LOS CAZADORES

12 de Octubre.

21:00 h.

Esta mañana me he puesto en marcha con el equipo redistribuido dentro de la mochila y las tiras de ésta ajustadas para recorrer un largo camino hacia el sur. Me he dado cuenta de que la ropa me viene más ancha que hace tan sólo un par de semanas. Tengo hambre en todo momento, y sé que es porque camino sin cesar. Gracias a Dios que esta región de Estados Unidos es relativamente llana. Si hubiese tenido que cruzar las Montañas Rocosas con tan pocas provisiones, creo que me habría muerto. Al cabo de una hora de avanzar lentamente hacia el sur, he descubierto un antílope con los prismáticos, a unos cien metros de mí.

El hambre me ha poseído. He apoyado una rodilla en el suelo y, en silencio, he dejado la mochila al lado de un tocón que después me resultara fácil encontrar. Me he acercado sigilosamente al antílope, sin apartarme de los árboles para evitar que me viera. Habría sido casi imposible matarlo a cien metros de distancia con el subfusil de nueve milímetros; tenía que acercarme hasta unos veinte metros para estar seguro de acertar. El antílope no me ha visto acercarme. He vuelto a observarlo con los prismáticos a unos cien metros para estar seguro de que fuese una presa sana. He tratado de verificar que no hubiese sufrido ninguna herida a manos de las criaturas. No he hallado marcas de mordiscos en su cuerpo y se le veía relativamente sano. La firmeza de sus músculos se hacia evidente en sus movimientos. No parecía ni demasiado flaco ni demasiado viejo. No he podido contarle las puntas de las astas porque el follaje me impedía verlas bien. Me he vuelto para asegurarme de que no me acechara ningún no muerto y de que la mochila aún estuviera al lado del viejo tocón. Me había acercado un poco más, hasta unos treinta metros de distancia, cuando el antílope ha levantado las orejas, porque había notado que sucedía algo extraño. Tal vez porque había captado el olor de un humano vivo, o tal vez porque yo no caminaba con tanto sigilo como me había propuesto.

He levantado el arma y he apuntado al antílope. He tanteado el subfusil con el pulgar para estar seguro de que estuviera en disparo simple, porque no me ha parecido necesario malgastar munición en un único blanco. Había llegado el momento. He presentido que, si no actuaba, el animal se asustaría y huiría.

He disparado dos cartuchos y he herido a la presa en el cuello y la nuca. El animal se ha caído de costado, luego se ha levantado de nuevo y se ha echado a correr. He ido tras sus huellas, mientras maldecía, mitad por lo bajines y mitad en voz alta, por lo estúpido que había sido al dejarme llevar por la codicia y la falta de prudencia. Detesto matar animales, a menos que me resulte totalmente imprescindible para alimentarme, y me encontraba en la situación de que tal vez hubiese herido de muerte a aquella bestia sin motivo alguno, porque existía la posibilidad de que lograra escapar. He seguido la pista de sangre durante un rato que me ha parecido una hora, y en todo momento he tratado de evaluar la distancia que me separaba de la mochila y de la carretera para no perderme.

El rastro de sangre descendía hasta un pequeño valle y desaparecía tras una elevación del terreno. He bajado corriendo y he rodeado dicha elevación, pensando únicamente en los gruñidos de mi estómago, y he emergido de la maleza para encontrarme de cara con una docena de muertos vivientes que devoraban a mi presa. Estaban de rodillas en torno al antílope y arañaban y mordían la piel del animal. Uno de ellos había arrancado la piel en torno al orificio de bala. Al ver que lo devoraban, me han asaltado los remordimientos y la ira. Los ojos de la pobre bestia estaban abiertos, y al mirar por entre los cadáveres que lo rodeaban, he tenido la sensación de que el animal me estaba mirando, y que pensaba: «¿Para esto me has matado?».

Estaba tan sólo a tres metros de las criaturas. Me he decidido a caminar hacia atrás para abandonar el pequeño valle. Una de las criaturas se ha vuelto hacia mí con sangre y carne de antílope resbalándole por su mandíbula putrefacta. Entonces ha tendido los brazos para agarrarme. Ha gemido, y otros dos han levantado los ojos y han hecho lo mismo. Me he echado a correr siguiendo el rastro de sangre en dirección a la mochila. He puesto cada vez mayor distancia entre los muertos que me perseguían y yo. Al correr, he visto un gato doméstico flaco en extremo que saltaba de un árbol cercano al antílope y se marchaba a toda prisa por el campo.

