4 de Junio.
22:21 h.
Durante estos últimos tres días he discutido con todo el grupo si tengo que tratar de encontrar a la familia Davis en el lago Charles. He estudiado los mapas y no está muy lejos. Pero, por supuesto, si finalmente voy en su busca, calcularé la distancia exacta y el combustible necesario para el viaje. Los otros parecen creer que los riesgos superan con mucho a los beneficios que obtendríamos por encontrarlos. John se mantiene neutral en la discusión, pero Jan, Tara y Will se obcecan en que una expedición como ésa podría transformarse fácilmente en misión suicida.
Logramos cargar los teléfonos por satélite, pero, por desgracia, como ya habíamos previsto, no hay nadie a quien podamos llamar. Sin embargo, no tenemos problemas para conseguir línea con otros teléfonos. No hemos tardado mucho en comprender cómo funcionan. Lo único que no sé es quién nos va a mandar la factura del consumo. Sé que esos teléfonos pertenecen a las líneas aéreas, y también que no queda nadie que pueda mandarnos una factura por el empleo del satélite; me preocupa que pueda existir un sistema automatizado de desconexión que se active en cuanto hayamos consumido cierto número de minutos.
Me pregunto qué es lo que estarán haciendo ahora mismo en el lago Charles. Me pregunto si se les ocurrió que alguien pudiera encontrar la nota. Siento la necesidad de ponerme en contacto con ellos, aunque tengamos que lanzar uno de los teléfonos por satélite desde la avioneta con un paracaídas improvisado. Ya habría sido algo. Habríamos podido comunicarnos con ellos, conseguir más información, ideas nuevas.
8 de Junio.
2:26 h.
Partiré esta mañana. John y los demás se quedarán aquí por si tengo que traer a alguien de vuelta. No quiero obligar a la avioneta a cargar con demasiado peso. Espero que se hayan quedado cerca del aeródromo del lago Charles. Ahora, al contemplar esta hoja de papel amarillo que tiene casi un mes, me pregunto si seguirán con vida o si se habrán encontrado sitiados, como ese día lo estuvimos John y yo en la torre. Ha faltado poco para que William me rogase que le dejara venir conmigo, pero, como he dicho antes, es posible que regrese con supervivientes. Como no tengo ni idea, no puedo correr el riesgo de cargar demasiado el avión. Me voy a llevar dos teléfonos por satélite con la carga completa y el armamento habitual: una pistola con cincuenta cartuchos de nueve milímetros y un fusil con algunos cientos de balas. También llevaré comida y agua para dos días en el compartimiento de aviónica. Se me había ocurrido que podía escribir unas frases ingeniosas y creativas en este diario, por si son las últimas que escribo. Como no soy ingenioso ni creativo, tomaré prestadas unas grandes palabras de un hombre que está muerto (de verdad) desde hace mucho tiempo:
«Hasta el fin forcejearé contigo; desde el corazón del infierno te acuchillaré; por odio te escupiré mi último aliento», Melville / Ahab.
Me voy al Pequod.
22:01 h.
Doscientos setenta kilómetros, ésa es la distancia hasta el lago Charles. No ha sido un vuelo directo porque he sobrevolado una vez más el aeropuerto Hobby para comprobar que el camión cisterna aún estuviese disponible, por si lo necesito durante el viaje de vuelta. Si supero los novecientos kilómetros, la avioneta se precipitará al vacío.
Al pasar sobre Hobby a seiscientos metros de altitud, he visto el camión cisterna tal como lo habíamos dejado. También he visto que una de las ventanas de la terminal se había hecho añicos y que un buen número de muertos vivientes entraba y salía por esa nueva abertura, por la que se accedía a un tejado, a unos seis metros de altura sobre la calle de rodaje.
No he visto a ninguno de ellos cerca del camión cisterna. De todas maneras, sé muy bien que las caídas no les dan miedo, y que se arrojarán desde el tejado si piensan que con ello van a comer. Satisfecho con lo que había visto, me dirigí hacia él nordeste, hacia el lago Charles. En el momento de terminar el ascenso, a dos mil metros de altitud, el sol brillaba en lo alto y su luz me daba en los ojos. Al cabo de treinta minutos he visto en la lejanía lo que quedaba de la ciudad de Beaumont. Me he decidido a volar bajo y buscar posibles supervivientes. Según los mapas, era una ciudad de tamaño medio.
El fuego y el humo se arremolinaban en torno a los edificios más altos, así como en su interior. Parecían gigantescas cerillas de alturas variadas, cada una con su propio tipo de fuego y humo. Habría podido ahorrarme el viaje si el sistema de fotografía por satélite del complejo funcionara bien. Hace dos semanas perdimos el Louisiana Pass (cobertura por satélite). Me hubiera gustado mucho poder teclear las coordenadas del lago Charles y encontrar la respuesta a mis preguntas sin tener que salir.
Esa zona no tenía electricidad. Todos los faros rojos anticolisión instalados en las grandes antenas de radio estaban apagados, y ello ha contribuido a que mi vuelo fuera más entretenido. He volado a poca altura, a poca velocidad, y he observado las calles y edificios de Beaumont que no estaban incendiados. He forzado la vista tanto como he podido, pero no he hallado supervivientes. Los únicos que ves de paseo en este bonito día de verano son ellos… los que no son de los nuestros.
