26 de Junio.
18:53 h.
Durante uno de los turnos ordinarios de vigilancia de la zona de aparcamiento, hemos detectado que algo se movía en la carretera. Tenía toda la pinta de tratarse de un blindado ligero de ocho ruedas para misiones de reconocimiento como los que emplea el Cuerpo de Marines. Había tan sólo uno. Se movía a gran velocidad, y visto desde el complejo, avanzaba hacia el nordeste. Ojalá hubiera grabado la imagen, porque entonces habría podido ampliarla y ver mejor al conductor. Mi única conclusión es que debía de tratarse de una misión de reconocimiento y que él o ella había ido hasta allí tan sólo para observar y luego regresar e informar de la situación a la persona que estuviera al mando. Puede ser que me equivocara y que fuese una unidad de renegados del ejército que merodeaba arma en ristre por el campo con su vehículo de blindado ligero LAV. No sé mucho sobre esos vehículos del ejército estadounidense y tan sólo había visto uno en una ocasión. Son anfibios y pueden aguantar durante un buen rato los disparos de armas ligeras.
Quizá se tratara de uno de los últimos restos del Cuerpo de Marines en esta zona. Quién sabe si todavía serán leales a la causa. Si yo lo fuese, no estaría escribiendo esto.
Pocas horas después del avistamiento del LAV, Dean y yo hemos salido con los niños a jugar. Le he contado mi plan de ir con John hasta las afueras de una ciudad en busca de manuales técnicos que nos puedan ser útiles. Creo que la idea le gusta. De todos modos, me ha dicho que ya estaba al corriente de mi plan. Tara se lo había contado después de hablar con John. Al parecer, Tara creía que era una locura. No le había hablado de lo que sentía por mí, pero parece capaz de comentar cualquier asunto con Dean. El caso es que Dean me ha advertido que Tara podría alterarse si me expongo a salir del complejo por algo tan trivial como unos libros. Después de haber visto hoy mismo ese vehículo militar, no estoy seguro de lo que tengo que hacer. Sí sé que necesitamos manuales médicos específicos, porque tenemos dos niños y una anciana en el complejo. No soy médico. Lo más parecido que tenemos a un médico es Jan.
29 de Junio.
19:13 h.
Anoche empezó todo. Al principio tan sólo habíamos captado un batiburrillo de sonidos con la radio, pero anoche se intensificaron. Oí una frenética voz humana, ahogada por los disparos de armas automáticas. Sólo era posible distinguir unos pocos retazos de sonido entre el barullo de fondo. Al caer la noche, se hizo el silencio. Mientras John montaba guardia, esa misma noche, volvieron a empezar. Eran las 23.00 horas. La frecuencia y la intensidad de los disparos habían descendido hasta el punto de hacerme pensar en unas palomitas después de apagarse el fuego, cuando empezaron a estallar de manera cada vez más espaciada. La voz se identificó como el cabo Ramírez del Batallón 1.°, Marines 23.° Se había estropeado el vehículo donde viajaba con su unidad y habían quedado atrapados. Dijo que estaba con otros seis. Se les había averiado el motor y habían quedado varados en un mar de muertos vivientes. Se oían alaridos de fondo, pero no sé si alguien estaba herido, o simplemente había enloquecido. Seguramente esos marines eran los mismos que habíamos visto pasar ayer frente al complejo.
Llegado ese punto, John me convocó a la sala de control y tomé la decisión de iniciar comunicaciones con los marines. Abrí el micrófono y dije con voz serena y pausada:
—A la unidad de marines que nos pedía socorro… transmítannos su latitud y longitud. Cambio. Al cabo de unos segundos de estática, recibimos respuesta:
—A interlocutor no identificado, necesitamos asistencia y rescate. Por favor, repitan su transmisión… cambio.
Les repetí cuatro veces la pregunta hasta que, por fin, el operador de radio nos reveló la latitud y longitud donde se encontraban:
—A interlocutor, creemos que nuestra posición es N29-52, O097-02. Sus señales son débiles y casi incomprensibles, dos sobre cinco. No nos quedan cartuchos y hemos cerrado la portezuela del vehículo. Nuestra situación es desesperada. Ayúdennos, por favor.
