PRECIO RECOMENDADO POR EL FABRICANTE

21 de Octubre.

12:00 h.

Cuando mis ojos se han acostumbrado a la luz que se reflejaba sobre el polvoriento suelo de la sala de exposición, he visto a Saien tumbado sobre su mochila con ruedas, rifle en mano, atento a lo que sucedía en torno al concesionario. Habría sido un absurdo tratar de disparar a través del grueso cristal, así que me he imaginado que tan sólo quería asegurarse de que no sucediese nada raro. El hombre seguía vivo, a pesar de haber recorrido cientos de kilómetros por un desierto apocalíptico hasta llegar a donde está hoy. No estoy cualificado para juzgar sus métodos y, aunque lo estuviera, el cansancio me lo impediría.

Me he aclarado la garganta para llamarle la atención. Ha tardado unos segundos, pero entonces ha vuelto la cabeza para hablarme en susurros, y me ha dicho:

—¿Qué quieres, Kilroy?

No tenia ganas de explicarle que no me llamo Kilroy, ni tampoco me apetecía impartirle una clase sobre la historia de Estados Unidos y de ese personaje, que le habría aprovechado tanto como una sesión sobre la historia de los mayas.

—Saien, tenemos que registrar el aparcamiento y conseguir cables para hacerle otro puente al Chevrolet y proseguir con el viaje —le dije.

Saien me ha mirado como si fuese idiota y me ha contestado:

—¿Por qué no cargamos la batería y tratamos la gasolina de uno de los vehículos nuevos aparcados aquí?

Aunque me ha costado sobreponerme a la vergüenza, he tenido que reconocer que su propuesta tenía mucha más lógica que pasarse un día entero para hacerle el puente a un coche familiar antiguo. Sería mucho más fiable arrancar el vehículo de la manera prescrita, y si era nuevo, reduciríamos el riesgo de una posible avería en tierra de nadie.

A pesar de todo, tendríamos que cargar igualmente la batería del vehículo que nos lleváramos del concesionario. En el aparcamiento había un buen número de vehículos híbridos, pero la mayoría eran pequeños.

—Otra pregunta, Kilroy: ¿Por qué escribes ese libro? ¿Por qué es tan importante como para que metas la nariz entre sus páginas cada vez que nos detenemos? Te vas a morir escribiendo ahí, ¿sabes?

No estaba seguro de cómo responderle. Le he dicho, sin más:

—Esto me ayuda.

Creo que ha entendido lo que quería decir.

Saien y yo hemos analizado el tema de los vehículos y hemos llegado a la conclusión de que un híbrido reduciría a la mitad el consumo de gasolina, pero que, por otra parte, sería preferible un todoterreno con cadena y capacidad de remolque para sortear los coches y obstáculos varios que nos bloquearían el camino hasta que hubiésemos llegado a nuestra meta. Durante la conversación, me he dado cuenta de que lo que me había parecido una manta enrollada y sujeta a la mochila de Saien tenía adornos muy vistosos. Parecía una alfombra oriental. No conocía a Saien, así que mi primera suposición ha sido que era musulmán y que llevaba la estera para rezar. Desde que dejamos de luchar, parece turbado y veo el conflicto en sus ojos.

Le he propuesto que eligiéramos un vehículo para empezar con el proceso de carga y tratamiento del combustible, y se ha mostrado de acuerdo. Hemos decidido que, antes de marcharnos, registraríamos el aparcamiento y el área de mantenimiento del concesionario por si descubríamos alguna amenaza al acecho. Saien ha puesto un cargador nuevo en el MP5, y yo también estaba a punto cuando ha abierto la puerta. Allí no había nada, salvo el apocalíptico silencio que todavía me tortura los nervios. El área posterior del concesionario estaba resguardada por una valla metálica. Saien y yo hemos recorrido el perímetro y no hemos visto nada en el exterior del área de mantenimiento, salvo el cadáver de un perro que no había logrado escapar con vida del área vallada. Por el motivo que sea, me ha causado una pena que hacía mucho tiempo que no sentía. Me he imaginado al pobre animal sediento, incapaz de comer ni de beber, y muriéndose allí, tumbado en el suelo, en absoluto desconsuelo.

