Aquella noche llegó mi padre con los treinta dólares. Cuando salimos, sus ojos estaban húmedos.
—Has provocado la desgracia de tu madre y la mía también —dijo. Por lo visto conocían a uno de los policías, y éste le había preguntado:— Señor Chinaski, ¿qué está haciendo su hijo aquí?
—¡Me avergonzó tanto! Pensar esto, mi propio hijo en prisión.
Bajamos hasta su coche, entramos. Nos alejamos de allí. Todavía seguían cayéndole lágrimas.
—Ya es bastante malo que no quieras servir a tu país en tiempo de guerra…
—El psiquiatra me dio como inútil.
—Hijo mío, si no hubiese sido por la primera guerra mundial nunca hubiese conocido a tu madre y tú nunca hubieras nacido.
—¿Tienes un cigarrillo?
—Ahora te encarcelan. Una cosa como ésta puede matar a tu madre.
Pasamos junto a algunos bares baratos del bajo Broadway.
—Oye, vamos a parar a echar un trago.
—¿Qué? ¿Quieres decir que vas a tener el valor de beber luego de salir de la cárcel culpado de intoxicación?
—Es cuando más necesitas un trago.
—Ni se te ocurra decirle a tu madre que has querido beber después de salir de la cárcel —me advirtió.
—También necesito un pedazo de culo.
—¿Qué?
—Digo que también me gustaría un buen coño.
Estuvo a punto de pasarse un disco en rojo. Circulamos en silencio.
—Por cierto —dijo finalmente—. ¡Supongo que sabrás que la fianza de la cárcel será añadida a la cuenta por tu habitación, comida y lavandería!