16 de Noviembre.
4:30 h.
Hemos viajado hasta el Hotel 23 desde el lago Eagle, ocultándonos en la oscuridad. Ahora que la barrera de hormigón que cierra el perímetro está terminada, este lugar tiene un aspecto totalmente distinto. Los civiles y militares han sabido trabajar juntos y se han llevado barreras de hormigón de la carretera en cantidad suficiente para erigir una formidable muralla. Creo que ni siquiera el tanque que mandé al fondo del río podría derribar este muro sin quedar trabado. Proseguiré con mi historia en cuanto haya hablado con John, y sobre todo con Tara.
17 de Noviembre.
5:00 h.
Mis pautas de sueño se han alterado por culpa de las transformaciones en mi entorno. Tara duerme a mi lado. Me avergüenzo de haberla expulsado de mis pensamientos durante todo este largo período que ha durado este exilio provocado por un fallo mecánico. Hay veces en que, al empezar una misión, y mientras ésta no llega a su término, sentimos la necesidad de desvincularnos de nuestros seres queridos, para no sentir tanto dolor.
Con las anotaciones de mi diario en la mano, he pasado el día entero descansando, rehidratándome e informando a John, a los marines, a Tara y a todo el que quisiera oírme. Saien escuchaba en silencio, y me atrevería a decir que su propósito era absorber la información que yo les daba. John no había estado ocioso en mi ausencia y había entrado en diversas redes de la estructura militar. También me ha confirmado lo que los marines me insinuaron cuando nos encontramos en el punto de reunión. Aunque Ramírez me lo hubiese contado en versión resumida, me ha quedado muy claro que alguien interfería en mi receptor. John me ha dicho que sí recibía mis transmisiones, y que de hecho recibió con mucha nitidez mi señal de socorro del 11 de octubre, así como la del 9 de noviembre.
Aún estoy con el síndrome de fatiga de combate y no tengo palabras para expresar cuánto me he alegrado de verlos a todos ellos. Laura me ha preguntado qué tal me han ido las vacaciones, y yo le he dicho que muy bien y le he dado las gracias por su interés. Me ha preguntado si le traía algún recuerdo y le he respondido que no habían sido vacaciones por ocio, sino un viaje de trabajo. Laura entiende lo que me ocurrió… lo he visto en sus ojos. Sus padres hicieron una buena obra al ocultarle la verdad, pero no les funcionó. Danny se ha presentado, me ha dado con el puño en el brazo y me ha dicho: «¡Me alegro de verte!». Y entonces me ha abrazado. Incluso la pequeña Annabelle me ha ladrado y se ha lamido el morro para darme a entender que me había echado de menos, o por lo menos que se había percatado de mi regreso. Dean ha tratado de hacerme comer desde el primer momento en el que me ha visto y me ha dicho que había perdido unos cuantos kilos. Supongo que tiene razón. El hombre que he visto en el espejo recordaba a uno esos tíos que salían en los reality shows de televisión después de un par de semanas de supervivencia en territorio deshabitado. Multiplicadlo por diez y os imaginaréis la pinta que tenía… con ojos de loco y cubierto de pelo hirsuto.
11:00 h.
Después de ducharme y afeitarme (la primera vez que me lavo de verdad en más de un mes), me he sentido mucho mejor. Tenía un horrible sarpullido en la cintura y las piernas por todas las veces que he dormido sin quitarme la ropa. Creo que la última vez que la lavé fue en ese velero, hace varios milenios. Tara me ha dicho que tenía que hablar conmigo hoy mismo, cuando hubiéramos terminado el intercambio de información con John. Algo iba mal. Algo que no había notado hasta esta mañana. Dean me ha visitado hacia las 6.30 horas y me ha obligado a dejarme cortar el cabello. Cuando ha terminado, me he visto bastante presentable. La única prueba evidente de mis tribulaciones eran los cortes menores, cicatrices, moretones, pérdida de peso y una leve cojera, consecuencia de un severo dolor en las espinillas que me ha quedado tras el viaje.
Esta mañana he estado con John, Saien y los marines de más alto rango. He pasado una y otra vez las páginas del diario y he repasado incidentes clave que me acontecieron durante mi ausencia. Con el grado de exactitud que me ha sido posible, les he explicado dónde se había estrellado el helicóptero, así como la ruta que Saien y yo habíamos seguido hasta el Hotel 23.
