GUARDACOSTAS

8 de Agosto.

13:50 h.

Estaba en el Hotel 23. Atrapado. Los marines muertos de fuera golpeaban la puerta de la sala de control ambiental. Abrí la mirilla de acero y la vi… Era Tara, ensangrentada, muerta, hambrienta. John estaba detrás de ella, arañando la puerta. No recordaba cómo había podido llegar hasta allí; tan sólo sabía que estaba allí. Esos rostros familiares estaban rodeados por los de los marines. Muchos de ellos tenían el cuerpo cubierto de fatales orificios de bala. Mi operador de radio también estaba allí. Aún llevaba los cascos en la cabeza… y entonces… habló. ¡El difunto operador de radio habló! Dijo: «Señor… despierte… tengo un mensaje importante para usted».

No estoy seguro de la naturaleza del mensaje que llegó anoche mientras dormía. Me desperté al oír que el operador de radio llamaba a la puerta. El mensaje me decía que teníamos que desplazarnos a la costa para auxiliar a un barco de mediana envergadura de la Guardia Costera que se había averiado. No corrían peligro inmediato y habían anclado frente a la costa de Texas, a tan sólo 130 kilómetros por tierra del lugar donde debía de estar varado el Bahama Mama. Después de leer el mensaje y comentarlo con el sargento de armas, llegamos a la conclusión de que sería preferible salir durante la noche.

Me desperté y le conté a Tara lo que había visto en mi sueño. Era más que una amiga y me sentía como si pudiera contarle cualquier cosa. También Dean era firme como una roca. Su sabiduría me ayudó a hacer frente a los demonios que durante esos días me desgarraban a menudo el alma.

Tuve una sensación similar a la de regresar después de unas largas vacaciones y encontrarse con el trabajo acumulado. Mientras escribo esto, el tercero al mando traza la ruta que seguiremos por tierra para ir al encuentro del barco guardacostas que sigue inmóvil en el agua. En cualquier otra situación habríamos partido de inmediato, pero como los hombres que se encontraban en la embarcación están más o menos a salvo, nos tomamos un tiempo para trazar planes y reunir provisiones, a fin de que el viaje sea menos peligroso.

Me gustaría que esta expedición no sobrepasara las cuarenta y ocho horas. Aún quedan muchas cosas por hacer hasta que culmine la fusión de los dos grupos. El Hotel 23 no tiene capacidad suficiente para tantos, pero algo me dice que, con equipamiento pesado y algunas divisorias de cemento que encontraríamos en la Interestatal, sería posible construir una pared en torno a la valla metálica. Tardaremos meses en reunir todo el material necesario, pero tal vez merezca la pena.

Cambio de tema: hoy mismo, Danny se ha hecho daño cuando jugaba fuera con Laura. Perseguían a Annabelle, y entonces Danny ha metido el pie en un hoyo y se ha torcido el tobillo. Últimamente les dejamos salir más a menudo, pero los marines siguen órdenes estrictas de cuidar de su seguridad dondequiera que se encuentren. He cargado todo mi equipo en el LAV número dos. Lo he bautizado con todo mi afecto (y con todo secreto) como Aguanbabuluba. Yo mismo no sé por qué, pero ese nombre le queda bien.

Hoy hace mucho calor y vamos a llevar provisiones extra de agua para mantenernos hidratados y con vida. Sé que nuestras reservas de agua no son todo lo abundantes que debieran, y tampoco las de combustible. Ese es un problema que tendremos que resolver, aparte de nuestras obligaciones oficiales. En cierta manera, me alegro de que el Hotel 23 no sea más que una gotita dentro del cubo de agua de nuestros mandos estratégicos. Me voy a llevar a los mismos marines que la otra vez. No recuerdo que ninguno de ellos la jodiera en la última misión, así que no veo la necesidad de reparar lo que no está averiado, y todavía menos en una misión tan precipitada. Puede que forme un grupo distinto para la siguiente, si es que hay una siguiente.

11 de Agosto.

22:28 h.

Partimos del Hotel 23 sin percances. Fuera había mucha humedad y, al abrir la compuerta por la que saldríamos del complejo, tuvimos la sensación de entrar en una sauna. Los vehículos ya estaban con el depósito lleno, a punto para partir.

Las carreteras necesitaban un exhaustivo mantenimiento del que nadie se iba a encargar jamás. El hormigón estaba lleno de grietas y no había visto vías públicas en tan mal estado desde que serví en Asia.

Seguimos hacia el este por la línea de la costa hasta que encontramos lo que había sido una carretera principal. Ahora parece más bien un campo cubierto de coches para desguace, todos ellos alineados con el morro hacia el este. No se parecía en nada a lo que yo había visto. Sus restos herrumbrosos eran lo único que aún indicaba la dirección que había seguido la carretera.

Seguimos adelante guiándonos por los restos de los coches, por la misma ruta que había seguido la carretera, pero sin acercamos mucho a ellos, para evitar problemas. Los muertos vivientes no eran inteligentes, y no teníamos noticia de que en esa zona hubiese radiación, pero las onduladas colinas de Texas podían ocultárnoslos fácilmente cuando atravesáramos las depresiones del camino.

Otra idea que me remordía por dentro era que la situación había cambiado por completo. Antiguamente había tan sólo un puñado de animales que pudiesen matar de un mordisco, como, por ejemplo, algunas especies de serpiente. Ahora el péndulo del equilibrio que oscila entre criaturas mortíferas y humanos vulnerables se ha decantado hacia el cataclismo. Con las víboras, al menos, existía siempre la posibilidad de sobrevivir. Según me cuentan los marines, no existe un antídoto contra estas criaturas que se han adueñado del mundo entero. El sargento de armas dice haberlos visto a cientos: hombres fuertes que sucumbieron treinta y seis horas después de que los mordiesen o arañaran. Existen incluso casos documentados de víctimas que se infectaron porque les contaminaron accidentalmente una herida abierta con saliva.

