12:00 h.
Las edificaciones enemigas se han venido abajo y el fuego las devora. He llegado a este sitio por la mañana, a las 8.50 horas, y me he preparado para la incursión a menos de quinientos metros del objetivo. Contaban con el mismo personal que ayer. He visto que la mujer gorda le hacía un tajo en la espalda a uno de los esclavos vivientes atados a la rueda, probablemente para estimular a la criatura que iba detrás y hacer que den vueltas más rápido. Había una sola persona viva en la rueda. Parecía un hombre de mediana edad. Tenía rasguños en la espalda. Se los había hecho con las uñas la criatura que iba detrás de él. No he dudado que el hombre estaba a punto de morir por culpa de la infección. He observado detenidamente la rueda para confirmar que era la única criatura viva entre las que caminaban.
A las 9.30 horas aproximadamente he marcado con el láser un punto en tierra entre la rueda y los alojamientos de las personas que mandaban en ese sitio. Al cabo de unos seis segundos, el designador ha empezado a emitir un tono regular. No lo he apartado del objetivo hasta que la bomba guiada por láser ha llegado al suelo…
Me había arrojado de cuerpo a tierra, pero la explosión me ha desgreñado igualmente el cabello y me ha tapado los oídos. Los edificios han dejado de existir y la rueda ha saltado por los aires como un frisbee como mínimo treinta metros más allá de donde había estado antes. El hombre infectado ha muerto, por supuesto. La explosión ha derribado la caseta de guardia como si fuera un retrete de los antiguos, y el guardia ha quedado aturdido y confuso. Al fin se ha puesto en pie y se ha echado a correr y a disparar en todas direcciones.
Tras desperdiciar cinco cartuchos, lo he abatido por fin. Ya llevo aquí treinta minutos a la espera de que algo se mueva. Seguramente lo mejor será esperar a que los vivos mueran desangrados. Voy a dar una vuelta por esta zona en busca de supervivientes y me aseguraré de que los muertos se queden muertos. Con ciertas prisas, porque la explosión ha sido muy ruidosa y difícilmente puede pasar inadvertida, independientemente del estatus cardíaco de cada cual.
13:50 h.
Al acercarme al único edificio que no había quedado destruido ni gravemente dañado, he visto cadáveres en llamas que todavía caminaban. He apoyado el M-4 en el hombro y he aguardado a que estuviesen a cuarenta metros de mí antes de abatirlos. En total, he matado a siete. Me he acercado al edificio y he abierto la puerta. La estructura apenas había sufrido daños y se había inclinado ligeramente. Al abrir la puerta, me ha venido a la cara una nube de moscas que en seguida se ha dispersado. El teléfono ha recibido una llamada en el mismo momento en que quince monstruos salían por la puerta. Me he marchado por el mismo camino por el que había venido. Las criaturas me seguían los pasos. He agarrado el M-4 con la mano derecha y el teléfono con la izquierda…
He disparado lo mejor que he podido, en un intento por luchar y, al mismo tiempo, leer la pantalla. Me imagino que esto debe de ser la versión apocalíptica de ir conduciendo lanzado por la autopista con el móvil en la oreja y tomando un café al mismo tiempo que te afeitas.
Todo lo que he llegado a leer ha sido: «INFORME DE SITUACIÓN: Ser humano de sexo masculino, no identificado, se acerca a su posición. Armado. Evaluación efectuada por el Reaper tras el lanzamiento de la bomba guiada por láser: la exploración térmica identifica tan sólo a dos bípedos en la zona. El Proyecto Huracán Ex…».
El resto era ilegible.
Me he pasado un buen rato de baile con los monstruos y he tenido que cambiar el cargador y correr en círculo como un idiota para mantenerlos a una distancia segura. Es entonces cuando ha ocurrido: he puesto el punto rojo sobre la frente de una de esas criaturas y su cabeza ha estallado antes de que apretase el gatillo. A continuación he oído un disparo. He visto que la criatura se caía de bruces sin darme cuenta de la que venía detrás. La tenía casi lo bastante cerca como para que me diese un mordisco en la garganta. He visto por el rabillo del ojo que su cabeza explotaba y varias astillas de hueso podrido me han golpeado en el hombro mientras, una vez más, el sonido del disparo se oía con retraso. Tan sólo quedaba uno, y por eso he aguardado y me he mantenido a distancia, al tiempo que buscaba un lugar para cubrirme.
