HURACÁN

Nos atacaron.

Afuera está muy oscuro. Enviamos a ciegas un mensaje por radio al grupo de combate para advertirles de las instrucciones que nos había dado el teléfono por satélite. No teníamos manera de saber si el portaaviones lo habría recibido. Las interferencias prosiguieron durante toda la mañana. El Hotel 23 había padecido interferencias desde mi regreso, e incluso antes.

La mañana que nos arrojaron el artefacto, perdimos a docenas de personas. ¿La venganza por no haber efectuado el lanzamiento? Lo más probable es que nos hubiesen atacado igualmente aunque lo hubiéramos efectuado. ¿De qué les habría servido mantenernos con vida? Aquí no hay nada que tenga sentido.

Los observadores que estaban en el exterior, y que se quedaron sordos, escribieron sobre una pizarra blanca lo que habían visto. Un sonido sibilante, cada vez más agudo, fue lo último que oyeron hasta que el emisor de señales de Huracán, como una jabalina, se estrelló contra el suelo y abrió en canal a uno de los civiles desde el hombro hasta la cadera.

El dispositivo empezó de inmediato a emitir su mortífera señal, un sonido de intensidad tan inimaginable que causó sordera inmediata a todos los que estaban en la superficie en el momento en el que se estrelló.

La máquina recordaba en algo a un gigantesco aguijón de abeja. Como una imagen ampliada de un aguijón que inyecta veneno en el brazo, en la tierra. El dispositivo se había clavado muy hondo en el suelo, ligeramente inclinado hacia un lado, y su sonido era demasiado potente como para describirlo con palabras.

Oíamos claramente el estruendo y sentimos las vibraciones a través de las gruesas planchas de acero y hormigón, desde las entrañas del Hotel 23. John hizo que las cámaras de vigilancia disponibles girasen hacia el dispositivo, mientras que el resto de las que se hallaban en el perímetro seguían oteando el horizonte visible. Era tan sólo una cuestión de segundos, tal vez de minutos, que el sonido alcanzara los pelillos que se habían endurecido en el oído interno de los muertos vivientes que se hallaban a cientos de kilómetros, y que la atención de todos ellos se volviera hacia nosotros.

Ellos localizarían el complejo, cual flota de furgones de la Comisión Federal de Comunicaciones encargada de la persecución de las emisoras de radio piratas. John retransmitió a ciegas un mensaje de emergencia en el que solicitaba auxilio e informaba brevemente de lo ocurrido.

Todos los hombres y mujeres que ocupaban posiciones de liderazgo se reunieron y discutieron alternativas. No se permitió a nadie que saliera a la superficie sin un buen motivo y protección doble en los oídos. Aun con la protección, aquel sonido era peor que ponerse al lado de los bafles durante un concierto de rock. Al ver los vídeos de vigilancia, me di cuenta de que el sonido removía la tierra y abría surcos en ella. La intensa energía sónica desplazaba los vehículos civiles más ligeros aparcados en su cercanía, de una manera parecida a como un teléfono móvil se desplaza al vibrar sobre una mesa. El dispositivo debía de haberse hincado como mínimo a seis metros de profundidad al caer a tierra.

Todos los intentos de destruir el mecanismo de emisión de sonido concluyeron en fracaso. Parecía construido con gruesas placas de acero cementado, u otra aleación. Los dispositivos internos que se hallaban al extremo de la jabalina estaban sellados. Un marine que ya estaba sordo se presentó voluntario para tratar de destruirlo: treparía hasta la parte de arriba con una mochila de herramientas y una granada. Cuando intentó trepar por el aparato, no lo consiguió. El artefacto vibraba con tal resonancia que toda piel descubierta que lo tocara caía a tiras al instante. Malgastamos disparos automáticos en un intento por perforar su parte de arriba. Lo golpeamos de manera sistemática con los LAV.

No hubo nada que funcionara.

Yo estaba en uno de los LAV. La señal sonora a duras penas quedaba amortiguada por su grueso blindaje. El sonido era tan intenso que parecía que te dejara sin aliento. Establecimos un perímetro con las espaldas vueltas hacia la maquina, porque estábamos a la espera de que los muertos vivientes apareciesen en el horizonte. Al principio no se vio ningún indicio de ello. Vi por el grueso cristal del vehículo blindado que otro objeto se clavaba en el suelo unos ciento ochenta metros más allá. Faltó poco para que cayera sobre uno de los otros LAV. Poco después del impacto, oí en lo alto el inconfundible sonido de vehículos supersónicos y entreví el destello de las alas de un F/A-18 Super Hornet. Después de la explosión, cuando empezaron a apagarse los fuegos, reconocí los restos del aparato: era un avión no tripulado Reaper, probablemente el mismo que me había acompañado durante tanto tiempo después del accidente, y que me había seguido cuando regresaba al Hotel 23.

La luz de la radio se encendió de inmediato dentro del vehículo. Indicaba la recepción de una señal válida. Me puse los auriculares y oí una voz que me hablaba con claridad y concisión, y que me advertía repetidamente de que varios aviones de combate A-10 Thunderbolt volaban hacia nuestra posición desde el aeropuerto Scholes International de Galveston. Los llamados «Hawg» apuntaban al emisor de señales sonoras con cañones de treinta milímetros y pedían a todos los aliados que se pusieran al este del objetivo para evitar en la medida de lo posible el fratricidio.