Queda algo que me obsesiona. ¿De dónde sacan su energía? Parece que, después de muertos, dispongan de reservas inagotables de energía. Albergo la secreta esperanza de que alguien, quizá un equipo de expertos, esté estudiando los puntos fuertes y debilidades de esas criaturas, que deben de superarnos por varios millones en Estados Unidos y en miles de millones a lo largo y ancho del planeta. Éstos eran los pensamientos que me revoloteaban por la cabeza durante la misión de rescate del Reliance, que se había quedado inerme sobre las aguas. Debíamos de encontrarnos a unos pocos kilómetros de nuestro destino cuando las gafas de visión nocturna me revelaron a un primer grupo.

Expuse con sumo cuidado los protocolos para el empleo de violencia por los que iba a guiarse nuestra unidad. Sabían que tenían que emplear la fuerza contra los muertos vivientes tan sólo cuando fuera absolutamente necesario. Los ruidosos motores de los LAV hacían que los muertos vivientes girasen violentamente sobre su eje y avanzaran hacia nosotros cuando pasábamos. Estaban como programados y sabían que cualquier ruido fuerte indicaba la presencia de alimento.

Les miré con odio desde la torreta de artillería y luego clavé los ojos en la noche. Las gafas eran buenas, pero no ofrecían una visión ilimitada. No era como la del ojo desnudo a la luz del día. Era como llevar una gigantesca linterna verde que se encendía de noche e iluminaba tan sólo hasta un alcance de unos setecientos metros.

Era siempre lo mismo, un cadáver tras otro, y merodeaban por la zona donde habían muerto. Viajar con vehículos de ocho ruedas tenía sus ventajas. Nos movíamos sin problemas fuera de la carretera hasta que llegábamos a un puente o un paso a desnivel. Acercarse a una de esas construcciones significaba que, o bien teníamos que quitar de en medio la chatarra que obturaba las arterias de la carretera, o bien descender hasta el techo fluvial. A veces el paso a desnivel no se encontraba sobre un río, sino sobre una salida, o una carretera más pequeña. Esto fue lo que nos encontramos de camino al encuentro del barco.

Mi LAV número uno nos llamó por radio cuando tan sólo nos faltaban unos doscientos metros para tener que tomar una decisión. Sabían que no podían detenerse. Seguimos adelante mientras la voz crepitaba por la radio:

—Señor, nos acercamos a un paso a desnivel, la carretera está congestionada, ¿qué quiere que hagamos?

—¿Qué clase de vehículos nos cierran el paso? —le pregunté.

—Veo un par de camiones de dieciocho ruedas, señor —me respondió.

No tuve otra opción que ordenarles que bajaran por una pendiente que descendía hasta una carretera perpendicular. Les dije que bajaran en diagonal y que no se detuviesen bajo ningún concepto. Por poco que me gustara la idea, esas máquinas aún estaban muy necesitadas de mantenimiento básico (mantenimiento civil profesional) y sabíamos que en más de una ocasión habían empezado a chisporrotear y se habían muerto al frenar con brusquedad.

Mientras el LAV número uno desaparecía cincuenta metros más adelante y descendía al abismo, la señal de radio se volvió más estridente, y luego tan sólo se oyó estática.

Abrí el micrófono y solicité respuesta.

El LAV número uno me respondió:

—Señor, es posible que prefiera tomar el paso a desnivel. Hemos encontrado un autobús escolar repleto de cosas de ésas y son muchas.

Le di las gracias por la advertencia y pedí al sargento de armas que me mantuviese informado. Estábamos casi en lo alto de la loma, casi podíamos verlos.

La radio crepitó de nuevo.

—Señor, el contador Geiger capta una señal…

Tuve un minuto de confusión. Estábamos lejos de las áreas irradiadas, todavía más lejos que en el Hotel 23. ¿Cómo era posible que los contadores Geiger captasen lecturas desde allí?

Cuando el morro del LAV número dos (el mío) rebasó la loma y empezó a descender por el barranco para llegar hasta la carretera, vi el autobús escolar. En un primer momento no observé nada especial, hasta que le eché una segunda mirada.

El autobús estaba preparado para el combate. Tenía las ventanas protegidas con tela metálica soldada al marco y un quitanieves instalado en la parte frontal. El contador Geiger se disparó en el mismo momento en el que nos acercamos al gigantesco autobús amarillo. El autobús emitía una gran cantidad de radiación. Estaba repleto de muertos vivientes. Un detalle todavía más turbador: había casi una docena de cadáveres sobre el techo del autobús, muertos del todo.

No podía imaginarme ni de lejos lo que habría ocurrido. El autobús desprendía una radiactividad alta, pero los muertos vivientes que lo rodeaban no alcanzaban ni de lejos el mismo nivel. El contador Geiger indicaba que el autobús emitía niveles de radiación que podían resultar mortales en caso de exposición prolongada. Algunos de sus ocupantes parecían tener heridas muy traumáticas, pero la mayoría se veían indemnes. Al pasar nuestros vehículos, se agitaron. Lo último que vi del autobús fue la penúltima ventana del costado derecho. Un chico joven colgaba de la ventana por la pierna derecha. De la izquierda ya sólo quedaba el hueso. Tenía la cara cubierta de quemaduras y lesiones. No parecía ni muerto ni no muerto.