Me he escondido detrás de un fardo de heno enmohecido y he visto explotar otra cabeza, y luego otra. El informe me ha llegado menos de un segundo después de que la cabeza sufriera el impacto. No ha quedado totalmente destruida, pero sí ha perdido un buen trozo. He sacado los prismáticos y he explorado toda el área circundante. Nada. Ni rastro del tirador. Me he arrastrado hasta que no lo he aguantado más, y entonces he echado a correr tan rápido como he podido hasta la mochila que había dejado escondida en la loma.
Con gran sorpresa por mi parte, no me ha pegado ningún tiro en la nuca mientras subía. El olor a humo y a cecina mala flotaba en el aire y me producía aún más náuseas de las que había sentido al estar malo con el catarro. Me he sentado sobre la loma y he observado el valle y las áreas circundantes. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, he descubierto un destello. A duras penas podía distinguir el perfil de un torso, por lo menos a unos quinientos metros de distancia, al otro extremo del valle. Esa persona sostenía un pequeño espejo, o un cristal de algún tipo. Entonces se ha echado a andar y he visto que llevaba camuflaje auténtico en las piernas y que sostenía la parte de arriba del uniforme con la mano que no empuñaba el rifle. Cada cierto tiempo me hacía una señal, luego enfocaba hacia mí con los prismáticos y hacía una nueva señal para darme a entender que me había visto.
Al cabo de unos pocos minutos de esta guisa, he llegado a la conclusión de que si el hombre hubiese querido matarme lo habría hecho ya. He escondido la mochila y he bajado al valle tan sólo con el M-4 y la pistola. Cuando nos separaban poco menos de doscientos metros, hemos prescindido de los prismáticos y hemos ido a encontrarnos. Ya a distancia de tiro con pistola, nos hemos detenido y nos hemos aprestado por si había que luchar. Él vestía un ghillie de arpillera y tenía la piel oscura, y cabello negro y barba. El hombre ha dejado el arma y el espejo de señales en el suelo, a sus pies, y ha retrocedido unos pocos pasos. Yo llevaba la pistola en la parte trasera de los pantalones, y por ello me ha parecido que tampoco correría ningún peligro si dejaba el M-4 en el suelo y retrocedía también.
Me ha gritado con fuerte acento del Próximo Oriente y me ha dicho:
—Me llamo Saien; no quiero hacerte ningún daño. Hace días que te sigo.
Me he fijado en que el arma que llevaba era un rifle de francotirador tipo AR.
Le he preguntado por qué me seguía.
—Trato de llegar a San Antonio y tú vas en la misma dirección.
He informado a Saien de que no pensaba visitar San Antonio, al menos durante unos pocos siglos. Ha fruncido el ceño, pero lo ha entendido, y me ha contestado:
—¿Estás seguro?
Le he dicho que sí lo estaba y que había escapado de esa misma ciudad en enero, antes de que lanzaran la bomba atómica. Entonces, para razonarme su plan, me ha explicado que había oído que algunas de las ciudades que estaban en la lista no habían sido destruidas. He tenido que decirle con toda franqueza que vi la explosión desde la torre de control del aeropuerto en el que me había refugiado, a una distancia segura de la ciudad.
—¿Has visto a los especiales? ¿Los que se mueven más rápido?
—He visto a uno, como mínimo. A bordo de una embarcación en el golfo de México. Son mortíferos y es necesario evitarlos.
—Estoy de acuerdo contigo, amigo mío. Desde mi apartamento, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Chicago, les vi hacer cosas que no me habrían parecido posibles. Luego, cuando me marchaba de Chicago por la carretera, les vi abrir coches que no tenían la puerta cerrada, e incluso echarse a correr… aunque no distancias largas, ni durante mucho tiempo. Salieron de Chicago, de eso estoy seguro. Vi la explosión desde mi ventana el pasado enero. Dos semanas más tarde llegaron al sur. Me dejaron como un helado… ¿esa expresión es correcta?
Le respondí con una media sonrisa y le dije que probablemente sí.
—Vi a esas cosas ir de puerta en puerta, o, por lo menos, eso era lo que parecía. Una de ellas llegó a llamar al timbre de la puerta y le dio la vuelta al pomo. Durante los días en los que llegaron fueron cayendo pájaros muertos del cielo. Los muertos eran animales estúpidos, de eso no cabe duda, pero les quedaba cierta memoria. ¿Sabes por qué?
Le respondí con una palabra.
Radiactividad.
—Oí lo mismo en la retransmisión por la frecuencia AM de alguien de Canadá que trabajaba en una torre de repetición. Observé a uno de ellos que se pasó un mes de pie frente a una puerta sin moverse. Estaba allí, de pie, sin moverse apenas, casi como si durmiera… hasta que a un mapache se le ocurrió subirse al porche. La cosa se arrojó sobre el animal y lo devoró, sin dejar nada.
