LAGO CADDO

8 de Octubre.

Ayer anduve hasta llegar a un lago. En los carteles que guiaban hasta allí se leía: «Lago Caddo: Embarcadero a poca dist». Hacia tiempo que alguien se había cargado de un escopetazo el resto de la palabra «distancia». Debían de ser las 14.00 horas cuando llegué al lago, así que ya era hora de empezar con los preparativos para pasar la noche a salvo. Me acerqué con suma precaución al embarcadero. Pensé en la isla de Matagorda y en cómo terminó aquella situación. Muchas de las embarcaciones aún se encontraban en el muelle; unas pocas se habían hundido, habían arrancado trozos de embarcadero y los habían arrastrado consigo bajo el agua. Dos veleros de tamaño notable seguían amarrados allí. Aún flotaban, pero uno de ellos no parecía utilizable, porque su propietario había dejado las velas sobre cubierta, donde habían aguantado meses de viento y mal tiempo. Había otro velero, de seis metros de eslora, que debía de tener las velas guardadas y probablemente podría navegar. Alcancé a ver un ancla apoyada en la barandilla de proa, sujeta a una cadena con manivela.

Me encontraba a tan sólo unos treinta metros de esa embarcación, lo suficiente como para observar los alrededores. Con toda la comida y el agua que llevaba encima, podía robar el velero, adentrarme en el lago y dormir tranquilo de verdad.

Mi objetivo era avanzar hacia el sudoeste, en una dirección que me acercase al Hotel 23. Si la forma del lago me favorecía, podría recorrer mucho terreno protegido por las aguas. Me aproximé un poco más al velero sin detectar peligro alguno. Pero como no quería correr ningún riesgo, no dejé en ningún momento de mirar en todas direcciones mientras me acercaba. El cabrón asqueroso del hacha me había marcado un tanto y en esos mismos momentos habría podido estar muerto, o moribundo, si la suerte no me hubiese acompañado mientras trepaba por el capó del autobús amarillo.

En un momento de nerviosismo quise volver a cargar la recámara del arma, y un cartucho de nueve milímetros se cayó al suelo. Lo recogí y me lo guardé en el bolsillo. Estaba cada vez más cerca del velero…

¿Seguro que había cartucho en la recámara?

Me lo pregunté de nuevo. Reprimí el miedo y la ansiedad, y seguí caminando. Me encontraba en terreno abierto, a la vista de quien pasara por allí, o de lo que pasara por allí. Estaba en el velero. Se veía abandonado, con los cables de nilón sobre cubierta, empapados de rocío y sucios de excrementos de ave. Las cortinas del camarote estaban echadas y no podía ver su interior.

Eché una nueva ojeada a mi alrededor y salté a la pasarela de estribor. Me volví hacia la popa y vi huellas de pies ensangrentados que se alejaban en esa dirección. Anduve yo también hasta la popa, sin dejar de apuntar con el peligroso extremo del arma hacia todos los rincones que me parecían sospechosos. Las huellas terminaban en la popa y debían de tener su prolongación bajo el agua.

Mi siguiente tarea consistió en asegurarme de que no me aguardara ninguna sorpresa en el camarote. Encendí la luz que llevaba en el arma y abrí la puerta de golpe. No olía a nada. Seguí adelante, hasta las entrañas del velero, con cuidado de no golpearme la cabeza con las lámparas que colgaban del techo. No había nada, salvo el olor a viejo ya familiar. Examiné las velas, el ancla y el cordaje para asegurarme de que estuvieran en condiciones para la travesía del Caddo.

Las velas estaban algo mohosas, pero en condiciones para navegar. Lo más probable era que el motor no volviese a funcionar jamás y yo no estaba seguro de que mereciese la pena intentarlo. En realidad, daba igual, porque estaba desmontado. Lo que de verdad importaba eran las velas, el ancla y el timón. Fui a mirar en la despensa: no había nada, salvo cecina podrida, dos botellas de agua turbia y una pastilla de jabón. Dentro de un armario pequeño encontré una lancha de salvamento hinchable mediante C02. En un cesto de malla sujeto a la pared del armario encontré unos prismáticos Steiner Marine. Me resultarán muy prácticos cuando desembarque y tenga que seguir tanteando el terreno de camino hacia el sur.