Sin interrumpir el contacto por radio, pasamos de largo y esquivamos a los muertos vivientes mientras ascendíamos de nuevo por la pendiente para retomar el camino hacia el este. No sabía exactamente por qué, pero la visión del autobús me había afectado. Se me ocurrió que tal vez estuviera repleto de supervivientes que habían tratado de alcanzar un área más segura. Estaba claro que procedían de una zona irradiada y que sabían que quedarse inmóvil se pagaba con la vida.

Me pregunté cómo habrían salido los que se hallaban en el techo del autobús. No había visto ningún arma. Tuvieron que pasar varías horas para que me pusiera a pensar en otra cosa. Seguimos adelante en horas nocturnas, y remolcamos, esquivamos, evitamos. No nos detuvimos hasta encontrar un camión cisterna lleno de combustible que se encontraba a una distancia segura de todos los embudos que se habían formado con la chatarra y los atascos de tráfico.

Como no nos quedaba tiempo para examinar el vehículo, ni para buscar la manera de arrancarlo de nuevo, uno de los hombres sujetó una cadena envuelta en tela a la válvula del combustible y la abrió de un tirón. El diesel empezó a derramarse por el suelo. Todos nosotros sabíamos que el diesel no se inflama con facilidad y que no representaría una verdadera amenaza, siempre que lo manejáramos con inteligencia. Empleamos uno de los cuchillos K-Bar para cortar una de las mangueras de goma que se encontraban a un lado de la cisterna y la sujetamos a la válvula rota con cinta americana. No quedó bonito, ni impermeable, pero cumplió su función. Llenamos de combustible tanto los depósitos de los vehículos así como las latas que llevábamos. Uno de los mecánicos examinó el combustible y dijo que todavía estaba bien, pero que, si no se trataba, dejaría de estarlo al cabo de más o menos un año.

Cegamos la válvula rota con tela que cortamos de los asientos del vehículo, un vaso grande de tres litros y medio, y un trozo de cuerda. Rezumaba un poco, pero tardaría siglos en vaciarse. Marcamos su posición en los mapas como una opción para repostar si lo necesitábamos en el camino de vuelta. La posibilidad de repostar hizo que me sintiese un poquito mejor, pero el deplorable mantenimiento de los vehículos, unido a la dudosa calidad del combustible, echaba a perder todo pensamiento positivo.

Al amanecer llegamos a Richwood, Texas. El poste que indicaba el nombre y la población había quedado parcialmente ilegible por culpa de un grafitti. Se olía la sal en el aire. No estábamos muy lejos del Golfo. Durante toda la noche habíamos tratado de contactar por radio con el guardacostas, pero no lo habíamos conseguido. Los hombres estaban fatigados y era peligroso desplazarse de día. Nos encontrábamos en un área industrial y no tardamos mucho en encontrar una fabrica protegida por una valla, donde pudimos escondernos y dormir.

La fábrica se llamaba PLP, y a juzgar por el equipamiento que había en el exterior del edificio principal, trabajaban con tuberías industriales. Uno de los marines tomó un hacha que llevábamos sujeta con correas al exterior del LAV número tres y la empleó para romper la cadena que mantenía cerrada la puerta de la valla. Entramos, cerramos la puerta y volvimos a sujetar la cadena con cinta aislante y ganchos de tienda de campaña. Aparcamos los LAV en la parte de atrás y organizamos turnos de vigilancia, así como un perímetro defensivo que improvisamos con los montones de tuberías abandonadas al aire libre.

Ese día dormimos muy poco, por los golpes incesantes que se oían dentro de la fábrica. Los trabajadores no muertos sabían que estábamos fuera y también querían salir. Para cuando nos despertamos y apartamos los pesados montones de tuberías, ya teníamos público al otro lado de la valla. No eran muchos, pero sí suficientes. Uno ya es demasiado. Otro pensamiento casual… ¿a cuántos humanos podría infectar uno de ellos si las víctimas se pusieran en fila india y se dejaran morder por la criatura? ¿A un número ilimitado? ¿A cincuenta?

Mandamos a cuatro hombres a distraer a nuestro público de muertos vivientes mientras los demás abríamos las puertas y salíamos de la fábrica. El sol estaba bajo. Habían pasado trece horas desde que habíamos hecho el alto. Necesitaríamos tiempo extra para poder dormir todos. Nos habríamos ahorrado cuatro horas si todos nosotros hubiésemos dormido al mismo tiempo, pero eso habría sido demasiado peligroso. Abandonamos en seguida la zona y nos pusimos en camino hacia la costa. Hacía mucho que no había visto el mar. El olor familiar me trajo recuerdos, igual que el olor de la colonia antigua que había encontrado en el fondo del botiquín.

Una vez más, tratamos de establecer comunicaciones con el guardacostas. Las radios de alta frecuencia alcanzaban sin dificultad el Hotel 23 si las sintonizábamos bien, y sus señales habrían tenido que llegar al barco con mayor facilidad todavía. Lo único que se me ocurría era que tal vez la señal rebotara. Es un fenómeno que los operadores de radio conocen bien. Si uno está demasiado cerca o demasiado lejos del receptor de la transmisión, la señal puede rebotar sobre las antenas de éste. El cielo estaba nublado, y eso a veces contribuye a empeorar el problema.

Nos comunicamos con John y con los demás habitantes originales del Hotel. Les hablé del autobús de la escuela, del camión de combustible y de la fábrica. Le pregunté a John si Tara estaba en la sala y me respondió que no. Entonces le dije que le dijese a ella que no se preocupara, y que no le hablase del autobús escolar. El motivo principal de mi llamada era obtener la posición exacta del barco. John me dijo que ordenaría al operador de radio que mandara un mensaje y que volvería a llamarme en menos de una hora.