Después de hacer tres pasadas sobre lo que me parecía que era el centro urbano, me he convencido de que no había supervivientes. Por lo menos, no había ninguno que tuviera ningún medio para hacer notar su presencia. El aeródromo del lago Charles se hallaba a unos ochenta kilómetros al este de Beaumont. Si mantenía la velocidad, llegaría en veintiocho minutos. Esa espera se me ha hecho larga. La posibilidad de encontrarme con otros supervivientes me provocaba cierta aprensión. No tenía ni idea de lo que podía esperar. La nota que llevo en el bolsillo dice claramente: «Familia Davis», pero no sabía si ese tal Davis sería amigo o enemigo. ¡Qué diablos! La nota databa del catorce del mes pasado y no tenía garantías de que siguieran en pie, o, por lo menos, vivos y en pie.
No he tardado en divisar el perfil de bota del lago, que se veía cada vez más grande frente al morro de la avioneta. A juzgar por el mapa, se hallaba al sur, y algo más al oeste que mi punto de destino. Tenía que encontrarlos. A los demás les iría muy bien poder contar con otro piloto si sucediera algo. Al menos, tener a Davis con nosotros sería como una especie de póliza de seguros. El sol aún brillaba en lo alto. Faltaba poco para las dos cuando he llegado a la zona del aeródromo. He tenido que pasarme un rato mirando por la ventana para encontrarlo entre el caos y el humo de las áreas urbanas. He apuntado hacia abajo con el morro, he disminuido la velocidad hasta los setenta nudos y he iniciado el descenso. He visto numerosas figuras cerca de la pista.
Desde la avioneta, parecía que hubiera numerosos supervivientes. A pesar de la distancia, he distinguido su ropa de colores brillantes, muy distinta de la sucia y raída que suelen llevar los muertos vivientes. Incluso parecía que trabajaran, porque me ha parecido ver a alguien que acarreaba conos de señales… esos conos que llevan un faro incorporado y se emplean para guiar a los aviones hasta su estacionamiento.
No sé qué me ha llevado a ver lo que deseaba, pero pronto me he dado cuenta de que mis ojos me habían engañado. Los muertos vivientes habían tomado el aeródromo. Un buen trecho de vallas se había venido abajo en su perímetro oriental y los muertos vivientes habían entrado en tropel. He enderezado el morro y he tratado de acercarme a la torre, por si la familia Davis estaba sitiada en su interior. Nada. Nada, excepto ellos. Estaban por todas partes, incluso dentro de la torre. Al acercarme al inicio de la pista, he divisado una avioneta. Las puertas estaban abiertas y a su alrededor había un gran número de cadáveres por el suelo. Eran tantos que no he podido contarlos. Había varios en torno a las hélices, como si éstas los hubiesen despedazado. También he visto numerosos miembros amputados, sobre todo brazos, en torno a la proa de la avioneta. Mis sospechas se han visto confirmadas cuando estaba a punto de regresar. En el mismo momento en el que había decidido que era el momento de marcharse y volver al complejo, les he visto. He visto a dos personas que me hacían señas frenéticamente desde una pasarela que circundaba la torre de agua más grande del aeródromo. Un chaval y una mujer agitaban los brazos para pedirme que les salvara la vida. He hecho otra pasada y he mecido las alas para darles a entender que los había visto. Tenían un saco de dormir y varias cajas sobre la torre. No parecía muy creíble que hubieran sobrevivido después de pasarse quién sabe cuánto tiempo a la intemperie, atrapados ahí arriba. Volaba demasiado rápido para verlos bien, pero lo bastante lento como para saber que estaban vivos. La torre de agua se encontraba fuera del aeródromo, al otro lado de una valla metálica rota. Las masas de muertos vivientes que arañaban sus pilares me habrían puesto antes sobre la pista de no ser porque estaba rodeado de árboles y arbustos. Al pasar por encima he visto a los muertos vivientes que se esforzaban sin tregua por trepar por la torre. No podía aterrizar en el aeródromo. Al haberse roto la valla, las docenas de muertos vivientes que se habían reunido en torno a los supervivientes entrarían en la pista y me derrotarían simplemente por su superioridad en número. El motor de la avioneta los habría atraído. Una dificultad aún más grande sería despegar sin chocar contra ninguno de ellos. Los efectos habrían sido catastróficos. He pensado una manera de decirles que pensaba volver a por ellos, pero la posibilidad de tener que enfrentarme a los muertos vivientes me había disparado la adrenalina y no se me ocurría nada. He remontado el vuelo y me he alejado del aeródromo en busca de un sitio apropiado para aterrizar. He volado hacia el este, a tan poca altura como me ha sido posible, en busca de un punto de aterrizaje que no estuviera a más de quince kilómetros. De acuerdo con los mapas y con lo que veía desde la cabina, había llegado a la altura de la Autopista interestatal 10. El carril en dirección este se veía lleno de coches. Sin embargo, el que iba en la dirección contraria estaba relativamente vacío. He tenido en cuenta en todo momento la velocidad a la que volaba y la distancia recorrida para calcular el tiempo que me llevaría volver a pie hasta la torre de agua. Sin dejar de hacer cálculos mentales, he descubierto una nueva odisea postapocalíptica en tierra. Un buen trecho de la I-10 había desaparecido junto con un paso a desnivel adyacente. Había un vehículo militar de color verde aparcado cerca de un cráter abierto por una explosión, así como numerosos carteles de «Peligro» alrededor. Me imagino que o bien habían volado deliberadamente la autopista después de que empezara la epidemia, o bien el puente se había hundido y la erosión crónica había destruido el trecho de autopista. He iniciado un aterrizaje de emergencia en la Interestatal. Recordaba haber viajado por aquella misma autopista dos años antes, cuando me habían pasado a instrucción militar, y ahora me disponía a aterrizar en ella con una avioneta. No he encontrado ningún obstáculo. Aunque había divisado escombros a lo lejos, el avión se detendría antes de chocar con ellos. He descendido, pero no sin complicaciones. He empezado a activar los frenos para aminorar la velocidad sobre la autopista. Uno, dos, tres, cuatro de ellos han salido de entre las hierbas altas de la mediana ajardinada que separaba los dos carriles. No tantos como me había temido. Al tirar de los frenos con más fuerza, he sentido una sacudida en los pedales, y la avioneta ha girado bruscamente a la derecha. Había perdido uno de los frenos. No me ha quedado otra posibilidad que emplear el alerón opuesto para enderezar la avioneta e impedir que volcara hasta que la resistencia del aire la detuviese.