Tras echar otra ojeada por la portilla para asegurarme de que no se acercaba nadie, empecé a instalar las velas para adentrarme en el lago y así poder descansar y relajarme. Aparte de la cumbre del monte Everest y de la Estación Espacial Internacional (pobres gilipollas), ése es el descanso menos peligroso al que se puede aspirar en nuestros tiempos. Ha pasado bastante tiempo desde que aprendí a pilotar veleros, pero aún me acuerdo de hacer girar la botavara y de izar y arriar las velas. El viento soplaba a mi favor, y ése era mi segundo golpe de suerte en cuarenta y ocho horas. Seguro que después vendrán más.

Arreé una patada en el muelle desde la proa de la embarcación e inicié el viaje en dirección sur-sudoeste. Iba a salir de la pequeña cala y me adentraría en el lago propiamente dicho. Las velas capturaron el ligero viento y me empujaron a unos veloces tres nudos hacia mi destino. Fueron momentos de júbilo. Me obligué a no pensar en mi situación actual y me imaginé que navegaba de vuelta a casa por el lago Beaver, como en los viejos tiempos, antes de que sucediera todo esto. Pensé en cuando volvía a casa durante los días de permiso para visitar a mi familia, y en los platos de alubias que cocinaba mi abuela.

No se veía ni rastro de muertos vivientes en tierra, pero me había alejado de la orilla hasta una distancia razonable. Tuve buen cuidado de no desviarme hacia uno de los costados del pequeño canal por el que se salía al lago. Al acercarme a la salida de la cala, inmovilicé el timón y subí para arriar las velas. Quería estar lo bastante lejos de tierra como para sentirme seguro, pero, al mismo tiempo, lo bastante cerca como para ir nadando hasta la orilla si le ocurría algo a mi pequeño refugio flotante.

El sol descendía hacia el horizonte mientras el velero navegaba por la zona de seguridad que yo mismo había elegido. Eché el ancla y calculé que el lago debía de tener unos veinte metros de profundidad. Saqué el equipo de la mochila y tendí todas las prendas húmedas para que se secaran. Busqué una vez más todo lo que pudiese haber en el velero, especialmente en el baño y en la cocina. No encontré nada que aún fuera comestible, pero sí un cubo para fregar y una vieja panilla que alguien había limpiado hacía mucho tiempo, antes de llevarla al velero. En el baño encontré un montón de revistas. Me llevé unas cuantas para emplearlas como papel higiénico cuando se me terminara el de verdad.

Me quedaba más o menos una hora de luz solar, así que agarré el cubo de la fregona y lo sumergí en el lago para sacar agua. Luego me hice con una pastilla de jabón y la panilla, y las empleé para lavar todo lo que llevaba sucio. No se podía comparar con una lavadora Balay, pero mejor eso que nada. La ropa interior y los calcetines empezaban a oler mal de verdad y tenía la piel irritada en los sobacos y la entrepierna. Aproveché lo que quedaba de luz del día para lavar y secar la ropa. Utilicé un cable de nilón que había encontrado en la popa, dentro de un baúl, para improvisar un tendedero. Lo até a la baranda para evitar que el viento se lo llevara por delante.

En el momento en que el sol desaparecía tras los árboles, me encerré bajo cubierta en mi nueva suite, envuelto tan sólo en la manta verde de lana que me había llevado de la vieja casa de campo, con la esperanza de no tener que ponerme a disparar en cueros. Por primera vez en mucho tiempo pensé que podía echarme a dormir bajando la guardia, y eso fue lo que hice.

9 de Octubre.

He dormido hasta las 8.30 horas. Un viento ligero del este había hecho virar la proa en su misma dirección. La piel me escocía en torno a la improvisada sutura. Me he dado cuenta de que ya era hora de quitarme los puntos. He utilizado el espejo del baño del velero y la misma aguja que había empleado para ponérmelos y me los he quitado uno tras otro. Cuando ya llevaba cinco minutos con ello me he detenido, y he pensado que sería buena idea hervir agua para lavarme esa zona cada pocos segundos, pero luego he cambiado de opinión, porque me he dado cuenta de que sería peligroso encender una hoguera en un velero que se encuentra en medio de un lago con todo el equipo desperdigado por cubierta. Me he imaginado un faro llameante que atraía a los muertos y a todas las cuadrillas de forajidos que se encontraran a treinta kilómetros a la redonda. Al cabo de unos diez minutos había acabado. Me he lavado la herida todo lo bien que he podido, y la he untado con una pequeña cantidad de antibiótico triple caducado.