Al acercarnos al mar, divisamos su color verde. Contemplamos la gran extensión verdosa del Golfo. Había echado mucho de menos su paleta de colores. A juzgar por las reacciones de los hombres, ellos también habían echado de menos la visión de esas aguas sin fin. Al acercarnos a la marina, John contactó de nuevo por radio y nos comunicó la respuesta del portaaviones. Los servicios de inteligencia de éste habían recibido la última actualización de datos Link-11 cada treinta minutos. El barco se encontraba a 28-50.0N 095-16.4O. De acuerdo con nuestros mapas, debía de hallarse a siete kilómetros de la costa.

Estábamos lo suficientemente cerca de la marina para observarla en detalle. Allí sólo quedaban pequeñas embarcaciones de vela. Ese lugar me recordaba las costas de Seadrift. ¿Y por qué no? No estábamos lejos de allí. Me pregunté si las cebollas encurtidas seguirían en la cubierta del Mama. Tampoco estaba lejos de allí.

Íbamos a necesitar algún tiempo para planear la misión de rescate anfibio, así que dejamos nuestro convoy de tres vehículos en el aparcamiento de la marina de Fair Winds. Me comuniqué una vez más por radio con John y le pedí que enviara un mensaje al cuartel general para solicitarles actualizaciones por si el barco se había desplazado más de un kilómetro. Me dijo que tuviera cuidado y que nos veríamos en un par de días.

Ante la falta de comunicación entre nuestro convoy y el guardacostas, tuve que plantearme si de verdad íbamos a rescatar personas, o tan sólo pecios. El chasquido de un rifle interrumpió esos pensamientos. Maldije por lo bajines y me pregunté quién sería el que se había saltado los protocolos. Abrí el micrófono y pregunté quién había disparado y por qué. Me respondió el más veterano del vehículo número tres. Me dijo que me volviera hacia las seis y mirase lo que se acercaba.

Obedecí y vi a unos cincuenta que surgían de un área urbana a unos quinientos metros de nuestra posición. Mejor cincuenta que cinco mil, así que no me preocupé demasiado. El sargento de armas no había disparado a los muertos vivientes que se hallaban a quinientos metros de nosotros; ¡disparaba a los que le golpeaban la puerta de atrás! No sé por qué, pero del grupo de cuatro cadáveres que estaban detrás del LAV tres de ellos me resultaron familiares. No lograba reconocerlos. He visto a millares de criaturas como ésas desde que empezaron a caminar y probablemente todo sea pura paranoia.

Indiqué a los hombres que preparasen los vehículos para el viaje anfibio. Los LAV de los marines podían transformarse en pequeñas embarcaciones. Eran grandes, pesados y lentos, pero aun así navegaban. Llevan dos hélices en la cola que les permiten avanzar a diez nudos. Disparamos contra los que estaban en nuestra zona y contra los que aparecieron entre el agua y nosotros. Teníamos el camino despejado y nuestros vehículos estaban a punto, así que nos arrojamos al golfo de México. Hordas de muertos vivientes nos perseguían.

El agua que me salpicó la cara estaba templada. Cuando empezó a filtrarse en el compartimiento, miré al sargento de armas con inquietud. Me sonrió y me dijo que no me preocupara, que si no entrase agua sería él quien se inquietaría. Confié en él y me asomé de nuevo al exterior para ver lo que ocurría en la costa. Les dije a los otros LAV que navegaran al ralentí y formaran una hilera a unos cien metros de la costa. El agua acumulada en el interior del vehículo llegaba a los cinco centímetros, pero no parecía que fuésemos a hundirnos.

Salí afuera y les vi congregarse en la orilla como hormigas. Fue entonces cuando la radio emitió otro bip y nos llegó otro mensaje de voz. Se oían los sonidos ya familiares de las voces encriptadas al desencriptarse. Suena como un módem de los antiguos hasta que por fin la voz se vuelve reconocible. John volvía a llamarnos y nos decía que le habían informado de la posición actual del barco. Aun cuando hubiéramos solicitado actualizaciones tan sólo para el caso de que se hubiera movido más de cuatrocientos metros, los del cuartel general habían pensado que también nos sería de utilidad que nos informaran de que el guardacostas no se había movido lo más mínimo. Tuve que darles la razón. La embarcación no había experimentado desplazamientos significativos desde la última vez en que la antena de su mástil había retransmitido una actualización automática.

Los gemidos de los muertos se hacían oír en la distancia y se colaban por el micrófono. Oí la voz de Tara y me di cuenta de que los del complejo trataban de arrebatarse el micrófono el uno al otro. Tara me habló y me preguntó si todo iba bien. Yo le expliqué nuestra situación y le informé de que no corríamos ningún peligro inmediato. Le pedí que volviera a pasarle el micrófono a John, lo cual hizo de mala gana. Le dije a John que estábamos a punto de salir a mar abierto en busca del guardacostas. Las brumas venían hacia nosotros. La luz de la luna, así como el frío de la noche, hacían que nuestro miedo fuese aún mayor.

Dejamos a la manada de muertos vivientes en la costa y nos dirigimos a las coordenadas que nos había dado el grupo de combate del portaaviones. A medida que nos alejábamos, los gemidos dejaron de oírse y nos olvidamos del enemigo. Traté de no pensar en los muertos vivientes que nos acecharían en el fondo del mar, o que flotarían sin rumbo bajo la superficie. Les deseé lo peor, porque ésos eran los que me daban más miedo.