Le he preguntado qué buscaba en San Antonio y me ha respondido que tenía muchos hermanos allí. He visto que echaba la mano para atrás y tocaba una manta que llevaba atada a la espalda. Se ha dado cuenta de que le miraba y ha retirado la mano. En cuanto he clavado los ojos en él, su respuesta ha sido:
—Alá ha abandonado este lugar. Han pasado muchos días desde la caída del hombre, y yo he cuestionado mis propias creencias y Le he perdido. Ya no creo en Él.
Me he llevado la impresión de que Saien era sincero y no quería hacerme ningún daño, por lo menos hoy. Habíamos llegado a otro nivel de surrealismo: hablar con un ser humano que no era yo.
Le he preguntado:
—¿Llevas más equipaje?
—Pues claro que sí. Lo he escondido, igual que tú has escondido el tuyo en la colina de ahí atrás. Mira, te he seguido y te he observado antes de que encontrases este repugnante lugar… no entiendo cómo lo has hecho para plantar los explosivos en los edificios. No he visto que te acercaras a ellos. ¿Has ido de noche?
—He puesto los explosivos esta mañana a primera hora.
No era del todo mentira. La confianza se tiene que ganar, y no puede darse nunca por supuesta.
Me había llegado a mí el turno de hacer preguntas capciosas, y le he pedido que me dijese dónde había aprendido a reventar cabezas a casi mil metros de distancia.
—En Afganistán.
—Tiene su lógica. ¿Y cómo es que has venido hasta aquí?
—Luché por la libertad, o, por lo menos, eso pensaba. Había venido a Illinois para auxiliar a mis hermanos. Antes de que pudiera hacerla, los muertos iniciaron su danza.
No he querido interrogarlo más, porque habría sido inevitable que habláramos del origen de la explosión, o de cualquier tipo de detalles que afectaran a Remoto Seis.
Le he propuesto que buscáramos entre las ruinas por si encontrábamos algo que nos fuera útil, y ha estado de acuerdo. Hemos ido hasta el edificio donde Saien me había salvado el pellejo de esas criaturas. Muchas de ellas estaban colgadas de ganchos de carne y les faltaba algún miembro. En el centro de la habitación había un recipiente grande para cocinar (como el caldero de una bruja). Aquello era una mierda elevada a la quinta potencia: al parecer, esa gente se comía a los muertos. Las criaturas nos han mirado y les han crujido las mandíbulas. En todo el edificio no he visto nada que pudiéramos aprovechar, y por eso Saien y yo le hemos pegado fuego y nos hemos ido a recoger nuestras cosas.
Le he preguntado si tenía cable eléctrico, porque lo necesitaba para conseguir transporte. Me ha respondido, confuso, que no tenía, pero que estaba seguro de que encontraríamos en los coches abandonados. Tenia razón, pero había algo en la idea de meter la cabeza bajo un capó que me daba un miedo de muerte. Me acordé del monstruo con el hacha que estuvo a punto de partirme por la mitad. Hemos recogido nuestras cosas y hemos ido en busca del cargador solar. Al ir con Saien se había reforzado la necesidad de diligencia. Parecía que se detuviera cada diez pasos, escuchara, y escudriñara en la lejanía con la mira telescópica. Probablemente por eso sigue con vida. Me he fijado en que Saien lleva un M-16 de tamaño extra. Le he preguntado de dónde lo ha sacado. Al mismo tiempo que me lo entregaba para que pudiese examinarlo, me ha dicho que se lo llevó de una torre de vigilancia de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias que descubrió al sur de Chicago. Al verlo más de cerca, he notado que el rifle tenía un.308 en la recámara y cañón Bull Barrel. Era un SR-25. Llevaba una pequeña mira holográfica incorporada. Me ha dicho que el cristal no le servía de mucho a distancias muy inferiores a los cien metros. La mira holográfica servía para los enfrentamientos cercanos. El arma era mucho más pesada que mi M-4. La tierra que pisábamos estaba muy lejos de Chicago y soy incapaz de imaginarme cómo puede haber hecho un viaje tan largo. Por lo que a mí respecta, deben de haber estado a punto de matarme en unas diez ocasiones desde que me estrellé con el helicóptero, a tan sólo unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.
Hemos caminado con el oído atento, de regreso a la zona donde el Chevrolet se pudría desde hacía varios meses. He disfrutado al caminar a paso ligero sin la mochila, y cuando regresábamos, he sufrido por el peso que llevaba de nuevo a mis espaldas. Saien y yo nos hemos repartido rápidamente las tareas. Ha desconectado la batería mientras yo iba en busca de cables. Ahí ha empezado el problema. No podíamos verter el líquido para el tratamiento de la gasolina sin saber si el depósito estaba lleno. Si no lo estaba, sería un derroche de líquido. Habría que volver a conectarle la batería para que la electricidad llegara al cuadro de instrumentos, y luego mirar los indicadores para ver cuánto combustible había en el depósito a fin de echarle la cantidad adecuada de mezcla. Demasiada matemática elemental.
