmóvil, aspirando, y cuanto más aspiraba los olores de la tierra, más lo colmaba la riqueza de la tierra. No se sentía vacío. Había allí más que suficiente para que no se sintiese vacío. Habría siempre más que suficiente.
Montag entró en aquel bajo océano de hojas, tambaleándose.
Y en medio de aquel mundo extraño, algo familiar.
Tropezó y se oyó una vibración sorda.
Montag tocó el suelo con la mano, un metro hacia este lado, un metro hacia este otro.
Las vías del ferrocarril.
Las vías que salían de la ciudad y cruzaban oxidadas el campo, los bosques, ahora desiertos, las tierras junto al río.
Éste era su camino, fuese a donde fuese ahora. Este era el objeto familiar, el talismán mágico que necesitaría durante un tiempo, que necesitaría tocar, sentir bajo los pies mientras caminaba entre las zarzas y aquellos lagos donde olía, sentía y tocaba; entre los murmullos y la lenta caída de las hojas.
Montag caminó entre los rieles.
Y le sorprendió estar tan seguro, repentinamente, de algo que no podía probar.
Una vez, hacía mucho, Clarisse había caminado por allí, por donde él caminaba ahora.
Media hora después, con frío, mientras caminaba con cuidado por los rieles, totalmente consciente del cuerpo, la cara, la boca, los ojos colmados de oscuridad, los oídos colmados de sonido, las piernas cubiertas de picaduras de espinas y ortigas, Montag vio el fuego.
El fuego desapareció y volvió como un guiño. Montag se detuvo, temiendo apagarlo con su aliento. Pero el fuego estaba allí, aunque distante, y Montag fatigado se acercó a él. Tardó por lo menos un cuarto de hora en acercarse de veras, y luego se quedó mirándolo desde las sombras. Aquel leve movimiento, el color rojo y blanco; un fuego extraño, pues significaba para él algo nuevo y distinto.
No quemaba, calentaba.
Montag vio muchas manos que buscaban ese calor, manos sin brazos, que se ocultaban en la oscuridad. Sobre las manos, caras inmóviles que sólo la luz del fuego animaba, movía, agitaba. Montag no había pensado nunca que el fuego pudiese dar, y no sólo tomar. Hasta el olor era diferente.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí, inmóvil, pero tenía la sensación, tonta y sin embargo deliciosa, de que era un animal que había venido del bosque, atraído por el fuego. Era un ser salvaje, de ojos húmedos, con piel y hocico y cascos, un ser con cuernos, y sangre que tenía el olor del otoño. Montag se quedó allí mucho tiempo, escuchando el cálido chisporroteo de las llamas.
Había silencio alrededor de aquel fuego, el silencio de las caras de los hombres, y había tiempo allí, tiempo para sentarse junto a estos rieles oxidados, bajo los árboles, y mirar el mundo, y hacerlo girar con los ojos, como si su centro fuese esta hoguera, un eje de acero que estos hombres sostenían. Pero no sólo el fuego era diferente. También el silencio. Montag se acercó a ese silencio especial que parecía armonizar con el mundo.
Y luego se alzaron las voces, y las voces hablaban, y Montag no podía oír qué decían, pero los sonidos subían y bajaban, serenamente, y las voces tocaban el mundo y lo miraban; las voces conocían la tierra y los árboles y la ciudad que se extendía vía abajo, junto al río. Las voces hablaban de todo. Al oír la cadencia, el movimiento y el continuo estremecimiento de curiosidad y maravilla de aquellas voces, Montag supo que podían hablar de cualquier cosa.
Y entonces uno de los hombres alzó los ojos y lo vio, por primera o por séptima vez, y una voz le dijo a Montag:
—Muy bien, ya puede salir ahora.
Montag retrocedió hacia las sombras.
—Todo está bien —dijo la voz—. Bienvenido.
Montag se acercó lentamente al fuego y a los cinco viejos que estaban allí, sentados, con pantalones azules y chaquetas y camisas del mismo color. No sabía qué decirles.
—Siéntese —dijo el hombre que parecía ser el jefe—. ¿Un poco de café?
Montag observó como vertían el líquido humeante y oscuro en una taza de estaño. Bebió lentamente y sintió que todos lo miraban con curiosidad. Se le quemaron los labios, pero no le importó. Todas las caras de alrededor tenían barba, unas barbas limpias y bien cortadas, y las manos eran también limpias. Se habían puesto de pie, como para dar la bienvenida a un huésped, y ahora habían vuelto a sentarse. Montag bebió el último sorbo.
—Gracias —dijo—. Muchas gracias.
—Bienvenido, Montag. Me llamo Granger. —El hombre le ofreció una botella de líquido incoloro—. Beba esto también. Le cambiará la composición química del sudor. Dentro de media hora usted olerá como otras dos personas. Con el Sabueso detrás de usted, lo mejor es un brindis.
