23 de Octubre.
5:00 h.
El techo está cubierto de casquillos de bala. Anoche estaba tan exhausto que pensé que el sonido de las ráfagas era un sueño. Saien me ha quitado de la cabeza las gafas de visión nocturna y entonces me he despertado con el sonido de las ametralladoras mini-Gatling que disparaban sin cesar y con los casquillos calientes que me daban en la cara y en el cuello. Saien se ha puesto las gafas y se ha quedado ahí, escrutando la penumbra. Debían de ser las tres de la mañana. Al cabo de unos cinco minutos de ráfagas a intervalos irregulares, el radar ha recalibrado los giroscopios del arma y el sistema ha quedado de nuevo en silencio. Le he pedido a Saien que me pasara las gafas para poder ver a las víctimas del combate. En primer lugar he echado una ojeada por el techo y he visto centenares de casquillos (una minucia entre todos nuestros suministros) esparcidos por el suelo. Al acercarme al borde, he visto a docenas de criaturas en tierra. Una de ellas aún se retorcía, pero parecía que se moviera sin propósito ni lógica alguna. Aparentemente, la ametralladora B se ha agitado en respuesta al movimiento irregular que detectaba en el suelo, así que he sacado la pistola y he tratado de pegarle un tiro a la criatura con el silenciador, para ahorrarles esfuerzos inútiles a los giroscopios del arma. He tenido que dispararle tres veces para neutralizarla del todo. El grupo de muertos vivientes era pequeño, pero nuestros centinelas habían acabado muy rápido con ellos.
Parece que sí que vale la pena cargar con estos aparatos. Saien y yo hemos intentado dormirnos de nuevo durante las últimas horas de la madrugada, y luego hemos pensado que nos convendría discutir la logística de nuestro nuevo equipamiento. Le he dicho que a mí me parecía más inteligente que el buggy fuese en cabeza, seguido por la camioneta. Los dos hemos opinado que sería buena idea instalar una de las Gatling automatizadas sobre el buggy, hasta que he pensado en las limitaciones operativas del arma. ¿Y si resulta que hago girar el arma y ésta detecta la camioneta de Saien? Como la camioneta se mueve, el radar y los sensores térmicos la identificarían como posible blanco. Por otra parte, si nos desplazamos en convoy, tampoco podríamos desplegar las Gatling sin detener los vehículos. No podemos arriesgarnos a que nos pillen en ese momento. También tendremos que cargarles las baterías con unos cables de arranque conectados al alternador de la camioneta, o bien con los paneles solares. Después de hablarlo, hemos acordado que yo conduciría el buggy e iría unos cuatrocientos metros más adelante que Saien para descubrir potenciales cuellos de botella en la carretera. Saien llevaría el MP5 y el AK cargados y a punto por si yo me veía acorralado o sufría una avería. Estos días hace mucho frío por la mañana, así que no me quedaba otro remedio que taparme bien si quería circular por la carretera en un vehículo que fundamentalmente consistía en una jaula de acero con cuatro ruedas. Esperaremos a que salga el sol para recoger el equipo, porque así veremos si a estas armas se les ha escapado alguna presa, antes de que puedan levantarse y devolvernos el favor.
27 de Octubre.
6:30 h.
Llevamos ya varios días en la carretera desde que nos hicimos con el buggy y las armas automatizadas. No he recibido más mensajes por teléfono vía satélite. Hemos avanzado con mucha lentitud a causa de los escombros y del típico barullo de cadáveres no muertos que merodean por la carretera. Cada vez que uno de nosotros dos se dedica a apartar chatarra, el otro tiene que poner toda su atención en cubrir la zona. Durante estos últimos días nos hemos salvado con frecuencia el uno al otro de sus ataques. Hace unos días (¿o fue ayer?) encontramos un gigantesco camión con semirremolque que se había quedado trabado en la carretera. El remolque estaba cubierto de agujeros de bala de gran calibre y marcas de metralla. Me picó la curiosidad. Tras establecer un perímetro móvil en círculo en torno al camión, nos acercamos a éste. Lo examinamos desde todos los ángulos posibles y, al verlo de cerca, nos dimos cuenta de que era un camión de pienso. El pienso que llevaba dentro se había estropeado hacía tiempo por la filtración de agua de lluvia y el calor. Saien me cubrió mientras me encaramaba en el escribo y miraba dentro de la cabina. Estaba abandonada. No vimos nada que pudiese parecemos peligroso, ni había un área para dormir que pudiera esconder sorpresas. El camión estaba pensado para el transporte a distancias cortas. El propietario debía de haber vivido a unos pocos cientos de kilómetros del sitio donde lo había abandonado. Podía ser que aquel jornalero que había contribuido al dinosaurio que era la economía estadounidense aún resistiera en algún lugar, con la espalda pegada a una puerta atrancada.