He abandonado la base de operaciones en el mismo momento en el que Saien arrastraba la batería de nuevo hasta el Chevrolet. Yo llevaba la navaja y la pistola con silenciador. Me he dirigido al Escarabajo para abrirle las entrañas y poder empezar el camino hacia el sur. Las explosiones y los disparos me habían inquietado. Desde enero, no he visto en ningún momento que las criaturas no se vieran atraídas por el sonido. Siempre existía la misma relación entre causa y efecto. Al acercarme al Escarabajo, he visto a uno de ellos en la carretera que miraba en otra dirección, hacia un lugar situado más allá del coche. Era un día nublado y parecía que estuviera a punto de lloviznar. Maldito clima que nos mina la moral.
La criatura estaba allí, en el centro de la carretera, y miraba en dirección contraria. En el momento en que he llegado al Escarabajo, se ha oído un poderoso trueno. La criatura se ha agitado y ha mirado a su alrededor, como si buscase al autor del sonido. Monstruo idiota.
He levantado el capó para buscar los cables del motor. He aprovechado el trueno para disimular mientras cortaba cables suficientes para hacer un puente en el estárter del coche familiar. Creo que cada cinco segundos me volvía para ver si la criatura aún no se había percatado de mi presencia. Me he encaminado a la carretera principal donde se hallaban Saien y el Chevrolet. Tras arrancar un último cable del Escarabajo y guardármelo en el bolsillo, he empuñado la pistola y he ido a paso rápido a interceptar a la criatura. Yo estaba en una carretera lateral que salía de la carretera principal. Entonces he oído que Saien gritaba:
—¡Tienes que darte prisa, amigo mío!
La criatura se ha lanzado al trote en dirección a Saien. He tenido que correr para darle alcance. Se movía más rápido que ningún otro muerto viviente que haya visto. No se podía decir que hiciera un sprint, pero era lo bastante rápido como para dejarme como un helado, como habría dicho Saien. Es entonces cuando he descubierto lo difícil que es correr y apuntar bien con una pistola. La criatura se ha mantenido en una especie de seudocarrera con las piernas rígidas, hasta que le he disparado un cartucho con silenciador que se le ha clavado en el hombro y la ha derribado. Me he aprovechado de la situación y he corrido hasta ella con la intención de dispararle a la cabeza. A pesar del hombro destrozado, la cosa se había puesto en pie cual quarterback caído en el campo de juego. Ha gruñido y ha empezado a correr con las piernas rígidas hacia mí. He apuntado con el arma y he vaciado tres cartuchos en su cabeza antes de que se cayera al suelo, retorciéndose.
He corrido hacia Saien, y en el momento de llegar hasta él había perdido de tal modo el resuello que he empezado a ver lucecitas. Ha señalado a la carretera con el dedo y me ha pasado su rifle. Era muy pesado y me ha inspirado todavía más respeto por la constitución de Saien. Está claro que ese hijo de puta tiene que ser muy duro para cargar con esa cosa a lo largo de 1300 kilómetros. He instalado el hipertrofiado AR de 308 en su bípode sobre el capó del Chevrolet y he observado por la mira hasta un kilómetro y medio más allá. Desde detrás de la retícula he alcanzado a ver batallones de criaturas de ésas que avanzaban hacia nosotros por la carretera. La mira era lo bastante potente como para informarme de que no tardaríamos en tener mucha compañía. Le he preguntado a Saien a qué distancia estarían.
—A unos dos mil metros —me ha respondido. Así, como mucho, dispondríamos de treinta o cuarenta minutos. Saien parecía nervioso, así que no me ha parecido que tuviera ningún sentido decirle que uno de los muertos irradiados había estado a punto de abalanzarse sobre él y pegarle un mordisco en el culo cinco minutos antes. A pesar de todo, sabía que el Reaper que aún volaba por el cielo transportaba una bomba guiada por láser de 225 kilogramos. He pensado que en ese grupo había por lo menos cincuenta criaturas. Le he preguntado a Saien qué opinaba.
Se me ha reído a la cara y me ha dicho:
—No, ésos que ves venir deben de ser como mínimo un centenar de infieles…
Mientras yo trabajaba con rapidez, le he explicado a Saien lo que iba haciendo:
—… hay que conectar los cables de ignición al cable de bobina… y el de bobina a…
Saien me ha interrumpido:
—Sí, sí, amigo mío, eso ya lo sé… el extremo positivo al polo positivo de la batería. Tenemos que ir más rápido.