Absorto en estos pensamientos, no he visto a la criatura que se acercaba por el otro lado de la valla. El sonido chirriante que ha emitido al vernos me ha hecho regresar a la realidad e, instintivamente, he levantado el arma y le he apuntado a la frente con el punto rojo. Por supuesto que la criatura no ha reaccionado de ningún modo, sino que ha avanzado hasta la valla, la ha golpeado y ha retrocedido. He bajado el arma, la he dejado en bandolera y le he dicho a Saien que liquidase a la criatura con el MP5 para evitar el estruendo del M-4. Pero, acto seguido, le he dicho que no lo hiciese porque yo quería practicar con la Glock. Le he puesto el silenciador y he disparado dos balas al pecho y una a la cabeza de la criatura, al estilo Mozambique. No tenía ninguna razón especial para emplear los dos primeros cartuchos; simplemente me ha parecido que me convenía practicar. Uno de los cartuchos que he apuntado al pecho de la criatura ha causado daños en la valla, pero, de todos modos, ha tenido fuerza suficiente para hundírsele entre las costillas.

He dejado el rifle en bandolera y he dado una vuelta por el perímetro con la pistola en alto. No había más criaturas en las inmediaciones. He observado el campo circundante al concesionario con los prismáticos. He visto a dos criaturas, pero se alejaban de mi posición. Si estamos atentos a los sonidos, no debería pasarnos nada… a menos que topemos con otra multitud.

La puerta por la que se accedía a la administración del aparcamiento estaba cerrada con llave. Saien y yo hemos mirado por la ventana y hemos esperado un rato para estar seguros de que no hubiese movimiento en el interior. Me he pasado tanto rato con la cara pegada a la ventana que el cristal se ha empañado, y no ha tenido ya ningún sentido quedarse allí. Si había algo, no se movía, o estaba muerto de verdad. Saien ha tomado de la mochila un pequeño estuche de cuero, rectangular, con cremallera, y ha sacado de éste una ganzúa y una llave de tensión. Me ha dicho entre dientes —porque sostenía con ellos una ganzúa de otro tipo— que lo cubriese mientras trabajaba. Al cabo de unos segundos ha abierto la puerta y ha vuelto a guardar los instrumentos. Hemos entrado con las armas a punto. He llamado en voz baja para preguntar si había alguien dentro. Sabía muy bien que no íbamos a encontrar a ninguna criatura viva, pero si había en el interior algún muerto capaz de andar, reaccionaría a mi voz, y con ello delataría su propia ubicación.

Lo único que hemos encontrado en la habitación ha sido polvo, moho y un corcho en la pared. En el corcho había notas escritas a mano y mensajes de la primera semana de enero. Una de las notas escritas a mano declaraba «Ha llegado el fin» y otra, «Ha llegado la hora del arrepentimiento». Había páginas de Internet impresas con los titulares de cuando el mundo empezó a desmoronarse. Iban desde: «¿Qué repercusión tendrán los muertos en la economía?» hasta «Si queda alguien, que lo lea».

Este último artículo procedía de la edición digital del Wall Street Journal. Me ha parecido interesante y lo adjunto aquí:

Si queda alguien, que lo lea.

Saludos a todo el mundo. Me llamo… ah, y qué importa cómo me llame… trabajo en el Wall Street Journal. No soy columnista, ni escritor, ni periodista de ningún tipo. Soy el jefe de sistemas del Wall Street Journal. Nuestros generadores funcionan al 37 por ciento de su capacidad y tengo la sensación de que si no publico ahora esta historia, no se va a publicar jamás. En los inicios de la epidemia nos quedamos sin suministro eléctrico en Nueva York. La red es tan mala que ya era una maravilla que funcionase antes de que sucediera todo esto. Pero ahora quería escribir sobre otra cosa.

