HOBBY

1 de Junio.

1:40h.

John, William y yo despegamos ayer a primera hora rumbo al oeste. Anduvimos con sigilo hasta la avioneta antes de que el sol saliera por al este. La empujamos hasta el prado que había de servirnos para el despegue. Divisamos a lo lejos a unos pocos rezagados que iban por ahí arrastrando los pies. No tardamos en despegar. En el último momento habíamos tomado la decisión de llevar a Will, que había insistido en venir. Logramos establecer una vía de comunicación con el Hotel 23 mediante la radio VHP de la Cessna. Si las chicas tenían problemas, podríamos mantener la comunicación. Nuestro objetivo era llegar a un aeropuerto de cierta envergadura en las afueras de un gran centro urbano. La noche anterior, antes de obligarme a mí mismo a dormir, había elegido el aeropuerto Willlam P. Hobby. Se encontraba al sur de Houston, fuera del casco urbano.

El vuelo no fue largo. Sobrevolamos un buen número de poblaciones pequeñas, todas ellas con las mismas manchitas en movimiento: los muertos andantes que se habían adueñado de las calles. No tardamos ni cuarenta y cinco minutos en divisar el aeropuerto Hobby. Me pareció que no correríamos ningún peligro por volar más bajo. Quería asegurarme de que no hubiera seres humanos vivos que trataran de dispararme desde las pistas de hormigón. Mientras nos acercábamos a la extensa área ocupada por las pistas y el aparcamiento de los taxis, descubrí otro símbolo de muerte.

Sobre el asfalto había un Boeing 737 con serias abolladuras en el fuselaje, producto, sin duda, de un aterrizaje forzoso. Era el único avión grande en todo el aeropuerto. Había otros más pequeños (jets privados y avionetas de hélice, igual que la Cessna), pero aquél había sido el último de los grandes aviones de pasajeros en pasar por el Hobby. Antes de aterrizar, dimos otra vuelta para estar seguros de no llevarnos ninguna sorpresa. Divisé un camión cisterna a lo lejos, al lado de uno de los hangares. El hangar en cuestión era más grande que los demás, y probablemente estaba destinado a aviones Boeing como el que había quedado averiado para siempre sobre la pista.

Llevados por la curiosidad, nos decidimos a aterrizar cerca del avión grande, por si encontrábamos dentro algo de valor. Una de las ventajas con las que contábamos era que se hallaba en lugar abierto, separado de los edificios que nos habrían convertido en blanco fácil para cualquier criatura que pretendiese atacarnos a traición. William se quedaría fuera y montaría guardia junto a la avioneta, mientras nosotros buscábamos la manera de entrar en el avión. Todas las ventanas del 737 tenían la persiana bajada. Tampoco importaba mucho, porque se hallaban a cinco metros de altura. Las salidas de emergencia que había sobre las alas estaban cerradas y no pudimos abrirlas, porque las abolladuras del fuselaje debían de haberlas clavado aún con más fuerza en su lugar. Sólo podíamos contar con la escotilla de emergencia del copiloto, en el costado de estribor del revestimiento de cristal de la cabina.

Miré hacia lo alto, hacia el costado derecho de la cabina, a tres metros de altura, y vi cómo podríamos entrar en el avión. Empuñé un garfio que Will y yo habíamos montado con una cuerda y con chatarra de la que había quedado tras la explosión del camión cisterna, y lo empleé para trepar hasta arriba. Entonces John apoyó ambos pies sobre mis hombros para llegar hasta la salida de emergencia y abrir el cierre hermético de ésta.

Estuve a punto de dejarlo caer cuando tuvo la torpeza de permitir que la pieza de cristal que había quedado suelta cayera dentro. Insulté a John cuando al fin fui consciente de lo que había hecho. Gruñí bajo su peso, porque aún estaba de pie sobre mis hombros, y le pregunté si se oía alguna reacción al estrépito que había armado. Me respondió que no, pero también me dijo que el olor que venía de dentro era más que horrible y que la puerta interior de la cabina estaba cerrada. John se agarró a los tubos de Pitot que sobresalían del revestimiento de aluminio del avión y se bajó de mis hombros. Entonces tomamos una decisión.