Dentro encontré una emisora de radio. Lo que me llamó la atención fue que parecía una instalación improvisada, con los cables colgando debajo del cuadro de instrumentos y en torno a la palanca de cambios. Seguí el cable de la antena hasta el exterior de la cabina y me di cuenta de que la antena tampoco estaba instalada de manera muy sólida. Regresé a la plataforma de la camioneta para buscar la lata donde guardábamos los trozos de cerámica de las bujías, para ver si podía entrar en la cabina y llevarme la radio.
Cuando me acercaba al camión, Saien me silbó y señaló a mis espaldas. Una de las criaturas se me acercaba metódicamente, con los ojos puestos en nosotros como los de un león que acecha a su presa. Tenía las manos ligeramente dobladas y caminaba medio agazapado, avanzando con precaución. Saqué la pistola y la criatura pasó a la ofensiva, avanzando con mayor rapidez. Apreté lentamente el gatillo y me cargué su mejilla derecha. No dejó de acercarse, y tuve que retroceder hasta que topé con un minifurgón. Seguí disparándole cartuchos hasta que la criatura se desplomó a pocos centímetros de mis botas. Todavía se retorció durante unos segundos y lo último que quedaba de su maldad se escurrió de su miserable cuerpo.
No me preocupé más por lo ocurrido y me acerqué al camión. Agarré un puñado de cerámica de bujías y lo lancé lentamente contra la ventana del conductor, que se rompió sin hacer apenas ruido. Casi todo el ruido que se oyó fue el tintineo de cristales sobre el estribo y el depósito. El interior del camión olía a viejo. Dentro de la cabina se arremolinaban en el aire moho y partículas de tejido descolorido por el sol, que debían de llevar meses así. Recogí todos los trozos de cerámica que pude encontrar y me puse a trabajar en la emisora de radio con la navaja multiusos. Me aseguré de que Saien me protegiese mientras trabajaba, porque si no dejaba la puerta abierta, no me quedaba espacio para meterme bajo el cuadro de instrumentos y quitar los cables. Tardé unos quince minutos, porque quería evitar todo daño en la radio o en los propios cables. Al sacar la radio, me di cuenta de que había otra debajo del asiento, con los cables originales enrollados alrededor. Lo más probable es que la emisora de radio original del camión se averiara y que el conductor tuviese que comprar otra y la instalase durante una parada en la carretera.
Saqué la radio del camión y la coloqué en el asiento trasero de nuestra camioneta junto con su antena. Entonces agarré los prismáticos, regresé al camión y me encaramé a lo alto del remolque. Miré en todas las direcciones y me dio la impresión de que había más muertos vivientes que en los días anteriores. Puse a Saien al corriente de la situación a gritos e intercambiamos posiciones. Saien estuvo de acuerdo en que parecía que hubiese más muertos vivientes en la zona. Me cubrió mientras trataba de instalar la emisora de radio en nuestra camioneta. Recopilando piezas de los vehículos colindantes, logré instalar la radio mejor de lo que había estado en el camión. Para terminar, examiné el depósito y vi que contenía una cantidad de combustible suficiente como para llenar el nuestro hasta el tope. Saien y yo nos pusimos a trabajar en ello mientras vigilábamos los alrededores por si se acercaba algún peligro. Después de extraer el diesel, probamos la radio. El receptor funcionaba, pero nos quedamos sin saber si nuestra transmisión era eficaz, porque enviamos nuestro mensaje a ciegas y no recibimos ninguna respuesta.