El equipo óptico del LAV era mucho mejor que las gafas de visión nocturna, y por ello volví a meterme dentro y desplegué los sensores. Aún divisaba la costa. Los muertos vivientes seguían allí. Seguían congregándose como hormigas. Orienté de nuevo el instrumento hacia la dirección en la que se movía el vehículo. Tenía los pies húmedos por el agua salada que se había filtrado o había rociado el interior del compartimiento.

Debíamos de encontrarnos a un kilómetro y medio de la costa, y alcancé a divisar un objeto brillante y pequeño en el horizonte. Casi parecía una vela. Cuando los instrumentos nos informaron de que ya habíamos recorrido tres kilómetros, la radio se activó de nuevo con un informe de posición. John decía que el barco guardacostas seguía estacionario desde la última actualización. A mí me estaba bien. Cuando menos tiempo tuviéramos que pasar buscándolo en el agua, mejor.

Agarré una linterna estroboscópica de uno de los kits de supervivencia y la sujeté a la red de carga que llevábamos en el techo del vehículo. Hasta que llegara el momento de subir a bordo, no escatimaría esfuerzos por conseguir que alguien nos informase de que la tripulación seguía con vida. Aún no había visto la silueta del barco. Debíamos de encontramos a cinco kilómetros de la costa. Entonces estuvo claro el origen de aquella luz que parecía de una vela. Era la llama de una plataforma petrolífera que se encontraba mar adentro. El guardacostas estaba junto a ella. Al parecer, habían echado amarras en la columna de apoyo sureste. Desde tan lejos, no se apreciaban señales de vida.

Cuando nos acercamos a la plataforma, alcancé a oír, a lo lejos, voces humanas. Parecía que gritaran. Yo estaba casi seguro de que la luz estroboscópica se vería desde la cubierta de la embarcación, porque ésta quedaba más alta que nosotros. Al acercarme más, empecé a darme cuenta de que las voces no provenían de la embarcación, sino de la plataforma. Escuché y volví adentro para emplear los instrumentos ópticos del LAV. Distinguí la silueta verde de unos hombres que agitaban los brazos en lo alto de la plataforma. Estábamos lo bastante cerca como para entender lo que decían. Nos decían que no subiéramos al barco.

Estaba invadido.

Me pregunté cómo era posible que un fallo mecánico en una embarcación de combate hubiera desencadenado que ésta fuese víctima de la plaga. El sargento de armas y yo fuimos los primeros en agarrarnos a la escalerilla de la plataforma petrolífera. Mientras subía, logré ver varias figuras sobre el barco. El camino hasta arriba era largo, aún más largo que la escalerilla del silo de misiles del Hotel 23. Al llegar al último escalón, uno de los miembros de la tripulación me ayudó a llegar hasta arriba. Conté unos treinta hombres sobre la plataforma. Aparentemente todos ellos gozaban de buena salud.

Pregunté quién estaba al mando y uno de ellos me respondió:

—El teniente de grado júnior Barnes, señor.

Pregunté si podía hablar con él, pero me contaron que se había encerrado en uno de los camarotes del barco y que no podía salir. Me quedé con la sensación de que ya esperaban la siguiente pregunta. Cuando quise saber cómo diablos era posible que los mierdas esos de carne putrefacta se hubieran adueñado de una embarcación militar, me lo explicaron con todo detalle.

El hombre que hablaba conmigo era un suboficial. Era uno de los técnicos de los sistemas de información de la nave. Gestionaba sus sistemas y redes automatizadas. Parecía que dominaba el tema. El suboficial me explicó que habían encallado cerca de la plataforma. No disponían de los mapas actualizados que normalmente habrían tenido que llevar a bordo y no sabían lo profundas que eran las aguas en esa zona. No había sido nada grave, pero la hélice había sufrido daños mientras trataban de salir del banco de arena. No era imposible poner en marcha la embarcación, pero el motor y el eje habrían sufrido demasiada tensión, porque la hélice no funcionaba al ciento por ciento de su eficiencia.

El mejor momento para recuperar la embarcación sería de noche. Sabía muy bien que, en la oscuridad, esas cosas no ven mucho mejor que una persona viva normal.

Aunque el suboficial me hubiera explicado cómo estuvieron a punto de morir en el agua, quedaba por esclarecer cómo los muertos vivientes habían podido llegar al barco en número suficiente para obligar a la tripulación a abandonarlo. Le ordené que me lo contara. Al principio vaciló, pero le conté quién soy, y con qué autoridad actúo.

Primero bajó la cabeza, para que la visera le cubriese los ojos, y luego dijo:

—Nos llegaron órdenes desde arriba para que capturásemos especímenes y los transportáramos al portaaviones para estudiarlos.

Qué locura… ¿no? ¿En serio que las personas que estaban al mando querían tener cosas de ésas a bordo de la nave comandante, por muy importante que fuera la investigación? Mantenerlos encerrados en un guardacostas habría sido otra cosa, pero ¿en un navío militar norteamericano con funciones de mando?

Sé muy bien que el portaaviones transportaba un equipo médico completo y equipamiento adecuado para la investigación, pero esa investigación podía hacerse en otra parte, en cualquier otra parte, lejos de los líderes militares. Nos estábamos quedando sin personal militar de servicio, o, por lo menos, ésos eran mis cálculos.

—¿Por qué en el golfo de México?

—Porque el alto mando los quería irradiados —me respondió.