Montag bebió aquel líquido amargo.
—Olerá un tiempo a gato mojado —dijo Granger—, pero no importa.
—Usted me conoce —dijo Montag.
Granger, con un movimiento de cabeza, señaló un aparato portátil de televisión junto al fuego.
—Seguimos la cacería. Imaginamos que había ido hacia el sur, a lo largo del río. Cuando oímos que andaba por el bosque, parecido a un duende borracho, no nos escondimos como de costumbre. Las cámaras de los helicópteros volvieron a enfocar la ciudad y supusimos que usted se había metido en el río. Pasa algo gracioso allá. La cacería sigue aún. Aunque por otro camino.
—¿Otro camino?
—Miremos.
Granger encendió el aparato portátil. La imagen en la pantalla era una pesadilla, condensada, que pasaba fácilmente de mano en mano, en el bosque, con colores y vuelos confusos. Una voz gritó:
—¡La caza continúa en el norte de la ciudad! ¡Los helicópteros de la policía convergen hacia la avenida 87 y el parque de los Olmos!
Granger asintió con la cabeza.
—Están fingiendo. Perdieron la pista en el río. No pueden admitirlo. Saben que no pueden mantener mucho tiempo el interés de los espectadores. La función va a terminar en seguida, ¡rápido! Si siguen buscando en el condenado río, pasará toda la noche. Con un chivo expiatorio terminarán de una vez. Atención. Cazarán a Montag en los próximos cinco minutos.
—Pero cómo...
—Atención.
La cámara, desde el vientre de un helicóptero, enfocó una calle vacía.
—¿Ve eso? —murmuró Granger—. Ahora aparecerá usted. Justo en el extremo de esa calle está nuestra víctima. Mire cómo se acerca la cámara. Prepara la escena. Suspenso. Inmovilidad. En este momento un pobre hombre ha salido a dar una caminata. Un individuo singular. Una rareza. La policía no ignora las costumbres de estos hombres, seres que se pasean de madrugada sin ningún motivo, simplemente para vencer el insomnio. Lo vienen observando desde hace meses, años. Nunca se sabe cuándo habrá que recurrir a esa información. Y hoy al fin ha llegado el día, y será muy útil por cierto. Salvará las apariencias. Oh, Dios, ¡miren!
Los hombres sentados junto al fuego se inclinaron hacia adelante.
En la pantalla, un hombre dobló una esquina. El Sabueso Mecánico irrumpió de pronto en la escena. Las luces de los helicópteros lanzaron una docena de brillantes pilares que enjaularon al hombre.
Una voz gritó:
—¡Allí está Montag! ¡La búsqueda ha terminado!
El hombre inocente se detuvo, sorprendido, con un cigarrillo encendido en la mano. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber de qué se trataba. Nunca lo había sabido quizá. Alzó los ojos al cielo, donde gemían las sirenas. La cámara descendió rápidamente. El Sabueso saltó en el aire. Fue un salto rítmico y regular, increíblemente hermoso. Surgió la aguja, y se quedó allí, en el aire, suspendida un momento, como para que el auditorio no perdiera detalle de la escena: el rostro inexpresivo de la víctima, la calle desierta, el animal de acero: una bala apuntada hacia su blanco.
—¡Montag, no se mueva! —gritó una voz desde el cielo.
La cámara cayó sobre la víctima, junto con el Sabueso. Ambos la alcanzaron simultáneamente. La víctima fue tomada por la cámara y el Sabueso como entre las patas enormes de una araña. El hombre gritó. Gritó. ¡Gritó!
Oscuridad.
Silencio.
Montag gritó en el silencio, dándose vuelta.
Silencio.
Los hombres se quedaron sentados alrededor del fuego, con rostros inexpresivos, y luego de un rato, una voz dijo en la pantalla oscurecida:
—La persecución ha terminado. Montag ha muerto. Un crimen contra la sociedad ha tenido su castigo.
Oscuridad.
—Pasaremos ahora al Salón Celestial del Hotel Lux, en el programa de «Media hora antes del alba», que...
Granger apagó el aparato.
—No enfocaron bien la cara del hombre. ¿Lo notó? Ni sus mejores amigos podrán afirmar que no era usted. Lo mostraron de un modo confuso, dejando margen suficiente a la imaginación. Demonios —murmuró—. Demonios.
Montag no dijo nada, pero, vuelto otra vez hacia el aparato, clavaba los ojos en la pantalla desierta, estremeciéndose.
Granger le tocó el brazo.