Entonces nos hemos puesto a discutir la cuestión de Remoto Seis. Les he enseñado todo el material que había obtenido desde que contacté con dicha organización, así como toda la documentación que lo acompañaba y que había conservado. Los materiales que les he enseñado han sido: los mapas del este de Texas donde figuraban las ubicaciones de las entregas de equipamiento y otra simbología, el M-4 con sus complementos, los manuales de las Gatling automatizadas, el teléfono por satélite de Iridio, el líquido experimental para tratamiento de combustible y otras cosas varias. Hemos pasado la mañana entera en deliberaciones acerca de esos materiales, los documentos y las notas que tomé de todas mis comunicaciones con Remoto Seis vía teléfono por satélite.
Una de las ideas que se nos han ocurrido es que Remoto Seis podría ser una especie de gobierno secundario, establecido previamente por si el gobierno principal dejaba de funcionar. También salió en la conversación el término «Quinta Columna», porque a la vista de los datos podía ser pertinente. John ha abierto el ordenador en una de las pantallas planas del Centro de Información Confidencial Compartimentada en el que nos encontrábamos. Ha abierto un sistema de archivos en red en el que había logrado colarse poco antes, el cual daba referencias de un gran número de instalaciones gubernamentales en un mapa que indicaba «estatus VERDE». Entre las muchas instalaciones activas a las que hacía referencia, la única ubicación que he reconocido ha sido un vibrante punto verde cercano a Las Vegas, Nevada.
Al cabo de una hora de reunión, cuando estaba concentrado en la conversación, he notado una mano que me tocaba el hombro por detrás. Me he levantado de un salto y me he golpeado el pecho en un intento por desenfundar la pistola. Pero en ese momento no llevaba el chaleco con la funda.
Era Tara. Mi mano abierta temblaba sin control y no he encontrado la manera de explicar lo que experimentaba. Mi mente aún estaba ahí fuera, en el vacío. Perdida. No habría podido sostener una pistola con la mano, aunque hubiese querido. Tara ha traído café para el grupo entero. Me he disculpado y le he explicado que aún estoy muy tenso por todo el tiempo que he pasado en terreno abierto. Ha asentido, por supuesto, y me ha dicho que lo comprendía, me ha dado un beso en la mejilla y se ha marchado.
He resumido brevemente los principales puntos de la reunión y he ido tras ella. Le he dado alcance en el pasillo y entonces, al instante, me ha abrazado.
—Pensaba de verdad que no ibas a volver jamás.
—Yo también lo creía. Hubo momentos en los que…
—No me hables de eso. Disfrutemos del tiempo que tenemos ahora. Del tiempo que nos ha sido concedido.
—Creo que tienes razón. Intentémoslo.
En ese momento, John ha doblado la esquina con un comentario del tipo «todavía queda un asunto por hablar», y Tara se ha reído y le ha dicho a John que podía tomarme prestado, pero que tenía que devolverme de una sola pieza.
John se ha reído también y le ha contestado que haría lo posible.
John ha descubierto un programa en red, alojado en el sistema de imágenes que había descubierto previamente. Aunque muchos de los satélites artificiales ya no funcionen y probablemente hayan reentrado en la atmósfera, una parte de los satélites multifunción todavía están en activo. Al parecer, los sensores de radiación todavía se pueden emplear, y la retransmisión por satélite indicaba las zonas irradiadas en el mapa de Estados Unidos. Ese sistema nos revelaría por fin la localización de la mayoría, si no de todas las áreas radiactivas, así como indicios intermitentes de la localización de enjambres de muertos vivientes en el caso de que estuvieran irradiados, o de que procediesen de áreas irradiadas.
Durante las últimas semanas, John había trabajado en la catalogación de áreas y en el seguimiento de los desplazamientos de toda área radiactiva que pareciese móvil. Imprimía todos los datos sobre papel por si se daba el caso de que fallara el sistema, igual que tantos otros habían fallado. El sistema se llama «Desierto». Probablemente se lo puso un cínico programador del Comando Estratégico de Estados Unidos, del Comando Norte o del Departamento de Seguridad Interior antes de que sucediera todo esto. Debió de diseñarlo como sistema para la valoración de catástrofes. John ha hecho notar que el sistema no había funcionado durante un par de días.