A mediodía la ropa se me había secado, y he visto que se formaban nubes en el horizonte occidental. Parecía que pudiese llover. He guardado la ropa seca en el camarote, la he plegado todo lo bien que he sabido y la he vuelto a meter en la mochila, en el orden en el que me ha parecido que podía necesitarla. Antes de vestirme para el día, he vuelto a sumergir el cubo dentro del lago y he probado una nueva variedad de lavado con esponja, en el que he empleado uno de los calcetines limpios a modo de estropajo. No ha sido lo mismo que una ducha caliente, pero sí mejor que sentirse sucio. Me había secado ya con la manta de lana y había empezado a vestirme cuando les he oído en la lejanía. El viento arrastraba sus gritos hasta mi refugio y una vez más me ha hecho recordar que esto no era un picnic, ni una excursión por la pista de los Apalaches. Era un juego en el que me había apostado la vida.

No sabría decir a qué distancia estaban, pero tampoco importaba. He observado la orilla del lago con mis nuevos prismáticos. Había algo que se movía por la ribera, al noroeste de mi propia posición. Desde tan lejos habría podido tratarse de un venado. Cuando empezaba a llover, he ido bajo cubierta y he empezado a revisar una y otra vez todo mi equipamiento. Cerca del fregadero había aceite de motor, así que he tratado de aprovecharlo: he aceitado las piezas clave de mis armas. Las armas de fuego me habían sido útiles durante los últimos días y he pensado que no me haría ningún daño aceitarlas.

Mientras secaba la metralleta, he oído una vez más un leve murmullo. Me ha hecho pensar en el que oí hace unos días mientras me bebía el agua que brotaba de la tubería. Parecía que procediese de un motor. Había luz suficiente para quedarme dentro del velero y reflexionar, y trazar un plan. Sabía que el Hotel 23 tenía que hallarse al sur/sudoeste de mi posición. De acuerdo con una ESTNPI (Estimación Sin Tener Ni Puta Idea) de mi posición, debía de hallarse a unos trescientos veinte kilómetros de mí. Mi orientación general respecto del polo real, no magnético, debía de ser entre 220 y 230 grados. Si se encontraba a unos trescientos veinte kilómetros de distancia y tenía que hacer la mayor parte del camino a pie, a unos quince kilómetros por día, podría llegar a sus inmediaciones en aproximadamente un mes. Si alguien llega a leer esto, que sepa que éste es/era mi plan. Voy a seguir una ruta por una vía general desde el lago Caddo en dirección a Nada, Texas, hasta que llegue al complejo. Mi prioridad es encontrar una gasolinera y buscar en ella un mapa de carreteras, y tal vez probar los vehículos abandonados que encuentre por el camino.

Una vez tenga el mapa, voy a trazar una ruta más precisa y esquivaré los pueblos y ciudades, en vez de meterme a ciegas en sus afueras. Cazaré para complementar las conservas que llevo, y siempre que pueda, trataré de viajar de noche. Por lo que respecta a los suministros, mis prioridades son las siguientes: agua, comida, medicamentos, pilas y munición. Con qué facilidad cambian las prioridades. Al principio, lo más prioritario habrían sido las municiones.

16:23 h.

En este lago, los sonidos funcionan de una manera rara. Es como si una extraña antena parabólica atrajese los sonidos de los muertos al mástil del velero. Oigo sus gemidos y carraspeos. Son terribles. Mientras lo pensaba, he sacado la radio de supervivencia y he tratado de contactar… sin ningún resultado. Una vez más, he cogido los prismáticos y escrutado en la lejanía. Los veo por toda la costa. Se apelotonan cerca del agua cual gaviotas. Tomo nota de todo cambio de tendencia en sus movimientos por la orilla.

Tarde o temprano, pero más bien temprano, voy a tener que bajar a tierra y reanudar mi viaje hacia el sur. No es que me entusiasme la idea de recorrer trescientos kilómetros a pie por un territorio infestado de muertos, con treinta kilos de peso a la espalda. Cada cierto tiempo pienso en todo lo que está pasando, y todavía me estremece hasta lo más profundo de mi ADN que pueda ocurrir eso. La tasa de suicidios debe de haberse disparado durante estos últimos meses entre los supervivientes, porque no pasa un día en el que no sienta la tentación de poner fin de una vez por todas a todo esto. Ya no hay días marcados en rojo en el calendario. No hay días en los que pueda descansar y bajar la guardia. Incluso en este velero sueño que de algún modo logran subir a bordo y se me llevan. Creo que esta noche me voy a comer una lata de chile, y como tengo todo el equipo en lugar seguro, me voy a hervir agua del lago para la cena. Lo único que puedo hacer es sentarme aquí y gozar de la puesta de sol, y tratar de ignorar los temibles bramidos que se oyen a lo lejos.