Entonces, los escombros a los que antes no había dado ninguna importancia la han adquirido de pronto. He activado el freno que aún funcionaba, mientras movía una y otra vez el alerón opuesto para mantener el equilibrio de la avioneta, y cada vez que lo hacía he besado la hierba que crecía a la derecha de la autopista. He conseguido detenerme a muy poca distancia de los escombros. Si llego a chocar, probablemente habría muerto. El revoltijo de escombros que me había cortado el paso no era sino el cráter producido por otra explosión. A su lado había un camión militar de color verde y un paso a desnivel que se había venido abajo. No me ha parecido creíble que dos pasos a desnivel se derrumbaran al mismo tiempo por pura coincidencia. Probablemente eran obra de equipos de demolición profesional. A duras penas me quedaba un trecho de autopista suficiente para darle la vuelta a la avioneta y despegar de nuevo. Si es que regresaba a ella. He apagado el motor, sin perder de vista en ningún momento a los pocos que venían hacia mí mientras llenaba la mochila para la expedición.
Me he asomado al asiento trasero de la avioneta y he cogido el rifle y los cargadores. He metido los cargadores extra en la mochila y he puesto los demás objetos de primera necesidad en los bolsillos más accesibles. Las armas de cinto ya estaban listas en su lugar. También he guardado en la mochila cuatro botellas de agua y dos raciones de comida preparada. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban sobre la torre, ni de cuánto hacía que no podían beber agua.
He cerrado la puerta de la avioneta y me he vuelto, sobresaltado por el rostro putrefacto y amenazante de una de las criaturas. La he golpeado en la sien con la culata del rifle y le he pateado con fuerza la rodilla para que se cayera al suelo. No merecía la pena gastar una bala sólo en ella ni anunciar mi presencia con el estruendo de un disparo. Mientras me alejaba de la avioneta, no ha vuelto a moverse. He abandonado la Interestatal y me he adentrado en los bosques. Seguiría una ruta paralela a la de la carretera, a salvo de su mirada siempre atenta. Mientras caminaba, los he visto de manera intermitente entre los árboles. Parecían confusos. Sabían que cerca de allí había algo que les interesaba, pero no sabían muy bien cómo sacar provecho de ello. Hacía calor y humedad, pero no me he detenido; mi alma no tenía elección. Finalmente he llegado al sitio donde habían tenido lugar las primeras demoliciones. Al pasar por primera vez, no había visto al soldado muerto, porque se hallaba al otro lado del camión. No me ha sido nada difícil imaginar lo que le había ocurrido. La espalda de la chaqueta se le había quedado atrapada en la puerta del lado del conductor y no le permitía moverse. Llevaba la cremallera cerrada sobre el pecho y un casco de kevlar sujeto al mentón por una correa. Había perdido unos buenos pedazos de carne y músculo en los hombros y el cuello. Era evidente que al tratar de salir del camión, la chaqueta se le había quedado atrapada en la puerta, y así se había producido la catástrofe. Creo que el ganador del premio Darwin de este mes ya está decidido.
No tenía ningún sentido permitir que me viera, porque se habría puesto a aporrear el camión y habría atraído a otras criaturas. Tenía que dejarlo tal como estaba. Una vocecita me decía que pusiera fin a su sufrimiento, porque era un colega militar. Me he acercado al enorme camión por el lado del copiloto y he echado una ojeada al interior. Sobre el asiento había una pistola M-9. Por ese lado, el cristal de la ventanilla estaba subido hasta arriba y la puerta, cerrada. Yo sólo llevaba un rifle y una pistola y no sería mala idea que los supervivientes tuvieran un arma durante la operación de rescate. He cambiado de opinión y he decidido matar al soldado para conseguir la pistola. He bajado del estribo del camión y he caminado hasta la parte de atrás. Era un camión de transporte con plataforma de carga, cubierta con una lona. He mirado en la plataforma de carga. No he visto nada que me pudiera ser útil… tan sólo unas cajas de madera llenas de Dios sabrá qué. Probablemente explosivos. No soy experto en la materia.