Puse la radio en el canal 18, para que Saien pudiera oír todas las transmisiones que encontráramos mientras viajábamos en convoy. Ese mismo día llegamos a una pequeña población, una de esas que aparecen en las pinturas de Norman Rockwell. Aunque no encontramos ningún homenaje vivo a la cultura americana mientras avanzábamos por la calle Mayor, sí se sentía la tensión en el aire, y noté que algo nos observaba desde las ventanas. Algo que era maligno. Seguí adelante sin dejar de mirar a las ventanas de los primeros pisos. Como la epidemia había empezado en invierno, las ventanas estaban cerradas. Todas menos una, la de un primer piso sobre una floristería. Detuve el buggy, salté al suelo y le indiqué por gestos a Saien que me cubriese mientras yo controlaba el área inmediata. Una brisa ligera apartó la fina cortina de la ventana abierta. Al contemplar con más atención el entorno, me di cuenta de que los coches tenían aspecto de haber soportado una furiosa tormenta de granizo. Las superficies horizontales estaban cubiertas de gruesas muescas y las ventanas habían quedado todas agrietadas como por golpes muy fuertes. Al procesar el dato, no me pareció lógico, así que seguí mirando y noté que las fachadas de los edificios estaban todas dañadas, como si alguien hubiera arrastrado una gruesa cadena de ancla contra sus costados.
La localidad había sido invadida. Parecía que la gran masa que había tomado las calles de la pequeña población se había marchado hacía tiempo y se habían llevado consigo a los morbosos lugareños en medio del barullo y la confusión. Calculé que habían pasado por allí a millares. Habían sido tantos que, de hecho, habían tenido que subirse por los coches y pasar rozando las fachadas de las casas para abrirse paso.
Como tenía en el pensamiento a los muertos vivientes irradiados, me he mantenido a distancia de todo tipo de objetos metálicos de cierta densidad a fin de evitar exposiciones innecesarias. Parecía que al otro extremo de la calle principal hubiese una improvisada montaña de coches de tamaño medio apilados. Lo sorprendente era que los coches se habían empujado de tal modo que apuntaban hacia fuera, en dirección contraria adonde me encontraba yo. Con independencia de lo numerosa que fuera la masa, había avanzado en la misma dirección en la que íbamos Saien y yo. Mi única esperanza era que aquello hubiera sucedido hacía meses. Saien y yo estuvimos de acuerdo en que no tenía ningún sentido entrar en la habitación del primer piso que se encontraba sobre la floristería muerta. Nos pusimos en marcha hacia la antigua montaña de coches y vimos restos de cadáveres con la mitad del torso metida en los desagües de la vía pública, y la mitad fuera… a la espera de que su cuerpo se pudriera lo suficiente para meterse entero en el desagüe y desaparecer para siempre.
28 de Octubre.
21:00 h.
Hemos podido guarecernos en una vieja central eléctrica al oeste de Nacogdoches, Texas. Mis mapas indican que Nacogdoches había sido una zona modestamente poblada. La central estaba rodeada totalmente por una cerca metálica, salvo por las puertas delantera y trasera. En dichos lugares había puertas correderas que habían impedido la entrada a los vehículos sin autorización. Se veían más nuevas que el resto de la estructura y probablemente eran fruto de las medidas de seguridad que se aplicaron después del 11 de septiembre. Saien y yo no nos habíamos encontrado en la necesidad de desplegar las ametralladoras Gatling automatizadas desde la noche que pasamos en el tejado del aeródromo. Desde entonces, habíamos dormido durante la mayor parte de las noches sobre vagones de tren, siempre con un vehículo aparcado cerca de nuestra posición y el otro unos cientos de metros más allá, por la misma ruta, para que nos sirviese como refuerzo si había que huir. Es así como hemos encontrado la central eléctrica. Había empezado a llover en el momento en que se ha disparado la alarma de mi reloj, que me avisaba de que faltaban dos horas para el crepúsculo. Cuando ya desesperábamos de encontrar un tren que nos protegiese durante la noche, hemos descubierto a Anaconda. Saien y yo nos hemos mantenido cuerdos a fuerza de idear juegos estúpidos como ponerles nombre de serpiente a los trenes, según el color y el número de vagones. Las últimas noches les había tocado el turno a la víbora ratonera y a la culebra. También competíamos por encontrar un mayor número de nombres de estados en las matrículas de los vehículos abandonados. Al acercarnos a Anaconda, hemos visto que era un tren muy largo. La mayoría de los vagones tolva de color verde estaban repletos de montones de carbón en una hilera que parecía prolongarse varios kilómetros.