¿Cómo es que todavía estoy aquí? Magnífica pregunta. La compañía me ha dicho que, en este edificio, la situación estaba bajo control y que me iban a conceder un ascenso por haber cuidado de los servidores y haberme ocupado de los problemas de red durante la crisis. Se encargarían de mi familia, y la compañía había mandado agentes de seguridad armados a mi casa para socorrerles. En el momento en que me he dado cuenta de que ya no había nadie que tuviera el control de todo esto, era demasiado tarde para marcharse.

No tengo ninguna duda de que mi familia ha muerto, igual que el resto de la ciudad. Estoy a salvo en el cuarto de servidores y puedo deciros, con toda sinceridad, que estoy muy contento de que contáramos con gruesas puertas de acero para proteger los servidores, porque si no fuesen de acero grueso, ya estarían destruidas. Lentamente, me voy volviendo loco por los metódicos (eso sería discutible) e implacables golpes. Ayer se me terminó el agua y he tenido que apagar uno de los servidores refrigerados por agua para beberme la de sus tubos de refrigeración. Contienen exactamente 5,6 litros de H2O en circuito cerrado. Tenía mal sabor, pero me ha mantenido con vida. En estos momentos estoy pensando una manera de evaporar mi propia orina con el calefactor a fin de obtener agua potable. Con la ayuda de un teleobjetivo y una cámara digital que conseguí antes de encerrarme en este sitio, escruto por la ventana las calles de «Nueva» Zoo York.

Hace una semana que no veo a una sola criatura viva. Lo último que vi allí abajo fue un agente de policía en plena fuga. Le saqué una foto con la cámara, a modo de recuerdo de la última criatura viva en las calles de Nueva York.

De acuerdo con el cable de noticias intercontinentales que he recibido ahora mismo, la información que llega desde Europa nos da a entender que en ese continente se encuentran todavía peor que en Estados Unidos, si es que eso es posible. Lo mismo sucede con el Reino Unido. Parece que la decisión que tomaron hace varias décadas de desarmar a sus ciudadanos no resultó ser acertada al surgir este problema. Por supuesto que no pretendía escribir un artículo tendencioso, ni adoptar posturas políticas, pero es que ahora mismo me encantaría tener un rifle en las manos. Si algunos de los que me leéis estáis a salvo y tenéis las armas a punto, os envidio. No creo que logre escapar de esta torre de marfil. Tendría que atravesar docenas de pisos para llegar a la calle, y ¿para qué? En cuanto llegase a la calle tendría que echarme a correr, pero ¿hacia adónde?

¿Acaso los gurús informativos del gobierno se han encargado de dar las noticias? Sí, qué diablos, sí lo han hecho. Soy testimonio ocular. En fecha tan temprana como el 3 de enero ya nos habían ordenado que no informáramos de los anómalos sucesos que tenían lugar en otros continentes, ni de la situación en Extremo Oriente. Tuvimos nuestro propio «hombre de negro», que se presentó en el edificio y supervisó todas las noticias que publicábamos con su rotulador negro marca Sharpie, y que se saltó la Primera Enmienda como si fuese una regla del Scrabble.

De eso ya hace tiempo, y las familias de a pie ya se habían dado cuenta de que se avecinaba un desastre. No es imposible censurar las noticias, pero, en cambio, sí lo es censurar Internet. Las webs de vídeos y las redes sociales andaban llenas de filmaciones realizadas con teléfono móvil y fotos en las que se plasmaba la realidad. He archivado todas las que he podido en el servidor NYT2, que se encuentra fuera de aquí, en nuestro grupo de servidores espejo de Wichita, Kansas. Ese servidor es muy sólido y conservará los datos mucho después de que las luces se apaguen en el Medio Oeste. No he podido olvidar algunas de esas fotos. Recuerdo que en Estados Unidos había quejas por el precio del petróleo antes de que todo esto ocurriera. He visto una foto subida desde un teléfono móvil en la que aparecía un cartel de tres dólares el litro. Una semana después corrían rumores de que estaba a punto de subir hasta los veinticinco dólares el litro. Una mujer que había quedado atrapada en el furgón de una unidad móvil de noticias en Chicago dejó grabados sus últimos días en Internet mediante su teléfono móvil. Estaba rodeada, acorralada, y le habían destrozado una de las ventanas del furgón, y tres de esas cosas estaban al otro lado de la ventana y trataban de entrar. Se estaban comiendo al conductor mientras la reportera lloraba y decía sus últimas palabras, y se disponía a abrir la puerta trasera y a saltar entre la multitud, en un intento por escapar.