He cogido un buen cascote de autopista y lo he arrojado sobre el asfalto, cerca de los pies de la criatura, para que mirase hacia otro lado mientras me aproximaba a ella. Ha funcionado. Me he acercado en seguida y le he metido el morro del arma por debajo del casco, para que el kevlar que le protegía la cabeza no me diera problemas. Le he disparado un solo cartucho. La criatura se ha quedado inerme y no se ha movido mientras yo abría la puerta. Le he registrado los bolsillos. Nada de valor. He agarrado la M-9 y me he marchado de allí.
No he tenido mucho tiempo para pensar cómo los sacaría de la torre de agua. Teníamos que ponernos en marcha antes del ocaso. No podría neutralizar a las criaturas. Yo contaba con la ventaja que me daban mi cerebro y mis armas de fuego, pero, de todos modos, eran demasiados. Tenía que pensar en otro método. Parecía que no tuviera otra posibilidad que correr hacia ellos y empezar a gritar, o a disparar, para que se apartasen de la torre de agua (salvé de un modo parecido a la familia Grisham). Pero esto último también era demasiado peligroso, porque no podía llevármelos en coche. Otra vez la falta de planes. Había ido hasta allí con la única idea de aterrizar cerca del lago Charles, contactar con los supervivientes y, tal vez, transportarlos hasta el Hotel 23. No había planeado otro ridículo intento de rescate.
La torre de agua estaba a la vista. He divisado a uno de ellos sobre la pasarela. He tratado de hacerles señas con ambos brazos, pero no me han respondido. He estado a punto dudar de mí mismo. Me he preguntado si habría ido hasta allí tan sólo para salvar a dos cadáveres. Pero entonces mis esfuerzos se han confirmado. He divisado a una pequeña figura de sexo masculino que orinaba desde la baranda sobre los cadáveres que se encontraban abajo. Aunque la maleza me impedía ver los cadáveres, he sabido en seguida qué era lo que hacía el muchacho. Apuntaba con toda su malicia a las cabezas de los muertos.
Me he permitido una risita y luego he vuelto a lo que estaba. La torre de agua se encontraba a tan sólo diez metros de la valla del aeródromo. En lo alto de la valla no había púas y no tendré ningún problema para pasar por encima. He ido a toda prisa hasta un trecho donde las criaturas no pudieran verme y, con precisión, he pasado al otro lado. Entonces he corrido hacia el hangar. He visto una hilera de cochecitos eléctricos portaequipajes enchufados a unos cargadores que se encontraban detrás del hangar. Me he acercado lentamente a ellos. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que aquella zona se había quedado sin suministro eléctrico, así que tampoco estaba seguro de que aún funcionaran. He desenchufado uno y lo he empujado hasta el costado del hangar para verlo bien. Había atraído a un cadáver curioso que se encontraba al otro lado de la valla. Debía de haberme visto dar el salto.
Los cochecitos no se activaban con llave. Me imagino que no empleaban llaves para impedir que se cayeran accidentalmente en la pista y provocaran daños en los motores de los aviones. He pulsado el interruptor, me he sentado en el vehículo y he pisado el acelerador. El motor eléctrico ha dado una sacudida, pero el cochecito no se ha movido. He probado con otro cochecito. Había varios y estaban todos ellos alineados detrás del edificio. Lo he conseguido con el tercero que he probado. Se ha oído el murmullo del motor, y entonces el cochecito se ha puesto en marcha y ha avanzado hacia el trecho de valla que se había roto cerca de la torre de agua. Me he detenido en el centro de la pista y he bajado al suelo sin apagar el motor. He apoyado el rifle en el hombro y he empezado a disparar hacia la base de la torre, para matar a todos los que pudiera antes de que todos los ojos de los muertos vivientes en un radio de tres kilómetros se volvieran hacia mí.
He seguido disparando hasta que todos ellos se han congregado en el agujero de la valla, con los brazos extendidos y deseosos de atraparme. He aguardado a que estuvieran a cincuenta metros de distancia antes de regresar al cochecito y alejarme a toda velocidad. Así, los muertos vivientes se han alejado de la torre. He reducido velocidad mientras seguía adelante por la pista y he cargado el arma. Aunque no estoy muy seguro, creo que debían de seguirme entre doscientos y trescientos.
Había llegado al final de la pista. Me he bajado del vehículo y he empezado a dispararles. Se encontraban a unos trescientos metros. Tenía tiempo. He empezado por matar a los que ya se encontraban dentro del perímetro del aeropuerto y estaban cerca de mí. Luego he disparado selectivamente a la muchedumbre, empezando por los que estaban más lejos. Así, cuando regresara a la torre de agua, tardarían más en darme alcance.
Debían de encontrarse a unos cien metros de mí. Habían atraído a tantas moscas que me entraban ganas de vomitar. Los gemidos de los cadáveres no me impedían oír el zumbido colectivo de las moscas. Aunque debería decir que lo peor de todo eran sus caras resecas y putrefactas. Sus labios se habían contraído en una perpetua sonrisa y sus manos huesudas iban por delante en un intento de capturar algo. Era el momento de ponerse en marcha. He saltado de nuevo al cochecito y he trazado un círculo en torno a la masa de muertos vivientes, y he pisado el acelerador hasta que el talón ha tocado el suelo. Por cuestiones de seguridad, el vehículo no podía ir muy rápido. Como mucho, a quince o veinte kilómetros por hora. Al acercarme a la torre de agua, les he gritado que estuvieran a punto. No sé si me han oído o no. El grueso de las criaturas debía de estar a unos ochocientos metros de mí. Aún había tiempo, pero igualmente tendría que encargarme de los diez o doce que se habían quedado al pie de la torre de agua. La batería del cochecito empezaba a dar señales de agotamiento.
