1
La estufa y la salamandra

Era un placer quemar.

Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia. Con el simbólico casco numerado —451— sobre la estólida cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo del atardecer y lo enrojeció, y doró, y ennegreció. Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado, sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno con la ayuda de una vara una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón.

Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas.

Sabía que cuando volviese al cuartel de bomberos se guiñaría un ojo (un artista de variedades tiznado por un corcho) delante del espejo. Más tarde, en la oscuridad, a punto de dormirse, sentiría la feroz sonrisa retenida aún por los músculos faciales. Nunca se le borraba esa sonrisa, nunca —creía recordar— se le había borrado.

Colgó el casco, negro y brillante como un escarabajo, y lo lustró; colgó cuidadosamente la chaqueta incombustible; se dio una buena ducha, y luego, silbando, con las manos en los bolsillos, cruzó el primer piso y se dejó caer por el agujero. En el último instante, cuando el desastre parecía seguro, se sacó las manos de los bolsillos e interrumpió su caída aferrándose a la barra dorada. Resbaló hasta detenerse, chirriando, con los talones a un centímetro del piso de cemento.

Salió del cuartel y caminó hasta la estación subterránea. El tren neumático y silencioso se deslizó por el tubo aceitado, y con una gran bocanada de aire tibio lo abandonó en la escalera de claros azulejos, que subía hacia el suburbio.

Dejó, silbando, que la escalera lo llevara al aire tranquilo de la noche. Se dirigió hacia la esquina casi sin pensar en nada. Sin embargo, poco antes de llegar, caminó más lentamente, como si un viento se hubiese levantado en alguna parte, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.

En esas últimas noches, mientras iba bajo la luz de los astros hacia su casa, en esta acera, aquí, del otro lado de la esquina, había sentido algo indefinible, como si un momento antes alguien hubiese estado allí. Había en el aire una calma especial, como si alguien hubiese esperado allí, en silencio, y un momento antes se hubiese transformado en una sombra, dejándolo pasar. Quizá había respirado un débil perfume; quizá el dorso de sus manos, su cara, habían sentido que la temperatura era más alta en este mismo sitio donde una persona, de pie, hubiese podido elevar en unos diez grados y durante un instante el calor de la atmósfera. Era imposible saberlo. Cada vez que llegaba a la esquina veía sólo esa acera curva, blanca, nueva. Una noche, quizá, algo había desaparecido rápidamente en uno de los jardines antes de que pudiese hablar o mirar.

Pero ahora, esta noche, aminoró el paso, casi hasta detenerse. Su mente, que se había adelantado a doblar la esquina, había oído un murmullo casi imperceptible. ¿Alguien que respiraba? ¿O era la atmósfera comprimida simplemente por alguien que estaba allí, de pie, inmóvil, esperando?

Dobló la esquina.

Las hojas de otoño volaban de tal modo sobre la acera iluminada por la Luna que la muchacha parecía venir en una alfombra rodante, arrastrada por el movimiento del aire y las hojas. Con la cabeza un poco inclinada se miraba los zapatos, rodeados de hojas estremecidas. Tenía un rostro delgado y blanco como la leche, y había en él una tierna avidez que todo lo tocaba con una curiosidad insaciable. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan clavados en el mundo que no perdían ningún movimiento. Su vestido era blanco, y susurraba. Montag creyó oír cómo se le movían las manos al caminar, y luego, ahora, un sonido ínfimo, el temblor inocente de aquel rostro al volverse hacia él, al descubrir que se acercaba a un hombre que estaba allí, de pie, en medio de la acera, esperando.

Se oyó, allá, arriba, el ruido de los árboles que dejaban caer una lluvia seca. La muchacha se detuvo como si fuese a retroceder, sorprendida, pero se quedó allí mirando a Montag con ojos tan oscuros y brillantes y vivos que el hombre creyó haber dicho unas palabras maravillosas. Pero sabía que había abierto los labios sólo para decir hola, y entonces, como ella parecía hipnotizada por la salamandra del brazo y el disco con el fénix del pecho, habló otra vez.

—Claro... tú eres la nueva vecina, ¿no es cierto?

—Y usted tiene que ser... —La muchacha dejó de mirar aquellos símbolos profesionales—... el bombero —añadió con una voz arrastrada.

—De qué modo raro lo has dicho.

—Lo... lo hubiese adivinado sin mirar —dijo la muchacha lentamente.

—¿Por qué? ¿El olor del queroseno? Mi mujer siempre se queja —dijo Montag riéndose—. Nunca se lo borra del todo.

—No, nunca se lo borra —dijo ella, asustada.

Montag sintió que la niña, sin haberse movido ni una sola vez, estaba caminando alrededor, lo obligaba a girar, lo sacudía en silencio, y le vaciaba los bolsillos.

—El queroseno —dijo, pues el silencio se había prolongado demasiado— es perfume para mí.

—¿Es así, realmente?

—Claro, ¿por qué no?

La muchacha reflexionó un momento.

—No sé —dijo, y se volvió y miró las casas a lo largo de la acera—. ¿No le importa si lo acompaño? Soy Clarisse McClellan.

—Clarisse. Guy Montag. Vamos. ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Cuántos años tienes?

Caminaron en la noche ventosa, tibia y fresca a la vez, por la acera de plata, y el débil aroma de los melocotones maduros y las fresas flotó en el aire, y Montag miró alrededor y pensó que no era posible, pues el año estaba muy avanzado.

Sólo ella lo acompañaba, con el rostro brillante como la nieve a la luz de la Luna, pensando, comprendió Montag, en aquellas preguntas, buscando las respuestas mejores.

—Bueno —dijo la muchacha—, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tía dice que es casi lo mismo. Cuando la gente te pregunte la edad, me dice, contéstales que tienes diecisiete y estás loca. ¿No es hermoso caminar de noche? Me gusta oler y mirar, y algunas veces quedarme levantada y ver la salida del sol.

Caminaron otra vez en silencio y al final la muchacha dijo, con aire pensativo:

—Sabe usted, no le tengo miedo.

Montag se sorprendió.

—¿Por qué habrías de tenerme miedo?

—Tanta gente tiene miedo. De los bomberos quiero decir. Pero usted es sólo un hombre...

Montag se vio en los ojos de la muchacha, suspendido en dos gotas brillantes de agua clara, oscuro y pequeñito, con todos los detalles, las arrugas alrededor de la boca, completo, como si estuviese encerrado en el interior de dos milagrosas bolitas de ámbar, de color violeta. El rostro de la muchacha, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal, blanco como la leche, con una luz constante y suave. No era la luz histérica de la electricidad, sino... ¿qué? Sino la luz extrañamente amable y rara y suave de una vela. Una vez, cuando era niño y faltó la electricidad, su madre encontró y encendió una última vela, y habían pasado una hora muy corta redescubriendo que con esa luz el espacio perdía sus vastas dimensiones y se cerraba alrededor, y en esa hora ellos, madre e hijo, solos, transformados, habían deseado que la electricidad no volviese demasiado pronto...

Y entonces Clarisse McClellan dijo:

—¿Le importa si le hago una pregunta? ¿Desde cuándo es usted bombero?

—Desde que tenía veinte años, hace diez.

—¿Leyó alguna vez alguno de los libros que quema?

Montag se rió.

—Lo prohíbe la ley.

—Oh, claro.

—Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ese es nuestro lema oficial.

Caminaron un poco más y la niña dijo:

—¿Es verdad que hace muchos años los bomberos apagaban el fuego en vez de encenderlo?

—No, las casas siempre han sido incombustibles.

—Qué raro. Oí decir que hace muchos años las casas se quemaban a veces por accidente y llamaban a los bomberos para parar las llamas.

El hombre se echó a reír. La muchacha lo miró brevemente.

—¿Por qué se ríe?

—No sé —dijo Montag, comenzó a reírse otra vez y se interrumpió—. ¿Por qué?

—Se ríe aunque yo no haya dicho nada gracioso y me contesta en seguida. Nunca se para a pensar en lo que le he preguntado.

Montag se detuvo.

—Eres muy rara —dijo mirando a la niña—. Bastante irrespetuosa.

—No quise insultarlo. Ocurre que observo demasiado a la gente.

—Bueno, ¿esto no significa nada para ti?

Montag se golpeó con la punta de los dedos el número 451 bordado en la manga de color de carbón.

—Sí —murmuró la muchacha, y apresuró el paso—. ¿Ha visto alguna vez los coches de turbinas que pasan por esa avenida?

—¡Estás cambiando de tema!

—A veces pienso que los automovilistas no saben qué es la hierba o las flores, pues nunca las ven lentamente —dijo la muchacha—. Si usted les señala una mancha verde, ¡oh, sí!, dicen, ¡eso es hierba! ¿Una mancha rosada? ¡Un jardín de rosales! Las manchas blancas son edificios. Las manchas oscuras son vacas. Una vez mi tío pasó lentamente en coche por una carretera. Iba a sesenta kilómetros por hora y lo tuvieron dos días en la cárcel. ¿No es gracioso, y triste también?

—Piensas demasiado —dijo Montag, incómodo.

—Casi nunca miro la televisión mural, ni voy a las carreras, ni a los parques de diversiones. Me sobra tiempo para pensar cosas raras. ¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada de la ciudad? ¿Sabe que antes eran sólo de quince metros? Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto.

Montag rió nerviosamente.

—¡No lo sabía!

—Apuesto a que sé algo más que usted no sabe. Hay rocío en la hierba a la mañana.

Montag no pudo recordar si lo sabía y se puso de muy mal humor.

—Y si usted mira bien —la muchacha señaló el cielo con la cabeza—, hay un hombre en la Luna.

Montag no miraba la Luna desde hacía años.

Recorrieron el resto del camino en silencio; el de Clarisse era un silencio pensativo; el de Montag algo así como un silencio de puños apretados, e incómodo, desde el que lanzaba a la muchacha unas miradas acusadoras. Cuando llegaron a la casa de Clarisse, todas las luces estaban encendidas.

—¿Qué ocurre?

Montag había visto muy pocas veces una casa tan iluminada.

—Oh, son mis padres que hablan con mi tío. Es como pasearse a pie, sólo que mucho más raro. Mi tío fue arrestado el otro día por pasearse a pie, ¿no se lo dije? Oh, somos muy raros.

—¿Pero de qué hablan?

Clarisse se rió.

—¡Buenas noches! —dijo, y echó a caminar. Luego, como si recordara algo, se volvió hacia Montag y lo miró con curiosidad y asombro—. ¿Es usted feliz? —le preguntó.

—¿Soy qué? —exclamó Montag.

Pero la muchacha había desaparecido, corriendo a la luz de la Luna. La puerta de la casa se cerró suavemente.

—¡Feliz! ¡Qué tontería!

Montag dejó de reír. Metió la mano en el guante-cerradura de la puerta y esperó a que le reconociera los dedos. La puerta se abrió de par en par.

Claro que soy feliz. Por supuesto. ¿No lo soy acaso? preguntó a las habitaciones silenciosas. Se quedó mirando la rejilla del ventilador, en el vestíbulo, y recordó, de pronto, que había algo oculto en la rejilla, algo que ahora parecía mirarlo. Apartó rápidamente los ojos.

Qué encuentro extraño en una noche extraña. No recordaba nada parecido, salvo aquella tarde, hacía un año, cuando se había encontrado con un viejo en el parque, y tuvieron aquella conversación...

Montag sacudió la cabeza. Miró la pared desnuda. El rostro de Clarisse estaba allí, realmente hermoso en el recuerdo, asombroso de veras. Era un rostro muy tenue, como la esfera de un relojito vislumbrado débilmente en una habitación oscura en medio de la noche, cuando uno se despierta para ver la hora y ve el reloj que le dice a uno la hora y el minuto y el segundo, con un silencio blanco, y una luz, con entera certeza, y sabiendo qué debe decir de la noche que se desliza rápidamente hacia una próxima oscuridad, pero también hacia un nuevo sol.

—¿Qué pasa? —preguntó Montag como si estuviese hablándole a ese otro yo, a ese idiota subconsciente que balbucea a veces separado de la voluntad, la costumbre y la conciencia.

Miró otra vez la pared. Qué parecido a un espejo, también, ese rostro. Imposible, ¿pues a cuántos conoces que reflejen tu propia luz? La gente es más a menudo —buscó un símil y lo encontró en su trabajo— una antorcha que arde hasta apagarse. ¿Cuántas veces la gente toma y te devuelve tu propia expresión, tus más escondidos y temblorosos pensamientos?

Qué increíble poder de identificación tenía la muchacha. Era como esa silenciosa espectadora de un teatro de títeres que anticipa, antes de que aparezcan en escena, el temblor de las pestañas, la agitación de las manos, el estremecimiento de los dedos. ¿Cuánto tiempo habían caminado? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Qué largo sin embargo parecía ese tiempo ahora. Qué inmensa la figura de la muchacha en la escena, ante él. Y el cuerpo delgado, ¡qué sombra arrojaba sobre el muro! Montag sintió que si a él le picaba un ojo, la muchacha comenzaría a parpadear. Y que si se le movían ligeramente las mandíbulas, la muchacha bostezaría antes que él.

Pero cómo, se dijo, ahora que lo pienso casi parecía que me estaba esperando en la esquina, tan condenadamente tarde...

Abrió la puerta del dormitorio.

Era como entrar en la cámara fría y marmórea de un mausoleo cuando ya se ha puesto la Luna. Oscuridad completa; ni un solo rayo del plateado mundo exterior; las ventanas herméticamente cerradas; un universo sepulcral donde no penetraban los ruidos de la ciudad.

El cuarto no estaba vacío.

Escuchó.

El baile delicado de un mosquito zumbaba en el aire; el eléctrico murmullo de una avispa animaba el nido tibio, de un raro color rosado. La música se oía casi claramente.

Montag podía seguir la melodía.