Saien dudaba entre ayudarme con el puente y entretenerse en estimar el número de infieles que se nos acercaban.
—Mil ochocientos metros.
—Recibido.
Le he dicho a Saien que fuese corriendo por mi mochila y sacara el líquido para tratamiento de gasolina que estaba en el bolsillo lateral. El cuadro de instrumentos se había encendido y he visto el indicador de combustible. Me he apresurado a apagar los faros y la calefacción para ahorrar electricidad. He sacado el manual de instrucciones y he llegado a la conclusión de que el coche debía de tener treinta litros de gasolina en el depósito. He calculado en el mínimo tiempo posible que el líquido que habría que echar en el depósito sería algo menos que una cuarta parte de la botella. La gasolina llevaba como mínimo nueve meses en el depósito y debía de tener un año. Como no me ha parecido que pudiera estar muy deteriorada, he echado tan sólo una octava parte del líquido de la botella en el depósito. Lo he hecho con suma rapidez y he agitado el vehículo de un lado para otro, a fin de que el líquido se mezclara lo más equitativamente posible con la gasolina.
Mientras yo leía «hay que esperar una hora antes de iniciar la combustión» en la etiqueta de la botella, Saien me ha pegado un grito:
—Mil quinientos metros.
No nos quedaba ni una hora. Saien no me ha respondido cuando le he preguntado cómo pintaba la cosa. Ha negado con la cabeza y no ha despegado el ojo de la mira. Yo los veía ya con el ojo desnudo. Había lloviznado y ellos seguían pateando escombros en la lejanía. A juzgar por el tiempo que habían tardado las criaturas en recorrer trescientos metros, he calculado que contaríamos con treinta minutos de tiempo útil antes de que la primera oleada nos diese alcance. Me he apresurado a volver a conectar los paneles solares a la batería y los he dispuesto sobre la capota del Chevrolet. Podía ser que treinta minutos no nos valieran para mucho, pero mejor eso que nada.
He encontrado el solenoide del estárter mientras Saien gritaba:
—Mil doscientos metros.
Todo estaba a punto, y todo dependía de que la batería estuviese cargada y el tratamiento de la gasolina funcionara. He recogido frenéticamente mis cosas para estar a punto de huir si el vehículo no arrancaba. Todo estaba en su sitio, salvo los paneles solares de la capota. Si el vehículo no arrancaba, emplearía los minutos que nos quedaban para cargar con la mochila y largarme lo antes posible de esa zona. Saien podría hacer bien poco con su rifle de francotirador. Con un cargador de diecinueve cartuchos y un cañón de veinticuatro pulgadas, el.308 no lograría detener lo que se nos venía encima. No había pieza de artillería inferior a un cañón GAU que pudiera salvarnos.
He empezado a recoger las cosas de Saien para cargarlas en la parte de atrás del vehículo, donde pudiéramos agarrarlas con facilidad, y entonces me ha dicho que le dejara su mochila a los pies y que él mismo se encargaría de ella.
—Mil metros.
Las criaturas no estaban a más de un kilómetro de distancia y caminaban hacia nosotros por la carretera. He sentido una extraña energía en el aire y he creído oírlos aplastar escombros y avanzar como una división de tanquistas vivientes, obsesionados con destrozarlo todo. He abierto la mochila, he sacado los prismáticos y me los he colgado al cuello. He limpiado con la camiseta el sudor y la porquería que se habían adherido a sus lentes, y he contemplado la quinta dimensión del infierno a través de ellos.
Las criaturas avanzaban con relativa celeridad y se movían en zigzag por la carretera, como si quisieran recorrerla entera en busca de algo. Está claro que no era ése el motivo, pero, de todos modos, las criaturas se movían con alguna intención. Me he dejado los prismáticos colgados del cuello, he desconectado los paneles solares y he vuelto a conectar el cuadro de instrumentos. Entonces he terminado la conexión entre el estárter y la electricidad, y el coche ha dado un par de sacudidas, pero no ha arrancado.
Tan sólo habían pasado veintipocos minutos desde que le había echado el aditivo. He desconectado la electricidad y he vuelto a conectar los paneles solares para recuperar, por lo menos, una parte de lo que había perdido en el intento de arranque.
—Setecientos cincuenta metros.