Había llegado al agujero abierto en la valla. El follaje no me permitía ver bien y, por ello, no tenía manera de saber con exactitud qué habría al otro lado. He abierto fuego contra lo que me ha parecido que era una cabeza. He abandonado esa táctica y me he adentrado con precaución en la maleza que rodeaba la torre. Los que se habían quedado allí debían de estar sordos porque se hallaban en un estado avanzado de descomposición. Era posible que ni siquiera hubiesen oído el disparo. Muchos da ellos tenían un solo ojo, y algunos ninguno. Serían un blanco fácil. Al cabo de poco tiempo, la base de la torre ha quedado libre de todo peligro. Les he gritado a los supervivientes que bajaran en cuanto fuera posible.
He oído una voz autoritaria de mujer que gritaba:
—Danny, haz lo que te dice el señor.
Y el muchacho le ha respondido con voz nerviosa:
—Sí, abuela.
El chico ha bajado primero. Debía de tener unos doce años, con el cabello castaño, los ojos de color marrón oscuro, y la piel clara. Luego ha bajado la mujer. Yo diría que tenía cincuenta largos, incluso sesenta y pocos. Tenia el cabello pelirrojo y ondulado, y un ligero sobrepeso. Ambos estaban ya en el suelo con sus escasas pertenencias y me miraban a la espera de que les resolviera sus dudas. Después de haber visto a tantas criaturas juntas, se me agotaba la confianza en mi mismo, igual que se agotaba la batería del cochecito de golf. He empleado todas las habilidades teatrales que aún me quedaban (las que empleaba para interpretar a Abraham Lincoln en el parvulario) y he fingido estar seguro de mí mismo. Les he dicho que me siguieran. Antes de ponernos en marcha he sacado una brida de la mochila y he vuelto al cochecito portaequipajes.
Estaban más cerca, a unos quinientos cincuenta metros y se aproximaban con rapidez. Me he subido al cochecito y he arrancado marcha atrás. Se ha oído una fuerte señal acústica de aviso. He sujetado el pedal con la brida para que el cochecito no se detuviese hasta que chocara con algo o se quedara sin batería, He saltado a tierra y he dado volteretas por el suelo para evitar hacerme daño, mientras el cochecito seguía en marcha con sus estridentes señales de aviso, en dirección hacia la masa de muertos vivientes. Hemos vuelto a la avioneta por el mismo camino por el que yo había ido antes, con especial cuidado de que no nos descubrieran mientras caminábamos torpemente por las espesuras paralelas a la I-10. He oído fuertes gemidos que venían de más atrás, que se nos acercaban desde el aeropuerto. El viento nos venía de cara. No cabe ninguna duda de que pueden localizarnos por el olor, aunque reconozco que en ningún momento me he detenido a examinar a ninguno de ellos lo bastante cerca como para ver si respiran siquiera.
Mientras caminábamos por el bosque hacia la zona donde se hallaba la avioneta, le he dado a la mujer la M-9 que había robado antes del camión militar. Me ha dicho que se llama Dean y que el niño era su nieto, Danny. Les he estrechado la mano a ambos y he sacado la nota escrita a mano sobre papel amarillo que había encontrado en el camión cisterna del aeropuerto Hobby.
La mujer ha mirado la nota. Se ha detenido un momento y sus ojos enrojecidos se han puesto a llorar, y han mirado a los míos. Ha tendido los brazos y me ha abrazado sin dejar de llorar. Al instante he pensado que el señor Davis debía de haber sido un amigo íntimo, o un familiar de la mujer, y que la nota había hecho aflorar recuerdos dolorosos y recientes de su muerte.
—Sé que lo está pasando usted mal, pero no podemos detenernos. A nuestro alrededor hay muchas criaturas como ésas. Ese cochecito de golf no los engañará durante mucho tiempo —le he dicho.
Me ha insistido en que necesitaría un minuto, o dos, para volver en sí. ¿Qué iba a decirle? Si mi madre llega a descubrir que le había faltado el respeto a una persona mayor que yo, me habría arreado en el culo.
Le he preguntado a la mujer qué había ocurrido con el señor Davis y su familia.
Me ha respondido:
—La familia Davis somos Danny y yo. Yo misma dejé esa nota el mes pasado en el aeropuerto regional de Hobby, antes de volar hasta aquí.
Perplejo y espoleado por el levísimo aguijonazo del sexismo en lo más recóndito de mi mente, le he preguntado quién había pilotado el avión.
Me ha sonreído y. Por un momento, me ha parecido más joven, y me ha dicho:
—Yo. Soy piloto titulada, o, por lo menos, lo fui en los tiempos en que el título de piloto valía para algo.
He tratado de disimular la cara de gilipollas que se me había puesto, he echado una mirada en derredor por si descubra algún peligro y he reanudado la conversación con la mujer llamada Dean. Danny estaba sentado en el suelo, a sus pies, y su pequeña cabeza también se volvía de un lado para otro en busca de peligros.