Estuve a punto de arrearle un sopapo por haber accedido a cumplir una orden como ésa, pero me contuve, y entonces me explicó que habían enviado muchas embarcaciones pequeñas con unidades de captura a las zonas irradiadas, donde había ciudades destruidas, para encontrar especímenes que pudieran estudiar. En mi fuero interno les di la razón en sus intenciones, pero no en los medios con los que pensaban almacenar esas cosas. ¿Por qué las querían de áreas diferentes? El suboficial no supo responderme y aposté a que los únicos que lo sabrían debían de ser los del portaaviones. Le pregunté cuántos cuerpos irradiados se hallaban a bordo; me dijo que habían sacado cinco de la zona radiactiva de Nueva Orleans.

Le pregunté cómo era posible que tan sólo cinco de esas criaturas hubiesen podido apoderarse de la embarcación. Volvió los ojos hacia la noche y aguardó un minuto en silencio, sin saber qué decirme. Le chasqueé los dedos delante de la cara para sacarlo de aquella especie de trance. Entonces empezó a contarme lo que yo ya había temido y sospechado.

—Esos de ahí no son como los demás, señor. No se pudren como los otros, son más fuertes, más rápidos, y hay quien dice que también más inteligentes. No lo entiendo. La radiación les hace algo, los conserva. Los médicos del portaaviones piensan que la radiación funciona de algún modo como catalizador: les preserva las funciones motoras y les hace crecer de nuevo las células muertas. Por extraño que parezca, las células regeneradas siguen muertas. Los médicos no lo entienden, ni lo entiende nadie. Aunque no lo reconocerán jamás, pienso que se equivocaron al arrojar las bombas nucleares.

»Las criaturas de esa embarcación lograron librarse de las correas que los sujetaban y mataron a los tres hombres que estaban de guardia. Esos hombres se transformaron y lo único que pudimos hacer fue cerrar el puente y amarrar el barco a esta plataforma antes de que nos devoraran.

De acuerdo con los cálculos del suboficial, debía de haber unos quince muertos vivientes en la embarcación.

Supuse que había llegado la hora de actuar. Le dije al suboficial que lo sentía mucho y que los especímenes del guardacostas no llegarían al portaaviones. Íbamos a matarlos a todos.

Perdimos a un marine en el asalto. En total, necesitamos cuarenta y cinco minutos para adueñarnos del barco. Estaba oscuro y habría sido un suicidio que nuestra unidad entera lo abordase. Me llevé al sargento de armas y a un curtido sargento de personal, que se empeñó en ir. Hace poco me han informado de que su esposa vive en el campamento base original de los marines. Puedo decir que peleó con bravura y que, probablemente, nos salvó tanto al sargento de armas como a mí.

Abordamos la embarcación con suma cautela: saltamos sobre los cables de amarre hasta la cubierta. El sargento de Personal «Mac» era el único de los tres que llevaba un arma con silenciador. Les habíamos dejado las otras al resto del grupo por si las necesitaban para defenderse.

Yo no estaba familiarizado con el manejo del arma y preferí que la llevase el marine. Habría estado encantado con que fuéramos más de tres, pero, por desgracia, tan sólo teníamos tres pares de gafas de visión nocturna. Mac acabó con las dos criaturas que estaban en cubierta. Esos dos habían formado parte de la tripulación original. Los amontonamos en el castillo de proa y procedimos a apoderarnos de la embarcación. Gracias al sistema de comunicación interna 21MC del guardacostas pudimos hablar con los seis supervivientes encerrados en la cocina. Por los altavoces se oía el rumor de fondo de los muertos vivientes, que golpeaban sin misericordia la persiana de acero con la que podía aislarse la parte de la cocina donde se habían parapetado.

Ese obstáculo era lo único que impedía que los cocineros y el oficial en jefe de la nave muriesen devorados.

Nos contaron que se habían cargado a uno de los muertos vivientes irradiados con un extintor y un hacha del equipo contra incendios. Uno de los hombres que habían abatido a la criatura era presa de vómitos y estaba débil, probablemente como consecuencia de la exposición. Los marineros se habían puesto trajes antirradiación al entrar en Nueva Orleans para capturar a los especímenes, que sin duda arrastraban una fuerte carga radiactiva y eran muy peligrosos para quien se les acercara. El teniente me había dicho que los otros dos estaban fuera de la cocina y golpeaban las paredes interiores de la embarcación. Le parecía que gran parte de los tripulantes no muertos del guardacostas se hallaban al otro lado de la persiana de acero, pero no estaba seguro de que fuesen todos. Nos metimos por el corredor y bajamos por la empinada escalerilla. La cocina estaba en el centro de la embarcación, por debajo del nivel de las aguas. Cuando estábamos a punto de llegar abajo, Mac me susurró que iba a cargarse una de las luces del pasillo para seguir en situación de ventaja. Le pegó un tiro y el cambio en la atmósfera provocó que una de aquellas cosas saliera a espacio abierto, enfrente de su arma.

Mac la derribó con dos disparos. El primero dio en el hombro izquierdo de la criatura, pero no logró nada, aparte de salpicar con sangre putrefacta y negra la pared que estaba detrás. El segundo disparo hizo blanco en la nariz, y me imagino que ése sí que debió de tocarle lo suficiente cerebro, porque dejó de moverse.