Yo ya había tenido bastante. No pensaba meter el cuerpo por la estrecha salida de emergencia tan sólo para correr el riesgo de que me arrancaran el culo de un mordisco mientras trataba de recobrar el equilibrio en el interior de la cabina. Aquel avión era una tumba y lo iba a seguir siendo. A duras penas llegaba a imaginarme los horrores que debían de aguardarnos en su interior. Pasajeros con el cinturón de seguridad abrochado, que en ese mismo momento retorcerían el cuerpo en un vano intento por liberarse. Azafatas muertas que irían de un extremo a otro del pasillo, sin abandonar su puesto de trabajo ni siquiera en la otra vida.

Regresamos a la avioneta y seguimos discutiendo qué procedimiento emplearíamos para llevarnos el combustible y otros pertrechos que nos parecieran necesarios. Nuestro objetivo era el hangar. Yo dudaba que pudiéramos mover el camión cisterna hasta nuestra avioneta, así que nos subimos todos de nuevo en ella, la arranqué y la hice rodar por tierra hasta el hangar donde se hallaba el combustible. Cuanto más nos acercábamos, más conscientes éramos de la importancia de disponer de información fidedigna sobre lo que ocurría en tierra. Vimos movimiento en el aeropuerto desde las ventanillas de la avioneta. Todos estaban muertos. No pensé más en ellos al ver el horror que emergía de las puertas abiertas del hangar al que nos aproximábamos.

Detuve la avioneta y, sin apagar el motor, salté afuera, rifle en mano. John también salió al instante. Will le siguió, y corrió hasta llegar a mi lado. Iba a adelantarse, pero lo detuve con el brazo, igual que mi madre solía ponerme el brazo delante del pecho cuando el coche se disponía a frenar en seco. Estaba tan atento a las criaturas que faltó poco para que chocara con la hélice en funcionamiento de nuestra avioneta.

Retrocedimos y empezamos a matarlos. Debía de tener unos veinte a la vista. Distinguí también sombras en movimiento que danzaban bajo la panza del camión cisterna. El estruendo del motor era tan fuerte que tuve que forzar la voz para que los demás me oyeran: les grité que matasen a los que se acercaban a la hélice para que la avioneta no sufriera ningún daño. Necesitábamos combustible y, al mismo tiempo, había que mantener el motor en marcha mientras nos rodeara el peligro. Era una situación sin salida. Empecé a disparar y ellos dos me imitaron. Acabé con cinco, pero el número seis se negaba a caer. Le pegué dos tiros en la cabeza, pero siguió avanzando hacia mí. Desistí de dispararle a la cabeza y tiré contra las dos piernas para derribarlo.

Mientras John y Will acababan con los demás, maté a los muertos vivientes que aún estaban detrás del camión cisterna. Ya no quedaba ninguno. Fui a examinar el camión cisterna. Golpeé el depósito con la culata del rifle. Sonó a lleno, pero había algo extraño. ¿Cómo era posible que un camión cisterna de los que suelen emplearse para llenar pequeños aviones de hélice estuviera aparcado frente al hangar de los Boeing? Se me ocurrió que quizá yo no fuese el primer piloto que visitaba el aeropuerto desde que el mundo enloqueció. Me pregunté si alguien habría usado recientemente el camión cisterna, o si tal vez me dejaba llevar por un excesivo recelo.

Trepé a la cabina del conductor y miré adentro antes de abrir la puerta. Nada. Las llaves estaban puestas y el vehículo parecía hallarse en perfectas condiciones. El motor arrancó al primer intento. O alguien se había encargado del mantenimiento del vehículo, o yo había tenido mucha suerte con la batería. Pulsé los interruptores de bombeo y volví a salir. Antes de detener los motores de la avioneta, eché un vistazo por todo el perímetro, para asegurarme de que no se produjera ningún ataque por sorpresa. Mientras la hélice perdía velocidad y el estruendo del motor disminuía, me llegó a los oídos, y captó toda mi atención, el enervante tintineo de unas joyas que golpeaban los cristales de la Terminal, unos ciento ochenta metros más allá. Casi parecía que los muertos vivientes protestaran porque nos llevábamos el combustible. Nos veían desde dentro y golpeaban los cristales a modo de protesta. Relojes, anillos y brazaletes sonaban como gotas de lluvia sobre el vidrio templado, incluso a tanta distancia.

Abrí las tomas de llenado y volví al camión. Al abrir la caja de controles para pulsar el interruptor, un folio amarillento, plegado, se cayó al suelo y se alejó, arrastrado por el viento. Corrí tras él y lo atrapé con la bota. Lo desplegué para leerlo:

Familia Davis, aeródromo del lago Charles, Luisiana, 14/5.