Al hablar con la mujer, me sentía en paz, como si fuera la última abuela del mundo y yo quisiese escuchar sus historias.
Pero no era el momento.
Mi principal motivo para detenerme había sido darles un respiro emocional después de lo que acababa de sucederles en la torre de agua. Aunque la mujer fuera más que capaz de cuidar de sí misma, no dejaba de ser una mujer mayor, y me he llevado la impresión de que necesitaba una breve pausa. La mujer llamada Dean mostraba síntomas evidentes de malnutrición. Tenía la piel fláccida en brazos y piernas, testimonio del amor que sentía por su nieto. Danny tampoco tenía muy buena, pinta, pero era evidente que la abuela le había cedido toda la comida para que pudiera sobrevivir.
Con sentimiento de culpa y algo de tristeza en la voz, les he propuesto que siguiéramos adelante y llegáramos antes a la avioneta. Si nos veíamos obligados a volar de noche, sería muy difícil encontrar el camión cisterna en Hobby. Mientras caminábamos, he querido distraer a Dean de los acontecimientos del día y le he preguntado por qué aprendió a volar. La mujer tenía ganas de contármelo. Me lo iba explicando en susurros y yo miraba entre los árboles que intermitentemente me dejaban ver la Autopista Interestatal. De vez en cuando, mientras nos dirigíamos a la avioneta, los he visto.
Mientras caminaba, me ha explicado en voz baja que se había jubilado ya como piloto, que había trabajado en la Brigada de Bomberos de Nueva Orleans, y que añoraba el volar y el ayudar a personas necesitadas. También me ha dicho su edad: que se había retirado hacía diez años, al llegar a los cincuenta y cinco. Me ha parecido increíble que esa mujer hubiera podido sobrevivir durante tanto tiempo y, a la vez, mantener con vida al muchacho. Me he quedado pasmado y he sentido verdadero respeto por su afán de supervivencia.
Había unas pocas criaturas en la Autopista Interestatal que se interponían entre la avioneta y nosotros. A tanta distancia, los gemidos de los muertos eran casi un mero producto de nuestra imaginación. Le he contado a Dean que había perdido el freno de la rueda izquierda al aterrizar y que tenia la esperanza de no tener que suspender el despegue, porque un bonito camión militar, grande y verde, nos aguardaba en la autopista un trecho más allá. No ha parecido que le preocupara y tampoco me ha preguntado de dónde procedían mis habilidades en el pilotaje. Simplemente parecía contenta de estar viva. Al llegar a la avioneta, he abierto la puerta y casi sin pensarlo, le he cubierto los ojos a Danny para que no viese el cadáver que había matado poco antes al lado del aeroplano. Pero ¿qué más daba? El chico debía de haberse meado sobre un número de muertos vivientes mayor del que yo hubiera visto jamás.
Tras inspeccionar la avioneta y los cinturones de seguridad, hemos empezado con la rutina de despegue. Dean y yo mismo nos hemos puesto los auriculares de comunicación interna, y ella me ha ayudado con las rutinas, porque lleva más de doscientas horas de vuelo con ese modelo, muchas más de las que llevo yo. El motor se ha encendido sin problema. Hemos arrancado y la avioneta ha empezado a rodar. No tenía ningún sentido probar los frenos. El área estaba despejada; he acelerado hasta los cincuenta nudos. Un único cadáver se acercaba al asfalto de la Interestatal tras salir de la mediana ajardinada que separaba los dos carriles de la I-10. No estaba seguro de si lo conseguiría.
Entonces he notado que alguien agarraba las palancas de mando y tiraba hacia atrás. He oído la voz de Dean por el sistema de comunicación interna, que me decía: «Lo conseguiremos». No podía creérmelo. La ascensión ha sido más empinada que aquella otra vez en la que John y yo tuvimos que despegar de una pista de tierra antes de que las nucleares borraran San Antonio del mapa. No han sido los motores los que me han estrujado contra el asiento. Ha sido la gravedad. Habíamos despegado unos trescientos metros antes de lo que debíamos para no estrellarnos contra el cadáver. No me ha quedado más remedio que hacer acopio de coraje y reconocer que Dean era mejor que yo con la avioneta.
En cuanto hemos dejado atrás el camión, el cráter y el paso a desnivel que se había venido abajo, hemos divisado de nuevo el aeródromo. Por pura curiosidad le he pedido a Dean que sobrevolara las pistas. Mientras las sobrevolábamos, los he visto apiñados en torno al cocherito eléctrico, al otro extremo de las instalaciones. Se había estrellado contra la valla y me imagino que aún debía de emitir señales sonoras, porque los cadáveres estaban muy interesados en él y trataban de hacerlo pedazos. Quizá por el olor, quizá por el sonido, tal vez por ambas cosas.
Dean me ha preguntado adonde nos dirigíamos. Le he pedido que nos llevara hasta su camión cisterna. Lo ha hecho.
Como sentía curiosidad por saber cómo habían llegado a lo alto de la torre de agua, he aprovechado que nos hallábamos a salvo en el aire y le he hecho unas cuantas preguntas. Habían aterrizado en el lago Charles la noche del 14 de mayo. No ha entrado en detalles, pero sus manos, que aún sujetaban los controles, han empezado a temblar cuando me ha contado que tuvo que dejar la avioneta en marcha y correr con Danny hasta la torre para evitar que los devorasen. Tuvieron que subir a la torre de agua con todo lo que pudieron llevar en un único viaje. Le he preguntado por qué no huyeron en el avión. Ha contestado a mi pregunta con otra pregunta, porque me ha dicho: ¿Es que al despegar no te has fijado en todos los cadáveres que estaban tumbados en torno a la avioneta, cerca de la hélice?». Me he dado cuenta de que no le gustaba hablar de ese asunto.