No tenía otra opción. No podía permitir que los marines muriesen. Esas cosas no podrían entrar en el LAV, pero los marines tampoco podrían salir. Marqué su posición sobre el mapa y John, William y yo preparamos a toda prisa la salida. Partimos en cuanto nos fue posible, durante la noche, para que la oscuridad nos ocultara. Me llevé una de las radios manuales HF de onda corta, el M-16 con el lanzagranadas M-203, mi Glock y las gafas de visión nocturna. Señalé sobre el mapa el lugar adonde nos dirigíamos y William propuso que nos lleváramos uno de los contadores Geiger. Estuve de acuerdo. Antes de salir, le pedí a John que me ayudara a cortar los galones de la casaca. No podía arriesgarme a que esos hombres descubrieran que soy… que había sido militar. También nos llevamos varias fundas de cojín por si teníamos que traerlos de vuelta.
Si había logrado aterrizar de noche con las gafas de visión nocturna, no cabía ninguna duda de que también podría conducir un Land Rover con ellas. El único problema era que tenía que conducir por carreteras asfaltadas para evitar que encallase. Aunque era un vehículo todoterreno, si encallaba, su diseño, a diferencia del de el LAV, no soportaría los golpes de centenares de puños muertos y muñones sanguinolentos.
Salimos por la puerta hacia las 00.30 horas y nos dirigimos al noroeste, hacia el punto de encuentro. Al salir del complejo, me arranqué el velcro con la bandera estadounidense que había llevado en el uniforme desde que todo esto empezó. Como he dicho antes, no podía correr el riesgo de que me descubriesen y me obligaran a volver al servicio activo por una causa fútil, o, aún peor, que me metieran en el calabozo. El día en que decidí abandonar mi unidad y sobrevivir me condené a mí mismo. Creo que soy el único que sigue con vida. No había ninguna posibilidad de derrotar al enemigo. No quedaba más remedio que esconderse y aguardar al acecho. De acuerdo con los mapas, nos esperaban cincuenta kilómetros de viaje por un territorio peligroso.
A juzgar por la información que me habían proporcionado, debían de encontrarse a unos doce kilómetros al este de La Grange, Texas. También en esta ocasión, el mapa nos indicó que se trataba de una ciudad muy pequeña. Los marines se hallaban a un kilómetro y pico al suroeste del río Colorado. Técnicamente, estaban inmersos en las profundidades de la zona irradiada. No me había acercado tanto a un área de residuos radiactivos desde el rescate de los Grisham. Esa circunstancia me provocaba cierta aprensión, porque recordaba las retransmisiones del congresista de Luisiana que oí el pasado mes de marzo. Íbamos a entrar en la boca del lobo. Las retransmisiones desde Luisiana cesaron y a menudo me había preguntado qué debió de ocurrir. ¿Cabía la posibilidad de que la expedición organizada por el congresista no hubiera tenido otro efecto que atraer hacia sus posiciones a una legión de muertos vivientes irradiados?
Llegamos hasta la I-10 sin dificultades. Por supuesto que la Interestatal era zona de guerra y las hierbas altas habían crecido sin control entre ambos carriles. Nada obstaba para que hubiera un ejército de muertos vivientes oculto entre la vegetación. Todas esas circunstancias me daban la sensación de hallarme en un escenario surrealista y me hacían tomar conciencia de la rapidez con la que todo se deteriora en ausencia de intervención humana. Al llegar al acceso por el que habíamos de entrar en la 71 Norte, nos encontramos con los restos de cuatro coches que habían chocado entre sí. Nos bloqueaban el camino, porque llenaban todo el espacio que quedaba libre entre un muro de hormigón de gran altura que cerraba el acceso por un lado y una roca que lo cerraba por el otro. Tendríamos que apartar uno de los coches con la ayuda del Land Rover. Hacía un par de semanas habíamos sacado las bombillas de las luces de cola y frenado. Si no teníamos bombillas, los faros no se encenderían, por mucho que apretara el freno. También habíamos sacado las bombillas de los intermitentes por si alguien pulsaba accidentalmente el botón.
Por supuesto que… siempre hay que contar con la posibilidad de un error humano. John y William bajaron del vehículo para sujetar con la cadena uno de los coches destrozados. Vi con las gafas de visión nocturna que William me hacía señales para que diera marcha atrás. Las imágenes verdes de resolución granulosa no me permitían ver lo que había sobre la rampa más allá de John y William. Tiré hacia atrás… y, al instante, las luces de los retrovisores central y lateral, filtradas por las gafas, se transformaron en un fulgor insoportable. Con toda la atención que habíamos prestado a los detalles, no habíamos pensado en las bombillas que se encienden al dar marcha atrás. La luz refulgió como un fénix. Me arranqué las gafas de la cabeza y miré de nuevo hacia los retrovisores. Había algo que se movía detrás de mis amigos.