—Bienvenido de entre los muertos. —Montag hizo un signo afirmativo. Granger continuó—: Le voy a presentar a todos. Éste es Fred Clement, antiguo ocupante de la cátedra Thomas Hardy, en Cambridge, antes de que se transformase en la Escuela de Ingeniería Atómica. Este otro es el doctor Simmons, especialista en Ortega y Gasset. El profesor West, aquí presente, era una autoridad en ética, materia ahora abandonada, en la Universidad de Columbia. El reverendo Pandover, que hace unos treinta años dio unas conferencias y entre un domingo y otro perdió todo su rebaño, a causa de sus puntos de vista. Está haraganeando con nosotros desde hace un tiempo. En cuanto a mí, he escrito un libro titulado Los dedos en el guante. Estudio de la relación entre el individuo y la sociedad, ¡y aquí estoy! Bienvenido, Montag.
—Yo no soy como ustedes —dijo Montag al fin, lentamente—. He sido un idiota toda mi vida.
—Estamos acostumbrados a eso. Todos hemos cometido los mismos y adecuados errores, o no estaríamos aquí. Cuando vivíamos como individuos aislados, todo lo que teníamos era rabia. Golpeé a un bombero cuando vino a quemar mi biblioteca, hace años. He estado ambulando desde entonces. ¿Quiere unirse a nosotros, Montag?
—Sí.
—¿Qué puede ofrecernos?
—Nada. Pensé que sabía una parte del Eclesiastés y quizá un poco de la Revelación, pero no me acuerdo ni siquiera de eso.
—El libro del Eclesiastés sería realmente magnífico. ¿Dónde lo tenía?
Montag se tocó la cabeza.
—Aquí.
—Ah —Granger sonrió, asintiendo.
—¿Qué pasa? ¿No está bien? —dijo Montag.
—Mejor que bien, perfecto. —Granger se volvió hacia el reverendo—. ¿Tenemos un libro del Eclesiastés?
—Uno. Un hombre llamado Harris, en Yougstown.
—Montag —Granger tomó firmemente el hombro de Montag—. Camine con cuidado. Cuide su salud. Si algo le ocurre a Harris, usted será el Eclesiastés. ¡Advierta qué importancia ha adquirido usted en este último minuto!
—¡Pero me he olvidado!
—No, nada se pierde. Tenemos métodos para sacarle lo que sea.
—¡Pero he tratado ya de recordar!
—No trate. Saldrá a la luz cuando sea necesario. Todos tenemos una memoria fotográfica, pero nos pasamos la vida aprendiendo a olvidar. Simmons, aquí presente, se ha ocupado del asunto durante más de veinte años. Con la ayuda de su método podemos acordarnos de cualquier cosa que hayamos leído una vez. ¿Le gustaría, Montag, leer algún día La República de Platón?
—¡Por supuesto!
—Yo soy La República de Platón. ¿Le gustaría leer a Marco Aurelio? El señor Simmons es Marco Aurelio.
—¿Cómo está usted? —dijo el señor Simmons.
—Hola —dijo Montag.
—Quiero presentarle también a Jonathan Swift, autor de ese malvado libro político, ¡Los viajes de Gulliver! Y este otro señor es Charles Darwin, y este otro es Schopenhauer, y éste Einstein, y éste que está a mi lado el señor Albert Schweitzer, un filósofo muy amable por cierto. Aquí estamos todos, Montag. Aristófanes, y Mahatma Gandhi y Gautama Buda, y Confucio y Thomas Love Peacock y Thomas Jefferson y el señor Abraham Lincoln, si gusta. Somos también Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Todos rieron calladamente.
—No puede ser —dijo Montag.
—Es —replicó Granger con una sonrisa—. Somos quemadores de libros también. Los leemos y los quemamos, temiendo que los descubran. Los microfilms no sirven. Viajamos continuamente. Tendríamos que enterrar las películas y volver a buscarlas. Y siempre podrían sorprendernos. Mejor guardar los libros en las viejas cabezotas, donde nadie puede verlos o sospechar su existencia. Somos trozos de fragmentos de historia, y literatura, y derecho internacional, y Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo. Es tarde. Y la guerra ha comenzado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su vieja túnica de mil colores. ¿Qué piensa usted, Montag?
—Pienso que estaba ciego con mis métodos: poner libros en las casas de los bomberos y después dar la alarma.
—Hizo usted lo que tenía que hacer. Llevado a una escala nacional, hubiese dado un resultado maravilloso. Pero nuestro método es más simple, y, creemos, mejor. Sólo pretendemos conservar los conocimientos imprescindibles, intactos y a salvo. No queremos por ahora incitar las iras de nadie. Pues si nos destruyen, el conocimiento muere con nosotros, quizá para siempre. Somos ciudadanos modelos, a nuestro modo. Caminamos por los viejos rieles, dormimos de noche en las colinas, y la gente de las ciudades nos deja en paz. Nos detienen y registran a veces, pero de nada pueden acusarnos. La organización es flexible, fragmentaria y dispersa. Algunos nos hemos cambiado la cara o las impresiones digitales con ayuda de la cirugía. En este preciso momento nuestra tarea es horrible. Estamos esperando a que estalle la guerra, y que, con la misma rapidez, llegue a su fin. No es nada agradable, pero no gobernamos las cosas. Somos la rara minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra termine, quizá podamos ser útiles al mundo.