10 de Octubre.

6:30 h.

Me siento bien descansado, y lo suficientemente recuperado como para emprender el camino hacia el sudoeste. Mi intención es comprobar tres veces el estado de todo el equipo e izar velas para dirigirme a la costa. Este lago desierto aumenta la sensación de soledad. Recuerdo que hará un par de años me hospedé en un albergue de Brisbane, Australia. Como no quería que me robasen nada, elegí una habitación individual y me quedé allí durante tres días, en los que tuve que superar la resaca de los dos anteriores. De algún modo, desde la distancia, ese tiempo de soledad en Brisbane me hace pensar en la manera como me siento ahora. Quizá sea porque viajo solo y las únicas dos cosas que me importan son la mochila y las armas.

22:00 h.

Después de entretenerme durante más o menos una hora con las velas, he levado el ancla y he navegado con mucha lentitud hacia el sudoeste. Sé que esas cosas pueden ver la vela, pero no sabía si al verla moverse sobre el lago querrían seguirla. Mi plan consistía en varar el velero para ganar tiempo. No podría permitirme el tiempo necesario para amarrarlo convenientemente y dejarlo bien atado. Así, el viaje sería tan sólo de ida, porque, una vez el velero hubiese varado, sería necesaria otra embarcación a motor para volver a sacarlo al lago. He observado la costa con los prismáticos en busca de indicios y advertencias de que los muertos hubieran reaccionado a mi presencia.

Había atado una cuerda con nudos a la proa para que me resultara fácil desembarcar cuando llegase el momento. Al mismo tiempo que hacía girar el velamen, he colocado mis tres cargadores de nueve milímetros para el MP5 en un lugar donde pudiera alcanzarlos fácilmente, y he instalado el cuarto con sus veintinueve cartuchos en el arma. No podía cometer ningún error… esto no era la playa de Normandía en los años cuarenta, sino la playa del lago Caddo, donde el número de monstruos tal vez superara al de soldados alemanes y tenía que ser un solo hombre quien les hiciera frente.

Habría preferido que el velero avaluase a una velocidad inferior a los cinco nudos. Quería acercarme con precaución. Al cabo de dos horas de tanteos a babor y estribor, he logrado una buena perspectiva de la cabeza de playa que iba a atacar. En un primer recuento, he divisado una docena de muertos vivientes en la orilla, con su miradas gélidas vueltas hacia mi centro de gravedad. Gracias a las técnicas de compartimentalización que había aprendido en el ejército, he realizado un mediocre intento de expulsar de mi materia gris el pensamiento de que pudieran hacerme pedazos.

Como sabía que la embarcación tenía un calado de por lo menos dos metros, he anticipado un impacto de una notable violencia cuando las velas empujasen velero y quilla contra las rocas de la ribera. Al acercarme a tierra, he desmontado la botavara y me he echado de espaldas, con los pies apoyados en la baranda de delante. Mientras estaba tumbado sobre la cubierta, he tratado de expulsar de mis pensamientos la imagen mental de los muertos vivientes, a fuerza de mirar al mástil y a las nubes que estaban en lo alto. Entonces se ha producido el impacto…

El velero ha escorado con violencia a babor mientras la proa se volvía hacia la derecha, y he oído como todo lo que estaba abajo, en los estantes, se caía estrepitosamente al suelo.

Después de recobrar el equilibrio, he cargado con mi pesada mochila y he preparado el subfusil. Calculaba que debía de haber unos veinte que se acercaban a mi posición, y que podían llegar a ser varios miles si no actuaba con rapidez. He apuntado lo mejor que he podido con el MP5 de cañón corto y he abatido a cinco para tener tiempo de bajar a la orilla por la cuerda de nudos. Ya sólo me quedaban diecinueve cartuchos en el cargador, porque, a una distancia de unos veinte metros, el subfusil no me permitía más que un 50 por ciento de aciertos en los tiros a la cabeza. He llegado al extremo de la cuerda y he puesto los pies en el agua, siempre consciente de que llevaba la Glock cargada y a punto como refuerzo. He buscado con atención un espacio abierto entre el grupo de más o menos diez que seguían en pie, y una vez más, he arremetido como una aguja que atraviesa un tejido y he pasado corriendo entre ellos a toda la velocidad que me ha sido posible.