Retrocedí a mi posición original, dejé el vehículo en punto muerto y eché el freno de mano. Llamé a John y a William para que soltasen la cadena y volvieran al vehículo. Yo era el único que podía ver en la oscuridad y por ello, lo más apropiado sería que fuese yo quien se enfrentase a las criaturas que se acercarían después de ver nuestras luces. Mientras manoseaba las gafas de visión nocturna en un intento por volver a encenderlas, oí como John y William soltaban la cadena. Oí sus pasos apresurados y un sonido más lejano.
Bajé del vehículo y entrecerré la puerta sin que quedara el cerrojo echado. Di un paso adelante, con la esperanza de que las gafas de visión nocturna captaran el familiar destello de esos ojos animales vivos. Al otro lado de uno de los coches destrozados se hallaba el cadáver de lo que debía de haber sido un albañil. Todavía llevaba el martillo en el cinturón de herramientas. El resto de utensilios debían de haberse caído al suelo. El estado de putrefacción no era avanzado. No me veía, y tampoco era capaz de abrirse paso entre la chatarra, así que se quedó donde estaba, tratando de localizarme. El antiguo albañil no llevaba el cabello largo. Apenas si tenía barba. Existe la creencia popular de que, después de morir, el cabello y las uñas siguen creciendo, pero no es cierto. Después de la muerte no hay nada que crezca…
Aparte del hambre de los muertos vivientes.
No puedo estar seguro, pero, a juzgar por el cinturón de herramientas, el cabello corto y lo que parecía un afeitado reciente, aquel hombre debía de haber sido uno de los primeros en morir hacía seis meses.
Aparte de un grueso pedazo de carne que le faltaba en el hombro, se había conservado muy bien. Cuando me acerqué a verlo, me di cuenta de que había piel y pelo adheridos a la punta del martillo. Probablemente había empleado la herramienta que le colgaba del cinturón para matar a la criatura que lo mordió. Como el muerto viviente estaba quieto y no constituía una amenaza inmediata, regresé al vehículo y agarré el Geiger. Había leído atentamente las instrucciones, ya que mi nueva habitación era la sala de control ambiental y equipamiento del Hotel 23. Lo había leído todo sobre las restricciones de la máscara antigás MCU-2P, así como las limitaciones del material de protección contra armas químicas, biológicas y radiológicas. Había llegado a pasar una noche entera estudiando el empleo del contador Geiger.
Activé el Geiger y acerqué el auricular al oído. En cuanto hubo pasado tiempo suficiente para que se calentara, lo empleé con John. El Geiger indicaba un nivel de radiactividad normal. El cliqueo de la estática no seguía ninguna pauta. Cuando me acerqué a los restos de los coches, la estática subió de intensidad. Estaba seguro de que los vehículos, después de tanto tiempo en la zona, habrían absorbido radiación. De todas maneras, no supondrían ningún peligro, a menos que nos pasáramos mucho tiempo sentados en su interior.
Tendí el brazo sobre el capó destrozado de uno de los coches para acercar el contador Geiger al cadáver y obtener lecturas de sus niveles de radiación. Oí un sonido como de módem analógico. El cadáver superaba con mucho los niveles tolerables de radiactividad. Miré el medidor y vi que indicaba 400R. Estaba claro que no me convenía nada que me diera un abrazo. El cadáver debió de oler la mano tendida sobre el capó, porque se echó a caminar violentamente contra el coche y chocó contra él una y otra vez. A diferencia de los cadáveres que había visto hasta entonces, avanzaba con movimientos espasmódicos, sin dirección fija. Se movió de lado hacia el coche y entonces le vi los pies. Apenas si quedaba nada de sus botas; debía de haber caminado con ellas durante varios meses sin hacer ni una sola pausa. Se había quedado sin suelas y sus pies mutilados eran visibles bajo unas pocas tiras de cuero y cordones que aún se sostenían en los tobillos.