Sintió de pronto que la sonrisa se le borraba, se fundía, se doblaba sobre sí misma como una cáscara blanda, como la cera de un cirio fantástico que ha ardido demasiado tiempo, y ahora se apaga, y ahora se derrumba. Oscuridad. No era feliz. No era feliz. Se lo dijo a sí mismo. Lo reconoció. Había llevado su felicidad como una máscara, y la muchacha había huido con la máscara y él no podía ir a golpearle la puerta y pedírsela.

Sin encender la luz imaginó el aspecto del cuarto. Su mujer estirada en la cama, descubierta y fría, como un cuerpo extendido sobre la tapa de un ataúd, con los ojos inmóviles, fijos en el cielo raso por invisibles hilos de acero. Y en las orejas, muy adentro, los caracolitos, las radios de dedal, y un océano electrónico de sonido, música y charla y música y música y charla, que golpeaba y golpeaba la costa de aquella mente en vela. El cuarto estaba en realidad vacío. Todas las noches entraban las olas, y sus grandes mareas de sonido llevaban a Mildred flotando y con los ojos abiertos hacia la mañana. No había pasado una sola noche en estos dos últimos años sin que Mildred no se hubiese bañado en ese océano, no se hubiese sumergido en él, alegremente, hasta tres veces.

Hacía frío en el cuarto, pero sin embargo Montag sentía que no podía respirar. No quería abrir las cortinas ni la ventana balcón, pues no deseaba que la Luna entrara en el cuarto. De modo que, sintiéndose como un hombre que va a morir en la próxima hora por falta de aire, se encaminó hacia su cama abierta, vacía, y por lo tanto helada.

Un instante antes de golpear con el pie el objeto caído en el piso, Montag ya sabía que iba a golpearlo. Fue algo similar a lo que había sentido antes de doblar la esquina y derribar casi a la muchacha. El pie envió hacia adelante ciertas vibraciones, y, mientras se balanceaba en el aire, recibió los ecos de una menuda barrera. El pie tropezó. El objeto emitió un sonido apagado y resbaló en la oscuridad.

Montag se quedó inmóvil y tieso, y escuchó a la mujer acostada en la cama oscura, envuelta por aquella noche totalmente uniforme. El aire que salía de la nariz era tan débil que movía solamente los flecos más lejanos de la existencia, una hojita, una pluma oscura, un solo cabello.

Montag no deseaba, ni aún ahora, la luz de afuera. Sacó su encendedor, tocó la salamandra grabada en el disco de plata, la apretó...

A la luz de la llamita, dos piedras lunares miraron a Montag, dos pálidas piedras lunares en el fondo de un arroyo de agua clara sobre el que corría la vida del mundo, sin tocar las piedras...

—¡Mildred!

El rostro de Mildred era como una isla cubierta de nieve donde podía caer la lluvia, pero que no sentía la lluvia; donde las nubes podían pasear sus móviles sombras, pero que no sentía la sombra. Era sólo esa música de avispas diminutas en los oídos herméticamente cerrados, y unos ojos de vidrio, y el débil aliento que le salía y entraba por la nariz. Y a ella no le importaba si el aliento venía o se iba, se iba o venía.

El objeto que Montag había empujado con el pie brillaba ahora bajo el borde de su propia cama. Era el frasco de tabletas de dormir que hoy temprano había contenido una treintena de cápsulas y que yacía destapado y vacío a la luz de la llama diminuta.

Mientras Montag estaba allí, de pie, el cielo chilló sobre la casa. Fue un tremendo rasguido, como si las manos de un gigante hubiesen desgarrado diez kilómetros de lienzo. Montag sintió como si lo hubiesen partido en dos, de arriba abajo. Los bombarderos de reacción pasaban allá arriba, pasaban, pasaban, uno dos, uno dos, seis aparatos, nueve aparatos, doce aparatos, uno y uno y uno y otro y otro y otro, y le gritaban a él, a Montag. Abrió la boca y dejó que el chillido de las turbinas le entrara y saliera por entre los dientes. La casa se sacudió. La llama se le apagó en la mano. Las piedras lunares se desvanecieron. Montag sintió que su mano se acercaba al teléfono.

Los aviones se habían ido. Montag sintió que movía los labios rozando la embocadura del teléfono.

—Hospital de emergencia.

Un terrible suspiro.

Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por las negras turbinas y que a la mañana siguiente la tierra estaría cubierta por el polvo de esos astros, como una nieve extraña. Eso pensó, tontamente, mientras estaba allí, de pie, estremeciéndose en la sombra, y movía y movía los labios.

Tenían esa máquina. Tenían dos máquinas realmente. Una de ellas se introducía en el estómago como una cobra negra en busca de las viejas aguas y el viejo tiempo allí acumulados. La máquina bebía aquella materia verde que subía con un pausado burbujeo. ¿Bebía también la oscuridad? ¿Extraía todos los venenos depositados a lo largo de los años? La máquina se alimentaba en silencio, y de cuando en cuando dejaba oír un sonido de sofocación y búsqueda a ciegas. Tenía un Ojo. El impersonal operador podía, con un casco óptico especial, observar el alma de la persona a quien estaba bombeando. ¿Qué veía el Ojo? El operador no lo decía. El operador veía, pero no lo mismo que el Ojo. La operación no dejaba de parecerse a una excavación en el jardín. La mujer tendida en la cama no era más que un duro estrato de mármol recién descubierto. Adelante, de cualquier modo; afuera con el aburrimiento, saquen la vaciedad, si las pulsaciones de la serpiente aspirante pueden extraer esas cosas. El operador fumaba un cigarrillo. La otra máquina también funcionaba.

La otra máquina, manejada por un hombre igualmente impersonal con un traje de faena castaño rojizo a prueba de manchas. Esta máquina bombeaba y extraía la sangre del cuerpo y la reemplazaba con suero y sangre nueva.

—Hay que limpiarlos de las dos formas —dijo el operador inclinado sobre la mujer silenciosa—. De nada sirve limpiar el estómago si no se hace lo mismo con la sangre. Deja usted esa cosa en la sangre y la sangre golpea el cerebro como una maza, bam, un par de miles de veces, y el cerebro deja de funcionar, se para, renuncia.

—¡Basta! —dijo Montag.

—Sólo le estaba explicando —dijo el operador.

—¿Han terminado? —dijo Montag.

Los hombres cerraron las máquinas.

—Hemos terminado. —La ira de Montag no había llegado hasta ellos. Allí se quedaron, con el cigarrillo que les llenaba de humo la nariz y los ojos, y sin pestañear o fruncir la cara—. Son cincuenta dólares.

—¿Por qué no me dicen primero si se salvará?

—Seguro, quedará perfectamente. Tenemos toda la cosa en la botella y ya no puede hacerle daño. Como le dije, se saca la vieja, se pone la nueva, y uno queda perfectamente.

—Ninguno de ustedes es médico. ¿Por qué el hospital no ha enviado un médico?

—Diablos. —El cigarrillo del hombre se movió sobre el labio inferior—. Tenemos nueve o diez casos como este por noche. Tenemos tantos, desde hace unos pocos años, que hubo que inventar estas máquinas especiales. Con la lente óptica, naturalmente; el resto es antiguo. No es necesario un médico para estos casos; bastan dos ayudantes; lo arreglan todo en media hora. Mire —el hombre se alejó hacia la puerta—, tenemos que irnos. Acabamos de recibir otra llamada por la vieja radio de dedal. A diez calles de aquí. Algún otro que se ha tragado toda una caja de píldoras. Si nos necesita, vuelva a llamarnos. Déjela tranquila. Le hemos dado un antisedativo. Se despertará con hambre. Adiós.

Y los hombres con cigarrillos en las bocas rectas, los hombres con ojos de borla de polvos, recogieron su carga de máquinas y tubos, la botella de melancolía líquida, y el lodo lento y oscuro de aquella cosa sin nombre, y se fueron trotando hacia la puerta.

Montag se dejó caer en una silla y miró a la mujer. La mujer entornaba ahora los ojos, y Montag extendió la mano para sentir la tibieza del aliento en la palma.

—Mildred —dijo al fin.

Somos demasiados, pensó. Somos billones, y eso es demasiado. Nadie conoce a nadie. Gente extraña se te mete en la casa. Gente extraña te arranca el corazón. Gente extraña te saca la sangre. Buen Dios, ¿quiénes eran esos hombres? ¡No los he visto en mi vida!

Pasó media hora.

La sangre en esta mujer era nueva y parecía haberle hecho algo nuevo. Las mejillas eran ahora muy rosadas y suaves y los labios muy rojos y frescos. La sangre de algún otro. Si hubiese sido la carne, el cerebro y la memoria de algún otro. Si le hubiesen llevado la mente a la lavandería y le hubiesen vaciado los bolsillos y la hubiesen limpiado con vapor y la hubiesen doblado y traído a la mañana siguiente. Si...

Montag se incorporó y echó a un lado las sábanas y abrió la ventana de par en par para que entrase el aire de la noche. Eran las dos de la mañana. ¿Clarisse McClellan en la calle y él de vuelta en casa y la habitación oscura y el pie que golpeaba la botellita de cristal sólo una hora antes? Sólo una hora, pero el mundo se había fundido y se había alzado otra vez con una forma nueva y descolorida.

Unas risitas cruzaron el jardín coloreado por la Luna desde la casa de Clarisse y sus padres y el tío que sonreía, tan tranquilo y tan serio. Aquellas risas, sobre todo, eran cálidas y acogedoras y nada forzadas; y venían de una casa tan brillantemente iluminada a esa hora de la noche en que las otras casas se recogen a oscuras en sí mismas. Montag oyó las voces que hablaban, hablaban, hablaban, daban, hablaban, tejían y volvían a tejer su tela hipnótica.

Montag salió por la ventana balcón y cruzó el jardín, casi sin darse cuenta. Se detuvo en la sombra, ante la casa de las voces, pensando que podía llamar a la puerta y decir: «Déjenme entrar. No diré nada. Quiero escuchar un poco. ¿Qué estaban diciendo?»

Pero se quedó allí, muy frío, con el rostro como una máscara de hielo escuchando la voz de un hombre (¿el tío?) que hablaba pausadamente:

—Bueno, al fin y al cabo, ésta es la época de los tejidos disponibles. Suénate las narices en una persona, ensúciala, avergüénzala. Busca otro, suénate, ensucia, avergüenza. Todos utilizan el borde de la chaqueta de los demás. ¿Cómo puedes aplaudir al equipo local cuando ni siquiera tienes un programa ni conoces los nombres? A propósito, ¿de qué color eran las camisetas cuando salieron al campo?

Montag volvió a su casa, dejó la ventana abierta, examinó a Mildred, le arregló cuidadosamente la ropa de cama, y luego se acostó con la luz de la Luna en las mejillas y las arrugas de la frente; y los ojos destilaron la luz de la Luna y la convirtieron en una catarata de plata.

Una gota de lluvia. Clarisse. Otra gota. Mildred. Una tercera. El tío. Una cuarta. El incendio de esta noche. Una, Clarisse. Dos, Mildred. Tres, el tío. Cuatro, el incendio. Una, Mildred, dos Clarisse. Una, dos, tres, cuatro, cinco, Clarisse, Mildred, el tío, el incendio, las tabletas para dormir, el tejido disponible de los hombres, los bordes de las chaquetas, las narices, la suciedad, la vergüenza, Clarisse, Mildred, el tío, el incendio, las tabletas, los tejidos, las narices, la suciedad, la vergüenza. Uno, dos, tres, ¡uno, dos, tres! Lluvia. Tormenta. El tío que se ríe. El trueno escaleras abajo. El mundo entero anegado por la lluvia. El fuego que se alza en un volcán. Todo corría en un río borboteante y rugiente hacia la mañana.

—Ya no sé nada —dijo Montag, y dejó que una tableta somnífera se le disolviera en la lengua.

A las nueve de la mañana, la cama de Mildred estaba vacía.

Montag se levantó de un salto con el corazón en la boca, corrió al vestíbulo y se detuvo ante la puerta de la cocina.

Las tostadas saltaban de la tostadora de metal, y eran recogidas por una mano metálica que las untaba con queso fundido.

Mildred miraba la tostada que había caído en su plato. Unas abejas electrónicas y zumbantes le cerraban los oídos. De pronto alzó los ojos, vio a Montag e inclinó la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Montag.

Mildred, después de llevar durante diez años aquellos dedales en los oídos, era una experta lectora de labios. Volvió a inclinar la cabeza, asintiendo. Puso en marcha la tostadora para que preparase otra rodaja de pan.

Montag se sentó.

—No entiendo por qué tengo tanta hambre —le dijo Mildred.

—Tú...

—Tengo hambre.

—Anoche... —comenzó a decir Montag.

—No dormí bien. Me sentí enferma —dijo ella—. Dios, qué hambre tengo. No sé por qué.

—Anoche... —dijo Montag otra vez.

Mildred le miró distraídamente los labios.

—¿Qué pasó anoche?

—¿No recuerdas?

—¿Qué? ¿Tuvimos una fiesta alocada o algo parecido? Quizá bebí demasiado. Dios, qué hambre tengo. ¿Quiénes vinieron?

—Unos pocos —dijo Montag.

—Lo que pensaba. —Mildred mordió su tostada—. Tengo un malestar en el estómago, pero me siento como vacía. Espero no haber hecho nada tonto en la fiesta.

—No —dijo Montag serenamente.

La tostadora hizo saltar una tostada para Montag. Montag se sintió obligado a tomarla en el aire.

—Tú tampoco pareces muy animado —dijo Mildred.

*

En las últimas horas de la tarde comenzó a llover, y el mundo entero era gris. Montag, de pie en el vestíbulo, se ponía en el brazo la insignia con la salamandra anaranjada. Se quedó mirando un rato la rejilla del acondicionador de aire. Su mujer, en la sala de TV, hizo una pausa en la lectura del libreto, bastante larga como para que tuviese tiempo de alzar los ojos.

—Eh —dijo—. Ese hombre está pensando.

—Sí —dijo Montag—. Quiero hablar contigo. —Calló un momento—. Te tomaste todas las píldoras del frasco anoche.