Soy el último que queda con vida en esta planta. No puedo bajar a la calle ni escapar. Os deseo buena suerte a todos los que sigáis con vida. Si alguno de vosotros lo lee y se encuentra en la misma zona, por favor, que pase a visitarme y ponga fin a esto.

Aún con vida,.

G. R, Administrador de Sistemas.

Wall Street Journal-Departamento de Informática.

Saien y yo hemos registrado las oficinas del área de mantenimiento hasta el último rincón, y luego hemos pasado a las instalaciones de mantenimiento propiamente dichas. Después de registrarlas y llevarnos unos pocos artículos ligeros que podríamos emplear más adelante, hemos buscado la caja de llaves del concesionario para arrancar nuestro próximo coche. Tras valorar los pros y los contras de varios vehículos, Saien y yo nos hemos decidido por una camioneta diésel de cabina extendida. Parecía nueva y tenía pinta de funcionar bien, salvo por el neumático anterior derecho, que estaba algo deshinchado. Era evidente que el compresor del garaje no iba a funcionar sin electricidad, así que tendríamos que encontrar uno de esos compresores ligeros para coches baratos en algún momento de nuestro recorrido, o emplear un gato mecánico y llenar el neumático con un fuelle de bicicleta.

Por sorprendente que parezca, no había ningún cable de arranque en las instalaciones, y aunque lo hubiese habido, arrancar otro coche con cables nos habría resultado demasiado costoso en cuanto a decibelios. Saien ha montado guardia mientras yo sacaba la batería del Ford y la conectaba a los cargadores. Habría querido aprovechar la gasolina del Chevrolet, pero no nos iba a servir de nada en un motor diesel. Podríamos pasarnos aquí un día entero mientras la batería se carga bajo el sol. He puesto el cargador solar sobre la camioneta y lo he desnivelado con unos calzoncillos sucios para orientarlo hacia el sur. Al cabo de un período de carga sin interrupciones, la batería tendría que funcionar. Ojalá tuviese los medios y la habilidad para instalar alguna mierda delante del parabrisas al estilo Mad Max, porque así Saien y yo tendríamos un accesorio que nos duraría todo el viaje y desde el que podríamos disparar sin tener que correr riesgos. He analizado todos los elementos del vehículo que me han parecido relevantes. El aceite parecía estar bien, al nivel correcto, y me ha dado la impresión de que la llave que habíamos sacado de la caja arrancaría el automóvil sin problema alguno. La rueda de repuesto que llevábamos en la parte de abajo estaba entera e hinchada. He consultado una y otra vez el reloj. No quería perderme posibles mensajes durante el período de conexión por satélite. Como empleábamos el cargador solar en la batería de la camioneta, he tenido que mantener apagado el móvil hasta que ha empezado el período de conexión.

Hay algo raro en toda esta historia de Remoto Seis. No hay nada que me encaje. El extraño líquido para tratamiento de gasolina, el sistema de señales para el Reaper y ese extraordinario cargador solar que carga las baterías a una velocidad imposible para los paneles solares comerciales que tenía instalados en mi casa.

El precio recomendado por el fabricante para la camioneta era de 44.995 dólares. En la misma etiqueta decía que el consumo en carretera sería de quince litros por cada cien kilómetros. El manual de instrucciones decía que el depósito podía tener capacidad para cien litros diesel. Con mis matemáticas mentales, he calculado que con un depósito sobrepasaríamos los seiscientos kilómetros. El Hotel 23 está a algo más de trescientos kilómetros. Así pues, podría llegar a casa llenando una sola vez el depósito.