Hablaba con voz más fuerte, y se notaba más nervioso que la última vez. He empuñado los prismáticos y he echado otra mirada. Parecía que las criaturas se hallaran en estados diversos de descomposición, pero no tan avanzada como habría sido de esperar. Se veían relativamente recientes, no como algo que llevase nueve o diez meses muerto. Como a eso se sumaba que se movían con mayor rapidez que los muertos vivientes que había encontrado antes, he llegado a la conclusión de que el explorador (por así decirlo) radiactivo que yo había neutralizado antes había sido tan sólo el primero. Un río de mortíferos muertos vivientes venía hacia nosotros.
He examinado y vuelto a examinar el M-4 en tres ocasiones y he probado los bips del dispositivo láser en el momento en el que Saien me gritaba:
—Quinientos metros.
Ya los oía. Sus gemidos lastimeros y sus aberrantes sonidos se oían cada vez con mayor fuerza. No podía dejar de mirarles. He visto por los lentes que examinaban un coche abandonado por si encontraban algo de comida y luego pasaban al siguiente. El coche que se encontraba un trecho de carretera más allá ha sufrido sacudidas de un extremo a otro cuando el ejército ha pasado de largo tropezando con él. Saien se ha agachado para abrir su mochila y ha empezado a sacar algo que llevaba dentro. No he tenido tiempo para preguntarme qué sería lo que quería hacer, pero sí sabía que Saien no podría contener a los muertos vivientes con su arma.
Entonces ha empezado a disparar.
Le he gritado y le he preguntado qué coño hacía.
—Me cargo a los más rápidos.
Le he dicho que dejase de disparar de una puta vez, ya que no conseguiría más que confirmarles que nos encontrábamos allí. Pienso que era yo quien tenía razón, porque el sonido que nos llegaba a los oídos ha cambiado de tono después de que se hayan acallado los ecos de su último disparo.
—¡Trescientos cincuenta metros!
He sacudido el vehículo varias veces seguidas con el hombro, porque me ha parecido que así el líquido para tratamiento de gasolina actuaría con mayor rapidez en el depósito. Las criaturas estaban lo bastante cerca como para dispararles con el rifle. Me he decidido a recurrir al Reaper. Era nuestra única esperanza de ganar tiempo mientras el liquido de tratamiento hacía su efecto. He empleado los prismáticos para calcular la distancia, y a fin de confrontar mis estimaciones con las de Saien, he enfocado a las criaturas. Al verlas a través del cristal, me he dado cuenta de que la estimación de Saien acerca del número de criaturas que venían hacia nosotros era más ajustada a la realidad que la mía.
He activado el láser… Biip… biip… biip…
… un tono constante. La llovizna y el sudor me resbalaban por la frente y se me metían en el ojo, y me provocaban escozor mientras me esforzaba por apuntar con el láser a cincuenta metros por detrás de la masa frontal de criaturas.
Por un instante, me ha parecido ver el proyectil que descendía siguiendo una trayectoria balística hasta la masa de criaturas. La explosión ha sacudido la tierra a doscientos metros de distancia del coche, y la mayor parte de las criaturas han caído a tierra.
Le he gritado a Saien que se lo explicaría más tarde, y él ha asentido y ha vuelto a agacharse sobre la mochila. No ha dejado de observar por la mira del rifle de francotirador, mientras yo, una vez más, intentaba arrancar el coche. He observado a la multitud y he calculado que por lo menos cincuenta de las criaturas volvían a ponerse en pie y avanzaban una vez más hacia nosotros. He repetido el procedimiento para realizar el puente y lo he revisado todo para asegurarme de que todos los cables y extremos estuvieran conectados.
—¡Ciento cincuenta metros! ¡Rápido!
Saien se había puesto muy nervioso y me ha transmitido su violenta emoción. Las manos me han comenzado a temblar mientras examinaba los cables y conectaba la corriente al cuadro de instrumentos. Saien ha arrojado su rifle al asiento de atrás, ha metido las manos en la mochila y ha sacado un MP5 con silenciador.
Entonces me ha dicho con su acento del Próximo Oriente:
—¡Arranca el coche, Kilroy!
He conectado la corriente al cuadro de instrumentos y he arrancado de nuevo el coche, empleando probablemente en ello hasta la última pizca de corriente eléctrica que quedaba en la batería. El coche ha pegado una sacudida, dos, y, a la tercera, el motor ha arrancado. El sonido más melodioso que haya oído en mi vida. He pisado hasta el fondo el pedal para poner en marcha el motor, con la idea de que así se aceleraría la carga de la batería. He saltado del coche, he cogido los paneles solares y los he arrojado a los asientos de atrás, encima de las cosas de Saien.