Hemos conducido en paralelo a las vías, contando los vagones. La tierra que se hallaba bajo los vagones se había quedado negra por los meses de lluvias que se habían filtrado por el carbón y habían llegado al suelo. Hacia el final de la hilera, hemos visto la gigantesca montaña de carbón y las carcasas oxidadas de las excavadoras que se habían empleado para transportar el negro mineral. Una de las excavadoras estaba volcada, y el resto, aparcadas en hilera. Hemos contado 115 vagones, más la locomotora. Cuando nos hemos acercado a la puerta frontal, bajaba niebla. He entrado con el buggy y Saien me ha seguido con la camioneta. He bajado a tierra y he cerrado la puerta a nuestras espaldas, y le he echado el gancho para que no se pudiera abrir. Saien se había puesto a hacer lo que ya me imaginaba. Ha bajado la Gatling, y la hemos instalado en el punto de entrada. Hemos tardado tres minutos en instalarla. Hemos aparcado el buggy en un sitio desde donde habría sido fácil escapar, y entonces Saien y yo hemos ido con la camioneta hasta la parte trasera de la central para plantar la segunda Gatling. Llovía y hacía un día de perros, así que yo me alegraba de que los prototipos localicen a sus blancos con radares y sensores térmicos, porque en realidad el mal tiempo no me permitía ver hasta muy lejos.
Mientras el sol descendía tras las nubes negras, he pensado lo mismo que suelo pensar desde hace un buen número de noches. El Reaper que nos sobrevolaba regresaría en seguida a su base junto con mis dos bombas de 225 kilos guiadas por láser. No hemos tardado mucho en encontrar una habitación segura con dos salidas. No tendríamos tiempo de marchamos antes de que cayera la noche, así que teníamos que sacar el máximo provecho de aquel sitio. Las Gatling no habían piado y ya me estaba bien así.
29 de Octubre.
12:00 h.
Saien me ha despertado esta mañana sin un buen motivo. Tan sólo para ir a mear. Aunque me haya molestado eso, lo cierto es que hemos acordado que ninguno de los dos vaya a ningún sitio que quede fuera del alcance visual del otro. Le he acompañado de mala gana hasta fuera en la fría mañana de octubre. El sol había salido y me he dado cuenta de que a mí también me correspondía seguir la llamada de la naturaleza. Saien lo ha hecho en dirección a la puerta frontal, y yo en dirección contraría, con lo que he ayudado a acabar de llenar un charco de las últimas lluvias. Al mirar a lo lejos, hacia el cañón, me he dado cuenta de que se había vuelto hacia la izquierda. Cuando lo dejé ayer por la noche, estaba calibrado, y apuntaba en línea recta hacia el camino de acceso. He dejado la pistola y he tomado el rifle, y he caminado hacia la puerta. Tras caminar tan sólo unos segundos, he oído los pasos de Saien a mis espaldas. Cuando me he acercado lo suficiente, me he fijado en que el viento arrastraba casquillos en torno a la base del arma. Tan sólo unos pocos. Al mirar a la carretera, he visto dos aves muertas. He corrido hacia ellas y he visto que eran patos. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que me había metido en el área de tiro de la Gatling y le he gritado a Saien que la apagara. He agarrado a los dos patos por el cuello y los hemos cocinado en seguida. No íbamos a desperdiciar esa magnífica oportunidad de comer carne fresca.