—Oh, no, yo nunca haría eso —replicó Mildred, sorprendida.

—El frasco estaba vacío.

—Nunca haría nada semejante. ¿Por qué iba a hacerlo? —dijo Mildred.

—Quizá tomaste dos píldoras y te olvidaste y tomaste otras dos y te olvidaste otra vez y tomaste otras dos, y al fin estabas tan mareada que seguiste así hasta tomar treinta o cuarenta.

—¿Y para qué iba a hacer una cosa tan tonta?

—No sé.

Era evidente que Mildred estaba esperando a que Montag se marchase.

—Nunca hice eso —dijo—. Nunca lo haría. Ni en un millón de años.

—Muy bien, si tú lo dices —dijo Montag.

Mildred volvió a su libreto.

—¿Qué hay esta tarde? —preguntó Montag, cansado.

Mildred no volvió a alzar los ojos del libreto.

—Bueno, es una obra que comenzará dentro de diez minutos en el circuito pared-a-pared. Me enviaron mi parte por correo esta mañana. Envié varias tapas de cajas. Escriben el libreto dejando una parte en blanco. Es una nueva idea. La mujer en el hogar, es decir yo, es la parte que falta. Cuando llega el momento, todos me miran desde las tres paredes y yo digo mi parte. Aquí, por ejemplo, el hombre dice: «¿Qué te parece esta nueva idea, Helen?» Y me mira a mí, sentada aquí en medio del escenario, ¿comprendes? Y yo digo, digo... —Mildred hizo una pausa y subrayó con el dedo un pasaje del libreto—: «¡Magnífico!» Y entonces siguen con la pieza hasta que él dice: «¿Estás de acuerdo con esto, Helen?», y yo digo: «¡Por supuesto!» ¿No es divertido, Guy?

Montag miraba a Mildred desde el vestíbulo.

—Por supuesto, muy divertido —dijo Mildred.

—¿De qué trata la pieza?

—Acabo de decírtelo. Hay una gente llamada Bob y Ruth y Helen.

—Oh.

—Es realmente divertido. Será más divertido todavía cuando tengamos la cuarta pared. ¿Cuánto tiempo pasará, te parece, antes de que podamos ahorrar y echar abajo la otra pared y poner una nueva de TV? Sólo cuesta dos mil dólares.

—Un tercio de mi salario anual.

—Sólo cuesta dos mil dólares —repitió Mildred—. Y creo que alguna vez deberías pensar en mí. Si instalásemos una cuarta pared, sería casi como si este cuarto no fuese nuestro, sino de toda clase de gente rara. Podemos privarnos de algunas cosas.

—Ya nos estamos privando de algunas cosas para pagar la tercera pared. La instalamos hace sólo dos meses, ¿recuerdas?

—¿Hace tan poco? —Mildred se quedó mirándolo un rato—. Bueno, adiós, querido.

—Adiós —dijo Montag. Se detuvo y se volvió—. ¿Tiene un final feliz?

—No he llegado ahí todavía.

Montag se adelantó, leyó la última página, hizo un signo afirmativo, dobló el libreto, y se lo devolvió a Mildred. Salió de la casa, a la lluvia.

La lluvia era ahora muy fina y la muchacha caminaba por el centro de la acera con la cabeza levantada y unas pocas gotas sobre el rostro. Cuando vio a Montag, sonrió.

—¡Hola!

Montag dijo hola y añadió:

—¿Qué haces hoy?

—Todavía estoy loca. La lluvia sabe bien. Me gusta caminar bajo la lluvia.

—No creo que eso me gustase —dijo Montag.

—Le gustará si lo prueba.

—Nunca lo he hecho.

Clarisse se pasó la lengua por los labios.

—La lluvia tiene buen sabor.

—¿Pero te pasas la vida probándolo todo una vez? —preguntó Montag.

—A veces dos.

La muchacha miró algo que tenía en la mano.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Montag.

—Creo que es el último diente de león de este año. No creí que pudiese encontrar uno en el jardín tan tarde. ¿Ha oído eso de pasárselo por debajo de la barbilla? Mire.

La muchacha se tocó la cara con la flor, riéndose.

—¿Qué es eso?

—Si queda algo en la barbilla significa que uno está enamorado. ¿Me queda?

Montag tuvo que mirar.

—¿Y bien? —dijo la muchacha.

—Estás toda amarilla ahí abajo.

—¡Magnífico! Vamos a probar con usted ahora.

—No servirá conmigo.

—Veamos. —Antes de que Montag pudiera moverse la muchacha le había puesto la flor bajo la barbilla. Montag dio un paso atrás y la muchacha se rió—. ¡No se mueva!

Miró bajo la barbilla de Montag y frunció el ceño.

—¿Y bien? —preguntó Montag.

—Qué lástima —dijo Clarisse—. No está enamorado de nadie.

—¡Sí que lo estoy!

—No se ve nada.

—¡Estoy enamorado, muy enamorado! —Montag trató de poner una cara que armonizase con las palabras, pero no había cara—. ¡Estoy enamorado!

—Oh, por favor, no se ponga así.

—Es esa flor. Primero la usaste contigo. Por eso no me ha hecho nada.

—Claro. Así tiene que ser. Oh, ahora está enojado. Lo siento. Lo siento de veras.

La muchacha tocó el codo de Montag.

—No, no —dijo Montag rápidamente, apartándose—. Estoy bien.

—Tengo que irme, así que antes dígame que me perdona. No quiero que se enoje conmigo.

—No estoy enojado. Un poco molesto, sí.

—Tengo que ir a ver a mi psiquiatra. Me obligan a ir. Invento cosas para decirle. No sé qué piensa de mí. Dice que soy realmente una cebolla. Le hago pasar las horas sacándome capas.

—Sí, pienso que necesitas de veras un psiquiatra —dijo Montag.

—No lo dice en serio.

Montag retuvo el aliento un instante, y luego dijo:

—No, no lo digo en serio.

—El psiquiatra quiere saber por qué me gusta andar por los bosques y mirar los pájaros y coleccionar mariposas. Un día le mostraré mi colección.

—Bueno.

—Quieren saber qué hago con mi tiempo. Les digo que a veces me siento y pienso. Pero no les digo qué. Pondrían el grito en las nubes. Y a veces les digo que me gusta echar la cabeza hacia atrás, así, y dejar que la lluvia me entre en la boca. Sabe a vino. ¿Lo probó alguna vez?

—No, yo...

—Me ha perdonado, ¿no es cierto?

—Sí. —Montag reflexionó un momento—. Sí. Te he perdonado. Dios sabe por qué. Eres rara, eres irritante, y se te perdona con facilidad. ¿Dices que tienes diecisiete años?

—Bueno, el mes que viene.

—Qué raro. Qué extraño. Y mi mujer tiene treinta, y a veces tú me pareces mucho mayor. No consigo entenderlo.

—Usted es también bastante raro, señor Montag. A veces hasta olvido que es un bombero. Bueno, ¿puedo enojarlo otra vez?

—Adelante.

—¿Cómo empezó? ¿Cómo se metió en eso? ¿Cómo eligió su trabajo? Usted no es como los otros. He visto unos pocos. Cuando hablo, usted me mira. Cuando dije algo de la Luna, usted miró la Luna, anoche. Los otros nunca harían eso. Los otros seguirían su camino y me dejarían hablando. O me amenazarían. Nadie tiene tiempo para nadie. Usted es uno de los pocos que me han hecho caso. Por eso me parece tan raro que sea un bombero. Es algo que de algún modo no parece hecho para usted.

Montag sintió que el cuerpo se le dividía en una parte fría y otra caliente, una dura y otra blanda, una temblorosa y otra firme, y que las dos mitades se trituraban entre sí.

—Será mejor que vayas a tu cita —dijo.

Y la muchacha echó a correr, y Montag se quedó allí, de pie bajo la lluvia. Sólo se movió después de un tiempo.

Y entonces, muy lentamente, mientras caminaba, echó la cabeza hacia atrás bajo la lluvia, sólo un instante, y abrió la boca...

El Sabueso Mecánico dormía, pero no dormía, vivía pero no vivía en su casilla suavemente iluminada, levemente zumbante, levemente vibrante, en un rincón del oscuro cuartel de bomberos. La pálida luz de la una de la mañana, la luz lunar del cielo enmarcado por el ventanal, tocaba aquí y allá el bronce y el cobre y el acero de la bestia. La luz se reflejaba en los cristales rojizos y en los sensibles cabellos de las narices de nylon de la criatura, que temblaba débilmente, con las ocho patas de garras forradas de goma recogidas bajo el cuerpo y parecidas a patas de araña.

Montag se dejó caer por la barra de bronce. Salió a mirar la ciudad. El cielo estaba totalmente despejado. Encendió un cigarrillo, volvió a entrar, y se inclinó y miró al Sabueso. Se parecía a una abeja gigantesca que hubiese vuelto al hogar desde un campo de mieles envenenadas, mieles de locura y pesadilla. Con el cuerpo henchido de un néctar excesivamente rico, se vaciaba, durmiendo, de aquella malignidad.

—Hola —murmuró Montag, fascinado como siempre por la bestia muerta, la bestia viva.

En las noches de aburrimiento, o sea todas las noches, los hombres bajaban por las barras, y fijaban las combinaciones del sistema olfativo del Sabueso, y soltaban unas ratas en el patio del cuartel, y a veces unos pollos, y a veces gatos a los que de todos modos había que ahogar, y se apostaba a cuál de los gatos, pollos o ratas cazaría primero el Sabueso. Se soltaba a los animales. Tres segundos después el juego había concluido. La rata, gato o pollo había sido atrapado en medio del patio, entre unas garras suaves, y de la frente del Sabueso había salido una aguja hueca de diez centímetros de largo que inyectaba una dosis mortal de morfina o procaína. Echaban la víctima en el incinerador. Comenzaba otro juego.

En esas noches, Montag se quedaba casi siempre arriba. En otro tiempo, dos años antes, había apostado con los demás, y había perdido el salario de una semana y desafiado la ira de Mildred, visible en venas abultadas y manchas en el rostro. Ahora se pasaba las noches en su hamaca, con la cara vuelta hacia la pared, escuchando los coros de risas que venían de abajo, y el piano de los pies ligeros de las ratas, los chillidos de violín de los gatos, y el silencio móvil del Sabueso, que iba arrojando sombras, saltando como una polilla a la luz de una llama, buscando, atrapando a su víctima e introduciendo la aguja, y regresando a morir a su refugio como si alguien hubiese cerrado una llave.

Montag tocó el hocico de la bestia.

El Sabueso gruñó.

Montag dio un salto atrás.

El Sabueso se incorporó a medias en su casilla y lo miró con una luz verde azulada de neón que se apagaba y encendía en los bulbos de los ojos, de pronto activados. Volvió a gruñir con un curioso sonido estridente, mezcla de siseo eléctrico, algo que se achicharraba, raspidos de metal, y un movimiento de engranajes aparentemente oxidados y viejos de sospecha.

—No, no, cuidado —dijo Montag. El corazón le saltaba en el pecho.

Vio la aguja de plata que asomaba, se alzaba, dos centímetros, se recogía, se alzaba, se recogía otra vez. Un gruñido hervía dentro de la bestia, que seguía mirando a Montag.

Montag retrocedió. El Sabueso se asomó a la puerta de la casilla. Montag se tomó de la barra de bronce con una mano. La barra reaccionó, subió y llevó a Montag, serenamente, hacia arriba. Montag, estremeciéndose, con un rostro verde pálido, se dejó caer en la plataforma superior, débilmente iluminada. Allá abajo el Sabueso se había encogido, retrocediendo, y se había incorporado sobre sus ocho increíbles patas de insecto, canturreándose otra vez a sí mismo, con los multifacéticos ojos en paz.

Montag esperó, inmóvil, junto a la abertura del piso, a que se le pasara el miedo. Detrás de él cuatro hombres sentados alrededor de una mesa, bajo una luz verdosa, lo miraron de soslayo, pero no dijeron nada. Sólo el hombre con gorra de capitán, y la insignia del fénix en la gorra, habló al fin, curioso, sin soltar las cartas que tenía en la mano huesuda.

—¿Montag?

—No le gusto —dijo Montag.

—¿A quién? ¿Al Sabueso? —El capitán estudió los naipes que tenía en la mano—. Olvídalo. No tiene gustos. Funciona, nada más. Es como una lección de balística. Recorre la trayectoria indicada. Al pie de la letra. Apunta, da en el blanco, y se para. Es sólo alambres de cobre, baterías y electricidad.

Montag tragó saliva.

—Las calculadoras del Sabueso funcionan con cualquier combinación, tantos aminoácidos, tantos sulfures, tantos álcalis y grasas, ¿no es cierto?

—Todo el mundo lo sabe.

—El equilibrio y porcentaje de elementos químicos de todos nosotros figuran en el archivo de la planta baja. Sería fácil para cualquiera fijar en la «memoria» del Sabueso una combinación parcial; la de aminoácidos, por ejemplo. Eso bastaría para que el animal reaccionase como hace unos instantes. Para que reaccionase contra mí.

—Disparates —dijo el capitán.

—Para que se irritara, no para que se enojase del todo. Sólo un «recuerdo», para que gruña cuando yo lo toque.

—¿Y quién haría una cosa semejante? —preguntó el capitán—. Aquí no tienes enemigos, Guy.

—Ninguno que yo sepa.

—Haré que los técnicos revisen al Sabueso mañana.

—Y no es la primera vez que me amenaza —dijo Montag—. El mes pasado ocurrió lo mismo en dos oportunidades.

—Lo arreglaremos. No te preocupes.

Pero Montag no se movió, y se quedó pensando en la rejilla del ventilador de su vestíbulo, y en lo que había detrás de la rejilla. Si alguien aquí en el cuartel supiese algo de ese ventilador, ¿no se lo «diría» al Sabueso entonces?

El capitán se acercó a la barra y miró a Montag inquisitivamente.