En cuanto me he acomodado en el asiento del conductor, Saien ha abierto fuego contra los muertos vivientes que se acercaban. Yo ya tenía la pistola sobre las rodillas con cargadores extra a punto. He puesto la marcha atrás, he empezado a retroceder y le he dicho a Saien que lo dejara y que entrase dentro del coche.
Ha actuado como si no me oyera, porque disparaba sin cesar contra los muertos vivientes. Liquidaba siempre al más rápido, pero sólo para que otro también rápido ocupara su lugar. Las criaturas estaban ya muy cerca. Nos iban a arrollar en pocos segundos si Saien no subía al coche. Le he gritado con todas mis fuerzas. Le he amenazado con abandonarle si no dejaba lo que estaba haciendo.
Finalmente ha salido de su ensimismamiento, ha disparado un último cartucho a un muerto viviente de los veloces que se hallaba a menos de quince metros de nuestro coche y ha saltado al automóvil en marcha. He acelerado con los ojos puestos en el retrovisor y he dejado atrás a las criaturas. Casi alelado, le he hecho un comentario a Saien sobre la velocidad que podían alcanzar esas criaturas.
Me ha respondido con dureza:
— Eso no es rapidez, amigo mío.
No me ha hecho más comentarios, y a decir verdad, yo tampoco quería oírlos.
He girado con el coche, he puesto la marcha adelante y he pisado el pedal hasta el fondo para escapar de la multitud que avanzaba. El sol estaba bajo y teníamos que encontrar un sitio para aparcar el vehículo. Mientras íbamos en el coche, Saien me ha contado que vio al C-130 arrojar el paracaídas, y que me observó mientras manipulaba el equipamiento y entraba en la casa abandonada donde había reorganizado mis cosas. Llevaba tiempo siguiéndome la pista. Saien no me ha dicho nada concreto sobre su supervivencia, y tampoco sobre el tiempo que pasó en Afganistán. El lanzamiento de bombas desde el avión no tripulado Reaper que yo mismo había activado con el láser no ha salido en la conversación, pero parece un hombre lo bastante inteligente como para que no se le escape algo de esa magnitud. He mirado sin cesar los indicadores del motor y el combustible para estar seguro de que este viejo coche aguantará durante su viaje hacia el sur.
Parecía que cada diez o quince kilómetros tuviéramos que detenernos frente a una barricada que bloqueaba la carretera. En algunos casos no nos ha resultado nada difícil rodear los montones de chatarra, mientras que en otros han estado a punto de detener nuestro avance. Habríamos necesitado un camión con montacargas, o con una buena cadena de remolque para sacar los obstáculos de la carretera. La tercera y cuarta barricadas que hemos hallado en nuestra búsqueda de refugio eran claramente deliberadas: una barrera contra salteadores y forajidos que murieron hace tiempo. Los vehículos estaban cubiertos de agujeros de bala de gran calibre, y en el lado de los defensores habían quedado sus esqueletos. Dos rifles AK-47 oxidados se pudrían en el suelo. Teníamos que detener el vehículo de todos modos a fin de estudiar el procedimiento que seguiríamos para rodear la chatarra, por lo que he bajado del coche y he recogido el AK aprovechable (el otro estaba casi destruido). El único daño que había sufrido el arma era un agujero de bala que le había atravesado la madera de la culata, y la herrumbre que había recubierto todos los componentes de metal. Como no lograba abrir el obturador, lo he golpeado contra los restos de uno de los coches. Después de un par de intentos, el obturador se ha abierto y un cartucho ha caído del arma. He ido por los restos de una moto, he destrozado el indicador de aceite que llevaba en un costado del motor y le he dado la vuelta a la máquina para que el aceite se vertiera. He tomado aceite con la palma de la mano y lo he derramado generosamente sobre las junturas del obturador del AK-47.
He sacado el cargador y lo he abierto y cerrado diez veces. He vuelto a colocar el cartucho en el cargador y he guardado el arma en el asiento trasero del coche. El cargador estaba lleno. He sacado el cargador del AK irrecuperable y lo he dejado también en el asiento de atrás. Voy a cargar peso extra, porque ahora ya no tengo que llevarlo a las espaldas. Al cerrar la puerta de atrás, Saien ha vuelto del montón de chatarra y me ha dicho que podríamos rodearlo sin problemas. Cuando he vuelto a entrar en el vehículo, una parte de mí pensaba que el sol se acercaba al horizonte y que mi Reaper estaba vacío y debía regresar a su base. Mientras avanzábamos en línea curva por la carretera, no hemos dejado de esquivar escenarios de últimas batallas. En algunos de los coches se veían los restos de los muertos vivientes que aún se movían dentro de sus ataúdes transparentes, aunque abrasados por el sol y putrefactos.