Me ha explicado que utilizó la manta para conseguir agua para los dos. En el sexto día, uno después de que se les acabara la que llevaban, había trepado desde la pasarela hasta lo más alto de la torre. Había conseguido abrir el conducto por el que se tomaban muestras del agua potable para hacer pruebas. Había logrado meter hasta quince centímetros de manta bajo el agua. Dean y Danny habían vivido de «agua de manta recién exprimida de Luisiana» durante casi un mes mientras escuchaban los inacabables gemidos de los muertos. Mientras me lo contaba, ha vuelto a llorar.
A la altura de Hobby se nos acababa ya el combustible. Quizá habríamos podido llegar hasta el Hotel 23 con lo que nos quedaba, pero he pensado que no merecía la pena correr el riesgo. Yo sabía que el camión cisterna aún funcionaba, ya que lo había empleado hacia poco, y estaba seguro de que contenía una gran cantidad de combustible. Cuando el sol descendía hacia poniente, hemos sobrevolado Hobby para echar una ojeada. Había muertos vivientes en el tejado adyacente a la ventana destrozada de la terminal, y también he visto a unos pocos en el suelo, al pie del edificio. Algunos habían quedado de tal manera que no podían levantarse. Qué mala puta es la cinética.
He aterrizado la avioneta y la he acercado peligrosamente al camión cisterna. Le he dicho a Dean que se quedara dentro. No le ha gustado la idea y ha querido ayudar, pero he visto en sus ojos que la mujer sabía que yo tenía razón. Después de pasarse un mes en lo alto de la cisterna, víctima del hambre, del calor y del frío, no estaba al ciento por ciento. Es por eso por lo que durante todo el vuelo he mantenido las manos cerca de los mandos, por muchas horas de vuelo que haya acumulado Dean. Es probable que pilote mejor que yo, pero estaba muy fatigada.
De acuerdo con mi procedimiento estándar para situaciones como ésa, he dejado el motor en marcha y me he acercado al camión cisterna. No he tardado demasiado en llenar los depósitos y he conducido la avioneta hasta la pista para despegar de nuevo. Una vez en la línea de salida, me he dado cuenta de que llevaba casi diez horas sin contactar con el Hotel 23, y que los auriculares tampoco estaban sintonizados con la radio VHF. Dean y yo habíamos ido hablando de camino hacia Hobby y, de todos modos, estábamos fuera del alcance del Hotel 23, por lo que había desconectado el VHF antes de despegar en la Interestatal para evitar la estática. Dean ha empleado los mandos del copiloto para despegar, igual que en el despegue anterior los había empleado para esquivar el cadáver. He mantenido las manos sobre mis propios mandos por si tenía que ayudarla.
Mientras despegábamos y sintonizaba las radios para contactar con el Hotel 23, he visto por el rabillo del ojo un cadáver que se asomaba por la ventana de la cabina de pilotaje del Boeing en el que John, Will y yo mismo habíamos tratado de entrar varias semanas antes. Había quedado atrapado por la cintura y he visto que agitaba los brazos en un fútil intento por dejarse caer sobre el hormigón. Toda la actividad que había tenido lugar recientemente en el aeropuerto debía de haber puesto nerviosos a los muertos vivientes encerrados en aquel gigantesco sarcófago de varios millones de dólares.
He hablado al micrófono:
—H23, Navy One al habla, cambio.
Se ha oído la voz de John. Estaba frenético. Me ha respondido de acuerdo con los procedimientos estándar en las comunicaciones por radio para no revelar nombres ni ubicaciones.
—Navy One, H23 al habla. Hace horas que tratamos de contactar contigo. En este momento el H23 no es seguro.
Le he preguntado qué sucedía. Al instante he tenido miedo de que nos atacase de nuevo el único enemigo aún más peligroso que los muertos.
Me ha respondido diciéndome que había tenido lugar una concentración reciente de muertos vivientes en el área de aterrizaje y en el entorno de la valla posterior, y que aterrizar allí sería peligroso, porque debía de haber un centenar en el mismo lugar en el que trataría de posarme. Le he preguntado si tenía alguna manera de despejarlo, porque regresaba con «un alma más otras dos a bordo». Me ha respondido que dentro de veinte minutos estaría demasiado oscuro como para poder hacer nada. Le he dado la razón. Sería un suicidio ir allí de noche y tratar de echarlos, y, en cualquier caso, no tenían ninguna garantía de conseguirlo. Y que bastaría con que la avioneta golpeara a una de esas criaturas a ochenta nudos para provocar daños en la estructura y en el motor del aparato, y una muerte rápida a todos sus ocupantes. Teníamos que encontrar en seguida un sitio donde pasar la noche.