Al ver a esas cosas, me he acordado una vez más de lo cerca que estaba de la muerte. Había llegado a pensar que, después de encontrarme tantas veces con ellas, no me afectaría verlas. Cada una de ellas es un Picasso del terror que me recuerda que seguiré en guerra hasta que todos los muertos vivientes se pudran en el polvo del que todos nosotros venimos.

He corrido sin cesar y sin dejar de mirar atrás cada cinco segundos, y he dicho palabrotas entre dientes sobre lo estúpido que había sido al tratar de dispararle al animal desde tan lejos con el arma que llevaba. En el momento en que ya alcanzaba a ver el tocón donde había dejado la mochila, he oído de nuevo el zumbido. He mirado en todas las direcciones y me he concentrado para tratar de localizar su origen. El cielo estaba demasiado nublado como para ver nada por encima de las copas de los árboles. En un solemne estado de concentración, he empezado a oír ramitas que se partían en árboles lejanos. Los cazadores de antílopes perseguían a una presa de otro tipo. He agarrado la mochila y he reajustado sus correas. Daba gracias por estar vivo, pero me sentía profundamente culpable por haber sentenciado a otro ser vivo a desaparecer en la panza de esas putas aberraciones. Era como si hubiese marcado un gol en mi propia portería. El antílope había venido a la tierra para que lo devorasen otras criaturas vivas que estuvieran necesitadas de alimento, y no monstruos como ésos.

He cruzado la carretera y he reanudado el camino por el otro lado para evitar a las criaturas. Este lado no quedaba tan cubierto como en el otro, porque venía a ser un campo despejado de varios kilómetros de extensión, en el que se encontraban raquíticas arboledas cada pocos cientos de metros. He decidido que volvería a cruzar la carretera en cuanto tuviese la oportunidad de hacerlo sin peligro.

Durante el resto del día he avanzado lentamente hacia el sur, evitando pensar en la comida que llevaba en la mochila, porque tenía que conservarla. Ha lloviznado durante la mayor parte del día y, en general, ha sido un asco, pero sospecho que en tiempos como éstos un día soleado también sería un asco. En el día de hoy había llegado a oír tres veces el zumbido, en momentos diversos, y he llegado a la conclusión de que me convenía acordarme de las horas del día en las que lo había oído, y de la duración del sonido.

Al mirar el reloj para saber cuánto tiempo de luz solar me quedaba, he empezado a formular mi estrategia para encontrar una zona donde pudiera dormir sin peligro. Hacia las 15.00 he divisado el perfil de una población en la lejanía. He visto la necesidad de buscar carteles en la carretera que me indicasen dónde estaba. He llegado a la conclusión de que, si el cartel indicaba una población superior a los treinta mil habitantes, no trataría de acercarme. Necesitaba comida, un mapa de carreteras y tal vez municiones, pero no al precio de tener que enfrentarme con medio millón de cosas de ésas. Aunque cualquiera de ellos podría acabar conmigo por sí solo, sus mordiscos son, en proporción exponencial, más fáciles de esquivar si se hace frente a una población más pequeña. Aunque esto no sea una ciencia exacta, me siento mejor cuando trazo un plan previamente.

Faltaban un par de horas para que anocheciese. Me estaba poniendo un poco nervioso. No pensaba dormir en el suelo ni en broma. Si antes del crepúsculo no encontraba un sitio para guarecerme, tendría que seguir en pie durante toda la noche y caminar sin detenerme. En un primer momento, después de estrellarnos, había pensado que caminaría tan sólo de noche, pero había cambiado de opinión, porque las gafas de visión nocturna se habían quedado sin pilas, y no me gustaba la idea de dormir durante el día, en las horas en las que esas cosas pueden ver. Sé que no ven en la oscuridad, porque se hizo evidente la otra noche, cuando bajé del piso superior de la casa de campo. Respondieron al sonido, pero no me vieron.

A medida que pasaba el tiempo, disminuían las posibilidades, y por eso he buscado por la carretera un sitio donde poder colgar el arma automática. No tenía muchas opciones. He encontrado una autocaravana Winnebago, pero la he descartado, porque no podría escapar de ella si la rodeaban. Más adelante he visto un furgón volcado de UPS. También en este caso, he pensado que era demasiado pequeño para servirme, porque lo podrían rodear con facilidad. Lo siguiente que he encontrado ha sido un semicamión grande con un largo remolque para el transporte de pienso.