Era de una familia… supervivientes. Habían tenido la brillante idea de dejar la nota en la caja de controles del inyector de combustible. Davis había demostrado su capacidad intelectual con un gesto tan sencillo. No se le había ocurrido pintar su nombre y ubicación sobre la pista: lo había dejado en un sitio donde otro piloto pudiera encontrarlo. El combustible de avión no tiene ninguna utilidad en un automóvil, y un camión cisterna que transporta combustible para aviones tampoco. Me guardé la nota en el bolsillo. Al regresar a la avioneta, me di cuenta de que John y Will estaban crispados. Sin quitarles el ojo de encima, llené hasta arriba los depósitos. Parecía que la piel de Will palideciese a la espera de mis palabras.

Había llegado el momento de entrar en el hangar.

No sé por qué tenían tanto miedo. Las puertas del hangar estaban abiertas de par en par, y cualquier criatura que quisiese venir a por nosotros tendría que dejarse ver. Después de tanto tiroteo, estaba casi seguro de que no encontraríamos más criaturas como ésas dentro del hangar. Y no me equivocaba.

En el momento en que los tres pasábamos por el umbral, estuve a punto de mearme encima. Algo salió volando de la oscuridad y casi me golpea en la cabeza. Parece que una familia de golondrinas se había construido el nido de verano justo encima de la entrada y la madre no quería que me acercase a los polluelos. Oí sus gorjeos en lo alto. Me pregunté a cuántos muertos vivientes habría arrancado los ojos durante las últimas semanas. Me aparté del nido y me concentré en buscar suministros. El hangar tenía numerosas claraboyas de plexiglás en el techo. Era un bonito día soleado. El olor a muerte flotaba en el aire, pero el de putrefacción se había marchado con los muertos vivientes cuando salieron del hangar para caer a manos de nuestra pequeña partida. No tardamos mucho en encontrar la puerta que conducía a la sala de suministros.

Abrí lentamente la puerta, con un palo largo que se solía emplear en la limpieza de las ventanas de los aviones. Lo único que olimos fue la naftalina. En aquella sala no había nada. Aunque me hubiera acostumbrado al olor de los muertos vivientes, me percataba también de su ausencia. La sala de suministros casi habría podido considerarse un pequeño almacén. Los estantes estaban llenos de piezas de avión sobrantes y de equipamiento. Era el hangar de suministros y mantenimiento del Boeing. Pero yo no buscaba piezas de motor de avión. Lo que buscaba eran radios y otro equipamiento de supervivencia. Entonces encontré algo que tenía que llevarme por fuerza. Había hileras de aparatos con aspecto de maletín negro en los que se leía la etiqueta «Inmarsat». Habíamos tropezado con teléfonos portátiles por satélite para aviones. No tenía ni idea de si aún funcionarían. Con todo, en el extremo derecho del estante había cuatro que conservaban el envoltorio de plástico. Cargamos con los cuatro y los llevamos hasta la puerta. Seguimos con la ronda por la sala de suministros y encontramos numerosas radios portátiles para emitir señales de socorro, lanchas hinchables y otros artilugios por el estilo. Cogimos los teléfonos por satélite y las radios portátiles de mantenimiento VHF, y nos largamos.

Habíamos llenado el depósito, teníamos cuatro teléfonos por satélite nuevos, radios portátiles VHF, y también habíamos hecho un sorprendente descubrimiento: una familia había partido pocas semanas antes hacia un aeródromo de Luisiana. Había llegado el momento de marcharse. En cuanto hubimos cargado la avioneta, iniciamos el viaje de regreso. Esta vez volé por encima de los 2000 metros hasta que casi nos hallamos sobre el Hotel 23. No quería correr el riesgo de que alguien nos disparara. Cuando nos acercábamos al complejo, llamé por radio a Jan y a Tara, y les dije: «Navy One ha alcanzado su objetivo y está a punto de aterrizar». Me había apetecido emplear la fórmula con que solían anunciarse las aeronaves de la Armada que transportaban al presidente de Estados Unidos, pero nadie lo pilló. Apuesto a que Davis sí lo habría pillado. Aterrizamos y ocultamos de nuevo la avioneta. Entré en el complejo sin dejar de pensar en la familia Davis y me pregunté si habrían logrado llegar al aeródromo en cuestión.