Esos diez se transformarían en cien si no los dejaba atrás, así que me he echado a correr por la orilla, a la vista de todos, tan rápido como he podido, para que me siguieran. Había recorrido aproximadamente un kilómetro y medio cuando me ha resultado imposible seguir corriendo con la mochila a cuestas. He girado 90 grados a la derecha, me he adentrado entre los árboles para que mis perseguidores me perdieran de vista y entonces he seguido avanzando con el sistema «camina veinte pasos y luego corre otros veinte» durante una hora. Había logrado dejar atrás a los muertos y me hallaba relativamente seguro en las llanuras abiertas de lo que yo creía que era Texas. Mi plan es el siguiente: mientras no disponga de un mapa fiable de esta zona, caminaré hacia el oeste, hasta que encuentre una carretera de dos carriles en dirección norte-sur, y entonces la seguiré hacia el sur hasta llegar a la Interestatal que va de este a oeste hasta llegar a Dallas. Por supuesto que no iré a Dallas… no voy a ir jamás. Simplemente me guiaré por el sistema de carreteras interestatales para regresar al Hotel 23, siempre mediante el sistema de navegación paralela.

Mientras caminaba hacia el oeste con el sol a la espalda, he empezado a sentir que recobraba energías, a despecho de las dolorosas magulladuras que sufría en los pies. ¡Qué no habría dado por llevar algo de molesquina en la mochila! Tal vez me sirviese la cinta aislante. A última hora de la tarde he encontrado una carretera de dos carriles desierta y me he acercado con gran cautela por el este. Había consumido mis reservas de agua hasta quedarme a la mitad del sistema de hidratación CamelBak de la mochila, y por eso me ha parecido que lo mejor sería detenerme en el primer arroyuelo para volver a llenarlo. He tenido que recorrer más de un kilómetro y medio en paralelo a la carretera hasta divisar, en el lado por donde yo caminaba, una conducción de acero para drenaje de aguas que se hundía bajo tierra.

Los prismáticos Steiner se habían ganado el derecho a pesarme en la mochila, tan sólo por haberme ayudado a encontrar agua. Me he acercado a la tubería desde el noroeste, con la máxima precaución, y entonces he descubierto media docena de vacas muertas… o, más bien, lo que quedaba de ellas. Prácticamente todos los cadáveres de vaca tenían las patas arrancadas y desperdigadas por el campo, lo cual quería decir que probablemente las habían matado los muertos. Tampoco habría sido impensable que lo hubiesen hecho perros salvajes, o coyotes, de no ser por un cadáver humano que llevaba mucho tiempo muerto, con una marca de pezuña en la frente y un trozo de piel de vaca cubierto de pelo blanco entre los dientes. La bestia debió de derribar a uno de ellos y acertó al pisarlo. Qué más daba. Probablemente los muertos se habían arrojado sobre las vacas cual pirañas del Amazonas. Casi podía recrear la escena con la imaginación y visualizar lo que debía de haber sucedido durante los primeros meses.

He abandonado el campo abierto en dirección al suministro de agua y he oído el goteo que descendía por la tubería de drenaje hasta el subsuelo de la carretera. La conducción debía de tener el diámetro de un bidón de doscientos cincuenta litros. Había sacado el tubo de mi sistema de hidratación y estaba llenando el depósito cuando, de pronto, he oído algo que se arrastraba dentro de la tubería. Al mirar a la oscuridad, he distinguido una forma humana que me ha parecido que pertenecía a una de esas cosas. Al encender la linterna, he descubierto el cuerpo parcialmente descompuesto de una criatura que había quedado atrapada entre los materiales acumulados en el sistema de drenaje y era incapaz de salir.

La cabeza se le había quedado atrapada de tal manera que no podía verme. Con todo, sí había advertido mi presencia. He vaciado el agua descontaminada que llevaba y he secado el contenedor de plástico de mi sistema de hidratación todo lo bien que he podido con unos calzoncillos limpios que llevaba. He dejado que el pobre diablo se pudriese dentro de su tumba cilíndrica de acero y he reanudado el camino, nuevamente en busca de agua. Como había tenido que desprenderme de toda la que me quedaba, estaba todavía más sediento que antes. He seguido andando hacia el sur en paralelo a la de la carretera de dos carriles. Gracias a los prismáticos, he descubierto que se trataba de la Autopista 59. Me he tomado unos minutos para escribir todo esto en mi diario. En todo momento he estado atento, por si veía uno de esos carteles verdes que indican los kilómetros que faltan para la siguiente ciudad.