Tiempo que pasé arriba: veintiún minutos.

En cuanto el controlador de los Hawg finalizó la transmisión, oí una débil señal y una voz que se identificaba a sí misma como el jefe de operaciones aéreas del portaaviones. Ordenaba que una división de F-18 arrojara bombas de hierro negro sobre nuestra posición para complementar los ataques mucho más precisos del cañón Warthog de treinta milímetros. Como, al parecer, las interferencias habían cesado tras la destrucción del Reaper, sintonicé un canal de radio discreto y les expliqué a John y a los demás lo que había oído, y les dije que íbamos a marcharnos todos unos pocos centenares de metros más al este. El centro de mando sintonizó con la radio mientras nosotros arrancábamos los vehículos y nos marchábamos hacia el este. Nos quedamos en un cerro desde el que se veía todo el complejo. Había docenas de muertos vivientes atraídos ya por la señal sonora. Venían por la parte frontal del complejo y se congregaban en torno a las grandes puertas de acero.

Vimos desde nuestra atalaya cómo un pandemónium de hierro llovía sobre la totalidad del complejo, porque una división de F-18 arrojaba bombas de hierro sobre los grupos de muertos vivientes. Uno de los F-18 empleó su propia estructura como arma de ataque, porque hizo un vuelo rasante a velocidad supersónica cerca de los terrenos donde había muertos vivientes para cortarlos por la mitad o incapacitarlos con el impacto. Las explosiones sacudieron con violencia nuestros vehículos, y John nos dijo por radio que la iluminación del subsuelo empezaba a destellar. Al cabo de diez minutos de bombardeo, oí la palabra en clave winchester por la radio, que quería decir que los aviones de combate se habían quedado sin suministros y regresaban a su origen. El emisor de señales sonoras había sobrevivido al bombardeo sin sufrir ningún daño. El maldito artefacto seguía indicando nuestra posición para que todos los muertos vivientes que se hallaban a muchos kilómetros a la redonda se enteraran. Por supuesto que el vuelo supersónico de los aviones de combate tampoco nos había ayudado mucho.

Los LAV permanecieron en formación al este del artefacto, hasta que apareció el primero de los Hawg, que hizo una primera pasada antes de atacar al dispositivo con cartuchos de mezcla de tungsteno y uranio endurecido de treinta milímetros. Me quedé boquiabierto con los A-10. Me maravillaba de que pudiesen volar a velocidad tan lenta.

Los cañones Vulcan empezaron a gruñir con fuerza y tuvieron un efecto que yo no había esperado…

Los Hawg cortaron la jabalina emisora de señales sónicas como si fuera de papel. Se hizo añicos al instante, salvo por unos decímetros de aleación de metal que aún sobresalían de la tierra. El súbito silencio le chocó a mi sistema todavía más que los ataques aéreos. Abrí la compuerta, me saqué los auriculares y contemplé el resto del ataque desde lo alto del LAV. Vi que Saien hacía lo mismo a unas pocas docenas de metros a mi derecha. Tenía el rifle apoyado en la torreta y vi que escrutaba la lejanía en dirección hacia lo que se estaba transformando en una gran nube de polvo en el horizonte.

Volví a meterme en el LAV, me ajusté el sistema óptico del vehículo sobre el rostro y observé el horizonte. Los cúmulos de polvo parecían idénticos a la nube que había rodeado a la horda con la que Saien y yo nos habíamos encontrado antes. No habría manera de detenerlos. Ni siquiera con un millar de A-10 cargados hasta los topes. Me comuniqué inmediatamente por radio con John y con los demás para preparar de inmediato la evacuación de las instalaciones.

Habría que evacuar a centenares de personas. El portaaviones se dirigía a toda prisa hacia la costa para no tener que derrochar combustible de helicóptero. Tan sólo las mujeres, los niños y los heridos serían evacuados por medio de varios helicópteros desde el complejo hasta la nave. Se ordenó a los Hawg que interceptaran a la horda de muertos vivientes a pocos kilómetros de distancia y volaran sobre ellos para intentar frenarlos, o encaminarlos en otra dirección. No sabemos si esta táctica funcionará, porque tan sólo contamos con tres aviones con combustible suficiente para intentar la maniobra de distracción. He oído por la radio que uno de los pilotos de los A-10 decía que había tenido que pasar a control de vuelo manual y que sus sistemas hidráulicos habían sufrido un fallo catastrófico. Se ha declarado en emergencia y pocos segundos más tarde le he visto pasar por encima de nuestras cabezas, en un intento por llegar a la base. Espero que lo consiga.

Estoy sentado en la parte de atrás de una camioneta de dos toneladas y media, a la espera de que lleguen los demás helicópteros del portaaviones para llevarse el material valioso que aún tenemos aquí, antes de que nos pongamos en marcha por tierra. El plan actual consiste en ir en convoy en dirección sureste hasta el golfo de México y luego tomar una pequeña embarcación y salir al encuentro del George Washington. Transportamos varios maletines repletos de información que se analizará a bordo del portaaviones. John ha sacado copias de todo lo que había en la computadora central del H23 antes de que soldáramos las puertas, apagáramos las luces y nos largáramos. La información estaba marcada para su estudio inmediato y la hemos enviado con el primer helicóptero disponible.