—Me estaba preguntando —le explicó Montag—, ¿qué piensa el Sabueso allá abajo, toda la noche? ¿Somos nosotros los que lo animamos realmente? Me da frío.

—Sólo piensa lo que queremos que piense.

—Sería triste —dijo Montag en voz baja—, pues sólo ponemos en él ideas de caza, persecución y muerte. Qué lástima si eso es todo lo que sabe.

Beatty soltó un leve bufido.

—Diablos. Es una obra maestra de la técnica. Un buen rifle capaz de apuntar por sí solo y que garantiza que se dé en el blanco.

—Por eso mismo —dijo Montag— no quiero ser su próxima víctima.

—¿Por qué? ¿No tienes la conciencia tranquila?

Montag alzó con rapidez los ojos.

Beatty lo miró un rato, y luego abrió la boca y rió entre dientes.

Uno dos tres cuatro cinco seis siete días. Y otras tantas veces Montag salió de la casa y Clarisse estaba allí, en alguna parte del mundo. Una vez vio cómo sacudía un castaño; otra vez vio cómo tejía una chaqueta azul, sentada en el jardín; tres o cuatro veces encontró un ramillete de flores tardías en el porche, o un puñado de nueces en un saquito, o algunas hojas otoñales sujetas cuidadosamente con alfileres a una hoja de papel blanco y clavadas en la puerta. Todos los días Clarisse lo acompañó hasta la esquina. Un día estaba lloviendo; el día siguiente era sereno y tibio, y el siguiente como una fragua de verano, y el rostro de Clarisse parecía arrebatado por el sol de las últimas horas de la tarde.

—¿Por qué —preguntó Montag una vez a la entrada del tren subterráneo— me parece que te conozco desde hace tanto tiempo?

—Porque le gusto —respondió Clarisse—, y no le pido nada. Y porque nos conocemos.

—Me haces sentir muy viejo, y muy como un padre.

—Explíqueme —dijo Clarisse—. ¿Por qué no ha tenido hijas como yo si tanto le gustan los niños?

—No sé.

—¡Bromea!

—Quiero decir... —Montag calló y sacudió la cabeza—. Bueno, mi mujer, ella... nunca quiso tener hijos.

Clarisse dejó de sonreír.

—Lo siento. Creí realmente que estaba burlándose de mí. Soy una tonta.

—No. No —dijo Montag—. La pregunta estaba bien. Desde hace tiempo nadie se interesa ni siquiera en preguntar. Estaba bien.

—Hablemos de otra cosa. ¿Ha olido hojas viejas? ¿No huelen a canela? Tome. Huela.

—Pero sí, parece canela.

Clarisse lo miró con sus claros ojos oscuros.

—Todo le sorprende.

—Es que nunca tuve tiempo de...

—¿Miró los grandes anuncios como le dije?

Montag tuvo que reírse. —Creo que sí. Sí.

—La risa de usted es más agradable ahora.

—¿De veras?

—Más fácil.

Montag se sintió cómodo y descansado.

—¿Por qué no estás en la escuela? Parece que vagaras todo el día.

—Oh, no dejan de vigilarme —dijo Clarisse—. Dicen que soy insociable. No me mezclo con la gente. Es raro. Soy muy sociable realmente. Todo depende de lo que se entienda por social, ¿no es cierto? Para mí ser social significa hablar con usted de cosas como éstas. —Hizo sonar unas castañas que habían caído del árbol en el jardín—. O hablar de lo curioso que es el mundo. Me gusta la gente. Pero no creo que ser sociable sea reunir un montón de gente y luego prohibirles hablar, ¿no es cierto? Una hora de clase TV, otra de béisbol o baloncesto o carreras, otra de transcripciones históricas o pintura, y más deportes. En fin, ya sabe cómo es eso. Nunca hacemos preguntas, o por lo menos casi nadie las hace. Las preguntas nos las hacen a nosotros, bing, bing, bing, y así esperamos, sentados, a que pasen las cuatro horas de lecciones filmadas. No creo que eso pueda llamarse ser sociable. Es como mirar muchas cañerías de las que sale agua, mientras ellos quieren hacernos creer que es vino. Al fin del día han acabado de tal modo con nosotros que sólo nos queda irnos a la cama, o a un parque de diversiones, y asustar a la gente, o romper vidrios en la Casa de Romper Vidrios, o destrozar coches en el Parque de Destrozar Coches con los proyectiles de acero. O salir en automóvil y correr por las calles tratando de ver hasta dónde podemos acercarnos a los faroles. Aceptemos que soy todo lo que dicen. Muy bien. No tengo amigos. Eso supondría que soy anormal. Pero todos los que conozco se pasan las horas gritando o bailando, o golpeando a algún otro. ¿Ha notado cómo todos tratan de hacerse daño?

—Hablas como una vieja.

—A veces soy vieja. Tengo miedo de las personas de mi edad. Se matan unos a otros. ¿Fue siempre así? Mi tío dice que no. El año pasado mataron a balazos a seis de mis amigos. Otros diez murieron destrozando automóviles. Les tengo miedo, y no les gusto porque tengo miedo. Mi tío dice que su abuelo recordaba una época en que los muchachos no se mataban entre sí. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando todo era diferente. Creían en la responsabilidad, dice mi tío. ¿Sabe? Yo soy responsable. Me zurraban en mi casa cuando era necesario, años atrás. Y hago todas las compras, y la limpieza de la casa a mano... Pero sobre todo me gusta observar a la gente. A veces me paso el día en el tren subterráneo, y miro y escucho a la gente. Me gusta imaginar quiénes son y qué hacen y a dónde van. A veces hasta voy a los parques de diversiones y me subo a los automóviles de reacción cuando corren por los suburbios a medianoche y a los policías no les importa con tal que la gente esté asegurada. Con tal que tengan una póliza de diez mil, todos contentos. A veces me escurro por ahí y escucho en los subterráneos. O en los bares de bebidas sin alcohol. ¿Y sabe una cosa?

—¿Qué?

—La gente no habla de nada.

—Oh, tienen que hablar de algo.

—No, no, de nada. Citan automóviles, ropas, piscinas, y dicen ¡qué bien! Pero siempre repiten lo mismo, y nadie dice nada diferente, y la mayor parte del tiempo, en los cafés, hacen funcionar los gramófonos automáticos de chistes, y escuchan chistes viejos, o encienden la pared musical y las formas coloreadas se mueven para arriba y para abajo, pero son sólo figuras de color, abstractas. ¿Ha estado en los museos? Todo es abstracto. Mi tío dice que antes era distinto. Hace mucho tiempo los cuadros decían cosas, y hasta representaban gente.

—Tu tío dice, tu tío dice. Tu tío debe de ser un hombre notable.

—Lo es. Lo es de veras. Bueno, ahora tengo que irme. Adiós, Montag.

—Adiós.

—Adiós...

Uno dos tres cuatro cinco seis días: el cuartel de bomberos.

—Montag, trepas por esa barra como un pájaro a un árbol.

Tercer día.

—Montag, hoy entraste por la puerta de atrás. ¿Te ha molestado el Sabueso?

—No, no.

Cuarto día.

—Montag, escucha algo gracioso. Lo he oído esta mañana. Un bombero de Seatle preparó un Sabueso Mecánico para que reaccionara ante su propio complejo químico y luego soltó a la bestia. ¿Qué clase de suicidio será ése?

Cinco, seis, siete días.

Y Clarisse había desaparecido. Montag no entendía qué pasaba con la tarde. Clarisse no estaba allí y la tierra parecía vacía, los árboles vacíos, la calle vacía. Y aunque al principio ni sabía que la extrañaba a Clarisse, o que la buscaba, cuando llegó al subterráneo sintió que crecía en él un vago malestar. Algo ocurría. Algo había perturbado la rutina diaria. Una rutina muy simple, era cierto, inaugurada hacía unos pocos días, y sin embargo... Casi se volvió para rehacer el camino, para darle tiempo a Clarisse de que apareciese. Tenía la seguridad de que si retrocedía todo saldría bien. Pero era tarde, y la llegada del tren interrumpió sus planes.

*

El revoloteo de los naipes; el movimiento de las manos, las pestañas; el zumbido de la voz-reloj en el cielo raso del cuartel:

—... una y treinta y cinco de la mañana, jueves, cuatro de noviembre... una y treinta y seis... una y treinta y siete de la mañana...

El golpe seco de los naipes en la superficie grasienta de la mesa. Todos los sonidos llegaban a Montag, le traspasaban los párpados cerrados, la barrera que había erigido. El cuartel era brillo, lustre y silencio, colores de bronce, colores de estaño, oro, plata. Los hombres invisibles del otro lado de la mesa suspiraron ante sus naipes, esperando...

—... una y cuarenta y cinco...

El reloj parlante emitía gimiendo la hora fría de la fría mañana de un año todavía más frío.

—¿Qué pasa, Montag?

Montag abrió los ojos.

Una radio murmuró en alguna parte:

—La guerra puede estallar en cualquier momento. Toda la nación está en situación de alerta y preparada para defender los...

El cuartel de bomberos se estremeció como si una escuadrilla de aviones de reacción hubiese pasado silbando una única nota, atravesando el cielo negro de la madrugada.

Montag parpadeó. Beatty lo miraba como si estuviese delante de una estatua de museo. En cualquier momento Beatty se levantaría, se acercaría a él, y lo tocaría y le palparía la culpa y la conciencia. ¿Culpa? ¿Qué culpa era ésa?

—Tú juegas, Montag.

Montag miró a esos hombres con rostros quemados por mil fuegos reales, y diez mil fuegos imaginarios, dedicados a una tarea que les arrebataba las mejillas y les enrojecía los ojos. Hombres que miraban fijamente las llamas de los encendedores de platino, mientras encendían sus pipas negras, eternamente humeantes. Hombres con cabellos de carbón y cejas manchadas de hollín y mejillas tiznadas con un azul ceniciento. Montag se estremeció, con la boca abierta. ¿Había visto alguna vez un bombero que no tuviese pelo negro, cejas negras, cara encendida, y un color azul acero de no haberse afeitado en las mejillas cuidadosamente afeitadas? ¡Todos esos hombres eran una imagen de él mismo! ¿Elegían a los bomberos tanto por su aspecto como por sus inclinaciones? Había en ellos un color de tizne y cenizas, y de sus pipas brotaba continuamente el olor del fuego. El capitán Beatty se alzaba allí envuelto en las nubes de tormenta del humo de su pipa. Abría un paquete de tabaco, rasgando el celofán, que crepitó como una llama.

Montag miró las cartas que tenía desplegadas en la mano.

—Pensaba... pensaba en el incendio de la semana anterior. En el hombre a quien le quemamos la biblioteca. ¿Qué ocurrió con él?

—Se lo llevaron gritando al asilo.

—Pero no estaba loco.

Beatty arregló los naipes.

—Todo el que cree poder burlarse de nosotros y del gobierno está loco.

—Trato de imaginar —dijo Montag— cómo me sentiría. Quiero decir si unos bomberos quemaran nuestras casas y nuestros libros.

—Nosotros no tenemos libros.

—Digo si los tuviéramos.

Beatty parpadeó lentamente.

—¿Tú tienes alguno?

—No. —Montag lanzó una ojeada, por encima de las cabezas de los hombres, a la pared donde estaban grabados los títulos de un millón de libros prohibidos.

Los nombres saltaban en el fuego, y los años ardían bajo el hacha y la manguera, que no echaba agua sino queroseno.

—No. —Pero en la mente de Montag se alzó un viento frío que venía de la rejilla del ventilador de su casa, y que soplaba y soplaba, helándole el rostro. Y, otra vez, se vio a sí mismo en un parque arbolado hablando con un hombre viejo, muy viejo. Y el viento que cruzaba el parque era también un viento frío.

Montag titubeó.

—¿Fue... fue siempre así? ¿El cuartel de bomberos, nuestro trabajo? Quiero decir, bueno, érase que se era...

—¡Érase que se era! —exclamó Beatty—. ¿Qué modo de hablar es ése?

Tonto, se dijo Montag, te has denunciado. En el último incendio había leído una línea de un libro de cuentos de hadas.

—Quiero decir en otros tiempos, antes de que las casas fueran incombustibles... —De pronto pareció como si una voz mucho más joven estuviese hablando por él. Abrió la boca y Clarisse McClellan dijo—: ¿Los bomberos no prevenían antes los incendios en vez de alimentarlos como ahora?

—¡Eso sí que está bien!

Stoneman y Black alargaron a Montag sus libros reglamentarios donde figuraban también breves historias de los bomberos en Norteamérica, y los dejaron sobre la mesa, de modo que Montag, aunque familiarizado con esas historias, pudiera leer:

INAGURACIÓN: 1790. CON EL PROPÓSITO DE QUEMAR

LIBROS DE INFLUENCIA INGLESA

EN LAS COLONIAS

PRIMER BOMBERO: BENJAMIN FRANKLIN

REGLAS

1. Contestar en seguida a la alarma.

2. Encender rápidamente el fuego.

3. Quemarlo todo.

4. Informar inmediatamente al cuartel.

5. Estar alerta a otras alarmas.

Todos miraban a Montag. Montag no se movía.

Sonó la alarma.

La campanilla del cielo raso se golpeó a sí misma doscientas veces. De pronto hubo cuatro sillas vacías. Los naipes cayeron como una ráfaga de copos de nieve. La barra de bronce se estremeció. Los hombres habían desaparecido.

Montag seguía sentado. Allá abajo el dragón anaranjado tosía volviendo a la vida.

Montag se dejó caer por la barra como en un sueño.

El Sabueso Mecánico se incorporó de un salto en su casilla, con unos ojos llameantes y verdes.

—¡Montag, te olvidas el casco!

Montag se volvió hacia la pared, recogió el casco, corrió, saltó, y todos partieron, y el viento nocturno martilleó el aullido de la sirena y el poderoso trueno del metal.

Era una casa descascarada de tres pisos, en la parte vieja de la ciudad, que tenía cien años. Pero, como a todas las casas, se la había recubierto hacía varios años con una fina capa de material plástico, incombustible, y esta cubierta protectora parecía ser lo único que sostenía la casa.