—¿Creen ustedes que los escucharán entonces?
—Si no, sólo nos quedará esperar. Les pasaremos los libros a nuestros niños, de viva voz, y ellos esperarán a su vez y se los pasarán a otras gentes. Mucho se perderá de ese modo, es cierto. Pero no se puede obligar a la gente a que escuche. Se acercarán a nosotros cuando llegue la hora, cuando se pregunten qué ha pasado y por qué el mundo estalló en pedazos. No puede tardar mucho.
—¿Cuántos son ustedes?
—Miles en los caminos, las vías de ferrocarril abandonadas. Vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro. No lo planeamos en un principio. Siempre había alguien que quería recordar un libro, y así lo hacía. Luego, después de veinte años, nos encontramos, fuimos de un lado a otro, unimos los hilos sueltos, e ideamos un plan. No debíamos olvidar lo más importante: no éramos importantes. Debíamos evitar toda pedantería. No debíamos sentirnos superiores a nadie en el mundo. No éramos más que cubiertas protectoras de libros; ése era nuestro único significado. Algunos de nosotros viven en pueblos. El capítulo primero de Walden de Thoreau en Green River; el capítulo segundo en Willow Farm, Maine. Hasta hay una aldea en Maryland, de veintisiete habitantes, que es los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Ninguna bomba tocará esa aldea. Uno puede, casi, tomarla en la mano, y pasar las páginas, tantas páginas por persona. Y cuando la guerra termine, algún día, algún año, podrán escribirse los libros otra vez; se llamará a la gente, una a una, para que recite lo que sabe, y los guardaremos impresos hasta que llegue otra Edad de las Tinieblas, y tengamos que rehacer enteramente nuestra obra. Pero eso es lo maravilloso en el hombre; nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo. Sabe muy bien que su obra es importante y valiosa.
—¿Qué haremos hoy, esta noche? —les preguntó Montag.
—Esperar —dijo Granger—. Y caminar un poco río abajo, por si acaso.
Comenzó a arrojar polvo y basura al fuego. Los otros hombres ayudaron, y Montag ayudó, y allí en medio del campo, todos los hombres se movieron para apagar el fuego, juntos.
*
Se detuvieron junto al río, a la luz de las estrellas.
Montag miró la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las cinco de la mañana. Otro año pasaba en una sola hora, y el alba esperaba más allá de la lejana orilla del río.
—¿Por qué confían en mí? —preguntó Montag.
Un hombre se movió en la sombra.
—Basta mirarlo. No se ha visto usted en un espejo últimamente. Además, la ciudad nunca pensó en organizar una verdadera cacería. Unos pocos mentecatos con versos en la cabeza no pueden hacer daño a la gente de la ciudad. Ellos lo saben y nosotros también. Todo el mundo lo sabe. Mientras a la mayoría de la población no se le ocurra empezar a citar la Constitución y la Carta Magna, todo andará bien. Basta para eso con la vigilancia de los bomberos. No, las ciudades no nos molestan. Y usted tiene un aspecto de todos los diablos.
Caminaron a lo largo del río, rumbo al sur. Montag trataba de ver las caras de los hombres, las viejas caras que el fuego había iluminado, cansadas y arrugadas. Buscaba una luz, una resolución, un triunfo sobre el futuro, algo que, aparentemente, no estaba allí. Quizá había esperado que aquellas caras ardiesen y brillasen, encendidas por el conocimiento, resplandecientes como linternas, con una luz interior. Pero la luz que había visto antes era la del fuego, y estos hombres no eran diferentes de cualquier otro que hubiese recorrido un largo camino, realizado una larga búsqueda, visto las cosas buenas destruidas y ahora, muy tarde, se uniese a sus semejantes para esperar el fin de la fiesta y ver cómo se apagaban las lámparas. No podían asegurar que las cosas que llevaban en la cabeza diesen a todo futuro amanecer una luz más pura, no estaban seguros de nada, salvo de que los libros estaban archivados detrás de los ojos serenos, que los libros estaban esperando, con los cuadernillos sin abrir, a los clientes que quizá viniesen años más tarde, algunos con manos limpias, y otros con manos sucias.
Montag miró de soslayo a uno y otro mientras caminaban.
—No juzgue a un libro por su cubierta —dijo alguien.