Lo arrastramos a un rincón del pasillo y, por seguridad, le sujetamos los brazos y las piernas con unas esposas de plástico. Seguimos avanzando sigilosamente en la oscuridad. Todos los sonidos era truenos y todas las luces LED nos parecían relámpagos. La embarcación tenía el olor familiar a naftalina con un regusto de muerte. Llegamos a una compuerta. Era una gran puerta de acero que impedía que el agua inundase los compartimentos adyacentes en caso de ataque o emergencia. Tenía empotrado un cristal grueso, circular, no más ancho que una lata de café, que hacía las veces de mirilla. Miré por allí y vi que las luces de emergencia de la embarcación estaban encendidas. Un fulgor rojo y espectral iluminaba la pequeña sala del otro lado. Tiré da la palanca de la compuerta con todo el sigilo que me fue posible, centímetro a centímetro. Todos nosotros dimos un respingo cuando crujió por la falta de mantenimiento. Sostuve la palanca en su sitio y volví a mirar por el cristal. Observé que algo se movía en el otro compartimiento. Se oyó un golpe estruendoso, porque una criatura muy fuerte había golpeado la compuerta. Estuvo a punto de ceder a la presión, pero por fortuna, aún no había movido la palanca lo suficiente como para que quedara abierta.

La criatura que se encontraba al otro lado nos impedía ver la luz roja. Oprimía la cara contra el grueso cristal y lo golpeaba con la cabeza en un fútil intento por atraparnos. Todas las fibras de mi cuerpo me decían que me marchase y que no abriera la gruesa compuerta de acero. Aún estábamos a tiempo de volver por donde habíamos venido y sobrevivir. Allí abajo había hombres y sabía que cada hora que pasasen cerca de criaturas irradiadas sería una hora menos que les quedase de vida. Le dije al sargento que yo abriría el cerrojo y él le daría un tirón a un cable que había atado a la puerta para abrirla.

Como yo no tenía ningún sentido guardar silencio, forcé la palanca sin preocuparme por si hacía ruido. En cuanto el cerrojo estuvo abierto, Mac tiró del cable. La puerta se abrió y la criatura entró. Por suerte para nosotros, no estaba acostumbrado a la vida del barco: tropezó con el marco de la compuerta y se cayó de bruces. Contando con que la criatura tardaría en levantarse, preparé el arma para el disparo de precisión. La cosa no salió como yo esperaba. La criatura se incorporó en seguida. Era uno de los muertos que se habían preservado en la zona de Nueva Orleans. Cabeceó hacía mí y las gafas me chisporrotearon como si fueran un canal de televisión mal sintonizado. Lo último que vi fue su garra huesuda se me acercaba, pero entonces una luz intensa me cegó y oí el disparo con silenciador del H&K de Mac.

Sentí que el aire se agitaba a mi alrededor y oí un pesado golpe. Algo se había estrellado contra la superficie de acero del suelo. Me saqué las gafas de visión nocturna. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz brillante, vi que la linterna Surefire de Mac iluminaba el compartimento. Mac y yo sacamos dos mochos de un cubo que estaba por allí, empujamos a la criatura hasta un rincón y le pusimos encima todos los objetos pesados que teníamos a nuestro alcance, para dejarla incapacitada igual que la otra que habíamos eliminado… una vez más, «por si acaso». No le pudimos poner las esposas de plástico porque la radiactividad alcanzaba, probablemente, un grado letal. A la máxima velocidad que nos fue posible, salimos de aquella sala y dejamos atrás también la siguiente. Lo más probable era que todos los sitios por los que hubiera pasado la criatura fuesen inseguros. Sé que me dejé llevar por la imaginación (igual que cuando a alguien le pica la cabeza porque le han hablado de piojos), pero casi sentí el calor de la radiación en la cara y el cuello.

El compartimento siguiente estaba despejado. Una última puerta de acero nos separaba del área de la cocina. Nos enfrentábamos a un par de problemas. Primero, las gafas de visión nocturna se ponían borrosas por alguna especie de interferencia electromagnética o radiológica, y, segundo, se había abierto un leve resquicio en la pesada puerta de acero. Las únicas barreras que de verdad nos separaban del grueso de los muertos vivientes de la cocina eran un pasillo largo y oscuro, y una puerta de acero a medio abrir. A través del resquicio vi sus sombras al otro lado. La puerta debía de estar a unos diez metros de nosotros.

Lo único que podíamos hacer era irrumpir en el compartimento y matarlos a tiros. Ni tácticas especiales, ni métodos ingeniosos para hacerles frente. A mí no me gustaba esa manera de actuar y deseaba encontrar un método mejor. Nos acercamos a la puerta. Ordené al sargento y a Mac que se detuvieran y comprobamos el estado de nuestras armas. No llevábamos el seguro puesto y tampoco teníamos restricciones de ningún tipo. Contábamos con ochenta y siete cartuchos a punto para disparar. Serían más si era necesario recargar, pero todos nosotros sabíamos que, si se daba esa situación, íbamos a morir de todos modos.

Pasamos revista a nuestras ropas y tratamos de cubrir toda la piel que nos fuera posible. Me figuraba que encontraríamos por lo menos diez, y como mínimo uno de ellos sería del tipo especial. Esa compuerta se abría hacia fuera, hacia ellos. Di la señal y el sargento de armas la abrió de una patada. Chocó contra la pared y se quedó allí. Dentro de la sala había once cadáveres no muertos. Todos ellos golpeaban la persiana de metal y no notaron nuestra presencia hasta que les lancé un disparo preventivo. Maté a tres antes de que los demás se dieran cuenta. Esperaba que uno de ellos fuese la criatura de Nueva Orleans. Empezamos a disparar en ráfagas de tres cartuchos. Miembros, mandíbulas, hombros y dientes salían volando en todas las direcciones. Tuve buen cuidado de no disparar a la persiana por si uno de los marineros estaba al otro lado. Ya sólo eran tres cuando oí un grito por encima de mi hombro derecho. Era Mac. El rostro le sangraba y una de las criaturas estaba de pie detrás de él y trataba de morderle.