—¡Llegamos!

La máquina se detuvo. Beatty, Stoneman y Black corrieron calle arriba, de pronto desagradables y gordos en sus hinchados trajes incombustibles. Montag caminó detrás de ellos.

Los tres hombres echaron abajo la puerta de la casa y agarraron a una mujer, aunque ella no intentaba escapar. La mujer estaba allí, de pie, balanceándose, con los ojos clavados en una pared sin nada, como si le hubiesen golpeado fuertemente la cabeza. La lengua se le movía fuera de la boca, y parecía como si sus ojos quisiesen recordar algo. Recordaron al fin, y la lengua volvió a moverse:

—«Anímese, señorito Ridley, encenderemos hoy en Inglaterra un cirio tal, por la gracia de Dios, que no se apagará nunca.»

—¡Cállese! —gritó Beatty—. ¿Dónde están?

Abofeteó a la mujer con una asombrosa indiferencia, y repitió la pregunta. Los ojos de la anciana se posaron en Beatty.

—Usted lo sabe, pues si no no hubiesen venido.

Stoneman le mostró a Beatty la tarjeta telefónica de alarma, con la denuncia firmada, en duplicado telefónico, en el dorso:

Hay motivos para sospechar de la bohardilla.

Calle de los Olmos. N.º 11. E. B.

—Ésa tiene que ser la señora Blake, mi vecina —dijo la mujer leyendo las iniciales.

—Muy bien, hombres, ¡a ellos!

Y los hombres se lanzaron a una oscuridad mohosa, esgrimiendo unas hachas de plata contra puertas que estaban, al fin y al cabo, abiertas. Buscaron como niños, gritando y retozando.

—¡Eh!

Una fuente de libros cayó sobre Montag mientras él subía estremeciéndose por la escalera de caracol. ¡Qué desagradable! Hasta ese día había sido como despabilar una vela. Primero llegaba la policía y tapaba con tela adhesiva la boca de la víctima y se la llevaba atada de pies y manos en coches brillantes como escarabajos, de modo que cuando uno llegaba encontraba una casa vacía. No se le hacía daño a nadie, sólo a cosas. Y como realmente no es posible hacer daño a las cosas, ya que no sienten nada, ni gritan, ni se quejan —como esta mujer podía comenzar a gritar y llorar—, no había luego remordimientos. Todo se reducía a un trabajo de limpieza. Un trabajo de portería esencialmente. Todas las cosas en su lugar. ¡Rápido, el queroseno! ¿Quién tiene un fósforo?

Pero esa noche alguien había cometido un error. Esta mujer había estropeado el ritual. Los hombres hacían demasiado ruido, riéndose, bromeando, para cubrir el terrible silencio acusador de allá abajo. La mujer hacía rugir los cuartos vacíos con sus acusaciones, y esparcía un fino polvo de culpabilidad que se les metía a los hombres por las narices. No era correcto. Montag sintió una inmensa irritación. ¡La mujer no debía estar aquí, vigilándolo todo!

Los libros le bombardearon los hombros, los brazos, la cara vuelta hacia arriba. Un libro voló, casi obedientemente, como una paloma blanca hasta sus manos, aleteando. A la luz pálida y oscilante apareció una página, como un copo de nieve, con unas palabras delicadamente impresas. En medio de aquella agitación y fervor, Montag sólo pudo leer una línea, pero que quedó fulgurando en su mente como si se la hubiesen estampado a fuego.

El tiempo se ha dormido a la luz de la tarde.

Montag soltó el libro. Inmediatamente otro le cayó en los brazos.

—¡Montag, sube!

La mano de Montag se cerró como una boca, apretó el libro contra el pecho con una salvaje devoción, con una despreocupación insensata. Los hombres, allá arriba, estaban lanzando al aire polvoriento paladas de revistas, que caían como pájaros heridos de muerte. Y la mujer estaba allí, de pie, abajo, como una niñita entre cadáveres.

Montag no había hecho nada. Todo había sido obra de su mano. La mano, con cerebro propio, con conciencia y curiosidad en cada uno de los temblorosos dedos, se le había vuelto ladrona. Ahora le metía el libro bajo el brazo, lo apretaba contra la axila sudorosa, ¡y reaparecía vacía, con un ademán de mago! ¡Miradla! ¡Inocente! ¡Mirad!

Montag observó estremeciéndose la mano blanca. La alejó de sus ojos como si fuese hipermétrope. La acercó, como si fuese ciego.

—¡Montag!

Montag se sobresaltó.

—¡No te quedes ahí, idiota!

Los libros yacían como grandes montículos de pescados puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban, y caían sobre ellos. Los ojos dorados de los títulos brillaban y desaparecían.

—¡queroseno!

Los bomberos bombearon el frío fluido desde los tanques numerados 451 que llevaban en los hombros, y bañaron los libros y las habitaciones.

Luego corrieron escaleras abajo. Montag los siguió también, tambaleándose, envuelto en vapores de queroseno.

—¡Vamos, mujer!

La mujer, arrodillada junto a los libros, tocaba los cueros y telas empapadas, leyendo los títulos dorados con los dedos, y acusando con los ojos a Montag.

—Nunca tendrán mis libros —dijo la mujer.

—Ya conoce la ley —dijo Beatty—. ¿No tiene sentido común? Ninguno de estos libros está de acuerdo con los demás. Se ha pasado la vida encerrada en una condenada torre de Babel. ¡Salga de ahí! La gente de esos libros no existió nunca. ¡Vamos, salga!

La mujer sacudió la cabeza.

—Vamos a quemar la casa —dijo Beatty.

Los hombres se alejaron torpemente hacia la puerta. Por encima del hombro miraron a Montag, que se había quedado junto a la mujer.

—¡No van a dejarla aquí! —protestó Montag.

—No quiere salir.

—¡Oblíguenla, entonces!

Beatty alzó la mano que ocultaba el encendedor.

—Tenemos que volver al cuartel. Además, estos fanáticos son siempre suicidas. La escena es familiar.

Montag puso una mano en el codo de la mujer.

—Venga conmigo, por favor.

—No —dijo la mujer—. Gracias, de todos modos.

—Voy a contar hasta diez —dijo Beatty—. Uno. Dos.

—Por favor —insistió Montag.

—Váyanse —dijo la mujer.

—Tres. Cuatro.

Montag tiró de la mujer.

—Vamos.

La mujer replicó con una voz serena:

—Quiero quedarme.

—Cinco. Seis.

—Puede dejar de contar —dijo la mujer. Abrió los dedos de una mano, ligeramente, y en la palma de la mano apareció un objeto único y delgado.

Un fósforo común de cocina.

Al ver el fósforo, los hombres echaron a correr y salieron de la casa. El capitán Beatty retrocedió lentamente con un aire de dignidad y el rosado rostro encendido por mil excitaciones y fuegos nocturnos. Dios, ¡qué cierto era eso! pensó Montag. La alarma siempre llegaba de noche. Nunca durante el día. ¿Era porque el fuego es más hermoso de noche? ¿Un espectáculo mejor, una función más interesante? El rosado rostro de Beatty mostraba ahora, en la puerta, una leve sombra de pánico. La mano de la mujer retorció el cabo del fósforo. Los vapores de queroseno florecían a su alrededor. Montag sintió que el libro escondido le latía como un corazón en el pecho.

—Váyanse —dijo la mujer, y Montag se vio a sí mismo retrocediendo, retrocediendo hacia la puerta, detrás de Beatty, escaleras abajo, a través del jardín, donde la manguera del queroseno se retorcía como el camino de alguna malvada serpiente.

En el porche, a donde había salido para agobiarlos con la mirada, con una quietud que era una condenación, la mujer esperaba, inmóvil.

Beatty se preparó a encender el queroseno.

Demasiado tarde. Montag abrió la boca.

La mujer en el porche los miró orgullosamente y rascó el fósforo contra la barandilla.

La gente salió corriendo de todas las casas y llenó la calle.

*

No dijeron nada mientras volvían al cuartel. Nadie miró a nadie. Montag iba sentado en el asiento delantero con Beatty y Black. Ni siquiera fumaron. Clavaban los ojos en el motor de la gran salamandra mientras volvían las esquinas y continuaban el viaje silencioso.

—Señorito Ridley —dijo Montag al fin.

—¿Qué? —preguntó Beatty.

—La mujer dijo: «Señorito Ridley». Dijo algo disparatado cuando llegamos a la puerta. «Anímese» dijo. «Señorito Ridley.» Algo, algo, algo.

—«Encenderemos hoy en Inglaterra un cirio tal, por la gracia de Dios, que no se apagará nunca» —dijo Beatty.

Stoneman lanzó una ojeada por encima del hombro al capitán. Montag hizo lo mismo, sorprendido.

Beatty se rascó la barbilla.

—Un hombre llamado Latimer le dijo eso a otro llamado Nicholas Ridley, cuando iban a quemarlos vivos en Oxford, por herejía, el 16 de octubre de 1555.

Montag y Stoneman volvieron a mirar la calle que se deslizaba bajo las ruedas.

—Sé muchas anécdotas y frases —dijo Beatty—. Es casi inevitable en un capitán de bomberos. A veces me sorprendo a mí mismo. ¡Cuidado, Stoneman!

Stoneman frenó el camión.

—Maldita sea —dijo Beatty—. Ya has pasado la calle que lleva al cuartel.

—¿Quién es?

—¿Quién va a ser? —dijo Montag, apoyándose de espaldas contra la puerta cerrada, en la oscuridad.

Su mujer dijo al fin:

—Bueno, enciende la luz.

—No quiero luz.

—Pues acuéstate.

Montag oyó que su mujer se daba vuelta, impaciente. Los muelles del colchón chillaron.

—¿Estás borracho? —preguntó la mujer.

La mano entonces inició otra vez su tarea. Montag sintió que una mano y luego la otra lo libraban de la chaqueta y la dejaban caer. Sostuvieron luego el pantalón, sobre un abismo, y lo soltaron en la oscuridad. Montag tenía infectadas las manos, y pronto se le infectarían los brazos. Podía sentir el veneno que le subía por la muñeca, hasta el codo y el hombro, y luego el salto de omóplato a omóplato, como una chispa que salta sobre la nada. Tenía unas manos famélicas, y los ojos estaban ya sintiendo hambre, como si debiesen mirar algo, cualquier cosa, todo.

—¿Qué estás haciendo? —dijo la voz de su mujer.

Montag trastabilló, con el libro entre los dedos sudorosos y fríos.

—Bueno —dijo la mujer un minuto más tarde—. No te quedes ahí en medio de la habitación.

Montag emitió un débil sonido.

—¿Qué? —preguntó la mujer.

Montag volvió a emitir aquel sonido suave. Se acercó tanteando a la cama y escondió torpemente el libro bajo la almohada. Cayó en la cama. Su mujer se sobresaltó y dio un grito.

Montag estaba allí, en el cuarto, muy lejos de ella, en una isla invernal aislada del mundo por un mar desierto. Descubrió de pronto que su mujer estaba hablando, hablando de muchas cosas, y eran sólo palabras, como las que había oído una vez a un niño de dos años, palabras inventadas, una jerga, ruidos agradables. Pero Montag no dijo nada, escuchó aquellos sonidos, y después de un rato oyó que su mujer atravesaba la habitación, se paraba junto a él, y le ponía la mano en la mejilla. Montag supo que cuando le sacase la mano, la mujer descubriría que estaba húmeda.

Más tarde Montag miró a Mildred. Estaba despierta. Una leve melodía bailaba en el aire. Mildred se había llevado otra vez el Caracol al oído y escuchaba a gentes distantes, de lugares distantes, con los ojos abiertos y clavados en los abismos de negrura que flotaban sobre ella en el techo.

¿No había un viejo chiste acerca de la mujer que habla tanto por teléfono que el marido, desesperado, corre a la tienda más próxima y la llama por teléfono para preguntarle qué cenaremos esta noche? Bueno, entonces, ¿por qué no se compraba él una estación Caracol transmisora y le hablaba a su mujer, murmuraba, suspiraba, gritaba, aullaba, tarde, de noche? ¿Pero qué podía murmurar, qué podía aullar? ¿Qué podía decir?

Y de pronto Mildred le pareció tan extraña que era como si no la conociese. Él, Montag, estaba en una casa ajena, como en esos otros viejos chistes acerca de un señor que vuelve borracho a su casa, y se equivoca de puerta, y se equivoca de habitación, y se acuesta con una desconocida, y se levanta temprano a trabajar, y ninguno se ha dado cuenta.

—¿Millie...? —suspiró Montag.

—¡Qué!

—No pensé que iba a asustarte. Sólo quería saber...

—¿Y bien?

—¿Cuándo nos encontramos? ¿Y dónde?

—¿Cuándo nos encontramos para qué? —le preguntó Mildred.

—Quiero decir... por primera vez.

Montag supo que Mildred fruncía el ceño en la oscuridad. Explicó:

—La primera vez que nos encontramos, ¿dónde fue, y cuándo?

—Bueno, fue en... —Mildred se detuvo—. No sé —dijo.

Montag sentía frío.

—¿No recuerdas?

—Hace tanto tiempo.

—Sólo diez años, nada más. ¡Sólo diez años!

—No te excites. Estoy tratando de pensar. —La mujer lanzó una curiosa risita que subía y subía—. Gracioso, qué gracioso, no recordar cuándo se conoció al marido o la mujer.

Montag se frotaba los ojos, la frente, y la nuca, con movimientos lentos. Se apretó los ojos con las manos como para poner la memoria en su sitio. No había de pronto nada más importante en la vida que saber dónde había conocido a Mildred.

—No tiene importancia —dijo Mildred, y se levantó, y fue al cuarto de baño.

Montag oyó el ruido del agua, y los sonidos de Mildred al tragar.

—No, supongo que no —dijo.