Todos se rieron quedamente, siguiendo el curso del río.
Se oyó un chillido y los aviones de la ciudad desaparecieron sobre la cabeza de los hombres antes de que éstos alzaran la vista. Montag se volvió hacia la ciudad. Allá abajo, en el río, era ahora un débil resplandor.
—Mi mujer está allí.
—Lo siento. Las ciudades no serán nada bueno en los próximos días —dijo Granger.
—Es raro, no la extraño. No siento en realidad casi nada de nada —dijo Montag—. Creo que ni siquiera la muerte de mi mujer podría entristecerme. No está bien. Algo malo me pasa.
—Escuche —dijo Granger tomándolo por el brazo y caminando con él, apartando los matorrales para que pasara—. Mi abuelo murió cuando yo era niño. Era escultor. Era además un hombre muy bondadoso, dispuesto a querer a todo el mundo. Ayudaba a limpiar la casa de vecindad, hacía juguetes para los niños, y un millón de cosas. Tenía siempre las manos ocupadas. Y cuando murió, comprendí que yo no lloraba por él, sino por todas las cosas que hacía. Lloraba porque nunca volvería a hacerlas. Nunca volvería a labrar otro trozo de madera, ni nos ayudaría a criar palomas y pichones en el patio, ni tocaría el violín de aquel modo, ni nos contaría aquellos chistes. Era parte de nosotros, y, cuando murió, todos los actos se detuvieron, y nadie podía reemplazarlo. Era un individuo. Era un hombre importante. Nunca pensé en su muerte. Sí en cambio en todos los objetos labrados que nunca nacieron a causa de esa muerte. Cuántas bromas faltan ahora en el mundo, cuántas palomas que sus manos nunca tocaron. Mi abuelo modelaba el mundo. Hacía cosas en el mundo. Con su muerte el mundo perdió diez millones de actos hermosos.
Montag siguió caminando en silencio.
—Millie, Millie —suspiró—. Millie.
—¿Qué?
—Mi mujer, mi mujer. Pobre Millie, pobre, pobre Millie. No recuerdo nada. Pienso en sus manos, pero no hacen nada. Sólo le cuelgan a los costados, o le descansan en el regazo, o sostienen un cigarrillo. Eso es todo.
Montag se volvió y echó una mirada a la ciudad.
¿Qué le diste a la ciudad, Montag?
Cenizas.
¿Qué le dieron los otros?
Nada.
Granger miró junto con Montag.
—Todos deben dejar algo al morir, decía mi abuelo. Un niño o un libro o un cuadro o una casa o una pared o un par de zapatos. O un jardín. Algo que las manos de uno hayan tocado de algún modo. El alma tendrá entonces a donde ir el día de la muerte, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, allí estará uno. No importa lo que se haga, decía, mientras uno cambie las cosas. Así, después de tocarlas, quedará en ellas algo de uno. La diferencia entre un hombre que sólo corta el césped y un jardinero depende del uso de las manos, decía mi abuelo. La cortadora de césped pudo no haber estado allí; el jardinero se quedará en el jardín toda una vida. —Granger movió una mano—. Mi abuelo me mostró unas películas tomadas desde un cohete V-2 hace medio siglo. ¿Vio usted alguna vez el hongo atómico desde trescientos kilómetros de altura? Es un pinchazo de alfiler, nada. Con el campo alrededor.
»Mi abuelo pasó una docena de veces ese film, y pensó que algún día las ciudades deberían abrirse un poco más y dejar entrar la vegetación y el campo. La gente recordaría que aún quedaba un poco de espacio en la tierra, y que podía sobrevivir en ese campo, que devuelve lo que se le da, tan fácilmente como si nos echara el aliento o nos mostrara el mar para decirnos que no somos tan grandes. Si olvidamos qué cerca está el campo de noche, decía mi abuelo, algún día vendrá a recordarnos su terrible realidad. ¿Comprende? El abuelo murió hace muchos años, pero si usted mira dentro de mi cabeza, por Dios, en las circunvoluciones del cerebro verá las huellas digitales del pulgar del abuelo. El abuelo me tocó una vez. Como dije antes era escultor: «Odio a un romano llamado Status Quo» me decía. «Llénate los ojos de asombro, vive como si fueses a morir en los próximos diez segundos. Observa el universo. Es más fantástico que cualquier sueño construido o pagado en una fábrica. No pidas garantías, no pidas seguridad, nunca hubo un animal semejante. Y si alguna vez lo hubo, debe de ser pariente del perezoso, que se pasa los días cabeza abajo, colgado de una rama, durmiendo toda la vida. Al diablo con eso» decía. «Sacude el árbol, y que el perezoso caiga de cabeza.»
—¡Mire! —gritó Montag.
Y la guerra comenzó y terminó en ese instante.