Todos nosotros estábamos preocupados por el Reaper que probablemente estaba en órbita sobre el complejo. He explicado que no podíamos hacer nada al respecto mientras no tuviéramos capacidad ofensiva contra objetivos voladores, y que el Reaper no había actuado nunca contra Saien ni contra mí. A mí me quedaban pocas dudas de que el aparato tenía un sistema de transmisión de datos conectado con un centro de mando y que este último recibía vídeos del Hotel 23 en tiempo real. John ha comentado que el portaaviones había sufrido un accidente que había tenido como resultado la pérdida de radiocomunicación por satélite, y que era por eso por lo que perdimos todo contacto con ellos hace un par de meses durante un breve período de tiempo. El informe de situación se envió por medio de una red segura mediante la red de área amplia que ya enlazaba previamente nuestras dos unidades a través la red de satélites Inmarsat. Habíamos adquirido unos pocos teléfonos de ese tipo hace mucho tiempo, en una misión de búsqueda de materiales, y creamos una red de comunicaciones con el portaaviones por si el sistema principal nos fallaba.
El informe de situación indicaba que el motivo para la pérdida de contacto era: «Sistema de comunicaciones por satélite dañado a consecuencia del fracaso de las medidas de contención de muertos vivientes irradiados». He soltado una palabrota tan fuerte que todo el mundo ha pegado un salto.
He hecho una pregunta retórica al grupo entero:
—¿No les habíamos advertido ya a esos idiotas que no lo hicieran?
Le he preguntado a John cuándo se había recibido el último informe de situación del portaaviones. Me ha respondido que había sido incapaz de lograr una buena conexión por Inmarsat desde mi regreso. Cuando lo ha dicho, ha sido como si todos nosotros hubiéramos tenido la misma idea y se nos hubiera encendido una misma lucecita en el cerebro.
Las interferencias me seguían, y me habían seguido desde que Remoto Seis me localizó. El complejo entero parecía haberse desconectado del mundo exterior y carecía tanto de sistemas de aviso temprano como de acceso a redes.
18 de Noviembre.
5:00 h.
Ayer recibimos una transmisión mediante el teléfono por satélite. Desde que llegué, he tenido un guardia apostado en el exterior con el teléfono desde las 12.00 hasta las 14.00 horas, por si se producía un intento de contactar. Era la misma voz mecánica que ordenaba al receptor que mirase la pantalla de texto. El texto daba instrucciones para conectarse a la red mediante mi tarjeta de acceso común e iniciar un lanzamiento de acuerdo con la Directriz Ejecutiva 51, una directriz secreta que establecía los procedimientos a seguir para el mantenimiento de una estructura gubernamental en caso de catástrofe. Se proveían coordenadas para el lanzamiento, así como la ubicación física del control auxiliar del Hotel 23. John y yo lo hablamos después de que se perdiera la conexión telefónica y dedicamos el resto del día a investigar y analizar la información.
Hacia las 19.00 horas realizamos un asombroso descubrimiento. Originalmente, John, Will y yo habíamos pensado que el Hotel 23 contenía un único misil balístico intercontinental nuclear. Tras seguir las instrucciones e iniciar las subrutinas, descubrimos que había otros dos misiles nucleares en condiciones, alojados en unos silos situados a novecientos metros al oeste del complejo, a la espera de que se iniciara el proceso de lanzamiento. Al parecer, la única manera de lanzar las cabezas nucleares consistía en introducir el código adecuado mientras mi tarjeta de acceso común se hallaba en la ranura del lector. La tarjeta lleva un pequeño chip incorporado con un código encriptado que actúa como llave del sistema. Recuerdo que recodificaron mi tarjeta hace varios meses, durante uno de los envíos de material procedentes del portaaviones. Se nos habían dado los códigos de lanzamiento y las coordenadas vía Iridio, así que, en teoría, era posible lanzar las cabezas nucleares.
Al instante, John situó las coordenadas sobre un mapa. Indicaban un lugar que se encontraba a seis kilómetros de la posición hacia donde, de acuerdo con el último informe, se dirigía el portaaviones insignia. Operaban en una zona del golfo de México, al oeste de Florida, y llevaban a cabo operaciones de abastecimiento. Por razones que desconocíamos, Remoto Seis parecía querer destruir la unidad de combate del portaaviones. Durante la sesión de transmisión de texto, no manifesté mi negativa a cumplir la orden, y la pantalla me siguió dando instrucciones, hasta que por fin apareció la siguiente pregunta:
—¿Han iniciado el lanzamiento?