Me he estudiado el manual, sobre todo en lo que atañe al cambio de neumáticos. A veces los fabricantes dan instrucciones absurdas para desenganchar el neumático de repuesto y cosas así. Como era de esperar, se requería que el propietario de la camioneta montara una especie de dispositivo para extraer el neumático desde la parte de atrás del vehículo. No me ha parecido que ese método tuviese ninguna utilidad y sabía que podía darnos problemas si nos veíamos en la tesitura de tener que hacer una parada en boxes estilo NASCAR en plena carretera. Por ello, he soltado el neumático de repuesto y lo he metido en la plataforma trasera, porque es muy espaciosa. También me he tomado mi tiempo para inspeccionar los puntos en los que se instalarían los gatos. He encontrado una cadena de remolque en el garaje y también la he cargado en la plataforma, porque nos ayudará a despejar las montañas de coches apilados. También he descubierto una lata de café repleta de bujías viejas y le he pedido a Saien que extraiga toda la cerámica que pueda de las bujías y que se esfuerce por que las piezas sean lo más grandes posible. Puede que más adelante las piezas de cerámica nos sirvan para forzar alguna puerta.

De repente se me ha encendido una bombilla y he desconectado la batería cargada del Chevrolet y la he llevado hasta la camioneta. Las dos baterías no eran del mismo modelo, pero se me ha ocurrido que de todos modos podríamos intentarlo. Saien utilizaba unas pinzas de presión para aplastar la cerámica de las viejas bujías mientras yo hada mi experimento de ciencias. Antes de dedicarme plenamente a mi intento, he dado otra vuelta por el perímetro para asegurarme de que no corriéramos el peligro inmediato de que nos asaltara una horda. De nuevo en la camioneta, he instalado la batería del Chevrolet en lugar de la otra. He conectado los cables de la batería como he podido y me he sentado al volante para ver lo que pasaba. He dado al contacto para que se encendiese el cuadro de instrumentos y pudiera ver cuánto combustible llevábamos. He tenido la grandísima alegría de encontrarme con el depósito casi lleno. El diésel no es tan refinado como la gasolina y por eso tiene un período de vida más largo, y me he decidido a tratar de arrancar la camioneta sin tratar el combustible.

Le he dicho a Saien lo que pensaba hacer, para que así discutiéramos los pros y los contras de arrancar el vehículo y arriesgamos a llamar la atención. Debían de ser las once cuando hemos cargado la plataforma del vehículo y hemos tratado de arrancar. Hemos pensado que si el ruido no atraía a los muertos vivientes, nos quedaríamos un rato más para aseguramos de que habíamos empaquetado bien todo lo que llevábamos y que todo lo demás estaba en orden.

He girado la llave en el contacto y el motor ha emitido ruidos durante unos cinco segundos antes de arrancar. Entonces se me ha ocurrido otra solución para la batería. Me he puesto los guantes y he vuelto a conectar la batería recién salida de fábrica a la camioneta mientras el motor de ésta funcionaba con el fin de cargarla con el alternador, y no con los paneles solares. El alternador del vehículo cargaría la batería muerta mucho antes que la luz solar, por bueno que fuesen los paneles.