Trató de contar cuántas veces tragaba, y recordó la visita de los dos hombres de cara de zinc oxidado, con los cigarrillos en las bocas rectas, y la Serpiente de Ojo Eléctrico que horadaba capa tras capa de noche y piedra y agua estancada. Y quiso llamarla y gritarle: ¡cuántas tomaste esta noche, las cápsulas, cuántas tomarás más tarde sin darte cuenta! ¡Y así siempre a toda hora! ¡Y si no esta noche mañana por la noche! Y yo sin dormir, ni esta noche, ni mañana por la noche, ni ninguna noche, durante mucho tiempo. Y vio a Mildred acostada, con los dos técnicos de pie junto a ella, no inclinados hacia ella con preocupación, sino de pie, muy derechos, con los brazos cruzados. Y recordó que había pensado entonces que si ella se moría, él, Montag, no derramaría ni una lágrima. Pues sería como la muerte de una mujer desconocida, de una cara de la calle, de una imagen del periódico, y de pronto todo le pareció tan falso que se echó a llorar, no ante la idea de la muerte, sino ante la idea de no llorar la muerte. Un hombre tonto y vacío que vivía con una mujer tonta y vacía, mientras la serpiente hambrienta la vaciaba todavía más.

¿Cómo te has vaciado tanto? se preguntó. ¿Quién te sacó todo de adentro? ¡Y aquella horrible flor del otro día, el diente de león! Fue el colmo, ¿no es verdad? «¡Qué lástima! ¡No está enamorado de nadie!» ¿Y por qué no?

Bueno, ¿no había de veras un muro entre él y Mildred? ¡No sólo un muro, sino dos, y tres! ¡Y un muro caro, además! ¡Y los tíos, las tías, los primos, los sobrinos que vivían en ese muro, el farfullante hato de monos que no decían nada, nada, y a gritos, a gritos! Desde un comienzo habían sido parientes para Montag. «¿Cómo está hoy el tío Luis?» «¿Quién?» «¿Y la tía Maude?» La imagen más significativa que tenía de Mildred, realmente, era la de una niñita en un bosque sin árboles (¡qué raro!), o quizá una niñita en una llanura donde había habido árboles (uno podía sentir el recuerdo de sus sombras alrededor): sentada en el centro de la sala de recibo. La sala de recibo, qué nombre bien aplicado. A cualquier hora que entrase en la casa, alguien estaba hablando con Mildred.

—¡Hay que hacer algo!

—¡Sí, hay que hacer algo!

—Bueno, ¡basta de hablar entonces!

¡Hagámoslo!

—¡Me siento tan furioso que podría escupir!

¿De qué se trataba en verdad? Mildred no podía decirlo. ¿Quién estaba enojado con quién? Mildred no lo sabía. ¿Qué iban a hacer? Bueno, dijo Mildred, esperemos y veamos.

Montag ya esperaba para ver.

Un enorme trueno brotó de las paredes. La música bombardeó a Montag con tal volumen que los huesos casi se le despegaron de los tendones. Sintió que le vibraba la mandíbula, y que los ojos se le sacudían en las órbitas. Cuando todo terminó, se sintió como un hombre a quien habían tirado en un precipicio, metido en una centrífuga y arrojado a una catarata que caía y caía en la nada y la nada, y nunca... llegaba... del todo... al fondo... nunca... nunca... del todo... llegaba... al fondo... y la caída era tan rápida que uno no tocaba ni siquiera los costados... nunca... llegaba... a nada.

El trueno agonizó. La música murió.

—Ya está —dijo Mildred.

Era de veras algo notable. Algo había ocurrido. Aunque la gente de las paredes se había movido apenas, y nada había cambiado realmente, parecía como si alguien hubiese puesto en movimiento una máquina de lavar, o lo hubiese sumergido a uno en un gigantesco tubo neumático. Uno se ahogaba en música y cacofonía pura. Montag salió sudando de la habitación, al borde del colapso. Detrás quedaba Mildred, sentada en su silla, escuchando otra vez las voces:

—Bueno, todo irá bien ahora —dijo una «tía».

—Oh, no estés muy segura —dijo un «primo».

—Vamos, no te enojes.

—¿Quién se enoja?

—Tú.

—¿Yo?

—¡Sí, tú!

—¿Y por qué?

—Ya lo sabes.

—Todo eso está muy bien —gritó Montag—, pero, ¿por qué están enojados? ¿Quién es esa gente? ¿Quién es ese hombre y quién esa mujer? ¿Están casados, divorciados, comprometidos, o qué? Buen Dios, nada tiene relación con nada.

—Han... —dijo Mildred—. Bueno, han... han tenido esa pelea. Una pelea seria. Ya oíste. Creo que están casados. Sí, están casados. ¿Por qué?

Y si no eran las tres paredes (que pronto serían cuatro para completar el sueño), era el coche abierto y Mildred que conducía a ciento cincuenta kilómetros por hora, y él que le gritaba a Mildred, y Mildred que le gritaba a él, y ambos que trataban de oír lo que decía el otro, y oían sólo el ruido del motor.

—¡Por lo menos baja a mínima! —aullaba Montag.

—¿Qué? —gritaba Mildred.

—¡Baja a ochenta, la mínima!

—¿La qué? —chillaba Mildred.

—¡Velocidad! —gritaba Montag.

Y Mildred corría entonces a ciento noventa kilómetros por hora y dejaba a Montag sin aliento.

Cuando salían del coche, Mildred ya se había puesto los Caracoles en las orejas.

Silencio. Sólo el viento que soplaba débilmente. Montag se movió en la cama.

—Mildred.

Se incorporó, estiró un brazo y le sacó el diminuto insecto musical de la oreja.

—¡Mildred! ¡Mildred!

—Sí.

La voz de Mildred apenas se oía.

Montag se sintió como una de aquellas criaturas insertadas electrónicamente en las paredes: hablaba, pero sus palabras no atravesaban la barrera de cristal. Sólo podía representar una pantomima, con la esperanza de que Mildred volviera la cabeza y lo viese. No podían tocarse a través del vidrio.

—Mildred, ¿conoces a esa chica de la que te hablé?

—¿Qué chica?

Mildred estaba casi dormida.

—La chica de al lado.

—¿Qué chica de al lado?

—Ya sabes, esa chica que va al colegio. Clarisse se llama.

—Oh, sí —dijo la mujer.

—No la he visto estos últimos días... Cuatro días, exactamente. ¿La has visto tú?

—No.

—Había pensado en hablarte de ella. Es curioso.

—Oh, ya sé a quién te refieres.

—Eso pensaba.

—La chica... —murmuró Mildred en la oscuridad del cuarto.

—Sí, ¿qué pasa con ella? —preguntó Montag.

—Iba a decírtelo. Me olvidé. Me olvidé.

—Dímelo ahora. ¿Qué pasa?

—Creo que se ha ido.

—¿Se ha ido?

—Toda la familia se ha mudado a alguna parte. Pero la chica se ha ido de veras. Creo que se murió.

—No podemos estar hablando de la misma chica.

—Sí. La misma. McClellan. La atropello un coche. Hace cuatro días. No estoy segura. Pero creo que se murió. La familia se fue a otra parte. No sé a dónde. Pero creo que la chica se murió.

—¡No estás segura!

—No, no estoy segura. No del todo.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Me olvidé.

—¡Hace cuatro días!

—Me olvidé completamente.

—Hace cuatro días —murmuró Montag, sin moverse.

Ambos callaron unos instantes, inmóviles, acostados en la oscuridad.

—Buenas noches —dijo Mildred.

Montag oyó un débil susurro. El dedal eléctrico se encendió y se movió como una mantis religiosa sobre la almohada. Ahora estaba otra vez en la oreja de Mildred, zumbando.

Montag escuchó. Mildred cantaba entre dientes.

Fuera de la casa se estremeció una sombra, un viento otoñal se alzó y murió. Pero había algo más en aquel silencio. Como un aliento que empañaba los vidrios. Como un débil jirón de humo verdoso y luminiscente; el movimiento de una única y enorme hoja de octubre que volaba sobre el jardín, alejándose.

El Sabueso, pensó Montag. Está ahí afuera esta noche. Está ahí ahora. Si yo abriese la ventana...

No abrió la ventana.

Montag, a la mañana, temblaba y tenía fiebre.

—No puedes estar enfermo —dijo Mildred.

Montag cerró los párpados afiebrados.

—Sí —dijo.

—Pero anoche estabas bien.

—No, no estaba bien.

Montag oía a los «parientes» que conversaban en la sala.

Mildred estaba de pie junto a la cama de su marido, mirándolo con curiosidad. Montag la veía sin abrir los ojos: el pelo quemado por materias químicas y reducido a una paja quebradiza, los ojos con algo parecido a una catarata invisible, pero que podía adivinarse allá en el fondo; los labios enrojecidos y enfurruñados; el cuerpo tan delgado como el de un insecto a causa de la dieta, y la carne blanca como el tocino.

—¿Me traerás una aspirina y un vaso de agua?

—Tienes que levantarte —dijo Mildred—. Es mediodía. Has dormido cinco horas más que de costumbre.

—¿Apagarás las paredes de la sala?

—Es mi familia.

—¿La apagarás para un hombre enfermo?

—La apagaré.

Mildred salió del cuarto, no hizo nada en la sala, y volvió.

—¿Está mejor así?

—Gracias.

—Es mi programa favorito —dijo Mildred.

—¿Y la aspirina?

—Nunca te enfermaste antes.

Mildred volvió a salir del cuarto.

—Bueno, estoy enfermo ahora. Esta noche no iré a trabajar. Llama a Beatty en mi nombre.

Mildred regresó tarareando.

—Estabas raro anoche.

Montag miró el vaso de agua que le traía su mujer.

—¿Dónde está la aspirina?

—Oh. —Mildred fue otra vez hasta el cuarto de baño—. ¿Ocurrió algo?

—Un incendio, nada más.

—Yo pasé una linda noche —dijo Mildred, desde el baño.

—¿Qué hiciste?

—Estuve en la sala.

—¿Qué había?

—Programas.

—¿Qué programas?

—De los mejores.

—¿Con quién?

—Oh, ya sabes, la pandilla.

—Sí, la pandilla, la pandilla.

Montag se apretó los ojos doloridos, y de pronto el olor del queroseno lo hizo vomitar.

Mildred entró en el cuarto, cantando en voz baja.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó sorprendida.

Montag miró distraídamente el piso.

—Quemamos a una vieja anoche.

—Por suerte la alfombra es lavable —dijo Mildred. Trajo un estropajo y lo pasó por la alfombra—. Anoche fui a casa de Helen.

—¿No puedes ver la función en tu propia sala?

—Claro que sí, pero me gusta ir de visita.

Mildred se encaminó hacia la sala. Montag la oyó cantar.

—¿Mildred? —llamó.

Mildred volvió, cantando, castañeteando levemente los dedos.

—¿No vas a preguntarme de anoche? —dijo Montag.

—¿Qué pasó?

—Quemamos mil libros. Quemamos una mujer.

—¿Y bien?

El ruido hacía estallar la sala.

—Quemamos ejemplares de Dante y Swift y Marco Aurelio.

—¿Un europeo?

—Algo parecido.

—¿Un radical?

—Nunca lo leí.

—Un radical. —Mildred jugueteaba con el teléfono—. No querrás que llame ahora al capitán Beatty, ¿no?

—¡Tienes que llamarlo!

—¡No grites!

—No grito. —Montag se había sentado de pronto en la cama, enojado, tembloroso, enrojecido. La sala rugía en el mediodía caluroso—. No puedo llamarlo. No puedo decirle que estoy enfermo.

—¿Por qué?

Porque tienes miedo, pensó Montag. Un niño que finge sentirse enfermo, y que luego de unos instantes de discusión dirá: «Sí, capitán, ya estoy mejor. Llegaré ahí a las diez de la noche.»

—No estás enfermo —dijo Mildred.

Montag se acostó otra vez. Buscó bajo la almohada. El libro estaba todavía allí.

—Mildred, ¿qué te parece si, bueno, dejo el trabajo un tiempo?

—¿Quieres perderlo todo? Después de tantos años de trabajo, sólo porque una noche cualquiera una vieja y sus libros...

—¡Tendrías que haberla visto, Millie!

—No significa nada para mí. ¿Por qué guardaba esos libros? Conocía las consecuencias, pudo haberlo pensado. La odio. Has cambiado por su culpa, y pronto no tendrás casa, ni trabajo, ni nada.

—No estabas allí, no la viste —dijo Montag—. Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para que una mujer se deje quemar viva. Tiene que haber algo. Uno no muere por nada.

—Era una tonta.

—Era tan inteligente como tú o como yo, quizá más, y la quemamos.

—Agua que no has de beber, déjala correr.

—No, no agua, fuego. ¿Has visto alguna vez una casa incendiada? Humea durante días. Bueno, este incendio durará en mí hasta el día de mi muerte. ¡Dios! He tratado de apagarlo, en mi interior, durante toda la noche. He tratado hasta de volverme loco.

—Debiste pensarlo antes de hacerte bombero.

—¡Pensarlo! —dijo Montag—, ¿Acaso tuve ocasión de elegir? Mi abuelo y mi padre fueron bomberos. Soñaba con imitarlos.

La sala tocaba un aire de danza.

—Hoy trabajas en el primer turno —dijo Mildred—, Tenías que haber salido hace más de dos horas. No me acordaba.

—No se trata sólo de la mujer que murió —dijo Montag—. Anoche pensé en todo el queroseno que usé en los últimos diez años. Y pensé en los libros. Y por primera vez comprendí que detrás de cada libro hay un hombre. Un hombre que tuvo que pensarlo. Un hombre que empleó mucho tiempo en llevarlo al papel. Nunca se me había ocurrido. —Montag dejó la cama—. Y a algún hombre le costó quizá una vida entera expresar sus pensamientos, y de pronto llego yo y ¡bum!, y en dos minutos todo ha terminado.

—Déjame tranquila —dijo Mildred—. Yo no he hecho nada.