El texto apareció cuatro veces hasta que finalmente corté la comunicación. Entonces fuimos en busca del control auxiliar. Los marines se nos adelantaron al encontrar la puerta del segundo centro de control.
Parecía la entrada de un viejo sótano. El denso follaje y unas redes de camuflaje la ocultaban. La puerta era de acero y se necesitaría un soplete para abrirla. No vi ninguna necesidad de quedarme allí mientras los marines lo ocupaban, y les confié la tarea de comprobar que ninguno de los antiguos residentes del Hotel 23 se hallara dentro.
18 de Noviembre.
19:00.
El texto se repitió ayer, y se ha repetido hoy, ordenando que iniciemos la secuencia de lanzamiento. La única diferencia consistía en que las coordenadas se habían modificado por un par de docenas de kilómetros. Seguían los movimientos de la flota del portaaviones. Le he pedido al oficial de comunicaciones que envíe un mensaje a ciegas al portaaviones por si así logramos advertirles. Repetirá el mensaje una vez por hora hasta nueva orden.
La unidad que habíamos enviado al control auxiliar ha logrado abrir la puerta y ha descubierto que tan sólo se trataba de una copia exacta del centro de control principal del Hotel 23, con zonas de alojamiento y todo. El único problema es que no hay ningún túnel subterráneo que comunique los dos centros de control. Sí que se nos ha informado de que en el control auxiliar existe un pasadizo de salida semejante al del control principal. Aún no se sabe dónde emerge el pasadizo del control auxiliar, ni en qué posición se encuentra respecto al del control principal. Se me ha informado de la existencia de unos pocos elementos de interés en el control auxiliar que me convendría ver, y también de que no albergaba ningún peligro para posibles visitantes.
Jan me ha encontrado en el pasillo y me ha preguntado cómo me iba. Le he dicho que me encontraba bien y que tenía que hablarle sobre la situación de los cuidados médicos en el Hotel 23. Nos hemos sentado un rato y hemos hablado del personal militar nuevo (para mí) en el Hotel 23 con el que ella trabajaba, y he descubierto que estaban muy bien entrenados y habían participado en un montón de combates durante los últimos meses. Los médicos del ejército le habían enseñado algunas cosas y ella, a su vez, les había enseñado otras.
Habían llevado a cabo con éxito algunas expediciones a hospitales aislados de la zona (tanto médicos como veterinarios) en busca de suministros. Me ha explicado una expedición en concreto que los llevó a un hospital para animales domésticos que se encuentra a pocos kilómetros de aquí. Como era la médico residente, se había presentado voluntaria para participar en las expediciones médicas del convoy, para ayudar a identificar el material aprovechable. Jan y Will entraron en la clínica Garras Alegres pocos minutos después de que los marines la despejaran. Will había insistido en ir con ella, como habría hecho cualquier marido. Encontraron hedor de carne podrida, que había puesto en máxima alerta a los miembros de la expedición. Habían entrado con los fusiles ametralladores con silenciador pegados al hombro, con las linternas a cien lúmenes. Uno de los miembros de la expedición iba delante de Jan y de Will, y otro detrás, en formación de pinza. Así es como se hace. Entraron en las perreras y, con gran horror, encontraron jaulas llenas de perros que llevaban mucho tiempo muertos.
A algunas personas les sienta muy mal cuando encuentran indicios de que un animal ha sufrido. A mí me pasa lo mismo. Al oír su historia, se me han retorcido las entrañas, igual que a ella se le han retorcido las suyas mientras me la contaba. Sus ojos se han tensado como para mirar a espacios infinitos mientras me hablaba de las jaulas con cadáveres de perro putrefactos, y los dientes rotos, y las zarpas ensangrentadas, porque los perros habían empleado sus últimas fuerzas en un vano intento de escapar a mordiscos y arañazos de las jaulas de metal. La perrera no estaba llena, tan sólo al 40 por ciento. Las fichas que se encontraban en los costados de las cajas, y caídas en el suelo, contaban todas la misma historia. El dueño estaba de vacaciones y regresaría el día tal. Todas las fechas eran de enero. A medida que ella me los describía, creía ver a los animales muertos en sus jaulas entre eternos gimoteos de dolor que traspasaban las puertas de reja metálica.