Más tarde, los hombres que rodeaban a Montag no pudieron decir si había habido algo realmente. Quizá una luz y un movimiento en el cielo. Quizá los bombarderos habían estado allí, y los cazas, a diez kilómetros, a cinco kilómetros, a un kilómetro de altura, durante un único instante, como semilla arrojada en el cielo por la mano de un gigantesco sembrador, y los bombarderos pasaron, terriblemente veloces, y repentinamente lentos, sobre la ciudad en sombras. El bombardeo concluyó, indudablemente, una vez que los cazas avistaron el objetivo y alertaron a los bombarderos a ocho mil kilómetros por hora. La guerra sólo había sido el rápido susurro de una guadaña. Una vez descargadas las bombas, nada quedaba por hacer. Ahora, tres segundos más tarde, en lo que era todo el tiempo de la historia, antes de que las bombas tocasen el suelo, las naves enemigas ya habían dado media vuelta al mundo, como balas en las que el isleño salvaje no puede creer pues son invisibles, y sin embargo el corazón estalla repentinamente, y los cuerpos vuelan en pedazos sueltos, y la sangre se sorprende de verse libre y en el aire; el cerebro derrocha sus escasos y preciosos recuerdos y, perplejo, muere.
No podía creerse. No había sido más que un gesto. Montag vio el enorme puño de metal, que se había alzado sobre la ciudad lejana, y supo que en seguida oiría el chillido de las turbinas. El chillido diría, luego del acto: desintegraos, que no quede piedra sobre piedra, pereced. Morid.
Montag sostuvo las bombas en el cielo durante un único momento, extendiendo desesperadamente las manos.
—¡Corra! —le gritó a Faber—. ¡Corre! —a Clarisse—. ¡Vete, escápate! —a Mildred. Pero Clarisse, recordó, había muerto. Y Faber había dejado la ciudad. Allí, por alguno de los valles profundos, el autobús de las cinco de la mañana corría de una desolación a otra. Aunque la desolación no había llegado aún (estaba todavía en el aire), ya no tardaría mucho. Antes de que el autobús hubiese recorrido otros cincuenta metros, su destino no tendría sentido, y su punto de partida dejaría de ser una metrópolis para transformarse en un montón de escombros.
Y Mildred...
¡Huye, corre!
Montag la vio en su cuarto de hotel, en alguna parte, en ese medio segundo en que las bombas estaban a un metro, a treinta centímetros, a un centímetro del edificio. La vio inclinada hacia las brillantes paredes de colores donde la familia le hablaba, donde la familia parloteaba y charlaba y pronunciaba su nombre, y le sonreía y no le decía nada de la bomba que estaba a un centímetro, a medio centímetro, a un cuarto de centímetro del techo del hotel. Mildred se inclinaba hacia la pared como si el ansia de mirar pudiera ayudarla a encontrar el secreto de su agitado insomnio. Mildred se inclinaba ansiosamente, nerviosa, como si quisiera hundirse, perderse, caer en aquel inmenso torbellino de colores, como si quisiera ahogarse en su brillante felicidad.
La primera bomba alcanzó su objetivo.
—¡Mildred!
Quizá —pero ¿quién podía saberlo?—, quizá las grandes estaciones transmisoras, con sus rayos de color, luz, palabras y charla fueron lo primero en desaparecer.
Montag, arrojándose al suelo, cayendo hacia adelante, vio o sintió, o imaginó que veía o sentía, cómo las paredes se oscurecían ante Millie; y escuchó su grito, pues en esa millonésima fracción de tiempo que todavía quedaba, Mildred vio su rostro reflejado en la pared, en un espejo, no en una esfera de cristal, y era aquél un rostro tan tristemente vacío, tan solo en el cuarto, tan sin ataduras —satisfacía su hambre devorándose a sí mismo—, que Mildred al fin se reconoció y alzó rápidamente los ojos al cielo raso, mientras éste y todo el hotel se derrumbaban sobre ella, arrastrándola con un millón de kilos de ladrillos, metales, yeso y madera, a reunirse con la gente que vivía en los cubículos inferiores, todos en camino hacia el sótano donde la explosión se libraría de ellos con su propio e insensato método.
Recuerdo, se dijo Montag apretado contra la tierra. Recuerdo. Chicago hace mucho tiempo. Millie y yo. Allí nos conocimos. Recuerdo ahora. Chicago. Hace mucho tiempo.