En ese momento, el sol empezaba a ponerse, así que he decidido, a pesar de mi sed, que lo mejor sería encontrar un lugar seguro para guarecerme durante la noche. Había casas cerca de la carretera, pero no tendría tiempo para forzar la puerta de una de ellas, entrar y explorarla antes de que se pusiera el sol. No he dejado de caminar, y he observado el entorno con los prismáticos hasta que he descubierto un sitio adecuado para dormir: un tejado de acceso relativamente fácil. Me he detenido en campo abierto y he examinado la mochila, porque no quería cruzar la carretera sin haberme asegurado antes de que todo estaba en su sitio. He colocado la manta de lana en lo alto de la mochila para poder sacarla fácilmente y munición extra de nueve milímetros en el compartimiento con cremallera de la tapa. Luego he sacado los cargadores del MP5 y de la Glock para asegurarme de que todo estuviera en orden: quince más una en la Glock, y veintinueve más una en el MP5. Con las armas a punto, el MP5 en disparo simple y el contenido de la mochila redistribuido, me he echado a correr hacia la casa elegida, un edificio de dos pisos en las afueras de una pequeña zona residencial.

El sol descendía en el horizonte, y con él la temperatura, cuando he llegado a la cerca que separaba el campo de la carretera. He arrojado la mochila sobre las tres tiras de alambre de espino y luego he trepado yo mismo por la cerca con cuidado de no cortarme. Tras recoger la mochila, he oteado la carretera en ambas direcciones. Se divisaba movimiento de muertos vivientes en la lejanía. He cruzado la carretera a paso lento, con cautela, ocultándome tras un viejo coche que llevaba mucho tiempo abandonado. Al llegar al otro lado de la carretera, me he arrodillado y he aprovechado la luz cada vez más tenue para escrutar en la lejanía con los prismáticos. Me ha parecido que el terreno estaba relativamente despejado, así que me he puesto a correr de nuevo, esta vez hasta la casa. La había elegido porque, a 350 metros de distancia, había alcanzado a divisar una escalera de mano. Estaba apoyada en la baranda del porche de entrada.

He conseguido llegar hasta la casa y he colocado la escalera de mano para trepar hasta el tejado y pasar allí la noche. Antes de subir le he echado una ojeada a la casa y he visto que alguien había astillado la puerta desde fuera, y que había orificios de bala en la parte frontal y en los pilares de madera del porche. Otro escenario donde tuvo lugar un último conato de resistencia que terminó mal. Todo el perímetro de la casa estaba cubierto de lo que yo llamo marcas de sangre, lugares que los muertos vivientes habían aporreado durante varios días en un vano intento por entrar.

Alguien había clavado tablones tras las ventanas del piso de abajo, a modo de improvisada barrera, pero casi todos estaban arrancados, y las ventanas estaban rotas por los golpes que les habían propinado desde fuera. A pesar de que pasar la noche en el interior de la casa habría sido una pésima elección, pernoctar en su tejado parecía una opción bastante aceptable. Me he dado por satisfecho con aceptar que el edificio estaba condenado y que no merecía la pena investigar en su interior. Así, he subido precavidamente por la escalera de mano hasta lo alto del porche. Una vez allí, he recogido la escalera de mano y la he colocado sobre el porche para subir hasta el tejado. No he querido correr el riesgo de que una de esas cosas irrumpiera por la ventana del primer piso y me atacase mientras dormía. Una vez en el tejado, he vuelto a recoger la escalera de mano.

Así he llegado a una posición bastante ventajosa, y la luz aún era suficiente para preparar la acampada. He desplegado la manta y he atado la mochila a una de las chimeneas del tejado. Después me he atado el brazo a la mochila con la correa de la cintura, para estar seguro de que no me pondría a rodar por el tejado en sueños ni me caería al vacío. Podía emplear una parte de mi equipo como almohada. Ahora que estoy completamente vestido, con una gruesa manta de lana, pasar la noche aquí arriba no será tan incómodo. Buenas noches.