Después de volver a colocar en su sitio la batería de la camioneta y bajar silenciosamente el capó, he hecho otra ronda por el perímetro. No he visto actividad por ninguno de los terrenos que circundaban el concesionario. Al consultar los mapas, he hecho una estimación de unos trescientos setenta kilómetros de viaje hasta llegar al H23. Si empleábamos el aparato adecuado, podíamos contactar con ellos antes de llegar. John estaría atento a la frecuencia que se emplea para emitir señales de socorro en aviación, y ése sería el canal por el que podríamos contactar con el H23 lo antes posible. El problema sería encontrar una radio VHF que todavía estuviera en condiciones para la retransmisión. La batería iba a tardar entre treinta y cuarenta y cinco minutos en alcanzar un nivel de carga aceptable, por lo que he pensado que podíamos esperar una hora entera para estar más seguros. He abierto la puerta y he aspirado el olor a coche nuevo, que aún no había desaparecido después de tantos meses de abandono. He encendido la calefacción y he gozado del calor artificial que sentía en la mano. Cuánto tiempo hacía que no sentía nada parecido. Como lo llevábamos todo en la parte de atrás, podríamos dormir dentro de la camioneta, siempre que encontrásemos lugares apropiados para ocultarnos durante la noche. En otra camioneta hemos encontrado una colcha y la hemos trasladado a la nuestra. Hemos pensado que nos iría bien para que el equipaje no se mojara y no se nos colaran polizones no muertos. Lo siguiente ha sido retirar las luces de cola y todos los reflectores de la camioneta. Las únicas luces que me interesaba conservar eran las frontales, por si las necesitaba. Los muertos vivientes no eran el único enemigo. He cubierto con cinta americana todas las áreas expuestas a fin de evitar posibles cortocircuitos. La camioneta no volvería a quedar del todo bien si no se encargaba de repararla un soldador profesional, pero tendría que bastarnos para el viaje. He encendido la radio y he pasado revista a todas las frecuencias AM y FM.

Nada.

Nada que recordara la existencia de lo que en otro tiempo fue un abarrotado canal de información.

Saien y yo hemos consultado los mapas y hemos planeado nuestro próximo trecho en dirección al suroeste. No nos encontramos lejos de Carthage, tal vez a unos veinticinco kilómetros. Creo que será mejor que no nos acerquemos más. Tendríamos que seguir adelante por la Autopista 79 y luego girar hacia el sur para interceptar la 59. En la medida de lo posible viajaremos por carreteras rurales y entraremos en las principales tan sólo cuando sea estrictamente necesario. Los trescientos setenta kilómetros que he estimado antes iban en línea recta. Al examinar la red de carreteras impresa sobre el mapa, me he dado cuenta de que habrá que añadir tiempo y distancia a ese cálculo inicial. También hay que tener en cuenta que no podremos alcanzar las velocidades de hace un año, porque iremos encontrando chatarra y obstáculos de todo tipo. Hará un par de años, mi primo James se estrelló con la camioneta contra un antílope y el vehículo quedó destrozado. Y eso que el animal no debía de pesar más de setenta kilos. Un choque contra un cadáver de noventa kilos podría ser nuestro fin. Los cadáveres no tratan de apartarse. Son como las polillas que vuelan hacia el señuelo luminoso de un matainsectos eléctrico. No les importa lo que pueda interponerse entre la luz y ellas, simplemente se sienten atraídas.

Entre todos los gráficos que me habían mandado con el paracaídas había una hoja de plástico transparente con dos manchas oblongas de color naranja, una tercera también de color anaranjado y asimétrica, y el símbolo de radiactividad en el extremo inferior derecho. Entonces me he dado cuenta de para qué servía. Lo he colocado sobre el mapa de la región y me ha indicado las áreas radiactivas que circundaban Dallas, San Antonio y Nueva Orleans. En las áreas de Dallas y San Antonio se indicaban daños en abundancia, pero en las de Nueva Orleans había una zona diezmada que cubría el sureste de Luisiana, el sur de Mississippi, una parte del sur de Alabama y la punta de Florida. Cuando llevaba un buen rato boquiabierto, Saien me ha preguntado qué me sucedía. Le he dicho que tenía amigos en todas esas zonas y que me había quedado alelado al tener en mis manos la prueba de que todos ellos debían de haber muerto. Me ha dicho que lo lamentaba, ha quitado el plástico de encima del mapa y me ha exhortado a seguir trazando planes. Yo confiaba en que, si colaborábamos, podíamos llegar en un día a las afueras de Carthage.

