12 de Octubre.
8:00h.
Horas antes de que la lluvia, una vez más, me acabara despertando, he entrado en un estado de ensoñación. Hacía cada vez más frío y sentía los huesos gélidos, algo que no había experimentado desde que salí de la escuela de supervivencia de Rangeley, Maine. Me ha venido a la cabeza el recuerdo del campo de concentración para cautivos de guerra y la inoculación de estrés.
El frío también me ha hecho pensar en Rudyard Kipling. Cuando estaba en mi pequeña celda, me recitaban una y otra vez, y otra, y otra, y otra mis, el poema «Botas», de Kipling. El narrador, con su fuerte acento ruso, repetía una y otra vez: «A pie, a pie, a pie, a pie, ¡chapoteando sobre África! Botas, botas, botas, botas, ¡arriba y abajo otra vez!».
Después de escuchar el poema durante horas y horas, llegué a memorizarlo con todo detalle. Es como si todavía oyera la voz áspera del ruso que lo recitaba una y otra vez en infinita repetición entre las sesiones de entrenamiento. Me he despertado bajo la lluvia fría recitándome «botas» a mí mismo una y otra vez.
He llenado el contenedor de hidratación con el agua que resbalaba por la bomba de petróleo, me la he bebido, y luego lo he vuelto a llenar. He repetido la operación hasta que ya no he podido beber sin que me viniesen ganas de vomitar. Al cabo de poco rato, me he acercado a la trampa para ver cómo estaba, y también para orinar. La trampa estaba vacía, y eso significaba que tendría que comerme alguna de mis valiosas conservas. Cuando empezaba a amainar, me he resuelto a encender una pequeña hoguera para calentar una lata de chile que había llevado en la mochila durante muchos kilómetros.
He empuñado el hacha para hacerme con leña del otro lado de la valla y la he troceado hasta dejarla a un tamaño manejable. Luego he cavado un hoyo en el suelo, a distancia segura de la bomba de petróleo, y he encendido un fuego con la madera más seca que tenía. No creo que encender un fuego vaya a ser nunca difícil, gracias a todo el material que la gente ha dejado abandonado por todas partes. He empleado la navaja multiusos para abrir varios agujeros en la parte de arriba de la lata de chile y poder colgarla sobre la hoguera y calentarla. Mientras el chile se calentaba, he observado los alrededores con los prismáticos. No se veía movimiento en la carretera, ni por los otros tres lados de la cerca.
He sacado la radio de supervivencia para tratar de contactar con quien pudiera. Desde que nos estrellamos, me he esforzado al máximo para que no se quedara sin batería. Cuando me disponía a seleccionar 282.8 en el dial, me he dado cuenta de que el día anterior la había dejado programada sin querer para que emitiese señales a intervalos regulares. La batería se había descargado y no tenía recambio. He sacado la batería. Tenía todo el aspecto de ser de un tipo específico para ese aparato y no creo que sea posible reemplazarla. He copiado el voltaje de salida y el modelo en el diario y he arrojado la batería al otro lado de la cerca para no tener que llevar tanto peso en la mochila. Todo el que haya tenido que recorrer largas distancias con la mochila a cuestas sabe muy bien que hay que encontrar una justificación para cada uno de sus gramos.
Voy a quedarme con la radio por si en el futuro consigo conectarla a una fuente de alimentación eléctrica. Ahora no tengo medios para hacerle llegar a nadie mis llamadas de socorro.
Tras haberme venido a la cabeza la escuela de supervivencia por la mañana, he empezado a pensar en las posibilidades de sobrevivir en el futuro. Está claro que aún perduran restos del sistema de gobierno estadounidense. Portaaviones, tal vez convoyes de tanques con refugiados, aeródromos militares lejanos, y el Hotel 23. Tiene que haber alguien que me ayude a regresar. Las comunicaciones con el portaaviones se interrumpieron antes de que nos estrelláramos con el helicóptero. Si juntamos ese dato con la disparatada idea de estudiar a los muertos irradiados y subirlos a bordo del buque insignia, uno podría plantearse la posibilidad de que el portaaviones esté también invadido.
Lo más probable es que los satélites ya no sirvan para nada y den vueltas fuera de su órbita. Sé que los satélites GPS han dejado de funcionar. No he visto a una sola persona viva desde que nos estrellamos, aunque haya recorrido un buen número de kilómetros. Si la región que he atravesado es representativa de lo que va a ser el resto del viaje, lo pasaré muy mal. Aunque tan sólo hubiera sobrevivido un uno por ciento de la población, tendría que haberme encontrado a alguien. Hoy voy a dejar una señal que indicará la dirección que pienso seguir.
Voy a marcar una flecha grande en el suelo, hecha con rocas, o con lo que tenga a mano, para que cualquier superviviente que sobrevuele la zona sepa en qué dirección he ido. El único problema es que los aviadores que descubran la señal podrían pensar que ya es antigua. Sea como fuere, voy a emplear todos los medios posibles para lograr que me rescaten de esta zona de guerra.
No logro quitarme de la cabeza la explosión que destrozó la carretera elevada. En su momento la atribuí a la buena suerte, pero cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que es improbable que unos explosivos que se encontraban allí por casualidad explotaran en un momento tan oportuno. Esa especie de zumbido que no me abandona también se oyó después de la explosión.
He visto algunos venados por esta zona. No es probable que logren escapar de los muertos durante mucho tiempo. Voy a cazar uno para que las conservas no se me terminen mientras voy de camino hacia el sur, hacia el Hotel 23. Ha dejado de llover, pero aún está nublado. Me he puesto el poncho que me hice con la manta de lana para no enfriarme y seguiré caminando hacia el sur por la 59.
Tendría que encontrar varias cosas antes de alejarme demasiado en dirección al sur. Necesitaría un mapa de carreteras para no perderme. También me vendrían bien unas pastillas de yodo, o algún otro medio para purificar el agua. Ahora mismo no tengo ni idea de si esta carretera me llevará hasta una ciudad de tamaño medio, o hasta una intersección con la Interestatal. He tenido que redistribuir el contenido de la mochila para que los prismáticos me quedaran a mano. Dentro de una hora, más o menos, me pondré en marcha. Antes voy a sacarle brillo al arma con el aceite y el trapo viejo que me llevé del velero. Parece que hayan pasado siglos desde entonces.
¡Los soldados no se licencian en plena guerra! R. K.