Volví a mirar… era la misma criatura contra la que habíamos disparado dos compartimentos más atrás. La que no habíamos tocado, pero habíamos tratado de incapacitar. No había muerto. Le vacié en la cabeza todo lo que me quedaba en el cargador. Se desplomó. La mayor parte de la cabeza había desaparecido. Los últimos que quedaban en pie estuvieron a punto de hacerse conmigo, pero el sargento acabó con ellos mientras yo atendía a Mac.

La mordedura no era grave. En realidad, ni siquiera se la había hecho en la cara, sino en la oreja. La criatura le había cortado una parte de la oreja de un mordisco. Mac tenía la respiración pesada y sufría lo que yo llamaría un shock. Le pedí al sargento de armas que cuidara de él mientras yo iba a por los supervivientes que estaban en la cocina. No quedaba tiempo para dar vueltas por ahí. La embarcación no era segura y habría que descontaminarla antes de que volviera a utilizarse. Di unos golpes en la persiana de metal y pregunté si quedaba alguien con vida. Oí una serie de clics metálicos y la puerta que estaba al lado de la persiana se abrió, y empezaron a salir… con vida. Uno de ellos tenía muy mala pinta. Era el que se había enfrentado a manos desnudas con una de las criaturas de Nueva Orleans.

El oficial al mando estaba presente y le informé de la situación. El lo sabía y le disgustaba tener que reconocerlo, pero no le quedaba otra opción que abandonar el barco y aguantar en la plataforma hasta que el portaaviones que hacía las veces de cuartel general les mandase ayuda. Abandonamos de inmediato la embarcación. Mac y el marinero enfermo fueron la prioridad. Mac podía darse por muerto. El otro no había sufrido ninguna mordedura y tan sólo necesitaba tratamiento de descontaminación. Yo no sabía si llegaría a tiempo de salvarse. Al marcharnos, me detuve en uno de los baños del guardacostas y arranqué el dispensador de jabón de la pared. También me llevé un rollo de papel higiénico. Finalmente, salimos a cubierta. Aún estaba oscuro. Sólo eran las tres de la madrugada. Mac y el marinero no estaban en condiciones de trepar hasta la plataforma donde aguardaban los demás supervivientes. Improvisamos unas correas de sujeción y los subimos uno tras otro. Aunque no conocía demasiado a ese marine, mi tristeza no se aligeró por eso. En tanto que oficial al mando de su unidad, tendría la obligación de desplazarme hasta el campamento donde vivía su mujer y darle la triste noticia. No podría entregarle la bandera, pero mis obligaciones para con Mac no cambiaban en nada, porque Mac es, y siempre será, un marine de Estados Unidos.

Dos horas después de regresar a la plataforma, el sargento le pegó un tiro en la cabeza a Mac. La infección lo había matado y le faltaba poco para transformarse.

La misión terminó al día siguiente, cuando contactamos por radio con la unidad de combate del portaaviones. Envié un mensaje al centro de mando por medio del operador de radio del Hotel 23 y les informé de la situación, así como de la ubicación de los supervivientes. Tratamos de descontaminar al suboficial Tompost con agua salada del Golfo, jabón y toallas. Dejamos allí a los hombres, con toda nuestra comida y nuestra agua, y abandonamos la plataforma petrolífera en cuanto estuvimos seguros de que se acercaba una expedición de rescate. También entregamos a los marineros una radio en buenas condiciones por si los otros no se presentaban. Lo único que nos llevamos fueron unas pocas latas de diésel y una señal en los mapas que nos indicaba dónde podíamos repostar. El viaje de regreso duró dos días. Envolvimos el cuerpo de Mac en una lona y lo sujetamos sobre el techo del LAV número dos. Había tomado medidas para estar seguro de que no se levantaría, pero su mujer no se merecía que arrojásemos el cadáver al Golfo. Se merecía un entierro decente.

19 de Agosto.

23:50h.

Anteayer me desplacé hasta el campamento base de los marines. Éste es uno de los muchos motivos por los que preferiría no ser el oficial de más alto rango presente en nuestras instalaciones. Partí con cuatro hombres, entre los que se hallaba el sargento de armas, y un LAV. Corrijo: eran cinco hombres. Llevamos a Mac en un ataúd de madera de pino, cubierto con la bandera estadounidense. No nos fue fácil encontrar una bandera, porque para conseguirla necesité cuarenta cartuchos y diez años de vida que perdí de puro terror. Era lo mínimo que podía hacer. Tara preguntó si podía ir conmigo para consolar a la viuda. Yo, por supuesto, le dije que no era una buena idea. Además, la muerte y el desastre son tan habituales en este mundo… La señora Mac no era la única que había perdido a un familiar, pero de todos modos me daba lástima. Las relaciones que habían sobrevivido al Apocalipsis eran muy pocas.

No dispongo de ningún uniforme formal, y la tienda de uniformes más cercana cerró. Yo sabía muy bien que, en realidad, no importaba. El momento en el que entregué a la viuda la bandera raída y estampada por un solo lado fue solemne. No sabía qué esperar. Nunca había tenido el honor de hacer algo semejante. En las películas, la viuda siempre abraza al tío que le entrega la bandera y ambos comparten un momento de tristeza. Todo lo que me llevé fue una mirada fría y la sensación de que me odiaba. ¿Y quién soy yo para reprochárselo? Si de alguna manera le serví como vía de escape para sus emociones, me doy por satisfecho. Sé muy bien que me siento mal por lo que ocurrió. Era un hombre bueno.

Descansa en paz, sargento de Personal Mac.