Por razones obvias, no podíamos contar con el aeródromo del lago Eagle. No podía exponerme a correr riesgos y aterrizar con la avioneta en terreno desconocido. Tendría que encontrar otro aeródromo. He empezado a buscar candidatos en el mapa. He descubierto uno muy pequeño, llamado Stoval, a unos veintidós kilómetros al suroeste del H23. Tendría que bastarnos. El sol se habría puesto cuando llegáramos, por lo que deberíamos intentar otro aterrizaje con gafas de visión nocturna.
En esta ocasión no pensaba apagar los motores, porque no tendríamos dónde refugiarnos si la cosa nos salía mal. Habría que correr el riesgo con el estruendo de los motores. Como no sabía de qué manera reaccionaría Dean, le he pedido a Danny que buscase en mi mochila y sacara la caja verde de plástico reforzado. Lo ha hecho. Dean llevaba los mandos. He empezado a explicarle a ella lo que tendríamos que hacer y le he dicho que no tenemos otra opción. Le he ordenado que apagase las luces de colisión exteriores y se preparase para pasarme el control en cuanto estuviese demasiado oscuro para ver nada en tierra. Le he indicado el aeródromo al que nos dirigíamos. Ha alterado levemente el rumbo y nos hemos dirigido hacia allí.
He sacado las gafas de la caja y me las he puesto. Quería que mis ojos tuvieran todo el tiempo necesario para acostumbrarse, simplemente para ir más seguro. He rebajado tanto su intensidad que parecía que las gafas fueran una venda en vez de un instrumento para ver de noche. Estaba ya muy oscuro. Al mismo tiempo que ajustaba los intensificadores de las gafas, le he pedido a Dean que me pasara los controles. El paisaje ha cobrado vida en el color verde que me resultaba ya tan familiar.
He empezado a buscar el aeródromo, pero no estaba allí. He seguido buscando y buscando, siempre con el mapa en la mano. He tardado veinte minutos en darme cuenta de que lo habíamos sobrevolado ya varias veces. El aeródromo estaba abandonado y no tenía torre de control. Los hierbajos habían invadido la pista hasta el punto de que casi podríamos cortarlos con la hélice cuando aterrizáramos. De todos modos, no me era imposible distinguir el hormigón y los contornos de la pista. No había nada en la zona, salvo un único hangar. Me he acercado para ver si tenía alguna puerta abierta. Me ha parecido que estaba cerrado. He virado con la avioneta para el aterrizaje. Al haberme acostumbrado al problema de percepción de profundidad que padecía con las gafas, esta vez he aterrizado mejor. He dejado la avioneta en posición para el despegue de mañana, he apagado el motor y me he quedado en vela.
Ahora mismo duermen. Hemos aterrizado hacia las 21.00 horas. He contactado con John y le he informado de nuestras coordenadas. Me ha dicho que mañana saldrá con Will en el Land Rover para acabar con ellos y que no me preocupe. Se ha reído y me ha dicho que me acordase de encender la radio por la mañana, y que estaría pendiente de la suya durante toda la noche. Le he preguntado cómo se encontraba Tara. John me ha dicho que estaba sentada a su lado y que decía que me echa de menos.
9 de Junio.
2:18 h.
Veo movimiento en la lejanía, en el perímetro exterior del aeródromo. No estoy seguro de lo que es. Las puertas de la cabina están cerradas y tengo sueño, pero me niego a dormirme. Dean está despierta. No le digo lo que veo.
3:54 h.
El movimiento que había divisado en la lejanía resulta ser una familia de ciervos. He visto en seguida que eran criaturas vivas por el reflejo que las gafas de visión nocturna me mostraban en sus ojos. Los muertos vivientes no comparten esta reconfortante característica.
6:22h.
Ha salido el sol y tenemos la radio encendida. He hablado con John y me ha dicho que dentro de una hora, como mucho, habrán despejado la pista. No se aprecia ningún movimiento en esta zona y la familia de ciervos se ha marchado. Dean y Danny se han comido buena parte de la comida que traje. No se lo voy a reprochar.
7:40 h.
Han llamado; John me dice que ya podemos ir. Despegaremos dentro de poco rato.
11 de Junio.
9:40 h.
Llegamos al Hotel 23 por la mañana del día 9 sin ningún incidente. Jan se mantuvo en contacto con nosotros mediante las radios VHF y nos comunicó la posición de John y Will mientras estábamos en el aire y ellos alejaban a los muertos vivientes de nuestra pista de aterrizaje. Antes de descender hacia el H23, le dije a Dean que no esperara gran cosa de nuestro refugio y que íbamos a ser tan sólo nueve (Annabelle incluida). Danny viajaba en el asiento de atrás y se había puesto unos auriculares. Eran demasiado grandes para él y me hizo gracia que se le resbalaran de los oídos mientras nos preguntaba: «¿Quién es Annabelle?». Le he dicho a Danny que teníamos una cachorrilla en el Hotel 23, que se llamaba Annabelle y que le encantaban los niños. Danny se ha puesto a llorar de alegría al pensar que por fin podría estar con un animalito simpático y no tendría que ver «gente fea», como él los llamaba.
No le dije nada sobre Laura para que se llevara una sorpresa. A duras penas puedo imaginarme la alegría que se llevó al ver a una niña de su edad, con la que podría jugar, aunque fuese una niña. A pesar de que sólo me ocurra una vez cada varios años, sentí el destello de un recuerdo, el olor familiar de un baúl viejo de madera de cedro repleto de objetos que evocaban tiempos pasados… Aún recuerdo cómo era la vida a los doce años.