Era evidente que el cadáver se había alterado, quizá por mi presencia. Se movía de un lado a otro como uno de esos robots de juguete. Se arrojaba contra la chatarra por un lado y luego se volvía y lo intentaba desde otro ángulo. Si seguía haciéndolo sin cesar, llegaría un momento en el que lograría pasar por entre los restos de los coches. Yo no podía acercarme a la criatura, porque estaba impregnada de radiación. Recogí la cadena sin perder de vista al cadáver robot. Sujeté la cadena al eje del vehículo que pensaba mover. Regresé en silencio al Land Rover y me senté al volante. Avisé a John y a Will que afuera teníamos a uno «calentito». Mi plan consistía en sacar el coche, soltar la cadena y seguir adelante sin acercarnos al cadáver. Arranqué el vehículo y avancé muy lentamente. Sentí que la cadena se tensaba y sufrí la sacudida cuando hubo llegado al tope. Le di más gas y noté que el coche se movía. Esperé a haber recorrido unos cincuenta metros para salir y llevar a término mi plan.
En cuanto salí del Land Rover, escudriñé el lugar donde había estado el coche. La criatura se acercaba. Trataba de correr, pero era obvio que su falta de coordinación no se lo permitía. Se cayó, se levantó de nuevo y volvió a acercarse. La criatura no sabía a dónde iba, pero, por un capricho del azar, caminaba en línea recta hacia el Land Rover. Recogí de inmediato la cadena, abrí la portezuela trasera y la metí adentro sin mirar. Oí la palabrota que soltó William cuando la cadena de veinte kilos se le cayó encima de los pies. Mientras entraba en el vehículo y cerraba las puertas, oí que el cadáver se estrellaba contra las ventanas traseras. Pisé el acelerador hasta el fondo y di la vuelta, y pasamos a toda velocidad por el espacio que había quedado abierto entre la chatarra. Vi por el retrovisor que el cadáver trataba de perseguirnos con una especie de trote desmañado, guiándose por el sonido del vehículo.
No voy a engañarme a mí mismo. Por un brevísimo instante pensé en cancelar la misión y volver a casa. ¿Qué podíamos hacer nosotros tres contra un ejército de cadáveres contaminados? Ya estábamos más cerca. Will trató de contactar con la radio. Abrió el micrófono y llamó. No oímos nada, pero aquella radio no era tan potente como la del Hotel 23. Tal vez aún vivieran. Después de imaginarme en qué situación se encontrarían, me quité de la cabeza toda idea de abortar la misión.
Tan sólo unos minutos después de que Will hubiese probado por primera vez la radio, recobramos la conexión. Una vez más, el cabo se identificó a sí mismo y a su unidad. Frené el vehículo y le quité la radio de las manos a Will. Le pregunté al cabo si podían actualizar sus coordenadas y si llevaban armas pequeñas dentro del LAV. Me respondió que aún se encontraban en la posición anterior, que estaban todos armados y transportaban munición para armas ligeras. Pero que no tenían manera de disparar afuera del vehículo sin abrir la escotilla superior. También me comentó que no les quedaba munición para la ametralladora y que por ese motivo habían tenido que cerrar la escotilla. Le pregunté cuántos muertos vivientes se hallaban en su posición. Después de una pausa (dio la impresión de que no quería decírmelo) me informó de que era marine y no sabía contar hasta un número tan alto. Le pregunté:
—¿Me habla usted de cientos, cabo?
—Sí, señor —me respondió.
Tanto John como William profirieron maldiciones en voz alta y negaron con la cabeza, llenos de aprensión por lo que pudiera suceder. Había llegado el momento de enfrentarse a la realidad.
Nos bastó con tres kilómetros de I-10. Salimos en dirección norte por la 71 y marchamos a toda velocidad hacia los marines. La única táctica a la que podía recurrir era la misma que había empleado para salvar a los Grisham y que había visto llevar a cabo por los forajidos. Tenía que tratar de guiarlos como a un rebaño lejos del vehículo averiado. Dejé la radio encendida y traté de charlar sobre nimiedades para distraerlos de su entorno inmediato. El cabo me informó de que habían abandonado la carretera y se habían dirigido al río porque el número de muertos que deambulaban por aquélla los había abrumado. Su vehículo se había averiado cerca del agua. Habían tratado de atravesar el río para escapar de los muertos vivientes, porque el LAV era un vehículo anfibio. Entonces los localicé, no gracias a las señales luminosas del cabo, sino a los insoportables gemidos de los muertos.