De camino por el borde de la carretera, hemos llegado a un concesionario de coches nuevos. Los coches aún estaban alineados junto a la carretera. Antes de que el mundo se fuese a la mierda, los aparcamientos tenían siempre una imagen uniforme, con los vehículos alineados en hileras perfectas. Los aparcamientos transmitían siempre una sensación de orden y limpieza. Ahora volvamos al presente: muchos de los coches tienen los neumáticos deshinchados y las hileras que en otro tiempo estuvieron perfectamente alineadas hacen pensar ahora en una desordenada acumulación de automóviles en un desguace. El granizo y el resto de los elementos se han cobrado su tributo. Faltaba media hora para que oscureciese. Saien y yo hemos hecho los preparativos para aparcar en la sala donde se exponían los coches a la venta, para dormir con relativa seguridad y, al mismo tiempo, para tener la posibilidad de huir del edificio con pocos riesgos si nos encontrábamos con un enjambre como el de antes en la carretera. Con el hacha y la cinta aislante de Saien hemos logrado abrir la puerta corredera que llevaba a la sala de exhibición. Hemos montado las rampas e inspeccionado la sala en busca de peligros. Saien ha empuñado el MP5 que abandoné previamente y hemos ido de habitación en habitación por los despachos de venta. No hemos encontrado ni rastro de una sola persona en todo el concesionario. Hemos bloqueado las puertas traseras con trastos propios de una oficina (cajas viejas repletas de papel y cosas por el estilo) para que nada pudiese entrar mientras dormíamos.
La puerta de atrás tenía una tranca para evitar que entraran indeseables durante la noche. Antes de ponerla en su sitio, he abierto la puerta para ver lo que había detrás de la sala de exhibición. Me he encontrado con el área de mantenimiento, pero, al no contar con la luz del día, no podíamos salir a inspeccionarla. He cerrado la puerta y he colocado la tranca en su sitio. Se habría necesitado un ariete para derribarla. He dado marcha atrás con el coche hasta la sala de exhibición y he cerrado las puertas correderas de cristal. Saien y yo íbamos a quedar aislados del resto del mundo durante la noche. Antes de retirarnos a dormir, me cercioraré de que el cargador solar esté conectado al teléfono, para anticiparme a la salida del sol y al posible contacto de mañana.
He sacado una de las cuerdas del paracaídas y le he sujetado varios cargadores de M-4 con cinta aislante, para poder llevármelos con facilidad si llega un momento en el que tengo que correr y abrirme paso a tiros. Mañana, Saien y yo visitaremos el aparcamiento y nos llevaremos las materias primas que necesitamos para poner a punto el coche. He encontrado mapas de carreteras apilados en un rincón. Debían de regalárselos a los compradores de coches nuevos. Son del año pasado, pero algo me dice que no deben de haberse construido muchas carreteras nuevas desde que salieron de imprenta.
En el tiempo libre que he pasado en el concesionario he estudiado varios de los mapas que me lanzaron en paracaídas. Están cubiertos de cuadrícula militar. El mapa se imprimió con un láser y se notaba la presencia de un oscuro lenguaje para máquinas. Había una leyenda en la parte de atrás y le he dado la vuelta una y otra vez. Entonces se me ha activado un mecanismo y se me ha encendido una bombilla en el cerebro.
El área donde me lanzaron los suministros estaba marcada con una S, probablemente de «suministros». La letra S estaba atravesada por una línea diagonal, que probablemente quería decir que el lanzamiento ya había tenido lugar. Había otros puntos en el mapa con una S que parecía seguir una ruta lógica en dirección sur hasta el Hotel 23 (en un área de 32 kilómetros a uno y otro lado de una línea recta). No se había trazado ninguna diagonal sobre éstos, por lo que probablemente indicaban lanzamientos que íbamos a encontrar más adelante. Había áreas marcadas con el símbolo de la radiactividad. Dallas era una de las áreas marcadas, igual que varias otras que se hallaban en nuestro camino, y que probablemente desprendían radiación suficiente para activar los sensores nacionales. En teoría, podía tratarse de cualquier cuerpo grande y denso, como una grúa o un camión de bomberos, que hubiese acumulado radiación suficiente como para conservarla y liberar cantidades residuales. También podía tratarse de un grupo grande de esas cosas, como los que hemos visto hoy, aunque dudo que un mapa relativamente actualizado (en tiempo real) me fuera muy útil para localizar a una masa como ésa.
Preocupaciones varias: cargar el teléfono, volver a hacer el puente en el coche, el aparcamiento, reorganizar el equipaje y entregarle sesenta cartuchos de nueve milímetros a Saien.