La explosión golpeó el aire sobre el río, derribó a los hombres como una fila de piezas de dominó, alzó el agua en cortinas de espuma, alzó el polvo, e hizo que los árboles se quejasen agitados por un viento que pasaba hacia el sur. Montag se encogió, empequeñeciéndose, con los ojos cerrados. Parpadeó una vez. Y en ese instante vio la ciudad, en vez de las bombas, en el cielo. Se habían desplazado mutuamente. Durante otro de esos imposibles instantes la ciudad se alzó, reconstruida e irreconocible, más alta de lo que había esperado o intentado ser, más alta que las construcciones del hombre, erigida al fin en gotas de cemento y chispas metálicas, como un mural similar a un alud invertido, de un millón de colores, de un millón de rarezas, con una puerta donde debía abrirse una ventana, con un techo en el lugar de los cimientos, con un costado por fondo. Y luego la ciudad giró sobre sí misma, y cayó, muerta.
El sonido de esa muerte llegó más tarde.
Montag, tendido en el suelo con los ojos cerrados por el polvo, un fino y húmedo cemento de polvo en la boca cerrada, jadeando y llorando, pensó otra vez. Recuerdo. Recuerdo. Recuerdo algo más. ¿Qué es? Sí, sí, parte del Eclesiastés. Parte del Eclesiastés y la Revelación. Parte de aquel libro, una parte. Rápido, rápido ahora, antes de que se borre, antes de que la conmoción desaparezca, antes de que muera el viento. El libro del Eclesiastés. Aquí está. Se lo recitó a sí mismo en silencio. Echado cara abajo sobre la tierra temblorosa, repitió sin esfuerzo las palabras, una y otra vez, y eran perfectas y no aparecía el dentífrico Denham por ninguna parte. Sólo estaba allí el predicador, de pie en su mente, mirándolo...
—Ya pasó —dijo una voz.
Los hombres jadeaban como peces sobre la hierba. Se apretaban contra el suelo como niños que no quieren soltar las cosas familiares, no importa que estén frías o muertas, no importa qué haya ocurrido o pueda ocurrir. Clavaban los dedos en el polvo, y gritaban para que no se les rompieran los tímpanos, para conservar la cordura, con las bocas abiertas. Montag gritó con ellos, como una protesta contra el viento que les arrugaba las caras y les torcía las bocas y les hacía sangrar las narices.
Montag observó el polvo que volvía a depositarse en el suelo y oyó el enorme silencio que cubría el mundo. Y allí, acostado, le pareció que veía todas las motas de polvo, y todas las briznas de hierba, y escuchaba todos los llantos, gritos y murmullos que recorrían el mundo. El silencio cayó sobre aquel polvo matizado, junto con el ocio que los hombres necesitaban para mirar alrededor, para conservar en la mente la realidad de aquel día.
Montag miró el río. Caminaremos junto al río. Miró las viejas vías del ferrocarril. O marcharemos por las carreteras ahora, y tendremos tiempo de aprender cosas nuevas. Y algún día, cuando estas cosas lleven un tiempo con nosotros, saldrán a nuestras bocas o nuestras manos. Y muchas de esas cosas no servirán, pero sí otras, y en número suficiente. Comenzaremos a marchar hoy mismo, y veremos el mundo, y cómo el mundo se pasea y habla, y cómo es realmente. Quiero verlo todo ahora. Y aunque nada de esto me pertenezca, mientras lo miro pasará el tiempo, y se irá depositando en mí, y al fin todo será yo mismo. Mira el mundo allí fuera, Dios mío, Dios mío, míralo allí fuera, fuera de mí, más allá de mi cara. Sólo hay un modo de tocarlo: hacerlo finalmente mío, metérmelo en la sangre, donde latirá diez veces, diez mil veces en un día. Lo tendré siempre conmigo para que nunca se me escape. Lo tendré conmigo algún día. Por ahora lo he rozado con la punta de los dedos. Es un comienzo.
El viento murió.
Los otros hombres yacían aún, en el borde gris del sueño, no preparados todavía para levantarse e iniciar las obligaciones cotidianas, los fuegos y las comidas, la interminable tarea de adelantar un pie y otro pie, una mano y otra mano. Los hombres yacían agitando las pestañas polvorientas. Uno podía oír cómo respiraban con rapidez, y luego más lentamente, más lentamente...
Montag se sentó.
No llegó a ponerse de pie sin embargo. Los otros hombres hicieron lo mismo. El sol rozaba el horizonte negro con un dedo levemente rojizo. El aire era frío, y olía a lluvia.
En silencio, Granger se incorporó, extendió brazos y piernas, maldiciendo, maldiciendo una y otra vez en voz baja, el rostro bañado en lágrimas. Se arrastró hasta el río y miró aguas arriba.
—Arrasada —dijo al fin—. La ciudad parece un poco de levadura. Ha bajado. —Y tiempo después preguntó—: ¿Cuántos sabían lo que iba a ocurrir? ¿Cuántos fueron los sorprendidos?