Les dije que trataría de apartar de ellos a la masa de muertos vivientes con el estruendo del vehículo y la bocina. Fijamos un punto de reunión: les dije a los marines que salieran del LAV y corrieran hasta el mismo lugar por donde habían salido de la autopista 71. Estuvieron de acuerdo. Tras recitar mentalmente una breve oración, les pregunté a John y a Will si estaban preparados. No les di tiempo para responder, sino que pisé el acelerador y corrimos hacia la masa de muertos vivientes que tenían acorralados a los marines.
El suelo estaba sembrado de cadáveres, víctimas de la ametralladora del LAV. Debía de encontrarme a unos cien metros de la masa cuando bajé el cristal de la ventana y abrí fuego. John y Will me irían proveyendo de municiones.
El supresor de destello contribuía a que las gafas de visión nocturna fueran necesarias, pero casi me salía más a cuenta quitármelas y verles a la luz de los fogonazos, porque los disparos eran continuados.
Debí de matar a unos veinte hasta el momento en que me vi obligado a desplazarme a unos cien metros de distancia. Will me pasó un cargador nuevo y yo saqué el viejo, se lo di a John y puse el nuevo en el receptor. Los muertos avanzaban con rapidez, porque el fogonazo del arma y el estrépito habían captado su atención. Igual que el albañil no muerto que habíamos esquivado antes, muchos de esos cadáveres se nos acercaban con movimientos espasmódicos y erráticos. La manera como se movían recordaba en algo a un grupo de policías en busca de cadáveres. Irónicamente, eran los cuerpos muertos los que me buscaban a mí.
Una vez más les disparé y me alejé un poco más. John y Will seguían recargando. Después de mover por cuarta vez el vehículo y dispararles de nuevo, divisé movimiento en lo alto del LAV. Estuve unos momentos sin disparar para que los ojos se me acostumbraran. Los marines aprovecharon la oportunidad para escapar. De acuerdo con mi plan, anduvieron en formación hasta el punto de recogida. Vacié el sexto cargador contra la turba y luego le pasé el arma, ya muy caliente, a Will. Toqué la bocina para que los muertos se alejaran un poco más de los marines, y luego escapamos en dirección contraria a toda velocidad para recogerlos. Los seis marines se habían dispuesto en formación defensiva y apuntaban con sus armas a la oscuridad. Vestían uniforme, con chalecos antibalas y cascos de kevlar.
Bajé el cristal de la ventana y les mandé entrar. Por cortesía, cerré los ojos y activé la luz cenital para que nos vieran. Entraron de un salto en el Land Rover. Tres de ellos tuvieron que meterse en el maletero, pero estoy seguro de que no les importó. Nos marchamos a toda velocidad hasta la I-10 y luego regresamos al Hotel. Todos los marines que llevábamos en el vehículo nos dieron las gracias de corazón por haberles salvado la vida.
Mientras regresábamos, le pedí a John que los examinara con el Geiger para ver si estaban bien. El indicador reveló que se desprendía de ellos cierta cantidad de radiación ambiental de la que se habían impregnado por la cercanía de la masa de muertos, pero era insignificante. No había manera de saber cuánta habrían absorbido sin ponerles dosímetros. Tan sólo podíamos medir la que se desprendía de su cuerpo.
Al llegar al punto donde habíamos tenido que apartar los restos del coche, detuve el vehículo. Me volví y les pregunté quién se hallaba al mando. El cabo me respondió que todos los demás estaban a su cargo.
Le comenté que tenía un rango muy bajo para hallarse a cargo de una misión de reconocimiento en territorio enemigo. Su respuesta fue irónica:
—Pues ya verá cuando sepa quién es nuestro oficial de más alto rango.
Uno de los demás le dio un codazo para hacerlo callar. Me di cuenta de que era el momento oportuno para explicarles las normas.
—Puedo llevaros a un lugar seguro con agua, comida y sitio para dormir, pero soy yo quien establece las reglas. No estaréis presos y podréis marcharos en cuanto os apetezca.
Vi por el retrovisor que el cabo asentía con la cabeza para indicarme que estaba dispuesto a escuchar.
Le dije:
—Tendréis que entregarnos todas las armas de fuego y aceptar que os cubramos los ojos hasta que nos encontremos dentro de nuestro refugio y hayamos aclarado esta situación.
El marine ordenó de mala gana a los demás que obedecieran. John les confiscó las armas y las guardó en la parte delantera del vehículo, donde estábamos nosotros. William los registró para asegurarse de que no se guardaran pistolas. Le dije que les dejara los puñales. Les pusimos fundas de cojín en la cabeza a los seis marines y aceleramos. Mientras pasábamos por entre los coches destrozados no vimos ni rastro del cadáver radiactivo del albañil.