He sacado los prismáticos y he buscado indicios de muerte por el camión. Las ventanas de la cabina tenían los cristales subidos. El camión era demasiado alto como para que las criaturas se encaramasen al capó, y detrás de los asientos había espacio para dormir. Llevaba la inscripción «Camiones Boaz S. A.» pintada sobre la puerta del conductor. Dos de los neumáticos que quedaban de mi lado se habían deshinchado. Por ello, la cabina había quedado un poco inclinada. Me ha parecido que lo mejor sería no entrar todavía y echar una ojeada a mi alrededor para asegurarme de que no hubiese peligro. He escuchado y observado durante media hora hasta que por fin he dejado la mochila en el suelo y me he acercado a la cabina. En el mismo momento en que he puesto el pie sobre el asfalto, he podido controlar la carretera en ambas direcciones.

Lejos, al norte, había una ambulancia abandonada, y al sur, un cartel de color verde que me ha parecido que debía de indicar los kilómetros hasta la siguiente ciudad. He ido corriendo a subirme al estribo con la intención de entrar en la cabina. La puerta del conductor estaba cerrada, pero la otra no. No había ningún indicio de peligro dentro de la cabina. He saltado al suelo, he corrido hasta el otro lado, y he abierto la puerta. El viejo camión apestaba a envases de comida rápida amontonados bajo el asiento, y el cuadro de instrumentos, deteriorado por el calor del sol, me ha dado a entender que hacía mucho tiempo que nadie entraba allí.

Al trepar a su interior, he echado una ojeada al espacio para dormir que había detrás de los asientos. La cama no estaba hecha, pero me serviría igualmente. Dentro del camión todo parecía normal, aparte de los envases de comida rápida estropeados sobre el cuadro de instrumentos. He bajado del camión, satisfecho de que fuese seguro, y he ido a recuperar la mochila. En el momento de regresar al camión ya estaba demasiado oscuro como para tratar de leer el rótulo que se encontraba más adelante, y por ello he pensado que lo mejor sería que me preparase para pasar la noche. He dejado la mochila sobre el asiento del conductor y he echado las cortinas de la cabina para que no se me pudiera localizar fácilmente. Una vez cerradas las puertas, he mirado por toda la cabina en busca de algo de valor. He encontrado un mechero desechable y una lata de salchichas de Viena, así como una bonita estilográfica y un rotulador. He devorado las salchichas. Inspeccionaré el resto del vehículo mañana por la mañana, cuando haya salido el sol. Así no gastaré la batería de la linterna. Las puertas están cerradas y sospecho que no se podrán bajar las ventanillas.

13 de Octubre.

8:22 h.

Anoche dormí bien, aunque, mientras me dormía, oí algo fuera. Estaba exhausto. Se me ocurrió que lo mejor sería tratar de permanecer inmóvil y en silencio, y entonces caí en un sueño profundo y no he despertado hasta las 6.30. La luz del sol atravesaba las cortinas. Sin apartarlas, me he puesto las botas y me he atado los cordones, y me he echado agua por la cara. He pasado al asiento del conductor y he mirado afuera por entre las cortinas. Me ha parecido ver algo que se movía a lo lejos, en el sur. He agarrado los prismáticos y he tratado de verlo bien. Era un único cadáver que deambulaba en la distancia, entre los coches abandonados. No he visto indicios de ninguna amenaza más inmediata. He abierto sólo un poco las cortinas para que entrara más luz y he empezado un registro exhaustivo de la cabina.

No he encontrado nada en la guantera, salvo una tarjeta de una compañía de seguros que había expirado seis meses antes Y una foto de un hombre con su familia que estaban frente a El Álamo. Me han venido a la cabeza San Antonio y la catástrofe final en El Álamo. Arrojaron una bomba nuclear sobre esa zona y ahora es un desierto poblado por muertos vivientes radiactivos. No regresaría allí ni aunque me pusieran un millar de cañoneras AC-130 en la cabeza. En el reverso de la foto estaba escrita una fecha de diciembre del año pasado. He contemplado la foto y he sentido el deseo de regresar a esos tiempos. Daría muchas cosas por volver a tener un día de vida normal como los de antes de que todo esto empezara. Detrás de la familia había otras personas que se reían y vivían su vida. No tenían ni idea de lo que le iba a suceder al mundo treinta días después de que el fotógrafo turista abriese el objetivo de la cámara.