Y en el resto del mundo, pensó Montag, ¿cuántas otras ciudades murieron? ¿Y cuántas aquí en nuestro país? ¿Cien, un millar?
Alguien encendió un fósforo y lo acercó a un trozo de papel que sacó del bolsillo, y metió el papel bajo unas hierbas y hojas, y luego añadió unas ramitas que estaban húmedas y chisporroteaban, pero que al fin comenzaron a arder, y el fuego creció en la mañana temprana mientras el sol subía en el cielo, y los hombres, cabizbajos, se volvían lentamente y dejaban de mirar aguas arriba y se acercaban al fuego, sin saber qué decir, y el sol les coloreaba las nucas.
Granger desplegó un papel encerado con un poco de tocino.
—Comeremos un poco. Después iremos aguas arriba. Allá pueden necesitarnos.
Alguien sacó una sartén pequeña y pusieron la sartén y el tocino al fuego. Luego de un rato el tocino comenzó a agitarse y bailar en la sartén, y el chisporroteo llenó con su aroma el aire de la mañana. Los hombres asistían silenciosos al ritual.
Granger miró el fuego.
—Fénix.
—¿Qué?
—Había un tonto y condenado pájaro antes de Cristo llamado Fénix. Cada tantos centenares de años construía una pira y se arrojaba a las llamas. Debió de haber sido primo hermano del hombre. Pero cada vez que se quemaba a sí mismo, surgía intacto de las cenizas, volvía a nacer. Y parece ahora como si estuviésemos haciendo lo mismo, una y otra vez; pero sabemos algo que Fénix nunca supo. Sabemos qué tonterías hemos hecho. Conocemos todas las tonterías que hemos hecho en estos últimos mil años, y mientras no lo olvidemos, mientras lo tengamos ante nosotros, es posible que un día dejemos de preparar la pira funeraria y de saltar a ella. En cada generación seremos unos pocos más para recordar.
Granger sacó la sartén del fuego y esperó a que el tocino se enfriara y luego todos comieron, lenta, pensativamente.
—Bueno, vamos río arriba —dijo Granger—. Y no olviden esto. Ustedes no son importantes, no son nadie. Algún día nuestra carga puede ser una ayuda. Pero recuerden que cuando teníamos los libros a mano, hace mucho tiempo, no utilizábamos lo que ellos nos daban. Continuamos con nuestros insultos a los muertos. Continuamos escupiendo sobre las tumbas de todos los desgraciados que murieron antes que nosotros. Encontraremos a muchos solitarios la semana próxima, y el mes próximo, y el año próximo. Y cuando esa gente nos pregunte qué hacemos, podemos responder: recordamos. Así triunfaremos en última instancia. Y algún día recordaremos tanto que construiremos la más grande excavadora de la historia y cavaremos la tumba más grande de todos los tiempos y echaremos allí la guerra, y cubriremos la tumba. Vamos. Construiremos ante todo una fábrica de espejos, y durante un año no haremos más que espejos, y nos miraremos largamente.
Los hombres terminaron de comer y apagaron el fuego. El día brillaba alrededor como si hubiesen alimentado una lámpara. Los pájaros que habían huido rápidamente volvían ahora a los árboles.
Montag echó a caminar, y luego de un rato descubrió que los otros se habían retrasado. Se detuvo, sorprendido, y se apartó para dejar pasar a Granger, pero Granger lo miró y con un movimiento de cabeza le indicó que no se detuviera. Montag siguió adelante. Miró el río y el cielo y los rieles oxidados que retrocedían hacia las granjas, con sus graneros repletos, a donde había ido mucha gente, durante la noche, alejándose de la ciudad. Más tarde, dentro de un mes o seis meses, por lo menos antes de un año, volvería a caminar por aquí, solo, y seguiría caminando hasta unirse a ellos.
Pero ahora había que caminar toda la mañana hasta el mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y muchas cosas que recordar. Quizá más tarde en la mañana, cuando el sol estuviese alto y los hubiese calentado, comenzarían a hablar, o a recitar las cosas que recordaban, para estar seguros de que estaban allí, para tener la certeza de que ciertas cosas estaban a salvo. Montag sintió el lento movimiento de las palabras, la lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué diría, qué podría ofrecer en un día como ése para hacer más llevadero el viaje? Para todas las cosas hay un tiempo de sazón. Sí. Tiempo de destruir y tiempo de edificar. Sí. Tiempo de callar y tiempo de hablar. Sí, todo eso. Pero algo más. ¿Qué más? Algo, algo...
Y del otro lado del río se alzaba el árbol de la vida con doce clases de frutos, y daba sus frutos todos los meses. Y las hojas del árbol eran la salud de las naciones.
Sí, pensó Montag, ése es el fragmento que guardaré para el mediodía. Para el mediodía...
Cuando lleguemos a la ciudad.