No tardamos mucho tiempo en regresar al Hotel 23. Al acercarnos al complejo, los infrarrojos de las cámaras brillaron en nuestra dirección. Las chicas nos observaban. Aparcamos el vehículo y llevamos a los marines al otro lado de la valla, y bajamos por las escaleras hasta la extensa área de habitáculos. Les dije que podían sacarse las fundas de la cabeza. Les quitamos los cargadores de las armas y les devolvimos los M-16 con el cerrojo inmovilizado. Les aseguré que les entregaríamos los cargadores en cuanto decidieran marcharse. Ya era tarde y les enseñé dónde se encontraban los plegatines y las mantas extra. Les informé de que se encontraban a salvo, en un bunker subterráneo, que esa noche iban a dormir bien y que discutiríamos la situación en cuanto se despertaran.
Hoy, a primera hora de la mañana, el cabo se ha presentado en mi puerta con la intención de hablar. No ha querido decirme dónde se encuentra su unidad, pero sí me ha explicado que no quedan muchos supervivientes. Le he dicho que podía emplear nuestras radios para contactar con su oficial. Sin embargo, no dejaré que sepan dónde se encuentra este complejo. Le he propuesto que se queden otro día y piensen lo que quieren hacer, y que coman y beban bien antes de decidirse a marcharse. No sé cómo se llaman los demás marines, salvo por los apellidos que llevan bordados en los galones del uniforme. Ahora mismo juegan a cartas en el área de habitáculos. He oído que uno de ellos comentaba lo confortable que es este lugar en comparación con su base. Me pregunto cuántos militares seguirán con vida. Una parte de mí querría contarles quién soy.
1 de Julio.
22:24 h.
El cabo Ramírez y los otros cinco marines se han marchado esta mañana. Anoche me senté con ellos y charlamos durante unas horas. Son todos jóvenes. Se llaman Ramírez, Williams, Bourbonnais, Collins, Akers y Mull. No me he aprendido sus nombres de pila porque no me ha parecido que fueran a servirme para nada. Al preguntarles por su comandante y su base, no me han querido responder. Ramírez me ha objetado que nosotros tampoco queremos que ellos conozcan la ubicación de nuestra base. He tenido que darle la razón.
Le he preguntado a Ramírez por el gobierno, por si había sobrevivido alguna forma de administración. Me ha respondido que las últimas órdenes gubernamentales les habían llegado a principios de febrero. Ramírez no pensaba que hubiera sobrevivido ningún órgano de gobierno civil. Había oído rumores de que el refugio subterráneo del presidente se había infectado desde dentro. Eso explicaría el último mensaje de la primera dama después de la muerte del presidente.
Le he preguntado cómo es posible que una unidad tan grande como la suya haya sobrevivido tanto tiempo sobre tierra. El cabo me ha sonreído con presunción y me ha dicho:
—Somos marines, sabemos apañárnoslas.
Se lo había preguntado con la intención de que me dijera con qué efectivos contaban. Se ha dado cuenta. Es joven, pero inteligente. Esta mañana, hacia las 10.30 horas, los marines, John y yo hemos partido con dos vehículos. Les hemos puesto las fundas de cojín en la cabeza y los hemos guiado hasta el Land Rover. John nos ha seguido con el Bronco. Hemos conducido en círculos y hemos hecho todo lo posible por despistarlos. Estoy casi seguro de que son gente honrada, pero no tenemos ni idea de cómo será su comandante.
No hemos tardado mucho en llegar al punto donde habíamos convenido que los dejaríamos, un punto desde donde sabrían regresar a su base. Al llegar, les hemos sacado las fundas de cojín de la cabeza y les hemos devuelto los cargadores. John había dejado el Bronco en marcha. Nos hemos despedido y entonces ellos han montado en el Bronco.
Uno de los marines más jóvenes ha bajado el cristal de la ventanilla y me ha dicho:
—Le agradecemos su hospitalidad, señor.
Por el énfasis con que ha pronunciado la palabra señor me he dado cuenta de que sabía algo. Aunque tal vez hayan sido mi paranoia y mi sentimiento de culpabilidad. Los demás han seguido el ejemplo del joven marine y juraría que Ramírez me ha hecho un saludo de visera antes de pisar el acelerador y alejarse por las tierras baldías donde moran los muertos vivientes.