Los he decapitado con el cuchillo mientras Saien iba a sacar carbón de la gigantesca montaña negra. Al cabo de cuarenta y cinco minutos de preparación, o algo así, estaban listos para ser cocinados. Hemos encendido una hoguera con carbón y leña, y hemos preparado un almuerzo de carne de pato. Después de comernos los animales casi enteros, hemos efectuado un reconocimiento de la planta eléctrica, en busca de cualquier cosa que pudiéramos aprovechar. El estómago lleno me daba sueño, pero no me quedaba ninguna otra opción. No quería que la carne se echara a perder. Al tratar de efectuar de manera más metódica el reconocimiento de la zona, hemos encontrado las escaleras que llevaban hasta la sala de control principal del primer piso. En lo alto de las escaleras había un cadáver. Llevaba tanto tiempo muerto que parecía una talega de marinero repleta de huesos. Estaba oscuro y me he visto obligado a encender la luz de mi arma y a emplear el morro para apartar los restos del cuerpo. A duras penas he logrado ver las letras bordadas sobre el mono de trabajo, pero el hombre se llamaba Bill y había sido encargado de calderas. Al subir por las escaleras, cubierto por Saien, he visto marcas de sangre sobre la pesada puerta de acero. La puerta estaba cerrada. Saien me ha pedido que le cubriese mientras sacaba el juego de ganzúas. Se ha quejado entre dientes de que la ganzúa de rastrillado no le serviría en un cerrojo como aquél. Tendría que abrirlo perno por perno. Al cabo de diez minutos ha tenido la puerta abierta y ha plantado el pie frente a ella por si dentro había algo que quisiera salir. He golpeado la puerta y luego me he asomado con el rifle. No se ha producido ninguna reacción. Saien ha abierto la puerta y el fulgor de nuestras luces se ha abierto un camino entre el polvo suspendido en el aire y ha penetrado en las tinieblas de la sala de control en desuso. Había una pared con ventanas que ofrecían una visión de conjunto del área del piso de abajo donde se hallaban los generadores. Estaba tan oscuro que sólo he visto las cubiertas redondeadas de los propios generadores. Parecían grandes balas metálicas de heno alineadas en un campo. En cuanto he enfocado mi luz hacia el abismo, he detectado movimiento. Había criaturas en el área de generadores. Número desconocido. Todos los que he observado vestían monos de trabajo.
Al encontrarnos en un piso superior, estábamos relativamente a salvo. Una gruesa capa de polvo cubría los ordenadores e interruptores, y los diversos mecanismos de la sala. Un cuaderno de registro grande, de cubiertas verdes, se encontraba sobre el escritorio principal en el centro de la sala, junto con un cenicero, una lámpara de mesa y un bolígrafo. He abierto el cuaderno. Empezaba con la fecha de enero de 1985. Al cabo de unas pocas semanas, la última entrada de 1985 decía: «Abandonamos cuaderno de registro debido a la instalación de nuevo sistema de registro informático. Firmado: Terry Owens, director de la central eléctrica».
Habían dejado de utilizar el cuaderno de registro en 1985 después de haber empleado un par de docenas de páginas. La entrada siguiente decía:
Cuaderno de registro de nuevo en activo, a petición de Bill. Fin del mundo. Sistemas informáticos no fiables. Bill.
15 de enero: Nos queda carbón para sesenta días y un tren que viene hacia la fábrica.
16 de enero: El tren para transporte de carbón ha llegado. El encargado no estaba a bordo. Freno echado.
17 de enero: Hemos perdido al cincuenta por ciento del personal. El Ministerio de Energía ha autorizado el cierre de instalaciones infestadas. Pronto recibiremos la lista.
18 de enero: Lista de desactivaciones recibida.
20 de enero: Nos hemos quedado al 50% del consumo previo.
21 de enero: Nos queda una sola conductora de excavadoras. Sin ella no podríamos cargar los cámaras de combustión ni generar electricidad. Hemos contratado a un escolta que sale con ella y dispara contra las criaturas que tratan de trepar a la excavadora.
31 de enero: El gobierno ha anunciado un plan de destrucción de ciudades, las ciudades coinciden con la lista del 18 de enero remitida por el Ministerio de Energía.
1 de febrero: Seguimos aquí.
5 de febrero: Tenemos mucho carbón, pero apenas podemos emplearlo en nada.
5 de febrero: Nos queda una sola cámara de combustión y generamos energía tan sólo para estas instalaciones.
20 de febrero: Están en la puerta. Entran por el conducto de ventilación que está debajo del panel de control. Vamos a cerrar la fábrica. Sólo queda uno.
Apagamos las luces.
Bill.
30 de Octubre.
7:00 h.
Las armas automatizadas no han dejado de funcionar en toda la noche. Hemos oído ruidos extraños en la oscuridad y sólo pueden significar que los muertos vivientes rondan por aquí cerca, enfrente de la fábrica. Ahora que ha salido el sol hemos tomado todo lo necesario y salimos a explorar el área.
9:00 h.
Las armas automatizadas se han visto desbordadas. Por la mira de Saien hemos visto que se les ha agotado la munición y que docenas de cuerpos yacen en torno a ellas. Algunas de las criaturas todavía se debaten. La Gatling ha dañado sus cerebros lo suficiente como para dejarlos inútiles, pero no totalmente neutralizados. Hemos decidido esconder la tecnología para que no nos la roben saqueadores con malas intenciones. Nos marcharemos pronto de esta central.