—¡Que te deje tranquila! Está bien, pero ¿quién me tranquiliza a mí? No necesitamos estar tranquilos. A veces debemos preocuparnos. ¿Desde cuándo no estás realmente preocupada? Preocupada por algo importante, algo verdadero.

Y en seguida Montag calló. Recordó la semana pasada y las dos estatuas de piedra con los ojos clavados en el techo, y la bomba-serpiente, con un ojo sonda. Y los dos hombres de cara de jabón hablaban y los cigarrillos se les movían entre los labios. Pero aquélla era otra Mildred, una Mildred hundida tan profundamente en esta otra, y tan preocupada, tan realmente preocupada, que las dos mujeres no se habían encontrado nunca. Montag se volvió.

—Bueno —le dijo Mildred—. Ya lo hiciste. Mira quién está. Fuera de la casa.

—No me importa.

—Acaba de llegar un coche Fénix, y un hombre de camisa negra, con una serpiente anaranjada bordada en la manga, viene hacia aquí.

—¿El capitán Beatty? —preguntó Montag.

—El capitán Beatty.

Montag no se movió. Se quedó mirando, fijamente, la blancura fría de la pared.

—Ve a recibirlo, ¿quieres? Dile que estoy enfermo.

—¡Díselo tú!

Mildred dio rápidamente unos pasos a la izquierda, otros pasos a la derecha, y se detuvo, con los ojos muy abiertos. El altoparlante de la puerta la llamaba en voz baja: señora Montag, señora Montag, alguien vino, alguien vino, señora Montag, señora Montag, alguien vino. Luego silencio.

Montag comprobó si el libro estaba bien escondido bajo la almohada, volvió a acostarse, lentamente, arregló la colcha sobre las rodillas y el pecho, se incorporó a medias, y Mildred salió del cuarto, y el capitán Beatty entró a grandes pasos con las manos en los bolsillos.

—Apague a los «parientes» —dijo Beatty echando una ojeada a todo excepto a Montag y su mujer.

Mildred corrió esta vez. Las voces dejaron de aullar en la sala.

El capitán Beatty se sentó en la más cómoda de las sillas con una expresión serena en la cara rubicunda. Preparó y encendió lentamente su pipa de bronce y lanzó una gran bocanada de humo.

—Pasaba por aquí y se me ocurrió ver al enfermo.

—¿Cómo lo supo?

Beatty sonrió con una sonrisa que exhibía el rosado de caramelo de las encías y la blancura de caramelo de los dientes.

—Me lo imaginé. Ibas a pedir franco esta noche.

Montag se sentó en la cama.

—Bueno —dijo Beatty—, ¡tómate la noche! —Examinó la caja de cerillas eternas. En la tapa se leía: garantizadas: encienden un millón de veces. Beatty tomó una cerilla y la frotó distraídamente contra un costado de la caja, encendiéndola, apagándola, encendiéndola, apagándola, encendiéndola, diciendo alguna frase, apagándola. Observó la llama. Sopló. Observó el humo—. ¿Cuándo estarás bien?

—Mañana. Pasado mañana quizá. Los primeros días de la semana que viene.

Beatty aspiró una bocanada de humo.

—Todo bombero —dijo— tarde o temprano pasa por esto. Sólo les falta entender, saber cómo funciona la máquina. Conocer la historia de la profesión. Hoy apenas se informa a los novicios. Es lamentable. —Una bocanada—. Sólo los jefes lo recuerdan. —Otra bocanada—. Te diré de qué se trata.

Mildred se movió, inquieta.

Beatty tardó un minuto en acomodarse y recordar qué quería decir.

—¿Cuándo comenzó todo esto, te preguntas, este trabajo, cómo se organizó, cuándo, dónde? Bueno, yo diría que comenzó realmente en una llamada Guerra Civil. Aunque según nuestro reglamento fue fundado antes. Pero en verdad no progresamos hasta que apareció la fotografía. Luego las películas cinematográficas, a principios del siglo veinte. La radio. La televisión. Las cosas comenzaron a ser masa.

Montag no se movía.

—Y como eran masa, se hicieron más simples —dijo Beatty—. En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros descendieron hasta convertirse en una pasta de budín, ¿me entiendes?

—Creo que sí.

Beatty contempló las formas del humo que había lanzado al aire.

—Píntate la escena. El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Digestos. Formato chico. La mordaza, la instantánea.

—La instantánea —repitió Mildred asintiendo con movimientos de cabeza.

—Los clásicos reducidos a audiciones de radio de quince minutos; reducidos otra vez a una columna impresa de dos minutos, resumidos luego en un diccionario en diez o doce líneas. Exagero, por supuesto. Los diccionarios eran obras de consulta. Pero muchos sólo conocían de Hamlet (tú seguramente conoces el título, Montag; para usted probablemente es sólo el débil rumor de un título, señora Montag), muchos, repito, sólo conocían de Hamlet un resumen de una página en un libro que decía: Ahora usted puede leer todos los clásicos. Lúzcase en sociedad. ¿Comprendeos? Del jardín de infantes al colegio, y vuelta al jardín de infantes. Ese ha sido el desarrollo espiritual del hombre durante los últimos cinco siglos.

Mildred se puso de pie y comenzó a dar vueltas por el cuarto, levantando cosas y volviéndolas a poner en su lugar. Beatty no le prestó atención.

—Cámara rápida, Montag —continuó—. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!

Mildred alisó la colcha y arregló la almohada. Montag sintió que el corazón le saltaba una y otra vez en el pecho. Mildred lo tomaba ahora del hombro para que se moviese. Quería sacar la almohada y arreglarla bien, y ponerla otra vez en la cama. Y quizá gritaría, con los ojos muy abiertos, o extendería simplemente la mano diciendo: «¿Qué es esto?», y alzaría inocentemente el libro.

—Se abreviaron los años de estudio, se relajó la disciplina, se dejó de lado la historia, la filosofía y el lenguaje. Las letras y la gramática fueron abandonadas, poco a poco, poco a poco, hasta que se las olvidó por completo. La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?

—Deja que te arregle la almohada —dijo Mildred.

—¡No! —murmuró Montag.

—La cremallera reemplazó al botón, y el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del alba, una hora filosófica, y por lo tanto una hora melancólica.

—Déjame —insistió Mildred.

—Vete —dijo Montag.

—La vida se redujo a ruidos e interjecciones, Montag. ¡Sólo bum, pam y uf!

—Uf —dijo Mildred tirando de la almohada.

—¡Déjame, por amor de Dios! —gritó Montag.

Beatty miró a Montag con los ojos muy abiertos.

La mano de Mildred se había helado bajo la almohada. Siguió con los dedos el contorno del libro, reconoció la forma, e hizo un gesto de sorpresa y luego de estupefacción. Abrió la boca como si fuera a hacer una pregunta.

—Sólo los payasos pudieron seguir en los teatros, y se adornaron las habitaciones con paredes de vidrio y bonitos colores que subían y bajaban como confeti o sangre o jerez o sauternes. A ti te gusta el béisbol, ¿no, Montag?

—Es un hermoso juego.

Beatty era ahora casi invisible: una voz en alguna parte detrás de una cortina de humo.

—¿Qué es esto? —preguntó Mildred casi riéndose. Montag se apoyó pesadamente contra los brazos de su mujer—. ¿Qué es esto?

—¡Siéntate! —aulló Montag. Mildred retrocedió de un salto, con las manos vacías—. ¡Estamos hablando!

Beatty continuó como si no hubiese pasado nada.

—¿Te gustan los bolos, Montag?

—Los bolos, sí.

—¿Y el golf?

—El golf es un hermoso juego.

—¿Baloncesto?

—Un hermoso juego.

—¿El billar? ¿El fútbol?

—Hermosos juegos también.

—Deportes al alcance de todos, espíritu de grupo, diversión y no hay que pensar, ¿eh? Organizar y superorganizar super superdeportes. Más impaciencia. Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte. El refugio de la gasolina. Las ciudades se transforman en campamentos, la gente en hordas nómadas que van de lugar en lugar siguiendo las mareas lunares, durmiendo esta noche en el cuarto donde tú dormiste el mediodía anterior y yo dormí la noche anterior.

Mildred se fue y cerró de un golpe la puerta. Las «tías» de la sala comenzaron a reírse de los «tíos» de la sala.

—Bien, examinemos ahora nuestras minorías. Cuanto más grande la población, más minorías. No tratemos de entender a los aficionados a los perros, los aficionados a los gatos, los doctores, abogados, comerciantes, jefes, mormones, baptistas, unitarios, descendientes de chinos, suecos, italianos, alemanes, tejanos, neoyorquinos, irlandeses, gente de Oregón o México. La gente de este libro, esta pieza teatral, esta novela de TV, no trata de representar a ningún pintor o cartógrafo o mecánico actual, ni de ninguna parte. ¡Cuanto más grande sea el mercado, Montag, menos discusiones! ¡No lo olvides!

»Autores llenos de pensamientos malignos, ¡cerrad vuestras máquinas de escribir! Así lo hicieron. Las revistas se transformaron en una bonita mezcla de vainilla y tapioca. Los libros, así dijeron los críticos condenadamente snobs, eran agua chirle. Es natural que no se vendan libros, dijeron esos hombres. Pero el público sabía lo que quería, y girando alegre y velozmente hizo sobrevivir los libros de historietas. Y las revistas con mujeres tridimensionales, por supuesto. Y no es eso todo, Montag. No comenzó en el gobierno. No hubo órdenes, ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, y la presión de las minorías provocó todo esto, por suerte. Hoy, gracias a ellos, uno puede ser continuamente feliz, se pueden leer historietas, las viejas y buenas confesiones, los periódicos comerciales.

—Sí, pero ¿y los bomberos?

—Ah. —Beatty se inclinó hacia adelante, envuelto en la débil niebla de su pipa—. ¿Qué más sencillo y natural? Con escuelas que lanzan al mundo más corredores, saltarines, voladores, nadadores en vez de caminadores, críticos, conocedores y creadores imaginativos, la palabra «intelectual» se convirtió en la interjección que merecía ser. Uno siempre teme las cosas insólitas. Recuerdas seguramente a un compañero de escuela excepcionalmente brillante, que recitaba las lecciones y respondía a las preguntas mientras los demás lo miraban con odio, inmóviles como estatuas de plomo. ¿Y no era a este mismo compañero brillante al que golpeaban y torturaban al salir de la escuela? Claro que sí. Todos debemos parecernos. No nacemos libres e iguales, como dice la Constitución, nos hacemos iguales. Todo hombre es la imagen de todos los demás, y todos somos así igualmente felices. No hay montañas sobrecogedoras que puedan empequeñecernos. La conclusión es muy sencilla. Un libro, en manos de un vecino, es un arma cargada. Quémalo. Saca la bala del arma. Abre la mente del hombre. ¿Se sabe acaso quién puede ser el blanco de un hombre leído? ¿Yo? No puedo aceptarlo. Y así, cuando las casas de todo el mundo fueron incombustibles (tu presunción de la otra noche era correcta) no se necesitaron bomberos para cumplir la antigua función. Se les dio otro trabajo, el de custodios de la paz de nuestras mentes, el centro de nuestro comprensible y recto temor a ser inferiores. El bombero se transformó en censor, juez y ejecutor oficial. Eso eres tú, Montag, y eso soy yo.

Mildred abrió la puerta de la sala y miró a los dos hombres, primero a Beatty y luego a Montag. Detrás de ella, unos fuegos de artificio verdes, amarillos y anaranjados llenaban las paredes siseando y estallando en una música de tambores, timbales y címbalos. La boca de Mildred se movía, como diciendo algo, pero el ruido tapaba las palabras.

Beatty golpeó la pipa en la palma de su mano rosada y estudió las cenizas como si fuesen un símbolo que había que estudiar y descifrar.

—Debes comprender que nuestra civilización, tan vasta, no permite minorías. Pregunta tú mismo. ¿Qué queremos en este país por encima de todo? Ser felices, ¿no es verdad? ¿No lo has oído centenares de veces? Quiero ser feliz, dicen todos. Bueno, ¿no lo son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos, ¿no es así?, para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia.

—Sí.

Montag podía leer, en el movimiento de los labios, lo que decía Mildred desde el umbral. Pero no quería mirarle la boca, pues entonces Beatty volvería la cabeza y leería también aquellas palabras.

—¿A la gente de color no le gusta El negrito Sambo? Quémalo. ¿Los blancos se sienten incómodos con La cabaña del tío Tom? Quémalo. ¿Alguien escribió una obra acerca del tabaco y el cáncer pulmonar? ¿Los fumadores están afligidos? Quema la obra. Serenidad, Montag. Paz, Montag. Afuera los conflictos. Mejor aún, al incinerador. ¿Los funerales son tristes y paganos? Elimina los funerales. A los cinco minutos de morir, el hombre ya está de camino a la Gran Caldera: incineradores abastecidos por helicópteros y distribuidos todo a lo largo del país. Diez minutos después de la muerte, el hombre es una motita de polvo oscuro. No aflijamos a los hombres con recuerdos. Que olviden. Quememos, quemémoslo todo. El fuego es brillante y limpio.

Los fuegos de artificio murieron en la sala detrás de Mildred. Mildred dejó de hablar casi al mismo tiempo; una milagrosa coincidencia. Montag contuvo la respiración.

—Había una muchacha en la casa de al lado —dijo, lentamente—. Se ha ido. Creo que ha muerto. Ni siquiera recuerdo su cara. Pero era diferente. ¿Cómo... cómo pudo ocurrir?

Beatty sonrió.