Mientras discutíamos el plan, me he dado cuenta de que Saien miraba de soslayo mi rifle. Yo sabía muy bien que Saien quería que le explicase cómo había provocado la explosión del día en que nos conocimos, así como la que se había abatido sobre los muertos vivientes que avanzaban hacia nosotros mientras arrancábamos el Chevrolet. Al final me he rendido y le he explicado una versión censurada de lo que sabía. Le he dicho que el lanzamiento en paracaídas se había hecho por orden del gobierno y que previamente había estado en contacto con lo que quedaba de dicho gobierno. Le he explicado que un avión no tripulado Reaper sobrevolaba nuestra zona, vigilando todos nuestros movimientos, atento a los objetivos que le marcara mediante rayo láser con el aparato que llevaba montado en el rifle. No me ha parecido que tuviese que hablarle del pequeño aparato de señales ni de la seguridad que me proporcionaba.

Le he enseñado el teléfono de Iridio y le he dicho que tan sólo era útil entre las 12.00 y 14.00 horas a causa del deterioro en la órbita del satélite. Me ha preguntado con quién me permitía comunicarme, y le he explicado que no hacía más que recibir mensajes de voz sintética acompañados por un informe de situación en forma de texto, y que aparte de eso sabía lo mismo que él. Le he dicho que me dirigía a un lugar en la vecindad de Nada, Texas, y que si quería ayudarme a llegar hasta allí, su colaboración sería bienvenida. Dado que San Antonio, su destino original, había sido destruido, he interpretado su silencio como que no tenía ningún otro sitio adonde ir. Como estamos a finales de octubre, nos hemos puesto de acuerdo en encender una hoguera en el patio del área de mantenimiento para calentarnos. El frío de octubre se deja sentir, y la noche pasada había estado muy incómodo mientras trataba de dormir mis pocas horas de sueño.

Antes de que sucediera todo esto solía disfrutar de más ocho horas de descanso por noche. Ahora tengo suerte si logro dormir cinco. Duermo el mínimo indispensable, porque la mera idea de pasarme dormido la poca vida que me queda me hace sentir mal. He encendido el teléfono por satélite y aguardo una llamada.

21:00 h.

A las 13.50 horas ha llegado un mensaje que me mandaba desplazarme hasta el siguiente punto de avituallamiento marcado en el mapa, al suroeste de mi posición actual, y me indicaba que el lanzamiento tendría lugar mañana a las 15.00 horas. En el mensaje no se hablaba de Saien ni de nada más. He desplegado el mapa y he marcado con un círculo la S que marca el lugar. De acuerdo con el mapa que tenía entre manos, esa zona estaba cerca de un pequeño aeródromo. Se encontraba al este de Carthage, cerca de la Autopista 79. Hemos hecho preparativos para marcharnos a primera hora de la mañana, para tener más posibilidades de encontrar el punto de recogida. No estoy seguro de cómo voy a localizarla, ni de cómo voy a llegar al punto indicado con un mapa que ofrece tan pocos detalles sobre el área/las coordenadas donde va a tener lugar el lanzamiento.

Hace unas pocas horas, Saien y yo habíamos llegado a la conclusión de que teníamos que encender una fogata para guarecernos del frío de los últimos días de octubre. Al empezar el ocaso, he buscado leña al otro lado de la cerca. Hemos amontonado la leña y Saien ha arrancado una página de un libro que llevaba en la mochila. Me he fijado en el título: Hitos en el camino. La cubierta era sencilla, y daba la impresión de que no era la primera página que arrancaba del libro para encender una hoguera. Parecía que le faltaran la mitad de las páginas originales. Hemos cocinado buena parte de los alimentos pesados que aún llevábamos y nos hemos llenado el estómago por adelantado para el largo día que nos espera mañana.

—Ya vuelves a escribir en tu libro.

—Por lo menos no le arranco las hojas.

—Buenas noches, Kilroy.

—Igualmente, Saien… pero mejor que duermas con un ojo abierto, muchacho.

—Con los dos, amigo mío.