—Aquí o allá, ocurre a veces. ¿Clarisse McClellan? Tenemos registrada a la familia. Los hemos vigilado. La herencia y el ambiente son cosas raras. No es posible eliminar en poco tiempo todos los obstáculos. El ambiente hogareño puede destruir en gran parte la obra de la escuela. Por eso la edad de la admisión en el jardín de infantes ha ido disminuyendo año tras año y ahora sacamos a los niños casi de la cuna. Hubo varias falsas alarmas a propósito de los McClellan cuando vivían en Chicago. Nunca se encontró un libro. El tío tenía un prontuario confuso: antisocial. ¿La muchacha? Era una bomba de tiempo. La familia había estado alimentando el subconsciente de la niña. Estoy casi seguro; examiné los registros de la escuela. No quería saber cómo se hacen las cosas, sino por qué. Esto puede resultar embarazoso. Uno empieza con los porqués, y termina siendo realmente un desgraciado. La pobre chica está mejor muerta.

—Sí, muerta.

—Por suerte gente rara como ella aparece pocas veces. Los curamos casi siempre en estado larval. No es posible construir una casa sin clavos ni maderas. Si no quieres que se construya una casa, esconde los clavos y la madera. Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno. Que olvide que existe la guerra. Es preferible que un gobierno sea ineficiente, autoritario y aficionado a los impuestos a que la gente se preocupe por esas cosas. Paz, Montag. Que la gente intervenga en concursos donde haya que recordar las letras de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de los Estados, o cuánto maíz cosechó Iowa el año último. Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán una sensación de movimiento sin moverse. Y serán felices, pues los hechos de esa especie no cambian. No les des materias resbaladizas, como filosofía o psicología, que engendran hombres melancólicos. El que pueda instalar en su casa una pared de TV, y hoy está al alcance de cualquiera, es más feliz que aquel que pretende medir el universo, o reducirlo a una ecuación. Las medidas y las ecuaciones, cuando se refieren al universo, dan al hombre una sensación de inferioridad y soledad. Lo sé, lo he probado. Al diablo con esas cosas. ¿Qué necesitamos entonces? Más reuniones y clubes, acróbatas y magos, automóviles de reacción, helicópteros, sexo y heroína. Todo lo que pueda hacerse con reflejos automáticos. Si el drama es malo, si la comedia es insulsa, si la película no dice nada, golpéame con el theremín, ruidosamente. Me parecerá entonces que estoy respondiendo a la obra. En realidad, respondo con reacciones táctiles a las vibraciones. No interesa. Quiero entretenimientos sólidos. —Beatty se incorporó—. Debo irme. La conferencia ha terminado. Espero haber aclarado las cosas. No lo olvides, Montag, esto es lo más importante. Somos los Muchachos Felices, el Conjunto del Buen Humor, tú y yo, y todos los otros. Somos un dique contra esa pequeña marea que quiere entristecer el mundo con un conflicto de pensamientos y teorías. Sostenemos el dique con nuestras manos. No lo sueltes. No dejes que un torrente de melancolía y filosofía lóbrega invada el universo. Dependemos de ti. No sé si entiendes qué importante eres , qué importantes somos nosotros, para que no se pierda la felicidad del mundo.

Beatty estrechó la mano débil de Montag. Montag no se movió. Parecía como si la casa estuviera derrumbándose a su alrededor, y él no pudiera moverse. Mildred había desaparecido de la puerta.

—Una última palabra —dijo Beatty—. Una vez por lo menos en su vida, el bombero se siente picado de curiosidad. ¿Qué dirán los libros? se pregunta. Ah, poder rascarse esa picadura, ¿eh? Bueno, Montag, créeme. He leído unos pocos libros en mi juventud, sé de qué se trata. ¡Los libros no dicen nada! Nada que puedas aprender o creer. Hablan de gentes que no existen. Delirios imaginativos, cuando son obras de ficción. Y si no son de ficción, peor aún. Un profesor que llama idiota a otro, un filósofo que clava los dientes en el gaznate de otro. Todos corren de aquí para allá, apagando las estrellas, extinguiendo el sol. Uno se siente perdido.

—Bueno, ¿y qué ocurre si un bombero se lleva accidentalmente, no a propósito, un libro a su casa? —dijo Montag estremeciéndose.

La puerta entreabierta lo miraba con un enorme ojo vacío.

—Un error disculpable. Curiosidad, nada más —dijo Beatty—, No nos preocupamos demasiado, ni nos enojamos. Dejamos que el bombero guarde el libro veinticuatro horas. Si en ese plazo no lo quema, vamos y se lo quemamos nosotros.

—Claro —dijo Montag con la boca seca.

—Bueno, Montag. ¿Trabajarás hoy en otro turno? ¿Contamos contigo esta noche?

—No sé —dijo Montag.

—¿Qué?

Beatty parecía algo sorprendido.

—Iré más tarde. Quizá.

—Te extrañaremos de veras si faltas —dijo Beatty, guardándose la pipa en el bolsillo.

No iré nunca, pensó Montag.

—Que te pongas bien y sigas bien —dijo Beatty.

Se volvió y salió por la puerta abierta.

Montag miró por la ventana mientras Beatty se alejaba en su coche, amarillo como el fuego, con ruedas cenicientas.

Del otro lado de la calle se alzaban los frentes chatos de las casas. ¿Qué había dicho Clarisse una tarde? «No hay porches. Mi tío dice que antes había porches. Y la gente se sentaba allí en las noches de verano, y hablaba cuando tenía ganas de hablar, y se balanceaba en las mecedoras, y no hablaba cuando no tenía ganas de hablar. A veces se quedaban allí, simplemente, y pensaban cosas. Mi tío dice que los arquitectos suprimieron los porches con la excusa de que no quedaban bien. Pero la verdadera razón, la razón oculta, era otra. No querían que la gente se pasase las horas sin hacer nada, ésa no era la verdadera vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Así que suprimieron los porches. Y los jardines también. Ya no más jardines para estar en ellos. Y mire los muebles. No más mecedoras. Son demasiado cómodas. La gente debe estar de pie, y corriendo de un lado a otro. Mi tío dice... y... mi tío... y... mi tío...» La voz de Clarisse se apagó poco a poco.

Montag se volvió y miró a su mujer. Sentada en medio de la sala le hablaba a un anunciador, quien a su vez le hablaba a ella.

—Señora Montag —decía el hombre. Esto, aquello y lo de más allá—. Señora Montag... —Esto y aquello y lo otro.

Cada vez que el anunciador, al dirigirse a su auditorio anónimo, hacía una pausa, el dispositivo conversor que les había costado cien dólares intercalaba el nombre de Mildred. Un modelador especial, aplicado al área que rodeaba la boca del hombre, hacía que el movimiento de los labios siguiese con toda corrección las sílabas y consonantes. Un amigo, sin duda, un buen amigo.

—Señora Montag... mire esto.

Mildred volvió la cabeza. Aunque era evidente que no estaba escuchando.

—Sólo hay un paso de no ir al trabajo hoy a no trabajar mañana —dijo Montag—. Ni nunca más.

—Pero irás a trabajar esta noche, ¿no es cierto? —dijo Mildred.

—No lo sé aún. En este momento siento deseos de romper algo, destrozar algo.

—Saca el coche.

—No, gracias.

—Las llaves del coche están en la mesa de luz. Siempre que me siento así, tengo ganas de correr. Llega uno a los ciento cincuenta kilómetros por hora y se siente mucho mejor. A veces corro toda la noche y vuelvo a casa, y tú no te has dado cuenta. Es divertido en el campo. Uno atropella conejos, y hasta perros. Saca el coche.

—No. No esta vez. No quiero librarme de esto. Dios, está creciendo dentro de mí. No sé qué es. Me siento tan desgraciado, tan triste. Y no sé por qué. Siento como si pesase más. Me siento gordo. Como si hubiese estado guardando algo, no sé qué. Hasta podría empezar a leer libros.

Mildred miró a Montag como si él estuviese detrás de la pared de cristal.

—Entonces irías a la cárcel, ¿no?

Montag comenzó a vestirse, moviéndose de un lado a otro del cuarto.

—Sí, y sería una buena idea. Antes de que haga daño a alguien. ¿Has oído lo que decía Beatty? Conoce todas las respuestas. Tiene razón. La felicidad importa mucho. La diversión es todo. Y sin embargo allí estaba yo diciéndome a mí mismo: no soy feliz, no soy feliz.

—Yo sí. —La boca de Mildred irradió una sonrisa—. Y me siento orgullosa.

—Voy a hacer algo —dijo Montag—. No sé todavía qué, pero va a ser algo grande.

—Oh, tanta palabrería me cansa —dijo Mildred volviéndose otra vez hacia el anunciador.

Montag tocó la llave del volumen y el anunciador enmudeció.

—¿Millie? —Una pausa—. Esta casa es tan tuya como mía. Siento que es justo decirte algo. Pude habértelo dicho antes, pero no lo quise admitir, ni siquiera ante mí mismo. Quiero que veas algo, algo que fui apartando y escondiendo durante este año último. No sé por qué, pero lo hice y no te lo dije nunca.

Tomó una silla de respaldo recto y la arrastró lentamente hacia el vestíbulo. Se subió a la silla y se quedó inmóvil unos instantes, como una estatua, mientras su mujer lo miraba desde abajo y esperaba. Luego estiró un brazo y tiró de la rejilla del sistema de aire acondicionado, y metió el brazo en el agujero, a la derecha, apartó otra hoja metálica y sacó un libro. Sin mirarlo, lo dejó caer. Volvió a meter la mano, sacó otros dos libros y los dejó caer. Siguió así, metiendo la mano y sacando libros, pequeños, grandes, amarillos, rojos, verdes. Cuando terminó, bajó la vista y miró los veinte libros que se amontonaban a los pies de Mildred.

—Lo lamento —dijo—. No lo pensé realmente. Pero siento ahora como si hubiésemos estado juntos en esto.

Mildred retrocedió como si se viese de pronto ante una invasión de ratas que habían salido de debajo del piso. Respiraba con dificultad, estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. Pronunció el nombre de Montag, una, dos, tres veces. Luego, gimiendo, se inclinó rápidamente hacia adelante, tomó un libro y corrió hacia el incinerador de la cocina.

Montag dio un grito y la alcanzó. La tomó por un brazo y Mildred trató de librarse de él, arañándolo.

—¡No, Millie, no! ¡Espera! Quieta, por favor. No sabes... ¡Quieta!

Montag la abofeteó, y volvió a tomarla por un brazo, sacudiéndola. Mildred dijo otra vez el nombre de Montag y se echó a llorar.

—¡Millie! —dijo Montag—. Escúchame. Concédeme un minuto, ¿quieres? Nada podemos hacer. No podemos quemarlos. Quiero verlos, por lo menos echarles una ojeada. Luego, si lo que dijo el capitán es verdad, los quemaremos juntos. Debes ayudarme. —Miró a Mildred a la cara, y con una mano le tomó la barbilla, firmemente. No miraba sólo a Mildred, se buscaba en su rostro, buscaba lo que debía hacer—. Nos guste o no nos guste, estamos en esto. No te he pedido casi nada en estos años, pero ahora sí, por favor. Tenemos que salir de algún modo, averiguar qué nos pasa, a ti con tus medicinas para la noche y el automóvil, y a mí con mi trabajo. Vamos hacia el abismo, Millie. Dios, no quiero seguir así. Esto no va a ser fácil. No nos queda casi nada, pero quizá podamos recomponer los pedazos y ayudarnos. Te necesito tanto ahora. Ni siquiera puedo decírtelo. Si todavía me quieres, me ayudarás en esto. Veinticuatro horas, cuarenta y ocho horas, no te pido más. Luego todo habrá terminado. Te lo prometo, ¡te lo juro! Y si hay algo aquí, si sale algo de toda esta confusión, quizá podamos iniciar otra vida.

Montag soltó a Mildred, que ya no luchaba. Mildred se dejó caer, apoyándose en el muro, y se quedó sentada en el piso, mirando los libros. Vio que su pie rozaba un volumen y apartó el pie.

—Esa mujer de la otra noche, Millie —continuó Montag—. Tú no estabas allí. No le viste la cara. Y Clarisse. Nunca hablaste con ella. Yo sí. Y hombres como Beatty temían a Clarisse. No entiendo. ¿Por qué temer a alguien como ella? La comparé con los bomberos, en el cuartel, la otra noche, y de pronto comprendí que los bomberos no me gustaban nada, y que yo tampoco me gustaba nada. Y pensé que quizá sería mejor quemar a los bomberos.

—¡Guy!

La voz de la puerta de calle llamó en un murmullo.

—Señora Montag, señora Montag, alguien vino, alguien vino, señora Montag, señora Montag, alguien vino, alguien vino.

Un murmullo.

Montag y Mildred se volvieron y miraron la puerta y los libros desparramados por todas partes, por todas partes, en montones.

—¡Beatty! —dijo Mildred.

—No puede ser él.

—¡Ha vuelto! —murmuró Mildred.

La voz de la puerta llamaba otra vez:

—Alguien vino...

—No contestemos.

Montag se apoyó en la pared y luego, lentamente, se puso en cuclillas y movió los libros con el codo, el pulgar, el índice. Temblaba de pies a cabeza, y hubiese querido, sobre todas las cosas, meter los libros otra vez en su agujero. Pero no podía enfrentarse de nuevo con Beatty. Se sentó entonces en el suelo y la voz de la puerta de calle volvió a llamar, con mayor insistencia. Montag tomó un pequeño volumen.

—¿Por dónde empezaremos? —Abrió a medias el libro y le echó una ojeada—. Por el principio, supongo.

—Beatty va a entrar —dijo Mildred—, ¡y nos quemará a nosotros junto con los libros!

La voz de la puerta de calle se apagó al fin. Se hizo un silencio. Montag sintió que alguien, detrás de la puerta, esperaba, escuchaba. Luego las pisadas se alejaron por la acera y el jardín.

—Veamos qué es esto —dijo Montag.

Leyó, vacilante, y con una terrible atención, unas pocas líneas aquí y allá. Al fin llegó a esta frase:

—«Se ha calculado que once mil personas han preferido varias veces la muerte antes que romper los huevos por la punta más fina.»

Mildred lo miraba desde el otro extremo del cuarto.

—¿Qué significa eso? ¡No significa nada! ¡El capitán tenía razón!

—Un momento —dijo Montag—. Empezaremos otra vez, desde el principio.